The White Lotus. Temporada 3

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Nueve de cada diez seriéfilos encuestados aseguran que esta tercera temporada les parece un chicle estirado y una completa decepción. “¡Nada que ver con la segunda!”, gritan a coro en las tertulias del asunto. 

La mayoría, curiosamente, asegura haber llegado hasta las playas del tercer episodio y allí ya tumbarse a la bartola. Lo que aconteciese tierra adentro, en los bungalows de lujo o en los putiferios del alto standing, de pronto les traía sin cuidado. “La vida es corta y las series son infinitas”, aseguraban imitando a los monjes budistas que viven apartados de la vorágine turística.

Otros espectadores, los que a pesar de todo perseveran porque se sienten en deuda con las temporadas anteriores, reconocen que  la tercera entrega carece de un desarrollo ágil y de unos personajes carismáticos. Y que Tailandia, además, tan bonita y tan variopinta, queda reducida a una playa y a unas palmeras como las que puede haber en Lanzarote. Sólo los muy pacientes conocerán las calles de Bangkok en los últimos episodios porque de ellos es el reino de los Cielos.

Yo estoy en esa minoría silenciosa que ha llegado al último episodio altamente interesado.  Quizá es porque los ricos siempre me han resultado fascinantes, al mismo tiempo despreciables y dignos de estudio. En “The White Lotus” -como en “Succession” o en “Larry David”- yo les observo y me hago preguntas de índole muy comunista. Es una pedrada que -lo reconozco- proviene del rencor de clase y también de la envidia cochina. Viendo la tercera entrega de la serie yo me preguntaba cuánta pasta hay que tener para coger un avión en Wisconsin, plantarte en Tailandia y no salir durante toda la semana de un chiringuito de la playa. El despilfarro y la vagancia. 

Nadie que tire así el dinero puede ser una buena persona. Si es verdad aquello que dijo Jesús sobre el camello y el ojo de la aguja, las playas de Tailandia, como las de Hawai o las de Sicilia en temporadas anteriores, deberían ser alegorías del infierno: almas avariciosas quemadas por soles de justicia. 






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La semilla de la higuera sagrada

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El algoritmo ya ha llegado a las tierras de Irán. Sálvese quien pueda. Nadie se libra de la epidemia. Incluso allí, bajo la mirada de los ayatolás, ya todo será la misma película archisabida con ligeras variaciones. Chorizos en la fábrica, o quesos de los Zagros.

Ya no existen los tonos de gris, los personajes complejos, las dudas en el alma... Las películas se han vuelto tan simples como el guiñol para los chavalines: hay un bueno, un malo y un cachiporrazo merecido. Los tiempos modernos son tiempos de certezas. El simple hecho de dudar, o de pedir más información, te posiciona junto al enemigo. Ha vuelto el maniqueísmo. Mani, por cierto, predicaba en el desierto de los persas.

En la primera mitad de la película, Iman es un buen hombre superado por las circunstancias. Él, como el verdugo de Berlanga, sólo quiere ascender en la judicatura para comprar un piso más grande y que sus dos hijas adolescentes puedan dormir en habitaciones separadas. Él es un funcionario del régimen, sí, pero un hombre con corazón. Cuando le ascienden salta de alegría, pero a las pocas semanas comprende que los ayatolás le están utilizando para firmar sentencias sin parar, sin apenas tiempo para emitir un juicio justo.

Iman no es el padre de Jessica Lange en “La caja de música”. No es Eichmann en Jerusalén. No se enorgullece de lo que hace. En ese contexto de lunáticos no es lo peor del escalafón. Iman es un hombre atormentado que regresa a casa con el corazón dividido. Por un lado la lealtad a su país; por otro, el bienestar de su familia. Podría haber salido una película cojonuda de aquí, pero estas dualidades ya no se estilan. O eres un hijo de la gran puta o no eres nada. 

Lo normal hubiera sido que las hijas de Iman, que son activistas contra el régimen, dudaran al menos en acabar con su reputación. Con su carrera y casi con su vida. Dos almas igual de divididas y otro drama la mar de interesante... Pero ahora mismo no estamos para esas tonterías. El bebé de “El Verdugo” jamás habría denunciado al pobre José Luis diecisiete años después. Eran otros tiempos. 




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Super/Man: La historia de Christopher Reeve

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Apenas a doscientos metros de mi casa, en La Pedanía, vive otro hombre que también sufrió un accidente tonto y se quedó tetrapléjico. Fue hace dos años. No sé en quién piensan los demás cuando pasan estas desgracias, pero los cinéfilos, que tenemos la vida dividida entre la realidad y las películas, siempre nos acordamos de Christopher Reeve cuando alguien sufre el castigo caprichoso de los dioses. 

En el caso de mi vecino -que también era un tipo deportista y fuerte como un roble- la culpa no fue de un caballo receloso, sino de una carretera traicionera. Bajaba un puerto de montaña en bicicleta y salió despedido al meter la rueda en un desagüe de la carretera.  Mi vecino no es Superman, sino Policía Nacional, aunque dicen que de los buenos, no de esos que van por ahí como si vivieran en el Far West. No sé, yo apenas le conocía, solo de vista, por el pueblo, cada uno con sus quehaceres. Un amigo común me dice que el tipo es más majo que las pesetas y que vestido de uniforme se desvivía por los demás. Rara avis, entonces, pero le creo. Mi amigo es un hombre de confianza que sabe distinguir entre la buena gente y la gentuza. 

Mi amigo, de vez en cuando, va a visitarle a su casa -una casa que estuvo en obras durante meses para construir un ascensor exterior y reservar una plaza de aparcamiento. Mi amigo me dice que entra animado pero luego sale consternado. Tiene que ser una experiencia horrible. Mucho más dura que ver un documental en la tele, por mucho que la historia de Christopher Reeve también sea real y nos amargue la tarde y luego, un poco, el duermevela. Cuando apagas la tele, el dolor y el miedo a ser uno el paralizado se desvanecen apenas al minuto. Pero mi vecino, para sus allegados, es una presencia diaria, un recordatorio continuo de la puta suerte que tenemos todos los demás, y que mañana, o ahora mismo, ya podríamos no tener. 

En un documental, además, te falta la mirada directa del infortunado. Su miedo, o su fastidio, o su resignada aceptación, sin un filtro electromagnético.





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Heretic

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Una vez vinieron dos mormones a mi casa. Mormones fetén, norteamericanos, supongo que nacidos en el mismísimo Utah. Eran tan altos como canastas de baloncesto y tan rubios como la cerveza que seguramente no bebían. Si se lo hubieran propuesto se habrían tirado a las chicas más guapas de León, tan llamativos entre aquel ejército de bajitos morenos y de garrulos provinciales. Pero Jesús, seguramente, les tiraba de un vello escrotal cada vez que sentían el deseo. O no, quién sabe: quizá llevaban una vida de pecado cuando se despojaban de sus clergyman y luego le prometían a su Señor innúmeros sacrificios personales. Quién pondría la mano en el fuego por estos fariseos que predican la castidad o el matrimonio como único patio de recreo sexual. 

Peter y Paul -vamos a llamarlos así- no vinieron a mi casa por casualidad, sino porque yo, imbécil perdido, les facilité mis datos en su tenderete callejero. Peter y Paul prometían el regalo de una Biblia a cambio de una simple conversación sobre Jesús. Yo iba con unos amigos y me quise hacer el interesante. Pensé: ¿Un libro gratis a cambio de un poco de charla y quizá hasta de un poco de vacile? Pero ellos, claro, hábiles como predicadores, y también como americanos, consiguieron que yo soltara mi dirección simplemente sonriendo.

