Amor ciego

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La belleza interior está sobrevalorada. Nadie se fija en ella. Nadie va por ahí sondeando la belleza de las almas ni leyendo los perfiles en las apps En el amor te lo juegas todo a una sonrisa, a unos ojazos, a un escote, a un hoyuelo en la barbilla.... A un cuerpo estilizado. Seguimos siendo monos que primero miran y luego ya lanzan una pregunta.

La belleza interior cobra valor cuando no queda otro remedio: cuando comprendes -a veces muy pronto, a veces demasiado tarde- que la belleza exterior no te admite en su club de privilegiados. Es entonces cuando descubres que había un sol que brillaba dentro de ti, y quizá, también, por analogía, en el interior de los otros desgraciados. Es mejor eso que ponerse a llorar, desde luego. 

La belleza interior es un mecanismo de defensa. Un instinto de supervivencia. Un relato. Expulsados del Paraíso del Fenotipo, los feos soñamos con crear un sistema binario de soles eclipsados que bailan en el cielo.

El tío Friedrich estaría conmigo en que la belleza interior es el pan de los pobres y la resignación de los desheredados. Un premio de consolación. Una zarandaja de Walt Disney. La belleza interior la hemos creado los feos para darnos a valer. La belleza interior es otro opio del pueblo. Una droga muy dura para huir de la realidad. Un refutación lisérgica de lo que descubres ante el espejo. Un autoengaño. Una terapia. Un arranque del orgullo.

Es más: yo estaría por asegurar que la belleza interior ni siquiera existe. La belleza exterior, digan lo que digan, no admite duda: te quita el hipo o te deja turulato. Llega como un mazazo y existen amplios consensos sobre ella. Pero la otra belleza... Todos decimos que somos bellos por dentro y eso tampoco puede ser. Lo que es de todos no es de nadie y carece de valor. 





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Dos tontos muy tontos

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Los dos tontos de la versión original no parecen tan tontos como en la versión doblada al castellano. Aquí, no sé por qué, les han redoblado una tontuna que ya demostraban de sobra por las pintas y por el comportamiento inadaptado. Es un recurso gracioso, sí, pero fallido, que además no se corresponde con la intención inicial de los hermanos Farrelly, que más bien se reían -o se reían “con”- de un par de gilipollas estrafalarios.

La misma palabra “tonto” ya ha quedado proscrita y arrumbada. Si alguien, ya adentrados en el siglo XXI, se atreviera a rodar un remake de “Dos tontos muy tontos” tendría, para empezar, que titularlo “Dos personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos muy personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos”. Puro veneno para la taquilla... 

Además, a Jim Carrey y a Jeff Daniels habría que ponerles a jugar al baloncesto, y proponerles un objetivo de superación personal que no fuera dilapidar billetes de cien ni cepillarse a las pelirrojas del lugar. Y obligarles, en la aventura, en la road movie por las Américas o por las Españas, a ser buenas personas que nunca hacen gamberradas ni tienen pensamientos que mancillen el Sexto Mandamiento. Así los quería el Señor y así los quiere ahora la sociedad evolucionada: ángeles del alma inmaculada siempre risueños y predispuestos. Un melodrama de Netflix conservador y afeitado, pero ya nunca jamás una cafrada divertidísima rodada por los hermanos Farrelly.

Por lo demás, “Dos tontos muy tontos” nos deja el recordatorio de que todos los hombres, tontos o listos, nos convertimos en imbéciles cuando se trata de obtener el favor de una mujer. La berrea nos iguala a todos. Nos vuelve ridículos y exagerados; exhibicionistas y ruidosos. Mentirosos compulsivos, también, que era otra película de Jim Carrey.




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Algo pasa con Mary

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Los hombres guapos no necesitan hacer el ridículo para conquistar a las mujeres. No corren el peligro de tartamudear como bobos o de pegarse un barrigazo saltando desde el trampolín. Les basta con hacer acto de presencia y sonreír con esa confianza que dan los éxitos anteriores. En eso gozan del mismo privilegio que ellas, las mujeres hermosas, que sólo tienen que exponerse para que los hombres se vuelvan turulatos y las tiñosas se mueran de la envidia. 

Fuera de esa casta privilegiada hay que buscarse las habichuelas corriendo serio peligro de caer en la estupidez. Cuando una mujer como Mary -qué digo, remotamente parecida a Mary- nos roba el corazón y nos perturba el pensamiento, nuestros cuerpos alejados del canon, y nuestros jetos alejados de Hollywood, nos obligan a tirar de la poesía y del sentido del humor. Del rollo intelectual... De la escritura en Instagram. De todo eso que llaman la “belleza interior”. La sapiosexualidad y el deslumbramiento del espíritu. Todas esas gilipolleces...

Hay hombres, sin embargo, que para no sufrir estas humillaciones están dispuestos a comprar cualquier filosofía que considere la belleza física como un valor superficial. Son como aquel zorro de la fábula que despreciaba las uvas que no podía alcanzar. Pero así es como se sienten especiales y únicos, superiores incluso a los guapos, y nunca les alcanza el desaliento ni la depresión. Cada uno se salva como puede.

Las mujeres como Mary gozan de la ventaja evolutiva de poder elegir compañero de apareamiento. O compañera. Les basta con mover el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Pero por otro lado -porque no hay especie que no tenga su rémora o su parásito- tienen que armarse de paciencia para rechazar a esos mentecatos que se creen dignos de su atención y de su desnudo. En “Algo pasa con Mary” estos tipos no dejan de ser unos merluzos entrañables. Pero apenas les separa un exceso para ser unos perturbados peligrosos. Los cavernícolas nos reímos mucho con la película pero somos conscientes de este equilibrio tan delicado. 




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Green Book

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Los orientales dicen que el camino más largo siempre empieza con un primer paso. La amistad, por ejemplo, es un largo recorrido que suele comenzar con una charla trivial sobre el fútbol del domingo o sobre el último estreno en las plataformas. También sirve una conversación sobre la música de Little Richard o sobre el pollo frito al estilo Kentucky, dos temas tan bobos como cualquiera que en “Greenbook” sirven para romper los prejuicios raciales entre Tony Lip y el Dr. Shirley. 

El amor eterno, sin embargo, ya viene prefabricado. Se compra al contado y no en cómodos plazos. El amor es un instinto animal que está visto para sentencia mucho antes de que los amantes pronuncien la primera palabra, a no ser que uno de ellos, deshecho el misterio de su voz, se declare terraplanista o negacionista del Holocausto, o diga que la Quironesa es una heroína de la libertad perseguida por los rojos. Hay cosas, digan lo que digan, destrempan a cualquiera. 

La cháchara, en el amor verdadero, sólo es rito antropológico y costumbre cultural. Los amores se construyen con la mirada y con las tripas, y nada más. El lenguaje sólo es necesario para concertar la próxima cita o pedir pan en el restaurante. En el amor ideal, el lenguaje seria un elemento prescindible e incluso dañino. Mal vamos si tenemos que tirar de la poesía o de la oratoria. A donde no llega el puro deseo o el entendimiento sin palabras, el lenguaje sólo puede aportar enredo y confusión.

