No mires arriba

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La mejor película del año llegó en su penúltimo día, casi cuando ya echábamos el cierre y hacíamos el balance. Es un decir metafórico, claro, un plural mayestático. “No mires arriba” ha sido como el amor maravilloso que ya no se espera; como el billete de 50 euros que aparece en el bolsillo cuando cuelgas el abrigo. El último regalo y el último homenaje. La última risa, y la última cara de tonto. Una fiesta cinéfila de pre-Nochevieja, a falta de cotillón y de vestidos escotados. Y de una cogorza memorable.

“No mires arriba” llegó en realidad el último día, porque eran las once de la noche del día 30 cuando la puse, y las 2 de la mañana del día 31 -interrupciones varias, pero insoslayables- cuando la terminé, desvelado perdido. La película de Adam McKay trata sobre el coronavirus, pero como McKay es un tipo muy inteligente que no quiere ser obvio, ni solaparse con la realidad, ha decidido que la desgracia que acojone a la humanidad sea la llegada de un cometa, uno de esos como montañas que arrasan los planetas y exterminan las especies. Un Galactus mineral. También podría haber sido un cataclismo climático, o una amenaza nuclear, ahora ya menos de moda. Da lo mismo. Lo que McKay buscaba era desnudar a los estúpidos, señalar a los medios, denunciar a los lobbies. Llamar al capitalismo fascista por su nombre: capitalismo fascista. Recordarnos -otra vez, sí- que nos dirigen cuatro psicópatas sonrientes y cuatro sociópatas enfermos. Y que la gente les vota con una sonrisa y con una mano en el corazón. La presidenta ficticia de los Estados Unidos es tal cual Isabel Díaz Ayuso teñida de Cayetana.

McKay tira a dar, a matar, a cercenar incluso. Trata a la gente como lo que es: básicamente poco formada, acientífica, acrítica, manipulable. Cuando el cometa Dibiasky ya es una pedrusco insoslayable sobre las cabezas, un 30% de votantes se declara “negacionista del cometa”, y otro 30% opina que de su caída vamos a salir todos mejores. ¿Les suena?

“No mires arriba” es hiriente, afilada, ocurrente, cachonda, despiadada. Profundamente guerrillera. Es una gozada. No escuchen a sus críticos de cabecera. Ellos ya adelantaron la borrachera de Fin de Año.


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Dopesick

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El mundo lo dirigen cuatro hijos de puta desde sus despachos acristalados, o desde sus mansiones inaccesibles, cuando huyen del downtown y siguen robando al borde de sus piscinas. Es bueno recordarlo de vez en cuando, porque los periódicos y los telediarios no contribuyen gran cosa a esta certeza. Si te fías de la prensa canalla -y toda la prensa respetable es canalla-, aquí los que mandan son los políticos, los “representantes elegidos por el pueblo”, y no -por poner un ejemplo paralelo al de “Dopesick”- nuestros empresarios energéticos, a los que nadie pone freno en el recibo de la luz. Hemos votado a un gobierno de izquierdas para esto... Hay muchas familias Sackler por ahí sueltas: unas venden opiáceos peligrosos y otras se forran a costa de tu derecho a tener encendida la lamparilla de noche. Unos hijos de puta, ya digo, de los que solo queda constancia documental en las páginas color salmón, y en las revistas especializadas del latrocinio -digo, perdón, de los negocios-, que nadie sin jayeres para invertir se pone a leer en su sano juicio.

Es por eso -porque nos quieren engañar todos los días, y luego dicen del régimen de los chinos- que hay que recurrir a ficciones como “Dopesick” para recordar quién corta el bacalao de todo lo que consumimos: sociópatas sin escrúpulos, y psicópatas sin moral. Nacer sin esas excrecencias del espíritu allana mucho el camino para triunfar en los negocios. Y luego están los Nazgûl, los sicarios de Sauron, que son esos ejecutivos con maletín y corbata que yo, personalmente, cada vez que me los cruzo en un banco, en un despacho, en cualquier asunto que tenga que ver con esquilmar al proletariado, me pongo a temblar. En su presencia  hago gestos de “vade retro” con mis manos en los bolsillos y me cago en sus muelas como Chiquito de la Calzada, pero entre dientes. Si los Sackler del mundo son la fuente de la maldad, estos tipejos, y estas tipejas, son los vectores de su transmisión. Los que te convencen de traicionar tus propios intereses con una sonrisa Profidén y una seguridad arrebatadora. Los otros hijos de la gran puta, o del gran putero, lo mismo da.





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Los contrabandistas de Moonfleet

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La culpa es de Javier Ocaña, el crítico de cine, que lleva varias semanas apareciendo en los podcasts que yo escucho -en los culturetas, me refiero, no en los deportivos- como si él me persiguiera, o yo le persiguiese. Ocaña está haciendo promoción de un libro que al final terminé por comprar, y que ahora mismo voy leyendo por las terrazas, y por las camas revueltas, de vacaciones de Navidad. El libro se titula “De Blancanieves a Kurosawa”, y en él Ocaña narra su experiencia de padre que inculca la cinefilia a sus dos retoños ya pre-adolescentes. Una historia que me recuerda a la que yo mismo viví hace años con Retoño, y que empecé a esbozar en los primeros tiempos de este blog sin muchos resultados. Literarios y prácticos, quiero decir. Porque yo proponía, seducía, daba la lata con este clásico imprescindible o con aquella película de culto, pero mi hijo siempre se salía con la suya, por peteneras, cinéfilo a medias, como luego fue lector a medias, para que luego digan que es la influencia de los padres comprometidos, y el ambiente cultural de los hogares... Paparruchas.

Digo que es culpa de Javier Ocaña porque en su libro destaca películas que en su casa hicieron furor -qué niños más envidiables, por Dios- y que yo, en mi paletez, ya daba por amortizadas o por viejunas. Ocaña es crítico en El País y yo soy un cinéfilo provinciano, o sea: que hablamos un idioma diferente. Y aunque lo sé,  y me había prometido no seguirle el rollo, al final me he dejado llevar por su odisea de padre, por su entusiasmo de cinéfilo. Y entre las perlas que él alaba como cine familiar está “Los contrabandistas de Moonfleet”, la película de Fritz Lang, que no es que esté mal, que es el viejo cine de nuestros sábados infantiles, pero que en fin, que está llena de incongruencias y de diálogos para besugos. No alcanzo a ver lo que Ocaña -y sus retoños, entregadísimos, y cultísimos- sí encuentran en una película a la que le han caído los años como peluquines de aristócrata.



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Cardo

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María, la Cardo, y Franco, el Asesino, tan alejados en el tiempo y en la circunstancia, coinciden en que son de esas personas que dejan pudrir los asuntos a ver si se resuelven por sí solos. Es lo que cuentan del Generalísimo, en las biografías, que cuando se encontraba con un problema insoluble en las matanzas programadas, o en los consejos de ministros, aconsejaba dejarlo correr y que el tiempo decidiera. No le fue mal... Es lo mismo que hace María en la serie, que se pega un hostión con la moto, y un hostión con la justicia, y decide que bueno, que huyendo hacia delante, a todo correr, tragando pastillas y ahogando el teléfono en los inodoros, todavía queda un resquicio para la esperanza. ¿Y si en ese entretiempo de abogados que llaman, de amigas que preguntan, de familiares que se preocupan, viniera un cataclismo a joderlo todo pero salvarla a ella: el meteorito, el tsunami, la revolución de las masas...? Pero a María, al contrario que al dictador- porque Dios es de derechas y nunca está con el pobre ni con el desvalido- la estrategia le sale más bien rana.

