Corazón silencioso

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Hace un par de semanas que ya tenemos el asunto solucionado. Es el progreso -por lo menos el social- que tarda mucho en llegar, a veces de cojones, pero al final llega. Luego, dentro de veinte años, esos indeseables dirán que esto de la eutanasia -como el aborto, como el divorcio, como el matrimonio homosexual, como la pensión de su puta madre- está bien que así sea, y que responde a las demandas justas de la sociedad. Que ellos, en realidad, nunca se opusieron a nada. Son vomitivos. 

Menos mal, que ya se aprobó la ley, porque todavía se me revolvía la bilis recordando al presidente Zapatero en el estreno de Mar Adentro, en plena efervescencia del "no nos falles" y del "dales caña", diciendo a los reporteros que él estaba allí para apoyar al cine español, pero sonriendo con picardía a los fotógrafos, porque todos sabíamos que había ido a airear el debate, a crear ambientillo, a ir preparando la ley que por fin permitiría morir en paz a los sufrientes. Pero luego se cagó, reculó, dijo que se llamaba andana porque un asesor le susurró al oído que el centro católico estaba perdido si daba un paso más en esa dirección. Así que era mejor disimular, y ponerse a silbar, y decir que eso, que él había estado allí sólo por el cine español, y nada más, porque Mar adentro, ademásera una película cojonuda.

Recuerdo todo esto porque yo pensaba, antes de ver Corazón silencioso, que en la Dinamarca tantas veces alabada estaban más avanzados en estos trances del buen morirse. Pero se ve que no, y menuda sorpresa, porque esta familia camina clandestina por la casa de campo, urdiendo coartadas para la ambulancia que descubra el cadáver, y para la policía que venga luego a hacer las pesquisas. La abuela Esther está a un solo paso de la parálisis, de la respiración asistida, del dolor insoportable, y antes de convertirse en un guiñapo ha decidido que sus hijas y sus yernos, su marido y su amiga del alma, la acompañen en las últimas horas. Algunos se arrepienten del apoyo prometido, otros se mantienen firmes en la decisión, y aprovechando que hay bronca y discusión, todos sacan a relucir los reproches que suelen guardar las en el termo del café. Lo habitual, vamos, cuando la misma sangre comparte comedor todo un fin de semana. Y más todavía si es Navidad. Por muy daneses que sean. 





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Arde Mississippi

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Ay, la maldita manía de hacer chistes con los títulos de las películas... Sobre todo si son películas como “Arde Mississippi”, tan poco proclives a la gracia y al chascarrillo. Es cierto que el humor es tragedia más tiempo -como decía el personaje de Alan Alda en otra película- pero cómo hacerlo aquí, sabiendo que todo sigue más o menos como estaba: la segregación racial -aunque ahora solapada-, y el asesinato impune, y la mentalidad medieval de los supremacistas. “Arde Mississippi” es una película de 1988, cuenta un hecho acontecido en 1964, y ahora que estamos en 2020, ya casi en 2021, los telediarios que vienen de América siguen contando más o menos las mismas cosas. Ha pasado el tiempo, sí, pero no ha transcurrido el tiempo humorístico que pedía el personaje de Alan Alda. Habría que hilar muy fino, ser todo un profesional de la comedia, y ni aun así.

    Ahora, por supuesto, con “Arde Mississippi”, no se me ocurriría hacer aquella gracia de “aquí lo único que arde es mi pispís”, que dijo un amigo mío al salir del cine, cogiéndose los cataplines en lo que ahora llamaríamos un manspreading en toda regla, arqueando las piernas y ocupando el espacio público como un vaquero del Far West que acabara de salir del saloon. Nos reímos mucho, sí, con la tontería testicular, porque éramos adolescentes algo gamberros que íbamos, eso, ardiendo, en el León provinciano donde a los dieciséis años sólo ligaban Maroto y el de la moto. Pero tampoco éramos gilipollas, que conste: sabíamos perfectamente lo que habíamos visto en “Arde Mississippi”. De hecho, habíamos ido a ver la película, que ya era algo que hablaba muy bien de nosotros, en aquel páramo de la cultura y de la concienciación. Un gesto que delataba nuestra cinefilia, y nuestro compromiso con las cosas, aunque luego las hormonas nos traicionaran por el bien de la comedia. 

    Sabíamos de sobra  lo trascendente y lo repulsivo que era todo aquello. La carcajada nos vino de puta madre para quitarnos la impresión que llevábamos encima.





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Mi tío Frank

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Hay que escribir sobre lo que uno conoce y ha vivido. Y sigue viviendo. Lo decía el otro día un personaje de “Mank” y tiene toda la razón. Si no escribes desde la tripa de la memoria, desde la amígdala de lo cotidiano, se nota la impostura. El falsete. Luego, sino quieres caer en la mera autobiografía, están los recursos del fabulador para quitar y poner, subrayar y desdibujar, exagerar y mentir... Que el relato salga propio pero literario. Lo universal siempre es algo particular que está bien contado. El plasta es un plasta porque no es capaz de trascender el bucle de su rollo. Eso, la trascendencia de lo personal, de la paja mental, de la obsesión intransferible, es lo que logran los escritores de las novelas y los guionistas de las películas.

    Es obvio que Alan Ball cuenta algo muy personal en “Mi tío Frank”. Algún incidente de su propia homosexualidad chocando con la incomprensión de la familia, de la América Profunda, de los gañanes de la Biblia temerosos de Dios. O quizá -porque la edad de Alan Ball y la edad del tío Frank no cuadran- la historia de alguien muy próximo, tal vez un amante, o un pariente que vivió ese desprecio medieval, ese escupitajo inquisitorial. Da lo mismo. Podría buscarlo por internet, a ver si en alguna entrevista se desliza el dato, pero prefiero dejarlo así. Lo que importa es que a Alan Ball se le ve la tripa, se le escapa la lágrima, se le nota el pulso temblón en alguna escena. Y eso es lo que a uno le conmueve.

    Aunque parezca que no viene al caso, he estado toda la película acordándome de Ignatius Farray, porque él sostiene que si hubiera pertenecido a una minoría racial, sexual o discapacitada, le habría ido mucho mejor en su arte de la comedia. Porque material nunca le hubiera faltado, y mala baba para ridiculizar al intolerante, tampoco. Él, para paliar un poco ese déficit, se inventó lo de que era “un tinerfeño divorciado miope”, que es una minoría algo forzada, insustancial, pero minoritaria de cojones. Yo, por mi parte, me declaro muy rojo, pero del Madrid, que no creo que haya muchos por ahí. Y divorciado miope también.





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Historias lamentables

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Toda la vida pensando que mis historias son lamentables -las amorosas, las laborales, las del ocio y tiempo libre-, todo tan tragicómico y tan largo de explicar, tan descacharrado que yo creo que mis amigos no lo son por amistad verdadera, sino por simple curiosidad, porque nunca conocerán a nadie con este relato de las mil gilipolleces y las mil alcantarillas abiertas, y de pronto, en Navidad, cuando todo se vuelve más lamentable todavía, en contraste con la felicidad que desborda las mascarillas de la gente, porque se nota, la guay, incluso tras el disimulo de lo textil, descubro esta película de Javier Fesser titulada “Historias lamentables” y en una transformación como de Gregorio Samsa a la leonesa me convierto en una luciérnaga atraída por el fanal. Caer en ella ha sido algo imperativo e irremediable.

    Si en el mundo real existe alguna historia lamentable al estilo de Javier Fesser -me digo-, yo las tengo a pares, a decenas incluso, si hiciera un buen ejercicio de memoria. Toda mi vida es así, al completo, un lisérgico tebeo de Bruguera. Tanto los leí, de chaval, que ahora ya ves: todo se me pegó. Podría haber leído los cómics de “El gran Follarín”, que era un fanzine muy de moda por la época, y yo ahora no estaría aquí lamentándome de todo. Si de Javier Fesser hablamos, está “El milagro de P. Tinto” por un lado y “El despelote de A. Rodríguez” por el otro. Está mi tontuna consustancial, mi mala pata, mi don bíblico de la oportunidad, y también, claro, porque no va a ser todo yo, todo endógeno y cromosómico, la estupidez reinante en el medio ambiente. Y la maldad, claro, porque al final no existen las “Historias lamentables”, así, en abstracto, ni las de Fesser ni las mías, sino gente lamentable que las crea. Y la gilipollez, cuando entra en contacto con la ruindad, produce una reacción química de la hostia. Un cóctel explosivo. Pasa en la película, y pasa en la vida real.

