Mare of Easttown

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Me falta por ver el último episodio y todavía no sé si estoy viendo una serie de mujeres que se confían a todas horas dudas y secretos -y luego, en el medio, los guionistas ponen una intriga de crímenes para animar la función y alargar las conversaciones hasta llegar a los siete episodios- o si, por el contrario, estoy viendo una serie de policías y ladrones de toda la vida, con sus malos evidentísimos que luego resulta que no lo son, y luego, en el medio, para introducir descansos y retratos humanos, los guionistas salpimientan las truculencias con discusiones donde la hija las tiene con la madre, y la abuela con la nieta, y la nieta con la amante, y la amante con la amiga, y la amiga con la colega, y la colega con la vecina, y la vecina con la anciana, y la anciana, para cerrar el bucle, con Mare Sheehan, la inspectora de Easttown que está encargada de resolver los crímenes innúmeros, y de llevar sobre su espalda, por si fuera poco, toda la maldad y la estupidez de sus vecinos. Porque me río yo, de Easttown, si llega a estar en Palestina cuando Yahvé arrojó el fuego divino sobre Sodoma y Gomorra.

(¿Y los hombres, mientras tanto, qué hacen en la serie?: pues nada, a follar, o a ver si follan, dentro y fuera del matrimonio, dentro y fuera de la ley, tan primarios en Easttown como en cualquier otro pueblo real o ficticio).

En fin, que Mare of Easttown se ve, se disfruta y se olvida como un helado en una terraza de verano. Una serie de recetario, de éxito seguro, que no habíamos visto nunca pero en realidad hemos visto cientos de  veces. Una serie que descansa sobre la cara sin pixelar, sin maquillar, sin remendar, de Kate Winslet, la dulce Kate, aquí más agria que nunca, que es una actriz todoterreno de las escenas de familia y de las escenas del crimen. Kate es la mujer del mal fario infinito que llega del trabajo y justo antes de encender la tele y reposar tiene que lidiar con la madre gagá, el hijo fantasmagórico, la hija liante, el nieto hiperactivo y la nuera drogadicta... Y, para colmo, saludar a su exmarido por la ventana, que acaba de instalarse con su nueva mujer en la casa contigua. Me río yo, también, con la Biblia en la mano, del santo Job.





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Avenue 5

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Existen dos teorías que explican este deseo súbito de los millonarios por lanzarse a la carrera espacial. Hablo de teorías a largo plazo, para dentro de doscientos o trescientos años, no de lo que está sucediendo ahora, que no es más que la vieja competición de a ver quién la tiene más larga y consigue mear más lejos, tan básica y tan de hombres. Si lo sabre yo, cómo somos los hombres...

Lo que están haciendo ahora estos tipejos podridos a millones -el Musk, el Branson y el Bezos, que dichos así, la verdad, parecen la delantera poco temible de la Cultural y Deportiva Leonesa- es alardear de que son muy listos en lo suyo y además muy listos en lo de no pagar impuestos. Es tan incalculable, tan obsceno, el dinero que le escatiman a los estados donde operan, que ya no saben ni qué hacer con él, si tirarlo en fiestorros o encender Montecristos con un fajo, así que han preferido construirse un pene de la hostia con el que alcanzar las estrellas y experimentar la ingravidez de los miembros. El abuelo Sigmund podría haber escrito un bonito tratado sobre todo esto...

Luego, a medio plazo, en una empresa que seguramente alcanzaran a ver nuestros hijos, estos tipos, recauchutados o replicados, pondrán en marcha un negocio de viajes espaciales -del que también pagarán los impuestos mínimos, o ninguno- cuyo broche serán los cruceros que nos darán una vuelta por el sistema solar como la nave Avenue 5 de la serie, con la misma sencillez con la que ahora los barcos nos dan un voltio por la bahía de Santander o por la ría de La Coruña.

Pero no perdamos el objetivo final de todo esto: los ricos, a la larga, cuando la Tierra ya sea un basurero o un horno microondas, se largarán, y fundarán una ciudad cojonuda en el espacio para ellos solos, como aquella Elysium de la película donde Jodie Foster gobernaba con mano de hierro. O eso, o fundarán una colonia más allá de la Luna para encerrarnos a todos y quedarse ellos aquí, tras engañarnos con que saltaban.





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Algunos hombres buenos

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No sé a qué viene tanto escándalo, la verdad, porque nosotros nos pasábamos la vida aplicando códigos rojos en el colegio. Y no: tampoco venían en ningún libro de texto, ni en un reglamento de régimen de interior, como quería demostrar Kevin Bacon en el juicio, que hay que ser gilipollas de remate, el jodido Footloose...  

El código rojo estaba en el aire, en el derecho consuetudinario de los patios. Se venía aplicando desde tiempo inmemorial, desde la época de los romanos, supongo, cuyo colegio estaba bajo el nuestro, a diez o quince metros de excavaciones. Nosotros no lo llamábamos “código rojo”, ni de ninguna manera; no teníamos un nombre para definir el castigo colectivo que se aplicaba sobre un tontolaba que perjudicaba la marcha del grupo. Ese tolili que cuando el profesor decía: “Al próximo que se ría, castigo general”, se reía; ese mentecato que cuando la seño decía: “Si vuelvo a oír el chirrido de una silla, no salimos hasta las seis”, movía la silla porque le quemaba el culo en el asiento, o simplemente por joder, porque era tonto de remate, o ya hacía prácticas para la sociopatía política en el PP. Ese mamonazo que cuando el director entraba en clase y todos nos poníamos de pie, él se quedaba sentado, perdido en Babia, o en la Inopia, o mirando a las apabardas, y entonces, cuando el director terminaba de comunicarnos lo importantísimo que venía a decirnos, le decía bien alto al tutor o a la tutora: “Que me escriban cien veces, TODOS, por culpa de aquel señorito -y le señalaba con un golpe de mentón- “Debo levantarme cuando el señor director entra en mi aula porque así son los caballeros maristas, gente educada y respetuosa”, y nosotros, hasta que el dire salía por la puerta, conteníamos el gesto, pero cuando se perdía por el pasillo mirábamos al chiquilicuatre con cara de odio apenas contenido.

