Air

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Como tenía mucho sueño no llegué a ver el final de los títulos de crédito. Pero quiero creer, porque Matt Damon y Ben Affleck son chicos muy majos, que ningún niño del Sureste Asiático fue maltratado en el rodaje de esta película. Es un consuelo que la película esté en sus manos y no en el ex CEO de Nike al que aquí tanto glorifican. Porque si de él hubiera dependido, habría puesto a los chavales a pulir lentes o a pintar publicidades a cambio de cuatro centavos y una palmadita en la espalda. Lo mismo que les paga por la manufactura de las Air Jordan, quiero decir. Menudo es, el tal Phil Knight, cuando se trata de obtener beneficios. 

Aquí, en cambio, nos lo ponen de filántropo achuchable porque habrá puesto muchas pelas para financiar el proyecto. “Air” es una película, pero también es un blanqueamiento de su ojete ya octogenario. Una master class para dermatólogos y esteticistas.  Leo en internet que tales blanqueamientos se hacen empleado cremas y rayos láser de las galaxias, pero aquí lo hacen a puro lengüetazo, al método tradicional, como corresponde a unos vasallos que sirven bien a su señor. 

“Air” cuenta la historia de cómo Nike convenció a la madre de Michael Jordan para que su hijo firmara por ellos y no por Adidas, que ya tenía al jugador casi atado cuando salió elegido en el draft. “Air” es entretenida, molona, puro vintage para los cincuentones que vivimos todo aquello mientras jugábamos al baloncesto en el colegio. A mí, la verdad, las Air Jordan me daban exactamente igual, pero para otros se convirtieron en un objeto de adoración al que atribuían propiedades mágicas de suspensión en el aire. Al final daba igual llevarlas que no: el que era bueno era bueno y el que no seguía lanzando unos tiros lamentables. Pero eso sí: las niñas se pirraban por unos pinreles bien envueltos en el producto. 

Yo nunca las quise. El comisario político de León nos lo tenía prohibido a los niños comunistas. Pero es que además mis padres nunca me las hubieran comprado: costaban un cojón de mico y medio huevo de pato. Yo siempre llevé las "Paredes Street", que era como llamábamos a las Paredes baratas en la clase turista de nuestros vuelos.




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Californication. Temporada 7

🌟🌟🌟🌟

“Californication” es una serie incomprendida por las almas puras y los cuerpos ascéticos. Aunque en ella lluevan los polvos y se hable mucho sobre fetichismos raros y sexualidades compulsivas, siempre fue una serie sobre la búsqueda del ideal romántico y la pareja definitiva. Casi una novela de caballerías. Una adaptación muy libre de Don Quijote de la Mancha -aquí don Hank de Nueva York-, que buscando a su señora no se las tiene tiesas con bandidos en las mesetas, sino con mujerazas en las alcobas. 

En “Californication” todo el mundo busca el amor eterno y la ceremonia de fidelidad, y solo la contrariedad, o el azar, o el capricho de los dioses, hace que otras parejas irresistibles se interpongan en el afán.  “Californication” también podría ser una adaptación muy libre de la Odisea: si Ulises cruzó el mar Egeo para regresar con su amada Penélope, Hank cruzó siete temporadas para recuperar a Karen, la mujer sin apellido.

El final de la serie quiere ser bonito y esperanzador. Hank Moody, a lomos de su coche Rocinante, convencerá a Karen de que juntos se comerán las perdices de California hasta el final de sus días. Los espectadores, sin embargo, sabemos que Hank Moody no tardará en visitar sigiloso otros dormitorios, porque los machos alfa son así y no lo pueden evitar. Yo no dudo de que Hank esté enamorado, pero nadie de sangre caliente podría resistir la tentación continua de esos pibones que se le ofrecen. Que se le tiran literalmente encima y a todas horas. Ya escribí en otra crítica que los que presumimos de ser fieles y monógamos puede, simplemente, que no hayamos recibido las suficientes tentaciones. Quizá no seamos más que melones por abrir, invisibles para el diablo, con tanta virtud de la que vamos presumiendo por ahí. 

No quiero ser un aguafiestas, pero en la última escena de la serie suena de fondo el “Rocketman” de Elton John: el grito libertario de un astronauta que no puede parar quieto en el hogar, en la Tierra, al lado de su familia. 





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La octava mujer de Barba Azul

🌟🌟🌟


A Michael Brandon no hay mujer que lo aguante: es un tipo torpe, medio autista, obsesionado con el trabajo y con los horarios. Pero es muy alto, y guapetón, tanto que se parece mucho a Gary Cooper, que ya está en los cielos. Y lo más importante de todo: está forrado. Sus inversiones en la bolsa de Nueva York van viento en popa a toda vela. No cortan el mar, sino que vuelan. Presumimos que bajo la fortuna de Michael Brandon, apisonados en los cimientos, hay un montón de familias depauperadas y medio muertas de hambre. Pero esto es una película de Ernst Lubitsch y aquí se viene a ver una comedia romántica de las de antes, con puertas que se abren y se cierran para dar a entender que hay escarceos sexuales.

Michael Brandon no es el Barba Azul de los cuentos, ni el Enrique VIII que dicen que inspiró al personaje de Perrault (gracias, Wikipedia). Brandon no asesina a sus mujeres y luego las guarda en un desván: simplemente se divorcia de ellas y después las indemniza con un pastizal. A él no le importa demasiado el dinero, y además no sufre el mal del romanticismo. Brandon sabe que las mujeres se encaprichan de él del mismo modo que él se encapricha de ellas, y que en estos niveles de la abundancia y de la belleza, el amor no es más que un juego alegre de encuentros y despedidas. El romanticismo es una enfermedad que solo padecemos los pobres y los feos, que siempre preferimos el pájaro en mano a los ciento volando.

