El truco final

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Uno viene a las películas de Christopher Nolan a entretenerse. Pero también, por qué no, a que le estimulen la inteligencia. Lo que pasa es que esto es como la estimulación anal: que a veces, cuando hay confianza -y con Christopher Nolan hay confianza- uno se deja acariciar el ojete, se relaja, se siente tratado como una persona inteligente y sensible, y de pronto, zas, te encuentras con que el fulano te la ha metido doblada, y que se descojona a tus espaldas, mitad amante y mitad cabronazo. Terminada la experiencia -quiero decir, la película- ya no sabes muy bien qué pensar: por un lado ha sido excitante, y por otro, una humillación. Sea como sea, se te queda la cara de tonto...

Aquí, en El truco final, la cuestión es saber si la máquina de Tesla produce o no fotocopias de las cosas, y ya puestos a electrocutarse, fotocopias de uno mismo. Saber si Nolan ha hecho una película de ciencia-ficción o si el mago Angiers sólo perpetraba otro de sus trucos, apoyado en la existencia de su gemelo... Da igual: quien la haya visto, sabrá de qué hablo, y quien no, se va a quedar como estaba, porque esto es como hablar en chino, y no desmenuzo gran cosa con el spoiler.

Después de apagar el DVD, recomponer el gesto y tantearme subrepticiamente el ojete, me he puesto a pensar qué haría yo con una máquina de Tesla que funcionase. Lo primero, eso seguro, fotocopiarme a las ocho de la mañana para que Álvaro Bis fuera a trabajar mientras yo me quedo durmiendo un rato más. Luego sacaría al perrete sin prisas, y haría un poco de ejercicio, y avanzaría un poco en la nueva escritura sin recorrido... O sea, vivir. El problema iba a surgir cuando Álvaro Bis regresara al hogar. No íbamos a disputarnos el mando a distancia, eso no, porque somos idénticos en los gustos, y a los dos nos mola Broncano y la NBA, pero ya, para empezar, habría que poner dos platos, y dos lavadoras, y dos de todo... Eso no sería problema: lo haría por una mujer aventurera, aí que cómo no iba a hacerlo con mi clon, que soy yo mismo. Lo que pasa es que, como dicen en la película, cuando tu clon descubre que dependes de él para seguir con el truco, estás en sus manos, y una de dos: o cedes en todo, y te conviertes en su esclavo, o le asesinas -o sea, te asesinas- o tienes que inventarte otro número para seguir de vacaciones.




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Reyes de la noche

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La única guerra que yo he vivido como combatiente es justamente ésta: la Guerra de las Ondas. La que se cuenta en “Reyes de la Noche”. Una guerra civil que enfrentaba a dos Españas radiofónicas a las doce de la noche. Tuvo lugar en la Península Ibérica, a finales del siglo XX, y ha llovido tanto desde entonces -bueno, cada vez llueve menos- que aquello ya parece la guerra del general Espartero, o el desembarco en Alhucemas.

Yo era combatiente, ya digo, y además encarnizado, hombro con hombro en la trinchera de José Ramón, que entonces era el viento fresco y la radio divertida. Hasta que de tanto fingirse su némesis, J. R. se acabó convirtiendo en su mortal enemigo. Yo por entonces era un converso, un traidor de García. Yo, como otros tantos, me había venido de Sylvania a Freedonia a echarme unas risas, y a desprenderme de la trascendencia. Qué me importaba ya el último escándalo de la Federación, o la última corruptela del Ministerio de Deportes, si sólo quería divertirme y pasar las noches en vela.

Dejar a José María García fue casi como dejar a un padre. En mi niñez, mi padre, el biológico, cuando venía de trabajar, cenaba en la cocina, y ponía Supergarcía en la hora cero para enterarse de la última cagada del Madrid, que era lo que a él le levantaba la moral tras estar 16 horas al pie del cañón en otra guerra muy diferente: una guerra de comer, de llegar a fin de mes. La lucha de clases... Yo le esperaba remoloneando por la casa, disimulando con los deberes, y me sentaba un rato en la cocina para escuchar el programa. Así fue cómo me hice de García. Su voz -familiar, histriónica, inconfundible- me acompañó hasta la llegada en falso de la madurez. Con García viví mil desgracias deportivas y un puñado de momentos eufóricos. Una vez que vino la Vuelta a España a León, mis amigos y yo nos grillamos una clase para verle a él, no a los ciclistas. Le adorábamos... Pero luego se volvió un tiranuelo sin gracia y hubo que matarlo. Metafóricamente, claro. Y entonces cruzamos las líneas enemigas, para desertar.

Con el tiempo también terminé desertando de José Ramón, pero eso ya son guerrillas, más que guerras, y además incruentas, y muy civilizadas, que no darían para hacer una serie de televisión.



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El diputado

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Nada ha cambiado desde los tiempos de la Transición. Aquí seguimos, leña al rojo, caza y captura. Que el cabronazo, o la cabronaza, se entere de lo que vale un peine. Que  no soliviante a las masas, y que no predique con el ejemplo. A ver qué se han creído... Estos con Franco no se movían, y aquí hay mucho privilegio en juego, mucho mamoneo, mucho hijo tonto al que colocar en la empresa o en la Administración.

No hemos salido de la Transición. Todo quedó atado y bien atado. Mira que nos hemos reído con la tontería, ja, ja, imitando la voz de Franco, decadente y gangosa, pero la tontería sigue ahí, maniatando la democracia. ¿Democracy? ¿What democracy? Estamos confundiendo la democracia con la ausencia de golpes de estado... Los que se hacen con tanques, me refiero, disfrazados de torero, porque los otros, los periodísticos y los económicos, se producen cada vez que un rojo asoma la jeta. Ningún heredero de Alejandro ha podido deshacer todavía el nudo gordiano. El Coletas venía espada en mano, decidido a cortarlo, pero le han parado los pies. Vaya que si le han parado los pies... En El diputado, se encargaban unos matones de acojonar al diputado: te enseñaban la Luger, o te disparaban con la Luger, o te aporreaban la cara con la Luger. Ahora, recién iniciada la Transición 3.0, te envían por correo las balas de una Luger.