Luego, en el recreo, nos reuníamos en corrillos, y nos cagábamos en sus muertos, y decíamos: “Éste se va a enterar...”, y le aplicábamos el código rojo de no dejarle jugar el partidillo, de impedirle cambiar los cromos, de no chivarle nada en el próximo examen en el que se viera apurado. Sí, yo también ordené algún código rojo en mi mocedad, como el coronel Jessep en la película.





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Uno de nosotros

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A mitad de película, aprovechando que existían unos paralelismos evidentes, de quedarse uno mosca y pensativo en el sofá, había decidido escribir un memorándum sobre mi exfamilia política, que es (bueno, era, en lo que a mí concierne) algo así como los Weboy de la montaña oriental: un paisaje que también tiene algo de Dakota del Norte, con sus montañas, sus planicies, sus territorios a medio colonizar.

Mi exfamilia, como los Weboy de Uno de nosotros, o como los sicilianos de El Padrino (¿alguien vio alguna vez a la familia de Diane Keaton en el bautizo o en la comunión de Anthony Corleone?), también decidió, llegado el momento, que el nieto -que era mi hijo- era suyo y de nadie más. ¿Fifty/fifty?  No sabían ni qué era eso. Para ellos, el nieto sólo llevaba un apellido, que era el suyo, y el otro era como una molestia en los documentos, como un recordatorio de que para engendrar a un hijo, de momento, para permanecer dentro de la ley, y hasta que la ciencia no lo remedie, hace falta un gameto procedente de otra familia.

Pero ya digo que este plan de escritura sólo era el original. Porque luego, a mitad de película, los Weboy se separan de la línea evolutiva de los neandertales para convertirse en una pandilla de psicópatas que, la verdad sea dicha, queda forzadísima y caricaturesca. Nada que ver con mi exfamilia política, que sólo era gente decimonónica, varada en ritos ancestrales y en costumbrismos de la sangre. Sicilianos de León, o leoneses de Sicilia, a saber.  Ellos no eran, por supuesto, como estos salvajes de Dakota, que son como los hermanos Dalton traspapelados en un western del siglo XXI. Lo que pasa, supongo, es que Kevin Costner necesita una panda de malotes a la que apuntar con el rifle, o con el revólver, para quedar como el jicho de la función. Y no sé para qué, la verdad, porque Costner ya está en ese punto de madurez que sólo con mover una ceja ya llena la pantalla. Podría dedicarse a películas de otro calado, como ya hizo, ay, hace demasiado tiempo.





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Cruella

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Empiezo a ver Cruella en el ordenador -sí, en el ordenador, pirateada, tumbado tan ricamente en la cama, porque a ver quién es el guapo que se mete en un cine rodeado de adolescentes con teléfonos móviles- y a los cinco minutos comienzo a preguntarme por qué coño estoy viendo Cruella. En realidad yo no quería verla, la había tachado de la lista, pero el otro día, en la revista de cine, seguramente seducidos, o pagados, o atrapados en una alucinación colectiva, los críticos afirmaban que bueno, que la película no estaba nada mal, que era muy divertida y estaba muy bien hecha; que no era, por supuesto, una obra maestra, pero sí un producto entretenido, notable, fresco, veraniego, muy propio de la época en la que nos encontramos, como los melones y las sandías; una cosa para echarse unas risas y pasar un buen rato en familia, o con los coleguis. En fin, todo ese rollo.

Yo no quería, ya digo, porque me da igual la carnificación y la osificación del dibujo animado de Walt Disney, pero con tanta crítica dulzona y aprobaticia me dio por fijarme en la ficha de la película y ¡ostras!, allí estaba Craig Gillespie, el de Yo, Tonya, que era un peliculón de la hostia, drigiendo la función, y ¡ostras Pedrín!, Emma Stone, mi Emma, la mujer de los ojazos como lunas y la sonrisa como princesa, haciendo de la mismísima Cruella con el pelazo medio negro y medio blanco, como la medida de su alma, supongo.

Así que plegué velas, recogí cable, dije Diego donde dije digo, o viceversa, y puse Cruella en el ordenata para dejarme llevar por el artificio americano y el tinto de verano. Emma Stone tardó quince minutos intolerables en salir a escena. Cuando salió, eso sí, estaba guapísima, pelirroja, acerada, comiéndose la pantalla en cada parpadeo y en cada mirada fija. Pero ya era demasiado tarde: la película, como yo me temía, es una soberana estupidez, una mezcla imposible de Oliver Twist con El diablo viste de Prada, algo cacofónico y muy chorra. Así que apagué el ordenador y me puse a leer para conciliar el sueño. En mis párpados cerrados todavía flotaba la belleza de Emma Stone, sonriéndome comprensiva. Ella me entiende.