Es por eso -porque el suyo es un espíritu libre y jovial- que cuando Michael conoce a la pequeña pero guapísima Nicole, no se enfada porque ella sea una buscavidas sin disimulos. Michael y Nicole se casarán con el único objetivo de pasárselo bien durante unas semanas y luego divorciarse. Ella obtendrá el dinero y él mantendrá su reputación de hombre insumiso. Con lo que no contaban - ay, pobres tortolitos- es que la sinceridad es el afrodisíaco más potente que existe, capaz incluso de contrariar la voluntad de los amantes más egoístas y casquivanos.


                             


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The lost king

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Dentro de 500 años, cuando una historiadora amateur quiera honrar los restos mortales de Juan Carlos I, seguramente no tendrá que consultar mapas antiguos ni buscar bajo el asfalto de ningún aparcamiento. Puede que entonces, para empezar, ya no existan los aparcamientos sobre tierra y los coches, todos voladores, duerman sus descansos suspendidos de las nubes. 

España, dentro de medio milenio, seguirá siendo una monarquía como Dios manda, y el monasterio de El Escorial seguirá albergando los féretros de la familia Borbón y sus consortes asociados, todos muy bien identificados con su plaquita y su registro de ADN. Los sucesivos responsables de Patrimonio Nacional tendrán que ir ampliando el panteón, eso sí, porque va a haber reyes -y reinas- para dar y tomar, tan prolíficos como son, unos más tontos que los otros, otras más guapas que las demás. En una esquinita del monasterio, por ejemplo, yacerán los restos mortales de Leticia Ortiz, nuestra reina de ahora, la honoris causa, que serán el recordatorio de que la belleza sin par no es más que una configuración efímera de la materia. Yo por entonces también seré polvo como ella, más polvo enamorado de su recuerdo.

Dentro de 500 años -porque el género humano es así de extravagante y se aburre mucho en el hogar- existirá otra Philippa Langley que viendo un documental sobre nuestro Juan Carlos pensará: “Puede que en el fondo no fuera tan mal tipo como lo pintan. Asesinaba animales inocentes, es verdad, y tenía manejos oscuros con el dinero. Se acostaba con mujeres que no eran su mujer y vivía tan distanciado del pueblo que apenas pisaba las playas y las plazas, siempre de regatas o sobrevolando en helicópteros. Pero joder: nos trajo la democracia envuelta en celofán, y rompía las líneas para saludar a los piojosos y a las cejijuntas, todo sonrisa y campechanía. Así que voy a reivindicar su figura y tal y tal. Si la historia le devolvió la honra a Ricardo III de Inglaterra, qué menos que se la devuelva al Juancar I de España, que además una vez pidió perdón a la concurrencia”.



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La calumnia

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Puede que le hayan caído los años encima, pero a mí me gusta mucho “La calumnia” porque también me calumniaron una vez. Gravemente. Son esos casos en los que la realidad y la ficción se entrecruzan. Mientras asisto al drama de William Wyler, siento que las neuronas espejo trabajan a destajo, identificándome con estas pobres mujeres acusadas en falso.

Los niños -y las niñas, y les niñes, joder, qué soberana tontería- no son unos benditos del Señor. Los que hay que sí, claro, pero también hay mucho hijoputa que milita entre sus filas. La infancia es el mundo de los adultos en miniatura, y no el paraíso de los santos inocentes. El señor Rousseau hizo mucho daño con sus teorías sobre la bondad natural. Hace unos años, en un equipo del fútbol base, un chaval que apenas jugaba se vengó de mi compañero diciendo que éste “le tocaba” en el vestuario. Es un tema candente y los chavales lo saben. A veces es cierto y el tipo sale en los telediarios, provocándonos el asco. Pero a veces es falso y el acusado sufre un calvario personal en el que va dejando jirones de salud y de dignidad. Muchos defendimos a mi compañero y no nos equivocamos. La vida no es siempre un reality show para marujas aburridas.

En “La calumnia”, Audrey Hepburn y Shirley MacLaine son dos profesoras de un internado acusadas de mantener “relaciones ilícitas”. Que se pegan el lote, vamos, cuando las alumnas ya duermen tranquilamente. Como esto es la América Profunda y además estamos en 1961 -la obra teatral es incluso anterior- se monta un escándalo mayúsculo. “Mi hija no puede permanecer más tiempo en este lugar de mujeres licenciosas” y tal. Como si el lesbianismo fuera en primer lugar un pecado y en segundo lugar una enfermedad contagiosa. ¿Queda el consuelo de que estas cosas ya no pasarían en el año 2023? Pues según y dónde, como decía mi abuela. 




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El nombre de la rosa

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El nombre de mi rosa, de mi primera rosa, fue curiosamente Rosa. Yo también la recuerdo -como Adso de Melk- entre las brumas de la edad, y los garabatos de mi pluma. 

A diferencia de él, yo no yací con ella en el refectorio de ninguna abadía. No yací con ella, simplemente. Luego es verdad que he yacido algo más que Adso de Melk -si nos atenemos a su propio testimonio, claro- pero tampoco nada del otro mundo, para qué andar con presunciones... Para nada la Babilonia de los grandes pecadores, ni la Gomorra que habitamos los vecinos de Sodoma. Para esto casi mejor haberme metido a monje, o a cura, como me aconsejaba mi madre, y haber desahogado las apetencias con el ama de llaves o con la señora que trae los pollos al monasterio. Fray Álvaro de León, además, hubiera sido un nombre de reminiscencias medievales muy digno de Umberto Eco y sus ocurrencias.