Se presentaron al día siguiente porque la fe es un asunto capital. Mi madre los mantuvo a raya sobre el esterillo mientras ellos le contaban mis dudas existenciales. Yo escuchaba escondido detrás de la puerta del salón, avergonzado como nunca. Al final, el Espíritu Santo  descendió sobre mi madre y le ayudó a improvisar:

- No, lo siento, se han confundido de dirección. Mi hijo se llama Raúl y es muy pequeñito.

Y cerró la puerta. Luego, por supuesto, hubo reprimendas y castigos que ya por fortuna no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que mi padre no estaba en casa. Él trabajaba de sol y sol y no estaba para estas gilipolleces. Peter y Paul, al contrario que estas chavalas de la película, tuvieron mucha suerte. Si le hubieran pillado a él con el rollo se hubiera montado en mi casa la de “Heretic”. Menudo era mi padre con los siervos de Jesús. 




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Parthenope

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Cuando le preguntaron por “Parthenope” en su programa de la SER, Carlos Boyero dijo que no sabría decir si la película era buena o mala porque se había quedado colgado de Celeste Dalla Porta y no había podido atender a otras razones estilísticas o argumentales. “Magnética”, fue la palabra que utilizó para describir a la actriz italiana. Y añadió: “Creo que es la mujer más guapa que he visto en el cine en muchos años”.

Boyero confesó que había pasado dos horas en una nube acrítica y muy poco profesional, pero también recordó que al cine se va a muchas cosas, y una de ellas es a enamorarse. Platónicamente, pero a enamorarse. Francino, a su lado, carraspeaba o callaba como un cartujo. Mientras Boyero se disculpaba de su cuelgue, se hizo un silencio muy tenso porque Francino mantiene una lucha encarnizada por la audiencia de las tardes, y cada vez que su amigo suelta una gracia erótico-festiva le llueven las quejas de las oyentes más guerrilleras. Para muchas oyentes de la SER, Boyero es un cerdo que sigue gozando de impunidad en un medio que se dice moderno y feminista. Según ellas, si ya es grave que un hombre vea una película fijándose en los escotes, más grave es todavía que lo vaya aireando por ahí. 

Pocos días después, los fachas y semifachas de “La Cultureta" le dedicaron todo el programa a la película. Allí se habló largo y tendido de la belleza de Celeste Dalla Porta sin que ni tertulianos ni tertulianas se sintieran avergonzados por pregonarla. Recordaron lo mismo que había dicho Boyero: que “Parthenope” se lo juega todo a la belleza demoledora de su protagonista y es necesario que cualquier debate gire sobre ello. Es lamentable que a veces los fascistas nos den lecciones de libertad. De hecho, la moraleja de la película es profundamente feminista: Parthenope podría comerse el mundo con su belleza y sin embargo prefiere conquistarlo con su inteligencia. Pero claro: las inquisidoras moradas, como los censores del franquismo, sólo se fijan en las tetas.






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La vida breve

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Los primeros tres episodios prometían emociones fuertes. Exaltaciones republicanas, incluso, en la paz exiliada de nuestros hogares. Casi me dieron ganas de colocar sobre la tele una banderita de la II República que compré en la Semana Negra de Gijón. Lo que pasa es que su base es muy ancha, y mi tele es muy fina, y al final decidí ponerla justo al lado para recrearme en sus colores. 

En los primeros episodios no quedaba ni un solo Borbón que no fuera un personaje ridículo o un hijo de puta sin miramientos. O un loco de maniatar. Ellos y sus esposas, por supuesto, que a veces pertenecían a otras casas de la realeza. Alguien me había dicho que “Su majestad” –la otra serie presuntamente antimonárquica del momento- se quedaba corta en cuanto a la crítica a sus altezas, y que era aquí, en “La vida breve”, donde podíamos encontrar la carcajada abierta y el escarnio educativo. 

A mí, la verdad, me extrañaba mucho que Movistar +, siempre tan arrimada a los poderosos por aquello de la salud accionarial y del perfil más bien conservador de sus abonados, se atreviera a darle palos a la dinastía que ahora mismo presta sus manos para ser besadas por el populacho, por mucho que Felipe V y Luis I sean reyes relegados en el Museo del Prado. Después de todo no dejan de ser los antepasados de Felipe VI “El Preparao” y de Leonor I “La Almirante”. O almiranta, que ya no sé.

Y así, tal como yo me temía, la serie no tarda mucho en arrepentirse de sus pecados y convertir a Luis I en un rey preocupado por el bienestar de los plebeyos. Casi un socialista que además se interesa por otras religiones, reconoce la plurinacionalidad de su reino y permite que su esposa, la reina Luisa Isabel de Orleans, renuncie a sus deberes de ser madre  y se acueste con las cortesanas más guapas de palacio. El feminismo insertado en una corte real del S. XVIII... El mainstream y tal.

Al final es todo tan ridículo, tan políticamente delirante, que te quedas clavado en la serie ya no por devoción, sino por el puro morbo de la degeneración argumental: ésa que convierte, precisamente, a esos degenerados, en personas respetables que nos aman. 




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El rey de Nueva York

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1. A veces transcurre tanto tiempo entre que descargo una película y por fin me siento a verla que ya no recuerdo el motivo de mi elección. Todavía no sé si mi cinefilia es un caos organizado o un desastre controlado.

Mientras veía “El rey de Nueva York” yo buscaba una respuesta a mi propio estupor de espectador estafado. ¿Qué crítico, qué podcast, qué reseña en la revista me puso en la pista de esta majadería ultraviolenta? La película es de Abel Ferrara, sí, pero como si fuera de Perico de los Palotes ¿Qué lengua malhadada o qué pluma desnortada me influyó para que yo descargara esta película que en realidad he estado rehuyendo durante meses, retenida durante 6 meses en mi disco duro porque una vocecita interior me advertía que la borrara como si nunca hubiera existido? 

Ah, mi vocecita, siempre con voz pero casi siempre sin voto...

2. De todos modos, cualquier película que tenga en su reparto a Christopher Walken siempre tendrá, al menos, un oasis donde refugiarse y reposar el asombro. Walken siempre ha tenido una cara de puto loco que no puedes dejar de contemplar. Lo mismo cuando hace de pirado a tiempo completo que de tipo inquietante que nunca sabes por dónde te va a salir. Si había alguien capaz de interpretar a este rey de Nueva York era él: un capo ultraviolento y fascinante, tierno con los niños y salvaje con los rivales.

3. La película, por supuesto, incumple todos los ítems del test de Bechdel. Las mujeres sólo están aquí para consumir droga al lado de sus maromos y bajarles los pantalones con afanes recreativos. El descanso de los guerreros... Corría el año 1990 y todavía se rodaban películas así, de tíos-tíos, para compensar las películas de tías-tías que también hacían furor en la taquilla, casi siempre de damas victorianas que tomaban el té a las 5 y despellejaban a la buena sociedad más cercana a sus mansiones.




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Teniente corrupto

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Nunca he conocido a un teniente de la policía de Nueva York, pero sí a varios guardias civiles y policías nacionales. Munipas no, ya ves tú, y mira qué he vivido en numerosos ayuntamientos. 

Los “Fuerzos y Cuerpas” de Seguridad del Estado -que dijo una vez Irene Montero en su lucha implacable contra la gramática- no son santos de mi devoción, pero la vida es traviesa y me los depara. Disolviendo las manifestaciones y frustrando las revoluciones  siempre he encontrado a familiares lejanos, a hijos de amigos, a colegas que fui conociendo en los tiempos del fútbol... Hay un poco de todo en esa viña armada del Señor: fascistas auténticos, servidores públicos, tronados de las armas, tipos peligrosos, equivocados de la vida, personas inteligentes y cenutrios incalculables. Ser policía no es garantía de ser buena persona como nos decían de pequeñines. Yo mismo dibujaba monigotes de policías en mi época de preescolar, convencido, en mi tonta inocencia, que ellos eran los garantes de una sociedad más justa y libre de delitos. Lo que yo no sabía es que las fuerzas de seguridad simplemente se ciñen a la ley -a veces ni eso- y que la ley está hecha por cuatro mangantes que defienden sus inversiones. Buenos o malos, simpáticos o chulescos, todos los tenientes corruptos o incorruptibles son siervos de nuestro enemigo. 