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Dersú Uzala

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El amigo y yo, cada vez que nos reencontramos tras largo tiempo sin vernos, nos gritamos “Dersuuuuú”, y “Capitaaaán”, como Dersú Uzala y el capitán Arseniev en la película. La gente, claro, nos mira como si fuéramos gilipollas, y hasta que no nos acomodamos en la terraza y pedimos las cervezas de rigor, reinstaurándose la normalidad, flota como un miedo indefinido en el ambiente, por si fuéramos unos pirados, o unos artistas que andan de paso.

¿Qué quién de los dos es Dersú y quién el capitán? Pues la verdad es que no está nada claro. El primero que grita la tontería de “Dersuuuú” se adjudica el papel de capitán y ya está. No suele haber discusiones en esto. Aunque es verdad que aquí el hombre sabio, el criado en la naturaleza, el que es capaz de nombrar las hierbas del camino con su latinajo correspondiente, y de distinguir una culebrilla de agua de una víbora peligrosa, es el amigo, y no yo, que me crie entre asfaltos y cementos, y parques municipales donde sólo crecían islotes de hierbajos para jugar a la pelota.

El amigo y yo hemos cimentado nuestra amistad, precisamente, gracias a películas como Dersú Uzala, que en sesenta kilómetros a la redonda no ha debido de ver nadie en muchos años. Y por eso, cuando nos juntamos, tomamos conciencia de ser un poco únicos, un poco especialitos, y al mismo tiempo respiramos la tranquilidad de no sabernos lobos solitarios. Ayer, tras el saludo tontaina, ambos acordamos que la moraleja de Dersú Uzala es que el hombre no es nada ante el poderío y la inmensidad de la naturaleza. Dersu y el capitán son la antítesis varonil, pero juiciosa, de ese mentecato que a todas horas repite “usted no sabe con quién está hablando”. Habría que ver a ese gilipollas del Mercedes y las gafas de sol perdido en la taiga siberiana, sin cobertura en su puto telefonaco. Lo triste es que casi cincuenta años después se han invertido las tornas: a fuerza de quemar goma, y de producir plásticos, ahora es la naturaleza la que no es nada ante el empuje y la omnipresencia del hombre.



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Maricón perdido

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A veces, tras la tercera y última cerveza, que es justo la que me desata la lengua y me colapsa el organismo, le digo al amigo que yo, cualquier día, como diría Bob Pop, maricón perdido. Que quizá llevo toda la vida equivocándome de empeño, y que era tal vez en la otra isla donde me aguardaba la felicidad.

Al amigo le suelto esta boutade cuando hablamos del tema mujeres -el tercero en importancia de nuestros asuntos tras la página deportiva y la política nacional- y llegamos a la conclusión de que sería mejor vivir sin ellas, aunque duela, aunque tengamos que hacer un esfuerzo heroico por olvidarlas. Aunque luego, nada más levantarnos de la terraza, enterremos todo lo dicho y corramos desesperados a su lado, para guarecernos bajo sus pechos, cuando están.

El amigo, en caso de apostasía, se decantaría abiertamente por el celibato, de tal modo que en sus fantasías él vive entregado a la huerta, al deporte televisado, a las cañas con los amigos. Y cuando llegue el apretón, pues a mirar para otro lado. Yo, por mi parte, que todavía tengo al diablo entre las piernas, siempre he envidiado la facilidad con la que los hombres se entienden con una mirada y se van a la cama sin tener que celebrar rituales decimonónicos, cortejos y conversaciones, protocolos y demostraciones, exámenes y circunloquios, pláticas sin fin, persecuciones circulares, malentendidos sin fruto... No, nada de eso: primero el sexo, para aliviar la tensión, y luego, si el amor viene detrás, pues mira, cojonudo. Y si no, que me quiten lo bailado.

¿Y la serie? Pues nada, una decepción. Maricón perdido es él Cuéntame de los Alcántara pero en versión gay pop. Como el guion era de Bob, y lo producía Berto, y salía Candela, y lo anunciaban mucho en los late nights del Movistar +, uno pensaba que esto iba a ser una cuchipanda llena de humor y chascarrillos. Pero nada más lejos de la realidad. Lo de ser homosexual en tiempos de la Transición no debía de dar, por lo que se ve, para mucha comedia. Poca broma.




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Infiltrados

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Siempre he pensado que en nuestro colegio también hay un infiltrado, o una infiltrada, tomando nota de nuestros desaciertos y nuestros descarriles. Alguien que trabaja en la sombra para la Dirección Provincial, o para la Consejería de Educación, o quizá, directamente, para el Ministerio de Madrid, apuntando en un documento secretísimo los permisos excesivos, los desatinos didácticos, las cosas que se dicen en la sala de profesores cuando uno se desata la corbata, o una se suelta la sandalia, y entre el café y las pastas Cuétara se da rienda suelta al hartazgo o a la desilusión.

Según mi teoría, en todos los centros existe un maestro -o maestra, o maestre, joder con la neolengua- que pertenece a un cuerpo secreto de soplones que serían nuestros Asuntos Internos de las películas americanas. Diplomados en Magisterio que un día fueron citados en el despacho de un mandamás y seducidos por el lado oscuro del chivatismo, y del sobresueldo. O quizá, simplemente, como Leonardo DiCaprio en la película, funcionarios entusiasmados con servir al sector público denunciando sus grietas, sus telarañas, sus aspectos mejorables, y sus pecadores de la pradera.