Qué más hubiera querido yo, ay, que yacer con el nombre de mi rosa. Pero ella -Rosa, ya digo-, mi Rosa intocada, mi Rosa de Iberia, no me hizo ni puto caso. Ella fue acaso mi primera rosa con espinas... Tampoco sé si estábamos los dos maduros para yacer, en caso de correspondencia por su parte. No es como ahora, que los chavales ya nacen aprendidos y siempre encuentran un escondrijo para relacionarse, y comprobar que las lecciones de anatomía que imparte el PornHub se ajustan a la verdad. Corría el año del Señor de 1985 y no estaban los hornos para bollos, ni las habitaciones para polvos. Yo sólo tenía trece años, y ella apenas quince, aunque fuera yo el que aparentara los quince, y ella los trece. Pero da igual: la inversión física no me salvaba de ser más joven que ella, apenas un chiquillo medio tonto con pantalones cortos, y por tanto insignificante, escarabajo de la patata, o escarabajo pelotero, yo que tanto le hice la pelota sin recibir el premio de su sonrisa. 

Rosa bailaba en la pista de la baby-disco y en cada uno de sus escorzos me clavaba su espina involuntaria. O voluntaria, a saber, porque siempre me pareció que su mirada, al no mirarme, estaba llena de desdén.






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Yellowstone. Temporada 1

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El único Yellowstone ficticio que yo conocía era el parque donde el oso Yogui y su amigo Bubu robaban los bocadillos de las familias. Pero hace un mes, en la tertulia de la radio, los culturetas hablaron  de otra serie también ambientada en aquellos parajes y consiguieron picarme la curiosidad. La pusieron por las nubes de Montana, que es donde tiene su rancho el patriarca de los Dutton. 

Mientras ellos y ellas destilaban sus entusiasmos, yo me decía por los adentros: “¿Adentrarme en una serie de vaqueros que dura cinco temporadas, más una precuela y una secuela que también acaban de estrenar?” Ni de coña, vamos. Entre que estoy revisitando “Los Soprano”, regresaron los de “Succession”, ya asoma sus encantos la Sra. Maisel y dentro de nada comienzan los partidos decisivos de la NBA, no me queda tiempo para ver la enésima ficción que me atornilla en el sofá.

Pero eran muchas, ay, las tentaciones que los culturetas desgranaban: el patriarca de los Dutton era Kevin Costner; su hija, esa pelirrojaza llamada Kelly Reilly; el hijo, aquel chaval perturbador que filmaba la bolsa de basura en “American Beauty”. Y lo más importante de todo: el responsable era Taylor Sheridan, el guionista de alguna obra maestra que me observa desde la estantería. Así que en cuestión de un kilómetro y medio -pues yo iba caminando por el monte- estos culturetas me convencieron de darle a "Yellowstone" una oportunidad. 

Descargué la serie del primer barco pirata y me puse a verla con mis botas de vaquero reposando sobre el puf. A lo Aznar, de visita por Texas... Al principio "Yellowstone" molaba: Costner luce bien con el sombrero vaquero, Kelly Reilly luce bien con cualquier vestido o desvestido que le pongan, y los paisajes de Montana la verdad es que son para quedarse uno turulato. Pero jolín, qué decepción tras ver el primer episodio, que además no es tal, sino una verdadera película que dura hora y media. Me da que el Far West ya está más que visto y resobado. Disparan por cualquier cosa y el sheriff nunca aparece. Y los muertos por ahí tirados... ¿De verdad que siguen así después de 200 años robándoles tierras a los indios? 




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El imperio de la luz

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Me habían vendido -o quise comprar- que “El imperio de la luz” era una película sobre un cine similar al cine Pasaje de mi infancia, con su pantalla galáctica y sus butacones, sus porteros y sus acomodadores. El proyeccionista en la cabina y la fila para los mancos. Una historia sobre su gloria, su decadencia, su asesinato a manos de un centro comercial amparado por la ley. 

Y así empieza, de hecho, la película, siguiendo a los trabajadores que lo ponen todo en marcha antes de abrir las puertas para que los cinéfilos, los aburridos, los que van a pasar el rato o a buscar el sentido de su vida, traspasen la puerta de esa quinta dimensión. Porque está el espacio-tiempo por un lado y el cine por el otro, que es una experiencia distinta y aún no descrita por las ecuaciones. 

En esos prolegómenos yo siento una nostalgia que tiene muy poco de bonita y sí mucho de paraíso perdido. Mi padre era el portero de aquel cine de León que ya no existe, suplantado por un DIA, y yo era el hijo que entraba gratis a las sesiones, y subía a la cabina como el niño de “Cinema Paradiso”, y levantaba las butacas al finalizar la proyección para entregar los objetos perdidos y meterme en el bolsillo las monedas caídas -por las posturas, por los sobresaltos, por los escarceos sexuales- que nunca se devolvían. Porque las monedas pertenecían todas al rey, o a Franco, que eran los sátrapas que ponían su jeta para marcarlas. Y a esos, por mis muertos, y por orden soviética de mi padre, no se les devolvían ni los buenos días. 

Pero esto, ya digo, es solo el principio. Una vez presentado el cine físico -que luego ya no es más que decorado- lo que queda son las aventurillas de sus trabajadores, que están más vistas que el TBO o producen vergüenza ajena. La prota es una esquizofrénica a la que el cine no le conviene mucho como terapia. Porque yo, al menos, sé dónde empieza la realidad y donde termina la ficción, aunque a veces las fronteras sean difusas y problemáticas. Pero esta mujer ha encontrado en el cine la disociación de su disociación, y así ya son cuatro, y no dos, las personalidades que ha de enfrentar Olivia Colman con su oficio de disociarse. 