El teniente corrupto de la película -un Harvey Keitel en estado de gracia, quién sabe si dominado por las mismas pasiones que su personaje- ni siquiera se plantea estas politologías de bolchevique. Él es policía como pudo haber sido macarra o proxeneta, o traficante de heroína. Sospechamos, de hecho, que se hizo policía para vivir justo en la frontera con lo ilegal y poner un pie en el otro lado valiéndose de su impunidad. Es una táctica como cualquier otra. 






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El funeral

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Yo estuve emparentado con una familia de mafiosos. Bueno, de mafiosillos. De chuletas de pueblo, para ser del todo sincero. 

Mi ex familia no delinquía como esta otra tan violenta y sanguinaria de “El funeral”, pero sí manejaba los mismos códigos cenutrios que rigen en Sicilia: primero la familia y luego nadie más. Nuestro pueblo es el mejor y al que lea un libro lo apedreamos. El apellido lo es todo y separa a los justos de los malvados. Y cada domingo, y cada fiesta de guardar, que viva la Virgen del Pueblo, que además -dato escalofriante- es la misma que se adora en “El funeral”. Concomitancias.

Mi parentela política no iba por ahí pegando tiros ni jugando sucio en las apuestas, aunque uno de ellos sí que frecuentaba el puticlub más afamado de los alrededores. Eso sí: comunistas, ni uno. Todos apolíticos y ácratas de derechas. Dios, Patria y Rey y a mucha honra. En “El funeral”, sin embargo, el muerto es un mafioso comunista que lee el Daily Worker y acude a los mítines a pedir mejores condiciones para los obreros. Rara avis, la verdad. 

Ellos -los machos, digo, porque las paisanas estaban a otras cosas- reservaban su instinto delictivo para la conducción temeraria por las carreteras, siempre batiendo récords de velocidad entre Villatocino y Valdelostontos. Su rasgo sociopático no se volcaba en el crimen organizado, sino en pasarse por el forro los límites de velocidad que según ellos sólo respetaban los maricones, los imbéciles del culo y las funcionarias con gafitas. Los coches eran su único tema de conversación: cuánto costaban, cuánto corrían, cómo se mantenían... Yo aprendía mucho con ellos, pero se me olvidaba todo a los cinco minutos.

Estoy recordando todo esto porque tengo muy poco que aportar respecto a la película. “Mataste a mi hermano, hijo de puta, mereces morir, pam, pam, no, Ray, la violencia no es el camino, qué va a ser de tus hijos si vienen a buscarte para vengarse, tú calla, mala puta, que te meto una hostia del revés...” Un poco todo así. El topicazo. Pero eso sí: con el jeto impagable de Christopher Walken.





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El hundimiento

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Esta gentuza no se extinguió en el búnker de la Cancillería, ni tampoco en el cadalso habilitado en Nuremberg por los aliados. No hablo de los descendientes que portan sus genes más o menos desleídos, ni tampoco de los bulos que situaron a Hitler y sus cortesanos viviendo como reyezuelos en las selvas de Sudamérica. Hablo, por ejemplo, de los fascistas que ahora mismo aspiran a instaurar el IV Reich en Alemania, o de los patriotas con uniforme que hace cuatro años soñaron con fusilar a 26 millones de españoles.

Los fascistas ya existían mucho antes del fascismo, de igual modo que los franquistas ya existían mucho antes de la llegada del Generalísimo. Porque el fascista, en puridad, no es más que un matón, un psicópata buscando alguien a quien zurrar o asesinar, y esa estirpe ha coexistido con nosotros desde las cuevas de Altamira. Cuando no tienen claro el objetivo, alguien se lo proporciona a cambio de dinero o de favores. Estas tendencias asociales estarían condenadas a desaparecer en el acervo genético si no fuera porque la patronal lss necesita continuamente para poner orden en sus negocios.

Los fascistas que aguardan la llegada del Ejército Rojo en “El hundimiento" no son más que una variante de la estirpe, fuerzas de choque que los empresarios alemanes utilizaron dos décadas antes para poner freno a los sindicatos. Hubiera sido ridículo -y además temerario- que el dueño de la siderurgia o de la fábrica de calzones saliera a darse de hostias contra sus propios obreros. Pero como las fuerzas del orden no daban abasto apaleando a quienes pedían más dignidad y mejores sueldos, hubo que contratar a esta pandilla liderada por un histriónico que predicaba futuros de sangre y fuego por las cervecerías. 

Hitler, Bormann, Goebbels, Göring... en realidad nunca se vieron en una más gorda. Tras cada golpe de genio perpetraron una cagada monumental; tras cada demostración de inteligencia, una demostración equivalente de chapucería. Porque ellos no habían nacido para mandar, sino para meter miedo asesinando. Cuando los burgueses se confiaron, ellos, los seguratas, se convirtieron en los putos amos y crearon un precedente.






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Larry David. Temporada 12

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Por las mañanas tomo mi café en una taza “Latte Larry’s” que compré por internet. Lleva el sello “No defecators”, por supuesto. Una aspiración de pureza. 

La taza idolátrica es el primer pensamiento del día que le dedico a mi amigo Larry David. Luego vienen muchos más. En mis contactos sociales - o asociales- siempre me pregunto qué habría hecho él en mi lugar. ¿Un “parar y charlar”? ¿Un “pretty, pretty, pretty good”? ¿Qué hacer cuando un maleducado no respeta la madera? ¿Cómo reaccionar cuando alguien miente mirándote a los ojitos? ¿Se puede usar un WC para minusválidos si no hay nadie ocupándolo? Dudas y más dudas... En estos asuntos cruciales Larry es mi personal coach, mi influencer viejales. Mi amigo imaginario salido de la tele. Su presencia espiritual es tan importante para mí como la de Obi-Wan Kenobi para Luke Skywalker. 

Ayer terminé de ver el último episodio de “Larry David” y al echar cuentas descubrí que llevaba 25 años hablando con su fantasma y riéndome con sus ocurrencias. Llevo media vida viendo “Larry David” y otra media repasando “Seinfeld”, donde salía su alter ego llamado George Costanza. Larry David y Luke Skywalker han sido las dos referencias más duraderas de mi vida. Mi próximo hijo se llamará Kylian David Skywalker.

Cuando enciendo el teléfono para leer las noticias del día me encuentro a Larry David en la pantalla protectora, repanchigado en un sofá y desapegado de los imbéciles. Otros ponen en su teléfono a Jesucristo, o a Irene Montero, o a un nazi de confianza. Yo pongo a Larry para subrayar que mi teléfono, aunque muy modesto, también podría ser el suyo. Si Larry fuera funcionario y viviera en La Pedanía sería un poco como yo. Y al revés: si yo fuera millonario y viviera en Los Ángeles sería un poco como él. Los dos respetamos la madera y nos enfada que nos rechacen por nuestra fealdad. Pero también hay diferencias notables, por supuesto. No somos hermanos gemelos. Larry, por ejemplo, es un follador de suelo y yo no. Él huye de los arrumacos poscoitales y yo sin embargo los disfruto cuando me dejan.




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The Order

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Hacia la mitad de la película se produce una discusión decisiva entre el predicador de la Nación Aria y el supremacista que ha abandonado el rebaño para coger una ametralladora y declararle la guerra al Gobierno Federal. Hasta entonces yo no entendía muy bien de qué iba "The Order". La estaba viendo gracias a los servicios inestimables del eMule pero sabía que en la vida legal pertenecía al catálogo exclusivo de Amazon Prime. Y eso no me cuadraba: ¿cómo era posible que Jeff Bezos -que ahora es el lameculos de los fascistas que gobiernan su país- financiara una película que alerta precisamente de los peligros del fascismo? ¿En qué mundo al revés podría pasar que la misma persona que amordaza al “Whasington Post” y aplaude al Neoführer nos recordara que el fascismo es un ideal contrario a los valores mínimos de convivencia y que de ahí surgen sociópatas como éste tal Bob Mathews de la pelicula, o como aquel Timothy McVeigh que asesinó a 168 personas en el atentado de Oklahoma? 