Lo sospecho, pero nunca he conseguido desenmascarar a nadie. Por el colegio -y ya llevo 22 años entre sus pasillos- ha pasado gente que estaba obviamente sobrecualificada para estas labores, y que nadie entendía muy bien qué pintaba allí, pudiendo ganarse la vida en otros escalones más elevados de la pedagogía; y también, claro, gente obviamente subcualificada, inútiles de llevarse uno las manos a la cabeza, e inútilas de pensar uno mismo qué pinto en este barco. Gente desubicada, fuera de contexto, que sin embargo, por ser tan evidente su extravagancia, no tienen pinta de ser los topos que yo busco. Creo, más bien, que el infiltrado, o la infiltrada, es alguien del montón, funcionario de carrera, establecido, acomodaticio y cumplidor, sin muchas luces ni demasiadas sombras, el docente gris  de toda la vida. Alguien que no destaca, pero que tampoco hace el ridículo, ni avergüenza a la profesión. Alguien, no sé, como yo.





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La princesa prometida

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Y qué es la vida, ay, sino la espera de una princesa prometida, o de un príncipe prometido. Tampoco hace falta, por supuesto, que ella sea Robin Wright, ni él Cary Elwes, en las flores de su edad, que todos sabemos cuál es nuestro valor. Pero qué les voy a contar que ustedes no sepan: que cuesta mucho dar el brazo a torcer, domeñar el orgullo que siempre nos devuelve una imagen optimista ante el espejo. Como dice Paco Calavera en su monólogo, “acabo de apuntarme a Meetic, para solteros exigentes, que digo yo que si fuéramos menos exigentes, a lo mejor no estábamos tan solteros...”

De todos modos, La princesa prometida es una película pura, virginal, que habla del amor como comunión de los espíritus, en la que es imposible imaginar al amado y a la amada practicando sexo en la cama con dosel, ella gritando de placer y él haciendo gruñidos de cerdo satisfecho. No podía ser de otra manera, claro, porque la película es un cuento puesto en imágenes: el que el abuelo le va leyendo a su nieto allá en el dormitorio de Kentucky, o de Colorado, que son todos iguales, con su póster del cochaco, y la tía buena en bikini, y un muñequito de Star Wars peleando en la repisa de los libros. El abuelo es el detective Colombo, ya retirado de sus pesquisas, y el nieto, el protagonista de “Aquellos maravillosos años”, qué dónde estarán, ay, aquellos años, aunque en realidad no fueron para tanto, todo el día enterrados entre libros, y ninguneados por las princesas prometidas, y tan mentecatos, y tan gaforros, y tan torpes para la poesía...

“Hola: me llamo Íñigo Montoya y tú mataste a mi padre” Todavía hoy, en alguna fiesta de talluditos se escucha esta letanía cuando alguien traspasa la quinta cerveza, o la cuarta mezcla poco prudente, y coge el botellín por el cuello como para batirse en duelo con el colega, ríndete, y tal, bellaco... Por la boca muere el pez, y por lo que dice, se adivina su edad.





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El vecino. Temporada 2

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En realidad, si lo piensas bien, El vecino es un remake a la española de Friends, justo ahora que los americanos preparaban su vuelta, o ya habían vuelto, no sé, en forma de serie, o de programa especial, que tampoco me aclaro, la verdad, porque ya me da igual, tan viejuno y tan roussoniano todo, to er mundo e güeno, y guapo, y todo ese rollo de la propaganda... El planeta catódico pendiente del regreso de la tonadilla diabólica -I’ll be there for you, molona la treinta primeras veces y carne de hoguera a partir de ahí- y vienen estos chicos y chicas de Usera para entregarnos otra ficción que básicamente transcurre en dos pisos de treintañeros y un terreno neutral que es el bareto de la esquina, donde protagonistas y secundarios dirimen los asuntos comunes, y los amores pendientes.

Como esto es Usera, ya digo, y no Nueva York, y mucho menos el Nueva York de aquellos grandes pijos y aquellas pijas egregias, todo lo que sale en El vecino es como más cutre, o más aceitoso, pasado por el filtro de la crisis económica y de los alquileres por las nubes. Las chicas madrileñas no son feas, pero son bellezas más corrientes, de andar por casa, y los chicos, en fin, uno es medio lelo y el otro medio paleto, y follan como cien veces menos que sus emulados de Norteamérica. Y el bar, pues eso: un bar cañí, nada que ver con el Central Perk de los sofás y los cafés como cuencos soperos: un bar a la nuestra, con sus cervezas, sus bocatas de tortilla, su tragaperras en la esquina, sus huesos de aceituna y su borrachuzo al final de la barra, preguntándote si tú eres Titán y si tienes un euro que te sobre para convidarle.

Un bar de esos de arreglar el mundo a golpe de exabrupto, y de pónme otra, y para una vez, ¡cachis diez!, que un par de parroquianos tienen el poder verdadero de cambiar las cosas, superhéroes de la galaxia y elegidos para la gloria, resulta que se pasan los episodios discutiendo quién tiene la polla más larga, o los ovarios más grandes, gilipollas, merluza, vete a tomar por el culo, te quiero, y yo a ti...






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Ya no somos dos

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Los ricos demuestran que son ricos de verdad cuando encienden los puros con billetes de veinte euros. Ahí es cuando uno dice: “¡Hostia!, a éste le sobra”, y el rico sonríe complacido, encantado con el efecto. Dicho esto, la verdad es que yo nunca he visto a nadie quemar así un billete, pero creo que se me entiende la metáfora. Los ricos dispendian, malgastan el dinero en gilipolleces. Es lo que llamamos lujos, o caprichos, que los pobres sólo nos permitimos de vez en cuando, y siempre, en algún lugar de la conciencia, con gran dolor de corazón. El pobre que se deja una pasta en una joya excesiva, o en una cena deconstruida, o en un hotel con grifería de plata y hostias en vinagre, y no nota que se le encoge el estómago de vez en cuando, es que no es un pobre de verdad.

