Review. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟🌟


Sí. Usted ha visto bien: le he puesto seis estrellas a la segunda temporada de “Review”. No es que sea mejor que la primera, o que la tercera. Es la misma puta maravilla, la misma puta locura. Lo que pasa es que en esta andanada le han propuesto a Forrest saltarse sus propias normas, y poner una estrella de más a las cinco que son el máximo permitido. Y yo, en solidaridad con el santo patrón de mi blog, que es quien pone las estrellas ahí arriba, también he decidido saltarme mis normas por una vez..

Por lo demás, y siguiendo el hilo de las desventuras Forrest MacNeil en la segunda temporada, he de decir que jamás me he peleado con nadie porque sí, a lo macarra de barrio, y que nunca he chantajeado a nadie a no ser en las pequeñas escaramuzas de la vida doméstica. Nunca he puesto la pilila en un gloryhole ni creo que lo vaya a hacer jamás, pero no por virtud, sino por timidez, y porque aquí, además, en La Pedanía, no hay de esas cosas.

Jamás le he dicho a nadie que la homosexualidad “se cura”, y nunca he practicado sexo en un avión, ni en ningún aparato locomotor. Pero sí he sido acusado falsamente. Jamás me acosté con ninguna de mis profesoras, ni de rapaz ni en la universidad, aunque con alguna ganas me quedaron. No puedo ser una persona bajita ni aunque me lo proponga, y sobre fundar sectas con las que hay creo que ya es suficiente.

Me gustaría tener un cuerpo perfecto, pero no hay ejercicio ni dieta que pueda con esta osamenta. Hago catfish en internet con fotos que llevan varios meses desfasadas. Mil perdones. Prometo actualizaciones -desoladoras- e inmediatas. Jamás he dormido en casas encantadas, pero sí al lado de alguna fantasma, y con mucho ruido de los vecinos. De niño jugué a hacer el indio como Guillermo Tell, pero eran flechas con ventosa, del badulaque, y con botes de plástico en la cabeza. Las manzanas del frutero estaban contadas. (Continuará)





Leer más...

Orfeo Negro

🌟🌟


Para empezar, no sé por qué la película se titula “Orfeo Negro”, y no simplemente “Orfeo”. Es obvio que Orfeo es un muchacho de raza negra que conduce su tranvía, toca su guitarra y baila en los carnavales de Río con la alegría del trópico,  pero esto no tiene nada de particular, nada de racial, a no ser que nos quieran vender la moto -que tampoco parece- de que los de su raza son unos tarambainas de mucho cuidado. Es por eso que lo de “Orfeo Negro” suena tan bobo, y tan redundante,  como “Barton Fink blanco”, o “Los siete samuráis amarillos”. Una gilipollez.

Tengo que confesar, de todos modos, que quizá haya una explicación racional para esto, una que sucede más allá del minuto 41 de metraje, que es cuando he dicho basta y me he puesto a mirar por la ventanilla del tren, más pendiente del paisaje montañoso coronado por los molinos. Me pregunto si al final había otro Orfeo en la película, uno blanco, que rivaliza con nuestro muchacho en la conquista de las mujeres. O si remarcan lo de negro en contraste con el griego de la mitología, enamorado de Eurídice, que todos suponemos blanco jónico, o dórico, o corintio. Me pregunto, también, ya desentendido de la película, qué hubiera hecho Don Quijote por estas tierras de León, en el siglo XXI, enfrentando a estos molinos que no son gigantes, sino el mismísimo Galactus multiplicado por mil,  que vino de otra galaxia a  renegociar las energías.

A “Orfeo Negro”, como a tantas otras películas, he venido engañado por la publicidad. Me decían que esto era una película, pero no lo es: es un documental enmascarado de la vida en las favelas, pobretona pero alegre, antes de que la droga lo invadiera todo y Zé Pequeno viniera a poner orden con su pistola. También me dijeron que aquí estaba el origen de la bossa nova, casi retransmitido en directo,  con Vinicius de Moraes y tal, pero aquí, hasta el minuto 41 sólo había sonado “Tristeza” y tampoco en su totalidad. Un rollo. Y una envidia, el tal Orfeo, que las vuelve locas a todas con su baile de pies , y su sonrisa de Pelé.




Leer más...

Kagemusha

🌟🌟🌟🌟

Doy fe de que todos los famosos tienen su doble, su sosias. Su kagemusha, que es la palabra japonesa. El señor Shingen, jefe de los Takeda, no está solo en la fotocopiadora. Cualquier dictador sanguinario tiene dobles que desfilan por ellos en las calles, o inauguran fábricas en la periferia, por si algún rebelde le dispara o se inmola con una granada. Dicen de Stalin que tenía unos cuantos en el Kremlin siempre disponibles, y cuentan que el doble de Franco era un señor muy triste que vivía en El Pardo, en habitaciones contiguas, y que era él quien se comía el marrón de los pantanos y del balcón en la Plaza de Oriente, mientras el generalísimo pescaba el atún o cazaba perdices con el marqués de Leguineche.

Y digo que doy fe porque a mí me llamaron una vez de “Qué grande es el cine” para que fuera a sustituir en la tertulia a Juan Manuel de Prada, que andaba indispuesto. Al parecer, el día anterior, en la misa dominical, le habían administrado unas hostias mal consagradas, muy poco kosher, y el tipo estaba echando los intestinos por la boca, incapaz de articular un párrafo coherente en televisión. Nuestro parecido era -y sigue siendo, a mi pesar- asombroso. Como el de Takeda Shingen y su kagemusha, no te digo más. Tan pasmoso que a veces, cuando me presentan a alguien, se produce un silencio incómodo de varios segundos, mientras la otra persona procesa que no, que yo no puedo ser Juan Manuel, tan fuera de contexto, y dedicado a otras labores menos académicas.

