Ocho y medio


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Cuando la película del día no deja un pensamiento decente que traer a este blog -un aprendizaje, un chascarrillo, un hilo del que tirar- me pongo a escribir sobre la incapacidad de la escritura, y salvo los muebles como puedo. Si no puedo decir nada enjundioso, explico, al menos, las razones de mi incapacidad. Como un cantante con la voz tomada que sale al escenario no para cantar, sino para explicar a su grey que anda cascado porque pilló un resfriado, o porque tiene un chiquillo que no le deja dormir. Es otro tipo de intimidad, y de comunión, con los seguidores. Con los  cuatro gatos del callejój, que me leen a escondidas.

    Como hace Fellini en Ocho y medio, salvando las distancias, que para salir de un atasco creativo hizo una película sobre la incapacidad de hacer una película. Sólo que a él, paradójicamente, le salió una obra maestra sobre el alter ego que fracasaba, mientras que el cantante que no canta, o el bloguero que no aporta, en realidad son dos farsantes que dan gato por liebre, y que harían mucho mejor guardándose las energías para otra ocasión.

    En realidad tengo varios Ochos y medios entre estos mil y medio escritos que versan sobre mi cinefilia, y sobre mi vida disfrazada en ella. Mucha metablogueridad, si se me permite la palabra. Muchas mañanas a lo Marcello Mastroianni, o a lo Guido Anselmi, en el balneario de mi casa, o en el set de mi oficina, incapaz de saber por dónde tirar, de pronto desgastado, repetido, aburrido de mí mismo. Absorto en un lejano recuerdo, ahora que me voy haciendo mayor, y que estas memorias salen de sus escondrijos como conejos en primavera. Abrumado por las preocupaciones de la salud, o del amor, o de los fichajes fracasados del Real Madrid. Avergonzado de mí mismo, de mi impostura pseudoliteraria, de mi criterio tan poco profundo. De mi magisterio tan poco edificante. Haciendo exégesis de los sueños nocturnos, siempre embarullados y con mensajes ocultos. Reencontrado, de súbito, con un fantasma, con un miedo, con una esperanza... Zarandajas que me apartan de la labor de escribir la entrada diaria. O más bien: de emborronar el blanco virginal de un Nuevo Documento…





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Puro vicio

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Inherent vice es el término legal que designa el defecto oculto de una mercancía. Una tara que no se ve al comprarla pero que termina por estropearla, y que faculta al comprador a exigir una compensación. En el contexto de esta película inexplicable, donde es difícil acertar con los argumentos o con las metáforas, se supone que esta expresión alude a la decepción final de los amores, pues todos llevamos de nacimiento un defecto que al principio no se ve, o que se prefiere obviar, en aras del amor, pero que tarde o temprano acaba por marchitar la relación.

     En la versión al castellano de la novela primigenia, el responsable de la editorial tradujo Inherent vice por Vicio propio, que ya sabemos todos las connotaciones que acarrea: el manubrio, el dedo índice, el consuelo de Onán, para que el lector abrumado por las novedades editoriales se quedara paralizado con el reclamo, apelado a su instinto, a su cerebro no racional, que es un truco muy viejo y muy burdo, pero muy efectivo. Sin embargo, al responsable de distribuir la película le pareció que eso de Inherent vice no se iba a entender, y que eso del Vicio propio sonaba a película clasificada “S”, de cines guarros de antaño, de factoría de Enrique Cerezo en la tele nocturna de Madrid. Así que se decantó por este Puro vicio que en realidad es una descripción bastante acertada de lo que se ve en pantalla todo el rato, si asumimos, claro está, que el sexo libre y el porro encendido son vicios que merezcan un tratamiento peyorativo.

     De todos modos, ya digo que esto del inherent vice está un poco cogido por los pelos, porque la película no se entiende muy bien. Y no es que uno ande un poco despistado, abrumado por otras cuitas, sino que es opinión general entre la feligresía de Paul Thomas Anderson: que esta película es un experimento que le explotó en las manos. Una osadía, esto de hacerle un homenaje porreta a El sueño eterno en el que apenas se entiende nada, y en el que se da a entender, además, que tampoco importa gran cosa entender las peripecias. Fascinante, hipnótica, ininteligible…




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A puerta fría

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No me gustan los vendedores. Me dan miedo. Los de tienda, los de gran superficie, los de puerta a puerta... Me da igual. Ellos vienen muy preparados, dispuestos a liarte. Van a cursos de psicología, de cucología, de técnica de ventas, y cuando ven a un pardillo como yo se lanzan en picado como lechuzas sobre el ratoncillo. Desconfío de ellos como de cualquier otro depredador de la selva urbana. Van a lo suyo, y no a lo mío, porque el cliente nunca tiene la razón y se parece mucho a un pollo por desplumar. 