Del mismo modo, los guapos y las guapas, que son ricos en amores, demuestran su estatus social quemando romances como el que se fuma un cigarrillo detrás de otro. Los guapos, por ejemplo, conquistan sin esfuerzo a mujeres por las que nosotros, los feos, venderíamos nuestro alma al diablo, y el alma de nuestros hijos, si fuera menester. Y sin embargo, a la dos semanas, o a los dos años, las dejan tiradas por otras que a veces no es que valgan más, sino que, simplemente, son distintas, nuevas, emocionantes, para que se vea que a ellos les basta con un chasquido de dedos para convocar el amor, como los ricos al dinero.

Ya no somos dos es una película de guapos y guapas que ya llevan demasiado tiempo emparejadas, sin hacer demostración de sus atractivos irresistibles, así que se lanzan al adulterio, al cortejo cruzado, a la milonga de “vengo de trabajar” cuando en realidad vienen con los bajos ya recalentados para la cena. La gracia de la película es que aquí, como todo el mundo está en el estatus, y todo el mundo sale a la calle y folla sin mayor esfuerzo, todo el mundo se perdona y se comprende, y en el fondo se reconocen miembros de una misma clase social, empoderada y muy satisfecha. 






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El vecino. Temporada 1

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A mí es que me ponen una nave espacial, o un superhéroe volando, o una actriz pelirroja fumando un cigarrillo, y ya me quedo enganchado a cualquier cosa. Y, si luego, la cualquier cosa resulta que está muy bien hecha, con diálogos frescos, actores en estado de gracia y actrices en estado de gracio, pues mira, miel sobre hojuelas.

Es lo que me ha pasado, por ejemplo, con El vecino, que tiene la sinopsis imbatible -como diría nuestro presidente- de un superhéroe de andar por casa, de barrio de Madrid. Un remake a la ayusana de El gran héroe americano, donde los personajes no paran de beber cervezas en sus pisos minúsculos o en sus baretos del barrio. La diferencia con el clásico de nuestra infancia es que aquí los superpoderes no los adquiere un hombre adulto, sino un adulto que sólo fingía serlo; un espíritu libre -vamos a decirlo así- que cuando se ve ordenado Caballero de la Galaxia ya no sabe ni qué hacer con su vida.

Si, como sostenía el tío de Peter Parker, un gran poder conlleva una gran responsabilidad, un gran poder, caído en manos de un tipo que es irresponsable por definición, sólo puede originar esto que se ve en pantalla: una serie descacharrante, y bizarra, como aquel supervillano de los cómics de mi infancia, el Bizarro, que era la antítesis especular de todas las virtudes de Supermán. ¿Quiere esto decir que Clara Lago, en la serie, también es la antítesis lamentable de Lois Lane? No. Vamos, ni de coña.

De todos modos, yo entiendo a Javi, el superhéroe madrileño. Je suis Javi. Si a mí me tocara la lotería del superpoder galáctico haría como él: lo primero, arreglar el desaguisado de mi vida, el amor, y el trabajo, y mi relación con el Real Madrid. Y ya luego, una vez alcanzada la paz interior, tan necesaria para abordar cualquier empresa, lanzarme a ayudar a los demás: a detener trenes descarrilados, y a levantar aviones que se caen, y a reponer en su sitio el cartel de Tío Pepe que ya se desplomaba. Las labores habituales de cualquier superhéroe que se precie. No sé si la segunda temporada de El vecino irá de eso. Espero que no. Aún queda mucha tela que cortar en la vida privada de nuestro superhéroe. Muchas risas que echar.







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Johnny Guitar

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En realidad no tenía ninguna gana de ver Johnny Guitar. Ya lo intenté hace años, en una tarde tan vacía como ésta, seguramente también canicular y bostezante, y creo que no pasé de los primeros veinte minutos. Recordaba, de aquella primera intentona, que había un bar en el desierto, una dominatrix con dos pistoleras y un tipo que tocaba la guitarra porque si se liaba a tiros desde la primera escena, tan ducho en el arte de desenfundar y disparar, la película no iba a pasar del primer rollo, como se decía en los tiempos del celuloide. Recordaba que había vaqueros, whisky, pendencias, diálogos absurdos sobre que yo la tengo más larga que tú, forastero, y que a este lado del río Pecos las leyes son de otra manera, bastardo, y cosas así... La diligencia que paraba, los maleantes que sonreían, el sheriff que se veía desbordado por la situación... Cactus y polvo, y estepicursores, que lo he tenido que buscar en internet. Todos los clichés del western reunidos en un sketch alargado y decolorado, como una policromía erosionada por el tiempo.

Johnny Guitar es un truñete que figura en cualquier lista de clásicos imprescindibles, y es, por tanto, una de esas películas que me dejan mosqueado, reducido a cinéfilo de cuarta categoría, porque es más probable que uno sea un paleto insensible y provincial, que entre cientos de cinéfilos con pipa nadie se atreva a señalar la desnudez del emperador.. Esta vez, como ya venía avisado, cabizbajo y acomplejado, me he prometido llegar sólo hasta la famosérrima escena del “Miénteme y dime que me amas”, que el otro día, en un diálogo que ahora no viene a cuento, me vino a las mientes, en esas asociaciones libres que establece mi cerebro entre la realidad y las películas, tendiendo puentes tan férreos, y tan transitados, que a veces ya no sé ni donde estoy.