O yo me estaba liando, o había que recordar que esta gente simplemente olfatea negocios y son capaces de darle una mano al demonio y la otra a los arcángeles.

Pero es ahí, en esa discusión entre el predicador y el terrorista, donde todo empieza a cuadrarme. El predicador, en una línea de diálogo que es profética y estremecedora, le pide al exaltado Bob un poco de paciencia. “Dentro de diez o quince años ya tendremos senadores, congresistas, miembros del Tribunal Supremo... Quizá hasta un presidente. No necesitamos levantarnos en armas, muchacho”. Estamos en 1984 y aún faltaban 33 años para que el predicador se cargara de razones. El tiempo ha demostrado que su apuesta por una vía “pacífica” que manipulara el relato cultural era más provecchosa que el bombazo limpio o el atraco de bancos a mano armada. 

De nuevo, como en 1933, el fascismo ha sido elegido por el pueblo.





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Escape

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“Escape” cuenta la historia de un trastornado que quiere vivir en la cárcel a toda costa. Él no nació así, desde luego, pero tras provocar un accidente de tráfico en el que murió su mujer ha decidido renunciar a su voluntad y a su curiosidad por el mundo y vivir ya para siempre como Edmundo Dantés en el castillo de If. 

La cárcel, para N., es el paraíso anhelado donde ya no tendrá que tomar ninguna decisión. ¡Al carajo el libre albedrío! La verdadera libertad consiste en no ejercerla: no optar, no elegir, no comerse la cabeza. Horarios estrictos, menús programados, ocios y trabajos marcados por Instituciones Penitenciarias... Y luego, por la noche, lo que pongan en la tele. Y si en las duchas le proponen un borrado de cero, pues bueno, aceptarlo como viene y tomar nota de la experiencia.

Para entrar en la cárcel, N. se pone a delinquir como un bellaco hasta que el juez ya no tiene más remedio que acceder a sus deseos. Todo esto dura más o menos una hora y es la más parte más entretenida de la función. He dicho entretenida, no buena. El resto, hasta el final, es una ida de olla muy grave de Rodrigo Cortés. Un extravío absoluto del oremus. Aunque me ha hecho perder dos horas de mi vida, yo en el fondo me alegro de que “Escape” sea una puta mierda. Estoy un poco hasta los huevos de que Rodrigo Cortés sea tan guapo, tan sensible, tan carismático, tan exquisito... Tan infalible. Pues mira.

Viendo la película me acordaba de Lester Burnham en “American Beauty” cuando decidió dejar su trabajo para dedicarse a cocinar hamburguesas en el McDonald’s. Cero responsabilidades y a vivir. Que manden otros. Yo mismo, el año pasado, me presenté en la agencia de viajes y pedí una excursión por Irlanda en la que no tuviera que decidir nada en absoluto. Dejarme llevar como un borrego por los prados y los pueblos. 

El año pasado también me propusieron ser director de mi cotarro y casi me dio un ataque al corazón. Yo tampoco he nacido para tomar decisiones. La compra en el súper y la película diaria, y poco más. Como el N. de "Escape", yo también he encontrado refugio en una cárcel muy confortable y metafórica, construida a mi medida. Tristona, quizá, pero segura. 




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Hipnosis

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Si nos garantizaran que con una sesión de hipnosis nuestra autoestima iba a pegar un subidón, ni siquiera preguntaríamos el precio -seguramente abusivo- de la sesión. Pagaríamos lo que hiciera falta porque a la larga una autoestima alta ahorra dinero en los bolsillos. Con la mirada alta y el orgullo vitaminado ya no hay que ahogar las penas en sustancias ni comprar cosas innecesarias. Ya no hay que pagar por el amor ni conducir un todoterreno que compense nuestra poquedad. Reconciliados con el espejo, se relajan los músculos de la cara y se camina con el cuello dos centímetros más estirado, y basta con eso para que el género deseado te otorgue el beneficio de la duda, y el género indiferente te vea como un rival en el ecosistema.

“Hipnosis”, al principio, cuenta la historia de una muchacha llamada Vera que está harta de que su novio se imponga en las conversaciones y se somete a una sesión de hipnoterapia para ganar confianza y saber contradecirle cuando toca. Vera es la que maneja el dinero en la pareja, así que no busca un empoderamiento social, sino una reafirmación personal. Pero a medida que avanza la película todo se enreda y se hace más inaprensible... Al menos para el espectador mediterráneo, mucho menos sofisticado que el sueco, o que el escandinavo en general, que ya vive en el cine y en las problemáticas del futuro. 

Hay quien dice que “Hipnosis” esconde una crítica al mundo de los emprendedores. Sí, quizá... La película es un poco como Elmer el de los “Looney Tunes”, que disparaba a casi todo y no acertaba a casi nada. Yo, por mi parte, porque soy un viejo bolchevique, entiendo mejor esa lucha de poder que se produce en el interior de la pareja que forman Vera y André. Una contienda que no tiene nada que ver con los géneros ni con las personalidades, sino con la lucha de clases que explicaba mi abuelo Karl. No todo son barricadas ni sindicatos: un dormitorio también puede ser el escenario de una contienda entre el burgués y el proletario. André, por ejemplo, es el hijo de don Nadie, y Vero la hija de mamá. Ellos creen que se aman, pero quizá no haya abismo más grande para el amor.





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La última sesión de Freud

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No voy a negar que mi abuelo Sigmund dijo algunas cosas cuestionables o incluso ridículas. Ni siquiera tengo claro que el psicoanálisis sirva realmente para algo. Las películas de Woody Allen o las producciones argentinas están llenas de neuróticos que llevan años en el diván sin apenas progresar. Y sin embargo, cuando me sobre la pasta y ya no sepa en qué gastarla, buscaré un psiquiatra estrictamente freudiano para que encuentre una explicación plausible a los sueños que me persiguen. Quiero saber por qué pierdo tantos autobuses en el último minuto o me arrastro por las calles con las piernas paralizadas. No buscaría nada más: en cuanto a la vigilia ya no espero cambiar ni curarme. Porque si cambiara, ya no sería yo; y si me curara, tendría que abandonar estos vicios que entretienen mi malestar. 

Quiero decir que mi abuelo Sigmund, aunque era un genio que descubrió la estructura de la mente y el origen de nuestras penurias de primates civilizados, a veces soltaba teorías locas para dar qué hablar en los congresos del psicoanálisis y provocar un poco a los meapilas. A cristianos proselitistas como ese plasta de C. S. Lewis que se pasa toda la película tratando de convencer a mi abuelo de la existencia de Dios. Pobrecico: es como darse cabezazos contra un muro. Mi abuelo era un campeón del ateísmo y le lanza contragolpes furibundos y cargados de razón. Yo le adoro. Tengo un póster suyo en la habitación que es al mismo tiempo homenaje y retrato de familia. 

Todavía recuerdo cómo se reían de él los hermanos maristas en las clases de filosofía, llamándole obseso sexual y pornógrafo reprimido. Y yo callando, y callando..., ocultándoles que el apellido Rodríguez proviene de un pasaporte falso que usaron mis antepasados. Años después, alguno de estos hijos de puta salió mencionado en “El País” cuando se airearon los casos de abusos sexuales en los colegios. Mi abuelo Sigmund, desde el limbo de los ateos, lo lamentaba por las víctimas pero se fumaba un puro cada vez que leía los titulares.