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Sombrero de copa

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El sombrero de copa ya está pasado de moda. Ahora las clases pudientes se ponen gorras de béisbol para celebrar sus aquelarres, como atestiguan los hijos de Logan Roy en “Succession”. Pero hace años, en las películas de época, el sombrero de copa era el distintivo de las clases altas, burgueses o aristócratas, que se juntaban a la entrada de las óperas y de los teatros para medirse las pollas -ellos- y las joyas -ellas. El abuelo Sigmund opinaba -y si no lo opinaba le quedaría de perlas la afirmación- que el sombrero de copa era un símbolo fálico, una erección de autoestima que se elevaba sobre el cerebro menos usado por los hombres. 

De pequeño veías un sombrero de copa en la tele y te decías: esto es una película distinguida, de gentes refinadas y ambientes exclusivos. Champán, bailes de salón, Fred Astaire y Ginger Rogers bailando como ángeles enamorados... Nada que ver con el neorrealismo italiano, o con el neorrealismo de León, donde todo eran  voces de verduleras y eructos de borrachuzos. Pero luego, en la adolescencia, empecé a leer “El Jueves” y comprendí que el sombrero de copa era un signo de opresión tan simbólico como la cruz de los curas o la  bandera de los yanquis. Los capitalistas que allí se dibujaban -panzudos, sonrientes, con el puro en la boca y el sombrero en la testa, siempre tramando una nueva guerra o una nueva explotación- estaban inspirados en estos mismos hijos de puta que protagonizan “Sombrero de copa”, y que allá por la Gran Depresión, mientras la plebe se quedaba sin trabajo y comía las uvas de la ira, acaparaban dólares y tierras para garantizar el lujo de sus familias.

Los únicos que se salvan en esta función -porque además la película es mala con avaricia, tonta hasta el paroxismo- son, por supuesto, esos dos ángeles con alas en los pies, que ajenos a la lucha de clases se persiguen por los salones en su baile prenupcial.  




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Una bonita mañana

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En “Una bonita mañana”, los ojos se me van todo el rato a Léa Seydoux. Nos ha jodido, con su belleza sin par. Pero no es sólo por eso... Max, mi antropoide interior, que se pasa el día entero columpiándose en el neumático pero luego presta mucha atención a las películas, envidia mucho a este suertudo que finalmente a conquista, el tal Clément, que además de ser cosmobiólogo -imbatible- es un tipo guapo de verdad -más imbatible todavía. Es el rollo que se gasta, y la barbita, y las poesías que escribe a Léa por el WhatsApp.

Max es un tonto del culo que no asume nuestro paso por el tiempo. Él es mi Ello freudiano, la instancia mental que solo conoce la inmediatez de los instintos. Y mientras haya instintos -y yo, medio provecto y todo, todavía tengo instintos que me erizan la piel- Max piensa que el tiempo de la juventud sigue presente y nunca caduca. Pobre mentecato... Pero también es verdad que esta mía es una edad rara y ambigua. Ni joven ni anciano. Un poco ajado, sí, o más bien cansado, como si ya casi todo me rebotara o me resbalara. No falto de apetitos, pero sí desconfiado de los mismos. Deseoso, pero también deseoso de no desear ya nada. No sé si me explico... 

En cualquier caso, todo esto es muy complicado para Max, que carece de pensamiento abstracto y se deja llevar por sus entusiasmos de animalico. Mientras él fantasea con la conquista de una mujer parecida a Léa Seydoux -en La Pedanía no las hay, pero internet es tan ancho como Castilla-, yo, Faroni, que soy propiamente el Yo de mi psicología, el que vive consciente de mi edad y de mis prestaciones, me fijo más en el personaje del padre, ese profesor de Filosofía aquejado por un síndrome raro que ya no le deja leer ni apenas razonar. Hay algo que se me remueve por dentro cuando Léa tiene que hacerse cargo de la biblioteca que su padre acumuló y no sabe qué hacer con ella. “Regálala, o tírala”, le aconsejan, y ella rompe a llorar porque en esos libros es como si residiera el alma de su padre. 

Mientras Max se acaricia sus partes simiescas, yo pienso en mi hijo cuando tenga que gestionar todo esto que me rodea en el salón. Soy tan joven y tan viejo... Like a Rolling Stone.






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La loba

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Si el otro día vi a Olivia de Havilland en “La heredera”, hoy he visto a Bette Davis en “La loba”. Dos señoronas de mansión burguesa y norteamericana. Se diferencian en que la primera es una víctima de los hombres y la segunda una fustigadora de los mismos. Pero se parecen en que las dos terminarán sus días más solas que la una, la primera escarmentada del amor y la segunda porque el amor es un sentimiento que le resbala por el escote. 

En realidad todos los espectadores llevamos una parte de la heredera y una parte de la loba, y así, poco a poco, vamos labrando nuestro destino solitario.

En los años 40 la damas de la escena no se quejaban de tener pocos papeles o de que fueran insulsos y de relleno. Solo en el western o en el género bélico se veían desplazadas para que los vaqueros y los marines chuparan pantalla y de paso el sempiterno cigarrillo. Pero en los dramas y en las comedias ellas eran la costilla de Adán respondona e incluso mandona. “La loba” superaría con creces el test de Bechdel que ahora condena o salva la decencia feminista. A saber: en la película hay dos personajes femeninos (Loba y Lobezna), mantienen conversaciones enjundiosas entre ellas (vaya  que si las mantienen) y hablan sobre algo distinto al amor por un hombre o por los hombres en general (mamá, eres una puta avariciosa; hija, eres una niñata de mierda).