    Sin embargo, en las películas que los retratan, uno simpatiza con sus dramas personales, porque suelen ser tipos que mienten por necesidad, que necesitan un par de whiskies antes de enfrentarse a la comedia de la ganga y del compadreo. En aquella obra maestra que se titula Glengarry Glen Ross, los comerciales eran unos pelmazos peligrosos cuyo objetivo era endosarle al cliente una finca de escaso valor. El espectador, sin embargo, omnisciente desde su sofá, sabía que estos tipos vivían amenazados por el despido, despreciados por sus mujeres, alcoholizados y fumados hasta el  borde del infarto. Uno acababa compadeciéndoles, y deseándoles la mejor de las suertes, a costa de estafar a los pobres incautos que preguntaban por sus productos. Una simpatía difícil de explicar, pero ustedes ya me entienden.


            A puerta fría es una película española que ha pasado sin pena ni gloria por los adjetivos calificativos. La he descubierto gracias a que en ella trabaja Antonio Dechent, que es un actor por el que siento una estima especial, y al que investigo de vez en cuando, a ver en qué proyectos anda metido. En A puerta fría, Dechent es un vendedor como aquellos de Glengarry Glen Ross, cincuentón y amortizado, al que están a punto de despedir en la empresa porque anda desganado y no sabe ni papa de inglés. Sólo la venta de cien videocámaras a los minoristas le salvará de la quema, y de la sustitución por una joven promesa del negocio. El problema de las videocámaras es que siendo cojonudas son carísimas, y ningún comerciante las quiere en sus escaparates, por miedo a comérselas con patatas fritas pasados los meses. En los dos días que durará la feria comercial, Dechent bajará a los infiernos para hacer acopio de todas las triquiñuelas: mentirá, enredará, amenazará, corromperá... Y entre decisión y decisión, se meterá varios lingotazos de whisky en el bar del hotel, sopesando a los clientes, escuchando a los compañeros, preguntándose por el futuro incierto de esta perra vida que le tocó en suerte.




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La casa de papel. Temporada 1

🌟🌟🌟

Lizza Minelli y Joel Grey cantaban en Cabaret que el dinero mueve el mundo. Y tenían toda la razón (del mundo). La Historia es la crónica de las grandes empresas que necesitan ejércitos para usurpar los mercados. Sólo hay que abrir un periódico de papel, o pinchar uno digital, para comprender que nada se pone en marcha o se queda paralizado si un tipo trajeado no descuelga su teléfono en la oficina de Wall Street.  

    Pero si el dinero mueve el mundo, el erotismo mueve a las personas. Cuando descendemos a la historia individual, a la de andar por casa, ya no es la billetera, sino el amor -o el sexo, como ustedes prefieran llamarlo- lo que impele a los seres humanos y condiciona sus destinos. Hay que ganarse el pan, claro, y alimentar a los hijos, y asegurarse una pensión para el día de mañana. Pero cubiertas las necesidades básicas, lo que de verdad nos excita o nos derrumba, nos edifica o nos aniquila, es la necesidad de echar un buen polvo, o de sentirnos amados por un tiempo más indefinido.

    En los primeros episodios de La casa de papel, todos los personajes son unos profesionales de la hostia, concienzudos y laboriosos, cada uno en su empeño de robar el dinero o de impedir el atraco. El Profesor, sin ir más lejos, es el tipo que yo siempre quise ser de mayor: un revolucionario amoral pero pacífico, estiloso, consecuente con sus ideas. Con un par de gafitas, sí, pero con un par de cojones. Un tipo preclaro que ya en el primer episodio avisa de los peligros de la jodienda. Porque él sabe que el erotismo, una vez desatado, es un demonio ciego que ya no entiende de razones, y que ni cien sacos de billetes podrán bajarle la temperatura. 

    Pero claro: entre su caterva de reclutados hay elementos que no se contienen, que sienten el hormigueo constante en la entrepierna -es muy jodido plantear un atraco con Úrsula Corberó de compañera. Y una vez que los millones del robo parecen asegurados, los delincuentes se relajan en la disciplina, y descuidan sus funciones. A partir de ahí, el frenesí sexual se extiende como un virus, o como una fiebre, o como una ola, que cantaba Rocío Jurado, y hasta el propio Profesor, devorado por su profecía, caerá en la cuenta de que el amor que es más importante que los millones o que las carreras profesionales.  

    La historia de un romance, en realidad, La casa de papel, y no de un atraco. Montañas de dinero reducidas a un simple McGuffin. 



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Border

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Ahora que sabemos que los cromañones y los neandertales entrecruzaron sus genes en prehistóricos ayuntamientos, y que todos llevamos en nuestro ADN la posibilidad de una nariz de boxeador, o de una ceja de gorila, no es extraño imaginar, como hacen en Border, que en algún rincón de la taiga sobreviva un linaje a medio camino del hombre con ordenador y del hombre con cachiporra. 

