Avanti!

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La idea original de Avanti! era que el señor Wendell Armbruster  estuviera liado con el botones del hotel Excelsior, y que el escándalo mayúsculo de dos amantes adúlteros fuera todavía mayor. Pero corría el año 1972 y los ejecutivos del estudio disuadieron a Billy Wilder de rodar tal atrevimiento. El amor truncado que luego habrían de enterrar la señorita Piggott y el heredero Armbruster fue, finalmente, un romance de exquisita heterosexualidad, con cenas a la luz de las velas, rondalla de músicos italianos y playas accidentadas donde siempre hay un roquedo oculto en el que desnudarse.

    Curiosamente, los desnudos de Jack Lemmon y Juliet Mills -dos culos y dos pechos blanquecinos y mortales tostándose al sol- sí pasaron el filtro puritano de los mandamases en Hollywood, que tal vez lo consideraron un mal menor frente a la idea primera de colocar dos pollas contemplando las aguas del mar Tirreno, como dos periscopios en el ardor de la pasión, o dos polluelos de gaviota en el remanso de la satisfacción. La censura española -of course- no se dejó engañar por esta celebración del amor estival y retozón, por muy heterosexual que fuera. Y pporque, además, suponía el adulterio flagrante del heredero Armbruster, y el adulterio es un pecado muy gordo en cualquier orilla de los océanos.

    Donde no sé si existió otra censura mayor, radical, casi patriótica, de Avanti!, fue en la católica y soleada Italia, lugar idílico donde los nativos de la película se desviven para que los americanos con posibles dejen los dineros y las sonrisas. La imagen que se da de los italianos -y más concretamente de los italianos del sur- es un sainete casi tercermundista, con mafiosos desdentados, lugareños extravagantes, camareros chantajistas, burócratas ineficaces y mujeres tan cejijuntas y bigotudas que obligan a sus maridos a emigrar a Estados Unidos en busca del sueño de la Rubia Anglosajona. Y pasarse así, de polizones, a otra película muy famosa del año 1972 que ya no iba de americanos enterrando familiares en Italia, sino de italianos enterrando fiambres en los Estados Unidos. 



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Bésame, tonto

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Bésame, tonto es una película protagonizada por un marido celoso, una esposa amantísima, una prostituta de carretera y un ligón irresistible que hacía fortuna cantando en Las Vegas. Medio siglo después, Bésame, tonto, sin que nadie le haya quitado ni añadido nada -sólo una escena que en su día cortó la censura española- se ha transmutado en una película protagonizada por un marido maltratador, una esposa subyugada, una esclava del machismo y un acosador insufrible que no sabe refrenar sus instintos. Cuánto hemos cambiado... 

    Hoy nadie se atrevería a rodar una película como ésta. Ni siquiera en clave de comedia. El horno de los tiempos modernos no está para bollos, y miles de plumas afiladas -y quien dice plumas afiladas dice teclas como martillos- esperan el desliz o la sobrada para lanzarse a la yugular masculina del responsable. Muchas veces con razón, y otras -para mantener prietas las filas y las llamas en combustión- rizando los rizos inexistentes. Se ha declarado la guerra, y todos los hombres son sospechosos de patriarcado hasta que se demuestre lo contrario.

    En una línea de guión de Bésame, tonto se llega a decir que la mujer, sin un hombre que la lleve por la vida, es como un remolque sin vehículo. Un proyecto varado, sin motor propio. En fin: una barbaridad que en los tiempos modernos ya casi mueve más a la risa que a la indignación, como dicha por un borracho en plena melopea. 

    Wilder y Diamond eran dos tipos muy inteligentes, incisivos y puñeteros, pero también eran dos hijos de su época, y a veces se dejaban llevar por estos clichés de la mujer en la cocina y del hombre en la cacería. De la mujer que se realiza en el marido y del marido que se realiza en el trabajo. Luego llegó el feminismo, la mujer también quiso realizarse en el trabajo, y los empresarios, siempre tan avispados, aprovecharon para divir los trabajos en dos sueldos y los sueldos en cuatro migajas. Cuánto hemos cambiado también en eso.  Esta vez para peor.




