As bestas

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“As bestas” ha sido el acontecimiento del año en La Pedanía. Más aún: yo diría que ha sido el acontecimiento de la década, e incluso del siglo, porque hay gente que ha visto la película y que no pisaba un cine desde el estreno de “Titanic”, allá por el año 98.

Aquí, la verdad, el cine no suele interesar gran cosa, y mucho menos el cine nacional. Las salas de Ponferrada solo hacen negocio con los adolescentes granulosos y con las hordas familiares. Más allá de las pelis de Marvel, de Santiago Segura o de dibujos animados, el resto pasa sin pena ni gloria o directamente ya no se estrena. Así que el espectador con “pretensiones” se ha refugiado en la paz del hogar y en la oferta de las plataformas, donde hay incluso gente rara, casi toda de la capital, que le pone subtítulos a las películas extranjeras con lo fácil que es escucharlas en cristiano.

“As bestas”, sin embargo, ha logrado el milagro de llevar al cine a todos mis vecinos. Por una vez en la vida -y yo vivo aquí, precisamente, desde que se hundió la maqueta del “Titanic”- he sido el último en asistir al acontecimiento. “¿Pero todavía no la has visto...?”, me preguntaban un poco perplejos. Yo esperaba, no sé, una confluencia de los astros, pero al final la he visto en mi casa, en el sofá, junto a T., en un acto de protesta contra esos cines que solo ahora se han acordado del espectador cultureta. Además, la copia ilegal que he pescado es cojonuda, para nada un screener o una mangurriada.  

El éxito local de “As bestas” se debe a que gran parte de su metraje se rodó cerca de aquí, en las lindes con Galicia, en una aldea unipoblacional donde solo vivía un paisano con su rebaño de cabras. A su rodaje se presentó tanta gente para participar de figurantes que hasta yo mismo, que vivo en mi burbuja, conozco a varios que lo intentaron con suerte dispar . Al chico de la bicicleta, por ejemplo, no le conozco personalmente, pero sí de oídas. No lo hace mal. Queda muy natural ante la cámara. A partir de mañana voy a decir en La Pedanía no solo que ya he visto la película, sino que además soy amigo, casi íntimo, fíjate, de uno de sus actores.





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El triángulo de la tristeza

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Confieso que soy un marxista que nunca ha leído “El Capital”. Del abuelo Karl solo leí “El manifiesto comunista”, que es un librito más directo y manejable. Una vez, de joven, quise abordar “El Capital” y me desfondé en la página 20 como quien sube un puerto de montaña. Nuestro libro fundamental no es más que germanía económica y está dirigido a los especialistas en la materia. Es como ser un católico analfabeto: no entiendes la Biblia, pero te fías de la Palabra. Los marxistas también tenemos una fe que mueve montañas -aunque ahora no estemos en nuestro mejor momento- y confiamos en nuestros traductores cuando nos dicen que la explotación del hombre por el hombre es una puta vergüenza y que jamás va a detenerse hasta que los proletarios nos levantemos indignados.

Han pasado casi dos siglos desde que el abuelo soñara con la revolución definitiva y seguimos más o menos como estábamos. Si en su época los marxistas eran una minoría vociferante, ahora que podríamos predicar nuestro evangelio gracias al milagro de internet -inventado por los capitalistas, todo hay que reconocerlo- nos vemos resignados a sobrevivir en un margen borroso de la historia. Es por eso que se agradece que de vez en cuando, en algún libro, en alguna tertulia de la radio, en alguna película procedente de la idílica Escandinavia, se recuerde que los ricos son unos hijos de puta que viven como príncipes a costa de acaparar las plusvalías. Que el lujo de sus fiestas, tan deslumbrante, tan de revista del corazón, no es más que la ostentación impúdica de nuestra miseria. Y que la única solución que esos cerdos no proponen es que desertemos en plena batalla y nos pasemos a sus filas: que nos arranquemos los escrúpulos de cuajo, o que la belleza física nos abra las puertas de sus santuarios.

Sin embargo, por muy marxista que uno sea, también hay que admitir que la naturaleza humana es muy jodida y atravesada, y que a los pobres, cuando llegan al poder y se ponen a impartir justicia, se les pone una cara de esclavistas que también da mucho asco contemplar.  Eso también lo explican en “El triángulo de la tristeza”.


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La isla de Bergman

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Si yo tuviera mil millones de dólares también me iría a vivir a la isla de Farö, como Ingmar Bergman. Nos ha jodido. Y si allí no hubiera sitio, o no me dejaran desembarcar, porque los españoles tenemos una orden de alejamiento de estos lugares civilizados, buscaría otra isla muy parecida por el mar Báltico, también muy lejos de La Pedanía y de sus coches, de la canícula en verano y de los gritos en las terrazas. Me iría muy lejos de la estridencia, de la masificación, de la gente en general. Mis contactos sociales serían los pocos suecos y suecas que me proveyeran de lo necesario: el panadero, la cartera, el fontanero, la mujer de la farmacia... El tío que arregla la antena parabólica sobre todo. Good morning y tal.