Aquel lunes por la mañana, cuando me llamaron del programa, les dije que no, que tenía que ir a dar clases a mis niños, pero que muchas gracias y tal. Y justo cuando iba a preguntar cómo habían dado conmigo, quién les había puesto tras mi pista, colgaron. Me quedé muy mosca. Es como si hubiera más candidatos y nos fueran tachando de la lista a toda prisa. Y estamos hablando de Juan Manuel de Prada, mi némesis, que tampoco es un señor del Japón, ni un asesino de masas. Sólo un casposo vaticanista que se hace las pajas vestido con camisón.

Ya me podría haber parecido yo a George Clooney, ya te digo.





Leer más...

Top Secret

🌟🌟🌟


En el disco duro del ordenador guardo varias películas de Fritz Lang -etapa norteamericana- que no me apetece nada ver, y también unas cuantas pelis de Kurosawa -Rashomon, Kagemusha, todas esas que llevan la “sh” intercalada-, que me apetecen bastante más, pero que son tan largas como las katanas de sus samuráis, o como un día sin arroz, y que justo ahora, paradójicamente, que ando de vacaciones, es cuando peor me encajan en los horarios.

Bajé todo esto hará cosa de un mes, y, conociéndome, pasarán muchos meses hasta que las carpetas queden vacías. Allá por Navidad, con suerte. El lector atento o la lectora atenta dirá: si no las quiere ver, o le producen una pereza mediterránea, ¿para qué narices se las baja? Pues porque -querido lector, y querida lectora- sigo empeñado en sacarme el título de cinéfilo contra viento y marea, y en la universidad presencial, y en la universidad a distancia, ya agoté todas las convocatorias. Allí no se puede llegar a los exámenes y soltar que Dreyer es un peñazo, o que bostezas con Cassavetes, o que sólo en Vértigo encuentra uno el solaz y las cosquillas con don Alfredo. Te suspenden, claro, y te hacen volver en septiembre, y no sé cómo, quizá porque llevan más de un siglo dando la matraca con el cine de postín, te cazan las mentiras si escribes que el cine de Bergman está de rabiosa actualidad, o que Alain Resnais es el gran e injusto olvidado de nuestros días.

También bajé, en aquel mismo arrebato pseudocinéfilo, Top Secret, que es una majadería de la factoría Zucker/Abrahams, con sus chorradas para adolescentes y gentes con un índice pensante inferior a 2 dedos. Fue como ir al supermercado y comprar verdura, pescado blanco y luego, de postre, para joderlo todo, un tazón de profiteroles. El pecado original. El suspenso inmediato en la facultad. Top Secret la tenía por ahí suelta, como una cabra sin apriscar, y hoy la he sacrificado en honor a los dioses, mientras les pedía un aprobado en la Escuela Nocturna de Cinefilia, que es donde ahora me peleo con los profesores.



Leer más...

El fantasma y la señora Muir

🌟🌟🌟


Mi sueño inmobiliario siempre fue comprarme una casa al borde del mar, donde reposar mis lances guerreros y entregarme a la lectura de bibliotecas enteras. Me hubiera conformado con la cuarta parte de ese caserón que la señora Muir se compró en The Fith Pino, en el Mar del Norte, pero por unas cosas o por otras nunca pudo ser. Me maniataron los enredos de la vida, y los números del banco, y las tías millonarias que nunca tuve y nunca fallecieron cuando debían.

De todos modos da igual, porque tengo por seguro que yo hubiese comprado una casa con fantasma incorporado, agazapado hasta el día de mi firma. Un fantasma dedicado en cuerpo y alma -o bueno, sólo en alma- a darme por el culo justo a las horas en las que yo iría a dormir, o a leer, como estos vecinos que me han tocado en las vacaciones, que a las dos de la mañana siguen jugando a las canicas, a la peonza, a dar portazos originales y llenos de suspense. A probar unos rodamientos que deben de haberse traído del trabajo, de la fábrica de camiones, para tenerlos bien testados al día siguiente. Estos esforzados trabajadores no son fantasmas, sino seres de carne y hueso sin civilizar, ajenos a la existencia de otros seres humanos bajo los suelos, o tras las paredes. Es decir: unos sociópatas.

Pero bueno, a lo que íbamos... A la señora Muir, en la película, sí le advierten que la casa tiene como pega un fantasma gruñón, pendenciero, el ectoplasma de un antiguo marinero que no quiere okupas en su hogar. Pero a mí, en Asturias, aun sabiéndolo de antemano, nadie iba a advertirme de nada, y a la primera noche de pesadilla, con el contrato ya firmado, hala, a joderse y a aguantarse. Sólo si el fantasma se pareciera mucho a la señora Muir aguantaría yo su ronda nocturna, su soplarme en la oreja cuando me dispusiera a leer o a convocar a Morfeo. En la película, de hecho, la señora Muir no sale espantada del caserón porque cae enamorada de su fantasma, que tiene la presencia recia y la voz profunda de Rex Harrison. Pues esa mismo, pero al revés, sería la condición de mi paciencia: vivir en el mar junto a Gene Tierney, aunque no la pudiese tocar.





Leer más...

