Bodyguard

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Ahora que ya estamos viviendo la primera ola de calor, yo siento que el invierno está llegando a mi cabeza. A mi memoria, quiero decir, que antaño era prodigiosa, y cuando veía un rostro en pantalla lo reconocía al instante, y ofrecía el listado fidedigno de sus películas más notables o más deleznables. Ahora los nombres de la gente real se me mezclan y se me olvidan, y soy de esos especímenes que van a presentar a una persona en la reunión social -alguien con quien se han compartido horas y horas de trabajo o de compadreo- y de pronto se queda en blanco, “te presento a…”, y una vergüenza insoportable se apodera de las tripas durante días, repitiéndose en un eco. 

    Sin embargo, enfrentado a la pantalla de cine, o al televisor del salón, mi memoria era como cibernética, como de chip implantado entre las circunvoluciones. Y aunque las mujeres me tomaban por un friki sin encanto, y los colegas por un gilipollas sin fundamento, yo guardaba ese pequeño orgullo como un rasgo que me distinguía. Un alarde que luego, a fin de cuentas, se quedó en nada, en una exhibición para la pista del circo. Con la invención del teléfono móvil ya cualquiera puede buscar el dato sin necesidad de quedar como un niño repelente.

    Digo todo esto porque en la última semana he visto -con los ojos bien abiertos, y la mente bien despierta, porque la trama es complicada de cojones- los seis episodios de Bodyguard sin caer en la cuenta de que su personaje central, el guardaespaldas del título, el veterano de Afganistán que se encarga de proteger -y de satisfacer- a la ministra británica del asunto bélico, era el mismísimo Robb Stark que fue asesinado en la Boda Roja de Juego de Tronos, hace seis años televisivos que parecen ya seis décadas. El bodyguard de marras había sido Robb Stark, todo el rato, y sin embargo yo me preguntaba cada poco quién era ese actor desconocido que fruncía el ceño en cada revés de la fortuna: el tipo que se ha pasado seis episodios desactivando chalecos bomba, quitándose chalecos bomba, buscando a los verdaderos fabricantes de la última moda textil entre los yihadistas.




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Petra

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Me suelen gustar las películas de Jaime Rosales porque se parecen mucho a la vida real. La vida es, por lo general, una experiencia aburrida, rutinaria, plagada de conversaciones tontas y de esperas desesperantes. La vida es -vamos a decirlo de una vez- un puto coñazo. Como lo son las películas de Jaime Rosales, a veces, cuando los personajes cocinan sus platos o pasean por el campo, o desarrollan conversaciones idiotas mientras revuelven el café, y se parecen tanto a nosotros mismos que nos sorprende el bostezo, y la impaciencia. "Pero de qué coño van estos tipos..." 

    Decía Jerry Seinfeld que él veía películas para ver a gente más interesante que la del mundo real -él mismo, para empezar- y que jamás, por fortuna, se había encontrado con un personaje que se pasara largos minutos frente al televisor repantigado en el sofá, con la pechera manchada por esquirlas de patatas fritas, como era su costumbre. Y esto es lo que pasa, justamente, con algunos ratos fílmicos de Jaime Rosales, que nos ponen nerviosos porque nos reconocemos en la pantalla, y nos vemos casi parodiados por los actores, qué gilipollas es este fulano, o que superficial es esta mengana, qué hacen estos personajes que no se lanzan a robar el banco, a follar como cosacos, a poner cargas de dinamita bajo el puente…


   Pero pronto, en las películas de Rosales, como en la vida misma, alguien pega un puñetazo sobre la mesa para despertarnos de la existencia vegetal. O algo se sale del carril para descarrilar nuestra cómoda hibernación. La vida es un aburrimiento longitudinal que de pronto se ve sorprendido por una muerte, por un accidente, por un gran amor, por un meteorito que se precipita sobre la rutina. Y tras unas semanas de crisis y de existencia consciente, nos instalamos en otro marasmo a la espera del próximo aldabonazo. 

