No other land

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Enfocados en Gaza se nos había olvidado Cisjordania, que es el otro apartheid que sufren los palestinos. Si Gaza sale en las portadas de los periódicos, Cisjordania, hasta que llegó este documental y su Oscar ganado en Hollywood, sólo aparecía en las esquinas marginales. Comparada con los hospitales bombardeados o con los sueños inmobiliarios de Donald Trump, la tragedia de Cisjordania nos parece de baja intensidad, como más “civilizada” o menos sangrienta. Pero es la gota malaya que no cesa. Y además, al que se queda sin casa o recibe un disparo cuando protesta, vete tú a decirle que sus compatriotas de Gaza están mucho peor.

Gracias a “No other land” hemos recordado que en Cisjordania los israelíes acaparan el agua o siguen construyendo nuevos chalets en las tierras del vecino. Son las imágenes de toda la vida, de bulldozers derribando chabolos y soldados conteniendo a sus inquilinos. Palestinos en camiseta pelada y soldadesca forrada de blindaje hasta las cejas, a 57 grados a la sombra...  Los soldados cagándose en todo y sus jefes en Tel Aviv con el aire acondicionado. En el fondo todo es lucha de clases. Burgueses enviando carne de cañón a los conflictos.

Por esos secarrales dejados de la mano de Dios -y de Jesucristo, que se bañaba en el Jordán los domingos por la tarde y no dejó ningún milagro guardado en el frigorífico- se pasea a veces Netanyahu para provocar al personal, sabiendo que le protegen las armas más sofisticadas y los soldados mejor entrenados. Al final -creo que lo decían en alguna película parafascista de Clint Eastwood- la razón siempre pertenece al que tiene el revólver más gordo o mejor calibrado. No hay más verdad que la potencia de fuego o que la sutileza tecnológica. Esto es mío porque puedo. Es el patio del colegio llevado a la vida real y decisiva: ese balón no es tuyo porque te lo hayan comprado tus padres, sino mío, porque puedo ahostiarte si te pones respondón. De aquellos hijos de puta viene la estirpe que ahora mismo domina el mundo. 




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Adolescencia

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El primer día de 8º de EGB los curas no nos llevaron a las aulas, sino a la capilla del colegio. Pensábamos que nos iban a confesar en hilera, como hacían a veces a traición, para limpiar los muchos pecados del verano adolescente, o que íbamos a cantar himnos para que la Virgen intercediera por nosotros en los exámenes venideros.

Ya sentados en los bancos, el señor director tomó la palabra y nos anunció que nuestro compañero N. había fallecido durante el verano de un problema de corazón. Hubo muchos que murmuraron su sorpresa, o su desazón, sobre todo sus compinches del patio, que eran unos predelincuentes como él. Yo, por mi parte, al oír el notición, sentí un vuelco en el corazón. Pero de alegría. Alegría contenida, claro, como cuando celebras un gol del Madrid en un bar lleno de azulgranas. 

N. era un abusón vocacional que una vez me rajó un balón con su navaja y otra me esperó a la salida con dos matones para darme varias hostias de aguinaldo. Hubo más. Esto del bullying tiene una larga tradición... Lo que pasa es que entonces, si te daban, la devolvías, y si no, esperabas con paciencia a que el curso terminase. O rezabas para que le cayera un rayo divino sobre la cabeza. A nadie se le ocurría zanjarlo a navajazos como hace este tarado de la película. Y menos por un abuso que en la serie es simplemente verbal, o con emojis. El insulto, en 1986, era el pan nuestro de cada día. 

Quiero decir que la problemática adolescente es tan vieja como la civilización, pero leyendo a los exégetas de “Adolescencia” parece que todo esto lo hubieran inventando ayer por la mañana. En mis tiempos ya existía la burla, el miedo, la inseguridad en uno mismo y la incomprensión de los mayores. La pornografía incluso. Las ganas de gustar y la pena de ser rechazado. La conducta sumisa en casa y la conducta salvaje en el colegio. Es de necios echarle la culpa a los maestros, a los padres, a los hombres tóxicos -a los hombres-, al uso abusivo de Instagram... La educación tiránica no servía, la laxa tampoco. Las hostias en casa no impedían nada; las que soltaban los curas tampoco. El buen rollo no ha servido para mucho. Quizá es que somos como somos y nada más.