    Un par de conocidos que me conocen muy poco me han dicho: “Vaya imaginación que tiene el Fesser, con las historias lamentables de su película”. Ay, si yo les contara...







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Dragged across concrete

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Dragged across concrete, según una traducción que ofrece generosamente la red, vendría a significar “arrastrado por el asfalto”. Pero tampoco está muy claro, la verdad, porque otras traducciones hablan de “atrapado en el hormigón”, casi como si hicieran referencia a un maleante de Star Wars congelado en carbonita. Pero puestos a escoger, como cantaba Serrat, me cuadra más lo del asfalto, porque eso es lo que hacen estos policías y ladrones con tal de hacerse con el botín: arrastrarse por el asfalto de las carreteras que suponemos de California -por el jeto de los actores crepusculares, y por el contexto criminal de la película- lo mismo por las grandes autopistas interestatales que por los caminejos donde se perpetran los crímenes y se entierran los cadáveres, hasta que al final del todo, en los títulos de crédito, descubrimos boquiabiertos que los productores le dan mil gracias a la Columbia Británica del Canadá por las facilidades ofrecidas en el rodaje. Ver para creer...

    También cantaba Serrat, en una vieja canción, que “siempre llegamos tarde a donde nunca pasa nada”, que es un verso que a mí me emociona mucho porque es como la historia de mi vida, siempre inoportuno, y desincronizado, y además en el lugar equivocado. Y menos mal que es así, pensaba yo mientras veía esta película de violencias tremebundas, porque los personajes de Dragged across concrete, justo al revés de lo que cantaba el Nano, siempre llegan a la hora justa en que se reparten los balazos, para morir de un tiro en la nuca o de un disparo en la barriga, puntuales en la hora de su muerte como sus primos  británicos de la Britania. En la película, desde luego, reina la fatalidad, el mal fario, la puta mala suerte...

    Justo el día antes de que empezaran las vacaciones escolares, la señorita X., mi alumna con autismo, me preguntaba qué era el hijoputismo, y si el doctor House, que es la serie que está viendo ahora con su familia, hacía mucho el hijoputismo. Yo le respondí que no, que el doctor House sólo es un tipo antipático al que le duele muchísimo una pierna. Si no fuera porque no puedo, a la señorita X. le recomendaría ver esta película tan fría como entretenida, para que se quedara con el concepto. El hijoputismo al cuadrado... ¿Cómo se dirá, en inglés, hijoputismo?





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Colgar las alas

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Jesús, en su despedida, antes de elevarse en vertical hacia los Cielos, como un Harrier de la RAF, o  como Mando el mandaloriano, dejó dicho a los apóstoles que volvería. Pero no puso fecha de regreso. Algunos pensaron que sería el siguiente fin de semana, y otros, menos entusiastas, que allá por el año 1000, para poner números redondos a la efeméride. Hay quien afirma, incluso, que Jesús ya ha cumplido su promesa, y que en realidad estamos todos muertos creyéndonos vivos, porque la segunda venida del Señor, la Parusía, traerá consigo el fin de la Historia. Será la derrota del Anticristo, sí, pero también la calcinación de la Tierra, que ya quedará inhabitable para los cuerpos y las almas.

    Yo no creía en estas cosas hasta que vi lo que vi, aquel 4 de octubre del año 2009. De niño sí creía, claro, porque estábamos a todas horas con el Catecismo, con el libro de Religión de Edelvives, tomando por milagros lo que sólo eran fábulas de pescadores barbudos en el Tiberíades. Pero luego me hice un ser racional, renegué, vagué durante años por las tinieblas, hasta que ese día contemplé el milagro de Iker por la tele, en vivo y en directo, sin trucos ni efectos especiales. Y aunque no me caí del caballo, sí me caí del sofá, del susto, y de la perplejidad. Y allí, en el suelo, traspasado por el rayo divino, lloré lágrimas de arrepentimiento, desgarré mis vestiduras, y prometí hacer una peregrinación andando al Santiago Bernabéu, que luego hice en coche con unos amigos, para ver un partido contra el Atleti.

    Casillas -y ahí están las imágenes para demostrarlo- estaba cubriendo un palo, en la portería del Sánchez Pizjuán, pero cuando Perotti le remata a bocajarro, él ya está en el otro, transustanciado en sí mismo, teletransportado, ubicuo, milagroso... Jesucrístico. Ahí, justo en ese instante, comprendí que la Parusía se había producido en Móstoles unos años atrás, y que Iker Casillas era el Clark Kent disimulante de nuestro Señor.

    Una vez les dijo Casillas a los periodistas: “Yo no soy galáctico: soy de Móstoles”. En el evangelio que ya estoy redactando a orillas del Sil, ése será el versículo 5 del capítulo 10. Será la parábola de los modestos. Espero que me dé tiempo a terminarlo, porque el día que muera Iker se acabará el mundo. Ya estuvimos a punto cuando sufrió aquel infarto traidor. Rezo todos los días por él. Usted debería hacer lo mismo.





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The Mandalorian. Temporada 2

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La mejor serie del año es, digan lo que digan por ahí, The Mandalorian. A varios años-luz de las demás. Tantos como pársecs nos separan de Mandalore. Lo que pasa es que si uno viniera aquí, al foro público, a confesar el entusiasmo, le caerían las chanzas y las sonrisas compasivas. Los fanáticos pondrían un corazón, los no creyentes me ignorarían por cortesía, y la mayoría ni siquiera sabrían responder quién narices es el mandaloriano.  Así que prefiero no escribir nada. Que queden para mí solo, las emociones, y para los allegados en la Fuerza. Voy a hacer como que tecleo, pero esta vez lo haré en el vacío. Dejaré este folio en blanco para rellenarlo con alguna crítica de serie menor, de película segundona, algo que no pueda ni compararse con las aventuras de Mando y Grogu por la galaxia muy lejana.

   Pero quizá me engaño, quién sabe. Quizá me estoy dejando llevar por el frikismo, por el infantilismo, por el entreguismo a George Lucas y sus padawans que trabajan en Hollywood. No digo que no. Puede que The Mandalorian sólo sea eso: un producto para frikis, diseñado para engatusarnos, y que en realidad, visto con ojos racionales, de habitante de esta galaxia tan presente y tan cercana, todo sea humo, gaseosa, parafernalia. Guiño para iniciados. Conozco a más de una mujer que sentada a mi lado, en el sofá, se habría quedado fría, indiferente, incomprendiéndome por el rabillo del ojo, pensando para sus adentros -o quizá para sus afueras decepcionadas: “¿Qué estoy haciendo yo con este tipo?”

    Puede ser, sí. Pero esto es lo que hay. Refugiado en mi salón, donde ya no tengo que fingir que soy un tipo medio culto con aspiraciones intelectuales, lo mío es esto: los Jedis, los mandalorianos, los mini Yodas que han olvidado su poderío de la hostia... Ayer era la una de la madrugada y yo estaba en WhatsApp hablando con otros dos seres adultos desnudados de su adultez. Nos confesábamos la inquietud del día, las emociones, lo mucho que hemos llorado con esa despedida tan esperada como puñetera... Los tres habíamos visto el último episodio de la temporada y teníamos que desahogarnos con algún cofrade de la hermandad. This is the way... Además, Luke Skywalker había regresado a nuestras vidas, y eso, para nosotros, es más importante que el regreso anual de Jesucristo, que ya está al caer por estas fechas. Nuestro Luke no multiplica los panes y los peces, y ni falta que le hace. Él destroza Dark Troopers con sólo apretar el puño en el aire. Ahí es nada.