No me extraña que Yolanda Díaz, nuestra esperanza roja, nuestra esperanza mujer, esté deshojando la margarita. Ella sabe que nada más aceptar sufrirá el acoso de los chacales. El franquismo sociológico nunca se fue, y ahora empieza a reconquistar los parlamentos. Y cuentan, además, con una legión de camisas pardas, armados de ordenadores. Está la cosa muy jodida. La acosarán, la difamarán, hurgarán en su basura, ¿Quién no tiene un trapo sucio ? ¿Quién no se ha cagado alguna vez en esto o en lo otro? ¿Quién no se ha pasado de frenada? ¿Quién no ha de dejado dicho, o escrito o firmado? ¿Quién no tiene un conocido corruptible, o un ex conocido miserable? La diputada...





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Palomares: Días de playa y plutonio

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El incidente de Palomares se lee en 10 minutos, en su entrada de la Wikipedia: el choque de los aviones, los muertos, los rescatados... Las peripecias de los pescadores, que se lanzaron al rescate de los paracaidistas con sus barcos de Chanquete... El destino incierto de las bombas atómicas, que no explotaron porque esta tierra es santa, y pía -o al menos lo era en 1966- y aquí se rezaba mucho a los milagros de la Virgen, y a los favores del Niño Jesús.

En la Wikipedia, por supuesto, se cuenta lo del bañador de Fraga, y se discute si en realidad se mojó el body en Palomares o si lo hizo en Mojácar, aguas abajo, para que no le saliera un tercer huevo en el escroto, o un segundo ojete en el culo. También se cuenta que en Palomares, aunque nos riamos mucho con la tontería, no hubo paz y después gloria: las bombas no explotaron, pero el material radioactivo quedó por ahí, esparcido, y todavía hoy se respira en el polvo que levantan las motos al pasar. Por un momento he pensado que Nerja, el pueblo de Verano Azul, quedaba por las cercanías de Palomares, y que quizá la motocicleta de Pancho había hecho un estropicio en el genoma de sus compañeros. Eso explicaría algunas cosas... Pero no: Nerja queda a 200 kilómetros en línea recta. Aunque qué son, para las partículas radiactivas, 200 kilómetros cabalgando sobre los vientos y las mareas...

Uno venía al documental para que le ampliaran la información, y para que se la pusieran en imágenes. Pero no para que le abrumaran con esta catarata de testimonios, que al final es una tontaca de testigos que dicen que lo vieron, que estuvieron allí, que oyeron el estallido, que tenían un primo muy majo que vivía por las cercanías... Una retahíla infumable. Y hablo sólo del primer episodio, que es el único que he visto de los cuatro. Y el único que veré. Esto es un chicle estirado. Una cosa para justificar los presupuestos. Hay que comer, y yo eso lo entiendo, pero ver Palomares en plan didáctico es como buscar la pepita de oro en la corriente del Yukón. Que no era radioactiva.





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El ciudadano ilustre

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El día que yo gane el Premio Nobel de Literatura -tendré que comprimir toda mi obra en una década inspiradísima y gloriosa- no tendré un pueblo al que regresar. Mis abuelos lo vendieron todo en el agro y se vinieron a León a servir a los señoritos, y a vender pollos en el mercado. Mi pueblo es León, y en León, tras casi treinta años de exilio laboral, ya no me conoce ni la madre que me parió. Bueno: la madre que me parió sí, afortunadamente. 

Además, quién narices me iba a llamar, si yo todo lo que escribo es anticlerical, o medio bolchevique, y en León la cultura sigue perteneciendo a los curas, y a los que ponen banderas rojigualdas en el balcón. Una vez me metí -o me metieron -a columnista de periódico, y duré lo mismo que el Máxim Huerta aquel en el ministerio del no sé qué.

No: al contrario de lo que pasa con Daniel Mantovani en la película, nadie me llamará del pueblo natal para erigirme una estatua, y otorgarme la medalla de Ciudadano Ilustre. Así que tras recibir el Premio Nobel, y saludar educadamente a los reyes de Suecia -no va a quedar otro remedio- volveré a La Pedanía, porque de la literatura, por mucho Nobel que se sea, no se vive como se vivía antes, y tendré que seguir trabajando en el colegio hasta que los huesos digan basta. Y aquí, en La Pedanía, aparte de un amigo que tiene la huerta por el vecindario, pero que en realidad vive en la capital, tampoco hay nadie que sepa quién soy yo. Conocen mi jeta, pero no mi vocación. Me saludan, pero no me perforan. Y yo, por supuesto, tampoco dejo que me perforen. Soy un ente extraño y distinto. Mi cultura es la cultura de los libros, de las pelis, de las pedanterías que se ostentan en una estantería Billy pedida por internet. En cinco kilómetros a la redonda no hay ningún vecino como yo. Y tampoco, ay, ninguna, vecina... Bueno, sí, una... Así empezará, precisamente, mi carrera literaria...

Aquí, en La Pedanía, la cultura es otra, provechosa y ancestral: la huerta, la viña, el árbol frutal... Yo no sé hacer nada con las manos. Sólo rascarme los huevos, y escribir estas gilipolleces.




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Beginning

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Comienzo a ver Beginning sin tener ninguna gana de ver Beginning. Ni una puta gana, vamos... Es un masoquismo que practico cuando “tengo que” ver una película que viene rodeada de la polémica y la disensión. Mi cinefilia, tan improductiva, tiene estas servidumbres, estas ataduras estúpidas, mientras la vida de verdad transcurre ahí afuera, en la primavera que se afianza.