 


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Killer Joe

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1. Hace unos meses encontré en Movistar + un documental titulado “Friedkin sin censuras”. En él, William Friedkin, ya fallecido a este lado de la pantalla, se paseaba por los festivales de medio mundo y recibía numerosos homenajes gracias a esas dos obras maestras que seguirán viéndose dentro de cien años: “French Connection” y “El exorcista”.

2. Mientras veçia el documental, me di cuenta de que el resto de su filmografía -y son la hostia de películas- la tenía cogida con alfileres. Sin consultar el teléfono recordé “Jade” porque era un vehículo erótico de Linda Fiorentino, “A la caza” porque salía Al Pacino en extrañas circunstancias y “El diablo y el padre Amorth” porque llegamos a pensar que William Friedkin había perdido por completo la chaveta.

3. Pero resultó que no, que Friedkin había sobrevivido al exorcismo del padre Amorth y estaba muy lúcido a sus ochenta y pico tacos. En sus charletas descubrí dos películas que quizá merecían una oportunidad en mi televisor: la primera, “Carga maldita“; la segunda, “Killer Joe”. Así es como paso yo las noches del invierno...

4. “Killer Joe” cuenta la historia de una familia disfuncional -disfuncional al estilo red neck, puro “As bestas” de los texanos- que contrata a un asesino para liquidar a la matriarca del clan y cobrar un seguro de vida sustancioso. ¿Qué podía salir mal?: pues todo, si al escaso cociente intelectual le sumamos el índice de alcoholismo y la locura todavía por diagnosticar. 

El único listo de toda la función es justamente el asesino profesional, el tal Joe, un chuleta 100% carne de vacuno que sin embargo, para completar el cuadro, resulta ser un depravado como sacado de una película de David Lynch. Como Bobby Perú, pero más guapo.

5. A la media hora ya estaba arrepentido del experimento, pero no podía dejar de mirar. Es una especie de fascinación inversa, de morbo que siempre pide unos minutos más. No sé hasta qué punto la película estaba planificada o salió así por casualidad. “Killer Joe” hay que verla para creérsela. Contada pierde mucho. Lo que está claro es que a William Friedkin le interesaba mucho la miseria moral de los humanos. Hay muchas formas de ser poseído por el demonio.





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Carga maldita

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Si algún día tuviera que salir por piernas de la Península -cosa que no descarto cuando gobiernen los fascistas- le daría, no sé, 10.000 dólares extra, 15.000 no más, al tipo que me falsificase el pasaporte, para que me enviara a un país donde haga mucho frío, muy al norte de los mapas, y no a un horno selvático como éste de “Carga maldita”, refugio de todos los delincuentes perseguidos por la ley o por la mafia, y que es como un círculo del infierno para los que hemos nacido en León y sentimos que a partir de 20 ºC Yahvé ya se está pasando tres veranos con la tortura.

El problema de los países fríos es que son todos civilizados, de Dinamarca para arriba, y allí es difícil fingir que te llamas Halvar Rodrigursön -pongamos por caso- pero no hablas ni media de sueco o de finlandés. Ni siquiera de inglés chapurreado. En las latitudes nórdicas sería fácil perderse en las regiones de la taiga o de los mil lagos congelados, llevando una vida de eremita en una cabaña de madera, pero al primer contratiempo con la autoridad ya estarías listo de papeles. Allí no vale presentar el pasaporte con un billete de 50 euros o de 50 coronas disimulado en el reverso, porque los funcionarios son íntegros, y están bien pagados por el Estado del Bienestar, y además 50 euros es lo que ellos pagan por un mísero café en la terraza, cuando les llega el solecito. 

Aun así, en Escandinavia, o en Canadá, aunque yo pudiera burlar a los funcionarios, jamás podría ganarme el sustento conduciendo un camión con una carga de dinamita ya caducada e inestable. Primero porque en esos países las cosas siempre están supervisadas y nunca caducan ni se corrompen, y segundo porque yo no tengo carnet de conducir, ni siquiera el de ciclomotor, o el de bicicleta con motorín. Quizá por todo esto, “Carga maldita” me ha parecido una película entretenida -eso sí, cercenada en el montaje- que no me concierne en absoluto. Un mero contemplar sin emoción. Un pasatiempo sobre el que aún no sé muy bien qué voy a escribir.