Sin embargo, yo sé que T. no estaría a gusto en la isla de Bergman, ni en cualquier otra isla que el gobierno sueco -o el letón, me da lo mismo- nos indicara. Ella es de otros climas y prefiere otro tipo de aislamientos. Su misantropía es de grado 2, de las que no se tratan en psiquiatría, mientras que la mía es de grado 7, ya rayando lo anacoreta y lo perturbado. Pero para compensarla -como ya digo que seríamos multimillonarios- pasaríamos los inviernos boreales en la isla de Jamaica, donde ella sería feliz al ritmo del caribe. Mientras ella disfruta del sol y de la vida, yo viviré escondido debajo de una palmera hasta que mi “personal assistant” me llame del Báltico para decirme que las nieves ya se han retirado de la isla, y que está todo preparado para regresar: la casa de la hostia, con sus ventanales, y el jardín de florecillas, sin vecinos dando por el culo. Solo el rumor del mar y el silencio de los suecos, que ya se mueven únicamente en bicicleta, o en coche eléctrico, como fantasmas silenciosos de otro mundo.

La película en sí es un nadería. La podría haber rodado el mismo Bergman en uno de sus pestiños autorreflexivos. Al principio sale mucho la isla de Farö y yo fantaseo locamente con mi mudanza. Pero luego hay desamores, interiores, mezclas de realidad y de fantasía... Me pierdo un poco, la verdad. En el fondo es una paja mental inspirada en el gran maestro de los ermitaños. Alabado sea.





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El gabinete de curiosidades: El murmullo

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- No existen los fantasmas. El que los ve es que quiere verlos, nada más. 

Eso es lo que le dice el amable casero a la ornitóloga obnubilada. Por no llamarle chalada le dice que bueno, que todo está en la mirada y en el deseo. Que del mismo modo que ella adivina figuras en las formaciones de los pájaros, así confunde también las sombras y los chirridos con los seres del pasado. 

Y es que los fantasmas son como los sueños: representaciones de un deseo profundo. O eso enseñaba el abuelo Sigmund en sus conferencias de Viena. La existencia de los fantasmas garantizaría que hay una vida -o al menos una existencia- después de la muerte. Y esa alucinación es demasiado golosa para que algunas mentes perturbadas o muy necesitadas la pasen por alto.

Los fantasmas solo son proyecciones de la mente. A veces no son más que la persistencia de un recuerdo. Como un olor que nos persigue o una canción que no nos abandona. Después de morir mi padre, yo regresaba a León de vez en cuando y a veces le “sorprendía” en su sillón habitual navegando en el teletexto de TVE, que era su conexión con el mundo antes de los tiempos de internet. Cuando se murió mi perrete, hace años, yo también le “veía” saludándome al volver del trabajo o enredando entre mis piernas a la hora de comer. Estas cosas son habituales y no hay de qué preocuparse. Las procesas y ya está. Pero en un estado alterado de la mente -una psicosis, una depresión, una melopea galopante- yo también los podría haber confundido con fantasmas, y haber montado todo un circo de aparatos para grabar psicofonías y celebrar sesiones de ouija a ver si algún espíritu se manifestaba.

De chaval, yo creía en los fantasmas como creía en la virginidad de María o en la divinidad de Butragueño. Puestos a enredar con los misterios ya no hay una tontería más grande que la otra. Pero cuando dejas de creer en la metafísica y te agarras a las moléculas con espíritu científico, los fantasmas se desvanecen como evaporados por el sol.


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Frasier. Temporada 5

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Lo que se piensa, pero no se dice, se queda ahí, envenenando los pensamientos. La mierda acumulada tarde o temprano se vierte en el líquido cefalorraquídeo y produce una neurosis que puede volverte lelo o impotente. 

Sin embargo, nueve de cada diez psiquiatras consultados tampoco recomiendan decir la verdad completa: como dijo una vez Enric González, pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo. 

El abuelo Sigmund explicaba que las verdades no pronunciadas jamás se evaporan. Que quedan reprimidas en capas del subconsciente como plantas en putrefacción atrapadas en sedimentos. Con el tiempo, el petróleo resultante aflora en sueños, en contradicciones, en comportamientos extraños... En la mala hostia que se nos pone a veces. La mente no utiliza aspiradores ni disolventes para limpiar la habitación: se limita a guardarlo todo bajo la alfombra como les enseñaba Shary Bobbins a Burt y Lisa Simpson. La neurosis es el peaje que nos cobraron por pasar de ser monos salvajes a humanos en Cortefiel. Ir de liana en liana salía gratis; caminar por la sabana, ya no.

Las tramas de Frasier suelen girar sobre este argumento fundacional de la psiquiatría. Gran parte de los chistes y de las situaciones cómicas surgen cuando un personaje es pillado in fraganti en una mentira o en una mentirijilla. Decir la verdad cuesta horrores. A veces es un lujo que no podemos permitirnos; otras veces hay que ser educado o delicado con los demás. Ser sincero es un superpoder que conlleva una gran responsabilidad, y no todo el mundo está preparado para ello. Por eso, cuando nos cazan en una contradicción, sentimos vergüenza y nos ponemos muy colorados. En cambio, cuando esto les pasa a los personajes de Frasier nos partimos de la risa como conejos diabólicos. 

Esto de que la risa es un mecanismo de sublimación también lo explicaba mi abuelo de Viena.







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The White Lotus. Temporada 2

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La primera temporada no pude ni terminarla. No me interesaba ninguna de sus historias entrecruzadas. El que no era lerdo parecía un insustancial o hablaba por los codos. Ni siquiera la belleza de Alexandra Daddario me mantuvo pegado al televisor. Será que me estoy haciendo mayor y que el deseo catódico ya no es tan fuerte como antes, cuando bastaba un bellezón metido con calzador para mantenerme a pie firme en la batalla.