El diablo entre las piernas

🌟🌟


Justo ahora mismo, mientras escribo estas líneas, tengo el ordenador colocado sobre mi propio diablo. Bueno, no exactamente, porque esto despide un calor del infierno, sino sobre las rodillas bronceadas, o mejor dicho quemadas, mientras viajo en el tren. Ahí abajo, amparado tras el teclado, viaja mi diablillo perezoso, ya entrado en veteranías. La buena noticia es que RENFE, de momento, no me cobra billete por él, como sí hace con el perrete, que viaja a mi lado en el transportín, con un special ticket más caro que el mío, por esas cosas absurdas del ferrocarril español.

Mi diablillo, de momento, que aún goza del privilegio de viajar gratis y de alojarse por la cara en los hoteles, ha conocido más camas domésticas que camas de hospital, pero ya me dicen los viejos de la tribu que a este demonio, que siempre me ha traído por la calle de la amargura, le quedan muy pocos años de esplendor, si es que le queda alguno. Pues mira, que le den. Por culpa suya, en la adolescencia, abandoné los caminos del Señor y aposté por la carne antes que por el alma. Por culpa suya, porque piaba a todas horas como un pajarillo hambriento, me alejé de cualquier esperanza de salvación eterna y lo fie todo al cielo inexistente de los ateos, donde todos, creyentes y no creyentes, ascetas o libertinos, algún día nos igualaremos en la nada.

En realidad ya estoy harto de mi diablillo, y espero con cierta esperanza que llegue su decadencia y su pitopausia. Será, como aseguran algunos escritores a los que sigo, el tiempo de la serenidad y de la paz de espíritu. Un tiempo de plenitud y mansedumbre. Cuando este demonio deje de graznar, me liberaré del deseo, y una calma de santón hindú recorrerá mi cuerpo para enfrentarme a la vida con otra sonrisa, con otra paciencia. Quizá con un algo beatífico, si aún estuviera a tiempo de ser perdonado.

Tiene razón el título de la película: esto que llevamos los hombres entre las piernas es un diablo calenturiento y caprichoso. Un soñador y un picapleitos. Un irresponsable y un traidor. “Es un asunto muy viejo lo de este socio traidor”, cantaba Radio Futura. Hay películas como ésta que tienen un título maravilloso y luego no hay cristiano que las aguante.





Leer más...

Wonder Wheel

🌟🌟🌟

Kate Winslet es una actriz como la copa de un pino. Y de un pino inglés, además, que son los más afamados. Kate, además, es una mujer bellísima, de las que se fía de sus propias arrugas para tenernos encandilados un año sí y otro también, hasta que la enfermedad, o la muerte, o la ceguera, nos separe. O hasta que ella se harte de la farándula y se dedique a ser Kate Winslet la ciudadana, la madre, quizá ya la abuela, a tiempo completo. Se nota, se siente, se trasluce en sus entrevistas, que a ella no le gustan los artificios ni las vidas artificiosas.  ¡A la mierda la cosmética!, dicen que gritó un día que andaba con mucha prisa, y así se quedó, con cuatro pinceladas en la cara y en el cuerpo, tan pura y tan limpia que ya es una actriz con el sello bio estampado en su currículum.

Yo -vaya otra vez por delante- admiro mucho a Kate Winslet. Es como en aquella película suya, ¡Olvídate de mí!, que resulta imposible olvidarse de ella aunque te operen los lóbulos temporales. Pero Kate Winslet, ay, no es perfecta, es tan humana como todos los que la queremos, y tiene, entre otros defectos, la curiosa costumbre de leer la prensa sólo en la consulta de su dentista. Y ya sabemos que los dentistas -sean de Londres o de La Pedanía, trabajen para clientes ricos o para clientes pobres- siempre dejan en la mesita revistas de anteayer, o de anteaño, a veces incluso de la guerra de Cuba, con artículos de Azorín y peroratas de Ortega. Sólo así se explica que antes de trabajar en Wonder Wheel, Kate Winslet no supiera nada de los tránsitos judiciales de Woody Allen, y que justo después de terminar la película, embolsarse el sueldo y participar en las promociones contractuales, se enterara de la movida, se palmeara la frente como si se acordara del donut y exclamara: “¡Pero cómo he podido trabajar con un tipo como éste!”.

No es la primera vez que le sucede. Cuando trabajó con Roman Polanski en Un dios salvaje -que se rodó, no sé, treinta y cinco años después de la famosa violación- ella, nada más terminar el rodaje, salió tarifando y llamándole monstruo abusador. En el caso de Allen, a fecha de hoy, ni siquiera tenemos constancia de que haya cometido un delito. Ay, Kate, Kate... Cómo me recuerdas al capitán Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo, qué escándalo! ¡He descubierto que aquí se juega!”




Leer más...

Los siete samuráis

🌟🌟🌟🌟


Viendo Los siete samuráis me acordaba todo el rato de Paco Calavera, cuando contaba que a él, las películas japonesas, y más si eran precisamente de samuráis, le producían una extrañeza inconsolable. Calavera, a su modo, imitaba al guerrero que se declara a la dulce aldeana pero que más bien parece que la esté insultando, gritándole a la cara con cara de enajenado, “¡Ojojuná!”, y “¡Konidimá!, y “ ¡Uuuuuh... Korigató!”, cosas así, mientras el subtítulo en castellano reza: “Te quiero. Eres la luz de mi vida. Te trataré como a una flor de la orquídea en la mañana...”. Y al revés, claro, porque luego Calavera imitaba a esa proto-gueisa de mirada clavada en el suelo, lánguida y virginal, que en voz minimalista responde al guerrero con fonemas muy dulces mientras el subtítulo traduce: “Eres un cacho de mierda. Si no te vas de aquí voy a avisar a mi padre, el shogun, para que venga con su guardia y te corten los testículos para abonar con ellos el arrozal...”