De todos modos, nada que objetar. Yo también pertenezco a este gremio de avestruces que esconden la cabeza esperando que los problemas se los lleve el tiempo, o caduquen según lo marcado en el envase. ¿Cobardía? No sé... Más bien falta de recursos. Inoperancia. No poseer nunca la llave que desface los entuertos. Es muy fácil llamarnos cobardes a los que así transitamos por la vida. Si va en el carácter, no hay solución, y nadie es culpable de nada. Ni María -que, por cierto, no tiene nada de cardo-, ni el Hijoputa, ni yo mismo. Y si no va en el carácter, son lecciones de vida, y uno va aprendiendo a bofetones. Así que nada que reprochar. Y nada que reprocharse. La vida es un enredo, una media verdad, una media mentira, gente que te lía y gente que se deja liar. Un malentendido, la parte por el todo, una cháchara incesante... Se va liando la madeja -y la madeja de Cardo es cojonuda- y al final, cuando quieres desenredar los hilos, lo mejor es eso: salir de fiesta, o ponerse una serie en el ordenador, y esperar a que amanezca.





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10 años de Cine Pasaje

(Este texto fue escrito el 27 de diciembre del 2011)

Cuando cumplió los cuarenta años, Pepe Carvalho, el detective de las novelas de Montalbán, comenzó a quemar en la chimenea los libros que ya no quería conservar: los que le habían aburrido, defraudado, engañado... Yo estoy muy cerca de cumplir esa edad, de adentrarme en el otoño todavía benévolo de mi salud. Me gustaría deshacerme de los libros como él, pero no puedo quemarlos porque no tengo chimenea, así  que me conformo con revenderlos a los libreros de viejo, o con arrojarlos directamente al contenedor azul.

           Pero yo lo que tengo son, sobre todo, películas. Mi mundo interior les debe más a ellas que a los libros. De hecho, les debe más a ellas que a la vida real, que siempre me proporcionó pistas falsas y desengaños como bofetones. Yo soy yo y mis películas. Las películas han construido la visión pueril, maniquea, distorsionada, profundamente equivocada que tengo acerca de las cosas del mundo. Pero las amo. Las amo con locura. Sin ellas -y sin sus primas, las series de la tele- me hubiera perdido sin remedio en el interior de mí mismo, laberinto de hastío y negrura. Ellas me han salvado, y me han traído hasta aquí medio cuerdo y medio vivo. Subido a sus lomos he podido vadear los grandes ríos y cruzar las grandes llanuras.

Pero ya no puedo con todas. Hasta ahora me han servido de flotador, pero si no abandono en la orilla las más prescindibles se convertirán en la piedra que habrá de lastrarme hacia el fondo. No hay tiempo para todo. Y lo mío, hasta ahora, era pura glotonería. Tendré que cuidar mi dieta, que aligerar mis paredes. Muchas de las películas que vegetan en el salón ya sólo sirven para sustentar el polvo. Muchas son errores del pasado, maldiciones de la prisa, hijas indeseadas de compras sin condón. 

No puedo seguir así. El manicomio de las películas está a punto de derivarme a otra loquería mucho peor. Y allí, según me cuentan, no ponen películas. O sólo películas malas. O, por lo menos, películas que yo no elijo. Así que tengo que hacerme, de una vez, acinéfilo. Analizar mis procesos, clarificar mis barullos, jerarquizar mis impulsos. Escribir, quizá, para que me sirva de guía, un diario…




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Titane

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Ayer, que fue Navidad, el mundo cristiano celebró el nacimiento de un niño que no nació de la unión de dos gametos, sino de un soplo divino, espiritual, que se hizo carne en el útero de María. La teología, tan alejada de la ciencia, nunca tuvo la necesidad de explicar este misterio de la Encarnación: cómo es posible que un hálito, un gas, un viento cósmico procedente de la galaxia muy lejana, pueda transustanciarse en ácido desoxirribonucleico, proteínas y demás. Aparatos de Golgi y alvéolos pulmonares. Será eso: el misterio...

La mitología de Occidente llevaba dos mil años huérfana de otro nacimiento milagroso, inconcebible, fruto de la unión de dos elementos incompatibles -óvulo y nada, o espermatozoide y maracuyá- hasta que llegó esta película lisérgica y absurda -yo diría que demoníaca, por poner el contrapunto- que se titula Titane. Sobre Titane se han vertido ya ríos de tinta, y de aceite de coche, y la verdad es que ya me mataba la curiosidad. Unos decían que la hostia, y otros aseguraban que la mierda; los más exaltados gritaban que cine libérrimo y referencial, y los más defraudados, mientras se arrancaban los ojos, clamaban que estafa supina y bodrio festivalero.  

Y qué mejor día que el 25 de diciembre, el día más aburrido del año, con todo cerrado, la resaca en el cuerpo y la televisión sin deportes, para adentrarse en este nuevo misterio de la concepción: el embarazo de Titane, o “María II”. Titane es la historia de una mujer que se folla a un coche (sic) y queda embarazada como si hubiera sido polla, y no palanca de cambios, o tubo de escape (la cosa no queda clara) lo que desfalleció gozosamente en su interior. La venida del Espíritu Santo -digo, del Coche Fantástico- sucede allá por el primer cuarto de hora, y tal acontecimiento espermático -o gasolínico- es el que ha dividido a la crítica en dos tribus irreconciliables. Y digo la crítica porque el cinéfilo superficial, sin cultura, es, por su propia simplicidad, mucho más difícil de engañar.





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Sweat

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“Sweat” narra la vida privada de una instagramer-influencer que es..., que está..., que en fin, que está muy buena. La película es un rollo, un intento fallido de conmovernos con el lema ya tan manido de “los ricos también lloran” y “las guapas también sufren”. Que son como nosotros, vamos, los pobres desgraciados y desgraciadas. Mentira: a los ricos todo se les pasa antes, y a las guapas se les dan mil oportunidades para renacer. 

Pero la película, aun siendo floja en lo formal y rastrera en lo argumental, aguanta precisamente porque Silvia -la Eva Nasarrosky del cabello rubísimo y del cuerpo de infarto- llena la pantalla en todos los fotogramas de la película, a veces vestida de runner y a veces vestida de gala. Y a veces, incluso, vestida de camiseta pija de andar por casa, donde se demuestra que la mujer mona, aunque se vista de esparto, monísima se queda. A Silvia Zajac le sientan bien todos los contextos, todos los ropajes, todas las modas y contramodas. Si quisiera ponerse fea no podría, del mismo modo que los demás queremos ponernos guapos y también somos incapaces. No hay transfuguismo posible en esta condición humana. Lo que es de natura, tataratura, que decía mi abuela. Es lo que tiene ser guapa y no estar guapa. Como ser feo y no estar feo...  A Silvia le vale cualquier cosa que se ponga o que se pinte en el rostro. Todo le cae en gracia, todo la subraya o la eleva de categoría. Podría disfrazarse del señor Barragán -no quería decir señora Barragana- y te dejaría turulato igualmente. Ella sonríe y te tiembla el ombligo; pone mohínes y te revoletean las mariposas; se pone sexy y las nubes te ofuscan el raciocinio. Max, mi antropoide interior, suspira por ella aunque yo le reconvengo, y trato de explicarle la realidad de las cosas. Pobrecito mi mono...