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El artista

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Los pasillos del colegio donde yo trabajo están decorados con dibujos que los chavales -alumnos de educación especial- realizan en su tiempo de manualidades. La mayoría son obras simplonas, inocentes: el retrato esquemático de la familia, de la paloma de la paz, de la casita en el campo con su chimenea y su arbolito adosado. Pero a veces, rompiendo la monotonía de los temas, aparecen dibujos abstractos, sorprendentes, puros rayajos de colores que sin embargo hechizan mi mirada. Quizá no signifiquen nada, o lo signifiquen todo. A veces me detengo ante ellos y fantaseo con que son obras de arte verdaderas, gritos de un genio que quedó atrapado en la mudez, o en la contorsión, y no las frustraciones motrices que pretendían dibujar algo concreto y se quedaron en el intento. A veces pienso, para sobrellevarlo mejor, que mi colegio es un museo clandestino que alberga tesoros todavía por descubrir, como una cueva rupestre, o  un centro cívico de provincias.


    Algo parecido debió de pensar Jorge, el protagonista de El artista, al contemplar cómo Romano, un anciano en silla de ruedas con demencia, manejaba los rotuladores en sus ratos de esparcimiento. Jorge es el enfermero que le cuida en el geriátrico, un hombre sin talento, poco despierto, que sin embargo sueña con llevar una vida mejor. De artista, para vivir del cuento, y engatusar a las mujeres. Le entiendo muy bien yo, al tal Jorge... Ensimismado en los dibujos de Romano, que son muy raros e hipnóticos, Jorge decide probar fortuna como impostor, y presentar esas abstracciones como propias, allá en la galería de arte moderno. Para su sorpresa, el mundo de la pintura le recibe con la boca abierta, y con el gesto pasmado. Ha nacido un genio en el mundillo de Buenos Aires. Un creador de trazo potente, de visión visceral, de esquemas rompedores. La verborrea consabida... 

     Jorge vivirá el gran sueño del halago, de la riqueza, de la chica monísima que se interesa por el artista pero también por el hombre. Mientras tanto, en el asilo, Romano, ajeno a estas movidas de exposiciones y canapés, seguirá entreteniéndose con los rotuladores, o con la pintura de dedos, mientras musita "la pucha, la pucha", que es una expresión que al igual que sus dibujos puede significarlo todo, o no significar una mierda. 



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Pintores y reyes del Prado

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El título original de esta película/documental es, traducido al vernáculo, “El Museo del Prado: una colección de maravillas”. Pero los distribuidores españoles, tan monárquicos como ahorradores, lo han dejado en “Pintores y reyes del Prado”. Y en efecto: cuando Jeremy Irons -sí, don Jeremy, contratado para la ocasión- empieza a desgranar su texto, paseando boquiabierto por las galerías, uno empieza a comprender que esto es una encerrona monárquica. Un contubernio borbónico-pictórico, como aquel otro judeo-masónico.

    Los reyes de España -bueno, de la preEspaña, porque esta nación sólo tomó autoconciencia alrededor de Curro Jiménez y de los curas que combatían la Ilustración- impulsaron la creación del Museo del Prado, eso es innegable. Tampoco había muchos más personajes con los jayeres necesarios, en su época absolutista. Así que en fin: hay que citarlos, a los Austrias y a los Borbones, porque además están por doquier, en las galerías, montados a caballo, vestidos de cazadores, rodeados de familiares con prognatismo. El Imperio y la Decadencia. El sol que no se ponía y los pintores que se reían de sus retratados... Pero de ahí, a que en el documental glorifiquen las figuras de estos monarcas, como si fueran tipos preocupados por el pueblo, hay como tres repúblicas de distancia. Los reyes adquirían pinturas y contrataban pintores para regalarse la vista a sí mismos, y a sus cortesanos, y a los embajadores de los otros reinos, a ver si los apabullaban con tanta belleza. Hay algún panegírico que da un poco de vergüenza ajena, como el que sueltan sobre Fernando VII. Casi dan ganas de gritar “’¡Vivan las cadenas!”, como aquellos pobres imbéciles.

    Pero qué sabrá de nuestra historia, el bueno de Jeremy Irons. Él sólo recita el texto que le ponen, y de puta madre además, con inflexiones shakesperianas y todo. La de reyes que habrá interpretado este tío a lo largo de su carrera...




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Tenet

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Christopher Nolan se ha tomado al pie de la letra aquello que dijo una vez David Simon, el de la series de HBO: “¡Que se joda el espectador medio!” David Simon lo dijo porque una vez le acusaron de ser un poco premioso en el desarrollo de sus tramas. Sus series, ciertamente, tienen cien personajes inquietos y eléctricos, y hace falta armarse de paciencia para llegar a los episodios finales, donde al final todos encajan maravillosamente. Pero Christopher Nolan va por otro lado con eso del “espectador medio”. Él ha decidido prescindir del tipo sin estudios superiores, sin inteligencia de MENSA, sin paciencia  de santo Job. Me recuerda mucho a Miguel Induráin cuando subía los puertos. Nolan de Villava ya llevaba varias películas subiendo a ritmo, dejando rezagados a los sprinters y a los fondones. En “Origen” y en “Interstellar” ya hubo muchos que dimitieron en las primeras rampas de la física, y se dedicaron a contemplar el paisaje de los valles. Ahora, en “Tenet”, Miguel Nolan ha decidido que ha llegado la hora de acelerar la marcheta, y en un repecho al 20% de paradoja temporal ha decidido que ya no le siga nadie: sólo los que van dopados hasta las cejas, en la serpiente multicolor.

    Quiero decir que “Tenet” no se entiende, y que cuando la explican, se entiende menos todavía. Qué bien habría quedado Antonio Ozores en un papel secundario, de agente encubierto de la CIA por ejemplo, explicando lo de las flechas del tiempo con su farfulla del “Un, dos, tres”: “.... ¡no hija no!”. Yo he resistido el primer acelerón -creo-, pero en el segundo he soltado un juramento en voz alta y me he dedicado a contemplar el fondo moral de los personajes. Uno está, de alguna manera inconfesable, con el malo de la película: lo malo no es morirse, sino que todo el mundo se quede aquí, viendo lo que tú ya no verás. Si nos fuéramos todos al mismo tiempo, pues bueno... De todos modos, este pensamiento misántropo, que se pude albergar dos o tres veces en la vida, sólo puede pensarse seriamente si uno no tiene hijos, y él, Kenneth Branaghosky, tiene uno, el muy cabronazo y muy maléfico...

    Lo otro, lo de que las generaciones del futuro tengan la posibilidad de mandarnos a tomar por el culo retrospectivamente, con ingeniería positrónica y retrocronológica, a modo de venganza por nuestro comportamiento medioambiental, también lo entiendo perfectamente. Faltaría más. Y estos plastas de la CIA queriendo salvarnos a toda costa... Si no fuera por mi hijo, ya te digo.



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El hombre de al lado

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Perdida ya la lucha de clases, a los pobres sólo nos queda dar por el culo. Molestar. Hacer ruido. Interrumpir. No dejar dormir a gusto alguna noche que otra. Dar picotazos por aquí y por allá, como avispas que al final caerán aplastadas por una porra. Que los ricos, al menos tengan, que rascarse la comezón. Comprarse una pomada en la farmacia. Qué menos. Lo que pasa es que ellos envían a la criada a por el recado mientras se quedan tan ricamente en el salón, haciendo sus cosas de ricos. Quizá ponerse a calcular cuánto le pagarán de menos el próximo mes, a la pobre mujer.

    En El hombre de al lado, Víctor, que es el hombre que vive en el edificio de enfrente, al principio sólo quiere abrir una ventana en su pared. Nada más. Capturar unos poquitos rayos de sol, como él dice. No le mueve el afán de joder, ni de espiar a su vecino. La lucha de clases no parece estar en su ideario. Pero su vecino, Leonardo, se toma lo de la ventana como una afrenta personal. Leonardo es un diseñador de muebles pijísimos que vive en la Casa Curutchet de Buenos Aires. Un edificio muy afamado de Le Corbusier que figura en todas las enciclopedias de arquitectura. Leonardo es un snob gafapasta que vive entre utensilios raros, escucha música dodecafónica y mantiene conversaciones sobre el ser y la nada, la tontería y la sustancia. Le quiere su esposa, le admiran sus amigos, y le llueven los encargos procedentes de Milán, donde se estilan mucho sus gilipolleces creativas.