Quiero decir, sumándome a la tesis de Paco Calavera, que estas películas de Akira Kurosawa siempre me dejan medio admirado y medio empanado. Lo que se ve es exótico, sí, y a veces subyugante -¡esa batalla final bajo la lluvia, por Dios!-  pero en el fondo es como ver una película de marcianos. Quiero decir, rodada por los marcianos. Los siete samuráis tiene un magisterio, un saber hacer evidente, pero no puedo evitar la comezón intelectual de estar perdiéndome las claves del asunto. Me sacan de la historia algunos diálogos besuguiles, algunas reacciones extemporáneas, algunas conductas de orates que corren bajo los rayos del sol naciente. Es una minusvalía mía, o un abismo cultural insalvable.


Y además, es todo muy lento, lentísimo, 205 minutos de metraje que se podían haber quedado en dos horas como mucho, pongamos dos horas y cuarto, para incluir alguna escena de costumbrismo en el arrozal. De hecho, los americanos, una década después, contaron exactamente lo mismo en casi la mitad de tiempo, cuando hicieron su propia versión. Me gustaría volver a verla, Los siete magníficos, pero ya tengo asociada su tonadilla inmortal al facha de los bigotes que la pone cada mañana en la radio, como preludio de su hablar venenoso. Un puto asco, con lo bonita que es.



Leer más...

Solaris

🌟🌟🌟🌟 


La Luna, como es un satélite, sólo tiene un poder limitado sobre nuestros deseos. Hay quien dice -astrónomos de la nueva escuela- que la Tierra y la Luna son en realidad un planeta doble, dado el tamaño inusual de nuestra compañera. Pero no nos enredemos con estos pleitos, que bastante enredosa es ya la película con su mística, y sus resurrecciones, y sus bosones de Higgs haciéndose los graciosos. En el planeta Solaris, por ejemplo, no hay museos de cera con figuras que se parecen más bien nada a las originales, sino reproducciones exactas de los famosos, y de los no famosos, hechas de antimateria, o de fermiones, cosas así, que la verdad es que nos clavan.

Decía que la Luna, siendo un satélite, sólo nos concede soñar con la gente que se nos fue, y que querríamos que volviese. Apagamos la luz, conciliamos el primer sueño, y ella, en su modestia sideral, filtra su poder por la persiana para que podamos convocar a la persona amada. Allí, en la noche, si la Luna anda inspirada y nosotros dormimos con energía, conseguimos réplicas muy logradas de la realidad, y volvemos a sentir la emoción de un beso, y la perplejidad de una erección, y la sensación a flor de piel de ser otra vez felices, en una segunda y mágica oportunidad.

Pero como todos sabemos, los sueños sueños son, y al despertar se convierten en vapor de agua, en recuerdo inasible. Además, los sueños felices tardan mucho en regresar, a veces meses, o años, y en su lugar, por un desfase elíptico de la Luna, vienen a sustituirlos las pesadillas que son su reverso oscuro, justo lo que queríamos no recordar y emerge como la lava que nos abrasa.

Pero Solaris, al contrario que la Luna, es un planeta de la hostia, enorme, con magnetismos extraños, y cuando te duermes no fabrica humo a tu alrededor, sino carne y hueso que te abraza al despertar. En realidad no es carne ni hueso, sino un sustituto vegetariano que da el pego de narices, y te vuelve loco de contento, y de deseo, hasta que alguien te jura y te perjura que ella, Natascha McElhone, no es real, ni viene del planeta Tierra.

-          ¡Pero eso ya lo sabemos todos! -decía George Clooney en una línea de diálogo que luego tuvieron que suprimir.





Leer más...

Jinetes de la justicia

🌟🌟🌟


El día, en verano, no vale nada. Sin trabajo y sin fútbol, que son los alimentos del cuerpo y del alma, el día sólo es un transitar sin objeto hasta que se esconde el sol. El verano es tiempo no apto para los vampiros, ni para los esquimales que perdieron el tren, y yo soy ambas cosas, un Nosferatu de Laponia apellidado Rodríguez.

No voy a decir que las vacaciones sean una condena, Dios me libre, pero sí un pasatiempo gigantesco y complejísimo, en el que acaban por recocerse los deseos de hacer algo provechoso. Esta vez sí -me decía yo a principios de julio, tan ufano: de este verano no pasa, lo de escribir, y hacer el Camino de Santiago, y marcar los pectorales en la natación; o, en su defecto, resignarme a no hacer nada con espíritu budista y bonachón, y no con esta quejumbre anual que todo lo ensucia.

 Al final, todos los veranos son un enredo, una prisión que uno mismo se va construyendo.  Son... como aquellos crucigramas tamaño póster que mi padre compraba en el kiosco para enviarlo al concurso amañado del apartado de Correos tal, de Madrid, a ver si había suerte. La vida -o al menos mi vida en verano- es exactamente eso: un gran crucigrama donde la horizontal 1 es menear un poco la lorza, y la vertical 4 dormir la siesta, y la horizontal 7 pasear al perrete, y así todo, bucólico pero improductivo, hasta que todas las casillas quedan cubiertas justo cuando se ve la segunda estrella en el cielo, tras Venus, que no es una estrella. Es entonces, y no antes, cuando llega la hora bendita de arrebujarse en el sofá y poner la película del día, que es como el descanso del guerrero que no estaba guerreando. El primer frescor del día es una fiesta que yo celebro dándole al play de alguna ficción.