El diálogo entre Johnny y Vienna llegó allá por el minuto 43, o 44, cuando yo ya estaba a punto de claudicar. Una vez visto, y refrescado en la memoria, le di al pause y luego al eliminar. Me he quedado con la copla. Suficiente. 




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Misery

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Las mujeres no sé, porque no soy tal, pero prometo averiguarlo en una próxima reencarnación. Pero los hombres, eso puedo asegurarlo, escribimos para ligar. Para dar la nota. Para que se nos vea por encima de las demás cabezas. Para que el foco de la fiesta, durante unos segundos mágicos, nos señale a nosotros y nos proponga como candidatos. No lo digo yo: lo escribe, y lo explica por internet, Geoffrey Miller, que es un psicólogo muy sabio que trata estos asuntos de la selección sexual, y de la evolución de las jodiendas. 

Miller sostiene que al final todo es menear la cola del pavo, solo que los hombres, tan variopintos, tan distintos unos de otros, tenemos muchas colas de pavo que menear. Están los que se musculan, los que cantan en la tele, los que meten goles en los estadios... Los que envían ingenios a la Luna, o cuentan chistes como nadie, o tienen unos ojos azules que sólo hay que exponerlos y nada más... Y luego, en el margen de los ecosistemas, siempre en un tris de extinguirse, están los que nos asfixiamos con el ejercicio, los que tenemos careto en internet, los que no sabemos componer una sinfonía o dirigir una película, y entonces, en la desesperación de la tarde aburrida, nos ponemos a escribir, que es lo que está más a mano de cualquiera, para que las mujeres se detengan un momento, y lean las cuatro primeras líneas del texto, o los cuatro primeros versos de la poesía, y les entre la duda de si tras esa escritura hay verdaderamente un hombre inteligente, culto, subyugador, que podría amenizarles los ratos junto al mar, o en la terraza, o en la cama tras el coito.

Si, amigos, y amigas: yo estoy con Geoffrey Miller, aunque suene superficial, y evolucionista que te cagas. ¿Reduccionista? No creo. Se escribe para despertar el interés de las mujeres, y la envidia de los rivales, y para, con un poco de suerte, si un editor pica, subir en el escalafón del oficio, y dar un salto en el mercado bursátil del amor. El peligro del triunfo -y yo ya estoy dudando de perseverar en este pavoneo- es que lo mismo te encuentras un pibón en la cola de firmas, que ya te ha puesto su número de teléfono en la hoja, que te topas con una chalada como ésta de Misery que te quiere para ella solita, en exclusiva, en su casa perdida en las montañas...







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La caza del Octubre Rojo

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En la ficción bélica de 1990, el Octubre Rojo era el último grito en cuanto a submarinos nucleares se refiere. Y era, por supuesto, con ese nombre tan bolchevique, un submarino soviético. Un cachalote gigantesco, pero silencioso, y muy cabroncete, capaz de salir de Múrmansk, cruzar todo el Atlántico con el sigilo de un fantasma y emerger delante de las Torres Gemelas para derribarlas de un pepinazo, antes de que el siguiente enemigo de la democracia copiara la idea y copara las portadas de los periódicos.

Mientras veía la película en la siesta canicular -bueno, es un decir, porque ahora mismo en la Meseta se está la mar de bien- me acordé de aquel otro ingenio soviético que también era la pera limonensky, el Firefox, el caza a prueba de radares que Clint Eastwood les robaba a los soviéticos dejándolos con un palmo de narices. Y me dio por pensar que los americanos, en el fondo, son como esa mujer guapísima que no deja de envidiar a todas las demás, cuando es ella la inalcanzable, la pluscuamperfecta. Un complejo de inferioridad que en las películas siempre atribuía a los rusos la última tecnología, la más letal, la que era casi alienígena, aunque luego -porque los del politburó eran unos carcas, y los subsecretarios unos arrogantes, y los ejecutores unos psicópatas chapuceros- los americanos siempre salieran triunfantes de todos los enredos.

No había más que ver los Ladas que circulaban por nuestras carreteras comarcales, en los tiempos de la Guerra Fría, para sospechar que los soviéticos, de tecnología, iban más bien justitos, y que su apuesta estratégica era ganar la guerra por aplastamiento, y no por refinamiento, produciendo más misiles y más artefactos que nadie. Y así fue como se arruinaron, claro... Quiero decir que yo mismo, de adolescente, sin ser analista político ni sovietólogo de carrera, podría haber predicho el colapso de la URSS con sólo observar aquellos Ladas que eran como tanquetas cuadriculadas, hostia proof, eso sí, pero lentos, y poco estilosos, nada que ver con los coches americanos, y a siglos-luz de los automóviles alemanes, tan fiables y comodísimos.



 



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Toro salvaje

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De las primeras cosas que aprendes en la Facultad de Cinefilias es que Robert de Niro, para encarnar a Jake LaMotta jubilado, engordó casi treinta kilos para que el papo se le descolgara y la barriga le reventara los fracs de cuentachistes. Un autodestrozo del cuerpo que luego repitieron muchos otros con mejor o peor fortuna, pero siempre recordando que el pionero, el que lo dio todo por ganar un Oscar, o simplemente por planchar un papel como Dios manda, fue el gran Bobby de Niro. Su lunar en la mejilla, sin embargo, se le quedó tal cual, ni más ancho ni más gordo que antes, tan sano como una ciruela.