    Leonardo -como su mujer, que es otra pija de mucho cuidado- no tolera que el vecino pueda verle a través de su ventana. No se dedica a nada delictivo, pero lo jode que un mindundi que viste chupas de cuero, mercadea con coches usados y huele a colonia barata del súper esté siempre ahí, enfrente, presente o imaginado. Leonardo vivía en una nube sin proletarios, a los que sólo veía por las calles, conduciendo su Mercedes. Pero ahora un pobre se ha sentado a su mesa, o casi, como en aquella campaña navideña de Plácido. Y Víctor siente el desprecio, el recelo...  Estamos de nuevo en Parásitos. Las dos ventanas inocentes que daban al patio de luces se han convertido en dos parapetos.




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Gambito de dama

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A mi madre, cuando yo era muy pequeño, el pediatra le dijo que yo era un retrasado mental, que era la terminología que se usaba por la época. Yo, la verdad, a decir de los que me conocieron, estaba todo el día en Babia, a lo mío, sin hablar demasiado. “Pobrecico mío”, dicen que decía, una tía mía...

    Luego resultó que aprendí a leer con mucha precocidad, y a llevar las cuentas sin equivocarme casi nunca. Yo era el orgullo de las señoritas del parvulario, que sin hacer grandes pedagogías sacaban de mí petróleo, y hasta gases naturales muy estimados en los colegios. Como por entonces la palabra autismo sólo se usaba en América, a nadie le dio por pensar que yo podía ser un Rain Man de cuando antes del estreno, tan apocado para unas cosas y tan brillante para otras. Pero esa época también llegó a su fin: a los seis años descubrí el fútbol, los cromos, los superhéroes, y me socialicé con los rapaces como todo hijo de vecino, todo el día a hostias, a goles, a quedadas, a aventuras tenebrosas por las lindes del barrio...

    Fue entonces cuando mi padre se animó a enseñarme a jugar el ajedrez. Él fue para mí lo que el bedel Shaibel para Beth Harmon. Aprendí a mover las piezas y a sortear las trampas tontas para noveles. Nada genial, por supuesto, nada de niño prodigio. Si no, no estaría aquí, escribiendo estas cosas. Mi padre me ganaba dos de cada tres veces, y él sólo era un jugador de cafetería, de mover las piezas mientras hablaba de fútbol y pedía un coñac de la marca Carlos III, que era su preferida.

    Durante la adolescencia, como Beth Harmon, pero a millones de neuronas-luz, profundicé en los secretos del ajedrez. Llegué a comprar libros de aperturas, de partidas magistrales, de posiciones a estudiar...  Lo mal-resolvía todo en un tablero de madera noble que mis padres compraron con la ilusión de mi inteligencia. Aquella impostura me duró dos o tres veranos, los que tardé en comprender que este juego endemoniado tiene más que ver con la memoria que con la inteligencia. Y yo, además, en la vida real, iba acumulando pruebas de que tampoco era muy inteligente que digamos. Una cosa eran los sobresalientes y otra, muy distinta, la conducta adaptativa. Y yo llevo desadaptado desde el día que nací.



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La teoría sueca del amor

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La teoría sueca del amor dice que la gente tiene que amarse libremente, sin dependencias económicas que introduzcan la sombra de una duda. Como en aquella película de Alfred Hitchcock... La teoría dice que las mujeres no pueden depender de sus maridos, ni los ancianos de sus hijos; ni los hijos, llegada la edad laboral, de sus padres. Así es como debe ser, por otra parte. Los socialdemócratas suecos estudiaron este asunto en los años 70 y crearon una sociedad próspera, de personas libres en lo económico, que ya sólo tenían que amarse si así lo elegían en su corazón. Una utopía de dineros y afectos que discurrían por carriles paralelos. Se acabó aquello de aguantar para comer; de fingir para cobijarte; de transigir para poder pagarte los estudios.     

    La idea no tiene ni un pero, por supuesto, pero seguramente no es original. Lo que pasa es que los suecos, como su mismo nombre indica, son suecos, y desarrollaron su ideal con tanta eficacia, y con tantos años de antelación, que salvo sus hermanos de la bandera vikinga, todos los demás países aún vienen tropezando por el camino. En el documental explican este proceso político a modo de introducción, y yo, desde mi humilde morada, vuelvo a pedir un referéndum junto a los catalanes de la estelada, para elegir libremente mi nacionalidad. El que quiera ser catalán, pues venga. Yo, por mi parte, insisto en ser sueco.

    El problema de la utopía sueca es que cuando uno, o una, ya libre de servilismos, decide libremente aguantar o no a otra persona, por lo general decide no aguantarla, porque todo el mundo ronca, o tiene manías, o le acaban saliendo pelos en sitios insospechados. Y así, al final, se va desarrollando una sociedad de personas que viven solas como islas. Ya lo predijo Michel Houellebecq en aquella novela... El mismísimo Ingmar Bergman, en cuanto pudo, se largó a vivir a una isla apartada para reconcentrarse en sus manías. Lo que pasa -y ahí es a donde quiero llegar-  es que Bergman estaba solo cuando le daba la gana, y cuando no, se traía a su nueva amante de Estocolmo para curar sus soledades. La sociedad sueca es una sociedad de solitarios, sí, pero unos son solitarios vocacionales y otros solitarios a su pesar. La gente guapa, por lo general, se puede permitir este lujo. Los demás no. También lo escribió Houellebecq en otra novela. Su teoría francesa del amor se parece mucho a la teoría de los suecos.





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Fargo. Temporada 4

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Al final todo el mundo se muere. Es impepinable. Fargo, en eso, es un reflejo de la vida. Lo que pasa es que en Fargo, en cualquier temporada, todo el mundo se muere antes de tiempo, barrido por un huracán de violencia. Llega un estúpido, o un psicópata, o simplemente se conocen dos personas que no deberían conocerse, y todo el ecosistema se desequilibra, se derrumba, y termina por extinguirse hasta el Tato, depredadores y depredados, hasta que sólo quedan las señoras que miraban por los visillos.

    En el mejor episodio de la cuarta temporada, un tornado de las planicies de Norteamérica se lleva al pistolero malo y al pistolero bondadoso, los dos juntos en el azar de una ventolera. En otras temporadas de Fargo, era un OVNI el que interrumpía la acción para impartir justicia en forma de suerte, como un crupier supertecnológico de Las Vegas. Parece una gran gilipollez, pero no lo es. El tornado y el OVNI son metáforas de la potra, de la casualidad, de la flor en el culo, perfumada o venenosa.  En eso Fargo también es como la vida: el mérito no pinta gran cosa, y la moral muchísimo menos. El 99 por ciento del éxito consiste en estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con la jeta que se requería. Lo mismo para el amor que para el trabajo. También vale para llevarte el último iPod que quedaba en  la tienda.

    La cuarta temporada de Fargo decidió alejarse geográficamente de Fargo, a ver qué pasaba, fuera del calorcillo del hogar, y ha salido una trama pues eso, un poco gélida, un poco desabrida. Esta vez, el espectador medio, el que decía David Simon que se jodiera si no tenía paciencia para esperar un desarrollo, ha tenido que disfrazarse del santo Job, a ver a dónde iba tanto personaje principal y secundario. Tanto tipo guadianesco también. Los dos últimos episodios lo han dejado todo atado y bien atado, como no podía ser menos, en ese generalísimo de las series que es Noah Hawley. En el remate del último episodio ha tendido incluso un puente con la segunda temporada... Hubo gente en internet que lo vio venir. Yo nunca me cosco de esas cosas.




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Electric Dreams: Crazy Diamond

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El alma, de existir, tendría que ser un ente sin dimensiones, intangible. Inmaterial a tope. Más etérea que el gas,  o que el vacío incluso, porque en el vacío pueden darse fluctuaciones cuánticas que crean partículas físicas, mensurables, y por tanto ateas. El fantasma de Demócrito acecha en cada partícula subatómica que se cuela por ahí...