Pero a veces, ay, todo el esfuerzo -es un decir- se va en el sumidero idiota de una película banal, más bien estúpida, como esta que tanto recomendaban los críticos. Jinetes de la justicia va de unos autistas que quieren vengarse de unos malvados con la ayuda de una mala bestia. Una gilipollez como de Baltimore, pero en Copenhague, donde no pegan para nada las metralletas a las tres de la madrugada.





Leer más...

Las cosas que decimos, las cosas que hacemos

🌟🌟🌟


El que titula no es traidor: las cosas que decimos y las cosas que hacemos no suelen coincidir. O coinciden menos de lo deseable. Pasa en todos los órdenes de la vida, laborales o familiares, deportivos o judiciales, pero en el amor nos llevamos la palma. Es ahí donde solemos decir digo y hacer Diego, o donde nos dicen Diego, y nos hacen digo. Creo que me explico... La mentira es una hipocresía lamentable, pero inevitable, porque con la verdad absoluta por delante, con el corazón en la mano, y la lengua sin pelos, aquí sólo sobrevivirían los más aptos, como en la teoría de Darwin. Apenas quedarían por el mundo tres o cuatro parejas verdaderamente ensartadas por la misma flecha, capaces de mirarse a los ojos sin descubrir la sombra de una duda o de un secreto deplorable.

Las cosas que hacemos y las cosas que decimos se bifurcan, sobre todo, en el desamor, que es ese estado límbico (de limbo) que precede a la ruptura, y en el que el amante desertor ya apunta con el catalejo a otra isla de promisión. Ahora está muy de moda lo de vivir la soledad como una fortaleza, como una oportunidad para el descanso de los genitales desamparados, pero en realidad, quienes así peroran, sólo están predicando la necesidad como virtud, y la desgracia como evangelio. Si se puede, si uno tiene cierto valor en el mercado, aquí nadie salta sin red, como demuestran estos franceses y estas francesas de la película, que se enamoran de continuo, luego se desenamoran, y hasta que consolidan el siguiente amor, incapaces de vivir solos, llegan a casa a las dos de la mañana diciendo que se perdieron en el metro, o que se les hizo tarde en el trabajo.

Lo bueno de la película -y del mundo real donde se mueve esta gente tan guapa- es que aquí nadie sale dañado del todo, porque el engañado, o la engañada, cuando se sabe cornudo, o cornuda, apenas tarda un cuarto de hora en arreglarse, bajar a la cafetería, pedir un café con croissant y despertar el deseo en catorce mesas a la redonda. Así cualquiera.





Leer más...

La balada de Buster Scruggs

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.

La verdad es que entonces, en el primer visionado -casi como ahora, para qué engañarnos- no andaba yo muy centrado. Iba disperso, a salto de mata de la vida y de la cinefilia, Sufría interferencias que provocaban despistes ridículos e imperdonables. Pero no fue culpa mía del todo: lo último que yo podía imaginar es que los hermanos Coen estuvieran en tratos con la televisión de pago, con la omnipresente Netflix, que ya es un poco como Dios, o como el wifi, que están en todas partes. Y que tal noticia, ¡la nueva película de los hermanos Coen!, que antes encabezaba las secciones de cultura y las portadas de las revistas, ahora apareciese en un recóndito rincón donde no suelo mirar: en el cajón de las verduras donde están las TV movies que yo siempre obvié con desdén.

¿Y la película? Bueno... En realidad no es una película: son seis cuentos sobre el Far West que los santos de Minnesota han rescatado del cajón de sus ocurrencias. Hay una historia floja, una tristísima, tres que son una auténtica maravilla, y una, la aventura del buscador de oro en Alaska, que es una obra maestra que tres años después, en el segundo visionado, permanece tal cual, incorrupta, a salvo de la erosión del viento y de las torrenteras. Oro puro.






Leer más...

Seinfeld. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟


La soledad es una barrera que se construye ladrillo a ladrillo. Hablo de la soledad mental, no la física, que ésa es casi imposible de alcanzar, o de padecer, a no ser que uno se dedique al farerismo, o a ser anacoreta en el desierto. Al pastoreo por los montes, o a la radioastronomía en la montaña. Uno, que tiene dos profesiones de andar por casa, tiene amigos, vecinos, familiares, compañeras de trabajo. El mundillo del fútbol base. Conocidos a los que saludo a diario con un simple “hola, ¿qué hay?”, o con un golpe de mentón. Y si dejo La Pedanía y paseo por la ciudad, está el bullicio, el gentío, el paisanaje de los bares o de las calles.

No hablo de esa soledad matemática, aunque dijo el poeta que uno puede sentirse sólo entre multitudes y bla, bla, bla. Centrémonos. Yo hablo de la soledad... no sé cómo llamarla... cultural, aunque no quiero decir que yo sea más culto que la gente que me rodea. Lejos de mí tal tentación. Hay más cultura y más sabiduría en saber cultivar un tomate que en toda esta parafernalia de estanterías Billy con libros y películas que yo exhibo. Esto mío sólo es un pavoneo, y un matarratos, la medicación diaria que me impide pensar y hundirme. En vez de gastarlo en psiquiatras, yo gasto el dinero en escritores y en directores de cine, pero es más o menos lo mismo. Se trata de mantener las neuronas a raya, dispersas, que no se junten en conciliábulos para repasar el pasado o planear el futuro, dos actividades tan subversivas como peligrosas.