Es por eso que las películas sobre la amistad, como “Green Book”, necesitan ser habladas para ser entendidas. Porque en lo que se dice, y en cómo se dice, está la madre del cordero. Las películas románticas, en cambio, podrían haberse quedado en el cine mudo y las entenderíamos de igual modo, y a veces, incluso, mejor.






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Life's too short

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La vida es demasiado corta. Nos faltan años y nos sobran expectativas Y aún podría ser más corta si además nos faltaran centímetros de estatura, que es lo que le pasa, por ejemplo, a Warwick Davis, el acondroplásico más famoso de las pantallas hasta que Peter Dinklage encarnó al hijo decente de los Lannister en “Juego de Tronos”.

En la vida real, Warwick Davis es un tipo felizmente casado que nunca ha dejado de trabajar en las grandes producciones. Empezó de chaval, en “El retorno del Jedi”, embutido en aquel felpudo con patas llamado Wicket que hizo las delicias de los niños más tontos de mi clase. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, famoso y bien pagado, y quizá por eso, en “Life's too short”, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, ese pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de la Fuerza, interpretando a un artista infiel y arruinado, mezquino y arrogante. El otro Warwick, que se parece mucho al otro Nosotros.

En "Life's too short", el alter ego de Warwick Davis ya no recibe llamadas de teléfono. El mundo se ha olvidado de que él también trabajó en la saga de Harry Potter. Mientras tanto, para hacer un poco de dinero, Warwick regenta una agencia de colocación para actores enanos (con perdón) que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Es el show business de la Tercera División.

Como sucede con todas las ocurrencias paridas por Ricky Gervais y Stephen Merchant, “Life's too short” resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, o tontos, o directamente gilipollas, y los personajes reales se ríen de sí mismos mostrando una caricatura muy poco mediática de sus bajos instintos. “Life’s too short” es un juego entre amiguetes, y una fiesta de la risa.



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La juventud

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Mis chistes de pre-viejo, de pre-jubilado del amor y del trabajo, tienen, por supuesto, mucho de exageración, de afán de comediante de stand-up. Pero también poseen una almendra de verdad. A mi edad, que aún no es provecta del todo, todavía estoy medio sano y medio lúcido. Me informo de lo que pasa a mi alrededor y aún no voy derrengado por las aceras, más pendiente de las obras municipales que de las otras bellezas que depara la naturaleza. 

Pero hace tiempo, desde luego, que coroné el puerto de la plenitud, y ahora mismo, con más o menos garbo, voy sorteando las curvas del descenso. Allí, en la cima de la montaña -que en mi caso nunca pasó de ser una tachuela de tercera categoría- tuve un hijo que no se parece a mí, escribí un par de libros que nadie leyó y planté varios pinos descomunales y fibrosos, muy bonitos algunos. Ahora que ya no fabrico nada de utilidad -salvo estas líneas tontas de cada día- me dejo llevar por la pendiente hasta que un día pise una enfermedad o se me cruce un infortunio y me pegue una gran hostia en la revuelta.

Paolo Sorrentino sólo tiene dos años más que yo -aunque cien vidas más en experiencias- y gracias a esa proximidad generacional he ido encontrando en sus películas motivos para reflexionar sobre la edad y el paso del tiempo. Todas sus películas, además, mejores o peores, poseen una belleza hipnótica,ocurrencias muy personales en las que yo extrañamente me reconozco sin comprenderlas del todo, como quien vive un sueño propio rodado por otro fulano.

En “La juventud”, por ejemplo, los personajes son  ancianos de verdad, no poéticos ni fingidos, pero encuentro en ellos una rara afinidad que empieza a preocuparme. 

Este par de amigos que conviven en el balneario de “La juventud” son unos septuagenarios a lo que ya les puede el cinismo y la melancolía, la pasión inútil por las cosas perdidas e irrecuperables. Yo vivo a  dos décadas de distancia y siento, sin embargo, que estos desgarros del ánimo empiezan a serme familiares. Como si la vida se hubiera terminado de sopetón y sólo quedara el paso de los días, y la simple curiosidad por los acontecimientos. 




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Muy lejos

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Mi problema para irme lejos, muy lejos, a ganarme la vida donde no alcancen los sirocos africanos, siempre ha sido mi escasa competencia curricular. Porque no sé escribir, ni dibujar, ni diseñar edificios con un ordenador. El teletrabajo sería mi única salvación en el extranjero y yo no tengo nada que ofrecerle al teletrabajo.

No me he ido de aquí porque carezco de talentos, no porque ame a mi patria o me sienta identificado con mis vecinos. La cigüeña que me trajo iba camino de Utrecht, o de Estocolmo, y me dejó caer en León porque un señorito la estaba acosando con su escopeta. Yo iba para sueco, sí, o al menos para holandés, y me quedé en africano del norte, o en europeo del sur, que es un natalicio muy digno pero no va acorde con mi personalidad. Existen los hombres que se sienten mujeres, las mujeres que se sienten hombres y los españoles que se sienten nórdicos, de Francia para arriba. La ley debería reconocernos también. De aquel destino truncado sólo me ha quedado el 1’85 de estatura y la costumbre de moverme en bicicleta por La Pedanía. 

Del mismo modo que Boris Grushenko sólo podría ser prisionero en una guerra, yo sólo podría ser lo que soy en la selva capitalista: un funcionario del Estado, y además un funcionario español, con todos los vicios adquiridos. Fuera de ahí no saldría desenvolverme y acabaría pidiendo monedas bajo un puente. Lo que cuenta ahí afuera, en el mundo no funcionarial, es la viveza, la calle, el instinto de supervivencia, y yo, puesto a competir con los demás, duraría menos que un conejito saltando por la sabana. 

Para irme lejos, muy lejos, yo también tendría que manejarme con el inglés. Qué menos que el inglés... Pero es inútil. Llevo cuarenta años viendo las películas en versión original y no se me ha quedado nada en la mollera. Cuando viajo por Europa, los europeos, atentísimos, me hablan un inglés macarrónico para que yo pueda entenderles, pero yo sólo acierto a decirles: “Slowly, please, slowly...”. Y da igual. Es como si me faltara el hueso martillo, que es el hammer, o el área de Broca, o la de Wernicke.




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Los aitas

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En las películas está de moda reírse de nosotros. De los hombres, digo. Pero es mejor esto que lo otro: tratarnos como violadores en acto o en potencia. Pam dixit y las cineastas más desatadas enarbolaron la bandera.

Borja Cobeaga también se ha subido al tren de la bruja para atizarnos con su escoba. Ahora mismo es lo que vende y hay que alimentar a las familias. Sobre todo si te presta apoyo financiero Movistar +, que es esa plataforma esquizofrénica a la que yo vivo abonado desde tiempos inmemoriales: por un lado miman al hombre con su oferta de fútbol y por otro lado le ponen a parir -precisamente por ver fútbol- en las series más vistas por las mujeres. Es lo que mi abuela llamaba estar con Dios y con el Diablo. 

Cobeaga, al menos, nos atiza un poco de mentira, un poco en plan cachete admonitorio, y no como aquellas brujas de la feria de León que te daban unas hostias de campeonato. El truco de “Los aitas” -el recurso que la convierte en una comedia amable de hombres inútiles pero con buen corazón - consiste en retrotraer nuestra inutilidad y nuestra escasa competencia emocional al año del Señor de 1989. Es decir: recordar la charca primordial de la que venimos. 