Resumiendo: que "Sweat" es una película de bostezos con mujer de belleza inverosímil... Decía Aristóteles el otro día, en un libro sobre filósofos griegos que tengo abierto sobre la mesita, que al que le preguntaba que por qué con los hermosos conversamos largamente, él le respondía: “De un ciego es digna la pregunta”. Pues eso.





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Cómo conocí a vuestra madre. Temporada 1

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El día que yo le cuente a mi hijo cómo conocí a su madre -tendrá que ser con tres copas de más, y tres desvergüenzas de menos-  habrá que tirar de muchos recursos autoparódicos para que me salga una comedia romántica y no un relato del esperpento donde su padre es un gilipollas perdido y su madre una reliquia católica del siglo XIX. Un dramón de época – de la época victoriana, quiero decir, o por lo menos de los tiempos de La Regenta- donde yo soy un maestrillo sin mundo y su madre una damisela con enaguas y flor de azahar en el cabello virginal... 

      Una absoluta ridiculez que, mejor pensado, acabo de decidir que jamás voy a contarle. Ni empapado en alcohol, vamos. Ni en el lecho de muerte. Ni por todo el oro del mundo. Ni aunque me paguen muchos dólares los productores de Hollywood o los ejecutivos de Netflix. No, no y no. ¡Que no, hostia! He decidido que se morirán conmigo aquellos episodios nacionales de la época de Galdós. Ya rezo a los dioses para que el delirio de una pesadilla, o de una droga hospitalaria, no traicione mi voluntad y desate mi lengua en la hora postrera. Ay.

    Porque además, aparte de hacer el ridículo, no quiero que mi hijo se traumatice y se ponga a elaborar teorías sobre cómo es posible que un chaval más majo que las pesetas -aunque él ya naciera en la época del euro- proceda de semejantes especímenes de lo humano, novelescos de chiste, o venezolanos de pretérito culebrón. Que no, he dicho... Basta ya. Nadie, ni siquiera él, la carne de mi carne, me arrancará la historia tristísima de su pre-concepción. De los lodos que precedieron al polvo que hizo las presentaciones entre los gametos.

    ¿La serie? Muy divertida cuando transgrede; muy aburrida cuando lo embadurna todo de miel, o de mermelada. Sale un tipo muy cáustico al que me gustaría pedir amistad si fuera de verdad, y también una mujer de ensueño llamada Cobie Smulders que es... eso, de ensueño. A mí que no me jodan, que este pibón no es real. No puede ser.. Miro la fecha de producción y me parece un milagro tecnológico que pudieran meter ese holograma entre los personajes y que no se note nada de nada.





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Jerry Maguire

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Allison Smith en “El ala oeste de la Casa Blanca”; Janine Turner en “Doctor en Alaska”; Cobie Smulders en “Cómo conocí a vuestra madre”; Pamela Adlon en “Californication”; Natascha McElhone en “Californication”; Natascha McElhone en todo lo que haga.

Maureen O’Hara en “El hombre tranquilo”; Gene Tierney en “Laura”; Lauren Bacall en “Tener y no tener“; Leslie Caron en “Un americano en París”; Jennifer O’Neill en “Verano del 42”; Julie Christie en “Doctor Zhivago”; Paulette Goddard en “Tiempos modernos”; Robin Wright en “Forrest Gump”.

Jessica Lange en “Tootsie”; Sharon Stone en “Las minas del rey Salomón”; Kathleen Turner en “Fuego en el cuerpo”; Kristen Stewart en “Hacia rutas salvajes”; Reese Witherspoon en “En la cuerda floja”; Natalie Portman en su galaxia; Rooney Mara en “Carol”; Catherine Keener en “Being John Makovich”; Marie-Josée Croze en “La escafandra y la mariposa”; Marie-Josée Croze en “Munich”; Marie-Josée Croze en cualquier película.

Charlize Theron.

Audrey Hepburn.

Sissy Spacek en “The river”; Michelle Pfeiffer en “Las amistades peligrosas”.

Juliette Binoche en “La insoportable levedad del ser”; Julie Delpy en “Antes de amanecer”; Jean Seberg en “Al final de la escapada”; Anna Galiena en “El marido de la peluquera”; Audrey Tautou en “Amélie”; Emmanuelle Béart en “Nelly y el señor Arnaud”; Emmanuelle Béart en “La bella mentirosa”; Emnanuelle...

Mélanie Laurent en “Beginners”.

Anne Hathaway en “La boda de Rachel”; Andrea Suárez en “Bombón, el perro”; Emily Blunt en “La pesca del salmón en Yemen”; Catherine Zeta Jones en “Chicago”; Sarah Polley en “Mi vida sin mí”; Naomi Watts en “Mulholland Drive”; Jessica Rabbit en “¿Quién engañó a Roger Rabitt?”; Emma Stone donde quiera que salga; Jessica Chastain en “El árbol de la vida”; Jessica Chastain subida en cualquier árbol.

María de Medeiros en “Huevos de oro”; Penélope Cruz en “La niña de tus ojos”; Ariadna Gil en “Amo tu cama rica”; Pilar López de Ayala en “En la ciudad de Silvia”; Paz Vega en “Lucía y el sexo”; Leonor Watling en “Son de mar”; Leonor Watling cuando canta...

Bárbara Lennie.

Nastassja...

Se me quedan mil en el tintero...

... Renée Zellweger en “Jerry Maguire”.




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Succession. Temporada 3

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Los Roy son inteligentes, monstruosos, divertidos, avariciosos. Son la familia de moda en la televisión y en las tertulias. Descienden directamente de los Colby, y de los Carrington, pero son más hijos de puta que todos aquellos juntos. Pero vamos: mucho más. Para empezar porque son más inteligentes, y más sofisticados. No son tan básicos ni tan venales. Los Roy son despóticos y crueles. Muy peligrosos. Son la escoria del mundo. La hez de la Tierra, aunque vivan a muchos metros de altura, en sus palacios de cristal. Ellos nunca pisan el suelo: siempre hay un monovolumen que les espera a la puerta del latrocinio, una limusina, un helicóptero, un jet privado... Un yate de la hostia, mucho más grande que el de Florentino Pérez. Los Roy sí que podrían fichar a Mbappé, o a Haaland, o a los dos a la vez, pero luego no sabrían qué hacer con ellos. Así de irónica es la vida.

Si es verdad lo que se dice en los evangelios, mucho tendrá que encogerse el camello, o que ensancharse el ojo de la aguja, para que los Roy puedan entrar en el Reino de los Cielos. No tienen alma, ni escrúpulos, ni nada que se le parezca. Son tragicómicos, pero te hielan la sonrisa cuando hablan. No respetan ni a su padre ni a su madre. Y viceversa... Primero la pasta y luego el beso. Se odian con cordialidad. Son personajes de Shakespeare trasladados a Nueva York, pero personajes de los chungos, de los poco recomendables: navajeros con maletín, y corsarios con corbata. Asesinos silenciosos. Traficantes de esclavos. Sociópatas que toman vinos con Isabel Díaz Ayuso cuando pasan por Madrid. Los Roy se parten de risa cuando la presidenta hace chiribitas con los ojos. Son unos cabronazos redomados. Y la hija, Shiv, aunque esté muy buena, una cabronaza redomada... Y luego está esa otra, la de las gafas, que no es de la familia, pero que es otra arpía sin entrañas.