En la segunda temporada también hay una actriz de quitarme el hipo y dispararme la hipertensión, pero ese no es el tema y tal, que diría Luis Aragonés. Escaldado de la primera experiencia, yo era reacio a meterme de nuevo en el berenjenal plantado por Mike White. Pero el amigo insistía, y los premios llovían, y los de la Cultureta soltaban epítetos altisonantes... Así que poco a poco me fui animando. “Salvo la gorda -me dijo el amigo- no repite ningún personaje de la primera”. Y ahí ya di el paso definitivo.

Los títulos iniciales ya dejan muy claro que esto va de parejas infieles y de acechos sexuales. De hombres que anhelan y de mujeres que juguetean; de cabrones sin ética y de fulanas sin escrúpulos. La crisis de la pareja moderna, que diría un sociólogo invitado por José Luis Balbín. Cuando el conserje del hotel explica a los recién llegados la leyenda de la cabeza cortada ya te descubres morboso perdido y abducido sin remedio. ¿Qué cosa hay más interesante que los recovecos del deseo? El otro día le preguntaron a Manuel Vilas que por qué escribía siempre sobre el amor, a lo que él, un poco perplejo, contestó que no se le ocurría un tema más humano y más excitante. En todo lo demás somos como los animales, pero cuando los hombres y las mujeres se emparejan, sucede que la complejidad de sus sentimientos, sus vaivenes, su ética a medias sagrada y a medias inconsistente, nos convierte en unos seres la mar de interesantes.


En la serie nos recuerdan que los ricos también lloran por amor. Es un consuelo...  No es un consuelo, sin embargo, recordar que las personas en apariencia más superficiales y más bobas llevan dentro de sí la verdadera sabiduría.





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En los márgenes

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En crisis hemos estado siempre, pero es como si no hubiéramos estado nunca. Primero fueron las hipotecas subprime, luego las consecuencias de la pandemia, y ahora la invasión putinesca de Ucrania, que no sé por qué razón infla los precios de cualquier cosa. Incluso mi vecina, que vende sus propias patatas de la huerta, dice que la guerra le “ha obligado” a subir los precios. Es un misterio.

Sin embargo, a pesar de tanto chaparrón, la gente no ha dejado de viajar, de llenar las terrazas, de comprar gadgets tecnológicos. De convertir las tiendas de don Amancio en una romería alrededor de La Kaaba. El día 7 de enero los contenedores no daban abasto con las cajas de cartón que contuvieron televisores Ultramegahostia K de 480 pulgadas. León, en Navidad, fue un no parar de comercios abarrotados y de bares donde no cabía ni un alfiler. “Crisis, what crisis?” era el título de un disco mítico de Supertramp. El capitalismo está visto que funciona: nunca te dejará sin cerveza, sin teléfono móvil y sin un viaje barato a las islas Canarias. Lo demás es secundario, o puede esperar, o te dejan financiarlo a largo plazo. A pesar de los estacazos, la vida sigue sonriendo. Quizá ya no cambias de coche cada tres años ni compras el gazpacho carísimo de Alvalle, pero bueno, tiras.

La crisis que llevaban años anunciando los de Podemos y que iba a desgarrar el tejido social hasta provocar la toma de la Zarzuela -como aquella del Palacio de Invierno- no se ha producido. Ahí no estuvieron finos. Yo les voto porque no hay nadie más a quien votar, pero creo que hemos perdido la baza electoral del apocalipsis proletario. La crisis es un niebla estacionaria que no se ha movido jamás de los mismos barrios abandonados: estos de Madrid que retrata la película, y los de toda la vida de León, que yo pateo en mis visitas. La crisis -la inflacionaria, la hipotecaria, la que afecta a la dignidad personal- la han vivido siempre los mismos, año tras año, década tras década. Ellos son los verdaderos desheredados de la Tierra. Son muchos, pero no son suficientes. A palos les puede la policía, y a votos, terminan votando a los fascistas. Es otro misterio.





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El gabinete de curiosidades: La visita.

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Ya me empieza a cansar esta tontería del gabinete de curiosidades...  Da igual cómo empiecen los episodios: al final siempre sale un monstruo que se come a alguien o revienta a alguien o derrite al que pasaba por allí.

Cuarenta y cinco minutos son siempre para preparar la receta y cinco para que el monstruo salido del horno -de la mente calenturienta de Guillermo del Toro- arme la de Dios es Cristo, ahora que escribo esto por Navidad. Si Guillermo del Toro rodara una película sobre el nacimiento de Jesús, saldría un monstruo del pesebre para zamparse a María y José en una escena muy gore y luego regurgitar sus santos ropajes con un eructo descomunal. Es todo lo mismo.

Estos directores que Guillermo del Toro asegura que dirigen los episodios no existen. Son en verdad él mismo. Sus heterónimos. Fulana de Tal es él, y Mengano de Cual también. Si los buscas en internet aparecen con una foto que desmiente mi afirmación, pero estoy casi seguro que las páginas de consulta están amañadas para que además pensemos que Guillermo es un “descubridor de talentos”. Pues bueno... 

Salvo aquel episodio del pintor tenebroso -que es sin duda el mejor de esta serie- todas las historias son una pura guillermodeltorada que saca a un bicho asqueroso porque sí, por Decreto Ley: una especie de Vengador Tóxico soñado por Dalí al que la estupidez humana, o la arrogancia, o la simple candidez, liberan de una cárcel de siglos.

Este episodio -ya el penúltimo, menos mal- no empezaba del todo aburrido, con ese millonario que invita a gente muy inteligente a compartir una velada. Uno creía que les incitaba a beber whisky y a esnifar cocaína para abrir sus mentes ante un desafío intelectual de primera magnitud: la resolución de una ecuación fundamental o el secreto de Fátima por fin revelado a los gentiles. Tonto de mí... Por un momento me olvidé de que estaba en el gabinete de don Guillermo, bebiendo de su bar y chumando de sus reservas.