En el año 2025 estos hombres de "Los aitas" estarían perseguidos por la ley, pero en 1989 eran el pan nuestro de cada día: viejas masculinidades que nunca bajaban la tapa del váter, no sabían preparar un bocadillo, jamás veían una  competición de gimnasia rítmica y pensaban que si su hijo no jugaba al fútbol es que les había salido maricón perdido. Hombres que hablaban mal de las mujeres que bebían alcohol cuando ellos mismos se pasaban media vida en la tasca y la otra media planeando cómo llegar hasta ella.

De esos hombres venimos y está bien que lo recordemos así, de un modo crítico, pero benigno, porque así eran muchos de nuestros padres y la mayoría no hemos salido traumatizados ni nada que se le parezca.



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Cuando cae el otoño

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El final de la vida, digo yo, si nos ponemos poéticos, se producirá en el invierno, y no en el transcurso del otoño. Es como si los poetas vivieran con un calendario de solo nueve meses. Una vida nuevemesina. 

En sus versos se comen casi todo lo mejor. ¿Qué hay de las nieves, del frío reconfortante, del vaho juguetón saliendo por nuestras bocas? Cuando llega el otoño aún quedan tres meses antes de palmarla. Y quizá sean los más sabios y placenteros. Pero ellos, los poetas, no sé por qué, insisten en que el otoño es la estación última de nuestro viaje, y se ponen muy pesaditos con la caída de las hojas y las noches que se extienden: las ciento y una metáforas sobre la decadencia. En realidad, una tosca poesía sobre la pitopausia y la pérdida del deseo. 

Yo, en cambio, asocio el otoño al renacimiento de la vida. Con el otoño se acaba el calor y empieza el fútbol en la tele. Dos hitos celebrados con champán. Vuelven las viejas rutinas y hay uvas y peras por los caminos. El otoño es jovial y fecundo. El otoño es lluvia y mantita. Es la muerte del mosquito y el silencio del chumba-chumba. Es el sofá orejero al lado de la ventana cerrada y empañada. El verano, sin embargo, es la muerte y la molicie, la agresión continua de la naturaleza. El verano es un sacacuartos pernicioso inventado por los hosteleros. Y el verano de la vida un poco igual: un engaño masivo. Una juventud exprimida y desperdiciada.

Digo todo esto porque ahora mismo estoy viviendo el otoño de la edad y aún me encuentro fuerte y entusiasta. Hay caídas, sí, y recaídas, pero si tengo suerte aún quedan años para llegar a la edad provecta de estas abuelas de la película. Y qué abuelas, además, sanotas y joviales. Es lo que tiene vivir en esas casas de campo de los franceses, siempre apartadas del ruido y de la gente, con su huerta y su piedra, su bosque y su arroyo... Son las mismas casas que sacaba Eric Rohmer en sus películas de burgueses, pero aquí parece que se las regalan a cualquiera que se jubile y haya cotizado lo suficiente. Un poco como hacían los romanos con los legionarios retirados. 




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The Young Pope

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Si algún día me cayera del caballo camino de Damasco, o de La Pedanía, y recobrara la fe perdida de la infancia, y siguiera los pasos educativos y doctrinales necesarios para ser elegido obispo de Roma por el Espíritu Santo, creo que me convertiría en un papa tan reaccionario y tan cacho cabrón como este Pío XIII imaginado por Paolo Sorrentino. Tan guapo no, desde luego, porque ya no me acompaña la edad y nunca me acompañó el fenotipo.

Yo entiendo perfectamente a Lenny Belardo, ese Darth Vader de la Iglesia vestido de blanco impoluto: o se está, o no se está. No hay término medio cuando se defiende la fe verdadera. Porque si es verdadera, es innegociable. Yo en eso entiendo a los fanáticos del catolicismo o del barcelonismo, que son mis enemigos mortales. Desde mi trinchera anticlerical me cae mejor el Pío XIII ficticio que cualquier papa aperturista de la realidad. Porque en la concesión al enemigo, en la apertura de mentes, va escondida la carcoma del edificio. La Iglesia es una institución caduca y medieval, retorcida y equivocada, pero si quiere ser Iglesia tiene que seguir siendo lo que es: un invento oscurantista.

“Yo no quiero cristianos a medias: yo quiero fanáticos de Dios”, les dice Lenny Bernardo a los cardenales en su primera alocución. Y los deja temblando, claro, porque muchos ni siquiera creen en Dios, o andan más calientes que el palo de un churrero, perdiendo el partido por goleada contra el sexto mandamiento. Son pecadores, sí, pero también son dignos de lástima, porque el sacerdocio no es la única profesión que puede ejercerse sin creer en el fundamento... 

Yo mismo soy un anticlerical que se cargaría el Concordato como Alejandro Magno se cargó el nudo gordiano: de un machetazo. Y que vengan a protestar... Hay que ponerse muy firmes con las creencias personales. Es por eso que tampoco aguanto a los madridistas que se dicen tales y luego no defienden nuestra fe contra viento y marea: en privado se admiten dudas porque todos somos imperfectos, pero en público... ¡excomunión al que retroceda en uno solo de los argumentos!



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American Gangster

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Películas de gánsters -y sobre todo de gánsters americanos- ya hemos visto como mil a lo largo de nuestra cinefilia. Y desde hace un par de décadas, otras mil series que siguen al flautista de “Los Soprano”. No exagero mucho si afirmo que ya hemos visto tantos disparos a quemarropa y tantos motherfuckers escupidos a la cara como estrellas brillan en el cielo.

Sobre gánsters -gánsteres suena fatal, por mucho que diga la ortodoxia de la RAE- ya se ha dicho casi todo. Los hemos visto negros, blancos, irlandeses, sicilianos... Japoneses de la Yakuza y chinos de cualquier barrio llamado Chinatown. Mexicanos de la frontera y franceses de Marsella. Los que hay que trafican con drogas, con armas, con mujeres, con diamantes... O con todo a la vez, que son los que viven en las áticos más caros del downtown. Los hay, incluso, que han llegado a ser alcaldes de su pueblo. Aquí, de hecho, tuvimos un gánster de verdad que salía bañándose en un jacuzzi por la tele.

Sobre hampones hemos visto historias reales, historias ficticias e historias ficcionadas. Hemos visto auges y caídas, caídas y auges, listillos que nunca atrapaba la policía y pringados que casi caían en el primer interrogatorio. Hemos visto gánsters que subían a lo más alto aupados en su psicopatía demencial y que luego, inexplicablemente, lo perdían todo por el amor de una mujer. 

A las que hemos visto muy poco, precisamente, es a sus mujeres. Salvo Carmela Soprano y alguna más que ahora no recuerdo, todas las demás están ahí de figurones. Esposas o amantes, unas se limitan a parir y otras a lucir la lencería más exclusiva para su hombre. Y es una pena, porque a mí siempre me han fascinado sus personajes. No paro de pensar en qué piensan cuando descubren que su maromo es un delincuente muy peligroso. Viven como si no les importara, o como si en realidad las  dignificara. Mientras van cayendo las joyas y los abrigos de piel no sienten el peligro de morir en un tiroteo o de ser incriminadas por la policía. Es un rasgo biológico tan arcaico como arriesgado de diseccionar, en estos tiempos correctísimos que corren. Hay tantas formas de prostituirse...