    En España, uno se imagina a estos híbridos arando el campo desde hace siglos, en algún villorrio perdido que no conoció ni a los celtíberos ni a los romanos: crodertales, o neanñones, que viven disimulados bajo la boina y bajo la faja, y que farfullan el idioma cuando el turista despistado, o el político que pide el voto, se acerca por allí para recordarles que hay una modernidad al otro lado de las montañas, o del mar de cereal.

    Pero la película Border está ambientada en Suecia, en el paraíso del bienestar, y allí los crodertales hace tiempo que viven entre las gentes, voluminosos y muy feos, pero trabajando por el bien de la sociedad. Hace milenios que los cromañones sacrificamos el olfato para desarrollar el neocórtex que nos trajo el lenguaje y la demagogia. Pero ellos, los grandullones de dientes amarillentos, todavía conservan una pituitaria capaz de detectar el miedo, la vergüenza, la excitación que emana de las glándulas sudoríparas. Es por eso que son muy valiosos como detectives de aduanas, como sabuesos de crímenes horribles. Los crodertales son inteligentes, serios, respetables, pero en los asuntos del corazón les va como el culo, claro, porque no hay fotografía que pueda embellecerlos en los foros del ligoteo, y hasta que no tienen la chamba de encontrarse con uno de sus iguales, y de que surja la chispa del amor, viven enfangados en la soledad y en la incomprensión. 

    Border, más allá de otras consideraciones sociológicas o antropológicas, es una historia sobre la posibilidad de ser correspondido en el amor cuando la vida ya parecía una resignación a la masturbación, y al beso no devuelto de las almohadas.





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Juego de Tronos. Temporada 8

🌟🌟🌟

Somos millones los súbditos de Poniente y de Saliente que ahora mismo, en sincronía, acariciando o aporreando los teclados, escribimos nuestras impresiones sobre el final de Juego de Tronos. Entusiastas y cabreados, analíticos y literatos, escuetos y pelmazos. Lectores de las novelas y espectadores de la tele… Es un ejercicio de pura vanidad venir a este blog para escribir algo que suene original, interesante. Todo está dicho ya, o va a decirse en muy poco tiempo. Pero tengo una disciplina diaria, me aburro si no escribo, y mis cuatro amigos se preocupan mucho si no me ven activo, puesto al día, imaginando que he vuelto a la dejadez, a la depresión, al que le den a todo por el culo, Juego de Tronos incluido. 

    Así que tengo que decir, para empezar, que el final del embrollo ha sido visualmente impecable, pero narrativamente infumable. Dentro de unos años nos quedarán las imágenes, poderosas, pero no el relato, descosido. Y la belleza de algunas actrices, claro... Los que ya transitamos la primera edad de las desmemorias, cualquier verano de estos, en la terraza del bar, nos pondremos a recordar y se nos traspapelarán las genealogías, y se nos volatilizarán los argumentos. En la traca final ha habido más capricho que coherencia, más prisa que desarrollo. Pero todo esto -insisto- ya está dicho.

    Lo que me ha quedado en las escenas finales es una congoja, una pesadumbre que no tenía nada que ver con los personajes. Ninguno de sus destinos trágicos me ha conmovido, salvo los de aquellos que murieron por amor. Al fin y al cabo, Juego de Tronos ha sido la revista ¡Hola! de la Edad Media: un reportaje a todo color de las casas reales, con sus palacios y posesiones. Reyes y reinas, príncipes y princesas, consortes e infantas, que entre matanza y matanza se ponían como el Quico en sus salones ceremoniales, mientras allá fuera, en los arrabales de sus capitales, los recaudadores de impuestos sangraban al pueblo llano con el látigo o la horca. Juego de Tronos ha sido exactamente eso, el ajedrez violento de los entronables, que salvo Tyrion y los Stark han sido todos unos hijos de puta muy despreciables. Muchas veces he echado de menos a un Robespierre que plantara la guillotina en mitad de la plaza para terminar con tanta tontería en una sola mañana de trabajo...
  
    No: mi congoja ha sido personal, íntima, la conciencia súbita de que todo esto ha pasado como un rayo por mi televisor y en realidad hace ya ocho años que empezó la zarabanda. Cuando Canal + estrenó Juego de Tronos yo ni siquiera era un cuarentón, y ahora ya tengo preocupaciones propias de un señor mayor: la salud, y la soledad, y el tiempo que me queda por disfrutar… Se me ha vuelto a escurrir la vida entre los dedos, mientras veía la tele.





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Amarcord

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La adolescencia es una película porno que nunca termina. Un amigo mío recordaba su pubertad como el destello intermitente y cegador de un anuncio de puticlub -sexo, sexo, sexo... Las luces del deseo, que se encendían y se apagaban con la regularidad de un faro, de un púlsar cósmico que jamás dejaba de girar. La erección de la mañana y la paja en el baño; el escote de la compañera y las piernas de la maestra, el tetamen de las viandantes y la farmacéutica que sonríe; la chica en el telediario y el beso en la película; la revista guarra y el VHS clandestino. El anhelo desbocado de los cuerpos en primavera. La polución nocturna y el sueño erótico. El beso a la almohada. La desesperación de poseer un cuerpo que no fuera uno imaginado. La chica de la que estábamos enamorados en la distancia, inalcanzable y preciosa. Y de nuevo el despertar erecto, la paja en la ducha, la condena del deseo inextinguible, del fuego que se reaviva en cada intento de apagarlo. La maldición del sexo, que arruinó nuestra vida despreocupada y feliz, apegados a un balón, y a los payasos de la tele.

