Bellas artes. Temporada 2

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De mayor me gustaría ser como Antonio Dumas, el director del Museo Iberoamericano de Arte Moderno: un madurito interesante y culto, con criterio propio a la hora de expresarse. Su personalidad me atrapa y me lleva por los nuevos episodios de la serie, que ya no son tan brillantes como los primeros, pero que siguen llevando el sello de calidad de Mariano Cohn y los hermanos Duprat. 

Bendigo el día que esta gente apareció en mi vida. Su visión es mi visión; su humor, mi humor; su misantropía, mi apostolado. Me siento como en casa cuando invoco su espíritu desde el sofá. Además de divertidos son muy puñeteros. Son el remanso de mi espíritu. Mis benévolos confesores. 

Antonio Dumas, aunque es muy inteligente, es un señor algo mayor que ya no entiende el mundo moderno. Mal asunto cuando te dedicas a lo suyo. En unos episodios se le ve ojiplático y en otros fuera de contexto. Él es un socialista clásico enfrentado al wokismo contemporáneo. Y ésa es la gracia de la serie: que todo le supera pero tiene que gestionarlo. “Bellas artes” es un retrato de la estupidez humana, pero también de los dramas funcionariales. Yo me identifico mucho con don Antonio porque en mi modesto ecosistema, en mi mundo minúsculo y provincial, también vivo un drama de funcionario arrollado por la vida moderna. Yo también vivo rodeado de modas que ya no entiendo y de valores que nunca me inculcaron. Soy otro socialista atrapado en la ola de lo políticamente correcto. En el tsunami...

Un colegio como el mío no se diferencia mucho de un museo de arte moderno. Aquí también se expone mucha palabrería y se vende humo de colores al por mayor. Por cada artista real y contundente hay diez que viven del paripé. Ya sé que es un tema espinoso y muy poco ficcionable, pero aquí Cohn y Duprat harían maravillas con el personal. No con la chavalada, pobrecicos, si no con los artistas que les rodeamos. Si no renuevan por la tercera temporada de “Bellas artes” -me imagino que sí, porque ese mundo parece una cantera inagotable de soplagaitas- yo les propongo que se pasen por aquí. “Pedagogía Terapéutica”: una serie todavía por hacer. 





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The apprentice

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Los sociópatas nacen, crecen y se reproducen igual que las cucarachas de aquel anuncio de la tele. Lo que pasa es que “Cucal aerosol” no los mata ni los hace desaparecer. Hacen falta productos más fuertes que ahora mismo ya no se investigan por falta de inversión. Los sociópatas como Donald Trump sólo se mueren de viejos o estrellados en sus jets privados. Ya no les rozan ni las balas... O, como en el caso de Roy Cohn, se mueren carcomidos por una enfermedad verdaderamente democrática -casi hasta comunista- que no distingue a los ricos de los pobres a no ser en el tratamiento de los síntomas. 

Si no fuera por esas fatalidades de la biología -los telómeros de los cromosomas, los bichos microscópicos, los síncopes que a veces sufren los pilotos de aeronaves- estos tipejos serían inmortales como los dioses griegos y ya no necesitarían a las rubias tontas para ejercer la función reproductiva. Sólo las querrían para darle placer al cuerpo y para presumir de titi en los saraos de los poderosos.

Hay gente que todavía se pregunta si los sociópatas nacen o se hacen. Esta gente, por supuesto, todavía no se ha enterado de nada. La sociopatía, como la tontuna, es una tara genética que te despoja de un módulo fundamental en el cerebro. Que se lo digan a Isabel Natividad, que padecer las dos lobotomías a la vez. El módulo de la empatía con los demás no se regenera, no hay educación posible que lo restañe. Es un agujero neuronal del tamaño de un puño agarrando los billetes. 

En “The apprentice”, Donald Trump es un sociópata de nacimiento que encuentra en Roy Cohn el refinamiento necesario para ascender en la escala social de la delincuencia. Si no hubiera sido por Roy, nuestro amigo Donald se hubiera quedado en un constructor de medio pelo como aquellos que dirigían los clubs de fútbol españoles en los años 90. Un Jesús Gil del barrio de Queens, por poner un ejemplo. Pero gracias a Roy Cohn -que vio en él a un depredador sin atisbo de alma- Donald aprendió los trucos más sucios y los mantras más necesarios. Un aprendiz ejemplar que terminó superando a su lord Sith y llegó a ser el emperador negrísimo y anaranjado de estos rincones de la galaxia. 