Esta gentuza es la enemiga del proletariado. Mi enemiga. Son esclavistas, racistas, supremacistas... Indestructibles. Son viciosos, rijosos, antojadizos, vengativos... Implacables. Me entretienen, y me fascinan. Pero les odio. Les deseo lo peor, aunque no sirva de nada. A ellos y a sus trasuntos de la realidad.




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Rafael Azcona, oficio de guionista

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A los Reyes Magos, para la próxima reencarnación, voy a pedirles un fenotipo muy parecido al de Brad Pitt. Aunque no sé si me lo merezco, la verdad, porque en la vida me he portado a veces bien y a veces mal con las personas. Pero como todo hijo de vecino, supongo... Así que, por pedir, que no quede.

Quiero ser, por una vez -por una vida- el rey de la fiesta, el centro de las miradas. El polo de atracción y el tío más atractivo. Quiero saber qué se siente cuando a uno le desean sólo por su físico, sin más, sin meterse en más averiguaciones. Saltarme el cuestionario de cien ítems que indaga en mi interior a ver si haciendo la nota media puedo salvarme de la quema, o del olvido. Saltarme todo ese protocolo e ir directamente al grano: me gustas, tú también, ¿tienes algo que hacer esta tarde...? Esa vida sencilla y feliz de los guapos, y de las guapas, que ahorran un montón de tiempo y pueden dedicarse a otras cosas de mucho provecho.

Pero si no fuera así, si los Reyes Magos no quisieran concederme tal deseo -que yo mismo juzgo superficial y deleznable-, les pediría, en compensación, para vivir otra vida alejada de mi yo, que me reencarnaran en un tipo muy parecido a Rafael Azcona: uno bajito, con gafas, de Logroño. La antítesis fenotípica de Brad Pitt, sí, pero un hombre con un cerebro privilegiado, una inteligencia lacerante, una sabiduría de demonio... Un legado envidiable. Ser el rey de la fiesta cuando los deseos se van a descansar y la gente se pone a contar sus historias y sus chascarrillos. Saber qué se siente cuando uno empieza a soltar sus maldades benignas, o sus bondades maliciosas, y todo el mundo se queda absorto, y hechizado, como yo viendo este documental.

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David Trueba: - ¿Tomas notas?

Rafael Azcona: - Nunca, no. Estaré equivocado, pero sostengo que lo que se te olvida es porque no te importa.



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Mejor... imposible

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Los ladrillos que han construido mi cinefilia están hechos de dos creencias fundamentales: la primera que las personas somos egoístas y mezquinas; y la segunda, que además cambiamos poco con el tiempo. Que nacemos averiados y luego tenemos mal arreglo en los talleres de la educación, y de la vida.

    Repaso los títulos amontonados en mis estanterías y descubro una mayoría de personajes que responden a esta percepción misantrópica y deprimente. Una de dos: o viven en dramas que delatan nuestra naturaleza simiesca, o habitan comedias donde la estupidez sale a relucir en cada compromiso o en cada decisión.

    Pero aún queda un resquicio para la esperanza, porque tengo una aldea gala que resiste en un rincón de la estantería, y guerrilleros, infiltrados, que sobreviven entre los títulos decadentes. Quintacolumnistas del optimismo y del buen rollo. Sí, lo confieso: a veces padezco una crisis de fe, o sufro una locura transitoria, y en esos estados se me cuela una película de buenos sentimientos y esperanzas para el cambio. Películas donde yo, traicionándome, me emociono como un tonto y siento que la vida puede ser en verdad maravillosa, como gritaba el añorado Andrés Montes. En mis estanterías -quiero decir- también hay hueco para películas como “Mejor... imposible”, que me desarticulan el discurso, me disfrazan de discípulo de Jean Jacques, y me arrancan hasta una pequeña lagrimita cuando los amores se consuman.

    Después de ver “Mejor... imposible” me siento desafiado, criticado, estremecido hasta los cimientos. Salen los títulos de crédito y me pongo a pensar si no estaré profundamente equivocado: si las excepciones de mi cinefilia no tendrían que ser, a partir de ahora, las reglas inobjetables. Pero justo antes de conciliar el sueño, en el último rayo de lucidez, comprendo que esos dos personajes no van a acabar nada bien. En el fondo todo es una cuestión de montaje, de dónde colocas el corte final. Dos días antes y todo es maravilloso; dos días después y ya todo está arruinado. Lo de estos dos será una brisa de verano, un capricho de la antropología. Jack está demasiado loco, y Helen, tan resalada, está para otros merecimientos.


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Beginners

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La teoría dice que de los matrimonios fracasados salen hijos con miedo al fracaso. Con miedo a enamorarse, digo. Pero esta es otra gilipollez que dicen los psicólogos para cobrar sus pastizales o justificar sus titulaciones. Cháchara indemostrable. Y muy falsa. Nosotros, los de mi generación, los nacidos en el estertor del asesino, damos fe de que no tenemos miedo a fracasar. Nosotros seguimos ahí, en la lucha, soñando con el trébol de cuatro hojas, con la alineación de los planetas. Con el premio de la lotería. Y sin embargo, para contradecir a esos vendedores de humo, a esos estomagantes de  la palabra, casi todos venimos de unos padres que tuvieron matrimonios desgraciados, constreñidos por la pobreza o por el catolicismo. O por ambas desgracias a la vez. Por la dureza de las circunstancias. Contrayentes amargados por el miedo y la represión; acojonados por la violencia verbal y la violencia de las hostias. Y por las hostias de los curas...

Si Oliver, en “Beginners”, recuerda con amargura el matrimonio de sus padres -que lo más que hacían era tratarse con exquisita frialdad, él un gay reprimido y ella un mujer infravalorada- qué no tendríamos que recordar nosotros de nuestros padres, que fueron en su mayoría un campo de desencuentro, y una cárcel de convivencia. Oliver ha visto demasiadas películas: ése es su mal. Se ha tragado la cháchara de los psicólogos -que además en Norteamérica gozan de gran prestigio- y cuando conoce a Anna en la fiesta de disfraces se enamora como un lelo (y quién no), pero desconfía como un tonto. “Sé que voy a fracasar porque mis padres fracasaron y tal...” Qué soberana gilipollez. Qué discurso más ofensivo cuando caminas al lado de Anna. Pues mira, majo: si no la quieres para ti, deja que corra la cola.

Menos mal que Oliver tiene un perro muy sabio que le aconseja. Y que Anna -la dulce Anna, la frágil Anna, la hermosa Anna- le va a conceder una segunda oportunidad. Ella es tan hermosa como paciente; tan guapa como comprensiva. No te la mereces, so memo.