Quiero decir -de una vez, que se me acaba el folio- que uno descubre que está solo, muy solo, cuando habla por ahí de Seinfeld a los gentiles y nadie sabe qué serie es, o si lo sabe, no recuerda de qué iba, o quiénes eran sus personajes. Sólo una mujer, extraña, de ciencia-ficción, que una vez me dijo que Elaine Benes era una de sus heroínas femeninas, y feministas. En fin, que yo venía aquí a decir cuánto me he reído -otra vez- con la tercera temporada de Seinfeld y resulta que me ha salido un texto como cenizo y pesadón, lleno de amarguras de poetastro. Para la cuarta temporada prometo reformarme.





Leer más...

La terminal

🌟🌟🌟


En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas, quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales, la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo; poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o veinte páginas de corrido.

Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.

El drama de la película surge al principio, porque el encierro de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego, una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal, aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o como los sonidos del viento.  



Leer más...

First Cow

🌟🌟


Me he dormido mientras veía las primeras escenas de First Cow. Pero eso, en principio, no es malo. A la hora de la siesta me duermo con cualquier película que ponga sobre las rodillas. Las necesito para conciliar el sueño. Ahí fuera -al menos mientras no estoy en La Pedanía- todo son coches, golpes, ruidos, rodamientos de los vecinos, que se les caen continuamente de los bolsillos, o se los dejan a los chavales para que jueguen. Todavía no he conocido a ningún vecino que no trabaje en algo relacionado con rodamientos -coches, o camiones, o maquinaria industrial- y que no se los lleve a casa para pulirlos, o engrasarlos, o hacerlos rodar, crrrrrraacccck, a ver si funcionan, incluso a altas horas de la madrugada.

Me he quedado dormido a los diez minutos de empezar First Cow, con los auriculares anti-rodamientos puestos. Pero ya digo que me habría dormido igual con El Padrino, o con El hombre tranquilo, en irreverente deserción. He despertado a eso de la media hora de película, lo que deja un saldo de veinte minutos reparadores, canónicos, que si son un minuto menos se quedan cortos, y si son uno más producen cefalea. Así está bien. Medio dormido todavía, con el gustirrinín inconfundible que baña las vértebras del cuello, he rebobinado la película hasta el minuto diez y he empezado a verla otra vez. Luego, de corrido, he llegado hasta el minuto cuarenta y cinco, más allá del sueño y de mi paciencia, y he dicho basta, hasta aquí hemos llegado con la vaca. ¡Cuarenta y cinco minutos! para contar que un americano y un chino se conocen en el Far West. Sólo eso: que se conocen. Que uno busca oro y otro riquezas mercantiles, y que agradecen haberse conocido mientras recogen setas por el bosque, y avellanas, y cosicas así para ir matando el hambre.

Mientras tanto, en los Juegos Olímpicos, que transcurrían en paralelo en el televisor, los americanos y los chinos se conocían, se saludaban y rápidamente se lanzaban a la piscina, o al potro de saltos, a competir, a establecer una épica y una narrativa. Aquí, en First Cow, nada de eso: sólo un documental sobre caras sucias, desdentadas, famélicas... Nada que ver con el Oeste del cine clásico, eso lo reconozco. Pero poco más. Iban un chino, un americano y un español más bien adormilado y medo bobo que les veía en su ordenador. Un chiste sin gracia.



Leer más...

Agárralo como puedas

🌟🌟🌟


Pues será el karma, no sé, o la puta casualidad, o los dioses que a veces juegan conmigo, haciéndome guiños o trastadas, pero el caso es que el mismo día en que decido grabar Agárralo como puedas en el Movistar +, venciendo mis escrúpulos de gafapasta ridículo, luego, a las pocas horas, escucho en la radio una conversación con Fernando Trueba en la que el director madrileño -mucho más desacomplejado que yo, y, por tanto, mucho más sabio- reivindica precisamente la comedia chorra, absurda, hecha de gilipolleces a lo Mortadelo y Filemón, y reafirma su deseo siempre insatisfecho de rodar algún día una película así, a lo idiota, sin complejos, al puro descacharre. Una película -y la cita expresamente, para dejarme boquiabierto, y pensando en las telepatías y en las metafísicas - como Agárralo como puedas, de la que luego se pone a desgranar chistes y gracias en total comunión con el presentador del programa, que se parte la caja, y luego el culo, y más tarde ya el organismo entero, pero no por cortesía, por quedar bien ante el invitado, sino porque es otro hombre culto y desenvuelto que ha enterrado -o quizá nunca enterró- sus prejuicios con el cine de los hermanos Zucker, y ese otro tipo, J. Abrahams, no J.J. Abrams, que ése es otro, el de las cosas de la sci-fi y la resolución de los Skywalker.

Horas después, en el sofá, tras varias décadas huyendo de mí mismo -de mi gusto simple, de mi sofisticación escasa, de mi alma infantil y perversa- me lo voy a pasar teta con las memeces teniente Frank Drebin: las románticas y las policiales, y las suyas propias, de su vida personal, que también tienen tela marinera. Pero en ese momento de la tarde, mientras escucho a Fernando Trueba por los senderos de La Pedanía, yo todavía no lo sé. En ese momento de conjunción astral y de alineamiento de los planetas, aún tengo dudas de sí por fin ha llegado el momento de des-madurar, de dejar de hacer el gilipollas, y rendirme a la evidencia de mi gusto sin refinar. A esas horas de la tarde aún tengo miedo de la involución, de la metamorfosis inversa. Del regreso a las tardes de mi infancia. Ahora, la verdad, un poquito menos.




Leer más...