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Los renglones torcidos de Dios

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Recuerdo que la novela estuvo dando vueltas por mi casa cuando yo era pequeño. Una edición del Círculo de Lectores que nos trajo su comercial. La leímos todos en orden jerárquico, como leones devorando a su presa: primero mi padre, que siempre dejaba los libros con manchas de nicotina y pequeñas quemaduras de cigarrillo; luego mi madre, que leía las novelas a ritmo de tortuga con sus dioptrías siempre jodiendo la marrana; y luego yo, que recibía los libros de tercera mano, ya impregnados del olor de la casa y con las páginas cruciales dobladas por la esquinas.  

Por entonces todas las familias teníamos “Los renglones torcidos de Dios” en la librería del salón. La novela de los locos era el libro de moda. Un best-seller del copón.  La gente de derechas la compraba porque don Torcuato era un adepto y un garante del orden divino, y el resto, supongo, se dejaba llevar por la publicidad. Luego no sé qué pasó que nuestro volumen se perdió: seguramente se lo dejamos a alguien y luego no lo devolvió, como suele suceder. En mi opinión, los que no devuelven los libros también son renglones torcidos de Dios.

Por fortuna, mi memoria no guardaba ningún recuerdo de la novela, así que me enfrenté a la película libre de prejuicios. Yo en realidad no quería verla porque me habían dicho que si la veías, pues bien, y si no la veías, pues nada. Que daba un poco igual. Por ver a Bárbara Lennie si acaso... Pero T. se quedó una noche en vela y la descubrió, y le gustó, y me animó a verla para alimentar el debate cinéfilo y el intercambio  de pareceres.

Y lo cierto es que la cosa iba bien al principio. No me gusta mucho Bárbara Lennie teñida de rubia, pero tampoco era cuestión de montar un pitote por eso. La intriga se sostiene y tal. A la media hora aparece Eduard Fernández haciendo de director del manicomio y piensas: “Bueno, esto mola...” El problema es que de pronto te viene a la memoria no la novela de don Torcuato, sino “Shutter Island”, la película de Scorsese, de la que “Los renglones...” es como una versión ibérica y ajamonada, y ya te coscas del final sin ser para nada un genio de la deducción. Era elemental, querido Watson,





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Maigret

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En la vieja casa de León sobrevive un volumen que recoge varias novelas del inspector Maigret. Lo he tenido en la mano decenas de veces, sopesando su lectura, pero al final siempre lo he devuelto a su hueco en la estantería. El psicoanalista al que no voy -porque son muy caros y solo sirven para enredar- diría que, como era un libro muy querido por mi padre, yo, en póstuma rebeldía, solo para que su espíritu no encuentre descanso, prefiero abandonarlo por otras lecturas y someterlo a esa pequeña humillación. Pero juro por el abuelo Sigmund que no van por ahí los tiros. Lo que pasa es que siempre que voy a León llevo varios libros en la maleta que me apetece leer más: lecturas atrasadas, y préstamos de conocidos, y agobios autoimpuestos. Compras compulsivas y relecturas que retomo al hilo de la vida.

Un par de veces sí que estuve a punto de meterme con la cama con George Simenon y que saliera el sol por Antequera. Por pura curiosidad, y por saber qué cosas leía mi padre cuando se apartaba del mundo. También con la remota esperanza de toparme con un detective al que seguir la pista en otras novelas, valga el juego idiota de palabras... Otro Pepe Carvalho de mi vida, u otro Méndez, u otro Sherlock Holmes. Detectives que me interesan más por lo que son, y por lo que dicen, que por los crímenes que resuelven, que solo son el telón de fondo de su trabajo y de su filosofía.

Pero antes de empezar la faena con el inspector Maigret hice una búsqueda en Wikipedia que nunca debí hacer: resulta que existen 75 novelas largas y 28 novelas cortas protagonizadas por el personaje. Algo así como media vida de un lector más bien perezoso como yo. Demasié para mi body. Tampoco hay que leerlas todas, claro, ¿pero por cuál empezar? ¿Cuáles son las mejores, las menos peores, las recomendadas por los críticos? Una selva de elecciones. Un agobio asegurado.





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El gabinete de curiosidades: Sueños en casa de la bruja

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Yo he dormido - al menos que recuerde- en dos casas embrujadas. Pero no recuerdo las cosas que allí soñé. No fueron pesadillas, eso seguro, porque por alguna extraña razón las pesadillas solo afloran en mi propia cama. Aquellas camas eran muy acogedoras, como diseñadas para mí, y yo caía como un tronco para soñar el vacío feliz de los tontoloides. Sucede que ambas mujeres me habían hechizado, y que yo, al principio, tampoco sabía que mis anfitrionas eran unas brujas -una diplomada en Brujería y otra licenciada en Malas Artes- y quizá por eso yo me confiaba al sueño sin temor. 

Quiero decir que conmigo no se podría haber rodado este episodio de “El gabinete de curiosidades”, que va de sueños terribles en casas embrujadas. Mis casas encantadas fueron en realidad encantadoras, y solo el último día se deshizo el hechizo para verlas como eran en realidad: cuevas inmundas donde las brujas tejían sus telarañas y se carcajeaban a mis espaldas. No me pasó como al amigo de Harry Potter en esta peripecia, que se metió en la casa de la bruja a sabiendas, buscando la experiencia mística que le permitiera contactar con el fantasma de su hermana fallecida.