Por lo demás, “La loba” serviría para ilustrar este libro que ahora mismo estoy leyendo sobre los mecanismos de la herencia. En él hay un capítulo dedicado a los peligros de la endogamia: dos genes recesivos se encuentran frente a frente en un cromosoma, se saludan muy educados pero extrañados por la coincidencia, y a partir de ahí montan un estropicio en forma de enfermedad mortal o de tara sin remedio. 

Si el autor del libro pone como ejemplo la mandíbula de los Habsburgo, Wiliam Wyler, en la película, pone como ejemplo la avaricia desenfrenada de la familia Hubbard, que es una saga de esclavistas sureños muy dada al matrimonio entre primos y primas, por aquello de salvaguardar las herencias y de no mezclarse con los defensores de los negros. Pura gentuza, como se ve. 





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The Offer

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Será la casualidad, pero hoy mismo, al terminar de ver “The Offer”, he leído que la ciencia ha vuelto a demostrar el entrelazamiento cuántico entre partículas. Es decir que: cuando dos cosas del mundo subatómico están muy conectadas entre sí, da igual la distancia que las separe, y aunque vaguen por puntas opuestas del universo, lo que le hagas a una repercutirá automáticamente en la otra. Es un misterio, sí, un pensamiento contraintuitivo, y por eso Albert Einstein se tiraba de los pelos y se los dejaba así en las fotografías, incapaz de asumir con la razón lo que le gritaban las matemáticas.

El entrelazamiento cuántico no tiene continuidad en nuestro mundo macroscópico, que es el mundo de las películas y los trabajos, los partidos de fútbol y los cafés a media mañana. Pero sí así fuera, sería la jubilosa confirmación de que existe, por ejemplo, el amor verdadero, y de que dos personas que se entrelazan en una cama ya vivirán enredadas el resto de sus vidas, siempre pendientes la una de la otra. 

El entrelazamiento cuántico también explicaría esta curiosa relación que yo mantengo con “El Padrino”, pues ambos nacimos en la misma madrugada del año 1972. Lo he consultado en internet y es verdad: “El Padrino” y yo tenemos exactamente la misma edad, y por tanto la misma carta astrológica. Mientras yo nacía después de los dolores, la película celebraba su premier en un gran cine de Nueva York. Es esa misma premier que se recrea en un episodio de “The Offer”, y que a mí me conmueve porque gracias al misterio cuántico es como si yo mismo participara en el evento, berreando entre Francis Ford Coppola y Albert Ruddy, Robert Evans y Marlon Brando, también muy nervioso por el futuro que me aguardaba.

Quiero decir que las erosiones que le van cayendo a la película son las mismas que me van cayendo a mí. Claro que a ella la pueden restaurar y a mí no... Y que cuando una serie le rinde homenaje, en cierto modo me siento aludido y halagado, aunque contrariado por el paso del tiempo. Aunque yo naciera al otro lado del océano - a las 4 de la madrugada que allí eran las 10 de la noche- me siento parte de esta familia cuántica. De la famiglia. 




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Lawrence de Arabia

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Dicen que la elipsis más famosa de la historia del cine es la del hueso lanzado al aire que se transforma en la nave espacial de “2001”. Puede ser. Pero cuando Lawrence enciende una cerilla en El Cairo y de pronto se enciende el sol en el desierto -y qué sol, además, esa mezcla psicodélica entre el naranja y el amarillo- también te quedas turulato en el sofá. Han pasado 61 años y el efecto sigue tan fresco de puro caluroso. 

Yo vi una vez “Lawrence de Arabia” en pantalla grande -creo que cuando estrenaron la copia restaurada- y me pareció que los años no habían pasado por ella. Ahora, veinte años después, hay cosas que me chirrían un poco, pero son peccata minuta en comparación con los grandes momentos: lo de la cerilla, y la toma de Aqaba en una bahía de Almería; Lawrence danzando encima de los vagones y el espejismo que se convierte en Omar Sharif cabalgando por las arenas. Y sobre todo: ese Consejo Nacional Árabe que al final de la película, tras la toma de Damasco, es incapaz de ponerse de acuerdo porque una tribu controla el agua y no la cede, y otra los generadores de energía y lo mismo que te digo, y es como ver a la izquierda española tratando de sumarse al proyecto de "Suma". 

Yolanda Díaz, por cierto, tiene una nariz muy propia de los arábigos.

Mi cinefilia es esta memoria pedante, y también este vicio cotidiano. Pero también es un álbum de recuerdos: unas fotografías más queridas que las de la propia biografía, porque estas últimas caducan, con el tiempo se vuelven dolorosas o intrascendentes, y a veces toca hacer limpieza en los almacenes. mientras que Lawrence cabalga por las dunas del desierto como cabalgará siempre por las circunvoluciones de mi cerebro.

Solo cuando aparece Obi-Wan Kenobi disfrazado de príncipe Faisal se me cae un poco el tinglado de la jaima. Yo sé que ese hombre es sir Alec Guinness, y que lo ficharon porque era un actor muy querido por David Lean, pero yo, que descubrí “Lawrence de Arabia” mucho después de “La guerra de las galaxias”, no puedo evitar que los desiertos se me enreden. A veces pienso que estamos en Tatooine y que los moradores de las arenas van a sumarse a la rebelión contra los turcos. 





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La heredera

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La heredera en cuestión es Catherine Sloper, la hija del doctor Sloper, una neoyorquina del siglo XIX que viste con corsés y miriñaques incluso pasea por su casa. Me acordé de Carlos Pumares cuando se reía de aquel cardenal de “El Padrino III” que era asesinado en su propio palacio vestido como tal, a las tantas de la madrugada, sin haberse puesto el pijama para tomarse el cola-cao o recibir la compañía sexual de la dolce vita vaticana. 