    La vida de Petra, en la película del mismo nombre, es en realidad la historia de tres marasmos existenciales -la juventud, el matrimonio y la maternidad solitaria- y de las trágicas circunstancias que los fueron clausurando para dar paso al siguiente estadio. La vida de cualquiera, o casi, porque aquí la trama es un poco literaria, un poco de tragedia griega, aunque esté ambientada en el Bajo Ampurdán. Bárbara Lennie hace de Bárbara Lennie, y eso es como si el milagro de su carne y de su espíritu se multiplicara por dos.


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El caso Alcásser

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En realidad no hemos cambiado gran cosa desde que se montó aquel circo mediático del caso Alcàsser. Supongo que son las cosas de la evolución darwiniana, tan lenta y tan desesperante. Veintiséis años después de aquellos sucesos, el Homo Sapiens -y el Homo Ibericus en particular- aún no ha modificado su respuesta neuronal cuando le ponen un plato de buen morbo en la televisión. Hace unos meses, cuando aquel pobre niño se cayó el pozo de la finca, y los “medios de comunicación” instalaron guardia en las cercanías para esperar su milagrosa resurrección, y venderla como si fueran profetas esquizofrénicos en el desierto, muchos pensamos que en cualquier momento iban a aparecer por allí Nieves Herrero, o Paco Lobatón, para hacer el cambio de guardia, y preguntar a los paisanos del bar por su opinión sobre la tragedia, o entrevistar a los familiares del chaval por enésima vez, a ver cómo lo llevaban después de haber dormido la siesta…

    Pero hablando del caso Alcàsser, hay otra cosa lamentable que se reproduce cada vez que una mujer sale a la calle para irse de fiesta o hacer ejercicio, y es secuestrada-violada-torturada-asesinada por un homínido que salió de la cueva a husmear el territorio. Hablo de los articulistas de la prensa conservadora -o sea, la prensa-, los contertulios de las radios obispales, los políticos que ahora se sientan sin vergüenza en los escaños parlamentarios, y que afirman -sin que un rayo de Zeus les parta por la mitad- que bueno, que sí, que sobre el criminal ha de caer todo el peso de la justicia, pero que la mujer, la chica, la adolescente que fue a la discoteca valenciana con sus amigas del pueblo, podría haber obrado de otra manera: para empezar, haberse quedado en casa, que quién las manda, salir solas por ahí, con los tiempos que corren, con la gentuza que anda suelta, y luego, ya de salir de picos pardos, ya de salir a provocar al personal, ya de comportarse como mujeres progres que hacen uso de su libertad y de su libertinaje, hacer autostop para subirse al coche de cualquiera, o darle palique al primer desaprensivo que se acerca... ¿Cómo se las ocurre? ¿Cómo pueden ser tan irresponsables? ¿No saben que, en cierto modo, o sin cierto modo, se lo andaban buscando?
(Hay que ser hijos de puta...)


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Las herederas

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Chela y Chiquita son dos sexagenarias que al parecer nunca le han dado un palo al agua. Viven juntas, y se acuestan juntas, en un casoplón del barrio más exclusivo de Asunción. Al principio de la película no lo explican bien -o soy yo quien no lo entiende bien, porque el cine paraguayo se parece en esto al español, de muchos diálogos ininteligibles, con ruidos de fondo, o susurros por los pasillos- pero al parecer estas dos lesbianas de la vieja guardia, pioneras, quizá, de su valentía en las tierras guaraníes, viven de las rentas, o de una herencia, o de un crimen modélico que se cepilló a sus maridos ricachones muchos años atrás. O de un pleno al quince que quizá acertaron en la Liga Paraguaya, porque allí, como aquí, sólo se forran los que no tienen ni puta idea de fútbol, y ponen resultados disparatados y al azar, un 2, por ejemplo, en el F.C. Barcelona-Cerro Porteño.


    Sea como sea, Chela y Chiquita disfrutan plácidamente de sus días de ocio, siete días a la semana, treinta días al mes, con sus otras amigas de la burguesía, jugando al bridge, bailando en el casino, poniendo a parir a las criadas mientras se toman el anisete o el orujo de hierbas, que si una me sisa o que si la otra me deja polvo en la cubertería… Pero de pronto ocurre algo: una desgracia económica, o una penuria bancaria -otro diálogo ininteligible para el espectador- y la pobreza, que era un virus terrible confinado en las barriadas alejadas, de pronto irrumpe en sus vidas obligándolas a vender todo el patrimonio, pieza por pieza, desde la cuchara de plata hasta el retrato del abuelo. 