Lo que nunca nos han explicado bien es cómo Jake LaMotta -que escribió estas memorias tan jugosas y que incluso asesoró a Robert de Niro en los asuntos pugilísticos- tuvo la osadía, o la desvergüenza, o la absoluta indiferencia de sus santísimos, de permitir que el gran público conociera su faceta impresentable de ciudadano, de cuando se bajaba del ring y tenía que lidiar con las cosas que lidiamos todos: la familia, y la señora, y los gastos... Aunque en su caso, la verdad, no existe otra faceta distinta a la del boxeador, porque LaMotta todo lo arreglaba a hostiazos, sin distinguir lo que era el oficio y lo que era el tiempo libre, lunático y paranoico, y lo mismo le arreaba un puñetazo a la señora porque sospechaba de un adulterio, que le partía la cara a su propio hermano por sospechar que era él quien se la beneficiaba.

Y luego, en Toro salvaje, está lo puramente pugilístico, la otra transformación corporal de Robert de Niro, convertido ahora en un tipo musculoso, de abdominales aznarianos, que a decir de los expertos da el pego cantidubi en las escenas de combate. Pues bueno... Yo ahí ni pincho ni corto. Dios me llamó por los caminos indirectos del boxeo, que son las películas que lo retratan, pero no por el boxeo en sí mismo, crudo de moratones, y rojo de salpicaduras. Quizá porque de niño, en mi casa, el boxeo era un deporte que sólo poníamos en la tele para ver alguna pelea de Roberto Castañón, el peso pluma leonés que era campeón de Europa y nunca pudo serlo del mundo. Una vez, de chavales, en la piscina municipal de la Palomera, un amigo mío dijo que el socorrista -un tipo fornido y bigotudo- era él, Castañón, pero nadie se atrevió a acercarse para preguntárselo.




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Silencio

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Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita, el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa-  que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos: porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del cuerpo al lado del gozo del alma.

Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María, colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones, todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.

Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino, haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.




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El método Kominsky. Temporada 3.

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En algún momento crucial que ahora no recuerdo- y que quizá me pilló buscando una Coca-Cola en el frigorífico, o haciéndole una carantoña al perrete- El metódo Kominsky pasó de ser una comedia mordaz y molona, con diálogos que a veces daban ganas de anotar en el cuaderno para presumir luego de ellos como si fueran propios, a un drama sobre los problemas de la tercera edad que no necesita ser emitido en una plataforma de pago, o ser buscado como un tesoro en los outlets de internet. Porque como esta tercera temporada de las andanzas de Mr. Kominsky hay dos o tres truños cada día en las cadenas generalistas, allí donde aún quedan huecos de programación entre los anuncios.

Es verdad que en El método Kominsky siguen saliendo Michael Douglas y Kathleen Turner haciendo como una segunda parte imposible de La guerra de los Rose, dado que los Rose, si mal no recuerdo, murieron en mitad de su proceso de divorcio, tan jodido y amoral. Pongamos, entonces, que Douglas y Turner están en la tercera parte de Tras el corazón verde, pero ya retirados de la selva, claro, jubilados de la lianas y los tantarantanes, él reducido a un soplido y ella inflada en una bocanada. Pero ni aún así, ni siquiera por los viejos tiempos, ellos -¿elles?- consiguen remontar el vuelo de las tramas, rodeados de personajes medio bobos o medio listos, a saber, planos y huecos, nada incisivos en lo que dicen, o en lo que callan, como si hicieran una serie de no sé, yo mismo, soltando vaguedades y tonterías sobre la vida, en la cola del pan.

De todos modos, tampoco descarto que mi súbito distanciamiento con El método Kominsky no sea un asunto climático, un desfallecimiento de la atención provocado por las altas temperaturas que estos días azotan la meseta. No es lo mismo ver una serie en invierno, con la mantita, la sopita, los chuzos de punta cayendo al otro lado de la ventana, que verla ahora en verano, refrito, sudando, rascándote las picaduras de los mosquitos. Tanteándote las agujetas del cuello, ahora que diez meses después te has lanzado de nuevo a la piscina, moviendo los brazos al tuntún, descoordinado, cagándote en todo, como un Moussambani cualquiera de los Juegos Olímpicos de La Lorza.




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El velo pintado

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A veces tienes el amor de tu vida delante de los morros y no lo ves. Y lo dejas escapar. Es como vivir justo al lado de un repetidor de televisión, que no coges bien la señal, de lo próximo que estás, y te quedas sin ver el partido del siglo. A veces la persona ideal es tan obvia, y está tan a mano, a sólo una pregunta decisiva, a sólo un bostezo de la voluntad, que nuestro instinto desconfía, se inventa defectos ocultos, y prefiere torturarse de nuevo en amores imposibles, o en amores de tercera, que nunca nos harán felices.

A mí me pasó una vez, y todavía hoy, cuando repiten los highlights por la tele, me pregunto si la gilipollez supina tiene un suelo sólido, del que es imposible caer más bajo, o si, como me temo, es posible seguir excavando hacia niveles de estupidez más profundos. En fin... Me consuelo pensando que el mal de muchos es el consuelo de los tontos, y que hay más gente como yo en la vida real, porque de estas historias que se quedaron en el limbo de una duda, en la encrucijada de una ceguera, yo podría contar al menos otras dos, y muy cercanas además.

