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Las brujas de Eastwick

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Los hombres atractivos no necesitan tirarse el rollo. No padecen fealdades que haya que compensar con la poesía o con el sentido del humor. La oratoria, por ejemplo, no saben ni lo que es. Pueden conseguir a la mujer que desean sin apenas abrir la boca: sólo para pedir un gintonic o para besar bajo la lluvia. 

Somos nosotros, los pobres diablos como Daryl Van Horne, los que necesitamos darle a la sin hueso para crear un hechizo que dure las horas suficientes. My kingdom for a chance. En ese sentido, los feos del mundo tenemos algo de brujos, de diablillos que enredan y siempre hacen un poco de trampa. Luego hay clases, claro, como en todo: tipos que dominan el arte de la nigromancia y cenutrios que no sabemos sacar ni una paloma del sombrero.

Pero si el diabólico Daryl Van Horne es un merluzo, las tres brujas de Eastwick tampoco salen muy bien paradas de la función. El apego instantáneo que sienten por Daryl no tiene su origen en ningún hechizo verbal ni en ningún enredo de polvos mágicos. Se acuestan con él, simplemente, porque tiene dinero, porque se ha comprado la mejor casa del pueblo y goza de recursos ilimitados para satisfacer desde un capricho culinario hasta el más barroco de los deseos. Si eres un tipo muy feo, pero con pasta, ten por seguro que algunas mujeres como Michelle Pfeiffer se arrimarán a ti por razones ajenas a tu belleza interior y a tu riqueza espiritual.

Dicho todo esto, “Las brujas de Eastwick”, como película, es una suprema gilipollez. Impropia de un artesano como George Miller, aunque él, claro, ganaría una pasta gansa con la bobada. La película sirve, como mucho, para recordar los mecanismos básicos del emparejamiento humano. Es casi un "National Geographic" pasado por el tamiz de una ficción diabólica.





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Alien, el octavo pasajero

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Alien sigue el esquema clásico de las películas de terror: un bicho aberrante se carga a varios seres humanos desprevenidos, y luego, ya en luchas épicas que serán el bloque jugoso de la película, se enfrentará a todos los que bien armados -con la Biblia, o con el lanzallamas- se interpondrán en su camino. La fórmula es veterana, y universal, y en el fondo poco importa que el monstruo sea Drácula, el Anticristo de La Profecía o el tiburón blanco de Steven Spielberg. O el xenomorfo de Ridley Scott.

    Alien se podría haber quedado en una película de corte clásico, bien hecha, con sus sustos morrocotudos y su heroína victoriosa que fue un hito feminista del momento. Y sus ordenadores de antigualla, claro, que siempre son de mucho reír en las películas de hace años, incapaces de anticipar la era de internet y del WhatsApp que avisa que algo no va bien en el planeta pantanoso. Pero Alien, de algún modo, trascendió. Se convirtió en una franquicia, y en una referencia. En un meme que recorre la cultura popular y las barras de los bares.

    Al éxito de la película contribuyó, sin duda, el diseño anatómico del bicho, desde su fase larvaria -pegado al casco de John Hurt- hasta convertirse en el primo de Zumosol con más mala hostia de los contornos estelares. Pero hay algo más en Alien que el diseño espectacular o que el guion milimetrado. Es su... atmósfera. Malsana e irrespirable. La presencia del Mal, diríase, y eso que yo descreo de tales doctrinas maniqueístas. Pero en la oscuridad de los cines, como en la oscuridad de las iglesias, uno se abandona a cualquier filosofía que quieran proponerle, y se finge crédulo, y abierto a nuevas visiones, y en algunos momentos de Alien llego a sentir ese escalofrío teológico, ese aliento apestoso en el cogote. Ese imposible metafísico tan ajeno como el Bien: el Mal. Algo que sólo he sentido en contadas ocasiones: en El exorcista, en La semilla del diablo, en El resplandor

Aquí, en Alien, el Mal no sea un ente fantasmagórico, ni etéreo, sino salgo puramente biológico, tangible, y quizá por eso mucho más terrorífico. El xenomorfo es Jack Torrance armado con una dentadura asesina. 




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