    Ahí empieza, propiamente, esta película titulada Las herederas, que viene a retratar a este par de amigas justo cuando quedan desheredadas, una metida en la cárcel por sus trapicheos y la otra obligada a sobrevivir haciendo de taxista para las que, justamente, sólo unos días antes, eran sus compañeras de armas en la lucha de clases. Podría haber sido el Patrimonio Nacional de Azcona y Berlanga pero a la paraguaya, con situaciones cómicas y equívocos aristocráticos. Pero el director de la función prefiere escoger el camino del drama, de la melancolía personal, qué hago yo ahora, tan sola, y tan vieja.  



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Fosse/Verdon

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Cualquier otra mujer que no hubiera sido Gwen Verdon habría interpuesto varios maizales, y varios desiertos, y varias llanuras norteamericanas de esas tan vastas. O le hubiera malherido, de un sartenazo, o de un vaso lanzado a la cara, al descubrirle con la enésima muchacha en la cama. A Bob Fosse, digo, que fue un marido tan poco ejemplar. Un promiscuo tan poco arrepentido… Un coreógrafo de los bailes, sí, pero también un coreógrafo del sexo, donde también era muy creativo, y muy constante, otra maestría que aprendió en los escenarios de su juventud. 

    Si hacemos caso de lo que se cuenta en Fosse/Verdon, cada cásting para una película, o para una obra de Broadway, era una sucesión de polvos entre Bob Fosse y las candidatas a los papeles. El contrato con las bailarinas primero se firmaba en los dormitorios, y luego, si había aquiescencia y buen rollo, ya en los despachos. Hoy en día, gracias al movimiento #MeToo, Fosse no hubiera durado ni cuatro días en el negocio del espectáculo, pero los tiempos anteriores a los hermanos Wenstein eran eso, otros tiempos…

    La gran fortuna de Gwen Verdon es que no necesitaba a su esposo para seguir trabajando en lo suyo. Bailarina de prestigio y actriz solicitada, pudo prescindir de sus favores cuando comprendió que la infidelidad era irreversible: un rasgo de carácter, y una traición sin remedio. Sin embargo, separados en lo sexual, cada uno con su vida rehecha o desecha según el soplo de los vientos, Verdon y Fosse se mantuvieron unidos por un vínculo profesional y por una admiración mutua, y siguieron colaborando hasta el mismísimo final. I think I’m gonna die… Verdon colaboraba en las películas de Fosse, y Fosse colaboraba en los musicales de Verdon, y cuando hacía falta alguien de confianza que corrigiera los números, eliminara lo superfluo, aportara una idea fresca, no dudaban en llamarse por teléfono y presentarse para el rescate.

Fueron años de idas, de venidas, de polvos ocasionales para celebrar los viejos tiempos. Una hija en común, mucho cariño, viejas peleas... Amistad por encima de todo. De todo esto va Fosse/Verdon.




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Black Mirror: Rachel, Jack and Ashley too

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Del mismo modo que Black Mirror ha entrado en la edad de la decadencia -y hemos pasado de las distopías orwellianas a un episodio donde ya sólo faltan los Goonies haciendo el ganso con Sloth- hay que decir que se está poniendo fea, dentuda, abotagada, como de señora algo precoz, Hannah Montana. Recuerdo con añoranza que era una chica guapísima, en el Disney Channel, cuando el pequeñajo se enganchó a la serie y yo, que supervisaba sus gustos, hacía sofá a su lado conteniendo los bostezos. Hannah Montana era una serie infumable, para adolescentes muy tontos o muy crédulos, de Kansas City para arriba, o de Colorado Springs para abajo, y nunca supe muy bien qué hacíamos allí los dos, vecinos de Fuentesnuevas, algo más inteligentes que la media vecinal, instalados frente a la tele a la hora de la merienda, el retoño demasiado pequeño y yo demasiado mayor... Supongo que era la belleza de Miley Cyrus la que nos convocaba, y que ninguno de los dos le confesaba al otro su turbación, su sentimiento de culpabilidad: uno por estar viviendo su primer amor catódico y otro por estar viviendo su último deseo inapropiado. Nos azoraba, Miley Cyrus, tan sana, tan vivaz, tan mofletuda. Tan americana, tan cantante pop, tan cheerleader del instituto.  Yo intentaba cortar por lo sano aquel malentendido cultural, y le preguntaba al retoño: “¿Pero esta serie te gusta de verdad?” y el respondía que no, que no mucho, que bueno, que a veces, que en su colegio había otra niña que también la veía. Y al día siguiente ya estaba otra vez allí, sentado en su rincón, con su bocadillete de chorizo, o su batido de chocolate, atento a cada gesto de la chavala, a cada giro tontorrón de sus aventuras. Y yo, con la excusa de hacerle compañía, de forjar el vínculo paterno-filial, de nuevo entregado a la visión avergonzada de aquella nínfula que era -manda cojones, qué caprichoso es el mundo- la hija del Billy Ray Cyrus de la música country. El que cantaba el Achy Breaky Heart que aquí decíamos iki-briki-jart, y que se bailaba haciendo un manspreading que ahora también es sospechoso y está muy pasado de moda.