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El aceite de la vida

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“El aceite de la vida” termina con un mensaje de esperanza entre músicas celestiales. Lorenzo Odone, que se ha librado de la muerte gracias precisamente al “aceite de Lorenzo”, acaba de mover levemente un dedo de la mano. Es un paso enorme para él: un esfuerzo gigantesco de su voluntad, que carece de mielina para ejercer sus funciones. 

La película, que está rodada en 1992, deja en el aire una futura terapia que le devolverá la mielina carcomida por la ALD -adrenoleucodistrofia-, una enfermedad metabólica que deja a las neuronas como cables de cobre sin su recubrimiento de plástico, y que provoca, por tanto, un caos de chisporroteos y conexiones fallidas: la pérdida de la marcha, del habla, de la capacidad de tragar saliva sin ahogarse... La muerte. 

Lorenzo Odone, sin embargo, murió en el año 2008 más o menos como estaba. Según he averiguado en internet, con una leve mejoría comunicacional y poco más. El aceite que lleva su nombre, y que viene a ser una mezcla depurada de aceite de oliva y de aceite de colza, se ha mostrado muy eficaz en las primeras fases de la enfermedad, deteniendo la cascada de síntomas, pero no tanto en los casos ya avanzados. El aceite de la vida sirve para mantener la vida, pero no para devolverla. El matrimonio Odone tenía razón cuando en sus noches más negras asumían que estaban trabajando para curar a los hijos de otros matrimonios, pero no al suyo. 

Lorenzo falleció a los 30 años a causa de una neumonía. Paradójicamente, sobrevivió ocho años a su madre, que murió de un cáncer de pulmón. Y quién sabe si también de un cáncer de los desvelos. El señor Odone, por su parte, médico “honoris causa” gracias a su hallazgo del aceite milagroso, se apartó del mundo tras la muerte de su hijo y pasó los últimos años en Italia, en su tierra natal, para comer tomates de verdad hasta la última ensalada. Me imagino su muerte un poco como la de Michael Corleone en “El Padrino III”, ya muy anciano, con ochenta años, en su patio soleado del Piamonte, desplomándose de la silla en pleno ataque de nostalgia.





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Las brujas de Eastwick

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Los hombres atractivos no necesitan tirarse el rollo. No padecen fealdades que haya que compensar con la poesía o con el sentido del humor. La oratoria, por ejemplo, no saben ni lo que es. Pueden conseguir a la mujer que desean sin apenas abrir la boca: sólo para pedir un gintonic o para besar bajo la lluvia. 

Somos nosotros, los pobres diablos como Daryl Van Horne, los que necesitamos darle a la sin hueso para crear un hechizo que dure las horas suficientes. My kingdom for a chance. En ese sentido, los feos del mundo tenemos algo de brujos, de diablillos que enredan y siempre hacen un poco de trampa. Luego hay clases, claro, como en todo: tipos que dominan el arte de la nigromancia y cenutrios que no sabemos sacar ni una paloma del sombrero.

Pero si el diabólico Daryl Van Horne es un merluzo, las tres brujas de Eastwick tampoco salen muy bien paradas de la función. El apego instantáneo que sienten por Daryl no tiene su origen en ningún hechizo verbal ni en ningún enredo de polvos mágicos. Se acuestan con él, simplemente, porque tiene dinero, porque se ha comprado la mejor casa del pueblo y goza de recursos ilimitados para satisfacer desde un capricho culinario hasta el más barroco de los deseos. Si eres un tipo muy feo, pero con pasta, ten por seguro que algunas mujeres como Michelle Pfeiffer se arrimarán a ti por razones ajenas a tu belleza interior y a tu riqueza espiritual.

Dicho todo esto, “Las brujas de Eastwick”, como película, es una suprema gilipollez. Impropia de un artesano como George Miller, aunque él, claro, ganaría una pasta gansa con la bobada. La película sirve, como mucho, para recordar los mecanismos básicos del emparejamiento humano. Es casi un "National Geographic" pasado por el tamiz de una ficción diabólica.