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Black Mirror: Odio nacional

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Y nos quedaba, para rematar esta colección de pesadillas tecnológicas -pues todo en Black Mirror es pesadillesco salvo el paraíso californiano de San Junipero- el asunto espinoso del control gubernamental. Los crímenes que se investigan en Odio naciona, sólo son el mcguffin muy entretenido que distrae al espectador. Un recurso que hubiera firmado el mismísimo Alfred Hitchcock en sus buenos tiempos, pues él también usaba los suspenses para hablar siempre de algo más interesante, que en su caso solía ser el deseo sexual insatisfecho, o la simpleza estructural de los hombres frente a la complejidad desarmante de las mujeres. De hecho, como velado homenaje al orondo maestro, es imposible no acordarse de Los pájaros -y de su avícola y silenciosa animosidad- cuando en Odio nacional vemos esos enjambres de abeja-drones apostados en las azoteas de Londres, esperando la instrucción que los active...

Lo que le interesa de verdad a Charlie Brooker no es si el asesino es fulano de tal o mengano de cual, o si le mueven tales o cuales motivaciones, asuntos que al final se solventan con cuatro brochazos algo descuidados. El verdadero thriller se desarrolla en las cloacas que no vemos, en los despachos gubernamentales que sólo se insinúan. Allí donde cuatro hijos de puta con corbata han decidido que las cámaras de seguridad que nos vigilan en cualquier rincón de la ciudad, y en cualquier esquina del centro comercial, ya no son suficientes para tenernos bien amordazados. No sea que le miremos mal a un policía, o que le hagamos una higa al retrato del rey, o que nos sonemos los mocos con un pañuelo bordado en los colores republicanos. Estos tipejos que sueñan con el control absoluto del populacho seguirán, al parecer, ganando las elecciones en el futuro tecnológico donde viven los personajes de Black Mirror, y dispondrán de recursos más eficaces y sofisticados. De drones, por ejemplo, que ahora se ven a un kilómetro de distancia y se pueden derriban con la escopeta si te pillan en el campo, o con la escoba, si andas visitando a tu yerno en la ciudad. Pero que dentro de unos años, igual que se miniaturizaron los gramófonos o los transistores, se convertirán en pequeñas abejitas que podrán colarse por doquier y retratarnos en lo más secreto de nuestras tristes vidas.



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Kramer contra Kramer

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Una de las cosas que el Generalísimo creyó dejar atada y bien atada fue que en España no se iba a divorciar ni Cristo por mucha apertura que los sucesores negociaran con el populacho. Dios es lo primero -decía el Matarife- y el Concordato lo segundo, y para asegurarse de tal preeminencia dejó un rey a cargo que había jurado los principios fundamentales, y un embajador del Espíritu Santo que velaría por los españoles desde el Cerro de los Ángeles. 

    Seis años duró el sueño franquista de los matrimonios indisolubles, que para unos fueron un suspiro de la historia y para otros, los mal avenidos, seis siglos de tardanza. 

Un año antes de que se aprobara la Ley del Divorcio y los curas salieran a la calle para advertirnos del pecado, llegó a nuestras grandes pantallas -que todavía no eran minicines miserables- Kramer contra Kramer. Los divorciados eran personajes habituales en las películas americanas porque allí, al parecer, no había curas legislando en las recámaras del Congreso, y aunque también protestaban lo suyo y amenazaban con los fuegos eternos, la cosa se quedaba en las homilías parroquiales y en las telebasuras de la madrugada. Los americanos parecían casarse y descasarse como quien se compra un pantalón y luego lo devuelve porque le viene demasiado ancho, o demasiado estrecho, y eso despertaba las envidias entre los esposados que pedían una segunda oportunidad. 

    Había, incluso, un pueblo llamado Reno en el estado de Nevada que parecía vivir exclusivamente de este negocio tan poco romántico. Una auténtica ciudad del pecado que además ofrecía un sinfín de casinos para celebrar la alegría de la libertad recobrada. Aquello sí que parecía la Nueva Sodoma, o la Nueva Gomorra, que predicaban nuestros curas infatigables.

    Y así, entre la envidia y la perplejidad, veíamos a los americanos divorciarse alegremente en nuestras pantallas, casi sin traumas, como quien juega de adolescente al "verdad o consecuencia". Hasta que llegó Kramer contra Kramer y de pronto comprendimos que aquello no era la Jauja que nos habían vendido, y que en las separaciones matrimoniales ellos también sufrían y penaban. Como cuando aprendimos que los ricos también lloran en aquel culebrón insufrible de los mexicanos.