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Su majestad

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Esperaba otra cosa, la verdad. Un cachondeo padre o una sátira despiadada. Un ajuste de cuentas con la Monarquía que no dejara títere con cabeza. Es solo una metáfora, desde luego.

Los republicanos veníamos a “Su majestad” para cargarnos de razones y luego soltarlas en los contubernios, y mearnos de la risa. Pero no: Cobeaga y San José apenas se han molestado en jugar a la parodia. “Su majestad” es un sainete, sí, pero tan anclado a la realidad que parece indistinguible de esos publirreportajes que nos endilgan en los telediarios, con el rey inaugurando cosas, y la reina sosteniendo el bolso, y la infantita vestida de militar para comandar los futuros ejércitos que lucharán contra Vladimir. Es tan carpetovetónico todo que da un poco de grima y bastante repelús. Qué pena que se nos muriera tan pronto Ivá, el dibujante de “El Jueves”, para retratar a doña Leonor en nuevas historias de la puta mili junto al sargento Arensivia.

He tardado cinco episodios- de siete en total- en comprender que estos personajes de la realeza ya son tan ridículos de por sí, tan impresentables aunque vivan precisamente de presentarse en los sitios, que basta con mostrarlos como son para para despertar la burla y el escarnio. No hay que forzar mucho la máquina. 

La infanta Pilar de “Su majestad” es un espécimen vomitivo a medio camino entre la nietísima y la Hija de la Fruta. Con eso está todo dicho. Mi amigo dice que no, pero yo creo que Anna Castillo plancha esa manera entre cayetana y chulapa de dirigirse a la gente, ese desdén hacia las formas de vida inferiores llamadas súbditos o votantes. Esa indiferencia por el populacho que viene inscrita en los genes y sería imposible de reeducar. Yo sigo las aventuras de doña Pilar por la Villa y Corte con una sonrisa permanente en los labios, pero también con una pequeña congoja en el corazón. 

Lo que no les perdono a Cobeaga y a San José es que en los dos últimos episodios nos presenten a la infanta madura y espabilada, cuando había quedado claro que era una tonta del bote y una amoral sin solución. La vida misma. ¿Una concesión innecesaria o un prurito de compasión?





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Corazón salvaje

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El mes pasado, en la revista de cine, los críticos hicieron una votación sobre David Lynch y eligieron “Mulholland Drive” como su película más incontestable. Somos muchos los que opinamos que así es. Nada que objetar. 

Sin embargo, mi película preferida de David Lynch es “Corazón salvaje”. Parece contradictorio, pero no lo es. En mi cabeza ambas ideas coexisten con normalidad. Ante “Mulholland Drive” yo me quedo boquiabierto, perturbado, desafiado por enésima vez a interpretarla. Me fascina. Pero ante “Corazón salvaje” se me asalvaja el corazón y eso es un sentimiento que me eleva sobre la butaca. Me transforma y me pervierte. Y me divierto como un enano.

“Corazón salvaje” es imperfecta, desmadrada, pero yo camino feliz sobre el camino de baldosas amarillas. Viendo a Sailor y a Lula me convierto durante dos horas en el otro yo, el que nunca fui y ya nunca seré: el chulo insufrible que recorre las carreteras con la chica más cañón del ecosistema. Bajo estas gafas de empollón y este aire de jesuita involuntario siempre hubo alguien que quiso ser un gamberro admirado y un guaperas irresistible. Es mucho mejor sentirse deseado que respetado. Envidiado que saludado. Amado que querido. Parece una canción de Serrat, ya lo sé.

“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo dice Lula en un descanso poscoital y es la definición más exacta que he oído nunca sobre cómo somos los humanos. Todos defendemos lo nuestro con uñas y dientes y además somos raros de cojones... No hay nadie que se salve a poco que mires con atención o el tiempo suficiente. “Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”: lo tengo puesto como carta de presentación en mis mundos virtuales. Es al mismo tiempo un aviso y una constatación. 

“Corazón salvaje” es una metáfora muy loca sobre la vida. Viene a decir que vivimos rodeados de perturbados y que conviene fugarse muy lejos con la chica de nuestros sueños. Poner tierra de por medio y disfrutar al máximo de una locura compartida. Y cuando ya estemos muy lejos, pararse a comprar, en una tienda del camino, una chaqueta molona que nos defina como individuos.





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Cabeza borradora

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Antes de que la vocación del cine llamara a su puerta, David Lynch estudió en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia. Allí soñó con ser el enfant terrible de las artes plásticas, el pintor provocativo del reverso tenebroso. Todo esto lo cuentan en un documental titulado “The art of life” que intenta explicar -y deja autoexplicarse- al tipo inexplicable.

En Filadelfia, David Lynch se casó por primera vez, tuvo a su hija Jennifer y desarrolló su talento natural para retratar el lado retorcido de las cosas. Entre las ruinas posindustriales, Lynch encontró la inspiración para dibujar hombres deformados y bichos de pesadilla. Años después, ya en Los Ángeles, David Lynch volcó aquellas experiencias iniciáticas en “Cabeza borradora”, una no-película que tardó siete años en parir entre penurias económicas y desánimos creativos. Otro cineasta hubiera contado la historia de un jovenzuelo que llega a Filadelfia cargado de ilusiones y vive experiencias de azúcar y sal, de risas y llantos. Pero David Lynch prefirió rodar esta cosa barroca y expresionista, lúgubre y desquiciada, en la que a veces se captan retazos de autobiografía y a veces te quedas con cara de estar siendo un poco estafado. 

Puede que “Cabeza borradora” vaya de todo esto: del miedo a la paternidad, del matrimonio fracasado, del sueño del arte convertido en pesadilla de novato...  O no, quién sabe: no descarto que algún día descubramos que “Cabeza borradora” fue un publirreportaje encargado por el Ministerio de Turismo de Groenlandia. Puestos a interpretar a David Lynch te puede salir cualquier cosa. Habría que resucitar al abuelo Sigmund para que escribiera una exégesis ilustrativa. Resucitarlos a los dos, ay... 

Cuando crees que empiezas a entender “Cabeza borradora”, Lynch se anticipa a tu orgullo empavonado y te pone una trampa para que caigas en sus mundos oníricos, en sus obsesiones particulares. El teatrillo con cortinas estrena función cada noche, entre los radiadores que no calientan.




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Una historia verdadera

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Supongo que no soy el primero en buscar la ruta de Alvin Straight en Google Maps. Tampoco el único en quedar decepcionado al constatar que los programadores de Google, tan ajenos a la cinefilia y al sentido del humor, no han incluido el tiempo que se tardaría en llegar desde Laurens, Iowa, hasta Mount Zion, Wisconsin, conduciendo un cortacésped con un remolque lleno de salchichas de hígado y de bidones de gasolina.
 
(En España, por cierto, nadie diría que ha ido conduciendo de La Pedanía, León, a Orihuela, Alicante. Diríamos, simplificando, que hemos ido de La Pedanía a Orihuela, dando por supuesto que nuestro interlocutor sabe situar ambos puntos en su provincia correspondiente. Y lo cierto es que muchas veces no sucede así: yo mismo he estado a punto, ahora mismo, de escribir Orihuela, Murcia... Es una diferencia cultural con los norteamericanos que puede parecer nimia, pero que a mí siempre me ha resultado inquietante, plena de significados).

Para ir de Laurens, Iowa, hasta Mount Zion, Wisconsin, los programadores de Silicon Valley han estimado un tiempo de 4 horas y 44 minutos si conduces un coche, de 5 días si prefieres caminar y de 21 horas si has decidido llegar a casa de tu hermano en bicicleta. Todo esto, suponemos, si hablamos de una persona joven que conduce con los cinco sentidos afinados, o que camina a buen ritmo sin dos bastones y una cadera a punto de descoyuntarse, o que es capaz de mantener un pedaleo más o menos constante al cruzar los campos azotados por el viento y luego los repechos morrocotudos que rodean el curso alto del Mississippi. 