    No todo va a ser follar, cantaba el maestro Krahe, pero en la adolescencia hay una radiación de fondo, una hilo musical, una miasma en el ambiente, que todo lo perturba. Una feromona que siempre anda revoloteando, incordiando, porque la exudamos nosotros mismos. Cuando Fellini se puso a recordar su adolescencia en Amarcord, le salieron unas memorias traspasadas por el sexo, y lo mismo en los desfiles fascistas que en las fiestas del pueblo, en las andanzas familiares que en las desventuras escolares, siempre había una mujer a la que desear, una chica a la que cortejar, una prostituta a la que espiar, una estanquera a la que resoplarle entre las tetas… En Amarcord Fellini no se pone ñoño, ni tonto, ni quiere vendernos la moto de una pureza o de una inocencia de poetastro. La adolescencia es sucia, obsesiva, y muy triste. Su recuerdo huele a semen, a lágrimas, a vergüenza. El humor nos salvó entonces de la desesperación, y el humor es el único filtro que nos permite recordarla con decoro.




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La Strada

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Gelsomina está en edad de merecer, pero ningún hombre valora sus merecimientos. Ella es pobre, poco agraciada, medio lela, y además no sabe cocinar. En la posguerra italiana, como en la posguerra española, su destino más probable hubiera sido el convento, encargada del huerto comunal, o de la recogida de expósitos en el torno. Pero Gelsomina, que vive sin teléfono en una casa que además no figura en los distritos postales, todavía no ha recibido ningún mensaje del Señor. Su familia, enfrentada al dilema de cómo alimentar a n polluelos con n-1 gusanos, decide venderla por diez mil liras al mejor postor; y así, de buenas a primeras, en el tiempo que se tarda en meter cuatro trapos en una maleta, se descubre recorriendo las carreteras secundarias -y muchas de las terciarias- en la furgoneta de Zampano, que es un forzudo que la utiliza de figurante en sus performances pueblerinas, y que se acuesta con ella en las noches más crudas del invierno, cuando las prostitutas del lugar no están disponibles para él, o arrecia la Cuaresma en los páramos del calendario.

    Ahora que está de moda hablar de las relaciones tóxicas, La Strada podría ilustrarlas en las facultades de psicología. Pero La Strada no serviría para ilustrar el camino correcto de la liberación, de la autoafirmación de quien dice: "hasta aquí hemos llegado, bonita, o que te den por el culo, mamón". La pelicula serviría, como mucho, para advertir que a veces, simplemente, no se puede, o no se quiere, salir del laberinto. Que a veces, como Gelsomina, nos quedamos varados como ballenas en la playa, y que aunque llegan las olas que podrían devolvernos al mar, y los helicópteros que nos tienden la cuerda del rescate, nos quedamos atados al vínculo por una convicción muy íntima, intraducible para quien nos escuchaba y aconsejaba. Porque Zampano es un homínido apenas evolucionado, un hombre simple que piensa en términos estrictos de supervivencia y desfogamiento sexual. Las florituras de la vida sólo le confunden, y le despistan de su oficio. Gelsomina lo mismo podría ser para él una mujer que una burra, una muñeca hinchable que una esclava de Babilonia. O eso es al menos lo que él cree, tal vez embrutecido sin remedio por la pobreza. 

Ya será demasiado tarde cuando descubra que ese mariposeo que sentía al despertar junto a Gelsomina, o al rematar con ella una función, era el amor que él creía tonterías de las novelas que nunca leía.




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El ejercicio del poder

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El ejercicio del poder es una película francesa que viene a ser como El ala oeste del Palacio del Elíseo. Va de hombres trajeados que nunca pasan por casa y siempre están reunidos en algún despacho, o viajando a toda hostia en coches de cristales tintados. Si en El ala oeste de la Casa Blanca los funcionarios son todos unos bonachones incapaces de robar un clip o de soltar un mal taco, porque lo suyo es trabajar hasta la extenuación por el bienestar del pueblo americano, aquí, en El ejercicio del poder, sale mucho hijoputa que dice ser benefactor de la patria y luego trabaja para las grandes corporaciones que se comen el Estado a bocados.