Peccata minuta, en todo caso, lo de Catherine Sloper y su vestuario fuera de lugar. Cosas de las viejas películas, que a veces, en su afán de recreación, para que se viera la labor de vestuario y el diseño de producción, no estaban muy pendientes de estos detalles que ahora nos rechinan. “La heredera” es un clásico cojonudo, insospechado, que yo enfrentaba con el dedo ya apretando el botón de los bostezos. Yo quería, en esta semana de Pasión, a modo de penitencia por mis muchos y horrendos pecados, proseguir por aquí este miniciclo dedicado a William Wyler, que es un director que sale muy citado en los libros de conversaciones con Billy Wilder. Primero porque los dos eran amigos -ambos exiliados centroeuropeos y residentes en Hollywood-, y segundo porque mucha gente los confundía por el apellido y enredaba la autoría de sus películas. Cuenta Billy Wilder que ellos mismos se llamaban entre sí señor Monet y señor Manet, para hacer la gracia y compararse con aquellos dos pintores del impresionismo francés. 

Y al final, ya ves, la película me gustó, y tuve que tragarme mis prejuicios de cinéfilo moderneta. El tema central de “La heredera” es que por el interés la quería don Andrés. En este caso no Andrés el del dicho popular, sino el caballero Morris Townsend, un petimetre descarado que ha puesto el ojo en los 10.000 dólares de renta anual que ella disfruta por cortesía de su padre. Catherine es una mujer poco inteligente, feúcha, con muy poco mundo recorrido. Y lo peor de todo: una enamoradiza que dice sí al primer interesado en sus favores. Carne de cañón para los desalmados que no le hacen ascos a un polvo sin deseo, pero bien remunerado. 



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“Conócete a ti mismo...”, predicaba Sócrates por las calles de Atenas. Lo dijo 2.500 años antes de que estos dos chavales se hicieran inseparables y luego ya no. 

La prédica de Sócrates, perogrullesca, pero de una sabiduría inigualada, todavía resuena en nuestros oídos. Y sin embargo, ay, somos muchos los sordos, los necios, los empecinados en desconocernos. Y así nos va, claro. No existe peor defecto que no conocerse. Que elegir al tuntún, llevado por la presión o engañado por la publicidad. Bueno, sí, el mío: conocerse y no hacerse ni puto caso. Saber qué es lo más conveniente para uno -y lo mismo hablo del menú del día que de las jodiendas del amor- y sin embargo tomar el camino torcido, o el que está lleno de barro, aun a sabiendas de que ese camino no es el escogido por la lucidez. Es como una pereza del buen juicio, como un extravío bobo de la voluntad. Como un afán de autojoderse vivo, a ver hasta dónde llega la tontuna. ¿Será, acaso, una ruta desviada y laberíntica hacia el socrático autoconocimiento? Es el consuelo que me queda.

Me pasa igual con el asunto de la cinefilia, que no es tema baladí para mi vida. Más bien capital y trascendente  Una buena película me cura la tristeza del domingo, que es inabarcable; una mala película termina de hundirme en la miseria. Rematar la semana con una sonrisa o con una emoción sincera puede borrar todo lo anterior: la soledad, el tiempo perdido, la inanidad de casi todo... Este domingo pasado yo pude haber visto otra cosa: seguir con “The Offer”, o insertar un clásico garantizado en el Blu-ray. Pero no: me dejé llevar -y ya van cien, o cinco mil- por estos culturetas que defienden el cine europeo a capa y espada, y que presentan cualquier nadería como una “obra maestra de los sentimientos”. Terrible expresión que suele enmascarar la cursilería, la sensiblería, la afectación. La pornografía pringosa del alma.  Y yo lo sé, lo sabía, pero me dejé llevar... Si mi carne sexual es débil, mi carne neuronal es puro blandiblú. 




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Vacaciones en Roma

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A los hombres en general no les pone mucho Audrey Hepburn. A mí sí. Ellos prefieren curvas, excesos, mondongos... Yo, en cambio, prefiero sutilezas, esbelteces, radiografías divinas de los suspiros.  No estoy hablando del encanto de Audrey, de su dulzura, de sus aires de princesa -y más aquí, que hace de princesa del país Ignoto. No. Lo que yo digo es que ella me pone, me excita, me gusta cantidad. Es ese cuerpo de bailarina truncada, y ese cuello longilíneo, y ese rostro que cuando sonríe te nubla la vista y cuando llora te devasta el corazón. No quisiera escribir que Audrey está muy buena porque me parece un piropo vulgar y fuera de sitio. Pero lo está.  

Pero tranquilas, y tranquilos, que no me sobo en el sofá mientras la contemplo. Mi deseo por Audrey, aun siendo sexual, muy sexual, pertenece a una sexualidad sublimada, ¿Amor, incluso? Puede que sí. Pero yo estoy con Woody Allen cuando dice que el amor más limpio también tiene que ser el más sucio. No sé... Habrá que convocar un concilio vaticano para discutir estas sutilezas de la metafísica.

En “Vacaciones en Roma” hay unos cuantos fotogramas en los que Audrey se rompe de guapa, de ángel adorable pero carnal. Por un momento, antes de lanzarme a la escritura, temí estar cometiendo un delito al componer estos versos, pero internet -ese invento del diablo que quizá enreda con las fechas para la condenación de mi alma- me aclara que Audrey ya pasaba de los veinte cuando encarnó a la princesa Ana. En la vida ficticia podría ser mi hija, pero en la vida real podría ser mi abuela.