La odisea de Alvin Straight con su cortacésped -6 semanas que incluyen dos paradas obligatorias por avería- hay que buscarla en la Wikipedia, en la historia real que sirvió de inspiración para esta obra maestra de David Lynch. No costaría nada, digo yo, incluirla en las indicaciones de Google Maps a modo de guiño y de homenaje. Sobre todo ahora, que David Lynch se nos ha ido a las praderas de los Campos Elíseos, donde también puedes desplazarte de un sitio a otro con alas en los pies, y con un cortacésped que nunca se estropea.






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Mulholland Drive

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¿Y si lo que soñamos fuera lo real, y lo real, lo soñado? ¿Quién nos asegura que la vida de verdad no es la que empieza cuando cerramos los ojos, y la soñada la que comienza justo cuando los abrimos?

Supongo que no soy el primero en preguntarse estas tonterías, pero me las pregunto todos los días porque yo sueño con mucho detalle, con mucha tripa puesta en la emoción. Muchas veces me conduzco por el día como si aún transitara por el sueño, medio grogui o sonaja perdido. La densidad de lo que sueño es tan pesada que a veces me encorva al caminar. La noche es prácticamente la segunda consciencia de mi día. También transcurre en escenarios recurrentes y con personajes que se repiten una y otra vez, muy pesados y poco generosos. 

En los sueños, a veces, como le sucede a Betty/Diane en “Mulholland Drive”, soy el triunfador que se desquita del fracaso de la vigilia. Otras veces fracaso allí también y es como si me ensuciara dos veces en el mismo charco. A veces -las menos- es en el sueño donde encuentro el reverso aguafiestas de la felicidad. Ya dijo el abuelo Sigmund que soñar es como vivir una aventura. Yo me pongo el pijama como quien se viste para navegar por los mares o para ser nombrado rey de España y marido de Leticia. Un traje de faena, y también la ruleta de la fortuna.

“Mulholland Drive” nos gusta mucho a los que soñamos, y no les gusta nada -es más, ni siquiera la comprenden- a los que no sueñan o siempre olvidan sus sueños al despertar. Lo tengo comprobado. Es una película que siempre saco en mis monsergas de cinéfilo para ir calando al personal. Amigos, amantes, simples conocidos..., todos pasan tarde o temprano por el test de “Mulholland Drive”. Cuando descubro un espíritu afín sé que puedo confiarle sueños y pesadillas. Con los demás me limito a hablar de fútbol y de banalidades machirulas, sin salir nunca de esta dimensión de la realidad. El vínculo con ellos puede ser gratificante, pero es mucho menos personal.






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Landman. Temporada 1

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“Landman” es una fantasía masculina de las que ya casi no se ven por televisión. Un extraño paréntesis en las ficciones, ahora que las plataformas -las digitales, digo, no las petrolíferas- han decidido apostar por las fantasías femeninas porque así lo dicta el algoritmo y se quitan de encima los problemas. Yo habría pagado, no sé, cien dólares, por ver "Landman" junto a Leticia Dolera y conocer su opinión siempre estreñida y combativa. 

“Landman” es irregular, a veces brillante y a veces ridícula hasta el pasmo,  pero tiene el sabor de los viejos tiempos de la tele, un poco al estilo "Dallas", o "Dinastía", muy rancio todo pero la mar de entretenido. Con ella ha regresado el viejo patriarcado que lleva sombrero texano y espuelas en los zapatos. “Landman” es un placer culpable. Muy culpable, diría yo, que me lo he pasado como un enano siguiendo las andanzas de Billy Bob Thornton por el desierto, ese "señor Lobo" que se pasa la vida lidiando con los jefazos, con los empleados, con los abogados, con los narcos de la frontera, con la exmujer super sexy y la idiota supina de su hija. Y con un hijo indefinible que vive a medio camino entre la bonhomía y la tontuna.

“Landman” es un anuncio de Marlboro de diez horas de duración que han rodado en las tierras petrolíferas de Texas, allí donde solo sobreviven los anglosajones sin escrúpulos y los machos mexicanos con dos pelotas como dos todoterrenos contaminantes. Y donde solo se reproducen, al parecer, las tías más buenas de cada casa, todas sacadas como de un catálogo de fantasía: rubias de caerte para atrás y morenas de caerte para delante. Y una abogada de pelo castaño que es la mujer más guapa en varios estados a la redonda... Ella, Rebecca, la tiburona de los despachos, es la única concesión de Taylor Sheridan a las mujeres empoderadas que viven tan felices con su Satisfier y sólo necesitan a los hombres para celebrar que han ganado miles de dólares firmando un acuerdo cojonudo. 



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The Bikeriders

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La película no está mal, pero yo no puedo empatizar con ninguno de sus personajes. No me sale. Me importa un pimiento lo que les pase. O no exactamente: prefiero que les pasen cosas malas a que les pasen cosas buenas. Cuando se pegan una hostia con sus motos siento que se hace un poco de justicia divina. Aguanto hasta el final por estar pendiente de los que se estrellan, no de los que se salvan, como sería menester. 

Aquí, en La Pedanía, también hay varios bikeriders que pasan con sus motos a ciento y pico por hora en las zonas restringidas a treinta, con su petardeo insufrible y sus aires de chuleta, tomando las rectas como si estuvieran en el Gran Premio de Su Puta Ralea. Si pasan a las dos de la tarde, camino del chiringo donde les venden la mandanga, pues bueno, te cagas en su puta madre y ya está. Pero cuando pasan a la dos de la madrugada, porque ellos son libres como el viento y salvajes como la autopista, lo que les deseas, desde lo más profundo de tu corazón, es una hostia de campeonato contra el primer obstáculo que Yahvé interponga en su camino. Hasta que recupero el hilo del sueño yo también experimento un odio libre como el viento y salvaje como la autopista.

Ver “The Bikeriders” es un poco como ver “Succession” o “La zona de interés”: un paisaje lleno de hijos de puta. Pero los ricachones, y los asesinos de las SS, aunque son unos psicópatas muy peligrosos, al menos tienen una inteligencia macabra, un estilo, un “outfit”, como dicen ahora, y su perversidad procede de capas tan oscuras de la mente que nos dejan siempre perturbados, como intrigados o preocupados por nosotros mismos. Pero los bikeriders de chupa tejana y cruces filonazis no son más que gamberros borrachuzos. No hay nada interesante en su postureo: es un macarrismo que nace y muere en el puro macarrear. El problema es que estos tipejos, no sé cómo, siempre consiguen dejar sus genes en el mundo, para que las motos atronadoras jamás se pasen de moda. Nunca les faltan mujeres fascinadas por su estupidez improductiva, como esta chica tan guapa -pero tan lerda, y tan insufrible- de la película. 




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Marco

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“¿Y quién no ha mentido alguna vez?”, dice Enrique Marco con la voz muy baja y la mirada perdida, cuando por fin reconoce que ni estuvo en el campo de concentración de Flossenbürg ni se le esperaba por allí. “Todos mentimos”, insiste, cuando al fin confiesa que todo su rollo de abuelo cebolleta contando que él también sufrió trabajos forzados y que vio las chimeneas terribles que funcionaban 24 horas al día, no era más que un producto de su ego necesitado de atención o de cariño. 

Toda la película pivota sobre esa escena decisiva. Los espectadores ya sabemos que Enrique Marco era un impostor porque su caso salió mucho en los telediarios y fue un escándalo del copón. Lo que esperamos es ese momento de derrota para saber si hay que apiadarse del pobre diablo o llamarle hijo de puta haciendo coro con los verdaderos supervivientes. En esa escena decisiva, la película lo apuesta todo a la actuación de Eduard Fernández: de la inflexión de su voz o de su mirada de cordero degollado depende que entremos en el maniqueísmo del insulto o en el reino de los grises.