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La teniente O´Neil

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Yo sé que en mi colegio, cuando creen que no atiendo, o que no estoy por las cercanías, mis compañeras me llaman “el teniente O’Neil”. Es por la película, claro, no por mi espíritu militar, porque si la teniente O’Neil es una mujer encerrada en un mundo de hombres, yo, en mi trabajo, soy un hombre infiltrado en un mundo de mujeres. 

Lo mío también es un experimento secreto del gobierno, pero en este caso no del Ministerio de Defensa, sino del Ministerio de Educación. Ahora que las mujeres ya pueden combatir en los comandos más asesinos del ejército, había que recorrer el camino inverso para demostrar que los hombres también podíamos trabajar en centros de Educación Especial sin que nos asustaran los fluidos o los panoramas tremebundos.

Para ser sincero del todo, hay otros dos soldados no gestantes que trabajan en este claustro de profesores -al que llamamos “de profesoras” no por rebeldía gramatical, sino por simple aplastamiento de las matemáticas- pero no los tengo en cuenta porque no hablan mucho de fútbol, o lo hablan del revés, y yo los lunes por la mañana no puedo debatir con ellos las corruptelas de los árbitros o las tonterías irritantes de Vinicius. Mis dos compañeros -uno soldado raso y otro capitán con galones que hizo los cursos de oficial- tampoco hablan de mujeres por lo bajini ni se ríen con los chistes zafios de toda la vida. Ellos son hombres modernos y reformados que ven Eurovisión con sus parejas y saben cocinarles platos muy complicados los domingos al mediodía.

Yo sé que ellos hicieron los cursos de Nuevas Masculinidades para sumar puntos en el concurso de traslados y regresar pronto a sus tierras de procedencia, lejos de este valle perdido entre las montañas. Pero ahora, mira tú, han adquirido un poso, una elegancia, una manera de ser y de estar que les aleja del machirulo tradicional y les hace muy populares entre mis compañeras de cuartel. Yo, en cambio, que sólo hago cursillos de informática para cumplir con los sexenios requeridos, sigo siendo el soldado mostrenco que echa de menos una buena palabrota o un buen chiste sobre malentendidos en la cama. Estoy solo, muy solo, en este campamento educativo. 



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Black Rain

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Los japoneses dejaron de ser los malos oficiales de las películas americanas cuando rindieron sus armas en la II Guerra Mundial. Tras la masacre de las bombas atómicas ya no hacía falta llamarles “monos amarillos” ni “perros de la selva”. Los japos quedaron tan acojonados, tan dispuestos a colaborar en la reconstrucción de su propio país bombardeado, que los dueños de Hollywood rápidamente los sustituyeron por los comunistas que trataban de conquistar el mundo con un ejército de cosechadoras y tres cohetes nucleares hechos de cartón piedra en Kazajistán.

Descontando a los nazis sempiternos -porque siempre han sido unos malvados muy telegénicos y propicios a la caricatura- los americanos han ido cambiando su enemigo peliculero en función de sus intereses bélicos o comerciales. Es decir: de sus intereses comerciales. Por las pantallas fueron pasando los campesinos vietnamitas, los fruticultores nicaragüenses y los negros de las universidades californianas hasta que dieron con el filón de los musulmanes que todavía hoy le pone picante a sus producciones. Cuando terminen de laminarlos pondrán a los chinos en su lugar... De hecho, ya los tienen en la recámara, en decenas de guiones que están esperando el plácet de la Casa Blanca para convertirse en los clásicos guerreros del futuro. 

Pero hubo un tiempo, allá por los años 80, en que los japoneses volvieron a ser el enemigo que amenazaba el modo de vida americano. Fue apenas un apunte, un signo de advertencia que duró hasta que el índice Nikkei se volvió inocente e irrelevante. Ya casi no nos acordamos, pero los japoneses aspiraron a ser líderes de la economía mundial por encima de sus vecinos de la China. Los japos llevaron la delantera en el sector tecnológico y durante un tiempo parecieron inalcanzables: relojes, radios, calculadoras, aparatos de vídeo... Cuando yo era chaval todo era “made in Japan” y te salía más barato que lo yanqui.

“Black Rain”, en esencia, cuenta la historia de un policía de Nueva York que llegó un día a Tokio para recordar a esos pichacortas que puestos a pegar hostias los americanos les seguían llevando mucha ventaja y que no se iban a dejar pisotear por los vericuetos económicos de los yenes



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Black Hawk derribado

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Apenas hay tiempo para explicaciones en “Black Hawk derribado”. Mientras salen los títulos de crédito iniciales ya vemos, entre los ventarrones del desierto, a gentes famélicas que vagan como zombies y a guerrilleros armados hasta los dientes que se disputan los territorios. Es el recurso que utiliza Ridley Scott para explicarnos cuál va a ser esta vez el enemigo mortal de los americanos: Mohamed Farrah, el líder sin escrúpulos que mataba de hambre a sus compatriotas incautando la ayuda internacional que llegaba al aeropuerto de Mogadiscio.

Ningún espectador pone en duda la información que se nos aporta sobre el tal Mohamed, más que nada porque sabemos que la película está basada en hechos reales y se sustenta en un reportaje periodístico de la época. Sería fácil desmontar la mentira acudiendo simplemente a la Wikipedia, que nació, justamente, el año de estreno de la película. Lo que pasa es que la Guerra Fría nos dejó a todos con el culo pelado, y sospechamos que cuando los americanos envían a sus muchachos para deponer a un sátrapa es que quieren poner a otro mucho peor en su lugar. Si el tal Aidid se quedaba con los botes de piña y ametrallaba a la pobre gente que acudía a los puntos de reparto, lo más normal es que el candidato de los yanquis se comiera a su propia gente aderezada con azafrán. El caso es garantizar el “libre comercio” y la explotación despiadada de los recursos.

Este paso de Guatemala a Guatepeor se produce en el 95% de las operaciones de la CIA, y es por tanto muy difícil empatizar con la causa de estos muchachos venidos de Alabama o de Wisconsin. Porque casi nunca, es curioso, proceden de California o de Massachussets, sino del Profundo Sur o de las Grandes Llanuras. O del salvaje Texas de los Rangers. Puede que sea una percepción mía y nada más... En todo caso, los chavales son eso, chavales, la carne de cañón que abre camino a las empresas. Una panda de ilusos o de fascinados por la guerra. Si alguien les contara que las armas de los “flacuchos” que derribaron el Black Hawk también son de fabricación americana quizá comprenderían que todo es una broma macabra.



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Borgen. Temporada 1

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Si nuestras antípodas geográficas están en Nueva Zelanda, nuestras antípodas políticas caen más bien por Dinamarca. La primera temporada de “Borgen” ya tiene quince años y estamos cada vez más lejos de su ideal. Puede que a los daneses -y a sus hermanos escandinavos- se les haya quedado viejuna en algunos planteamientos. Son sociedades que progresan adecuadamente, en todas las evaluaciones, mientras que nosotros, los europeos con retraso curricular, necesitamos mejorar en las asignaturas más importantes. También jugamos en Europa, sí, pero en Tercera División.