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Black Mirror: Striking Vipers

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Muchos hombres que yo conozco -que son habituales de la barra del bar y de la grada del fútbol- se pondrían muy indignados si alguien cuestionara su orientación sexual. Heterosexual, y heteropatriarcal, patriosexual en definitiva, afianzada desde los tiempos de los antepasados con cachiporra. Ellos, que todavía le llaman maricón al árbitro cuando no pita el penalti, o nenaza, al delantero centro, cuando no mete la pierna en el remate… Que a sus hijos, cuando juegan contra  las niñas en la liga alevín, les dicen que sería todo un deshonor perder contra ellas. Estos machos de la pedanía no entenderían nada de lo que sucede en este episodio de Black Mirror, donde dos hombres hechos y derechos, expertos en el ligoteo con señoritas muy bellas, uno de ellos incluso casado, se dejan llevar por la realidad virtual y descubren, en el Second Life de un juego de mamporros, una playa recóndita donde dejarse llevar por el pecado nefando.




    Yo, sin embargo, veo el episodio -que está entretenido y tal, pero que vuelve a demostrar que Black Mirror ha perdido toda su carga distópica- y no sería capaz de poner la mano en el fuego, y de decir que no, que nunca jamás, muy viril y machote, como un gorila aporreándose el pecho en mitad de la selva. Sospecho, como decía Cecilia Roth en Todo sobre mi madre, que en realidad todos nacemos un poco bolleras.  Y que, simplemente, a los convencidos de una orientación determinada, la vida no nos ha puesto en la tentación opuesta, en ese deseo que nos cogería totalmente por sorpresa. Que lo que creemos una sexualidad afirmada, recta, sin equívoco posible, tal vez sólo sea la ausencia de oportunidad. El fruto de nuestra propia cerrazón… No sé. De momento, eso es un hecho, nunca he sentido deseo por ningún hombre, y supongo, ay que dentro de unos años, cuando llegue la pitopausia, ya tampoco lo sentiré por las mujeres, o uno muy apagado, un pensamiento reflejo más que un acto de voluntad; un rescoldo, más que un fuego verdadero y ardiente. Como el que ahora, todavía, afortunadamente, me mantiene vivo.


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La dolce vita

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En las películas del neorrealismo italiano, los trabajadores se ganaban el pan entre las ruinas de los bombardeos. Pero al fondo de los planos ya aparecían las primeras grúas de la reconstrucción, que es el negocio más lucrativo de cualquier posguerra civil o mundial. Federico Fellini, quizá cansado de ver tantas películas de ladrones de bicicletas y de mujeres obligadas a prostituirse, contó en La dolce vita cómo vivían los aristócratas que se forraban con la recalificación de los terrenos, y los burgueses que construían los bloques de pisos en los arrabales. 

    En el neorrealismo se follaba poco, y mal, porque la prioridad de la vida era conseguir un empleo, alquilar una covacha, y dar de comer a los hijos hambrientos. Los polvos eran tristones, casi protocolarios del sábado por la noche. Pero aquí, en La dolce vita, las clases pudientes se pasan las jornadas laborales y festivas -porque ellos no conocen esa distinción- jodiendo alegremente, en guateques que comienzan nada más terminar el reposo del anterior. En los pisos más caros de Roma, y en las mansiones más exclusivas de las colinas, los ricos de toda la vida, y los ricos que se van sumando a la fiesta, montan orgías a la antigua usanza de sus gloriosos antepasados: los romanos de la copa de vino y del racimo de uvas suspendido sobre la boca.

