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Hollywood nos ha enseñado que para ser un superhéroe hay que
ser, en primer lugar, guapo. Guapo es Clark Kent con su rizo sobre la frente, y
también Peter Parker con su exultante juventud. Bruce Wayne triunfa entre las modelos
de Gotham mientras Tony Stark triunfa entre todas las surfistas de Malibú. Thor
es un dios del deseo y el Capitán América un apolíneo sin tacha. Hulk no es
guapo, pero el doctor Bruce Banner que vive en su interior sí. Y todos así... Quizá
el único superhéroe feo de cojones -que además ya nunca podrá regresar a su
humana identidad- es La Cosa de Los 4 Fantásticos, que asiste envidioso al sex
appeal de sus compañeros.
Para ir a contracorriente de esta dictadura de la belleza, los
tarados de la productora TROMA imaginaron un superhéroe ya no feo, sino
horrendo, primo hermano del hombre elefante de David Lynch. El pobre Melvin ya era muy feo ante de la transformación,
y por eso se reían de él los chuloputas y las buenorras, que son los
afortunados del fenotipo. Pero Melvin, tras caerse en el barríl de los residuos,
ya es directamente un monstruo, un amasijo de músculos inflamados y piel
supurante que vaga por los alrededores de Nueva York impartiendo justicia como
haría Bud Spencer si fuera más allá de los bofetones. Es decir: arrancando
brazos, y aplastando cráneos, y clavando hierros en los ojos. Quien ríe el
último ríe mejor, sí.
Es imposible no sentir una simpatía vergonzante por el
vengador tóxico, a pesar de sus cafradas. Pero es que su ojeriza es nuestra
ojeriza también, aunque la nuestra sea civilizada y esté bajo control. Melvin se venga de los imbéciles que le
ofendieron, y de los políticos que le humillaron. Gente tan odiosa como
universal. Pero con los demás, con los fofisanos del mundo y con los perdedores
de la riqueza, Melvin es un osito de peluche que siempre está dispuesto a echar
una mano. Existe la solidaridad obrera, y existe, también, la solidaridad entre
los feos.
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