Es posible que a un danés del año 2025 le parezca que los personajes de “Borgen” ya pertenecen a un pasado vergonzoso o superado, como cuando nosotros vemos una película de Paco Martínez Soria o de Alfredo Landa en bañador. Para nosotros, sin embargo, los bárbaros del sur, los europeos analógicos, “Borgen” sigue siendo una utopía política inalcanzable, a veinte años vista, o a veinte siglos de distancia. Y lo peor de todo es que nos da igual: aquí pensamos que los daneses son unos desgraciados porque no tienen el sol cancerígeno sobre sus cabezas y en el fondo nos reímos de sus cmportamientos ejemplares.

Cuando entramos en la Unión Europea, allá por 1986, nuestros políticos clamaron: “Aún estamos lejos, pero convergeremos...”. Y sin embargo, estamos todavía a tomar po’l culo. Y no solo por la corrupción política, sino por el atraso en las costumbres. Fuera del Palacio de Christiansborg las bicicletas son las reinas del asfalto y nadie va dando voces por la calle. No es baladí. Hace frío sí, pero es un frío sano y cordial, que además puede combatirse con un café bien calentito. Los daneses son hasta más guapos, jolín, y ya no te digo nada las danesas... Si algún día cayera un meteorito que nos dejara al borde de la extinción, espero que caiga cerca de aquí y no en Copenhague, para que sean ellos, los protas de “Borgen”, tan sexys y civilizados, los que repueblen el mundo con polvazos dignos de una saga mitológica. 



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Daniela Forever

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Si Jim Carrey, en “¡Olvídate de mí!”, se sometía a una terapia neurológica para extirpar el recuerdo de su amada, este hombre malayo, en “Daniela Forever”, se somete a otra terapia parecida para borrar a su añorada Daniela de los sueños. Pero lo tiene más jodido que Jim, porque los sueños, por su naturaleza, son más insidiosos y dañinos que la realidad. 

El problema de Jim Carrey con Kate Winslet estaba en la vigilia, y la vigilia, dentro de unos límites, resulta más tolerable o manejable. Despiertos, al menos, tenemos la ilusión del libre albedrío, y podemos distraernos con otras cosas o incluso darnos de bofetones cuando el recuero nos asalta. En los sueños, en cambio, estamos indefensos, a merced de lo que el subconsciente quiera perpetrar para nosotros: el recuerdo de sus ojos, o la negación de su cuerpo, o la sonrisa malvada que al final nos destripó.

En “Daniela Forever”, unos psiquiatras misteriosos suministran a nuestro protagonista una pastilla que le permitirá tener sueños lúcidos y dentro de ellos manejarse con autoría de guionista. (Y quién tuviera, ay, sueños lúcidos, y no deslucidos como los míos, donde no soy más que un galeón zarandeado por los elementos. Una víctima recurrente de los ojos verdes de Nefernefernefer). Se supone que los sueños lúcidos permitirán al malayo borrar la presencia de Daniela cada vez que aparezca para joderle la marrana. Y es urgente, porque el recuerdo de Daniela le está quitando la inspiración musical y las ganas de vivir. 

Pero nuestro héroe, a la hora de la verdad, es un tipo débil que prefiere tomar la pastilla azul y convertir los sueños en un paraíso artificial donde Daniela es su amante inmortal y está siempre disponible. Justo el revés de la trama; el efecto secundario y muy nocivo de la terapia. Y además, una trama no muy creíble del todo, dado que Daniela nos deja un poco indiferentes a los espectadores. Teniendo a Aura Garrido en el reparto, uno no termina de entender que el personaje de Daniela no fuera para ella. Por Aura Garrido sí que cualquiera preferiría huir del mundo y refugiarse en su recuerdo.





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Warfare

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Ron Kovic o el teniente Dan también quedaron inválidos después de pelear en las guerras coloniales de los norteamericanos. Pero no me los imagino, a su regreso a casa, participando en una película que recreara la batallita donde cayeron heridos. Ron Kovic porque tenía dignidad y el teniente Dan porque, teniendo dignidad, era un personaje ficticio que salía en “Forrest Gump”. 

La bala que les condenó a vivir en una silla de ruedas actuó al mismo tiempo de despertador de sus conciencias. Comprendieron, en el dolor, o en la resaca del dolor, que su guerra patriótica no era más que una invasión del Tercer Mundo para regular los mercados y allanar el camino de las finanzas. Los marines, en el mejor de los casos, son la carne de cañón que desbroza los senderos económicos. Y en el peor, una pandilla de asesinos que fuera de Arkansas o de Oklahoma ya poseen licencia para matar. 

En cambio, estos inválidos muy reales de “Warfare” -cuyos nombres podría buscar en internet si no fuera porque este sol justiciero, casi de desierto iraquí, me deja asténico y desmotivado- participan como consultores en esta recreación de la batalla de Ramadi que a punto estuvo de enviarlos al cielo de las fuerzas democráticas. Si “Nacido el 4 de julio” y “Forrest Gump” eran dos alegatos antibélicos, “Warfare” es todo lo contrario: un recordatorio de que en Irak combatieron unos machotes para llevar la paz y la prosperidad a los comunistas mesopotámicos. La película es una celebración de la camaradería, del arrojo en batalla, de las ametralladoras de la hostia... En resumen: una mierda pinchada en un palo. Aunque luego, eso hay que reconocerlo, resulte la mar de entretenida. 

“Warfare” es como “Black Hawk derribado” pero sin helicópteros estrellados. Aquí la fuerza aérea pasa a toda hostia sobre el campo de batalla y levanta un polvo de maldición bíblica que confunde a los buenos y a los malos. 




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Black Bag

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Todo el mundo miente. Lo decía el Dr. House cuando no acertaba con el diagnóstico. Podía sonar a excusa pero tenía razón. Somos capaces de mentirle incluso al médico, aun a riesgo de dejarnos la salud. La vergüenza a veces es más poderosa que el instinto de sobrevivir. Cómo serán, entonces, las mentiras que le soltamos al cliente o al simple conocido: a esos podemos freírles si somos unos canallas o nos pillan en un aprieto. Incluso al amigo del alma, o al amor verdadero, les modificamos de vez en cuando la verdad para hacerla más divertida o digerible. 

Ni siquiera el mundo de la pareja se libra de las mentiras. Es más: en ese ecosistema las mentiras se vuelven más refinadas y necesarias todavía. Más... adaptativas. “Estás muy guapa, cariño”, o “Me ha encantado tu regalo, cielo”. En sus variantes más veniales -que son la mentirijilla y la mentira piadosa- las mentiras son imprescindibles para superar el día a día de la convivencia. Ningún amor resiste diez minutos de verdades soltadas sin tamizar. Una buena amistad podría sobrevivir unos pocos minutos más.

Todos los personajes de “Black Bag” son mentirosos profesionales. Se ganan la vida trabajando para el MI6 y no pueden revelarle a nadie sus secretos. Cada vez que sus parejas le preguntan que a dónde van, o por qué llegan tan tarde para cenar, ellos, y ellas, simplemente responden que “Black Bag”: cartera negra, asunto ministerial, top secret de acceso restringido. Y fin de la conversación. Sus parejas tuercen el morro, sí, pero tampoco mucho, porque también trabajan para el MI6 y tienen sus propios Black Bags en la agenda para corresponder. 