       El protagonista de la película es el ministro de transportes, un cincuentón estresado que se enfrenta, él solito, con un par de cojoncillos todavía socialistas, a la política de privatizaciones que está emprendiendo su propio gobierno. El ministro no es que sea precisamente un rojo de esos que aún salen en las películas de Guédiguian, pero añora la vieja grandeur del Estado francés. Teme, además, porque lo primero es seguir en la poltrona y luego servir al electorado, que la plebe se rebele contra las medidas y la oposición suba como la espuma en las encuestas. El problema de la película, que es ilustrativa y densa, es que no hay quien se crea a este personaje. A nadie se le escapa que el presidente ficticio del Elíseo es un trasunto de Nicolás Sarkozy, el entusiasta demoledor de la infraestructura pública. ¿Qué iba a pintar, en su gabinete, un ministro de transportes como éste? A un disidente de la línea oficial le iban a dar, como mucho, una alcaldía en el pueblo más apartado de la Bretaña. No una cartera ministerial de esta importancia estratégica. La ocurrencia del guionista anima el debate, las dudas, el intercambio de impresiones. Crea una tensión dramática que te mantiene casi dos horas siguiendo los pactos y las traiciones. Pero ubica la película en el territorio de la ciencia-ficción, y no en el de la realpolitik, que era el asunto que nos atraía en un principio.


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Viaje al cuarto de una madre

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En los primeros tiempos de mi cinefilia sólo había un puñado de directoras españolas: Pilar Miró, que venía de vuelta, e Icíar Bollaín, que hacía sus pinitos, e Isabel Coixet, que ya aburría a las ovejas de antaño. También Gracia Querejeta, con sus aires británicos, y Josefina Molina, que acabo de recordarla en la Wikipedia… Luego, gota a gota, se fueron incorporando más señoras al oficio, y más señoritas, y nuestro cine empezó a conocer otras historias y otros tonos narrativos. Un porcentaje poco trascendente, más simbólico que otra cosa, que dejaba muchas películas para el olvido y sólo un ramillete para el recuerdo. Porque el cine -sea de hombres o de mujeres- es como la búsqueda del oro en el Yukón, y hay que cribar mucha piedra para encontrar la pepita que compense los intentos fallidos, los tiempos desperdiciados, las riñonadas de coger malas posturas en el sofá.


    De pronto, en los últimos años, las mujeres han decidido -o por fin las han dejado- entrar en tropel, asaltar la ciudadela, disputar a brazo partido el manejo de las cámaras. Ahora, todos los meses, en la revista de cine, aparecen al menos tres películas españolas con firma femenina. El hecho, en lo que tiene de movida generacional, de entrada de aire fresco, es por supuesto para aplaudir. Pero uno empieza a darse cuenta de que a esas películas los críticos les ponen estrellas de más, adjetivos de regalo, retóricas de poetiso, como si ejercieran una discriminación positiva o quisieran dar un empujón de veteranos paternalistas. Es comprensible, y hasta disculpable, pero uno empieza a fiarse cada vez menos de sus críticas, a ponerse en guardia.

    Películas como Viaje al cuarto de una madre ayudan más bien poco a animarse. Mientras los articulistas volaban por las nubes, la cinefilia de tropa se empotraba contra un muro. Una hija que se va, una madre que se queda, habitaciones silenciosas y rutinas rutinarias. Hora y media de… nada. Correcto, plomizo, olvidable tras el sueño de la noche. Uno preferiría que a partir de ahora, consolidado el fenómeno, los críticos dejaran de ser tan corteses. Que se olviden de quién coño o de quién polla dirige la función, y nos digan, simplemente, si merece la pena asomarse por el teatrillo.


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Un asunto de familia

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No saber apreciar la belleza donde otros sí la encuentran es una experiencia humillante. Yo vengo del arrabal, del cine blockbuster, del fútbol de los domingos. Y aún así, por un poco de dignidad, me esfuerzo por asomarme a la cinefilia y a la intelectualidad, arriesgándome a recibir ese revés de nuestro ego. Esa confirmación de nuestra impostura. 

    Nos hubiera gustado ser más cultos, tener el morro más fino, percibir la esencia de las cosas sofisticadas y hermosas. Pero nos quedamos en el intento. Nos gustaría ver una ópera sin estar pensando que todo aquello es ridículo: gordas que cantan, y obesos que se desgañitan, dos arias maravillosas que no compensan el tedio de dos horas de pasmo y acomplejamiento. Leer Los hermanos Karamazov sin sufrir sudores a partir de la página 30, aburridos, desinteresados, abrumados por las mil páginas que restan para el final. Nos gustaría ir a un museo de arte moderno y no tener la molesta sensación de que todo el mundo está conchabado, en el ajo, riéndose de nosotros por no saber apreciar algo que en realidad no hay que apreciar. Quizá una trampa, una risa, una cámara oculta. Leer un libro de poesía sin tener que releer cada estrofa cinco veces para descifrar el sentido oculto de esas palabras amalgamadas, inconexas en apariencia, que lo mismo pueden aludir al amor perdido que al huevo frito de la comida. Ir a un concierto de música clásica y saber cuándo termina la pieza para no aplaudir a destiempo. No taparnos los oídos cuando tocan las Cacofonías Horrísonas de Bartók, o no hacer el ridículo tarareando por lo bajini las melodías eternas de Mozart...