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Pistoleros de agua dulce

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No te puedes fiar de nadie. Decía mi abuela que de lo que no veas, nada; y de lo que veas, la mitad. Ni siquiera te puedes fiar de Harpo Marx, que en realidad no era mudo, ni un salvaje de la vida. Él era, contra toda apariencia, el más cabal de los hermanos Marx, aunque eso era como ser el menos loco en el manicomio.

Viendo “Pistoleros de agua dulce” me acordé de la famosa sentencia de Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne: “Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder”. Y Harpo, en sus películas, es como un Joker travieso y bonachón. Harpo es el agente del caos en el reparto de papeles: el tipo que corta corbatas, incendia cortinas, desata cordones, putea al personal... El tipo de los bolsillos gigantes donde cabe todo lo robado. El gamberro sin objetivo ni beneficio: sólo hacer el gamberro, porque sí, porque le sale de dentro, porque no conoce otra manera de divertirse. Ver el mundo arder...

Harpo es el enviado de la entropía; el agente 007 de la termodinámica. Donde había orden y concierto, llega él y todo se pone patas arriba. Él es el agitador del cotarro, el kamikaze, el torbellino, el tarado de manual. Las cosas han cambiado tanto desde 1931 que hoy no se podrían rodar muchas de sus cafradas: a veces le da por agredir a policías, o por perseguir a mujeres despavoridas. Harpo es el azote de los ricachones, y el aguafiestas de los burgueses. También era la sonrisa de los niños.

Y sin embargo, ya digo, fuera de las pantallas, Harpo era el más juicioso de todos los marxistas. Ni siquiera se llamaba Harpo -que era por lo del arpa- sino Adolf. Aunque luego, para huir de asociaciones germanófilas, se rebautizara como Arthur. Harpo era el hermano del matrimonio feliz y los dineros estables. El hombre que acogía en su mansión a todos los animales abandonados que encontraba. El que adoptó cuatro hijos y jugó mucho al croquet mientras sus hermanos se entregaban al juego, al mujerío o a la botella. Harpo, cuando terminaba la jornada, contemplaba el océano desde la placidez de su jardín, sin la peluca de zangolotino.




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Seinfeld. Temporada 7

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“Seinfeld” se estrenó en España en 1998, y desde entonces puedo asegurar que solo he conocido cuatro personas que hayan visto la serie. Y cuando digo visto quiero decir seguido, perseverado, admirado. Cuatro personas que entregaron su alma al diablo a cambio de la risa maliciosa. Sólo cuatro almas gemelas, en 23 años... Cuatro gatos del callejón.

En verdad, cuatro malas personas, porque hay que ser mala persona para quedarse enganchado a esta serie de personajes inmaduros, egoístas, neuróticos y rastreros. Chalados, en ocasiones. Y encima reírte a carcajadas, y presumir de que tu visión del mundo es más o menos así: una humanidad adolescente y caprichosa; risible y deleznable. Jerry y sus amigos  -predicamos a los gentiles- somos todos nosotros pero despojados del disfraz de los adultos. Y ellos cabecean sin creernos, y abandonan el sermón sin convencerse.

Las buenas personas no soportan el visionado de “Seinfeld” más allá de un par de episodios: el primero por curiosidad, y el segundo para vomitar. Lo sé porque me lo han contado varias de ellas, bienaventuradas y bien pensantes. Ellos vieron “Seinfeld”, pero no comulgaron. Otros, todavía más puros, ni siquiera eso: están los que conocen la serie sin haberla visto jamás, y están -la mayoría, con toda La Pedanía incluida- los que jamás oyeron hablar del tal Jerry ni de su panda de amigotes neoyorquinos.

De los cuatro gatos de mi cofradía, el más veterano es Pepe Colubi, que es como el sumo sacerdote de este culto oscurantista. Otro es Juan Tallón, el escritor, que el otro día en la radio explicaba que cualquier episodio en el que aparezca George Costanza es canela fina y carcajada asegurada. La tercera gata del callejón es una compañera de trabajo insospechada, todo mansedumbre y bonhomía -o bonmujería- pero que esconde en sus adentros un alma pecadora y bituminosa. De ella no será el reino de los Cielos, como tampoco lo será de aquella mujer junto al mar que también idolatraba “Seinfeld” y en su orilla hacía su apostolado. Será más difícil que todos nosotros pasemos por el ojo de una aguja que un camello entre el reino de los Cielos, o algo así.



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Desafío total

🌟🌟🌟🌟


Hacía dieciséis años -porque lo he mirado en los registros de  Filmaffinity -que no veía Desafío total. Y nada más empezar la película he entendido la razón: la música de Jerry Goldsmith está asociada en mi cabeza con las derrotas del Real Madrid en Tenerife, inexplicables y consecutivas. Maldita sea... “Dreams” era la fanfarria que ponía Canal + al inicio de cada partido, y aquellas dos tardes de domingo, soleadas y campestres en el Heliodoro Rodríguez López, la música de Goldsmith atronaba en el televisor como un tambor de guerra antes del saque inicial. La victoria del Madrid estaba al alcance de un solo gol afortunado, de una parada milagrosa de Paco Buyo. Las matemáticas estaban de nuestro lado, pero los dioses del balón nos negaron la gloria y la alegría.

Con este mal recuerdo en la cabeza, todavía no ha aparecido el primer personaje de la película y ya siento la tentación de abandonar el empeño. Para qué sufrir, me digo, con la cantidad de DVDs que apilados en el montón... Es entonces recuerdo que yo estoy aquí porque en el podcast “Tiempo de Culto” hablaron el otro día de “Desafío total” en plan nostálgico y vintage, explicando curiosidades que me inocularon unas ganas irresistibles de revisitar. Yo me entiendo... Y en esas estaba, dudando entre proseguir o abandonar, cuando de pronto apareció Sharon Stone vestidita con un salto de cama y todas las dudas se apagaron de repente como bombillas reventadas a disparos. No se hable más, me susurré.

Desafío total va, precisamente, de un gilipollas casado con Sharon Stone que sueña con una vida mejor y se mete en un lío de tres pares de marcianos,  y de unos hijos de puta que han logrado el viejo sueño de cobrarnos por respirar mientras ellos inhalan oxígeno, nitrógeno y argón sin forma definida, y además gratis. Parece una cafrada, sí, pero aquí, de momento, en el planeta Tierra, ya nos están sacando un ojo de la cara por encender una lamparita. Lo de cobrarnos por centímetro cúbico de aire es el próximo proyecto de las élites emprendedoras. Primero lo probaran en Madrid, claro, con esa sociópata inaugurando el primer Oxímetro entre carcajadas y chiribitas.





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A. I. Inteligencia Artificial

🌟🌟🌟🌟🌟


No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una pelota.

He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial” porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose -son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces covalentes?

De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.

Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado. No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas. “Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños; del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...




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Succession. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


El apellido es el destino, y no tiene remedio. Da igual que corras, que reniegues, que sueñes con provenir de otra familia... El apellido es como la sombra, como el careto. En “Léolo”, Léo Lauzon fantaseaba con no ser hijo de su padre, que era el portador de la demencia, y para ello llegó a imaginar que su madre se había caído sobre el esperma de otro hombre apellido Lozone, en Sicilia, para fecundarla con otro destino que no fuera la locura y el manicomio. Y no lo consiguió, claro, porque el apellido forma parte de ti, y viaja contigo a todos los lados. Y aquí, en España, viajamos con dos, a diferencia de los anglosajones. Así que fíjate...

