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Podría soltar muchas excusas para explicar por qué he visto “Benedetta”:
una, que sigo con interés la carrera de Paul Verhoeven, y otra, que sigo con
más interés todavía la carrera de Charlotte Rampling, También podría decir que
estoy haciendo una tesis doctoral sobre el mundo de los conventos en la
Contrarreforma italiana... No sé, cosas así, de cinéfilo responsable, o de historiador
aficionado. Pero no voy a mentir. El lector ya me conoce, o no me conoce en absoluto,
así que qué más da. Yo venía a la película porque la publicidad hablaba de dos
monjas que alcanzaban juntas el otro éxtasis del Señor, y el morbo, y la cosa tonta,
obraron el milagro de amordazar a mi yo cinéfilo y asexuado, que últimamente está
bastante insoportable.
Antes de ser seducido por el Mal, él me aseguraba que “Benedetta”
no iba a ser más que una provocación, una cosa del viejo verde de Paul Verhoeven.
Un instinto básico con crucifijos en lugar de picahielos, o un baile de
showgirls en el refectorio conventual. Una tontería de dos horas para provocarme
un par de erecciones subterráneas y nada más.
Pero no: mi cinéfilo se equivocaba. “Benedetta” tiene sus
momentos, desde luego, con esos cuerpos hermosos y esos amores arrebatados,
pero a su alrededor crece una trama compleja de personajes oscuros e intereses entrecruzados,
los divinos y los carnales. “Benedetta”, además, nos recuerda dos sabidurías
fundamentales que no han perdido vigencia: la primera, que el sexo es una
fuerza irreprimible, y que si la reprimes, te salen como ronchas en la piel, o como
bultos en el espíritu. La segunda, que no hay gente más peligrosa en el mundo
que la que se cree elegida por Dios. En el siglo XVII, las Benedettas del mundo
podían montar como mucho una campaña militar en Flandes, o quemar un par de
brujas en la plaza del pueblo. Asuntos graves, pero no planetarios. Ahora, sin
embargo, una Benedetta investida de poder podría apretar el botón nuclear para
salvar al mundo de sus pecados, mientras se parte de la risa beatífica.
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