    No. Hay cosas que están vedadas para los chicos del barrio, para los Boyz N the Hood. Otros tuvieron la suerte de estudiar en Madrid, o en Barcelona, de mamar en los foros, de aprender en los ateneos, de arrellanarse en los cineclubs, de rodearse de gente instruida que poco a poco les fue quitando el pelo de la dehesa y el vello del entrecejo. Supongo que es así como llega uno a apreciar películas como Un asunto de familia, a extasiarse con ella, a ponerla de obra maestra para arriba. A extraerle todo el jugo, como decía el profesor Keating. Oh capitán, mi capitán… La sensibilidad, en una palabra. Desde mi lejana pedanía, Un asunto de familia se ve, se sigue, remonta en las peripecias finales. Japoneses pobres -que también los hay- ganándose el sustento como pueden, en el latrocinio, en el porno, en la estafa a los presupuestos. Un poco celtibérico todo. Interesante pero aburrido.

     Cuando termina la película, pongo otro canal donde están hablando de la crisis del Madrid. Los fichajes y las ventas. La renovación del vestuario. Tenía un sueño terrible, pero de pronto me siento desperezar. El fútbol ha conseguido lo que no logró la Palma de Oro en Cannes. Es para dimitir del empeño…



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Mula

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Dentro de mil años, cuando de nosotros ya no queden ni el recuerdo ni las pestañas, quedará, con un poco de suerte, el apellido. Esto es lo que decía Tywin Lannister en aquel soliloquio bajo la carpa que definía los empeños de su vida.  Claro que esto lo decía en los tiempos muy antiguos, cuando el apellido paterno prevalecía por ley, y existía una cadena reconocible que unía a los antepasados con sus descendientes…
   
    Tywin Lannister, atravesado por la melancolía de Ozymandias, se lamentaba de que tarde o temprano se perderán nuestros textos y se destruirán nuestras obras. De que todo lo que comimos y viajamos, bebimos y follamos, quedará congelado en una región inaccesible del espacio-tiempo (bueno, él no decía espacio-tiempo, pero creo que nos entendemos). También se perderán los lagrimones y las desgracias, y los tiempos estúpidos que pasamos haciendo cola o viendo majaderías en la tele. Todo. Ni siquiera nuestros genes conformarán ya individuos familiares, reconocibles, porque se mezclarán y se extraviarán en las cien coyundas de las próximas generaciones, y en nuestro tataranieto ya sólo quedará un residuo de lo que nosotros fuimos, un escorzo de la nariz, o un lunar en el culo. Nos iremos por el retrete del tiempo como zurullos que una vez fueron comida fresca y palpitante, y pasaremos la eternidad en un mar oscuro y profundo que no es navegable y además no figura en ningún mapa.

    Pero ahí arriba, en la biosfera, alguien seguirá llevando nuestro apellido aunque sea de un modo simbólico, en el primer lugar de la ristra, o en el octavo, ocho apellidos vascos, o murcianos, y ese hilo muy fino nos seguirá uniendo de algún modo con la vida. Esa es la enseñanza de papá Lannister que el viejo Earl Stone, en Mula, asume casi al final de su vida. En sus casi noventa años, el viejo Earl ha hecho de todo menos cuidar a su prole: ha combatido en Corea, ha cultivado flores, ha ido de flor en flor, y ahora, para tapar unos cuantos agujeros, ejerce de mula para una banda de narcos chapuceros que Héctor Salamanca o Gustavo Frings se cargarían con un simple pestañeo. Earl Stone ha comprendido que las flores se pudrirán, que sus amantes se morirán, que los mexicanos le asesinarán tarde o temprano... Que dentro de cien años Corea será un país finalmente unificado por las aguas del Pacífico, que lo anegarán en la subida climática de los océanos. Una vida entera hecha filfa, triturada, que sólo habrá dejado el legado sólido de su progenie. Ésa que ahora ya se atreve a visitar, y a mirar a la cara, en las bodas y en los funerales, reconciliado con el sentido de la vida que los Monty Python tanto buscaron y jamás encontraron.  





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El vicio del poder

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El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.

    Cuando Armando Ianucci quiso hacer sangre sobre la casta política de los americanos, se fijó en este cargo tontorrón para convertirlo en el eje de sus maldades, y así nació la mejor comedia televisiva de los últimos tiempos, Veep, que la próxima semana se nos despide del cargo. El vicio del poder es otra comedia sobre la dura tarea de levantarse cada mañana para ser vicepresidente en Washington, pero en este caso, al apagar el televisor para ir a mear y lavarnos los dientes, no nos queda el consuelo de decir que menos mal, que todo era ficción, teatrillo filmado en un estudio de Hollywood. Para desgracia del mundo contemporáneo, Dick Cheney -al que yo por cierto daba por fallecido, pero ahí sigue, con sus muchos infartos echados al coleto- fue un vicepresidente muy real, y mucho más que eso: un presidente en la sombra, la Mano del Rey Bush cuando éste ocupó el Trono de Hierro gracias a los banqueros de Braavos, que veían peligrar sus inversiones en el acero valyrio de los armamentos.