Desconozco si el apellido se puede cambiar en el registro civil, como hizo Homer Simpson cuando se rebautizó como Max Power. Lo mismo soñaba, en otro episodio, su hija Lisa Simpson, cuando comprendió que el apellido Simpson era una condena de por vida. Si todo está en los libros (como decía aquella sintonía) todo está, también, en Los Simpson... Pero ya digo que no hay remedio: ni para Homer, ni para Lisa, ni para nadie. Ni para el pobre Léolo. Ni para mí... El apellido es mucho más que una sucesión de letras, que una etiqueta genealógica. El apellido son los genes, y los genes -al menos de momento- no se pueden extirpar en una mesa de operaciones, o en un blanqueamiento administrativo. Hay que apechugar.

Succession, en realidad, despojada de las hojas exteriores, de los insectos voraces y los pulgones parasitarios, es una lechuga habitada por un solo hombre, Kendall Roy, que es el único Roy que desearía no apellidarse como su padre. Kendall tiene una hermana arpía, un hermano psicópata y un hermano tonto del culo. El gen de los Roy, dependiendo del cruzamiento, provoca daños irreparables en el feto. Pero en el caso de Kendall algo se torció en la embriogénesis, y al nacer se encontró con unos escrúpulos en el estómago que le hacen dudar, y recelar, y le vuelven medio humano a nuestros ojos. Medio humano, he dicho... Kendall preferiría no tener esas excrecencias morales, como los demás. Pero los escrúpulos, como el apellido, tampoco se pueden extirpar.  



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El apartamento

🌟🌟🌟🌟🌟 


Hace pocos meses, de madrugada, una mujer que conocí en las redes sociales me contaba por teléfono las desgracias de su vida. Mayormente su relación con los hombres, que al parecer había sido caótica, insatisfactoria, llena de trampas y malentendidos. Yo no daba crédito a la fotografía que coronaba su perfil de WhatsApp: una pelirroja guapísima, de cabello corto, de ojos verdes y pizpiretos... Su voz era como el cantar de los nenúfares, si los nenúfares cantaran. Vivía un poco lejos de La Pedanía, pero ella venía hacía mí como el bólido de Fernando Alonso, sin parar en los semáforos. Yo estaba seguro de que esta mujer me estaba confundiendo con otro, porque ella venía de jugar la Champions League de los amores: maromos con pasta, yates amarrados, suites de cinco estrellas, pechos fornidos y bronceados. Ese era, al menos, el paisanaje que ella me desgranaba: yuppies de Madrid, abogados de Barcelona y artistas de Luxemburgo. La Champions, ya digo.

A mí, al principio, me daba que esta mujer estaba piripi como una cuba, o que me tomaba el pelo por una apuesta con las amigas.  Pero no: ella valoraba precisamente que yo fuera un anacoreta de La Pedanía, un bobolón del corazón, un desentendido de la moda...  Tan “diferente” a todos los demás. Tan “molón”, me dijo incluso.

-          Ojalá algún día encontrara a un hombre como tú -me soltó ya pasadas las dos de la madrugada.

Un hombre como yo soy... yo, obviamente, pero no me atreví a decírselo. Para qué. Ella se parecía mucho a la señorita Kubelik de “El apartamento”, en la cara y en los lamentos, y la señorita Kubelik estaba muy perdida en sus laberintos. Las mujeres así nunca encuentran la salida, o la encuentran demasiado tarde. O no quieren encontrarla.

-          ¿Por qué nunca me enamoro de una persona como usted? -se lamenta la señorita Kubelik ante Jack Lemmon, recordando que está fatalmente enamorada de un tipo impresentable, un mierda y un manipulador que es el jefe de la empresa.

-          Ya, bueno... -responde Jack Lemmon con el corazón destrozado-. Así es como son las cosas.







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Inseparables

🌟🌟🌟🌟


Cuando decimos -con más o menos sinceridad- que elegimos a nuestras parejas por su belleza interior, hablamos, por supuesto, de la inteligencia, de la cultura, del sentido del humor, y no de la hermosura del intestino, o a la delicadeza del bazo. Del dibujo armonioso del estómago, cruzado sobre el vientre.

    Y es una pena, porque yo, que nunca fui guapo por fuera, y jamás alumbré las virtudes teologales, ni tampoco las cardinales, siempre fantaseé con ser muy bello por dentro, orgánicamente hablando. En la adolescencia, como eran recónditas y nadie las conocía, yo presumía de tener unas entrañas modélicas, de portada de revista: el tío más guapo del barrio si la piel fuera reversible, como el forro de los abrigos. Irresistible, si las mujeres me mirasen con la profundidad de los rayos X. Mientras otros más chulos fantaseaban con ligarse a las top models del futuro, yo hacía planes con la doctora que un día quedara prendada de mis adentros. Una que me recibiera en la consulta con la frialdad destinada a los transparentes, pero que poco después, tras conocer la belleza de mis cuevas, me pidiera el número de teléfono para tratar mi caso en la mayor de las intimidades, ya fuera del hospital.

    Hasta que una vez, en un arrechucho, un internista me dijo que tenía un páncreas más bien contrahecho, y un hígado más bien retorcido, y se terminó la fantasía de mis entretelas.

    Cuento todo esto porque en la película Inseparables este pensamiento gilipollas se hace realidad en el personaje de Beverly Mantle, que en su consulta ginecológica se enamora de sus pacientes no por su aspecto exterior, al que concede un valor relativo, sino por la formación singular de sus entrañas. Lo que le vuelve loco de las mujeres no son las piernas esbeltas, ni los pechos airosos, ni los ojos gatunos, sino la arquitectura de sus órganos reproductivos, que son el receptáculo de la vida.. Un romanticismo histológico que parece de tarado, o de depravado, pero que en realidad tiene su razón de ser, y hasta su cosa de enamorado. Es la otra belleza interior.



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Cold War

🌟🌟🌟🌟🌟


El amor no se puede pensar, ni explicar en palabras, por mucho que los literatos lleven siglos garabateando con la pluma. Solo los músicos se acercan al misterio porque  prescinden de los diálogos que naufragan en el malentendido, o en la tontería. Ellos están más cerca del amor que Neruda con sus poemas, o que los franceses con sus películas. El amor es un retortijón en las tripas, una arritmia en el corazón, un calambrazo en las zonas erógenas... Un sentimiento que nace en capas muy profundas del cerebro. Un impulso arcaico -ya no simiesco, sino bacteriano- que el neocórtex no puede traducir en oraciones con sujeto y predicado.

    El lenguaje humano -tan preciso que puede colocar un astronauta en la Luna, o un cacharro orbitando Saturno- sólo sirve para confundirnos cuando hablamos del amor. El enamorado que trata de explicar su razones balbucea incoherencias y chapurreos, como un niño que se asoma al lenguaje por primera vez. No hay manera de traducir a fonemas la bioquímica celular, el imperativo de los genes. El amor es un idioma muy antiguo, compuesto de cuatro letras que se enredan en una hélice nitrogenada. Tan básico que asusta. Tan potente que mueve el mundo. Da igual el alfabeto de los romanos o los ideogramas de los chinos: lo único que conseguimos es hacer muy complejo lo que en realidad es tan simple como un ladrillo.