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Casa en llamas

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Hace pocos meses vi otra película española que también se llamaba “La casa”, pero a secas, sin llamas. Y voto a Bríos que son la misma película con ligeras variaciones. No parece un caso de plagio ni un remake apresurado. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. Las dos películas están bien y cuentan con elencos de mucho poderío, pero no justifican que yo mueva un solo dedo para desentrañar la misteriosa coincidencia. Sé que en el fondo da igual: dentro de unos meses las mezclaré, ya no sabré cuál era la hablada en castellano y cuál en catalán, y sólo recordaré que las dos iban de pijos y pijas con un casa muy bonita para vender.

(Lo que nunca se me olvidará -también lo voto a Bríos- es que en una de ellas salía Macarena García ya curada de sus traumas en “La Mesías”. Viendo una de estas películas yo era el espectador; en la otra, el espectador en llamas).

No sé qué pasa últimamente con los pijos de las películas, que se ponen a vender sus casas en lugares paradisíacos porque ya no las usan para veranear o para pasar las navidades. Si acaso para ir a follar con sus amantes, porque los pijos ya sabemos que nunca paran de triscar. Se han vuelto tan urbanitas que ya no les mola la contemplación del mar o la vista de las montañas. Justo estos días estaba leyendo una novela de Milena Busquets y la pobre mujer también anda en la misma problemática con su casa de Cadaqués. Es como leer el diario de un ricachón depresivo que no sabe cuál de sus jets privados poner a la venta. No sé que pensaría Georgina Ronaldo de todo esto. 

De hecho, porque justamente está rodada en Cadaqués, en los tramos más aburridos de “Casa en llamas” yo buscaba a Milena Busquets al fondo de las escenas por si hacía de extra o nos regalaba un cameo en el chiringuito de la playa, o en el aeródromo donde seguramente también la han llevado a volar sus muchos amantes escogidos. Como Meryl Streep en “Memorias de África, elegida, trascendente, contemplando a los pobretones y a la gente sin gusto desde las alturas de la burguesía que desprecia sus casoplones.





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El clan de hierro

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He de confesar que yo también fui espectador de lucha libre cuando se puso de moda con Héctor del Mar. Pero no por gusto, sino obligado por la paternidad. Me pasó lo mismo con “Hannah Montana” o con las secuelas interminables de Harry Potter. Si tu hijo se aficiona a algo que no te gusta no te queda más remedio que adherirte. O eso, o anticipar el tiempo de la distancia, de la disociación definitiva de los placeres. 

Los padres responsables tenemos que tragar con las desviaciones culturales de nuestros retoños. No queda otra. Hay que apoyarles con nuestra presencia en el sofá. No jalearles -eso tampoco- si el espectáculo no nos agrada, pero al menos hacerles ver que nos importan sus gustos aunque sean tan horripilantes como el wrestling de los yanquis: una patochada en el fondo inofensiva pero también una suprema majadería que nunca terminaré de entender: el amaño, la farsa, la avidez violenta de algunos espectadores.

(Recuerdo al padre y al hijo una mañana en el Rastro de Madrid, buscando en la plaza del Campillo el último cromo de una colección que incluía a los luchadores más famosos del momento: el Enterrador, John Cena, Randy Orton, Hulk Hogan... Ya no recuerdo aquel cromo en concreto, pero sí aquellos nombres que siguen resonando en mi memoria como si fueran de la familia).

“El clan de hierro” no me interesaba por lo que tiene de wrestling y de América Profunda, sino porque habla de la maldición del apellido. Y yo creo mucho en esas cosas. Es verdad que la familia Von Erich tiene una maldición muy jodida de sobrellevar: la que llevó a cuatro de los cinco hermanos a suicidarse por causas dispares y al parecer irremediables. Pero no hay familia en el mundo que no lleve su tara más o menos incapacitante, su limitación fundamental. Los Simpson son el ejemplo más conocido. De los Borbones no te digo nada... 

Yo mismo, en la provincia, llevo encima la antigua maldición de los Rodríguez, que consiste en que lo de dentro nunca casa con lo de fuera. El fenotipo siempre está en las antípodas de las intenciones.

También llevo encima la maldición de los Martínez, por supuesto, pero todavía no sé en qué consiste porque a esa rama familiar la tengo muy poco tratada.