“Black Bag” es un mundo endogámico de gente muy inteligente que se traiciona todo el rato. Todos son al mismo tiempo infieles y cornudos No lo pueden evitar. La inmunidad profesional es una tentación muy difícil de resistir. Si la cartera es negra, la carta es blanca, y goza de la protección del mismísimo gobierno. La mayoría de la gente no miente porque no quiera: sucede, simplemente, que no puede, o que no sabe. Los personajes de "Black Bag" viven en otra órbita de la realidad y no están sujetos a esas restricciones.





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La historia de Souleymane

🌟🌟🌟🌟


Hace unos meses llegaron a León varias decenas de Souleymanes. Los enviaba el gobierno central en función de los acuerdos territoriales. Llegaron en autobuses y los alojaron en un hotel medio funcional de las afueras.

Hubo, por supuesto, alarma social. En la prensa local apareció una asociación de vecinos que se había organizado en un santiamén con portavoces y secretarios. La verdad es que es la hostia: luego hace falta una sucursal bancaria o un consultorio médico y la mitad de estos paisanos no se presentan porque han votado a quien lo va desmantelando todo y les da como vergüenza. Hablo de esa gentuza, sí.

Los paisanos, y las paisanas, divididos a partes iguales entre gentes de orden y analfabetos funcionales, se quejaban de la presencia de los negros y de no haber sido escuchados por el gobierno. Los Souleyamanes aún no habían hecho nada pero ya habían sido quemados en efigie, como en los tiempos medievales. Me imagino que cerca de allí, en algún chalet adosado, estos ciudadanos esconden a tres precogs del crimen como aquellos que imaginó Philip K. Dick en “Minority Report”.  

Una parte más amable de la prensa -la que no está mangoneada por el obispado o por las constructoras- se acercó al viejo hotel para hablar con los Souleymanes. Todos eran hombres jóvenes y negrísimos, con sonrisas envidiables. Aunque solo fuera eso: la sonrisa. De castellano, o no tenían ni idea, o manejaban cuatro palabras de supervivencia. Pero se les entendía de sobra: solo querían trabajar. De lo que fuera. Ganarse un dinerillo para sobrevivir y otro poquito más para enviar a las familias.

La alarma social se diluyó en cuestión de semanas. Las hijas no fueron violadas y las joyas no fueron robadas. No hubo atracos ni tirones. Las asociaciones se evaporaron y los Souylemanes dejaron de aparecer en la prensa. Supongo que poco a poco fueron encontrando aquellos trabajos que pedían con humildad: de friegaplatos, de barrenderos, de limpiadores de retretes o de porteadores de comida. Los mismos vecinos que se quejaban ahora se benefician de su explotación. Como empleadores, o como clientes. Es el ciclo de la vida.




  

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Shoah

🌟🌟🌟🌟


Roger Ebert recordaba en “Las grandes películas” que “La lista de Schindler” levantó ampollas entre los supervivientes del Holocausto porque, según ellos, Spìelberg había diluido la tragedia hasta hacerla digerible para el gran público, buscando un equilibrio inadmisible entre el relato descarnado y el rédito comercial. Pocos de ellos mencionaban que Spielberg, al rodar su película en blanco y negro, había demostrado que esta vez le importaban muy poco los porcentajes. 

Para los desencantados con “La lista de Schindler”, Roger Ebert recomienda en su libro ver “Shoah”, que es como un tour por el infierno con 0% de glucosa. Pero él mismo advierte: hay que tener un culo bien entrenado para aguantar sus casi diez horas de duración. Con “Shoah” no queda otro remedio: o la paciencia infinita, o verla como siempre la hemos visto los provincianos, repartida en las cuatro sesiones que propone su edición en DVD. Da un poco igual porque nunca pierdes el hilo. Es imposible. La historia no necesita presentaciones y los relatos te dan vueltas en la cabeza durante días.

Lo más terrible de “Shoah” no es el testimonio de los supervivientes ni el cinismo de sus carceleros, sino la indiferencia de esos paisanos que vivían cerca de las “zonas de interés”. Lanzmann rodó “Shoah” a finales de los años setenta y aún quedaban muchos parroquianos que recordaban la llegada de los trenes a la estación, el desfile de las víctimas, los ruidos de muerte que venían de los campos y luego el humo nauseabundo que salía de las chimeneas. 

“Fue muy triste, sí, pero nosotros éramos católicos, nos dedicábamos a lo nuestro y tampoco nos iba tan mal”. O: “Yo no recuerdo bien, no me meto en política, eso son cosas para la gente estudiada...” 

La gente común es lo peor de todo, ahora y siempre. Todo les da igual mientras no afecte a su huerta o a su negocio. No son todos, pero son demasiados. La gente común simpatiza con cualquier barbarie que le aporte un beneficio: o la vota, o la aplaude, o la consiente. 

Un oficial de las SS acojona a cualquiera y es comprensible que nadie interviniera para ayudar. Pero a muchos les delata un brillo en los ojos cuando Lanzmann les sonsaca...





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Antes del atardecer

🌟🌟🌟

“Antes de amanecer” nos llegó al corazón porque Ethan Hawke y Julie Delpy viven por encima del percentil 95 de la belleza. Y la belleza siempre nos cautiva y nos arranca la sonrisa. Aquella noche de Viena fue el encuentro mítico entre dos dioses griegos o dos actores de Hollywood. Hablo sobre todo de Julie Delpy, por la parte que me toca, que nueve años más tarde sigue siendo la francesa más hermosa que pasea por el Sena. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, a Julie le salen unas arrugas en el entrecejo que a mí me dejan muy estupefacto, o turulato, y reconozco que pierdo un poco el hilo de su conversación. ¿La cosifico? No, para nada, porque yo soy su caballero enamorado.

En los trenes de Viena, como en los trenes de León, el flechazo sólo puede darse entre los campeones indudables de la belleza. Se necesitan espejos muy agradecidos y muy persistentes en el tiempo para estar seguro de que uno va a decir “Hi!, how are you?” y no va a recibirte una mirada de rechazo o una no-mirada de desdén. O un gesto internacional de ayuda dirigido al revisor... En cambio, por debajo del percentil 50 de la belleza, en los trenes sólo hay miradas furtivas y complejos que afloran con tintes de rubor. Nosotros, los desheredados del fenotipo, frecuentamos los cines o los sofás de nuestra casa para huir de la realidad y ver cuántos colorines tiene el amor de los bendecidos.

Pero es justamente eso, la belleza exultante de sus protagonistas, la que estropea el artificio romántico en “Antes del atardecer”. Sus conversaciones son el puro lamento de quien no tiene suerte en el amor: matrimonios fracasados, y rollos sin enjundia, y un hartazgo progresivo del amor.  Hora y media de quejumbres que producen más vergüenza ajena que interés en el espectador. Porque si ellos, que pueden escoger básicamente a quien quieran e ir desechando candidatos hasta encontrar por fin la felicidad, no paran de afirmar que el amor es una mierda decepcionante o una aspiración imposible, qué tendríamos que decir entonces nosotros, y nosotras, los que veníamos a esta función para soñar un rato con ser como ellos.





