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El amor se hace cuando se puede. Y si no se puede, pues se piensa,
o se escribe, o se expresa verbalmente. O se echa de menos. También se puede
reprimir, claro, pero esa actitud crea neurosis en el alma, como explicaba el
abuelo de Viena.
La Iglesia condena el sexo en sus cuatro vertientes: pensamiento,
palabra, obra y omisión. Omisión, sí, porque denegar el sexo a quien quiere
concebir otro cristiano sin afanes recreativos también comete pecado. Y uno
morrocotudo, además. O sea, que el sexo es pecado lo mires por donde lo mires.
Lo cojas por donde lo cojas.
En la carrera de Magisterio -lo de carrera es un decir-
teníamos un cura que nos daba la asignatura de religión. No había ni un solo
católico practicante entre nosotros, pero necesitábamos los créditos para
ganarnos la vida en un colegio privado si fuera menester. De todos modos, nos
llevábamos bien. Él sabía a lo que venía y nosotros también. Un día nos dijo
que no entendía la expresión “hacer el amor”: que le parecía fría y mal
construida. Que el amor no se hacía, sino que florecía, o algo así. Y que, por
supuesto, florecía fuera de la cama, y no dentro, donde solo era concupiscencia
y trampa mortal. Una compañera mía que
estaba más buena que el pan, y que salía con los tipos más cachas de la
Universidad, le dijo que para ella “hacer el amor” era una expresión perfecta.
Que el amor se trabajaba realmente entre sudores de fragua. Que la cama era una
forja donde se templaba el metal y se hacía más resistente. Y para nada, como
afirmaba él, un lugar donde el amor se desvirtuaba o languidecía. Lo dejó patidifuso,
claro. Y a nosotros más enamorados todavía. Platónicamente, claro, como al cura
le gustaba.
No sé qué hubiera dicho nuestro cura si hubiera visto “Kiki,
el amor se hace”. Supongo que le habría dado un infarto nada más empezar. Si ya
no entendía lo que era hacer el amor en una pareja convencional, imagínate en
estas, que se excitan con los tejidos, o con los peligros, o que se juntan de
tres en tres, o contra natura, o que se van de orgías el sábado sabadete. “Una cosa es la libertad y otra el libertinaje”,
hubiera gritado al televisor antes de palmar.
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