    “Cold War” es una obra maestra porque su director también ha decidido no explicar, y ofrecer sólo el documento de estos dos amantes contradictorios y venales; apasionados y zumbados. Zula y Wiktor se aman con desesperación y luego se rechazan con la misma convicción. Ni ellos mismos se entienden, y prefieren hablar muy poco, sólo lo imprescindible, para no enredar más con los sentimientos. Simplemente se dejan llevar, y el espectador, ante eso, no tiene nada que objetar. No hay nada que entender en “Cold War”, como no hay nada que entender en ningún amor de los demás. Ni en los propios siquiera. Solo asumir, dejarse llevar, mientras el cuerpo aguante.





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Abierto hasta el amanecer

🌟🌟🌟🌟


Hay erecciones que nunca se olvidan. Que quedan ahí como mojones en el camino. Como hitos en la biografía. No todas fueron en una cama y en compañía. Qué más quisiera uno, que erecciones enamoradas... Pero la vida es ansí, como decía el otro. 

    Hubo erecciones memorables que se erigieron -y se siguen erigiendo, afortunadamente- delante de una pantalla. Hicieron así, pop, como setas en el bosque, como palomitas en el microondas. Como mariposas que de pronto echan a volar... Hablo de las erecciones confesables, claro, de las que surgieron en una película convencional porque la escena era tórrida, o la chica muy guapa, o la insinuación muy seductora. Las erecciones de las que yo hablo son sorpresas inocentes, sin culminación, celebraciones efímeras de la fiesta del cine, y de la fiesta de la vida, aunque sea una fiesta pixelada, como ahora, o en 625 líneas, como eran entonces. Como aquel chiste de Mae West, quiero decir:“¿Tienes una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme”.

Y yo me he alegrado muchas veces delante de una pantalla, qué le vamos a hacer. Ya son innumerables, las películas, y demasiados, los años... En su día, por ejemplo, me alegré mucho de conocer a Salma Hayek en “Abierto hasta el amanecer”, y hoy, por los viejos tiempos, he vuelto a solazarme en la alegría del reencuentro. El engranaje está bien engrasado, que es lo importante.

También hay bares de la ficción que nunca se olvidan. Que también son mojones en el camino. Cuando empiece a perder la memoria se me irán los bares de por aquí, intercambiables, y tan poco frecuentados en realidad. Pero los bares de las películas, o de las series, resistirán hasta el final: me acordaré de sus nombres, de su decoración, de los personajes que en ellos vivían o se desvivían. Ese es mi territorio sentimental. Está el “Rick’s Café”, y el “Central Perk”, y el “Monk’s Café”, y el “Bada Bing”, y el bar de Cheers, que era el “Cheers”. El “Paddy’s Pub” de los colgados en Filadelfia. La cantina de Mos Eisly donde trapichean mis dos amigos galácticos. Y el bar de Moe, claro. Y “La Teta Enroscada”, por supuesto, en territorio mexicano, donde la bebida más fuerte se sorbe sin alcohol.




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Tiempo

🌟🌟🌟


La Pedanía, como lo playa de “Tiempo”, también es una singularidad en la estructura del universo. El vórtice berciano... Al final no era la manzana reineta, ni la uva Mencía: el hecho distintivo era el paso del tiempo, que aquí se acelera, se desboca, atraviesa la mañana y la tarde con una furia de años enardecidos.  Ya los romanos que vinieron a por el oro cayeron como moscas. Es un hecho muy poco conocido porque lo contaba Plinio el Viejo en un texto que luego se perdió. Los legionarios llegaban por la mañana siendo jóvenes y aguerridos, y por la noche, cuando se calentaban en las fogatas, ya eran veteranos que pensaban en la jubilación. Y luego, de madrugada, mientras dormían, morían. Al final eran los lugareños, inmunes a esta aceleración, los que sacaban el oro de la montaña y lo llevaban a la frontera del vórtice, para comerciar con él.

Cuando me vine aquí, al exilio laboral, mi madre me advirtió que El Bierzo era un lugar muy extraño envuelto en nieblas de agua y en vapores de etanol. Algo así como el planeta Dagobah... Al principio sonaba a profecía exagerada, la verdad, porque La Pedanía era un lugar tan bonito como la playa de Shyamalan, o incluso más, con su verde y sus montañas, sus viñas y sus perretes. Una aldea apartada donde yo esperaba encontrar el reposo definitivo de mis huesos. Veintidós años después, que han pasado como si fueran cuatro horas, La Pedanía es un bullidero de coches y bares, de furgonetas de reparto que atraviesan las calles echando fuego por el motor. Un asco de modernidad, de prisas, de paraíso acosado por el automóvil. El signo de los tiempos, que llegó en un abrir de ojos. A las tres de la tarde se pusieron a construir; a las cuatro, asfaltaron; a las cinco pusieron los semáforos y a las seis abrieron los bares para que se jodiera el encanto y el sosiego.

Es tal cual como en la película de Shyamalan... Esta misma mañana mi hijo era un bebé que dormía en su cunita, y ahora, a las siete de la tarde, mientras yo escribo estas líneas, ya ni siquiera vive aquí, emancipado en otra ciudad donde el tiempo sí respeta el calendario. Y no como aquí, que lo atraviesa como un relámpago, y lo masacra.




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Succession. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Hace años, en Mallorca, la familia Rodríguez se coló en un club de golf para ver cómo vivían los ricos, que son esos ladrones que viven del sobreprecio de las cosas y de la plusvalía de nuestro esfuerzo. En León hay ricachones, pero no ricos de verdad, como estos indeseables que salen en “Succession”, y sentíamos curiosidad por conocerlos en su hábitat natural. Corría el rumor de que allí, hasta las ocho de la tarde, podías tomarte una caña sin ser discriminado por tu origen plebeyo. Si guardabas unas mínimas normas de urbanidad -que nosotros manejábamos con cierta soltura- podías sentarte en su terraza para disfrutar de las vistas privilegiadas de la bahía, y del verde inmaculado de los greenes. Del aire purificado que se respira donde no hay pobres pegando voces o dando por el culo.

    El rumor era cierto: aparcamos nuestro Ford Fiesta en el rincón más alejado del parking y nos adentramos en las instalaciones sin que nadie nos detuviera. Los ricos que nos topábamos iban a lo suyo, con sus palos de golf, sus polos Lacoste, sus gafas de sol, y nadie nos dijo ni media palabra ni llamó al segurata. Ya sentados, una camarera guapísima -de origen escandinavo como poco- nos atendió con exquisita cortesía sin cuestionar nuestra evidente desubicación. Nuestras ropas del Carrefour resaltaban como cardos en un campo de rosas, pero las cañas estaban cojonudas, y sólo costaban veinte céntimos más que en el bareto de la esquina  A nuestro lado, los ricos resudaban tras patearse los dieciocho hoyos del campo, pero era un sudor muy distinto al nuestro: una cosa casi floral, sin amoníaco, ecológica y natural. En la terraza del club se respiraba… dinero. Y bienestar. La mansedumbre de quien tiene las espaldas cubiertas y el futuro asegurado.