Los fantasmas tienen muy mala prensa y no sé por qué. Supongo que son las cosas del cine, que siempre les presentan apareciendo por sorpresa, dando unos sustos morrocotudos. Los fantasmas, después de todo, si existieran, serían la garantía de que existe una vida después de la muerte. Un “algo” misterioso donde tu reflejo vaporoso aún tiene conciencia y se acuerda de las cosas. La prórroga de la vida... Sería fantastic, como cantaba Serrat, vivir un ratito más aunque fuera en forma de ectoplasma. Pero me da que no. Yo al menos no he visto ningún fantasma en mi vida. Y si alguien me dijera que los ve le tomaría por loco sin dudar. La culpa, desde luego, es de los curas, que me enseñaron tantas zarandajas espirituales que ya solo me aferro a la física y a la química para no soñar con imposibles.




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Californication. Temporada 3

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California, en “Californication”, es el paraíso perdido del sexo. El mismo que florecía entre el Tigris y el Éufrates y que ahora los seres humanos han recobrado mientras Dios se despistaba. Adán y Eva, aunque en los retratos salgan idealizados como caucásicos de libro, en realidad fueron los dos últimos bonobos de nuestro árbol genealógico: la mona chita y el mono chito. Los churumbeles que engendraron ya no fueron bonobos, sino “Austrolapitecus lejanensis”, y con ellos se cerró el tiempo feliz del loco fornicar.

Como los antiguos nada sabían de la selección natural ni de la mutación del ADN (que fueron las dos grandes putadas que nos convirtieron en la tristeza que ahora somos, monos vestidos y vergonzosos), los escribas se inventaron la figura poética del ángel flamígero para explicar que la fiesta se había terminado, y que ahora ya sólo quedaba apechugar, y apechugarse entre las sombras, a escondidas de los demás. Todo por el bien de la civilización.

“Californication” es una fábula moral sobre el regreso al árbol, a los tiempos prebíblicos en los que no había Dios ni escritura. Hank Moody se mueve con su coche sin faro -y su pene sin fallo- por una fantasía que limita al oeste con el océano de las surferas, y al este con las colinas de las millonarias, todas loquitas por sus huesos. Moody copula a todas horas, de noche y de día, a diestro y siniestro, a troche y moche... Mientras el amor de su vida -la tal Karen- deshoja la margarita eterna de los cien mil pétalos, Moody va por las fiestas tarareando los versos de George Michael:

Sex is natural,

sex is good,

not everybody does it,

but everybody should.

Sex is natural, sex is fun..

"Vamos a dejarnos de hostias", vino a decir don Michael en esta canción. Y es como si esa musiquilla, como si esa letra insidiosa y provocativa, flotara sobre las cabezas de todos los personajes. También sobre a cabeza de los más feos, que algunos hay, porque esto es California, y esto es “Californication”,  y en el paraíso recuperado nadie se queda sin morder la manzana del placer. 





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El gabinete de curiosidades: El modelo de Pickman

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He visitado el Museo del Prado tres o cuatro veces en mi vida. La primera a los 14 años, en un viaje de fin de curso que también era el fin de la EGB. Yo iba muy ilusionado, con ganas de admirar los cuadros que estudiábamos en los libros. Pero no pude disfrutar nada porque los curas me hicieron responsable de que mis compañeros, la mayoría unos macacos y unos inconscientes, no se perdieran por el laberinto de pasillos, o no se aproximaran a las pinturas para dejar su rúbrica en forma de dedazos manchados de chocolate. 

Sabiendo que yo era el encargado de vigilarles, me putearon de cien maneras diferentes, los muy resalados. De aquella visita solo recuerdo haber vislumbrado en un escorzo del cuello “Las meninas"; suficiente para comprender que aquello no era un cuadro, sino una ventana de luz abierta al siglo XVII.

No recuerdo haber visto entonces “Las Pinturas Negras” de Goya. Me hubiera acordado, desde luego, incluso ocupado en hacer de segurata o de cazador de caballos. Las oscuridades de Goya las descubrí diez años más tarde en otra visita ya voluntaria, de hombre medio formal y medio adulto, con mi sueldo de funcionario y mi aspiración matrimonial. Me impactaron... No voy a decir que como las pinturas del señor Pinkman, desde luego, que en el cuento de Lovecraft y en la adaptación de Guillermo del Toro provocan verdaderos cortocircuitos en la mente, de volverse uno literalmente enajenado. No, claro que no. Pero sí es cierto que miras esos cuadros de Goya -y tengo ganas de volver a mirarlos no tardando- y sientes que estás accediendo a eso que el señor Pickman llama “los recovecos oscuros del ser humano”. La locura que unos desarrollan en acto y otros, los más afortunados, usted o yo por ejemplo, solo llevamos en potencia. El mismo monstruo que asolaba a Leolo Lozone y que él espantaba soñando a todas horas.





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El misterio de Glass Onion

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“El misterio de Glass Onion” fue la última película de estas navidades. De estas vacaciones de Navidad, quiero decir, que empezaron el 22 de diciembre con la confirmación de la pobreza y terminaron el 9 de enero con la celebración de la salud, Y lo escribo sin ironía, porque la salud sigue siendo el pilar que sostiene todo este tinglado: el de la vida y el de la escritura.