Beginning, por lo que había leído, y por lo que había escuchado en las ondas, es de esas películas que marcan la fractura insalvable entre la cinefilia oficial y la cinefilia de andar por casa. Salvo un crítico muy conocido en este país, que la tachó de “demencial, bodrio, inentendible y dormitiva”, todos los demás se rindieron a su propuesta experimental. A su “arriesgadísimo concepto del cine como expresión del no sé qué...” Y a mí, que soy un cultureta de pacotilla, cuando me hablan de cine experimental -y además rodado en Georgia, pero no en Georgia de Estados Unidos, sino en Georgia del Cáucaso- me entra como una congoja, como una cagalera, y ya me preparo para lo peor arrellanado en el sofá.

Mientras transcurren los primeros fotogramas -en efecto, soporíferos- me distraigo con internet y leo que el pueblo llano se ha dormido en la proyección de la película, o la ha abandonado a los veinte minutos, o se ha echado unas risas con los amigos a cuento de la tontería. O, directamente, se ha puesto a echar un polvo en el sofá mientras allá lejos, en Georgia, los personajes permanecen hieráticos en sus paisajes, sacándole jugo existencial al paso de una nube, o al temblar de unas hierbas. Pero yo me recompongo, insisto, me pongo muy terco al filo de la medianoche. Mejor esto que entregarse a las pesadillas... Y entonces se me va a la mirada a las estanterías que acabo de montar, donde he trasladado todas las películas que tenía en el altillo: son casi mil, una vida entera dedicada a la compra y al goce de la contemplación. Miro Beginning, miro la videoteca, y me pregunto qué estoy haciendo con este “experimento”, cuando tengo toda esta belleza al alcance de la mano.




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Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan

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En el colegio, cuando estudiábamos las guerras de religión, yo siempre iba contra los católicos y a favor de los rebeldes. Para mí el Papa era como Darth Vader, y cualquiera que se enfrentara a él se convertía en el héroe de la película. Católicos eran -y furibundos, y además muy fachas- los Maristas que nos auguraban el infierno, y nos prevenían contra el socialismo, así que yo, en buena lógica, quizá no teológica, pero sí muy consecuente, intuía que las gentes de bien, más serenas y epicúreas, más amables con la vida y con el reparto de la riqueza, estaban en el otro bando: en la lado correcto de la historia, concretamente, que dijo el otro día la Tonta del Bote.

Si estudiábamos las andanzas imperiales de los Austrias, yo iba a muerte con los luteranos; si estudiábamos las guerras en Francia, yo iba con los hugonotes; si la escisión de la iglesia anglicana, con Enrique VIII; si las Cruzadas en Tierra Santa, con Saladino; si el Imperio Romano, con Nerón y su lira; si la revolución mexicana, con los anticlericales; si la revuelta de Solidarnosç, con el general Jaruzelski. Y si la Guerra Civil española, por supuesto, con la II República.

La única guerra en la que yo siempre he ido con los católicos es la irlandesa. Hablo, por supuesto, de su independencia del Imperio Británico. Y mira que yo, por tradición cultural, debería ir con la pérfida Albión. Ellos inventaron todas las maravillas del mundo moderno: el fútbol, el snooker, la puntualidad, el punk, el fenotipo de Kate Moss... Pero una vez, de joven, vi El hombre tranquilo en la tele, y me enamoré de Innisfree, y de su pelirroja más preciosa y malhumorada, y desde entonces, Irlanda es el sueño de mi vida, mi Paraíso Terrenal. La tierra mítica no de mis ancestros, pero sí de mis imposibles descendientes.

Además, viendo Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan, he comprendido finalmente -y espero que no sea demasiado tarde- que el dios de los católicos es el único verdadero. Que Shane MacGowan, con todo lo que se ha metido, y todo lo que ha excretado, haya llegado vivo a la frontera de la jubilación, es un milagro tan portentoso que me río yo de lo sucedido hace dos mil años, a orillas del Tiberíades.





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El señor de los anillos: El retorno del rey

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(Nota para desinformados: El retorno del rey no va del regreso del rey emérito. Trata sobre el regreso de Aragorn al trono de Gondor. A día de hoy, nuestro monarca sigue riéndose de la vida en Abu Dabi. No problem. Los dioses, de momento, no han decidido su des-exilio. Llegará ese día, sí, pero espero que no hagan una película sobre él. No sin Azcona y sin Berlanga. Que los resuciten, si eso, a los pobrecicos...)

He tenido que ver nueve veces las películas de El señor de los anillos -quiero decir tres veces las tres películas-, y además zamparme las versiones extendidas, con sus proteínas necesarias y sus grasas redundantes, para comprender que esto no era una película, sino una ópera en tres actos. Lo que pasa es que como las sopranos son todas guapísimas y delgadísimas, y jamás cantan, sino que susurran, y todos los tenores aparecen esmirriados y sin afeitar, y tampoco cantan, sino que lanzan gritos guerreros, reconozco que  andaba muy despistado con la naturaleza del espectáculo. Pero esta vez, como ya me sabía los diálogos, y los destinos del personal, me he abandonado a la contemplación, y a la escucha, y allí, en el trasfondo de las escenas, subrayando los procederes, estaba la maravilla que ahora no paro de escuchar en el iTunes, mientras escribo, o se me va la mirada a las montañas. Al Monte del Destino, concretamente, porque aquí, en la comarca, también hay uno que es muy sombrío. Tenemos hasta una Torre del Mal, pero esa es otra historia...

También he tenido que ver nueve veces las películas para comprender que los habitantes de la Tierra Media son más inteligentes que nosotros, aunque lleven varios siglos de retraso tecnológico. Ellos aceptan que su destino ya está escrito, que viene prefigurado en las profecías, y que cuando se lanzan a la acción y al desempeño, saben que recorren un camino ya recorrido. Aceptan, con sabiduría, su inanidad. Nosotros, en cambio, que podríamos masacrar toda la Tierra Media con dos pepinos nucleares, insistimos en creernos los reyes del mambo, los libertarios de la voluntad, y nos creemos caminantes que hacen camino al andar. Qué bonito poema, y qué alta vanidad.