    Y allí en medio, ejerciendo como cronista de sociedad, pero metiendo cebolleta cuando puede, está Marcello Rubini, que se lo pasa en grande acostándose con las baronesas borrachas, con las ricachonas infieles, con las estrellas de cine deprimidas… Marcello apenas tiene tiempo de escribir sus artículos porque los saraos se suceden día y noche, ora en el Aventino ora en el Quirinal. Marcello, tan guapo, tan simpático cuando se baja las gafas de sol hasta la punta de la nariz, siempre tiene una mujer pendiente de sus favores sexuales. Sin embargo, para sorpresa de muchos espectadores,  Marcello no es feliz. En cada resaca de alcohol y sexo, él sueña con una vida distinta, doméstica, en la que hace feliz a su novia decente y escribe la novela del siglo que ahora no tiene tiempo para estructurar. Esa vida que nunca llega transcurre como un río subterráneo que él jamás explora porque en la superficie hay manantiales de sobra. De vivir desgarrado entre dos vidas incompatibles, prefiere, de momento, quedarse en el lado orgiástico de la verbena. Nos ha jodido.




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Black Mirror: Añicos


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La culpa no es del Cha cha chá, como cantaban los Gabinete Caligari, sino de nosotros mismos, que vamos bolingas perdidos, allá en la arena del night club, y nos ponemos a bailar... La culpa de nuestro despiste, de nuestro ir por el mundo con la mirada pendiente de un teléfono, no es del propio teléfono, ni de la app que le insufla vida, sino de nosotros, los usuarios no idiotizados, sino idiotas de por sí, tarados de fábrica, que no estamos a otras cosas: al canto de las pájaros, al trajín de la ciudad, a la escucha sosegada de una música en los auriculares. El problema es que no somos felices, que no soportamos los pensamientos. Que tres minutos de desconexión digital son como tres minutos en un infierno de cacofonía mental, y por eso sacamos el aparato compulsivamente: a chatear, a ligotear, a conocer la última información sobre nuestro estatus. Es nuestro aburrimiento, nuestro desasosiego, nuestro puto ego, el que hace que crucemos la calle sin mirar, que nos choquemos con los viandantes, que esquivemos por los pelos la farola o la papelera. 

    La mala televisión existe porque hay gente que la ve, y las redes sociales existen porque hay gente que las necesita. Antes nos bastaba con los amigos del bar, o con los primos en la boda, y si queríamos destacar por nuestra vena poética, o por nuestra inspiración fotográfica, nos presentábamos a los concursos a ver si sonaba la flauta, y nos editaban la literatura, o nos plasmaban las instantáneas.  Ahora ya no hay que esperar la decisión de un jurado municipal de medio pelo: basta con abrir el ordenador mientras tomamos el café para producir un texto, o verter una foto, y esperar los likes, los emoticonos, los parabienes del personal. De pronto, gracias a internet, todos somos artistas, o pseudoartistas, como este mismo blog atestigua de modo lamentable. El día que me lesione, o que me mate, o que le haga daño a alguien por ir distraído con este puto aparato entre las manos, abrasado en la hoguera de las vanidades, será por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, como rezábamos de niños.



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Tres idénticos desconocidos

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Somos, básicamente, azar y ADN. Y para pintar esa carrocería -porque pasamos muchos años en el hogar, y en la escuela, y algo de todo eso se queda- exhibimos una capa muy fina de crianza. 

    Sin embargo, para nuestro consuelo de seres inteligentes, de seres orgullos de la educación que damos y recibimos, preferimos pensar que está en nuestra mano ser de una manera o de otra. Que somos dueños de nuestro propio comportamiento. Que podemos cambiar, reinventarnos, ser personas distintas si leemos los libros adecuados, si nos rodeamos de la gente precisa, si descartamos ciertos programas de televisión… Mudar no sólo de piel, sino de vísceras. No sólo fingir, sino transformarse verdaderamente. Transustanciarse. Obrar el milagro de que el tipo del DNI y el tipo que lo muestra puedan ser dos personas distintas y una sola verdadera. Que podemos dejar atrás un yo incómodo, o perfeccionar uno insatisfactorio, como Pokémons que evolucionan y superan su versión básica de nacimiento. Como si lo que viene de herencia fuera una estructura muy elemental, un esqueleto de soporte, y lo importante fueran las ropas que vamos colgando en las perchas.