    El alma, entre otras cosas, no debería tener un peso. El hecho de que los creyentes sigan asegurando, para cargarse de razones teológicas, que el alma pesa exactamente 21 gramos porque lo han medido en no sé qué experimentos cuando se muere alguien -¿las camas del hospital llevan una balanza incorporada, o ponen a los muertos en una romana de patatas cuando agonizan?- va justamente en contra de su fe. La fe tiene que ser pura, metafísica en sentido estricto. Todo lo que se mida en gramos o en mililitros va a favor de los apóstatas como yo, que sólo creemos en la materia y en la carne. 21 gramos, por cierto, era una película cojonuda, aunque ya no recuerdo muy bien su devenir. Sólo que jamás he visto llorar a nadie en una pantalla como a Naomi Watts, en aquella escena, cuando a su personaje le comunican que su hija acaba de morir atropellada...

    Preferiría, la verdad, hacer un alto en la escritura. Volver a ver 21 gramos esta noche y regresar mañana con otras escritura más amena. Pero la actualidad de esta cinefilia tonta, de este deber autoimpuesto, me obliga a hablar de otro episodio fallido y tontorrón de Electric Dreams, una sci-fi de tramas que medio se comprenden, y que medio emocionan, y que por tanto medio interesan. En Crazy Diamond vuelve a tocarse el tema tan philipkadiano de los replicantes, que aquí se llaman Jills, si son mujeres, y no sé qué otro nombre que empieza por J, sin son hombres. Da igual. No se entiende nada. No se explica para qué sirven estas criaturas. De dónde vienen o a dónde van. Aquí ninguno ha visitado las Puertas de Tannhäuser, al parecer. Estos replicantes van por ahí sin alma, como yo por las mañanas, cuando me levanto, pero ellos pueden adquirirla en el mercado negro del futuro. El alma, en esta fantasía de la serie, es un gas de colorines que puede almacenarse en unas probetas sometidas al frío extremo, como la vacuna del coronavirus cuando llegue. En el episodio no dicen nada del asunto, pero estoy seguro de que ese gas, si pudiéramos pesarlo, como hacía William Hurt en Smoke, pesaría 21 gramos exactos.


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Los Roper. Temporada 1

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Los Roper es una comedia triste. Por debajo de los chistes fáciles y los chistes ácidos -porque todavía hay alguno que arranca la carcajada y aguanta con dignidad cuarenta años de erosión- está el matrimonio Roper, que es la enciclopedia ilustrada de los matrimonios infelices y fracasados. Los Roper ya no follan -si es que follaron alguna vez-, ya no salen a cenar, ya no sueñan con viajar a Mallorca cuando llega el verano. La mera idea de tener que untarse de crema recíprocamente les espeluzna. Los Roper, al menos, no se pegan, no se gritan, no se lanzan trastos a la cabeza, pero toda su jornada transcurre en un odio continuo y soterrado. Hace ya mucho tiempo que no se soportan, quizá desde que regresaron de su luna de miel en Blackpool, o en Bournemouth, algún sitio así, pero se han acostumbrado a la presencia del otro como el que se hace a un sofá que no eligió, o a un paisaje que le arruinaron tras la ventana.  

    La vida es así, piensan, y además ya se ven muy mayores para salir otra vez al mercado, a reverdecer los laureles del amor. Mildred todavía hace sus amagos adúlteros, sus intentonas más bien infantiles, porque aún le hierve la sangre por dentro, pero George es como un amigo que yo tengo, que sólo por no desvestirse, no sudar y no tener que volver a vestirse, prefiere que el pene se le marchite en la bragueta mientras mira la televisión o juega a los dardos en el pub.

    Yo era muy pequeño cuando veía Los Roper en la televisión. Era la época de las comedias clásicas de la Thames, aquella productora de la cortinilla inolvidable, con el río Támesis y los edificios emblemáticos de Londres que se reflejaban. Yo era más de Benny Hill, por supuesto, porque la cerdicolez ya me bullía en los cromosomas, y porque, además, yo ya tenía la intuición de que la vida no iba a ser mucho más que eso: hombres que deseaban mujeres, y mujeres que los espantaban como moscas. Yo,  a los Roper, siempre los veía a medio entender, a medio sonreír, demasiado adultos y alejados. Me descojonaba, eso sí, con lo de “¡Yoooorss...!”, como sigo haciendo ahora. Y sin embargo, mi realidad cotidiana estaba plagada de matrimonios como el suyo, algunos casi clavados, que yo no sabía diagnosticar porque pensaba que la vida real y la vida de la tele eran dos mundos ajenos separados por un cristal.





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The thick of it. Temporada 1

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En estos tiempos de políticas neoliberales que unos aplican con sonrisa de psicópatas y otros con gesto de resignados, el Ministerio de Asuntos Sociales de cualquier país -en The thick of  it es el Reino Unido, pero podría ser perfectamente España, o Moldavia- el Ministerio, decía, es un negociado carente de contenido, inoperante, o como mucho de corto alcance, que tiene que suavizar los golpes que propinan los otros ministerios criminales. Asuntos Sociales es una tirita de dispensario que se pone en la aorta que se desangra. Una cartera sin contenido. Un botiquín sin instrumental, o con el instrumental que llevaba el botiquín de la señorita Pepis. Un maquillaje publicitario que dice “la gente nos importa”, cuando todos sabemos que al neoliberalismo la gente se la sopla, básicamente. Asuntos Sociales es un juguete sin punta y sin pólvora que los gobiernos psicopáticos siempre regalan al ministro más tonto del Consejo, y los gobiernos resignados a la buena persona que jamás va a bajarse de su nube de algodón, beatífica, y medio lela también.

    No es casualidad, por tanto, que las trapisondas imaginadas por Armando Ianucci y sus guerrilleros transcurran en un Ministerio de Asuntos Sociales que no tiene gran cosa que  decir, con un ministro al que sólo le preocupa no perder la silla y medrar, y unos colaboradores que los días pares improvisan una medida y los días impares justo la contraria, para ir justificando el sueldo y matando el aburrimiento. Ellos saben que todo da lo mismo.

    Podría parecer que Ianucci ridiculiza a los políticos en The thick ok it. Que los exagera y caricaturiza como hizo poco después en Veep, su obra maestra del otro lado del charco. Pero no creo que sea así. En la intimidad de los despachos, donde los gobernantes se toman el café, se aflojan las corbatas y estiran las piernas en los sofás -o en las mesitas de café, como "Ánsar"- tengo por seguro que la realidad no es muy diferente de todo esto que cuentan en la serie. Cuando un político mete la gamba pensando que el micrófono estaba cerrado, nunca es para decir "qué pena me da la gente, voy a seguir luchando por ella...". Siempre es para soltar cosas como ésta:


Ministro: A veces, ¿no te pasa?… cuando te encuentras con la gente de verdad, de la calle… ¿No te pasa que miras a sus ojos vacíos y sus bocas llenas de vulgaridades…? Ya sé que la gente como ellos piensa que la gente como yo piensa así, y por eso odio pensarlo, pero es que, joder, parece que son de otra especie. Con sus camisetas, y pantalones, y viseras… ¿Por qué llevan camisetas con cosas escritas? ¿Y por qué están tan gordos, joder?

 Asesor: Ya te digo… Y tan imbéciles. 


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La tregua

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Michel Houellebecq escribía en una de sus novelas que el envejecimiento no es una rampa, sino una escalera. De tal modo que aunque el tiempo deshoje los calendarios, uno, mientras no baje el siguiente escalón, o le empujen a bajarlo, se mantiene más o menos igual que cuando le atravesó la última desgracia, o le punzó la última enfermedad. Es por eso que la gente que te ve justo después de una jodienda se sorprende del declive físico, del desplome de las facciones, y le echa la culpa al infortunio. Me pasó a mí, sin ir más lejos, hace no mucho... Pero no es el revés: son los años, que se van almacenando sin menoscabo, como piedras suspendidas sobre tu cabeza, hasta que un ventarrón las abate.