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El señor de los anillos: Las dos torres

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Quince años pasan en un suspiro. Un día te vas a dormir, sueñas con un par de tragedias y con un par de buenos momentos – de sueños eróticos nada, porque los tengo prohibidos por el psicoanalista- y a la mañana siguiente es como si te hubieran criogenizado. Peor aún, porque en la nave Nostromo, como en otras tantas de la ciencia-ficción, al menos te criogenizaban para despertar en otra galaxia, con unas vistas cojonudas al agujero negro desde el puesto de mando. El espacio profundo bien valía una misa de recogimiento. 

Pero aquí, en el planeta Tierra, te criogenizan después de ver, qué se yo, Las dos torres, con el retoño, en el sofá de la cinefilia, y a la mañana siguiente el retoño ya es un muchacho que no vive contigo porque anda de estudios, en otra ciudad, a su bola, a su rollo. Te miras al espejo antes de meterte en la ducha y te dices: “Hosti, nen, ¿qué ha pasado aquí?”, y luego, mientras vas haciéndote el café, y rascándote la barriga, y pedorreándote por el pasillo ahora que no hay nadie para recriminarte, comprendes que estos quince años han sido el viaje circular de El Planeta de los Simios: un paseo por el hiper-espacio para acabar regresando al mismo sitio, quince años más viejo, y con todo cochambroso y agrietado.

Recuerdo que en la primera intentona con El señor de los anillos, el retoño se bajó en la escena inicial, cuando la voz de Galadriel desgranaba los acontecimientos de Isildur y compañía. La verdad es que acojona, esa voz en las tinieblas. En la segunda intentona, meses después, llegamos hasta la primera aparición de los Nazgul, que también acojonan lo suyo con la música que les pusieron. “Le he perdido para siempre”, pensé, pero al tercer intento, como quien supera el batir de las olas, nos subimos en una de ellas y ya nos fuimos surfeando hasta el final de los finales. 

Retoño, en su entusiasmo infantil, era muy de Legolás, que no fallaba ni una con las flechas, y además era tan rubio y tan guapo como él. Yo, por mi parte, me iba quedando ojiplático con las señoritas, a cada cual más hermosa, de orejas puntiagudas o redonduelas, daba igual, y soñaba  con ser algún día ese zarrapastroso de Aragorn, hijo de Arathorn, que iba desgreñado adrede, grunge que te cagas, rompiendo tantos corazones como orcos se cargaba.

No es por nada, pero a Viggo también le han caído los añitos encima. Pero a él, más que caérsele, se le posan. Es la percha.





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El señor de los anillos: La comunidad del anillo

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El Mal anida en Mordor, nunca descansa, y en eso es como el franquismo sociológico, que siempre estuvo ahí, agazapado, esperando su oportunidad. A veces nos llegaban rumores en el viento, y presagios en los cuervos, pero pensábamos, como tontos del haba, que era otra cosa: un eco del pasado, un déjà vu de las películas. Pero no, eran ellos, los orcos, preparándose para la reconquista.  Aquí tengo que reconocer que la metáfora empieza a fallarme un poquito, porque los siervos de Sauron son feos como demonios, contrahechos que dan grima, mientras que los siervos de la ultraderecha, los cayetanos y las cayetanas, suelen ser hombres guapos para envidiar, y mujeres guapas para enamorarse. A la belleza ancestral de una sangre que jamás conoció el hambre ni la necesidad, se suma la buena vida de quien nunca sufre estrés, come de lo mejor, apenas suelta radicales libres y folla en chalets de cinco estrellas riéndose del mundo. Los orcos de la Moraleja -ojo, que también empieza por Mor- ahora tienen hasta un guerrero Uruk-hai, el tal Abascal, que emergió del barro como un Adán babilónico con ojos de lunático.

¿Sauron? Buf, se me ocurren mil tonterías... Como de momento, en la primera entrega de la saga, el Puto Jefe sólo es un ojo que vigila, podría ser el ojete de Aznar, o el ojazo de Ayuso -el derecho, que es el que más me pone-, o el ojo lánguido y bellísimo -como de Charlotte Rampling- de Cayetana Álvarez de Toledo. He elegido símiles sexuales porque el ojo de Sauron es ardiente como la pasión y frío como el odio. ¿El Monte del Destino? Las Montañas Nevadas de aquel himno falangista...

Lo de la Comunidad del Anillo en sí no necesita mucha explicación: una oposición de izquierdas desunida, desconfiada, al borde siempre de la traición o de la deserción. En ella hay tanta bondad como mentecatería; tanta buena intención como contratiempos y chapucerías. En la Comunidad hay un arquero con pelo largo, un guapetón de la hostia, un hechicero de segunda división, un enano que no para de gruñir y una minoría parlamentaria de la Comarca que sólo piensa en regresar a su terruño. Mujeres ninguna, porque en la Tierra Media todavía no conocían la paridad. Pero a mí me da que Arwen de Rivendel podría ser nuestra Yolanda Díaz. Ay, ojalá...



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Cine Abella

 

Mi marmita de Obélix, que es la marmita de la cinefilia, se encontraba aquí, en el cine Abella de León. Mi madre acaba de enviarme esta fotografía encontrada por la red y me han asaltado los recuerdos. Y tengo mil, o un millón, para ordenar... Ahora el local es un almacén de no sé qué. Prefiero no saberlo. No sé si pertenece a un particular o si al final se lo quedó el ayuntamiento. Me la pela, la verdad. No siendo un cine, por mí como si lo usan para guardar bicicletas, o para encerrar a ediles corruptos.

Mi primer recuerdo es un no-recuerdo en realidad. Mientras mi madre despachaba entradas en el cubículo de la taquilla, yo, a su lado, en el carricoche de bebé -que no era de Jané porque los de Jané eran muy caros- dormía el sueño de su teta. Luego, cuando la película empezaba su tiroteo o su besuqueo, su abordaje o su pleito familiar, mi madre bajaba la cortinilla y me sacaba del sueño para hacerlo realidad. Así nos tiramos unos cuantos meses, los de mi lactancia, hasta que ya no pudimos más. Necesitábamos el sueldo de mi madre para ser clase media-baja, pero mi abuela, que vivía dos portales más allá, no quiso cuidarme por las tardes, así que al final nos tuvimos que conformar con el sueldo de mi padre -el del cine Pasaje que da nombre a estos escritos- y ya nunca salimos de la clase media-baja-baja que es la clase baja sin más.