    Yo también creía estas cosas, hace tiempo, en los albores de mis lecturas, hasta que un día de verano, camino de Damasco del Sil, me caí del caballo y me convertí en un radical de las bases nitrogenadas. Mucho antes de ver Tres idénticos desconocidos -que es un cuento de terror o de certeza según el cristal con que se mire- ya estaba convencido de que en realidad yo soy yo y mis ribosomas, y mi ARN mensajero, que lleva la información genética a la fábrica. Casi todo lo que hago, lo que pienso, lo que dudo, lo que elijo -la forma de ajustarme las gafas o de tirarme los pedos, mis convicciones políticas y mis filias personales, mi cinefilia obsesiva y mis amistades en el bar, los libros de la estantería y los alimentos del frigorífico- todo eso proviene de decisiones tomadas en el magma interior de mis células, pulsiones bioquímicas, inconscientes casi siempre, que me hacen ser quien soy de verdad.




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Chernobyl

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Aunque nunca pertenecí a las Juventudes Comunistas, yo era un joven comunista cuando nos enteramos de que una central nuclear había reventado en las estepas de la Revolución, en abril de 1986. La Guerra Fría no se dilucidaba sólo en el Muro de Berlín, ni en la Asamblea General de la ONU, sino que era ubicua, universal, como el wifi de ahora, o como la radiación de entonces, y se filtraba hasta las discusiones del patio del colegio, y de los futbolines del barrio, donde yo me partía la cara con mis amigos fachas, y con mis conocidos apolíticos, que renegaban del comunismo porque en las películas de Stallone siempre hacían de malos y perdían en todas las refriegas, acribillados por Rambo, o tumbados por Rocky, como el pobre Iván Drago... 

    Yo llevaba cuatro años militando en el comunismo clandestino de León, de colegio de curas y de procesiones de Semana Santa, desde que a la Unión Soviética le robaron el partido contra Brasil en el Mundial 82, y mi padre, indignado, gritando al televisor, calificó el arbitraje de Lamo Castillo como otro atentado contra los proletarios del mundo. Aquellos penaltis no pitados a la CCCP también fueron Guerra Fría, ajuste de cuentas, mandato de la CIA, y yo tomé partido por los derrotados, por los humillados, que más allá del Telón de Acero eran sin embargo los putos amos.

    Mucho antes de ser un navegador de Internet, Firefox fue una película cojonuda porque al final, aunque ganaban los yanquis, y el cabrón de Clint Eastwood se llevaba el avión, quedaba claro que la supremacía tecnológica estaba del lado de los rusos, y que si no habían pisado la Luna era porque no les había salido de los tovarichs, y que si no nos barrían del mapa  era porque en verdad eran unos buenazos que abogaban por la paz mundial, y la concordia entre los pueblos. Por eso, cuando fuimos conociendo el asunto nuclear de Chernobyl, y descubrimos que la URSS era un imperio cochambroso y cutre, pobretón y desvencijado, el comunismo radiante se nos fue apagando como otra ilusión más de la juventud -como el amor de las mujeres inalcanzables, o los sueños de jugar al fútbol profesional- y cinco años más tarde, cuando Gorbachov echó el cierre definitivo al negocio, nadie se quedó paralizado por la sorpresa.



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Un monstruo de mil cabezas

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La sanidad privada no mata, pero deja morir, si ve menguar el margen de beneficios. Para que el consejero X pueda seguir viajando en clase business a Miami, a veces hay que ignorar a un enfermo que se pone muy contumaz con su cáncer, o muy pesado con su enfermedad degenerativa. Las jodiendas de los pobres, que se creen que por pagar una cuota mensual ya tienen derecho a todo… Es como funciona el negocio a ambos lados del Atlántico: en la España que vota a la derecha, pegándose un tiro en el pie, y en el México que vota a lo que digan los narcos, tan lejos de los fiordos de Escandinavia.