Han sido diecisiete días de comidas inapropiadas y de perezas insólitas en la cama. Alcohol no mucho: algún vino extra por los bares de León y una sidra El Gaitero para celebrar que habíamos llegado vivos a Nochevieja. Han sido diecisiete días de reencuentros familiares, de compras de libros, de torneos de billar por los garitos menos recomendables. No soy yo, sino el hijo, que me arrastra... También han sido diecisiete días colgado al teléfono, como Stevie Wonder, cantando “I just called to say I love you”... Y dos citas arrebatadoras. Y bici, mucha bici, ya que cerraron las piscinas y el tiempo atmosférico  acompañaba. He logrado -no del todo- el Equilibrio de la Lorza. Ir achicando a pedaladas las grasas que entraban en los dulces y en los guisos. Y en las tapas de los bares, donde nunca sirven brócoli ni compota de manzana.

Pero ya se me acabó este privilegio, este momio, este chollo. La inflación se está llevando mi sueldo de maestro, pero, de momento, los días de asueto permanecen intocados, como en los mejores tiempos del funcionariado. Y yo, puestos a elegir, lo prefiero así. Prefiero el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y la vida al sueño también. Y las películas a casi cualquier otro entretenimiento. Ha sido una Navidad muy fértil en ese sentido, pero muy frívola también. He visto mucha cuchipanda que tenía pendiente a la espera de ver las cosas más serias en compañía. “Glass Onion” ha sido la guinda que coronó el pastel. La cebolla que le dio el toque último al estofado. Una película divertida, tontorrona, imperfecta... También es verdad que yo soy un lerdo de campeonato y que jamás me cosco de quién es el asesino. La red está llena de gente muy inteligente, está comprobado.





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El gabinete de curiosidades: La apariencia

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La belleza interior la hemos inventado los que no podemos presumir de belleza exterior. Consiste en decir que somos más buenos que la gente que nos deslumbra con su físico envidiable. En asegurar, por si alguien quiere escucharnos, que somos más generosos que ellos, más galantes, más ilustrados. Con mejor sentido del humor. Superiores, en una palabra, a pesar de las apariencias.

Ante las virtudes evidentes de la anatomía, nosotros, los bellos interiores, oponemos las virtudes más escurridizas del espíritu. Y más aún: defendemos -o más bien defienden, porque yo abandoné ese barco hace tiempo, de tal modo que ya no soy bello ni por dentro ni por fuera- que la belleza interior es cultivable, producto del esfuerzo, mientras que la belleza exterior es una dádiva de la naturaleza, una potra descomunal sin mérito de su portador.

La belleza interior es, obviamente, un consuelo para tontos. Un sesgo cognitivo. Nadie en su sano juicio se considera un “feo interior”. También la gente guapa presume de tener cualidades en el alma. Una cosa no quita la otra. Cuando les entrevistan en la tele, ellos, los de la belleza exterior, también se declaran inquietos ante los hechos culturales y tan inteligentes como la purria que los envidia. Faltaría más.

En “La apariencia”, Stacey, que es una mujer poco agraciada, alcanza de pronto la alta sabiduría que los griegos dejaron por escrito hace dos mil años. Una vez le preguntaron a Aristóteles por qué se alababa a los bellos durante más tiempo y con mayor frecuencia y este contestó: “Esta pregunta sólo corresponde que la formule un ciego”. Stacey, impulsada por tamaña verdad, se dejará el dinero y la cordura en la compra de una crema milagrosa que promete cambios deslumbrantes. Ella sí cree en una segunda oportunidad para la belleza. Confía en la dermoestética. En las pamplinas de los anuncios. Lo que es, por supuesto, otro engaño descomunal.

Aristóteles solo quería decir que si buscabas alabanzas era mejor ser bello. Nos ha jodido. No que recibir alabanzas -alimentar el ego- fuera el objetivo primordial de la vida. Ni que para ello hubiera que sacrificar todo lo demás...




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Tres mil años esperándote

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La película es bonita y tal, pero se me escapa la moraleja. Ni siquiera sé a qué público va dirigida. Es como el reverso indefinido de aquel anuncio que vendía la Coca-Cola para los altos, para los bajos, para los listos, para los tontos... Para todo quisqui. “Tres mil años esperándote” no es para el público juvenil, que se descojonaría de la risa, ni para el público adulto, que busca emociones más fuertes. ¿Público infantil?: no entenderían un carajo. ¿Señoras mayores?: darían un respingo cada vez que vieran aparecer al negro con capucha.

Quizá la gracia consista en ver a Idris Elba convertido en un genio que te concede tres deseos por la cara. Cualquier cosa que anheles salvo la inmortalidad y algún que otro imposible metafísico. Si hace veinte años Stringer Bell vendía la felicidad en forma de papelinas, ahora la vende en forma de conjuros mágicos. Viene a ser más o menos lo mismo. Al final todos los flipes se desvanecen. Nada perdura en la mente inquieta y antojadiza de los seres humanos. Y mucho menos el amor, ya digo, aunque a veces se resista químicamente, sublimándose de gas a sólido y produciendo relaciones que aguantan en pie la marea y la tormenta.

Es ineludible confesar aquí los tres deseos que yo le pediría a un genio de la botella. Como el amor no se puede pedir -porque tiene que ser voluntario y además yo ya lo tengo- pediría, por este orden, vivir sin trabajar, que mi amor viviera sin trabajar y que mi hijo viviera sin trabajar. Y por vivir -le explicaría bien al genio liberado- se sobreentiende vivir bien, quizá no como Julio Iglesias, pero vamos, con nuestra casita en la costa, y nuestra mesa de snooker, y nuestros viajes de placer. Una cosa desahogada, que se dice. 