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Un método peligroso

🌟🌟🌟🌟

El abuelo Sigmund fue el primero en comprender que el sexo reprimido era un veneno muy tóxico para la salud. Sin duda un medicamento indispensable para la convivencia y para la salvación del alma, pero fatal para el equilibrio de la mente recién descendida de las ramas.

En su consulta de Viena, el abuelo descubrió que era el sexo no resuelto quien causaba los conflictos interiores que enloquecían a sus pacientes. Al principio debió de quedarse boquiabierto y abochornado como un niño que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías y esperó a que saliera el sol por Antequera. Fue tal el escándalo y la conmoción que el abuelo corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían apenas cuatro gatos que seguían sus enseñanzas. 

Sigmund metió el telescopio de Galileo por nuestras fosas nasales y descubrió que por las circunvoluciones del cerebro -que son el laberinto mitológico de nuestra mente- pasea un bonobo que se pregunta todo el rato cuando llega el momento de follar. ¡Era el bonobo!, y no el Minotauro, el que provocaba el ruido que no dejaba dormir a sus pacientes. Era el mono de Darwin -y no Belcebú- el vecino de arriba que no paraba de dar golpes o de jugar con las canicas. La gente de Viena sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo y dejarlo encerrado en el sótano más inmundo de la vivienda.  

Carl G. Jung fue durante algún tiempo el discípulo amado de mi abuelo, pero era demasiado remilgado para asumir las consecuencias impepinables de la doctrina. Demasiado cínico también. Demasiado mujeriego... Jung era más proclive a las monsergas parapsicológicas y a los consuelos de la religión, así que terminó haciendo apostolado entre los crédulos y los mentecatos. Lo mismo que hubiera hecho Jesús si hubiera vivido a orillas del lago Zúrich y no al lado del reseco Tiberíades.



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La verdadera historia de Schindler

🌟🌟🌟🌟


En “La lista de Schindler”, puede que en aras de la simplicidad dramática, se nos omitió el dato de que Oskar Schindler, además de empresario de éxito, fue un agente de inteligencia al servicio de la Wehrmacht. Es decir: no un nazi de ocasión con un pin en la solapa, sino un nazi concienzudo que trabajaba dentro del sistema.

Schindler fue todo lo que se cuenta en la película -entrepreneur con dinero de papá y mujeriego infatigable de las alcobas- pero también algo más: un tipo escurridizo y contradictorio. Yo entiendo que después de todo, a efectos prácticos, haber sido un nazi de la primera ola no le resta valor a su valentía posterior. Es más: puede que se la añada. Pero ahora, no sé por qué, me jode que en la película me lo hayan ocultado. También porque el Oskar Schindler real resulta mucho más interesante que el Oskar Schindler ficticio. Un enigma con piernas. Todo el mundo habla de él en el documental pero nadie parece conocerle en realidad: no su mujer, por supuesto, pero tampoco sus amantes, ni los judíos a los que salvó y que luego le recibieron con los brazos abiertos en Israel.

¿Es verdad que Oskar Schindler se cayó del caballo camino de Cracovia? ¿Actuó con generosidad suicida o con un egoísmo calculado? ¿Será cierto, como deslizan en el documental, que durante la guerra se convirtió en un agente doble al servicio del sionismo? Da igual. Uno de los supervivientes incluidos en su lista lo zanja con un argumento irrebatible: “El caso es que estamos vivos y se lo debemos a él”.

(Por cierto: a Spielberg, en su día, le pusieron a parir por la famosa escena de las duchas que no soltaban Zyklon B sino agua fría para asearse. Le acusaron de mostrar una imagen “optimista” de los campos de exterminio. Pero resulta que aquello sucedió de verdad: las mujeres de Schindler fueron desviadas a Auschwitz por un error burocrático y pasaron allí varias semanas hasta que fueron llevadas a la fábrica de Brünnlitz. Su tren fue el único que salió de Auschwitz en toda la guerra con un cargamento de personas vivas).




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La lista de Schindler

🌟🌟🌟🌟🌟

Mientras veía la película recordé de pronto a mi ex cuñado, el de los bugas, el que sólo veía programas de taekwondo presentados por Coral Bistuer, allá por 1993 o 1994, explicándonos en la mesa -como explicaba él siempre las cosas, entre el heroísmo paleto y la chulería sin apellidos- que se había ido del cine a la media hora de empezar “La lista de Schindler” porque aquello era un rollo inaguantable.

- ¡Menuda puta mierda de película! ¡Y sin colores! ¡El blanco y negro, como digo yo, para los intelectuales! – explicó a la nutrida concurrencia en un tono casi de político mitinero, imitando un poco, pero sin pretenderlo, porque él no tenía ni puta idea de quién era, a Miguel de Unamuno cuando escribió aquello de que inventen los europeos, o los americanos, en su correspondencia con otros filósofos menos estomagantes.

Tras soltar su diatriba contra el blanco y negro de las películas, mi ex cuñado me miró de reojo como buscando peleílla, discusión de bajuras, seguro de que jugando en casa y rodeado de familiares que eran más o menos como él, iba a golearme con sus argumentos si yo le rebatía.

- El que diga que esa mierda de película es mejor que cualquiera de Chuck Norris es que no tiene ni puta idea...  

¿Y por qué me lo decía a mí? Porque yo, en el país de los ciegos, fui el tuerto que semanas atrás, en vez de meterme la lengua en el culo como hacía casi siempre, había recomendado ver “La lista de Schindler” ya no sólo porque era una película cojonuda, sino porque casi era un deber para toda persona civilizada: por conocer, por recordar, por no olvidar nunca lo sucedido. 

Enervado, ya iba a saltarle con algún argumento cuando mi ex cuñada, su hermana, que también había ido a ver la película con su novio el de las mancuernas -y el de la polla kilométrica, según aseguraba él mismo cuando alcanzaba el tercer cubata- soltó para zanjar la discusión y ahorrarme ya el esfuerzo de pelear:

- Sí, porque además, todo eso del Holocausto depende de las versiones. ¿Tú estabas allí y lo viste? Yo no. Así que a saber... A lo mejor nos están mintiendo. Yo no miro ni los telediarios. Soy apolítica.




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Matabot

🌟🌟


Comienzo a ver “Matabot” en el tren que me trae de León a La Pedanía. El caballo de hierro ha llegado con dos horas de retraso y me inunda una mala hostia de viajero ninguneado. Quizá no sea el mejor momento para iniciar “Matabot” ni ninguna otra ficción. Lo ideal, si yo fuera un ser racional, sería cerrar los ojos, poner música en los auriculares y dejarme llevar por el traqueteo. El "cha-ka-chá" del tren.

Pero me puede el vicio, el ansia de vaciar el disco duro. Y además, sentadas frente a mí, y procedentes del Averno, me han tocado dos loros que no paran de parlotear, siempre con los nietos y las dolencias, las cosas del tiempo y las recetas del gazpacho... No veo ninguna diferencia entre los imbéciles que van dando po'l culo con el teléfono móvil y las sexagenarias que cacarean sus intimidades como si vivieran separadas por las montañas. Ellas también rellenan todo el pentagrama disponible y terminan por hacerte simpatizante de las ideas olvidadas de la eugenesia. 