    El desgraciado que se queda sin cobertura en El monstruo de mil cabezas es el marido todavía joven de Sonia Bonet, una mujer de armas tomar, y no sólo en el plano metafórico... Viendo que su hombre se muere porque le deniegan un tratamiento que a otros sí les conceden, Sofía, desesperada, enamorada hasta el delito, perseguirá a los responsables del seguro médico por los ecosistemas de México D. F.: las oficinas acristaladas, los chalets de lujo, las pistas de squash donde sudan la gota gorda y hacen chistes crueles sobre el populacho al que desangran. 

    Nadie se hace responsable del asesinato, por supuesto, argumentando que el negocio es así, que la vida es así, que esto viene de muy lejos, de la prehistoria quizá, o de los matasanos de los aztecas.... Hasta que Sofia saca la pipa del bolso y corta el rollo con un tiro al aire y un me cago en vuestra puta madre, pinches de mierda. Ahí empieza, propiamente, esta película mexicana de obligado visionado para los bolcheviques que todavía resistimos en las catacumbas.

    De todos modos, Un monstruo de mil cabezas es más una historia romántica que una denuncia del sistema. Esa mujer, Sofía, desperada a lo Robert Rodríguez, lleva el amor por su marido inscrito en la mirada de mala hostia.



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Clímax

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Clímax va de unos jovenzuelos bailongos que al terminar la fiesta se beben una sangría adulterada con LSD y sufren episodios psicóticos que terminan de muy mala manera: en autolesiones, en agresiones sexuales, en paranoias de mucho terror... 

    La crítica de Clímax, por su parte, va de unos fulanos que trabajan para los medios especializados y que al término de la proyección del festival, o del pase privado, se beben otra sangría adulterada y llegan a la conclusión unánime, inexplicable para este cinéfilo de provincias, de que la película de Gaspar Noé es una obra imprescindible, y de que en ella hay algo así como un avance del cine futuro, un desafío a las convenciones, una experiencia que habla directamente a los sentidos y no a la razón… Un cine de vanguardia y tal y tal. La repanocha, que decían en los tebeos de Bruguera cuando yo era niño. La hostia, que se dice ahora.

     Los críticos suelen escribir cosas razonadas, consecuentes, con las que uno puede estar o no de acuerdo, pero que sirven de guía Repsol para transitar estas carreteras de las mil películas anuales, y las diez mil series que las acompañan. Pero de vez en cuando -y no siempre es el día de los Inocentes- se ponen todos de acuerdo, se lanzan un par de guiños, y en lo que parece ser una broma del oficio o un homenaje a su patrono, le ponen muchas estrellas a una película que ellos saben de sobra infumable, carne de incomprensión y de bostezo. Nosotros, claro está, picamos, pagamos el precio de una entrada o amortizamos la cuota del Movistar +, y al final de esa hora y media de vida robada, de tiempo escaqueado a otros placeres más fructíferos, comprendemos que nos la han vuelto a jugar. Pero cómo protestar, ay, ante quienes otras veces te han recomendado películas maravillosas que desconocías, regalos de vida que ayudan a no bajarse del tiovivo, y seguir esperando…



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Lazzaro feliz

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Sólo hay dos clases de personas que viven ajenas a la lucha de clases: los tontos y los enamorados. Y cualquiera, ay, puede caer en esos marasmos de la razón... Yo mismo, sin ir más lejos.

    Mientras las clases populares luchan por reconquistar sus derechos, y las clases pudientes urden mil planes para negárselos con las urnas o con los tanques, ellos, los simples de espíritu, y las víctimas de Cupido, transitan entre nosotros con el pensamiento puesto en otro lugar: en Babia, o en el cuerpo deseado. Son los no-beligerantes de esta guerra que nos ocupa desde que se inventó la agricultura, y un primer hijo de puta dijo “este sembrado es mío”, y tengo un primo de Zumosol dispuesto a partirte la cara si me tocas una espiga. 