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Babylon

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En las salas de cine, “Babylon” tuvo que ser un espectáculo como pocos. Una obra maestra. Y no sólo por el espectáculo tan barroco y excesivo. Lo digo porque allí Margot Robbie saldría cien veces más grande que en mi televisor y me dejaría aún más turulato cuando se presentaba en la primera fiesta vestida (es un decir) de rojo, o en la segunda bailando con aquel peto de albañil. Aquí, en mi televisor de 42” comprado hace diez años -HD, pero no UltraK ni HV (Hostias en Vinagre)- “Babylon” y Margot quedan algo desmerecidas, como achicadas, o amordazadas.

“Babylon” estaba hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Danien Chazelle rodó un clásico instantáneo. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas, o yo al menos ya no soporto esa tortura. Me he hecho viejo, y la neurosis ha aprovechado el bajón de mis defensas. En el cine la gente habla, y enreda, y mastica cosas que ronchan, y mantiene los móviles funcionando todo el rato. Y da igual que los silencien: los móviles vibran, y los consultan, y los encienden como siniestros gusiluces. En provincias, además, nunca subtitulan las películas, y yo ya estoy acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rótulos en castellano. No es esnobismo, sino aprecio. Puede que en el cine Margot Robbie fuera el doble de bella y de excitante, pero su voz de cazallera ya no sería la suya y eso impediría que mi amor floreciera como aquí.

Así que he vuelto a ver “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, pero no como la primera vez, hace año y medio, cuando la pirateé preso de la impaciencia. La calidad del tesoro era incuestionable, pero recuerdo que la vi con la mente puesta en otro sitio: en un amor imposible de los de irás y volverás hasta el hartazgo definitivo. Vi “Babylon” con el espíritu maltrecho y el cuerpo astral en otro lado. Hoy, sin embargo, ya con un poco de paz en el alma, he vuelto a ver “Babylon” y me ha parecido mucho mejor que entonces. Imperfecta sí, y a veces fallida, pero también extravagante y genial, como eran a veces las mujeres que amábamos. 





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Monty Python's Flying Circus. Temporada 1

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En 1969 se hacía un humor más libre y corrosivo que ahora. Los Monty Python son una utopía humorística que vivió en el pasado pero que parece llegada del futuro. Vivimos una época oscura y gazmoña. Sobre todo en España, que es tierra de reconquista puritana. La Iglesia y la progresía han firmado un pacto germano-soviético para repartirse nuestros pecados.

Ahora, como en la Edad Media, hay que refugiarse en antros para reírnos de los meapilas y de los poderes establecidos. Pero eso sí: vigilando la puerta siempre de reojo por si aparece el brazo armado de la Inquisición.

En pleno siglo XXI, el “Monty Python’s Flying Circus” sería carne de cancelación y de bronca parlamentaria. Un proyecto inviable. Los Python se pasarían media vida en los juzgados respondiendo a las demandas de los Abogados Cristianos, de las feministas almorávides, de las minorías ofendidas... De los sindicatos policiales y de los lameculos de la Corona. De los tontos del pueblo y de los listos de la ciudad. Seríamos cuatro gatos los devotos, pero cuatro gatos muy entregados. Apenas les daríamos para comer.

Los Monty Python perpetraron en la BBC lo que nadie podría hacer hoy en día en TVE. En la disyuntiva entre ofender o no ofender, prefirieron no respetar a nadie. Es lo suyo. Si acaso, por presiones de la cadana, salvaron a la monarquía, de la que seguramente se reían en privado porque eran seis tipos muy cultos y leídos. “La Revuelta” de David Broncano, en comparación, es tan inocente como el “Barrio Sésamo” de mi infancia. En realidad sólo se meten con Pablo Motos y hacen chistes sobre drogas. Todo lo demás es anatema o dobles sentidos muy forzados. 

En 1969, en el Reino Unido, podías reírte de los policías estultos como había hecho Charles Chaplin cincuenta años antes. No había una Ley Mordaza como ésta que sigue vigente por aquí. Podías reírte del estamento militar, de los arzobispos anglicanos, de los paletos de pueblo, de los inversores de la City, de los progres desnortados. También de los funcionarios tristes como yo. No pasa nada. Vamos todos en el mismo barco, sin rumbo fijo, amedrentados por la vida y siempre salvados por la risa. 