    Mientras George leía comics en su despacho o asaba costillas en su rancho -incapaz, posiblemente, de situar Afganistán en un mapa, o de leer un memorándum sin perderse en la cuarta línea- Cheney, que jamás pudo optar a la presidencia porque tenía una hija lesbiana que hubiera sido su talón de Aquiles en cualquier campaña, se inventaba aquello de las armas de destrucción masiva en Irak, y alentaba el uso de la tortura en los campamentos de la CIA. Convertía el cargo de Presidente en un puesto prácticamente dictatorial, y promulgaba leyes para que los ricos dejaran de pagar impuestos que sólo servían para subvencionar la vidorra de los negros y los pobres. Un tipo al que idolatraba nuestro José María Ánsar… Pues eso.




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Veep. Temporada 7

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Ahora que termina, creo que en todo este tiempo he sido el único espectador de Veep en cincuenta kilómetros a la redonda. Al otro lado de los montes, en cualquier dirección en la que yo mire, existen otros fieles que programaron su cacharro del Movistar + para grabar los episodios, o que los descargaron puntualmente de los barcos pirata que surcan el océano. Pero aquí, en este circo glaciar, en este valle del Noroeste, he sido la única carcajada disonante que resonaba por las laderas. El ermitaño de la comedia, o el loco de la colina. Todas mis amistades -que yo presumía sintonizadas en la misma frecuencia, partícipes de la misma vibración- naufragaron en el segundo o tercer episodio de Veep, mareados por los chistes, incrédulos por los personajes, ofendidos, incluso, de que en los tiempos actuales se ridiculice a una mujer que ha roto el techo de cristal y ha clavado una pica en Flandes, Distrito Federal. 

    Aún no había finalizado la primera temporada y ya estaba yo sólo en mi isla del náufrago, viendo episodios de Veep sin poder comentarlos con nadie, que es una tristeza reduplicada, la del sofá solitario y la del silencio tertuliano. Yo luego venía aquí a escribir mis humoradas, a ver si algún despistado se animaba a entrar en debate, a comulgar de la misma hostia consagrada. Pero este blog, ay, orbita en una región muy apartada de la galaxia, un lugar oscuro por donde no pasan ni las naves de la República ni los cargueros de la Federación de Comercio. Soy un habitante de Veep clamando en el silencio del esdpacio...


    Así que llevo siete años riendo para mis adentros, sacando mis propias conclusiones, en este salón que a veces es comedor comunal y a veces celda de cartujo. En este ¿septenio?, mi vida ha sufrido la lampedusiana contradicción de cambiar por completo para quedarse como estaba. Pero ahí fuera, detrás de la ventana, el mundo de la política no ha leído El Gatopardo, y se ha vuelto tan travieso y delirante, tan ridículo y mezquino, que Veep ha terminado por ser un reflejo de la realidad, un docudrama de los periódicos, y no una comedia que pretendía hacer parodia y exageración. Los guionistas de Veep se han dejado las pestañas, y las meninges, en parir personajes cada vez más exagerados, caricaturas ya de la caricatura, pero la realidad les ha adelantado contumazmente por la autopista, verdaderos autos locos conducidos por políticos que han trascendido la carne mortal para hacer idioteces y soltar barbaridades más propias de un cartoon. Veep, que parecía la descojonación pura, nos ha dejado la sonrisa congelada.




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¡Que vienen los socialistas!

🌟🌟

Desde este sofá del siglo XXI las películas de Mariano Ozores se nos han quedado chapuceras, zafias, un poco impresentables también. Las señoritas de Ozores se desnudaban porque sí, porque estaban muy ricas, sin mayores exigencias del guion, y los protagonistas se las zumbaban o jugueteaban con sus cuerpos como invitados a una fiesta de Berlusconi, lo mismo solteros que casados, viudos que prometidos. 

    Por entonces nos descojonábamos, no le dábamos importancia, sentíamos envidia de no formar parte de la jodienda nacional que se vivía por Madrid y Barcelona. Pero ahora que somos ciudadanos reeducados nos sonrojamos, y hacemos hasta que nos escandalizamos, si vemos las película en compañía. En las operetas de Ozores casi todos los chistes son juegos de palabras sin gracia, tonterías de caca y culo, teta y muslamen. Y no es que ése fuera el humor de nuestra adolescencia, del que todavía nos queda un deje y una querencia; es que era el humor en general, el de Televisión Española y  las casetes en las gasolineras. 

    Las películas de don Mariano dan un poco de vergüenza, sí, pero son el documento de una época, que es una expresión que queda muy docta, muy de tertuliano, de bloguero con ínfulas. Yo me asomo a sus peliculas de vez en cuando para reírme con alguna tontaca, y recordar los viejos tiempos. También para cargarme de razones cuando digo que en realidad hemos cambiado un huevo, los españoles, y las españolas, aunque cunda el pesimismo entre los reformadores de las costumbres, y los predicadores de la corrección.