Al cine Abella fuimos una vez con mi abuela a ver Quo Vadis y nos partíamos de risa porque ella no se enteraba de nada. Al cine Abella iba yo con cinco años, con mi hermana de la mano, los dos solitos, porque vivíamos cerca, y eran otros tiempos, y allí los encargados nos saludaban, y nos hacían carantoñas, y yo luego me quedaba con los ojos abiertos viendo la película mientras mi hermana los cerraba rendida por el sueño. En el cine Abella pasé el mayor miedo de mi vida, viendo El exorcista con un grupo de amigos que se quedaron tan blancos como yo. En el cine Abella vi a Amadeus componiendo sus sinfonías, al nuevo King Kong escalando su rascacielos, a Roger Moore luchando contra Tiburón, a Catherine Tramell clavando su picahielos, a los Cazafantasmas empapándose de ectoplasma neoyorquino...  

En el cine Abella, como en el Cine Pasaje, vi cientos de películas. Literalmente, sí. Yo crecí ahí, en esa foto, en esa marmita, rodeado de afiches, de carteles de próximos estrenos, de películas de celuloide que venían en aquellas latas gigantescas.




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Seinfeld. Temporada 2

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Seinfeld, en realidad, es una versión libre de Big, aquella película en la que Tom Hanks vivía entre adultos con cuerpo de hombre, pero con edad de adolescente. Los cuatro prendas de Seinfeld no le pidieron a la máquina de Zoltar que acortara los plazos: ellos, simplemente, se han ido rezagando poco a poco, perdiendo comba entre tonterías y distracciones, hasta que un día descubrieron -demasiado tarde, pero tampoco sin montar una tragedia- que se habían plantado en la treintena con una inmadurez de colegiales.

Elaine y George, Jerry y Kramer, son cuatro teenagers infiltrados en el mundo del trabajo, de las relaciones serias, de las decisiones inmobiliarias... Disimulan porque ganan dinero, son autónomos y se comportan con cierta racionalidad en los espacios públicos -a veces ni eso-, pero en realidad son personas que viven fuera de contexto, fuera de época, con el software sin actualizar. Ellos van al trabajo como antes iban al instituto, y en el amor siguen usando el “te ajunto”, o el “no te escucho, cucurucho”. La gente se ríe de ellos, y trata de evitarlos, pero a ellos les da igual porque nada les parece trascendente o definitivo. Son tontainas pero felices.  

Seinfeld es mi serie preferida porque me veo reflejada en ella. Qué le vamos a hacer. Nobody is perfect... Yo podría haber sido el quinto Beatle de la pandilla. El vecino de Jerry Seinfeld que nunca sale en las tramas. Otro tipo como Newman, el gordito, que también se las trae el gachó... Tengo anécdotas personales para aburrir. Cosas tan estúpidas, tan seinfeldianas, que Larry David y compañía podrían hacer con ellas una temporada completa. Sólo habría que cambiar León por Nueva York y repensar un poco el vestuario. 

Yo también soy un inmaduro que da el pego, un gilipollas que se traviste de ciudadano. A punto de cumplir los cincuenta años, he aprendido a disimular mi tontería, pero nada más. Sigo prefiriendo la fantasía a la realidad, y la divagación a la responsabilidad. No sé enfrentarme a la vida, pero puedo pasarme horas hablando en el Monk’s Café. Sí, lo sé...







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El silencio

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Hace nada, cuando internet era una tecnología embrionaria, sólo trascendían las cinefilias que soltaban los críticos de la radio o de las revistas. O los de la tele, en Qué grande es el cine, donde los fumadores de Garci extraían una inagotable palabrería de películas insufribles sólo porque eran en blanco y negro, o porque se le veía el tobillo a una actriz francesa que les ponía mucho en la juventud. Los críticos de Garci vivían un rollo que no era el mío ni el de mi generación. Nosotros, que nos habíamos criado con una espada láser  en la mano y con un sombrero de Indiana Jones en la cabeza, nos dormíamos en las madrugadas de los lunes mientras ellos, como viejetes al calor de la hoguera, rememoraban las mil anécdotas de sus hazañas intelectuales en los círculos del arte y del ensayo: la fila de los mancos, los grises, el “Cuéntame”... Todo aquello.

Hace años nadie se hubiera atrrevido a criticar una película como El silencio. Existía una omertá intelectual que ahora se va resquebrajando poco a poco. Por entonces,  a Ingmar Bergman se le trataba de usted, y de excelentísimo señor, y si no entendías sus onanismos era un problema tuyo, no de él, que era un maestro del alma humana. Nadie se atrevía a denunciar que algunas películas no se entendían, que se estaban quedando viejas. Que a veces el maestro sueco dormía a las ovejas que pastaban en los alrededores. Nadie decía, razonadamente, que algunas películas seguían siendo impresionantes o bellísimas, como  Fresas Salvajes, o como El manantial de la doncella, pero que otras muchas -demasiadas- se habían tornado enrevesadas, incomprensibles, a veces ridículas en su metafísica.

Como El silencio, por ejemploaunque en ella se nos regale el rostro de Ingrid Thulin, y se nos vaya la mirada al cuerpo de Gunnel Lindblom. Aunque luego -¡en insólito atrevimiento del año 63!- se nos insinúe por lo bajini que estas dos suecorras practicaban el incesto calenturiento en sus años mozos, y que por eso se han quedado así de traumatizadas, y de silenciosas: la una fingiendo que se muere a chorros en la cama, y la otra vagando por las calles en busca de un maromo. Ni estas enjundias sexuales -a veces de una carnalidad explícita y sorprendente- le reprimen a uno el acto reflejo del bostezo. Me temo, maestro Kenobi, que nunca se me caerá el pelo de la dehesa.