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Habitación 237

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Alguien de cuyo nombre no quiero acordarme me recomendó, con encendidas alabanzas, y adjetivos muy sonoros, Habitación 237, que al parecer es el documental definitivo sobre las simbologías y ocultas intenciones que Kubrick puso en El resplandor

    Uno pensaba, en su cortedad de miras, que El resplandor era la adaptación de una novela de Stephen King: la historia de un escritor frustrado que se enfrenta a la pesadilla del folio en blanco y termina desquiciado. Un cuento de terror sobre la ausencia de talento y el abandono de las musas. Pero esta interpretación, después de haber visto las sesudas lecturas que se exponen en Habitación 237, se queda corta, banal, muy propia de este blog perdido en la blogosfera. Por el documental pasan espectadores de perspicacia singular que dicen haber descubierto en tal detalle o en tal "error" la prueba fehaciente, incuestionable, de que Stanley Kubrick hablaba realmente sobre el genocidio de los indios americanos, o sobre el Holocausto de los judíos, o sobre el Minotauro cretense resucitado en las Montañas Rocosas. O -lo más jugoso de todo- sobre la falsa llegada del hombre a la Luna que el mismo Kubrick rodara en 1969 para que los rusos se murieran de envidia, y los occidentales reconociéramos el poderío supremo de nuestros amos. 

    El mismo título del documental ya es, según estos exégetas de El resplandor, una pista irrefutable de que Kubrick estaba confesando su impostura selenita, pues la habitación original de la novela -donde Jack Torrance bailaba con el fantasma salido de la bañera- llevaba el número 217 estampado en la puerta, mientras que la habitación de la película, en unas explicaciones muy confusas sobre negocios y maldiciones que a nadie convencen, lleva el 237. Y 237.000 millas es, milla arriba milla abajo, la distancia media entre la Tierra y la Luna... El que tenga ojos, que vea. Hay que joderse.


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El resplandor

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Ese sexto sentido que en la película llaman "el resplandor" no es un prodigio tan infrecuente. No hay que tener midiclorianos en la sangre, ni poseer el sentido arácnido de Peter Parker, para presentir la desgracia en cada recodo de la vida. Simplemente hay que hacerse mayor, pegarse varias hostias de campeonato, e ir aprendiendo poco a poco a distinguir los entornos hostiles y los personajes chalados. El cocinero del hotel Overlook, que se tira el rollo de poseer "el resplandor" y haberlo heredado de su abuela querida, en realidad sólo es un hombre veterano que ha visto pasar por el negocio a tipos de todo pelaje, lo mismo clientes que empleados. Y cuando conoce al próximo guardián de la época invernal -un desgreñado con cara de loco, aliento de alcohólico y sonrisa de psicótico inminente-, y descubre, además, la mirada asustada en su mujer, y la taradura extraña de un chaval que habla con su propio dedo, los pelos que no tiene en la cabeza se le erizan de miedo, y el presentimiento de que esa familia va a terminar siendo el ejercicio de un aizkolari ya no le deja disfrutar de sus merecidas vacaciones. Así que el pobre hombre, maldiciendo su suerte, su puto resplandor, decide internarse en las carreteras nevadas de Colorado para ir a rescatar a esos desgraciados que ya se defienden cuchillo en mano, allá en el cuarto de baño.






    Y qué decir de ese pobre chaval, que lleva años conviviendo con un padre que se parece mucho a Jack Nicholson, el actor que una vez hizo de loco en una película de manicomios y le dieron un Oscar por clavar la chifladura. Papá, el querido Jack, que para más inri se llama igual que el actor, es un tipo que también sonríe con todos los dientes, hace gestos raros con las manos y emite sonidos guturales cuando habla. Allá en Denver, cuando papá soltaba las maldiciones o sacaba la mano a pasear, había vecinos, policías, familiares incluso, y uno se sentía lejanamente protegido. Sólo había que abrir la ventana y gritar, o coger el teléfono y llamar. Pero aquí, en el hotel Overlook, en las montañas donde Cristo perdió el mechero y todavía no lo ha encontrado, no hay nadie que responda a la llamada. La emisora de radio no funciona, las líneas telefónicas se cortan con las nevadas, y el invento de internet es todavía un cuento de hadas en 1980. Él y su madre están indefensos contra este Homer Simpson sin puta gracia que sin tele y sin cerveza ha perdido la cabeza. Este chaval no tiene ningún "resplandor": sólo está acojonado. Y tiene pesadillas sangrientas.