Yo, por mi parte, reconozco que en ese momento siento algo de pena por el personaje. Porque todo el mundo miente, como sostenía el doctor House, y Enrique Marco simplemente fue un campeón de la mentira. Mintió en algo muy sagrado y por eso se merece nuestro repudio. Lo que nos espanta es la gravedad de su pecado, no el pecado en sí mismo, puesto que todos somos pecadores y quebrantamos continuamente el octavo mandamiento. Que tire la primera piedra el que no viva dentro de una mentira sostenida en el tiempo. Enrique Marco fingió su victimismo como otros fingen su heroísmo cotidiano, su estirpe inventada, su rendimiento sexual, su nivel de inglés, su trabajo ímprobo, su entrega a la causa, su cultura inabarcable...  No conozco a nadie que no se tire el rollo. Yo también lo hago. Son mecanismos evolutivos. Lo que pasa es que casi siempre nos quedamos en ínfulas veniales, en soberbias de barra de bar. Nada muy dañino o muy ofensivo en realidad. Mentirijillas de andar por casa. Lo de Enrique Marco mancilló a muchos héroes de verdad y además lo vimos todo por televisión. 





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Banda sonora para un golpe de estado

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Cualquier guerra o conflicto colonial puede resumirse con una sola palabra. Y casi siempre es un mineral. A veces son otras cosas las que justifican un golpe de estado o el apoyo a una dictadura: una ruta comercial, unos casinos con prostitutas, unos cojones puestos sobre la mesa... Pero casi siempre es el subsuelo lo que late bajo las grandes palabras de Occidente. Algún tesoro escondido entre las piedras. La Historia es la historia de los grandes negocios y todo lo demás es el decorado anterior y posterior al latrocinio. Pura palabrería. La democracia y la libertad sólo son buenas si dejan paso libre a los recursos. Si no, se sustituyen por otra democracia y por otra libertad gracias a los marines. O al ejército belga, como en el Congo.

El petróleo explica la caída de Mosaddeq en Irán; las tierras raras, la futura invasión de Groenlandia por los americanos; el agua, el eterno conflicto de árabes e israelíes; el oro, la conquista de América a golpe de espada y arcabuz. ¿Qué buscaban los romanos en Hispania?: el oro también. Ucrania es un territorio demasiado goloso para dejárselo a los ucranianos, todo carbón, y gaseoductos, y elementos necesarios para el funcionamiento de nuestros teléfonos.

El golpe de estado del Congo, el que derribó a Patrice Lumumba y luego lo asesinó por atreverse a nacionalizar las minas de Katanga, se resume en otro mineral indispensable para el funcionamiento de nuestro mundo: el uranio. En plena Guerra Fría, los americanos armaban sus misiles nucleares con el uranio que extraían los bwanas belgas a cambio de un plato de sopa para los nativos. Un negocio redondo, sin apenas gastos en mano de obra. Un chollo. Una fuente de ingresos que no podía quedar en manos de cuatro negros comunistas. El racismo siempre ha sido un disfraz del clasismo y de la explotación. Una justificación del espíritu. Se trataba, se sigue tratando, simplemente, de robar. 





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No other land

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Enfocados en Gaza se nos había olvidado Cisjordania, que es el otro apartheid que sufren los palestinos. Si Gaza sale en las portadas de los periódicos, Cisjordania, hasta que llegó este documental y su Oscar ganado en Hollywood, sólo aparecía en las esquinas marginales. Comparada con los hospitales bombardeados o con los sueños inmobiliarios de Donald Trump, la tragedia de Cisjordania nos parece de baja intensidad, como más “civilizada” o menos sangrienta. Pero es la gota malaya que no cesa. Y además, al que se queda sin casa o recibe un disparo cuando protesta, vete tú a decirle que sus compatriotas de Gaza están mucho peor.

Gracias a “No other land” hemos recordado que en Cisjordania los israelíes acaparan el agua o siguen construyendo nuevos chalets en las tierras del vecino. Son las imágenes de toda la vida, de bulldozers derribando chabolos y soldados conteniendo a sus inquilinos. Palestinos en camiseta pelada y soldadesca forrada de blindaje hasta las cejas, a 57 grados a la sombra...  Los soldados cagándose en todo y sus jefes en Tel Aviv con el aire acondicionado. En el fondo todo es lucha de clases. Burgueses enviando carne de cañón a los conflictos.

Por esos secarrales dejados de la mano de Dios -y de Jesucristo, que se bañaba en el Jordán los domingos por la tarde y no dejó ningún milagro guardado en el frigorífico- se pasea a veces Netanyahu para provocar al personal, sabiendo que le protegen las armas más sofisticadas y los soldados mejor entrenados. Al final -creo que lo decían en alguna película parafascista de Clint Eastwood- la razón siempre pertenece al que tiene el revólver más gordo o mejor calibrado. No hay más verdad que la potencia de fuego o que la sutileza tecnológica. Esto es mío porque puedo. Es el patio del colegio llevado a la vida real y decisiva: ese balón no es tuyo porque te lo hayan comprado tus padres, sino mío, porque puedo ahostiarte si te pones respondón. De aquellos hijos de puta viene la estirpe que ahora mismo domina el mundo. 




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Adolescencia

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El primer día de 8º de EGB los curas no nos llevaron a las aulas, sino a la capilla del colegio. Pensábamos que nos iban a confesar en hilera, como hacían a veces a traición, para limpiar los muchos pecados del verano adolescente, o que íbamos a cantar himnos para que la Virgen intercediera por nosotros en los exámenes venideros.

Ya sentados en los bancos, el señor director tomó la palabra y nos anunció que nuestro compañero N. había fallecido durante el verano de un problema de corazón. Hubo muchos que murmuraron su sorpresa, o su desazón, sobre todo sus compinches del patio, que eran unos predelincuentes como él. Yo, por mi parte, al oír el notición, sentí un vuelco en el corazón. Pero de alegría. Alegría contenida, claro, como cuando celebras un gol del Madrid en un bar lleno de azulgranas. 

N. era un abusón vocacional que una vez me rajó un balón con su navaja y otra me esperó a la salida con dos matones para darme varias hostias de aguinaldo. Hubo más. Esto del bullying tiene una larga tradición... Lo que pasa es que entonces, si te daban, la devolvías, y si no, esperabas con paciencia a que el curso terminase. O rezabas para que le cayera un rayo divino sobre la cabeza. A nadie se le ocurría zanjarlo a navajazos como hace este tarado de la película. Y menos por un abuso que en la serie es simplemente verbal, o con emojis. El insulto, en 1986, era el pan nuestro de cada día. 

Quiero decir que la problemática adolescente es tan vieja como la civilización, pero leyendo a los exégetas de “Adolescencia” parece que todo esto lo hubieran inventando ayer por la mañana. En mis tiempos ya existía la burla, el miedo, la inseguridad en uno mismo y la incomprensión de los mayores. La pornografía incluso. Las ganas de gustar y la pena de ser rechazado. La conducta sumisa en casa y la conducta salvaje en el colegio. Es de necios echarle la culpa a los maestros, a los padres, a los hombres tóxicos -a los hombres-, al uso abusivo de Instagram... La educación tiránica no servía, la laxa tampoco. Las hostias en casa no impedían nada; las que soltaban los curas tampoco. El buen rollo no ha servido para mucho. Quizá es que somos como somos y nada más.



 


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Killer Joe

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1. Hace unos meses encontré en Movistar + un documental titulado “Friedkin sin censuras”. En él, William Friedkin, ya fallecido a este lado de la pantalla, se paseaba por los festivales de medio mundo y recibía numerosos homenajes gracias a esas dos obras maestras que seguirán viéndose dentro de cien años: “French Connection” y “El exorcista”.