(Es imposible escapar de estas encerronas en los Alvias incomodísimos y atestados de viajeros. Pero ya que el vagón del silencio es un privilegio exclusivo de la Alta Velocidad, yo propongo que nos pongan, al menos, en los trenes de los pobres, un “Matabot” que extermine a estos desaprensivos del decibelio). 

Para enfrascarme en “Matabot” llevo unos auriculares que supuestamente cancelan el ruido exterior, pero la voz chillona de las cacatúas se cuela por las rendijas del sistema. Eso me obliga a subir el volumen hasta que mi tímpano dice basta y me obliga a buscar un nivel de compromiso: “Matabot” ya será, hasta que la abandone justo en mitad del segundo episodio, una serie con banda sonora extraña y desasosegante. Como si este robot medio autista y medio gracioso -que prometía tantas alegrías y al final se quedó en casi nada- sintonizara por dentro alguna radio de yayas incomprendidas en la madrugada. 





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El portero de noche

🌟🌟


Mi padre también era portero de noche, y de tarde, en el cine Pasaje de León. Pero no era un nazi que disimulara su pasado. En aquellos tiempos -como en los de ahora- no era necesario ocultar que te molan los exterminios. Mi padre era más bien todo lo contrario: un anarquista anticlerical. Un Bakunin bien afeitado y con librea de reglamento. Y hasta con gorra de plato, como de sereno o de bedel -para nada la gorra de las SS que lucen Dirk Bogarde o Charlotte Rampling en la película- cuando llegaba un gran estreno a la ciudad y había que sonreír a las fuerzas vivas que se presentaban: el señor alcalde, con o sin señora, y el presidente de la Diputación, y los empresarios locales, y quizá hasta el señor obispo si la película no presentaba ningún peligro para el orden moral o la decencia. Mi padre no era nazi, ya digo, pero tenía que dar las buenas noches a los prebostes del fascismo. 

Ya sé, me desvío... Pero es que la película se me ha ido entre divagaciones. Está tan pasada de moda, tan pasada de rosca... Ni Dirk Bogarde con su careto indescifrable ni Charlotte Rampling con su belleza perturbadora son capaces de sostener este desvarío de Estocolmo que tiene lugar en los catres de Viena (por cierto: otra Viena entrevista, o filmada de lejos, por mucho que esa estafadora de la IA incluya “El portero de noche” en su algoritmo).

Thibaut Courtois... Él también es un portero de noche cuando el Real Madrid juega sus partidos tras ponerse el sol, en el recinto sagrado del Bernabéu o en los templos paganos donde nos escupen cantos irreproducibles y los árbitros -vestidos de negro como los oficiales de las SS- nos atracan a mano armada con la Luger de su silbato. Es el martirio de los nuestros; otra vez la persecución de los cristianos. Thibaut no sé si es nazi, pero seguro que vota a partidos afines para que no le quiten lo que es suyo cuando toca declarar sus ingresos millonarios. Son nuestros muchachos, sí, pero fuera del césped no aprobarían el más amable de los cuestionarios.




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El tercer hombre

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Este verano, después de visitar la casa de mi abuelo Sigmund en Viena, espero tener tiempo libre para recorrer los escenarios de “El tercer hombre”. Los que queden en pie, claro, porque ya han pasado tres cuartos de siglo y en la película se ve mucha actividad en segundo plano de obreros que desescombran.

El paseo será una obligación para el turista y un placer para el cinéfilo. He averiguado incluso que existe un museo dedicado a la película, con carteles originales y objetos que se usaron en el rodaje. Y en el altar mayor, como un dios que lo ilumina todo, la cítara con la que Anton Karas tocó aquella música inolvidable. Para los cinéfilos de provincias primero existió la música de “El tercer hombre” y luego ya la película, que veríamos por primera vez, supongo, en algún ciclo para gafapastas que patrocinaba la Caja de Ahorros. 

No me extraña que los vieneses le tengan tanto cariño a “El tercer hombre”. Al menos sale Viena, aunque un poco inclinada y fantasmagórica, y no como sucede en otras películas que la IA incluye en su lista de “Películas rodadas en Viena”, y que luego resulta que lo que se ve es mínimo, o acelerado, de tal modo que si luego descubrieras en IMDB que las localizaciones pertenecen a Palencia o a Pernambuco no te sorprendería en absoluto. 

Pero “El tercer hombre” no: aquí no hay trampa ni cartón. El portal donde se escondía Orson Welles con su gato zalamero todavía sigue ahí, en una calle de nombre impronunciable como todas las de Viena. Habrá que echarle una fotica, por supuesto. También permanece en pie el hotel donde se alojaba, y un par de cafés que son centrales en la trama. Habrá, por supuesto, que recorrer la avenida del cementerio por donde Alida Walli paseaba su desdén, y después, si no te atracan a mano armada en la taquilla, subirse a la noria del Prater donde Orson Welles veía a los hombres como puntitos rentables y prescindibles, tal como hacen los empresarios que ponen sus nidos carroñeros en lo más alto de los edificios.




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La pianista

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Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro. Lo decía Laura Dern en “Corazón salvaje” después de echar un polvo clarividente. Y tenía más razón que una santa: ahí estamos todos, a dos pasos de la frontera, primates a medio civilizar y muy raritos en la intimidad. 

Lo que pasa es que luego hay personas asalvajadas y otras que llevan una pedrada considerable. Ellos, y ellas, son las exageraciones que dan de comer a los psiquiatras y proveen de argumentos a los cineastas. Mi vida, por ejemplo, como la de usted, no daría ni para estirar tres minutos un congreso internacional de psiquiatría. Y en una ficción, apenas serviría para rodar un corto documental sobre la vida gris en las provincias. 

La vida de Erika, en cambio, la pianista de Haneke, hubiera dado para crear un culebrón de varias temporadas si las plataformas que producen series como chorizos hubiesen existido en 2001. La aventura sexual de Erika -por llamarla de alguna manera- no es, desde luego, la Odisea en el espacio, sino una tragedia griega en los conservatorios de Viena.

Precisamente fue allí, en Viena, donde mi abuelo Sigmund advirtió que la sexualidad del mono, al ser reprimida, produce perturbaciones sísmicas en la psique: las neurosis, y las psicosis, y las locuras genéricas a veces tan grandes como un piano. Tampoco tengo claro que Erika, la pobre, de haber nacido cien años antes, hubiese acudido a la consulta de mi abuelo en la Berggasse 19. Seguramente no, porque ella, fuera de la intimidad de los dormitorios y de los cuartos de baño, no da síntoma alguno de locura. Erika es rígida, sí, malencarada, pero no tiene espasmos ni suelta palabrotas como hacían las clientas clásicas de mi abuelo. 

Es más: Erika es bien recibida en la buena sociedad vienesa porque clava las sonatas de Schubert al piano. Erika es talentosa, sí, pero con limitaciones. Iba para concertista y se quedó en el magisterio. Michael Haneke explica que en alemán existen dos palabras distintas para el concepto de pianista: pianista, propiamente dicha, y tocapianos, que es quien jamás llega a la excelencia. En castellano tenemos al escritor y al juntaletras. Lo sé demasiado bien... Es un poco ese concepto. 


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