El renacido

🌟🌟🌟🌟


Por la misma época en que se estrenó “El renacido” -que nos dejó a todos tan asqueados y maravillados que todavía hoy no sabemos qué pensar de la pinche ocurrencia- jugaba en los Golden State Warriors un fulano llamado Shaun Livingstone que venía de romperse una rodilla por cuatro sitios, y de quedar desahuciado para el juego según nueve de cada diez traumatólogos -vamos, como si se la hubiera destrozado un oso grizzly en un encontronazo por el bosque- y sin embargo ahí estaba, el bueno de Shaun, jugando de base suplente de Stephen Curry para mantener el partido siempre calentito y en tensión: sus doce puntitos, su puñado de asistencias, su par de defensas cojonudas hasta que la rodilla emitía señales de cansancio o Curry volvía a sentir el picorcito en las muñecas y pedía regresar.

Guillermo Giménez, en las retransmisiones de Movistar +, llamaba a Shaun Livingston “El renacido”, y Daimiel, a su lado, se descojonaba de la risa mientras buscaba una estadística en sus papeles para confirmar el renacimiento del muchacho. Ahí fue cuando comprendí que “El renacido”, la película salvaje y asalvajada de González Iñárritu, quizá no se iba a quedar para siempre en el contenido, pero sí en su continente. El meme cultural que se reproduciría como un gen de Dawkins iba a ser el título, y no la película en sí. De hecho, ya casi nadie se acuerda de “El renacido” un lustro después. El otro día, en la tienda de segunda mano, vi su Blu-Ray en una estantería menor, de las de altura rodillera, a un precio indigno de una película oscarizada que cuenta con Leonardo DiCaprio en su portada, aunque sea envuelto en pieles, y con la cara magullada, y en un tris de morirse justo después de ejecutar su venganza implacable.

Yo mismo -quiero decir- soy un renacido, uno que también tuvo su encontronazo en el bosque y tardó lo mismo que Shaun Livingston en volver a las canchas y ponerse a jugar. Me he apropiado el apodo, el nickname, aunque me parezca tan poco a Leonardo DiCaprio cuando se pone guapo.






Leer más...

Metrópolis

🌟🌟🌟🌟


Fritz Lang no era un nazi, pero estaba casado con una mujer que sí lo era, y que escribía los guiones para sus películas. Quizá por eso Joseph Goebbels estaba algo confundido cuando le ofreció a Lang dirigir la UFA para convertirla en la maquinaria cinematográfica de propaganda. Lang, a decir de la Wikipedia, se quedó bastante extrañado, y le dijo a Goebbels que bueno, que se lo pensaría, pero que tenía que confesarle que su madre era judía, a lo que Goebbels le respondió: “No se preocupe: nosotros decidimos quiénes son arios y quiénes no”. Esa misma noche de 1933, acojonado con el personaje, Lang cogió un tren con destino Villadiego, luego París y más tarde Estados Unidos, donde rodaría la segunda tacada de su cinematografía.

La mujer que escribió el guion de Metrópolis se llamaba Thea von Harbou, y de ella, en internet, se cuentan cosas que... bueno, y otras que..., en fin, no tanto. Se nota que quienes escriben los artículos quieren reivindicarla como mujer artista y al mismo tiempo no quieren quedar como simpatizantes -o simpatizantas- de sus derivas ideológicas. Mujer, pero nazi; o nazi, pero mujer, y ahí se empantanan, y sueltan aquello que los andaluces llaman la “piropostia”, que es como decir: “Tienes una cara tan guapa que así nadie se fija en tu cuerpo”, o “Thea von Harbou puso todo su talento artístico al servicio de Hitler y sus adláteres”.

Digo todo esto más o menos documentado porque hoy, viendo Metrópolis -y he tenido que verla en la versión pop/disco de Giorgio Moroder para no tener que escuchar los golpes del vecindario veraniego- he comprendido que no es una película de revoluciones obreras y distopías del futuro, sino, más bien, el sueño nacionalsocialista del sindicato vertical, del todos a una en el esfuerzo, los ricos a la vidorra y los trabajadores al sudor de su frente. No es difícil ver en el personaje de María, que otros confunden con una Juana de Arco bolchevique, a la mismísima Thea clamando por la alianza entre clases. De los judíos no dice ni mu, pero viendo como estaba diseñada la jodida ciudad de Metrópolis, es mejor no ponerse a pensar.





Leer más...

Silverado

🌟🌟🌟


Cuando se estrenó Silverado, allá por 1985 -que como estará de lejos Japón que ni siquiera conocíamos a Kevin Costner- los expertos decían que el western era un género muerto, y que la película de Kasdan, lejos de resucitarlo, sólo venía a profanar su tumba.

Ahora que tras varias décadas de remoloneo por fin he visto la película, tengo que decir que hombre, que se pasaron tres huevos con el pobre Lawrence Kasdan. Que Silverado no es desde luego ninguna maravilla, más bien lo contrario, todo tan trillado y tan tontorrón en su planteamiento, y en sus tiroteos, pero que tampoco es el peor western de la historia. Ni de coña, vamos. Está a la altura de decenas de clásicos viejunos que esos mismos puretas calificaban con cinco estrellas en las revistas, o con cinco orgasmos en la radio, acompañando la galaxia o la lefa con su prosa florida y su adjetivismo literario.