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Un día de furia

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Michael Douglas explota en cien llamaradas cuando pretenden cobrarle 85 centavos por una Coca-Cola en el badulaque de los chinos. Es justo lo que cuesta ahora y estamos hablando del año 1993. Es como si hubieran querido aplicarle de golpe los cien episodios inflacionarios que vinieron después de los dolores. Un auténtico robo. Ni Apu el de “Los Simpson” se hubiera atrevido a tanto.

Douglas, que ya viene calentito de la vida porque su mujer le ha dejado, le han echado del trabajo y acaba de abandonar el coche en mitad de un atasco como aquel de “La La Land”, exuda en esa lata de Coca-Cola la última gota de su paciencia. Es un detalle baladí, pero definitivo. A partir de ahí, Douglas perderá el oremus y se convertirá en un auténtico destroyer de la sociedad. Casi en nuestro héroe si no fuera porque su objetivo final es romper una orden de alejamiento con una pistola metida en la bragueta. Él dice que sólo quiere besar a su hija, pero va tan loco que todos nos tememos lo peor.  

Si no fuera por ese "pequeño detalle", casi podríamos hablar de un bolchevique ejemplar que va ajusticiando a los fascistas, denuncia los abusos mercantiles y pisotea con saña los campos de golf de los ricachones. Cuando Michael Douglas se planta ante los menús engañosos de la hamburguesería y pronuncia aquello de “No quiero almorzar, quiero desayunar", nos conmueve con una frase revolucionaria a la altura de "Todo el poder para los soviets" que dijo el camarada Lenin.

“Un día de furia” tiene algo de profético. Lo de Michael Douglas le podría pasar a cualquiera hoy en día, plantado nte el expositor del aceite de oliva, que es el termómetro moderno de la explotación a los consumidores. Cuánto se ríen de nosotros los de la cadena alimenticia y los diputados en el Parlamento. Cuando no es la sequía es la lluvia; cuando no es la guerra de Ucrania es la franja de Gaza; cuando no es el productor es el distribuidor o el dueño de Mercadona... La revolución que finalmente tomará el Palacio de la Zarzuela empezará con otro consumidor muy cabreado, como aquellos parisinos del pan en La Bastilla.




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Jungla de Cristal: La venganza

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Después de toda una vida entregada a la cinefilia sigo teniendo mis complejos y mis conflictos sin resolver. Todo va bien mientras veo estrenos raros y clásicos de siempre. Ahí me siento un hombre evolucionado y medio artista, sensible y cultivado. Pero siempre hay un día en el que veo películas como “Jungla de Cristal: La Venganza” y descubro que el cine de palomitas no me ha abandonado del todo, y que el adolescente que se lo pasaba pipa en las salas de cine sigue sentado a mi lado, jaleando las hostias facilonas y los hostiazos al tuntún. Un chaval infantilizado por los yanquis, más bien acrítico y tontorrón.

Otros cinéfilos han asumido esta dualidad del espíritu y disfrutan repantigados unas películas y las otras. Se han reconciliado consigo mismos y son felices. Yo también lo intento, ay, pero me cuesta. Soy un mostrenco al que le cuesta mantener las dos naranjas en el aire haciendo malabarismos. En mi ensoñación cultureta, “Jungla de Cristal: La venganza” debería ser un mero divertimento, la película chorra que eliges de tu videoteca para que la siesta no se convierta en una modorra de babas y legañas, y no esta aventura divertidísima, cojonuda, sin pies ni cabeza pero altamente adictiva, que te mantiene -¡oh, milagro!- casi dos horas sin acordarte de que existen los teléfonos móviles y sus putos cuadraditos. 

La disfruto sí, pero con un punto de culpabilidad. La ensalzo, sí, pero con un deje de falsedad. En el fondo me gustaría que no me gustara tanto. Ya sé que es una gilipollez. Al menos ya tengo ese camino recorrido.

Por lo demás, en 1995, los malos de la película seguían siendo los comunistas de Europa del Este. Peor aún: comunistas ávidos de oro, ya sin ideales ni nada parecido. En varias escenas se ven las Torres Gemelas al fondo. Faltaban seis años para que los malos oficiales ya vistieran con turbante y dijeran jamalajá. Lo que no sé -porque nunca las he visto- si en las próximas entregas John McLane les grita a ellos lo de “Yipi ka yei, hijos de puta”.





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