Y luego está el cine, claro, donde estos desamores son la trama fundamental de algunas películas muy notables. Lo que le pasa, por ejemplo, a Naomi Watts en El velo pintado es un despiste de manual. Un daltonismo erótico que viene descrito en algunos manuales de psicología: dejar de lado a ese marido que bebe los vientos por ella y liarse a polvos con el tío más bueno de Shanghái, cuando es obvio que ella no es la primera inquilina de su cama, y que tampoco, ni de coña, va a ser la última.

Es aquello que escribía Pessoa en el “Libro del desasosiego”, que las mujeres se pasan la vida esperando a hombres como nosotros, grises pero nobles, feúchos pero monógamos, quizá pasmados, pero por eso seguros, y luego, cuando nos encuentran, es como si fuéramos transparentes, y a través de nosotros vuelven a buscar al guaperas que tarde o temprano las dejará por otra mujer. Ellas quizá lo saben igual que nosotros, pero lo olvidan en el subidón de los orgasmos: que los tipos como Liev Schreiber en la película son tiburones del amor que si se detienen se ahogan, y se precipitan -y te precipitan con ellos- a los fondos abisales.





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El fundador

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Si esto fuera un blog de cine convencional, sujeto a las reglas del género, y por tanto volcado hacia lectores cultos que esperan mis palabras, yo ahora tendría que hablar de El fundador como película en sí, como decían los existencialistas, con su narrativa, y su trasfondo, y su legado -más bien escaso- en las retrospectivas del cine americano. Hacer, quizá, en el último párrafo, un acercamiento crítico a estos tipejos con traje y corbata que llaman emprender a pisar cabezas, robar ideas, evadir impuestos, chanchullar contratos, malpagar a sus trabajadores, y que encima, para más inri, quieren introducir el “emprendimiento” como asignatura obligatoria en la secundaria, para levantar el país, y formar un ejército de individualistas que aspiren por encima de todo al todoterreno, al chalet en la playa, al esquí en los Pirineos, al internado en Estados Unidos para el retoño, o la retoña... Esa tribu urbana, sí.

Pero yo, humano servidor, que alquilo estas páginas a un servidor inhumano para hablar de mi vida, de mi mundo, casi siempre de mis obsesiones políticas o sexuales, vengo a hablar de El fundador como película para sí, que era otra categoría de los objetos, en clase de filosofía. Recuerdo que estaba la cosa en sí, y luego la cosa para sí, aunque la cosa siempre fuera exactamente la misma, imperturbable a no ser que le aplicaras unas leyes físicas que se estudiaban en otro negociado: una patada, o una explosión, o el aliento hipohuracanado de Pepe Pótamo

Yo lo que quería contar de El fundador es que la he visto con mi hijo, que andaba de visita, y esa coincidencia ya es tan esquiva en el calendario que se ha convertido, por sí misma, en sí, y para sí, en todo un acontecimiento. El debate, además, ha estado muy animado, porque mi hijo tiene a veces un ramalazo emprendedor que yo trato de podarle con mis tijeras bolcheviques, heredadas de un abuelo que trabajaba en un koljoz: mira, hijo, y tal, está bien que quieras ganar dinero a mogollón, como este hijoputa de la película, pero antes está la ética, y la solidaridad, y la clase obrera que te trajo al mundo y todavía te financia la vida. Acuérdate de nosotros, tus ancestros del tajo, o de la fábrica, o del sueldico funcionarial, cuando hagas tu primer millón cocinando para la burguesía. 




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In the loop

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Aunque a veces nos parezca lo contrario, en el mundo de la política no existen más estúpidos que en nuestro contexto laboral o familiar. O vecinal. O parroquiano. Carlo Cipolla, el eminente estupidólogo que dejó escritas las leyes fundamentales de la estupidez, tan importantes para el desarrollo de la humanidad como las leyes de Newton, explicaba que el porcentaje de estúpidos es siempre el mismo mires donde mires, viajes donde viajes. Que no importa la edad, el género, la formación, el escalafón ocupado en la sociedad... Los estúpidos son una lacra que lo mismo carcome un Consejo de Ministros que un claustro de profesores, o que una discusión en el bar sobre un gol anulado por el árbitro. Y cuando hablamos de una discusión en Facebook ya ni te digo...

Los estúpidos lo mismo tienen acceso a la regadera de una huerta que al botón nuclear de los misiles. La estupidez -enseñaba Cipolla- es líquida, escurridiza, universal. Y, sobre todo, muy dañina, porque los malvados, al menos, obtienen un beneficio del mal que provocan, y de algún modo perverso mantienen el equilibrio en la Fuerza, el saldo neutro de la energía, pero los estúpidos, embotados en su propia estupidez, se dedican a joderlo todo sin obtener réditos personales, en un juego demencial que todo lo pervierte y todo lo desmorona.

Sobre la estupidez infiltrada en las altas esferas, Stanley Kubrick rodó hace sesenta años una comedia insuperable que se titulaba Teléfono Rojo: Volamos hacia Moscú, donde una acción coordinada entre los estúpidos habituales y los locos de remate nos mandaba a freír espárragos en las fogatas del uranio. Yo creía que esta película se quedaría así, única en su especie, hasta que un día, siguiendo la pista a estos dos tipos corrosivos que son Armando Ianucci y Simon Blackwell, me encontré una botella de ácido mezclado con veneno que ponía In the loop en su etiqueta. Una comedia en la que no paras de reírte y sin embargo no tiene ni puta gracia, porque cada sonrisa que te saca, cada carcajada que te arranca, se queda congelada al instante, en un escalofrío invernal y premonitorio.



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