    En La tregua, Martín Santomé es un hombre viudo que descansa en un escalón a punto de cumplir los 49 años. Podría ser yo mismo, tan ricamente, cambiando lo de viudo por lo de divorciado.  Santomé -porque en la película todo el mundo se trata por el apellido, incluso los amantes, y es como en el colegio de los Maristas, donde yo me llamaba Rodríguez a secas- Santomé, decía, está viviendo una tregua insulsa de polvos ocasionales, trabajo rutinario y fútbol los domingos. Una mierda, sí, pero una mierda confortable, a la espera de tiempos mejores, o de tiempos peores, según sople la Sudestada o el Pampero, que al parecer son los vientos irreconciliables del Mar del Plata.  Santomé se teme lo peor porque sus hijos están a punto de abandonar el nido, unos para emparejarse, y otros para ganarse la vida, y cree que cuando se quede solo se le van a caer los techos encima, como años desmoronados.

    Santomé ya se imagina canoso, encorvado, malahostiado con la vida, cuando de pronto conoce a Avellaneda, que es como la luna de aquella otra película argentina. Avellaneda es una mujer linda, y muy joven, casi su hija, o sin casi. Ella le corresponde en su amor contra todo pronóstico, y Santomé, alborozado, no es que se quede en el mismo escalón: es que pega un salto hacia atrás para deshacer tres o cuatro de golpe, otra vez juvenil, ilusionado, haciendo el sexo con amor, o el amor con sexo, que viene a ser lo mismo. Santomé se redescubre fogoso en la cama, risueño en el despertar, jovial en el trabajo. No es una tregua de la vida: es una puta fiesta.

   Lo más jodido de las fiestas es saber que tienen un principio, pero también un final.




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El club de la lucha

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Los que en El club de la lucha sólo vieron la violencia del club de la lucha, no entendieron nada de la película, o no lo quisieron entender. Se quedaron con quince minutos de metraje  y luego salieron en tropel a denunciar el cine moderno, el exceso violento, la influencia malvada de Quentin Tarantino. Hubo hasta psicopedagogos que salieron a la palestra a soltar su monserga, como si las personas cabales llevaran a sus retoños a ver una película así. Y a la que no es cabal y los llevó, ya le puedes cantar misa en latín. Los críticos del establishment dijeron que la película de Fincher era un videoclip, una cosa pre-fascista, una provocación gratuita... Corría el año 1999, yo acababa de ser padre, y comprendí que  ya nunca pertenecería al club de la cinefilia oficial.

    El club de la lucha habla de las dos revoluciones pendientes que nunca podremos consumar: la social y la personal. Demoler los centros financieros y parecernos a Brad Pitt cuando nos miramos al espejo. Dos afanes imposibles que además ya nos pillan algo mayores, sobre todo si uno no quiere pasar a la clandestinidad para lo primero, ni pasar por las mil jodiendas de la cirugía plástica para lo segundo. Edward Norton, en la película, al menos logra cargarse unos cuantos edificios emblemáticos, porque aun siendo cosa inverosímil esto de organizar la sublevación bolchevique en las catacumbas de la noche americana, es mucho más fácil que torcer la voluntad férrea de nuestros genes, que se empeñan en sacarnos el pelo canoso, y los ojos oscuros, y la barriga fofa, y la sonrisa triste, tan alejados de esa estampa del bello Brad Pitt al que todo le sale rubio, estilizado, alegre, casi divino. 


    No me extraña que al final Edward Norton se lo cargue de un tiro, tan pluscuamperfecto y meticón. Y tan inteligente, y tan peligroso, porque Tyler Durden no es sólo guapo, y soñador, y follarín de envidiar hasta el verdín, sino que además es la puñetera voz de la conciencia. El memento mori. El Pepito Grillo. El tipo que arremete contra nuestra comodidad y nuestra cobardía. El que nos recuerda que no hay nada en realidad, que todo es vacío, y que quizá habría que vaciarlo todo para comprenderlo cabalmente.



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Dos hombres y medio. Temporada 3

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¿Y si la monogamia, la fidelidad, la “decencia sentimental”, sólo fuera el consuelo de los feos? ¿Su estrategia evolutiva? ¿Su única estrategia viable en realidad? ¿Una resignación que elevan a los altares de la moral sólo porque no pueden aspirar al desenfreno, a la promiscuidad, al goce de los mil cuerpos distintos y las mil sonrisas diferentes? No sé... Quizá es que leí demasiado a Nietzsche en la juventud, y subrayé muchas de sus sospechas con el mismo lápiz que luego usaba para subrayar el libro de Religión, en el BUP de los Maristas, que pobre lápiz, pienso yo ahora, menudo desnorte, si hubiera sabido leer lo que destacaba.

    Yo, por ejemplo, me siento monógamo, fiel, tan decente como cualquiera, pero quizá es por eso, porque juego en las ligas menores de la belleza, donde las mujeres no se fijan en los hombres y les pasan el número de teléfono así como así, chas, a las primeras de cambio, -ni a las terceras incluso-, como hacen con Charlie Harper en “Dos hombres y medio”, que nada más verlo ya se quedan arrobadas, y casi tambaleantes, en la silla del bar. Charlie sonríe, juega con ellas, suelta sus chistes siempre ocurrentes, y luego, cuando les dice que tiene una casa en la playa de Malibú, el sexo ya es sólo cuestión de preguntar a qué hora sales que paso a recogerte con el buga... Mientras tanto, a su lado, el hermano feo, al que ninguna mujer regala una mirada insinuante, apura su tercer whisky añorando los tiempos infelices -pero sexualmente más seguros- en los que estaba casado con Judith y al menos no se exponía al desprecio diario, a campo abierto, donde sólo sobreviven los más aptos.

    Mi sueño sigue siendo vivir como John Wayne en “El hombre tranquilo”, con la casa en el campo, y la mujer fueguina, y la conciencia reposada, pero quizá, ay, todo esto sea un sueño falso, espurio, construido por los complejos y por la necesidad. Quizá mi aspiración reprimida sea vivir como Charlie Harper en Dos hombres y medio, al borde del mar, un día con la rubia, y otro con la morena, y el de más allá con la pelirroja, siempre tocando una canción de amor satisfecho y despreocupado en el piano.




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Electric Dreams: Human Is

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En el futuro imaginado por Philip K. Dick en “Human Is”, la humanidad ha cambiado tanto gracias a las presiones evolutivas, que ahora son las mujeres las que piensan a todas horas en el sexo, mientras que los hombres, cuando llega el momento propicio, suelen decir que no, que les duele la cabeza, que no están de humor, que su amante o su esposa no se merecen el polvo por la discusión tonta que tuvieron al mediodía.

    Eso es lo que le sucede al personaje de Bryan Cranston, que no está a lo que está, que descuida su matrimonio, que está más pendiente de luchar contra la raza de los rexorianos que de tener satisfecha sexualmente a su mujer. Ella, suponemos, lleva muchos años padeciendo esta frialdad marital, y cuando empieza el episodio la descubrimos buscando sexo en una catacumba muy turbia, pero muy tecnológica, con hombres y mujeres igual de atractivos que ella, que la verdad es que lo rompe, la muy guapa. No estaba yo muy atento en esa escena por culpa de un accidente doméstico, pero seguramente tuvo que decir “Fidelio” en la puerta de entrada para acceder a la orgía, como Tom Cruise en aquella noche tan loca de su deseo.

    Cuando Bryan Cranston regresa de una misión guerrera convertido en amante solícito y eficaz, siempre dispuesto a satisfacerla con erecciones poderosas, y manos de prestidigitador, Vera, su mujer, empezará a sospechar que ahí hay gato encerrado. O rexoriano encerrado, mejor dicho, porque esos alienígenas tienen la mala costumbre de introducirse en los seres humanos, asesinar su voluntad y utilizar su cuerpo suplantado para ir sobreviviendo de planeta en planeta, errantes y amorfos. El día que Vera disfruta de un orgasmo como hacía años que no disfrutaba, de grito pelado, y manos asiéndose a las sábanas, comprenderá que su marido, el gélido, el frío, el que decía que el sexo “no era lo más importante en una relación”, se ha quedado frito en el planeta de las batallas, y que este rexoriano que lo sustituye, aunque sea un enemigo del Estado, y de la Raza Humana, bien merece el perjurio ante un tribunal, con tal de tenerlo todas las noches metido entre las sábanas.