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Los fabulosos Baker Boys

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La película se titula Los fabulosos Baker Boys porque trata de dos hermanos, los hermanos Baker, que se ganan la vida interpretando rancias canciones de amor. Pero fabuloso, lo que se dice fabuloso, aquí sólo hay uno, el menor, porque el otro, el mayor, es un  hombre derrotado que traiciona su música y su dignidad por ganar un puñado de dólares en garitos de viejos con sonotone, o de idiotas sin devoción. Frank Baker sólo quiere dar de comer a su familia, y pagar la hipoteca de su casa, y todo lo demás es secundario y negociable. Frank Baker es un tipo vulgar, corriente, sin chicha ni limoná. Un tipo majete e irrelevante como cualquiera de nosotros.

    El otro hermano, sin embargo, al que los dioses miraron de otra manera, es un tipo molón. Los designios genéticos le han hecho más alto, más guapo, más estiloso. Y también más inconformista. Cuando tiene que ganarse las perras junto a su hermano, toca el piano con sonrisa cínica y ademanes distantes. Cumple como un profesional mientras piensa en otra vida más fructífera y edificante. A él le dan por el culo los ancianos, los matrimonios, los asistentes a la boda. El público sin pedigrí. Terminada la función y cobrados los jayeres, Jack Baker busca refugio en los bares de la música incorrupta, donde el muy jodido, transmutado, toca el piano como un verdadero jazzman de aire melancólico y pensativo. Es allí dond Jeff Bridges expone su alma verdadera y dolorida. Cuando acaricia las teclas se le transfigura la cara, y se le transparentan las entrañas. 

    Luego se acomoda en la barra, pide un whisky on the rocks y las mujeres van haciendo cola para concertar una cita en su apartamento. Ni la mismísima Michelle Pfeiffer -el animal más bello de aquella era geológica- pudo resistirse a tantos encantos reconcentrados. Ella también le sonrió, le acechó en la distancia, pero sin éxito alguno en los primeros escarceos. Hasta que un día ella se vistió de rojo ceñido, y se subió al piano en un escorzo, y retozó sobre la madera barnizada como una gata en temporada de procrear. O como una pantera hambrienta.  Y el macho presuntuoso abrió las puertas de su castillo. Nos ha jodido.




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Black Mirror: La ciencia de matar

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(Contiene un spoiler como una casa)

Por mucho que Joseph Goebbels vociferara en la radio que los judíos eran hijos del demonio que escupían fuego por la boca, los soldados alemanes, cuando se veían obligados a ejecutarlos en los campos de concentración, sólo veían seres humanos que en nada se diferenciaban de ellos mismos, sus verdugos. Los soldados disparaban porque desobedecer una orden costaba la propia vida, pero el trauma quedaba, el ardor guerrero languidecía, y la pesadumbre moral se propagaba entre la tropa. Fue por eso que los dirigentes nazis tomaron la determinación de construir las cámaras de gas, para que ya nadie tuviera que abatir a un prisionero desarmado. En las duchas de Zyklon B los judíos se morían ellos solitos, sin cámaras ni testigos, y los cadáveres eran retirados por sus propios compañeros de cautiverio, así que el soldado quedaba liberado de culpa para combatir fogosamente contra el comunismo del Este y la decadencia del Oeste.


    Lo que yo no sabía hasta hoy -y he conocido en Black Mirror: La ciencia de matar- es que esos mismos soldados, librados de los crímenes a sangre fría, llegaban al frente de combate y en su mayoría tampoco disparaban sobre los enemigos armados. Ni eran disparados por ellos. La cifra es sorprendente: sólo un 20 o 30 % de los combatientes usaron realmente sus armas en la II Guerra Mundial. Los demás quedaban paralizados por el miedo, o se veían incapaces de matar a seres humanos que correteaban al otro lado del río o de la explanada. El prurito moral que nos viene de serie les incapacitaba para el combate, incluso a riesgo de perder su propia vida en el tiroteo. El "no matarás" era a veces más poderoso que el instinto de supervivencia.

    Esta realidad fue bien conocida por los altos mandos militares, y se tomaron medidas para atajarla. En las guerras posteriores, el odio reconcentrado hacia el enemigo se convirtió en el objetivo prioritario de los instructores. Ahí nació el sargento Hartman de La chaqueta metálica, y el "salgento" Arensivia de Historias de la Puta Mili. Los porcentajes de soldados aguerridos subieron y subieron en cada conflicto, hasta alcanzar una eficacia casi total en las guerras recientes contra el terrorismo (?). El último paso para llegar a la perfección letal lo propone Charlie Brooker en La ciencia matar. Hay que ver el juego que las lentes Z-eyes le están dando al serial de Black Mirror.


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