Para que se produzca el romance de la película se dan dos circunstancias: que la princesa se escapa del palacio y que es tan guapa que sólo un hombre como Gregory Peck se siente capaz de enamorarla. Creo que una vez quisieron hacer un remake con nuestras princesas de Borbón -las antiguas, digo, la Elena y la Cristina- y los guionistas no pudieron pasar de la primera página. ¿A quién iba a enamorar la primera, con su cara de..., y la segunda, con su altivez de...? Puede que con la infanta Leonor, que es la de ahora, se lo estén repensando. ¿Ya ha cumplido los 18...? Espera que lo miro.





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Frasier. Temporada 7

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Se nota, ay, para mi desconsuelo de feligrés, que las temporadas de “Frasier” van perdiendo fuelle según avanzan. Como todo en la vida, supongo. El mismo cuerpo que ahora se derrumba en el sofá ya no es el mismo que empezó este ejercicio de la nostalgia. Y solo han transcurrido unos meses, apenas dos inviernos que pasaron volando por mi salón como murciélagos que se colaron, pero que han dejado su legado habitual de estropicios: me han salido salpicaduras de viejo en los brazos, y más canas en los cojones resobados, y hasta las vértebras rechinan con un nuevo estertor al cambiarme de postura. Y las jodiendas del amor, claro, que no jodidas, ay, y que han dejado su herrumbre en -vamos a llamarlos así- los procesos atencionales. 

Los mismos creadores de la serie ya advertían en los extras de un DVD, allá por la segunda temporada: “Jamás alcanzamos un nivel parecido...”. Y es verdad, y se les agradece la nobleza. De hecho, uno de ellos, David Angell, murió poco después en el atentado contra las Torres Gemelas como castigo divino a su honradez. Las cosas de Yahvé.

El tiempo es la carcoma de la vida real y también de las vidas ficticias. Cuando Frasier Crane se alejó de los estudios de la KACL pasó a ser un personaje secundario dentro de su propia serie, y eso siempre es raro y altera los equilibrios. El capitán se fue a dormir y los marineros tomaron el barco... Menos mal que en esta 7ª temporada su hermano Niles y Daphne Moon -la mujer del cuerpo pluscuamperfecto- mantienen el interés con los equívocos sexuales y los amores contrariados. Incluso en su decadencia, “Frasier” sigue siendo una serie para gente que se considera inteligente. Pero eso, ay, también es como no decir nada: yo mismo conozco a cenutrios y cejijuntas que se parten la caja con “La que se avecina” y también se consideran más inteligentes que los demás. El que esté libre de soberbia que lance la primera piedra. Estamos todos locos.




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Snookermanía

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Hubo un tiempo en que quise ser escritor, vividor, amante de las mil mujeres... Para ello necesitaba dotes naturales y tiempo en mi reloj. De dotes iba jodido, pero el tiempo, gracias a mi trabajo, me sobraba. Y hablo en pasado porque el tiempo se evaporó hace quince años cuando una tarde pusimos Eurosport y descubrimos a estos tipos jugando a un billar raro, de bolas pequeñas que recorrían una mesa inabarcable. El retoño, que por entonces tenía ocho años, se quedó a mi lado en el sofá también traspasado por el descubrimiento. De pronto éramos dos conquistadores españoles atisbando terra incognita en el país de los británicos: un paisaje verdísimo que era la mesa, y unos druidas con frac que eran los artistas, y unos aborígenes silenciosos que poblaban las gradas hipnotizadas. 

Nos pusimos a descifrar las reglas del juego sin saber que ya estábamos atrapados en él. Mi hijo ahora tiene un permiso carcelario y entra y sale del snooker a su antojo, pero yo, que tampoco tengo muchas cabras que ordeñar, sigo atado a este deporte como un reo a su bola de hierro. Cuando llega el Mundial o algún torneo de los importantes -y casi todos son importantes- suspendo toda actividad social o creadora y me desmadejo en el sofá como hacen los heroinómanos tras la dosis. No veo películas, no busco amantes, no escribo estas sandeces... Aprovecho los tiempos muertos para sacar a Eddie o hacer un poco de ejercicio y ya está. Hoy, por ejemplo, he regresado a la vida después de tres semanas encerrado en mi celda, pendiente del resultado del Mundial. 

En “Snookermanía” se cuenta que hace poco éramos cuatro gatos de las catacumbas y ahora ya se apuntan hasta los famosos para disertar: el Ubago, y el Maldonado, y Javier Ares, y hasta la abuela de los Alcántara,  Está bien que así sea. Solo así, con el interés creciente, puede que algún día nos pongan una mesa de snooker en La Pedanía, o en las cercanías, para poder emular a los magos del salón. La otra opción es comprar una mesa propia para ponerla en el chalet. Pero para tener chalet hay que escribir una novela de éxito y yo -ya digo- me paso la vida viendo la geometría de las bolas. 





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Historias para no contar

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“Como dijo alguna vez Enric González: pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo”. 

Esto lo escribía Xacobe Pato en sus diarios y tiene toda la puta razón. Él y Enric González, claro. Sin mentir no se puede ir a ningún lado. La mentira es el aceite de la vida, como aquel que necesitaba el niño Lorenzo. La mentira engrasa la cadena de la bicicleta para seguir dando pedales. Sin ella, saltan los cambios en cualquier cuesta y te quedas tirado hasta que venga el coche escoba. La mentira es una adaptación evolutiva. Mienten hasta los escarabajos de la patata, con sus cerebros de gominola, así que imagínate el Homo sapiens, que tiene más neuronas que estrellas hay en la galaxia. De hecho, yo estoy con los filólogos que aseguran que el lenguaje se inventó para mentir, y que lo secundario es escribir un poema o pedir que te pasen la sal en la comida. O esta condena de escribir entradas en Internet , a ver si los cazatalentos se animan y las señoritas se derriten.