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Electric Dreams: Planeta Imposible

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Dentro de unos cuantos eones, cuando el Sol se convierta en una gigante roja y expanda su diámetro por la galaxia, la Tierra será engullida por una ola de fuego y quedará reducida a cenizas. Si algo queda de ella, será una bola inerte y achicharrada que flotará por el espacio como una cagarruta de oveja pasada por un lanzallamas. De todo lo que ahora vemos, y de todo lo que surgirá después, no quedará nada de nada. Será como en aquel chiste de Forges, el de un padre que le dice a su hijo contemplando la llanura desde el otero: “Algún día, hijo mío, nada de esto será tuyo”.

    El fin de la Tierra será una des-Creación que irá desmontando, punto por punto, lo narrado en los primeros versículos del Génesis: se evaporarán las aguas, se extinguirán los animales, se agostarán los vegetales, se extenderán las sombras... Se mezclarán las tierras y los mares en un barro que cocerá a 1000 grados de temperatura para producir cerámica que ya nadie podrá utilizar. Cazuelas de Pereruela salvajes, y muy originales, donde ya no podrán cocinarse los riquísimos bacalaos de León y de Castilla. Los seres humanos -que ya no estarán hechos a  imagen y semejanza de Dios, porque en los próximos eones nos saldrán antenas en la cabeza, y branquias  de Kevin Costner, y seguramente se nos atrofiará el pene por falta de uso- vivirán, digo, si quieren salvar el pellejo, muy lejos de aquí, en otro sistema solar de Alpha Centauri o de Vega, que son las estrellas más cercanas, porque ni en los satélites de Saturno podrá uno evadirse del Sol expandido y asesino.

    También es posible que la Tierra desaparezca mucho antes. Podría ser mañana mismo, incluso. Bastaría con que un gran meteorito chocara con el planeta para sacarnos de órbita y empezar a caer en espirales hacia el Sol, o empezar a vagar por el espacio abierto al albur de los fríos estelares. Quién sabe... En este episodio de Electric Dreams titulado Planeta imposible, la Tierra ya es eso mismo, un planeta imposible, que todavía no desaparecido como astro, pero sí como soporte de cualquier vida, contaminado y estéril. Ése será, sin duda el primer versículo en el relato del Antigénesis.

    El episodio, por cierto, es una absoluta estupidez.




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Rick y Morty. Temporada 2

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Las aventuras de Rick y Morty son un canto a la esperanza. El recordatorio de que fuera de la Iglesia, de la religión, de la matraca de los curas, los ateos también podemos encontrar la vida eterna y la salvación de nuestro alma. Gracias a la física de las partículas que predice los universos paralelos y los mundos sucesivos, ya no necesitamos la idea de Dios para creer en el Más Allá que nos aguarda tras disolvernos. Porque nos morimos aquí, pero no allí, en el multiverso paralelo donde Álvaro Rodríguez cruzó la calle un segundo antes de que pasara el coche que aquí le atropelló. Claro que también hay otros multiversos en los que Álvaro Rodríguez muere de niño, o alcanzado por un rayo, o atrapado en una trinchera de la III Guerra Mundial. Los Álvaros que entran por los que salen, pero siempre Álvaros, y Ricks, y Mortys, en una danza perpetua que garantiza al menos una existencia.

     La física teórica predice otro multiverso en el que la humanidad ya ha encontrado la Fuente de la Edad, el Remedio para Todo, y allí todos nosotros -bueno, la copia de todos nosotros- ya sólo se dedica a sestear, a tocar el arpa, a contemplar los amaneceres desnudos sobre la hierba, despreocupados y felices. Todo esto puede parecer inverosímil, fantasioso, cogido con las pinzas del intelecto, pero tiene una base científica que sitúa su probabilidad muy por encima de las promesas de las homilías, y las profecías de la Biblia. Las aventuras de Rick y Morty tienen un trasfondo filosófico que ya quisieran para sí muchos peñazos consagrados por la Santa Cinefilia. Donde esté un solo episodio de Rick y Morty, que se quite, por ejemplo, media filmografía inaguantable de Ingmar Bergman, ésa de los personajes atormentados por el silencio de Dios en la que no se entiende nada de nada, con caras raras, y distorsiones de la fotografía. O la filmografía completa -ya puestos- de aquel plasta danés que tanto alababan José Luis Garci y sus contertulios entre cigarrillos y pajas mentales, Carl Dreyer, el inventor del Dreyerzol, que es un medicamento muy eficaza para quedarte noqueado y echarte a  dormir.





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Conociendo a Gorbachov

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Yo me hice comunista el 14 de junio de 1982, a eso de las diez de la noche, en el descanso del partido que disputaban URSS y Brasil en Sevilla, en el Mundial de España, cuando ya era evidente que Lamo Castillo estaba pitando contra aquellos pobres muchachos de la CCCP en el pecho. Un escándalo de la hostia, con fueras de juego inverosímiles, y penaltis clamorosos que se iban al limbo. A mi padre se le salía la cena por la boca, bramando contra ese esbirro del capital, contra ese sicario de la FIFA, que hacía todo lo posible para que la URSS no progresara en el torneo. Yo entonces no tenía ni puta idea de lo que era el comunismo, con diez años de edad más bien atolondrada, pero mi padre, cada que vez que Lamo Castillo pitaba una indecencia, decía que aquello era otra cornada para los pobres, para los desheredados de la vida. Y como nosotros éramos más bien pobres, y no teníamos herencias ni casa en el pueblo, yo me tomé aquello como un asunto personal, y ya era un comunista convencido cuando al final del partido nos clavaron -porque ya era “nos”- aquel puto golazo que todavía resuena en mi memoria.

    Durante los nueve años siguientes yo llevé el orgullo de la Unión Soviética por los ambientes juveniles de León. Yo era el niño que llevaba una camiseta de Renat Dasaev para jugar de portero en el parque. El que sonreía cuando en el colegio estudiábamos que la URSS producía más trigo y más carbón que nadie. El adolescente que lloraba en el cine por la derrota de Iván Drago en "Rocky IV", mientras todos los cerdos capitalistas aplaudían como locos en la platea, incluidos mis amigos. Yo era el que quería que se cargaran a Rambo en Indochina, y a Carl Lewis en los Juegos Olímpicos, y a Maverick en su puto avión de combate. Yo era ese niño, sí, y luego ese chavalote. 

    Yo fui el único adolescente de León que compró, y leyó, y llegó hasta a subrayar con un lápiz, “Perestroika”, un librito pedagógico en el que Mijaíl Gorbachov explicaba que así no se podía seguir. Que la URSS era un ídolo con pies de barro, medio hambriento y medio andrajoso, y que las cabezas nucleares sólo servían para dar el pego y asustar al personal. La URSS, según aquella tesis, no era tan próspera ni paradisíaca como yo pensaba, pero Gorbachov parecía un tipo muy listo que tenía las soluciones escritas en la calva. Él vaticinaba que el comunismo, con un par de ajustes, y con un par de corruptos enviados a Siberia, iba a durar como poco mil años más...




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Baron Noir. Temporada 2

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Cuando a los del círculo cinéfilo les recomiendo que vean Baron Noir -así como recomiendo yo las cosas, alternando los tacos con los epítetos en un brote de emoción-, todos me preguntan si la serie va sobre aviadores de la I Guerra Mundial, y yo tengo que aclararles que no, que ése es el Barón Rojo, no el Barón Negro, y que el Barón Negro es un político francés, contemporáneo, llamado Philippe Rickwaert, que gasta un entrecejo de muy mala hostia y es el hacedor en la sombra del Partido Socialista, siempre enfrentado a los fascistas del Frente Nacional, y a los extremistas del Partido Comunista, y a los traidores que afilan las garras dentro de su propio partido.