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Mi obra maestra


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Hoy quiero confesar -como cantaba Isabel Pantoja antes de coleccionar bolsas de basura- que alguna vez, desesperado por la ausencia de lectores, por la inoperancia de mi escritura, he pensado fingir mi propia muerte para que este blog -con la tontería del artista fallecido- coja vuelo y remonte sus estadísticas. Fabricarme una esquela falsa y elevarme al estatus de leyenda literaria. Como hizo en su día Francisco Paesa, el agente secreto. O como hace el pintor Nervi en Mi obra maestra, que tras anunciarse como muerto en las necrológicas de Buenos Aires, se exilia a las montañas del Jujuy -allá donde Jesús perdió el mechero en sus predicaciones- para añadir varios ceros al precio de sus cuadros. 

La idea es, desde luego, tentadora, pero inaplicable en mi caso, porque Renzo Nervi vive de su arte, y lo mismo le da pintar en el Jujuy que en las Chimbambas, mientras le llegue la furgoneta con el mate y las viandas. Pero yo soy un funcionario de la vida, un inútil de la escritura, y necesito servir a la Junta de Castilla y León presencialmente, impepinablemente, para cobrar los dineros que me sostienen. No puedo desaparecer del mapa así como así. No puedo borrarme de la faz de esta tierra. Tengo que comer, y que alimentar al cachorro, y al perrete. Pero ya me gustaría, ya, fingirme el muerto como en las piscinas del verano... Porque así, vivito y coleando, sólo me leen los cuatro gatos de siempre: los despistados de la vida, el amiguete de Mallorca, y los familiares que se asoman para escandalizarse con mi lenguaje, y con mis ocurrencias de misántropo. Damiselas, pocas; cinéfilos, ninguno. Les hablas del blog a los amigos y todos te dicen que qué bien, que qué chachi piruli, que les envíe el enlace por el whatsapp y que nada más llegar a casa ya se ponen y tal. Pero luego, al día siguiente, el chivato me dice que por allí no se ha asomado nadie, que todo era por quedar bien, civismo y simpatía, sonrisa tonta y desinterés mutuo.

Por aquí ya no se despistan, ay, ni aquellos pornógrafos que hace años recalaban en mi playa creyendo que había género, mandanguita de la buena, porque yo a veces escribía de tetas, y de culos, y hasta de pollas en vinagre. Hasta que un día comprendí que el blog me estaba quedando machirulo y revertiano. Yo mismo invitaba a los pornógrafos a salir de estos escritos, porque me da daba pena que se equivocaran continuamente de negociado, con las apreturas genitales que llevaban, los pobres…




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Anatomía de un dandy

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Cuando yo era pequeño, Umbral era un señor extravagante que salía mucho por la tele. No le llevaban para subir las audiencias -porque entonces no había audiencias que medir- sino para que el presentador o la presentadora se tronchara de risa con aquel fulano que comparecía con las gaforras, la bufanda, la melena canosa, diciendo paridas a veces muy bien traídas y a veces boutades que sólo buscaban la provocación. “Lo hago para hacer más grande mi nombre, y vender más libros, y más periódicos”, hubiera dicho él...

Aquella escalada de apariciones culminó en el celebérrimo “yo he venido a hablar de mi libro”, que todos creímos un número circense y en realidad era un cabreo muy sentido, muy meditado, ante la cínica mirada de Mercedes Milá. Yo tenía 22 años y quedé marcado por aquella frase. Umbral la soltó sin afán de trascendencia, regurgitada desde la entraña, pero a mí me pareció el resumen básico de la vida, y de los seres humanos: todos hemos venido a hablar de nuestro libro, de nuestro rollo, de nuestro miedo, y en realidad nadie escucha a nadie. Sólo fingimos que escuchamos para que luego nos dejen hablar. Creo que hasta se imprimieron camisetas con aquello. Y si no, se debería.

Empezó a interesarme el escritor que había más allá del personaje. Leí algunos libros: unos me gustaron, otros me aburrieron, algunos me hicieron reír. Un día cayó en mis manos “Mortal y rosa” -creo que en aquella colección de clásicos de “El Mundo”, antes de que se convirtiera en “El Inmundo”- y me quedé de piedra. Algunas cosas no se entendían, porque Umbral, cuando tiraba de perifollo, se quedaba sólo, el tío. Luego supe que escribió el libro medio empastillado, medio muerto, traspasado por el dolor intolerable... Pero otras cosas  de “Mortal y rosa” eran deslumbrantes, apabullantes, y te dejaban hundido en el sofá. Era un libro que necesitaba a todas luces una relectura. Lo aparqué por un tiempo, y en el ínterin, Umbral, que hasta entonces presumía de ser un socialista infiltrado, empezó a coquetear con la derechona que tanto había criticado. Volvió a parecerme un farsante de tomo y lomo y le negué. 

Ahora le estoy recuperando poco a poco. Escribió grandes cosas y grandes rellenos. Estoy desbrozándolo... Sea como sea, el personaje es fascinante. La persona -como todos-, permanecerá en el misterio.



 

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Loco por ella

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Del mismo modo que Orfeo bajó a los infiernos para rescatar a Eurídice de entre los muertos, Adri, el enamorado de la película, bajó al manicomio para rescatar a Carla de entre los locos. Los mitos griegos se reciclan una y otra vez en nuestra cultura. Incluso en las propuestas de Netflix, tan modernas y tan molonas. Esto sucede porque en realidad las historias de amor se reducen a tres o cuatro arquetipos. O a solo dos, como sostenía Marcel Pagnol: un hombre encuentra a una mujer; si follan, es una comedia, y si no, es una tragedia.