    Antes de ser expulsados del Paraíso Terrenal, pasamos dos horas deseando que aquel estatus social alquilado no terminara jamás. Rezando para que no apareciera nadie de nuestra clase social jodiendo la marrana, ahora que éramos ricos por un rato, y queríamos disfrutarlo con tranquilidad. Dos horas más allí sentados y nos hubiéramos convertido en esos cabronazos de “Succession”. Daba hasta miedo.










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Vida perfecta. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Me gusta mucho “Vida perfecta”. Pero a lo mejor es que me gusta mucho Leticia Dolera, la mujer. Me gusta a rabiar. La actriz no sé, porque se prodiga poco, aunque aquí cumple con creces, y te crees a pies juntillas todas sus sonrisas, y todas sus neurosis. Leticia tiene esos ojazos que valen para todo: para llorar, para seducir, para clavarse en tu cara como puñales. Para mirarlo todo como una niña recién salida al mundo... Joder, cómo me gustan sus ojos.

Y luego está la otra Leticia, la guionista, que también su puntazo, porque si algo tiene “Vida perfecta” es la frescura de sus diálogos, tan alejados de la declamación, de la teatralidad. Otras series españolas naufragan justo en eso: en que escuchas a los personajes y te entra la risa, o la vergüenza ajena, como de Calderón de la Barca pero en el siglo XXI. Esas son las series que le gustan justo a mi madre, pero a mí no. Leticia tiene oído, tiene calle, tiene vida de bar y de cafetería. Oído de vida en pareja, de amores ideales y amores abortados. Manuel Burque aparece con ella en los títulos de crédito, pero a mí me da que esta musicalidad, estas réplicas, estos tacos tan bien puestos, vienen del mundo interior de Leticia, porque se le ve en los ojos, en sus ojazos, que es una mujer muy lista, muy aguda, al tanto de las movidas que sacuden la vida moderna: el sexo y el trabajo, Tinder y la maternidad, la jungla urbana y el desapego de la especie.

A mi amigo le gusta algo menos Leticia Dolera, aunque reconoce sus méritos incuestionables. Nunca nos pondremos de acuerdo en estos asuntos... A mí -insisto- Leticia me sulibeya mucho, tanto que ya estoy pensando, ay, que esta escritura obsesiva debe de ser amor verdadero. Leticia me gusta lo mismo arreglada que desarreglada, recién levantada que recién acostada. No necesita ponerse guapa para ser guapa, y en eso creo yo que mi corazón anda  turulato.

La serie me gusta mucho, ya digo, casi tanto como Leticia, pero tampoco se me escapa que su mensaje es que ningún hombre merece la pena salvo que sea un discapacitado intelectual. No sé: a lo peor es verdad, y me estaba cabreando a lo tonto.





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Larry David. Temporada 10

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(Este texto fue escrito el 20 de marzo de 2020, día VI del Confinamiento)

Larry David, nuestro Larry, sigue desenvolviéndose con aire juvenil. Le queda comedia para rato, y yo doy gracias a los dioses. Larry, en su serie, come ensaladas y macedonias en los restaurantes de Hollywood; pasta sin salsas, y carne a la plancha, dando ejemplo. Se cuida. Está fino. Se ha convertido en un madurito la mar de interesante, capaz de ligar con mujeres a las que saca treinta años o más.  Larry también está en plena forma para el chiste, para la ocurrencia, para la maldad. Tiene palique para rato. Aún cumple en la cama como un caballero y no le hace ascos a las prácticas más placenteras. Y está podrido a millones, claro, los que ganó escribiendo y produciendo “Seinfeld”.

Pero la Wikipedia nos canta que Larry ya tiene 72 años, casi 73, y me invade la tristeza al pensar que esta décima temporada de su show -que no baja el ritmo, que no defrauda jamás, que sigue siendo la comedia más vitriólica de los últimos años junto con “Veep” - podría ser, ay, la última de sus aventuras autoparódicas.

    Ya digo que a nuestro amigo Larry se le ve igual de ágil, lustroso, perspicaz y puñetero.  E incluso más, ahora que al humor del diablo le suma el humor de la vejez. Pero me temo, ay, que dentro de nada se va a paralizar Hollywood por culpa del virus de los cojones -no de los cojones, quiero decir, sino de las vías respiratorias-, y que para cuando se reactive la maquinaria, y Larry se ponga con la undécima temporada, y venga a hacer escarnio de estos tiempos tan histéricos (que nos van a dar muchos argumentos para recordar lo estúpidos que somos),  a lo mejor ya no está entre nosotros, o le dicen los del seguro que ya basta, que hasta aquí hemos llegado. Como hicieron con Billy Wilder, en su tiempo, que también era otro cascarrabias al que obligaron a parar cuando aún tenía cien argumentos guardados en el cajón, para hacernos reír y pensar al mismo tiempo. Billy, un pre-Larry. O Larry, un post-Billy.

(25 de noviembre de 2021: ¡Larry ha vuelto! Ya anda por ahí la 11ª temporada. Alabados sean los dioses).







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A propósito de Llewyn Davis

🌟🌟🌟🌟🌟


El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio, fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho, desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar, me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...

Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en “A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie supiera responderme. Así vivo.

A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.



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Spectre

🌟🌟🌟


En realidad me importan una mierda las películas de James Bond. Para mí, James Bond es Roger Moore a ritmo de Duran Duran, Roger Moore contra Tiburón, Roger Moore ligándose a Octopussy y a otras damiselas de la escena internaiconal. (Octopussy, por cierto, aunque pudiera parecerlo por el nombre, no era una mujer con ocho vaginas que devoraban a los hombres, sino una mujer muy bella que solo tenía una vagina, como todas las demás, salvo la Virgen María, aunque eso sí: ardiente y seductora como ninguna).

Para mí James Bond es el Cine Pasaje, la infancia, la tontería de las pistolas de juguete. Yo veía sus películas en la pantalla gigantesca del cine, rodeado de amigos, a los que invitaba porque aquello era mi casa, mi feudo, como un millonario de las películas, pero solo de las películas. Cuando se estrenaba “la de James Bond”, yo dejaba de ser el repelente de los sobresalientes y el exaltado de los partidillos para ser Álvaro Rodríguez de nuevo, my best friend de toda la vida, que por cierto, no sé si puede venir también Fulano Pérez, el de 5ºA, qué tal te llevas con él... Fueron buenos tiempos. Los mejores.

Se fue Roger Moore, llegó Timothy Dalton, y para mí se acabó el mito del doble cero y de las tías en semibolas. Las películas de James Bond han ido cayendo una detrás de otra, no lo voy a negar, pero siempre a destiempo, a desgana, más como un homenaje a mi infancia que como una necesidad de la cinefilia. Son todas iguales. Con Daniel Craig nos prometieron hombres frágiles y amores verdaderos, pero James sigue siendo tan duro como una piedra, y tan follarín como toda la vida. Una excitación, sí, pero un muermo para el espectador.

Mientras vería “Spectre” no dejaba de pensar en una película que no tiene nada que ver con James Bond. Es “El protegido”, la de Shyamalan, porque en ella se explicaba que si uno se lleva todas las hostias y sobrevive, hay alguien que se lleva todas las hostias y se fractura. Es el equilibrio universal. Del mismo modo -pensaba yo-, para que alguien viva tantas aventuras como James Bond y folle tanto como él, tiene que haber otro hombre que vea sus películas los viernes por la noche, en el sofá, sin nada mejor que hacer.




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