   Porque la verdad es que Philippe Rickwaert nunca descansa, y hay veces que uno termina los episodios tan exhausto como él, todo el día de la Ceca a la Meca, de Dunkerque a París, deshaciendo entuertos, cogiendo solapas, ideando estrategias, urdiendo abrazos... Luego, claro, apenas le queda tiempo que dedicar a su hija, que se lo reprocha con muy malos gestos, y casi nada para sus amores con las bellas señoritas del partido, que nunca llegan a fructificar porque al principio todas caen encandiladas por su personalidad arrolladora, y por su humor con mucha retranca, hasta que descubren que están en el segundo plano de sus inquietudes, o en el tercero, según como vaya la movida política, y eso, al final, no hay amor verdadero ni medio serio que pueda soportarlo.

    Los miembros del círculo cinéfilo siempre me responden que bueno, que vale, que toman nota del asunto, pero yo noto que lo hacen por compromiso, por quitarme de encima con una sonrisa educada, y porque además una serie francesa, así de entrada, no les engancha, no les suena bien, y ya todo el mundo está un poco hasta el gorro de las politiquerías españolas, y de las politiquerías americanas, como para adentrarse, encima, en los entresijos de los franceses, tan vecinos pero tan ajenos. Estoy solo, muy solo, en esta admiración mía por el Barón Negro, por Philippe Rickwaert, que ya es un santo principal en mi iglesia izquierdista y republicana. Sólo un amigo comparte conmigo las tramas y las derivas. A él, además, también le gusta mucho la señora Presidenta, Amélie Dorendeu, pero esta vez ya sólo en lo sexual, ay, porque en la segunda temporada nos ha salido rana de derechas, la muy jodía...



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Electric Dreams: Real Life

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Mucho antes de que yo mismo me lo preguntara, en la resaca de algún despertar, Philip K. Dick ya barruntaba la posibilidad de que el personaje soñado sea el que nos sueña a nosotros, y no al revés. Que esto de la realidad y la vigilia quizá sea un malentendido ancestral, y que tal vez el yo verdadero, el de carne y hueso, sea el nocturno, y que nosotros sólo seamos los hologramas que brotan de su inconsciente cuando él apaga su lamparita, y se acurruca entre las sábanas, o se acuchara con su pareja a tentar la última suerte. Nosotros, con toda nuestra petulancia, y toda nuestra trascendencia de “usted no sabe con quién está hablando”, quizá nos levantamos camino del baño rascándonos un culo que en realidad sólo es ectoplasma, inconsciente sin filtros, desatado en sus funciones.

      Parece una gilipollez, y puede que lo sea, pero hay días tan absurdos, tan demenciales, en esta pretendida “realidad” de las causas y las consecuencias, que viendo el primer episodio de Electric Dreams a uno le entra como una pequeña duda, juguetona, con la que imaginar ciertos escenarios de mucho reírse o de mucho llorar. Sería difícil, en mi caso, saber cuál de los dos mundos es el real, porque lo mismo la vigilia que el sueño se parecen como dos polos del mismo zurullo que cagó el demiurgo. La tripa, además, que es mi sentido arácnido, mi intestino de zahorí, siente las mismas cosas a ambos lados del espejo, la pesadumbre o la emoción, la tristeza o el éxtasis, y se declara neutral en este debate quizá gilipollesco, o quizá fundamental.

    En Real Life, hay dos personajes que se plantean la misma pregunta, al borde mismo de la esquizofrenia: ¿yo soy el soñado o el soñador? Uno, el hombre, lleva una vida al borde del derrumbe, depresivo tras la muerte de su esposa, sin ganas ya para el sexo ni para el goce; el otro personaje, el de Anna Pacquin, se acuesta con una lesbiana guapísima que es puro fuego en la cama, y que además dice estar enamorada de ella hasta las trancas.  Demasiado bonito para ser verdad, me temo. O no...





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Rick and Morty. Episodio 2x06

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El otro día, en la tele. un humorista se fijaba en los niños asiáticos que cosen nuestro calzado deportivo y descubría que ellos también iban calzados con una marca deportiva porque se les veía un logo difuminado, medio en chino, o medio en tailandés, y se preguntaba, un poco en broma, pero también un poco en serio, quiénes serían los sub-niños que les fabricaban el sub-calzado. En qué otro continente superpoblado vivirían estos umpalumpas de la pobreza, africano seguramente, o quizá oculto en Google Maps, para que no nos enteremos de su existencia. La Atlántida, por un lado, y la Fábrica de Zapatillas de Willy Wonka, por el otro.

    Me he acordado de este chascarrillo afilado porque ayer, en un episodio de la serie, se descubre que Rick, para alimentar la batería del coche, ha creado un universo dentro de la misma batería, con seres inteligentes que producen electricidad para un dios llamado Rick -curiosamente- que vive más allá de su universo observable. Pero un día el coche deja de funcionar, y Rick y Morty descubren que los esclavos ya no producen electricidad porque entre ellos ha nacido un científico que ha creado, a su vez, un miniverso de subesclavos que la fabrican para su raza. Los parias que sirven al paria. Los niños que fabrican deportivas para el niño de la fábrica....

    Luego, no sé por qué, me ha dado por pensar que los amores no correspondidos también son un poco así: encadenados y subcontratados. Uno se enamora de la mujer inalcanzable que a su vez vive enamorada del hombre inalcanzable, mientras existe, quizá, una mujer que piensa que uno es inalcanzable... Aquí no hay electricidad, ni zapatillas, sino pistas que alimentan el orgullo de quien se sabe deseado pero aspira a mucho más. Un ego que alimenta nuestros sueños platónicos mientras nada se concreta, y nada se vuelve tangible y carnal. Sólo poesías en la noche.





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Huevos de oro

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El sexo y el dinero mueven el mundo. En la canción de Cabaret, Liza Minnelli y Joel Grey sólo mencionaban lo del dinero, pero lo decían mientras meneaban el culo y las tetas, así que quedaba claro que no se habían olvidado de lo primero. Luego, el sexo, si echa raíces, si está bien calentito y bien regado, puede llegar a producir flores y frutos que llamamos  amor. Lo digo para los que creen en el corazón por encima del instinto. En el alma, más que en las gónadas. Bueno... Llamémoslo patatas. Da lo mismo.

    Bigas Luna era un tipo que pensaba como yo -quizá un sabio, o quizá un simple, nunca lo sabremos-, pero él añadía un tercer motor a la motivación de los humanos: la buena comida, mediterránea a poder ser, que es una cuestión que yo podría aceptar sin mucho impedimento filosófico. Y es una pena, lo de Bigas Luna, al menos para mí, porque luego se ponía a hacer películas con estas tres ideas tan sencillas, pero tan poderosas, y le salían unos churros argumentales que te dejaban siempre a medio polvo en el sofá. Bigas Luna siempre te arrancaba una erección con esas tías tan jamonas afanadas en el sexo, y también una cabezada de asentimiento, cuando alguno de sus personajes soltaba una gran sabiduría, ancestral y telúrica. Pero luego nunca llegaba el éxtasis, el redondeo cinéfilo, la sensación de haber visto una obra maestra incontestable. “Huevos de oro” es su mejor película, y ya ves tú, lo lejos que está de la redondez, tan ovoidal como su título.

    Y sin embargo, uno, porque la carne es débil, y la curiosidad tres cuartos de los mismo, ha vuelto a caer en “Huevos de oro” sabiendo a lo que venía. La pasaban el otro día en Movistar, y no pude resistir la tentación. En algún momento del metraje yo sabía - ¡cómo olvidarlo!- que María de Medeiros y Maribel Verdú se lo montaban en plan trío con el Dos Huevos, y eso es como poner una zanahoria delante del burro, o un billete de 500, delante del monarca. Y luego está Javier Bardem, claro, que clava su papel, porque es que además tiene el cuerpo, la voz, el deje de chuleta... Qué personaje tan trágico el suyo, el hombre que se cree el rey del mambo con su par de huevos y su par de todo, y en realidad, ay, como diría el poeta, sólo es un esclavo de su polla, y un juguete de su avaricia.





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