    Tanto hemos cambiado en estos otros forrenta años -que hubiera dicho Forges- que ya ni los socialistas infunden miedo, porque los socialistas verdaderos ya son cuatro gatos del callejón, y viven diseminados y amordazados en partidos de pacotilla. El gran partido que dice representarlos ya no es socialista ni es obrero, sino español solamente, como cantaba el otro maestro, Javier Krahe, en la canción que le costó el ostracismo. Ahora los sociatas son vecinos de urbanización, compañeros de pádel, compadres del Casino; colegas, incluso, del Consejo de Administración.


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El acorazado Potemkin

🌟🌟🌟

Hoy vengo a confesar, padre, aparte de muchas cosas sexuales que son el grueso de mi perdición- que El acorazado Potemkin es una película que ya se me atraganta en las retinas. Que me marea, su montaje, y que me aturde, su partitura. Que mis ojos de preanciano, y mis neuronas de postjoven, ya no procesan los planos ametrallados en la escalera de Odessa, que es magistral, no lo niego, como en la secuencia final, con los cañones que parecen que van a disparar pero nunca disparan, como penes erectos que nunca se corren. Pero que todo esto ya me abruma y me cansa y me deja hasta un poco indiferente. 

    Hoy vengo a confesar, padre, que mi rojo corazón -porque el comunismo no ha dejado de ser pecado- se sigue conmoviendo con la bandera roja ondeando en el mástil del acorazado, y que hasta levanto un poco el puño para corear los gritos de la marinería, y me solidarizo en su protesta contra la carne agusanada, tovarichs de la Revolución Fracasada... Pero que no es suficiente, padre, este alegrón del viejo bolchevique, para contener el tedio general, el bostezo irreprimible. Que caiga la careta, que cese la impostura, que vuelen libres lo pajarillos de la opinión, toda la vida enjaulados como rehenes de los zares, en las cárceles de las entrañas, piando su descontento.

    Cuánta palabrería, padre, y cuánta gilipollez, cuánta monserga de guacamayo que sólo repite lo que un día leyó o escuchó de los entendidos. El emperador -que en este caso es el zar de todas las Rusias- cabalga desnudo, y el acorazado naufraga en la modernidad de mi incultura. Al acorazado de verdad lo desguazaron diez años después de la rebelión, por obsoleto, pero la película sigue ahí, inoxidable, fondeada en los libros canónicos y en las listas de los críticos, desafiando al primero que ose criticar, romper el consenso, señalar que hay gusanos del tiempo en su celuloide ya caducado. Hoy me siento marinero bigotudo, padre, y bolchevique, dispuesto a desafiar a los oficiales del zar.



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Training Day

🌟🌟🌟

Aquí, en el colegio de Educación Especial, también existe el Training Day para los que aspiran a patrullar estos pasillos y convertirse en agentes de la ley educativa. Por estas fechas de la primavera, las candidatas al puesto -pues la mayoría son mujeres, en sesgo profesional que merecería sin duda una tesis doctoral- se presentan en las puertas del centro como Ethan Hawke en su primer día de detective, armadas con sus carpetas de reglamento y sus bolígrafos de alto calibre. 

    Aunque presuponemos que todas vienen bien formadas de la Loca Academia de Magisterio, son muy pocas las que han tenido contacto previo con alumnos discapacitados: las que ya conocen los saludos efusivos de los Down o a los desdenes gélidos de los autistas. La mayoría viene in albis, a verlas venir, o ha oído leyendas urbanas sobre alumnos que se sobrepasan, alumnas que se abalanzan, espontáneos que aparecen de sopetón por los pasillos. Así que pasan su Training Day con la guardia subida y los nervios en tensión, pegando respingos, saludando al aire, interaccionando torpemente con los niños que se acercan curiosos o se alejan indiferentes.

    En los viejos tiempos del colegio, yo hacía de Denzel Washington con las novatas que pedían conocer a mis alumnos, que en principio son los más problemáticos del elenco. Me ponía muy docto con ellas, y muy cínico también, dándomelas de profesor veterano que había sobrevivido a varios Vietnams educativos, con arañazos en las brazos y posos de sabiduría en el expediente. Un tutor de prácticas que conocía las triquiñuelas del oficio, los atajos, los santos remedios. “No hagas caso de lo que te enseñan en la Facultad, María, o Engracia, que ésta es la verdadera universidad del día a día…” “Una cosa es la teoría de los libros y otra la práctica de las aulas…” “Aquí quisiera ver yo a tus profesores de pedagogía, batiéndose el cobre, o dando el callo…” Gilipolleces por el estilo que ahora me da mucha grima recordar. Postureos de macho engreído como los del tal Alonzo de los cojones....



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