    “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”, dijo Jesús de Nazaret subido en la montaña, muy lejos de los Monty Python que apenas podían escucharle. Y Jesús se refería exactamente a ellos, a los lelos, a los arrobados, a los que no se enteran de la vaina y caminan entre las barricadas y las huelgas deshojando margaritas o comiéndoselas como Ralph el de Los Simpson. Son bienaventurados por no estar en la pelea, por no enervarse cada día al abrir el periódico o poner el telediario. La bienaventuranza predicada en los evangelios es ese estado de estulticia, de distanciamiento, de ajetreo puramente personal.

    Al principio de esta pelicula que nos ocupa, Lazzaro es un tonto de pueblo de manual, atento y servicial, con cara de ángel o de autista. Del mismo modo que en Amanece que no es poco había elecciones para elegir a los distintos cargos representativos -la puta y el cura, el alcalde y el pregonero- a Lazzaro, en el islote feudal, le tocó hacer de bobalicón que no entiende que su familia vive explotada, sometida como siervos de la gleba en pleno siglo XXI. Luego, en el transcurrir de la película, resucitado como el otro Lázaro de Betania, Lazzaro de la Doble Zeta sumará a su simpleza natural la profunda amistad que siente por el hijo de los terratenientes, que le hará, literalmente, navegar océanos de tiempo para encontrarle, como hizo el conde Drácula con Mina. Y si no óceanos, sí, al menos, un lago de dimensiones considerables...

Y así, doblemente alienado por la tontuna y por el amor, Lazzaro seguirá caminando entre los ricos y entre los pobres con la mirada perdida, que no sabe uno si abrazarlo como a un osito o soltarle un par de bofetones para que espabile.



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El amor menos pensado

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El amor, estrictamente hablando, pertenece a los más jóvenes: a la plenitud del cuerpo, y a la inocencia del espíritu. Lo otro, lo que nos abruma a los cuarentones, o a los cincuentones de la película, también es amor, pero ya no es el mismo sentimiento. Lo que sucede es que el castellano es un idioma muy rico para describir otros estados del alma -la borrachera, o la ira- pero en este asunto se queda muy corto de sinónimos, de matices, y da lugar a malentendidos.

    Al principio de El amor menos pensado, Marcos y Ana deciden separarse tras largos años de matrimonio porque descubren, o creen descubrir, en una conversación que se les va de las manos, y de las bocas, que ya no se aman. O que ya no se aman como antes. Para ellos es como si hubiera entrado un rayo por la ventana, calcinándolo todo. Se quedan paralizados de terror. No saben ni cómo continuar la conversación. Si deberían, quizá, consolarse mutuamente con un abrazo, o si ese gesto, que hasta hace un minuto era automático y generoso, se ha quedado de pronto improcedente, e inservible, ya expareja, extraños, abandonados a su suerte…




    Marcos y Ana buscarán el amor en otras mujeres, y en otros hombres, siempre dentro de la burguesía bonaerense, claro, porque ellos son cultos, ganan dinero, están todavía de buen ver, y esto parece una película de Woody Allen ambientada en Manhattan, con garitos de moda, exposiciones de arte y paseos por un parque también rodeado de rascacielos. La única diferencia es que se trata de una película argentina, y ya se sabe que los argentinos se demoran, discursean, alargan los paliques, y les salen unos metrajes más estirados de lo recomendable. Pero aquí no molesta, el alargue, porque me da tiempo para pensar, para rescatar tres o cuatro filosofías saludables, ahora que ya estoy tan cerca de esas edades otoñales.  

    Cada uno por su lado, Marcos y Ana buscan reverdecer los laureles del sexo, de la ilusión que todo lo trastorna, pero ninguna semilla arraiga en los nuevos huertos. Buscan sentir lo mismo que hace veinte o treinta años: ese espasmo en la entraña, esa taquicardia en el corazón, que a veces les cortaba el aire y les ahogaba las palabras. Pero el cuerpo ya no les responde, y el espejismo se aparece sólo a ratos. O demasiado difuminado. Demasiada vida, demasiada mochila, demasiada neurosis… Marcos y Ana tardarán muchos meses en comprender que ellos sí se amaban, pero que ya no lo hacían con la fiereza, el ansia, la dependencia enfermiza de los más jóvenes, que es lo que en realidad echaban de menos. Que reconciliarse no es una cuestión de resignarse, ni de conformarse, sino de aceptar que cada edad tiene su modo de amar.





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