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Colin de cuentas. Temporada 1

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En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe. Quizá por eso nos gusta tanto “Colin de cuentas” a pesar de la distancia. Porque es todo igual y nos vemos reflejados. Y aunque nuestras antípodas estén realmente en Nueva Zelanda y no en Australia -que es donde vive el perrito Colin con sus amos enamorados- tanto monta monta tanto la Commonwealth de los australes. 

La guerra de los sexos es universal y conoce muy pocas variaciones. En Australia también hay mucha desconfianza, mucho recelo a la hora de emparejarse. El mundo -según a quien escuches, claro- está lleno de agresores lunáticos o de locas peligrosas. Las probabilidades de sacar un mal número en la lotería se ha centuplicado en los últimos tiempos. En Australia también son muchos los que ya han optado por la castidad laica o por la masturbación asistida por los chips. No es mal negocio. Lo que pierdes en piel lo ganas en tranquilidad. Un polvo ya no compensa los mil peligros que acechan por ahí. Nueve de cada diez ofertas que reciben las mujeres son de salidos requemados; nueve de cada diez ofertas que recibimos los hombres son de prostitutas más o menos encriptadas. Un amor verdadero se ha vuelto tan raro como un trébol de cuatro hojas. Un prodigio de la naturaleza. Una mutación en el ADN de la vieja normalidad. Es una probabilidad ente 10.000, según dicen las enciclopedias. 

Y ya no te digo nada si el amor tiene que brotar entre un hombre y una mujer separados por una generación y mil películas no compartidas. Entonces el trébol metafórico ya no es de cuatro hojas, sino de siete, o de noventa y seis. Son azares que ya casi pertenecen a la ficción, o a la ciencia-ficción. A las comedias románticas como "Colin de cuentas ".

Cuando Ashley -la chica de treinta años - le pregunta a Gordon -el cuarentón interesante- quién coño son esos Harry y Sally que siempre discuten sobre la amistad entre hombres y mujeres, yo mismo recordé que cuando era usuario de las redes del amor colocaba un margen de esperanza de diez años para abajo, cegado por el orgullo y engañado por Hollywood. Nunca respondió nadie, claro.



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A real pain

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“A real pain” es una road movie en la que ambos personajes, cuando regresan a casa, siguen siendo exactamente las mismas personas, lo que, en puridad, atenta contra las normas del subgénero. Una road movie canónica exigiría que los viajeros regresaran cambiados por dentro y si puede ser para bien: conversos a alguna religión o imbuidos de humanismo. Más amigos de sus amigos o preocupados al fin por el cambio climático.

La vida real, sin embargo, se parece mucho más a esta película, y por eso me gusta mucho “A real pain”. El asombro, el descubrimiento, el golpe de realidad..., mientras viajamos podemos llegar a sentir que la vida queda suspendida y nosotros aplazados; que hemos integrado nuevas certezas sobre la gran miseria o la mísera felicidad. Pero todo eso apenas sobrevive unas horas o unos días al aterrizaje de regreso. Nadie cambia por viajar a Irlanda en vacaciones o por seguir la ruta 66 de las películas. Por visitar, incluso, como hacen estos dos primos de la película, el campo de concentración nazi del que escapó su abuela polaca. La impresión puede ser brutal, causarte un “dolor real”, pero en todo caso servirá para reafirmar lo que ya pensabas sobre la dualidad de las personas. Y si encuentras algo nuevo y transformador es porque ya lo buscabas con ahínco.

Recuerdo que mi madre y yo fuimos una vez a Valderas, a la Tierra de Campos, a ver lo que quedaba de las antiguas posesiones de mi abuelo. Es decir: la casucha y la huerta. Estábamos de paso, en las fiestas de un pueblo cercano, y un amigo nos acercó en su coche como si fuera el taxista de la película. A mi madre y a mí, como a los dos primos de “A real pain”, también nos cambió el destino una guerra devastadora y todo lo que vino después. En nuestro caso no el Holocausto, pero sí las rencillas, el año del hambre, el éxodo rural... Ante la casa -de adobe y ya en ruinas- nosotros también nos quedamos un poco como Jesse Eisenberg y Kieran Culkin en la película: con cara de tontos, esperando una revelación luminosa que al final no se produjo.




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