El otro día, sin ir más lejos, yo bostezaba lo mismito que hoy con Johnny Guitar, que también empieza con unos mentecatos acodados en la barra del salón, que ni se conocen ni tienen oficio definido, sólo estar allí, mamándose, y diciéndose tonterías de este lado del río Pecos, o de aquel lado del Mississippi, forastero y tal, que yo te conozco, eres hermano de Bill Donovan, y vienes a cobrarte una deuda de sangre, pecador de la pradera, desenfunda si tienes valor y bla, bla, bla..., mientras uno se rasca la cabeza en el sofá y se pregunta quiénes son estos tipos, y de dónde vienen, o a qué se dedican, que ni vacas se ven por los alrededores. Yo creo que el problema es que estos pueblos de las películas siempre los construyen donde no hay agua -al contrario que cualquier civilización heredera de los sumerios- y que por eso van todos como van, lunáticos y deshidratados, o bebiendo whisky a todas horas.

Silverado es aburrida, previsible, como hecha para niños sin bagaje, o cortitos de entendederas. Pero entretiene, como la mano en pene que cantaba don Javier. En realidad es una mierda, pero no sé, había que verla, porque me faltaba, y porque es de Lawrence Kasdan, que una vez dirigió películas maravillosas, y escribió los guiones de las películas de Luke, y las de Indy. Por eso mismo le odiaban tanto, y le siguen odiando, los puretas.





Leer más...

Review. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟


Review es la comedia más salvaje, más atrevida, más diferente a todas las demás que he visto nunca. No sé si la mejor -porque esto no es una carrera de caballos, como decía Carlos Pumares- y todas las comedias tienen su momento y su lugar en la biografía. A cada edad, y a cada estado del alma, su risotada. Pero el experimento de Andrew Daly es desde luego irrepetible, tan extraterrestre que resulta incluso difícil explicárselo a los gentiles. Sólo decir que en homenaje a esta locura tengo puesto a Forrest McNeil ahí arriba, en la cabecera del blog, poniendo estrellas a las películas que jalonan mi calendario.

¿Qué de qué va Review? Pues de un fulano que tiene un reality show en el que se dedica a vivir la vida y a criticarla. “Soy un crítico, pero no hago críticas de la comida, los libros o las películas. Analizo la vida en sí”, dice al inicio de cada episodio. Y la vida en sí no es, desde luego, la vida que llevamos casi todos los mortales a este lado de la tele, que en verdad sólo nos hemos mojado el culo un puñado de veces, y todo lo demás es criticar y perorar sobre cosas que desconocemos, que no hemos vivido en carne propia. Forrest McNeil ha dicho basta, quiere vivir, meter la mano en el fango, el pie en el charco, la nariz en el hoyo, y gritarle a su audiencia que por fin está experimentando lo que nunca soñó hacer, o nunca quiso hacer, porque era ilegal, o inconveniente, o le daba miedo, o tenía riesgo de acabar en su muerte. O prometía una felicidad inasumible. A Forrest McNeil, lanzado a vivir, entregado a su programa como un monje a su vocación, todo esto se la sopla ya. Él hará cualquier cosa que le pida su audiencia sin quejarse, sin pensar en las consecuencias. Forrest McNeil robará, se divorciará sin desearlo, se hará un adicto a la cocaína... Se dará un atracón de tortitas o provocará una pelea callejera. Caerá en la ignominia, en la enfermedad, en el ridículo... En el hospital. Pero le da igual: él ya es San Forrest evangelista, que viene a contarnos, a los que vivimos escondidos tras la pantalla, a qué sabe la vida cuando uno se la come cruda.


(Ver "Review", sin duda, cinco estrellas)





Leer más...

Despierta la furia

🌟🌟🌟🌟

Será lo que sea, el Dioni, nuestro querido Dionisio, que ni sabe cantar ni presentar un programa de la tele, pero cuando trabajaba de segurata perpetró el último acto revolucionario de nuestra historia. Él no robó los millones para suministrar armas a la revolución, ni para pagar las fianzas de los camaradas, sino, más bien, para pasárselo en grande en las playas de Brasil, rodeado de caipiriñas y mulatonas. Pero da igual: a veces la intención no es lo que cuenta, sino el acto en sí, mondo y lirondo, y cuando al Dioni se le peló el cable aquella mañana, cogió el dinero del  furgón y dijo entre dientes aquello de: “¡Hala, a tomar por el culo!”, se convirtió en el último bolchevique español justo antes de que cayera el Muro de Berlín y ya todo volviera a ser lo mismo de siempre: bancos despojando a los plebeyos a golpe de comisión, de interés abusivo, de rescate gubernamental, que mira que tienen recursos y guardaespaldas, los muy... Hay mil maneras -pacíficas, digo- para que los ricos roben a los pobres, y sólo una, o una y media, para que los pobres les devuelvan el golpe.

Poco después de su histórica fechoría, Joaquín Sabina le dedicó una canción inolvidable, a la altura del Bella Ciao en lo simbólico, que yo todavía tarareo entre los montes. Sabina decía del Dioni que había tenido un par, y que sí había que llevarle una bocata con lima a la prisión, pues que se le llevaba, que era de justicia poética. La canción fue un éxito instantáneo, y la gente, gracias a ella, estaba cada vez más con el ladrón y menos con los ladronados. Pero a partir de ahí todo fue silencio en el mundo de la cultura, y ni una mísera película le dedicaron los cineastas. El Dioni cayó en el olvido carcelario hasta que un día reapareció como una estrella -de poco brillo y tal, pero una estrella- en nuestra televisión.

Más de treinta años después de todo aquello, alguien le contó a Guy Ritchie que aquí había una historia de la hostia, olvidada por nuestra propia cinematografía. Pero Guy Ritchie, claro está, no se iba a conformar con poner un único ladrón, y un único furgón, y resignarse a no meter algún tiro en la función...





Leer más...