2. Mientras veçia el documental, me di cuenta de que el resto de su filmografía -y son la hostia de películas- la tenía cogida con alfileres. Sin consultar el teléfono recordé “Jade” porque era un vehículo erótico de Linda Fiorentino, “A la caza” porque salía Al Pacino en extrañas circunstancias y “El diablo y el padre Amorth” porque llegamos a pensar que William Friedkin había perdido por completo la chaveta.

3. Pero resultó que no, que Friedkin había sobrevivido al exorcismo del padre Amorth y estaba muy lúcido a sus ochenta y pico tacos. En sus charletas descubrí dos películas que quizá merecían una oportunidad en mi televisor: la primera, “Carga maldita“; la segunda, “Killer Joe”. Así es como paso yo las noches del invierno...

4. “Killer Joe” cuenta la historia de una familia disfuncional -disfuncional al estilo red neck, puro “As bestas” de los texanos- que contrata a un asesino para liquidar a la matriarca del clan y cobrar un seguro de vida sustancioso. ¿Qué podía salir mal?: pues todo, si al escaso cociente intelectual le sumamos el índice de alcoholismo y la locura todavía por diagnosticar. 

El único listo de toda la función es justamente el asesino profesional, el tal Joe, un chuleta 100% carne de vacuno que sin embargo, para completar el cuadro, resulta ser un depravado como sacado de una película de David Lynch. Como Bobby Perú, pero más guapo.

5. A la media hora ya estaba arrepentido del experimento, pero no podía dejar de mirar. Es una especie de fascinación inversa, de morbo que siempre pide unos minutos más. No sé hasta qué punto la película estaba planificada o salió así por casualidad. “Killer Joe” hay que verla para creérsela. Contada pierde mucho. Lo que está claro es que a William Friedkin le interesaba mucho la miseria moral de los humanos. Hay muchas formas de ser poseído por el demonio.





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Carga maldita

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Si algún día tuviera que salir por piernas de la Península -cosa que no descarto cuando gobiernen los fascistas- le daría, no sé, 10.000 dólares extra, 15.000 no más, al tipo que me falsificase el pasaporte, para que me enviara a un país donde haga mucho frío, muy al norte de los mapas, y no a un horno selvático como éste de “Carga maldita”, refugio de todos los delincuentes perseguidos por la ley o por la mafia, y que es como un círculo del infierno para los que hemos nacido en León y sentimos que a partir de 20 ºC Yahvé ya se está pasando tres veranos con la tortura.

El problema de los países fríos es que son todos civilizados, de Dinamarca para arriba, y allí es difícil fingir que te llamas Halvar Rodrigursön -pongamos por caso- pero no hablas ni media de sueco o de finlandés. Ni siquiera de inglés chapurreado. En las latitudes nórdicas sería fácil perderse en las regiones de la taiga o de los mil lagos congelados, llevando una vida de eremita en una cabaña de madera, pero al primer contratiempo con la autoridad ya estarías listo de papeles. Allí no vale presentar el pasaporte con un billete de 50 euros o de 50 coronas disimulado en el reverso, porque los funcionarios son íntegros, y están bien pagados por el Estado del Bienestar, y además 50 euros es lo que ellos pagan por un mísero café en la terraza, cuando les llega el solecito. 

Aun así, en Escandinavia, o en Canadá, aunque yo pudiera burlar a los funcionarios, jamás podría ganarme el sustento conduciendo un camión con una carga de dinamita ya caducada e inestable. Primero porque en esos países las cosas siempre están supervisadas y nunca caducan ni se corrompen, y segundo porque yo no tengo carnet de conducir, ni siquiera el de ciclomotor, o el de bicicleta con motorín. Quizá por todo esto, “Carga maldita” me ha parecido una película entretenida -eso sí, cercenada en el montaje- que no me concierne en absoluto. Un mero contemplar sin emoción. Un pasatiempo sobre el que aún no sé muy bien qué voy a escribir.



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El aceite de la vida

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“El aceite de la vida” termina con un mensaje de esperanza entre músicas celestiales. Lorenzo Odone, que se ha librado de la muerte gracias precisamente al “aceite de Lorenzo”, acaba de mover levemente un dedo de la mano. Es un paso enorme para él: un esfuerzo gigantesco de su voluntad, que carece de mielina para ejercer sus funciones. 

La película, que está rodada en 1992, deja en el aire una futura terapia que le devolverá la mielina carcomida por la ALD -adrenoleucodistrofia-, una enfermedad metabólica que deja a las neuronas como cables de cobre sin su recubrimiento de plástico, y que provoca, por tanto, un caos de chisporroteos y conexiones fallidas: la pérdida de la marcha, del habla, de la capacidad de tragar saliva sin ahogarse... La muerte. 

Lorenzo Odone, sin embargo, murió en el año 2008 más o menos como estaba. Según he averiguado en internet, con una leve mejoría comunicacional y poco más. El aceite que lleva su nombre, y que viene a ser una mezcla depurada de aceite de oliva y de aceite de colza, se ha mostrado muy eficaz en las primeras fases de la enfermedad, deteniendo la cascada de síntomas, pero no tanto en los casos ya avanzados. El aceite de la vida sirve para mantener la vida, pero no para devolverla. El matrimonio Odone tenía razón cuando en sus noches más negras asumían que estaban trabajando para curar a los hijos de otros matrimonios, pero no al suyo. 

Lorenzo falleció a los 30 años a causa de una neumonía. Paradójicamente, sobrevivió ocho años a su madre, que murió de un cáncer de pulmón. Y quién sabe si también de un cáncer de los desvelos. El señor Odone, por su parte, médico “honoris causa” gracias a su hallazgo del aceite milagroso, se apartó del mundo tras la muerte de su hijo y pasó los últimos años en Italia, en su tierra natal, para comer tomates de verdad hasta la última ensalada. Me imagino su muerte un poco como la de Michael Corleone en “El Padrino III”, ya muy anciano, con ochenta años, en su patio soleado del Piamonte, desplomándose de la silla en pleno ataque de nostalgia.





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Las brujas de Eastwick

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Los hombres atractivos no necesitan tirarse el rollo. No padecen fealdades que haya que compensar con la poesía o con el sentido del humor. La oratoria, por ejemplo, no saben ni lo que es. Pueden conseguir a la mujer que desean sin apenas abrir la boca: sólo para pedir un gintonic o para besar bajo la lluvia. 

Somos nosotros, los pobres diablos como Daryl Van Horne, los que necesitamos darle a la sin hueso para crear un hechizo que dure las horas suficientes. My kingdom for a chance. En ese sentido, los feos del mundo tenemos algo de brujos, de diablillos que enredan y siempre hacen un poco de trampa. Luego hay clases, claro, como en todo: tipos que dominan el arte de la nigromancia y cenutrios que no sabemos sacar ni una paloma del sombrero.

Pero si el diabólico Daryl Van Horne es un merluzo, las tres brujas de Eastwick tampoco salen muy bien paradas de la función. El apego instantáneo que sienten por Daryl no tiene su origen en ningún hechizo verbal ni en ningún enredo de polvos mágicos. Se acuestan con él, simplemente, porque tiene dinero, porque se ha comprado la mejor casa del pueblo y goza de recursos ilimitados para satisfacer desde un capricho culinario hasta el más barroco de los deseos. Si eres un tipo muy feo, pero con pasta, ten por seguro que algunas mujeres como Michelle Pfeiffer se arrimarán a ti por razones ajenas a tu belleza interior y a tu riqueza espiritual.

Dicho todo esto, “Las brujas de Eastwick”, como película, es una suprema gilipollez. Impropia de un artesano como George Miller, aunque él, claro, ganaría una pasta gansa con la bobada. La película sirve, como mucho, para recordar los mecanismos básicos del emparejamiento humano. Es casi un "National Geographic" pasado por el tamiz de una ficción diabólica.





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