Si nos atenemos a las palabras de Marcel Pagnol, Loco por ella es una comedia porque Adrián y Carla follan, y además lo hacen a lo grande, tan jóvenes y estupendos. Pero el asunto no es tan sencillo como parece, y aquí don Marcel, al menos, tendría que reconocer el asomo de una duda. Carla es una chica guapísima, intrépida, vital... El sueño de cualquier picaflor que desea encontrar el tulipán definitivo. El problema es que Carla vive internada en un sanatorio mental, diagnosticada de trastorno bipolar, y lo mismo te arrastra a la fiesta, y te echa el polvo del siglo, y te deja hipnotizado con su mirada de gata inteligentísima, que al día siguiente, secuestrada por su mal, prefiere no saber nada de ti, y te fulmina con la misma mirada, con el humor vuelto del revés, y el alma enturbiada, y la depresión acuchillando tras sus pupilas...

Aun así, Adri, tras visitar el lado oscuro de la luna, decide que la relación le compensa. Que lo bueno de Carla vale muchísimo más que lo malo de Carla. Que en ella hay más luz que sombra, y más oro que mierda.  Algunos espectadores llaman a este cálculo amor, y echan la lágrima viva en la última escena. Yo también, ojo, porque la historia me roza, y me desempolva memorias muy lacerantes. Pero es mi yo romanticón y tonto del culo el que llora. El otro, el racional, el que una vez también bajo a los infiernos en una operación de rescate, sabe a ciencia cierta que Adrián se ha equivocado con las matemáticas. Que ahora está poseído, excitado -enamorado, vale-, y se cree capaz de sortear las tormentas cuando lleguen. No sabe lo que le espera...




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Los profesionales

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Tipos así, como estos que comanda Lee Marvin, son los que echaba de menos el añorado Pazos en Airbag. Unos mercenarios profesionales, muy profesionales, como la copa de un pino, o como la copa de un cactus, ya que todo transcurre en las tierras del desierto. Pazos, el mafioso, estaba hasta el gorro de la chapuza nacional, de la incompetencia de lo celtibérico. Él vivía en una realidad delictiva como de Mortadelo y Filemón, con gente impuntual, y cacharros que no funcionaban, mientras en la tele del prostíbulo, donde él entretenía las horas muertas, se sucedían las películas de americanos que se ponían a una tarea y la clavaban, reflexivos y aguerridos, y siempre bien armados con la submachine gun imprescindible. Y siempre guapos, por supuesto, porque en ellos bulle la sangre de los anglos, y los sajones, que les da ojos azules para seducir, y estaturas altísimas para imponerse, y canas lustrosas para hacerse respetar por el enemigo. Ni punto de comparación, Carmiña...

Los profesionales de Los profesionales no tienen submachine gun porque vivieron a principios del siglo XX, y por entonces las ametralladoras eran estáticas, pesadísimas, y sólo pertenecían a los ejércitos regulares. El mexicano, sin ir más lejos. Pero para cumplir su misión del Equipo A -los parecidos son inquietantes: el líder es canoso y en el grupo hay un pirado y un negro- los profesionales de Richard Brooks se apañan a las mil maravillas con una escopeta, un par de revólveres y un arco mangado a los indios arapajoes. Y muchos cartuchos de dinamita, claro, que son la pirotecnia de la función: la cencerrada en el poblacho, y la escapatoria en el desfiladero. Lo que hubiera cobrado un barrenero como Burt Lancaster en las minas de mi pueblo, cuando había minas.

(Estoy por jurar que yo vi Los profesionales de niño, en pantalla grande, en un reestreno para la pantalla grande del cine Pasaje. Lo del tren y los mexicanos ha reverberado en mi memoria. La belleza de Claudia Cardinale no tanto: hablo de un tiempo infantil, pre-hormonal, en el que las mujeres hasta molestaban en la trama, porque cuando ellas salían no había tiros, sino arrumacos.)





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Los años bárbaros

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Hace un mes afirmé en estos escritos que Marie-Josée Croze era la actriz más guapa que había visto jamás. Creo que hasta hice un juramento y todo... Sus escasos minutos en Múnich convalidaban la visión de diez ángeles enviados por el Cielo. Si hay que morirse para contemplar la idea de la Belleza, así, en abstracto, como predicaba Platón a sus conciudadanos, Marie-Josée es como un anticipo carnal del Más Allá. La sombra mejor perfilada en la caverna del filósofo...  

Pero hoy, porque soy así de veleidoso y de enamoradizo, he de romper mi juramento para rejurar sobre la re-Biblia, o sobre Los ensayos de Montaigne, que son mi libro de cabecera, que Allison Smith es la mujer que yo sin duda me pediría para pasar el resto de mi vida, si yo fuera el primero a la hora de elegir, claro, y ella, por supuesto, aquiesciera o aquiesciese con mis múltiples defectos.  Es como si sus padres me hubieran leído el pensamiento a la hora de forjarla. Y eso que yo, por entonces, aún no había nacido... Pero así son, recordémoslo, los milagros.

Allison, en la película de Fernando Colomo, es una mujer bárbara en tiempos bárbaros. Bárbara de belleza, y bárbara de intrepidez. La película transcurre en los primeros “años de la Paz”, cuando todavía se fusilaba a mansalva, o se encarcelaba por hacer una pintada en la universidad. Los tiempos que Santi y Rocío sueñan cada vez que dan su cabezadita de la siesta... Pero ojo, porque los tiempos bárbaros pueden volverse corpóreos en cualquier momento. De momento,  las pintadas ya no se hacen en los muros, sino en las letras de los raps, y te cuestan igualmente la cárcel o el exilio. Fusilar, en democracia, no se fusila, pero al que afirma que le gustaría fusilar a 26 millones de rojos para limpiar España (sic) se le respeta, se le mantiene la pensión y se le deja seguir rebuznando. Por si cuela...

Mientras tanto, en un campo de tiro, un defensor de la patria, con asiento en el Parlamento, practica tiro con un fusil del ejército. Le han dicho que no baje la guardia, que puede amanecer en cualquier momento.