Yo lo tengo muy claro: el tiempo es oro y la vida es corta. No me haría tanto el longuis como el personaje de Tilda Swinton, que al principio asegura tenerlo todo y no desear nada, y al final, cuando por fin se decide a pedir algo -la muy intelectual, la muy estirada- va y pide el polvo del siglo. Sumus omnibus hominibus.



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El gabinete de curiosidades: La autopsia

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Yo tuve una vez relaciones psicosexuales con una mujer que creía en la existencia de los reptilianos. Los reptilianos son esos extraterrestres del planeta Lagartija que vienen a la Tierra de vez en cuando, se fabrican una piel sintética -o alquilan una piel natural- y echan a caminar por nuestro planeta dando el pego a los enamorados tontos y a los votantes de las democracias.

Ella, mi examante, traspasada por el rayo de la nostalgia, y también un poco por el rayo de la chotadura, me aseguraba que una vez se había acostado con un reptiliano en la capital del reino, en Madrid, que es donde suceden las cosas más extrañas y noticiables. Según ella fue una experiencia aterradora, pero solo al final, cuando tras el orgasmo intergaláctico descubrió en los ojos del maromo un brillo de sangre fría y muy poco sentimental. "Tuvo que ser la hostia el polvo aquel...", le decía yo siguiéndole la corriente. Pero ella -quién sabe si ella misma una reptiliana, a tenor de todo lo que vino después- callaba como guardándose un gran secreto erótico que recorre los mentideros de la galaxia.

Madrid -según asegura esa sociópata de Isabel Díaz Ayuso (¿otra reptiliana?)- es un paraíso emocional donde es casi imposible volver a cruzarte con tu ex pareja. Pero también es– y eso no lo dijo en aquel mitin de su partido- el lugar más propicio para tener encuentros indeseados con los extraterrestres. Qué iba a pintar un reptiliano, o un bichejo como este que aparece en “La autopsia”, en un sitio tan apartado como La Pedanía, a no ser que la nave espacial se averiara justo al sobrevolar estos parajes torcidos de Dios. Sería todo un espectáculo, ver a mis vecinos arracimados ante el OVNI escacharrado discutiendo si la culpa es del carburador o de la junta de la trócola, mientras el extraterrestre se escabulle entre las viñas esperando su oportunidad a la caída de la noche...


                                  


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The last movie stars

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El contraste de estos documentales con la vida real es casi espeluznante. La vida real está llena de gente fea, sin trascendencia, sin apenas pedigrí. Yo me incluyo, por supuesto. La vida real casi nunca es rubia y con ojos azules. Y cuando lo es, suele terminar en un espejismo o en una estafa: una apariencia angelical que escondía a un gilipollas o a una caprichosa. Yo, al menos, veo una mujer como Joanne Woodward y aunque puedo pensar que es muy bella me cambio de acera. O veo a un fulano con aires de Paul Newman y pienso que está a punto de venderme algo, o de chulearse con algo que lleva puesto o que compró. 

Salvo honrosas excepciones, los Newman Rodríguez o los Woodward García suelen ser fraudulentos o hacérselo con un bote del Carrefour. Para más inri, suelen pertenecer a la alta sociedad de los pijos, de la realeza, de la casta económica dominante. Los rubios de barrio -como mi hijo, al que su abuela sigue llamando Paul Newman porque es su abuela- ya tienen otro brillo en el pelo y otro fulgor en la mirada: en ellos todo es más mate y tristón.

Quiero decir que a este lado del océano no existen parejas tan ideales como Paul Newman y Joanne Woodward. Tan físicamente, moralmente y diplomáticamente envidiables, como diría Chiquito de la Calzada. Qué gran película, por cierto, hubiera sido una que juntara a nuestro Chiquito con estos dos anglosajones de la pradera: “Tenéis los ojos más claros que la sopa de mi mujer”... Es verdad que Paul Newman tenía arrebatos de alcoholismo y que Joanne Woodward parecía un tanto arpía para los suyos. Pero joder: son minucias en este sistema binario de dos estrellas que danzaron una alrededor de la otra hasta la extinción de la primera y el apagamiento de la segunda. 

Por lo demás, Newman y Woodward eran un dechado de virtudes: filantrópicos, majetes, listos, con sentido del humor. Tan buenos artistas como padres preocupados. Activos, incansables, sagaces para los negocios. De izquierdas, incluso, aunque de izquierda americana, claro, que es como aquí ser votante del PP. Pero bueno: se agradece. No sé... Son tan admirables que hasta dan un poco de grima. 





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El gabinete de curiosidades: Ratas de cementerio

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Yo sí creo, aunque vagamente, en la resurrección de la carne. Pero no la que explican los curas católicos, que es como una versión bíblica del “Thriller” de Michael Jackson: según él Apocalipsis, cuatro ángeles tocarán la canción con sus trompetas, Jesús descenderá sobre la Tierra envuelto en un halo de luz y los muertos saldrán bailando de sus tumbas a recibirle, procurando, eso sí, no menear demasiado el esqueleto por si se pierde algún hueso por el camino. Jesús hace milagros, pero quizá necesite todas las piezas para recomponer el rompecabezas. (Por cierto: ¿dirá unas palabras evangélicas y la carne retornará de la nada a envolver nuestra estructura? ¿Tendrá que tocarnos uno por uno, como en el sacramento del bautismo, o será una bendición urbi et orbi como las que hace el Papa desde el balcón?)