Pero la mentira, como todos los pecados recopilados por la Santa Madre Iglesia, también tiene sus gradaciones. Existe la mentira mortal que merece el infierno y la mentira venial que se perdona con un polvo marital o con una cerveza bien fresquita. Ya que todos somos mentirosos por necesidad, al menos nos queda la decencia -a los decentes- de reconocer que mentimos cuando hacemos examen de conciencia. O de no protestar mucho cuando nos pillan in fraganti. Que te mientan tiene un pase; que te perseveren en la mentira ya toca mucho los cojones.

Yo, padre, lo confieso, he mentido mucho. Pero solo mentirijillas, o mentiras piadosas, de esas que se perdonan con un Padrenuestro y tres Avemarías. De las mentiras gordas no creo haber soltado ninguna. Pero claro: también existe el autoengaño, la mentira que uno mismo se cuenta, y que es la más insidiosa de todas.

Todas la historias que se cuentan en esta película van de parejas que se mienten o que se han mentido alguna vez. Todo venial, urbanita, muy moderno. Por eso es una comedia. De lo contrario, hubiera sido una película de Ingmar Bergman con muchos gritos y susurros tenebrosos. 





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En bandeja de plata

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El título original, “The Fortune Cookie”, es la galleta de la suerte que en los chinos de provincias jamás nos ponen junto al platillo de la cuenta. El retoño y yo comimos una vez en un chino prestigioso de Barcelona y tampoco nos la pusieron, con la ilusión que nos hacía comulgar con esa hostia oriental que lleva dentro un gran consejo o un buen augurio. Puede que nos vieran tal cara de palurdos que prefirieron ahorrársela para dársela a otros comensales. Hay gente que lleva el destino escrito en la cara y ninguna galleta va a mejorárselo por muy confuciana que sea su sabiduría.

La película de Billy Wilder, en todo caso, no va de restaurantes chinos, sino de un cuñado que enreda al otro para intentar engañar al seguro fingiendo una lesión neurológica. Hacia la mitad de la película, Jack Lemmon, el fingidor, que en el fondo es un tipo legal pero vive tan enamorado de su ex mujer que cree que así podrá recuperarla, abre una galleta de la fortuna que en Estados Unidos nunca te escaquean y lee:

“ Puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo”.

En la película -y en internet- dicen que la pronunció Abraham Lincoln en un famoso discurso, y si non è vero è ben trovato, porque Lincoln dijo muchas cosas que han quedado en los frontispicios de las universidades y en las antesalas de los palacios. Jack Lemmon, al leer el papelito enrollado, comprenderá que tarde o temprano van a cazarle en la impostura y a partir de ahí ya todo serán dudas y arrepentimientos.

Yo, por mi parte, mientras veía estas malevolencias de Wilder y Diamond, me iba acordando de algunas compañeras de trabajo que también se pasan la vida engañando al seguro, en este caso a la Junta de Castilla y León. No es que engañen exactamente, pero vamos, que se las arreglan para que los lunes y los viernes siempre les caiga encima alguna dolencia o algún impedimento para no ir a trabajar. Ellas sí que llevan años, incluso décadas, engañando a todo el mundo, y todo el tiempo. O casi.



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Monster's Ball

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Yo no soy un cerdo como los demás, que recuerdan los polvos pero no las tramas que sostenían las películas. Yo pongo los cinco sentidos cuando la película es medianamente interesante, y el sexto, que es la vara de zahorí, no acapara los recuerdos aunque sea un ente voraz e indomable. 

A los otros cerdícolas les preguntas, por ejemplo, de qué iba “La vida de Adèle” o “Huevos de oro” y no sabrían qué responderte. Solo recuerdan el lote que se pegaba la susodicha con Léa Seydoux, o el doble lote que se marcaba Javier Bardem con las dos mujeres de su vida. Yo, sin embargo, podría recitar aquellas tramas ante un tribunal inquisidor para justificar que mi erección también era fruto de la cinefilia, y no solamente un efecto volcánico de la escena. 

Quiero decir que yo, cuando me empalmo viendo una buena película, es más por amor al arte que por exigencias del guion.

Sin embargo, para rebaja de mi autoestima, y para alegría de Max, que es mi antropoide interior y que mantiene conmigo una dura pugna por el mando, tengo que reconocer que de “Monster’s Ball” solo recordaba el polvo entre Billy Bob y Halle Berry. Dos actores que en aquel lejano 2001 -no el de la odisea del espacio, sino el pedestre y ramplón que a todos nos defraudó- eran los perejiles de todas las salsas. No había película que no contara con alguno de estos dos pecadores de la pradera, y ahora ya ves, andan desaparecidos, o muy mayorones para según qué papeles. O enredados en la enésima serie de TV que producen las plataformas como ristras de chorizos. A saber...

Me molestó mucho no recordar nada más que aquel polvazo -que luego en realidad fueron dos- cuando descubrí “Monster`s Ball” en la parrilla de películas viejunas del Movistar +. Así que la grabé, y me puse a verla, y fui descubriendo para mi tristeza que no era capaz de anticipar ninguna escena al hilo de la anterior. El apagón de mi memoria era total y preocupante. ¿Él se quedaba finalmente con la chica...? Cuestión baladí cuando lo trágico era comprobar que yo también caigo en estas desmemorias de pornógrafo. Un cerdícola sin pedigrí.



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