Da igual... No creo en esos cuentos infantiles que nos contaban en catequesis. Yo solo creo en la resurrección de la carne que podrían practicar unos extraterrestres del futuro. Como aquellos que llegaban a nuestro planeta al final de “Inteligencia Artificial”. Solo en ellos deposito mi escasa fe: llegan con sus platillos volantes, despliegan su equipamiento científico y nos reconstruyen uno a uno rastreando las briznas de ADN. Supongo que nos resucitarán desde el principio, empezando de nuevo como bebés en sus probetas. Pero qué son unos pocos años de crecimiento en comparación con la eternidad que supone esperar en el limbo. Nada.

Ellos, los extraterrestres de Steven Spielberg, son la única razón que explica que yo todavía no me haya decantado al 100% por la incineración. Puede que tengan una tecnología de la hostia, indistinguible de la magia, ¿pero serán capaces de reconstruirme a partir de unas cenizas que a saber dónde andarán cuando ellos aterricen? No sé si es más creíble esto o lo de Jesucristo. Soy un mar de dudas. Puede que ellos mismos sean el Mesías anunciado en los evangelios, pero profetizados de una manera muy rara y particular. Enterrarse te da una pequeña oportunidad de resurrección, pero si lo piensas bien -y más después de ver “Ratas de cementerio”- no deja de ser un asco de decisión.





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Bullet Train

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Mañana mismo regresaré a La Pedanía en una carraca que nada tiene que ver con este Tren Bala de los japoneses. Esto que transcurre por los villorrios leoneses es el “Snail Train”, más que el “Bullet Train”.

Será la casualidad, pero justo antes de poner la película en el ordenador, en el penúltimo día de vacaciones, compré en la app de RENFE el billete que habrá de devolverme a la madriguera. Un tren regional, sí, pero un regional exprés, ojo. Quiere decir que no para en todos los pueblos que se extienden entre León y La Pedanía, que son unos cuantos. Solo en unos pocos escogidos, con un mínimo de población que justifique la demora. O así era antes, al menos, porque en el viaje de ida también se suponía que íbamos en un exprés y al final paramos hasta en los descampados, a ver si se subía alguna vaca despistada. Me da que esto de “exprés” ya se ha quedado como un truco publicitario; como una coletilla que quiere dar caché a lo que ya es, a todas luces, un tren pre-jubilado, que se ha resignado a recoger a todos los pueblerinos de la provincia. Total, qué más da: una vez disipado el sueño de la Alta Velocidad, ya da lo mismo tardar dos horas que dos horas y media, y además, con tu billete, como cuando compras el cupón de la ONCE, contribuyes a una obra social.

El Bullet Train que une Madrid con Galicia estuvo a punto de pasar por La Pedanía. Parecía casi hecho, decían los políticos muy orondos, pero al final, entre las dificultades orográficas y la presiones de no sé quién, el Tren A Toda Hostia (TATH) enfiló por tierras zamoranas, al sur de la cordillera. Fue un planchazo ferroviario. Desde entonces cunde el desánimo y todo está manga por hombro. Los trenes traquetean mucho, o se averían, o viajan sin revisor. Es un poco desmadre. Pero siguiendo las enseñanzas de Brad Pitt en “Bullet Train”,  puede que sea mejor así: en estos trenes regionales, aunque sean exprés, jamás viajarían estos asesinos de la peli para montar un movidón. Mañana tardaré horas en llegar a La Pedanía, pero iré leyendo tranquilamente, o viendo alguna que otra película, mientras Eddie duerme su sueñecito en el transportín. 





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El gabinete de curiosidades: El trastero 36

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El día que yo la palme dejaré muy escasas pertenencias. Lo que más abultará será el sofá del salón, que es mío propio y no de alquiler. Y las estanterías del Ikea, que me imagino que alguien aprovechará si no terminan muy combadas. El resto cabe exactamente en 25 cajas de tamaño supermercado. De esas donde te traen la compra cuando andas enfermo o depresivo. Las tengo contadas. Son las que utilicé la última vez que me mudé, hará cosa de cuatro años. Unas pocas con ropa, dos o tres con enseres, una medio vacía con los recuerdos y el resto todo libros y películas. Los detritus del intelectual provinciano.

Y las cositas de Eddie, claro, si me sobreviviera: su canasto, y su transportín, y las mantitas donde duerme. Los dos cuencos y su pelotita de goma.

Mi legado material cabrá en una habitación de piso cutre y todavía sobrará espacio para moverse. Todo lo demás me lo llevaré a la tumba o al incinerador: serán los miles de recuerdos que conservaré si tengo mucha suerte y no me pilla la demencia. Marie Kondo estaría muy orgullosa de este minimalismo mío post mortuorio. Mis herederos no tendrán mucho que gestionar: las películas ya serán inservibles en la Era Digital 3.0 e irán directamente al reciclaje; y los libros terminarán en la Biblioteca Municipal de La Pedanía, donde nadie los leerá. Pero no me lamento. A mí plim, después de muerto. Como si quieren hacer una fogata con ellos para asar encima las castañas.

Quiero decir que ningún heredero mío, ninguna esposa, ninguna amante, alquilará un guardamuebles mientras piensa en qué hacer con mis cosas. Todo lo mío se decidirá en un santiamén, mientras se resuelve la finalización de mi alquiler. Guillermo del Toro no podría haber imaginado este cuento de terror. No hay material que dé para nada esotérico ni misterioso. Solo guardo un libro sobre fantasmas “reales” que me acompaña desde la adolescencia. Ya no creo en ellos, pero le tengo mucho cariño. Me recuerda que en otro tiempo yo sí creía -a mi modo- en estas cosas de los espíritus.





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