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Los Reagan

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Ronald Reagan era una mala persona. Vaya esto por delante. Simpático, sí, y telegénico, pero un actor de segunda, y un humano de tercera. ¿Estoy siendo muy duro? Quizá... Que se lo pregunten a las clases modestas de Estados Unidos, a ver qué opinan. Que les pregunten también a los negros, a los discapacitados, a los hambrientos... El milagro económico de Reagan -la reaganomics de los cojones- sólo se vio en lo alto de la pirámide, donde tomaba el sol la corte del faraón, y la casta de los sacerdotes. Más abajo, en la arena de los esclavos, nadie se enteró. Bueno, sí, se enteraron, pero para mal: la clase media descendió un par de peldaños, y la clase pobre, que ya vivía a ras de suelo, tirada en las casuchas, o directamente en las aceras, tuvo que excavar para hacerse un hueco en el subsuelo. Siempre se puede caer más bajo. Esa es la gran enseñanza que nos dejó Ronald Reagan.

Que les pregunten, también, a los campesinos de Nicaragua, o de Centroamérica en general, que fueron asesinados por defender un precio justo para sus productos. Que les pregunten, también, a los homosexuales, cuando empezó la movida del SIDA y Reagan dijo que la homosexualidad era la octava plaga de Egipto. Que les pregunten a todos esos, sí, y a muchos más.

Nancy Reagan, por supuesto, no se queda atrás en cuanto a sociopatía y a caradura. Los Reagan eran el tándem perfecto. Tal para cual. Si detrás de un gran hombre suele haber una gran mujer, detrás de un gran merluzo suele haber una gran pescadilla. Y viceversa, claro, que no se me enfade doña Irene, ni doña Ione, que jolín, hasta se parecen en el nombre. Mientras Reagan se presentaba en el Congreso con los recortes bajo el brazo, y con un cuchillo real para hacer la gansada de darle “un tajo al gasto público” -toma nota, querida IDA-, Nancy hacía una tournée por los centros sociales para quitarle importancia al tema de las ayudas, y decirle al drogadicto  que bastaba con decir que no, y al marginado que bastaba con esforzase, y al paralítico que bastaba con intentarlo...

El misterio sigue siendo por qué las monjas votan a Berlusconi, los parroquianos de Parla a la Ayuso, y los desahuciados del sueño americano al Partido Republicano. Yo digo que es un misterio, pero sólo darle un poco de dramatismo. En realidad lo tengo bastante claro.




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El crack

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Un amigo de cuyo nombre no quiero acordarme me recomendó ver El crack a pesar de que sabe, positivamente, porque yo no tengo secretos para él, que Garci es un apellido que tengo prohibido por el psiquiatra, porque me provoca ansiedad, y por el internista, porque me desata la gastritis. Pero el amigo insistía, e insistía, como poseído por un rapto, y además me decía que en la película salía Ponferrada, que es la capital de este subreino -por debajo del de León, que es el principal, y del de España, que es el inevitable.

- ¿Ponferrada?- le pregunté-. ¿Estás seguro? ¿En una película de Garci?

-  Que sí, hostia, que sí, que la he visto y sale, o la mencionan, ya no me acuerdo..

Esto fue hace meses, y no le hice ni puto caso, pero hoy, en la depresión estéril tras la derrota del Madrid, he encontrado el hueco y el humor. ¿Sale Ponferrada? Pues sí, la verdad, una vez, pero sólo verbalizada... Ningún equipo de filmación se presentó en El Bierzo para rodar aunque sólo fueran unos exteriores de pega. Al principio de la película, en el despacho del detective Areta, se presenta un señor que dice provenir de allí -o sea, de aquí- con el diario ABC bajo el brazo. Cuenta que está buscando a su hija desaparecida en Madrid, seducida a buen seguro por algún hippy de la movida, un drogota de esos que votan a los socialistas. Anuncia que se va a quedar unos días en la capital, arreglando unos negocios, y que espera noticias prontas de la hija pelandusca. Y hasta ahí, en esa sucinta línea de guion, llega la histórica aparición, el “guest starring”, de este villorrio del Noroeste. Ni un flashback explicativo, ni un recuerdo feliz de este pobre hombre en el parque del Plantío, compartiendo el solecito con su hija todavía no descarriada.

Nada se vuelve a saber en la película de estas verdes tierras, de esta comarca tan apartada como brumosa. Los espectadores de El crack nunca saldrán de Madrid, fotografiado hasta la extenuación en planos “homenajeados” de Manhattan. Es en este paisaje urbano donde el detective Areta tendrá que vérselas con los malosos de las finanzas. Con la chica de Ponferrada ya no me acuerdo ni qué sucedió...






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La vergüenza

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Me he quedado solo, y avergonzado, frente a La vergüenza de Ingmar Bergman. Avergonzado de mí mismo. Avergonzado de esta cinefilia impostada, de salón casero, de provincia alejada. Una cinefilia que sólo parece un invento para tirarme el rollo: una estrategia reproductiva disfrazada de gafas de pasta, y de estanterías con DVD. Una gran mentira, y una pérdida de tiempo. 

A veces no sé qué cojones hago por las noches, desplomado en mi sofá, programando películas que en el fondo no me interesan, o que me interesan lo justito. Lo mío -con matices, con el oropel justo para disfrazarlo de cultura- siempre fueron las risas chorras, las hostias como panes, las actrices de buen ver... Las persecuciones y los gángstes de Nueva York. Y las comedias de Azcona y Berlanga, claro. Tramas simplonas que mi cerebro pre-informático, con muy poquitos gigas de memoria, pueda entender sin grandes complicaciones.

La vergüenza -que a mí me ha parecido un truño, una kafkianada tan grande como la catedral de Praga, o de Estocolmo- resulta, para mi asombro, para mi humillación intelectual, que es materia de aclamación en los círculos cinéfilos: ¡un análisis magistral sobre el hombre y su pesar, la mujer y su carga, la humanidad y el vacío existencial! El drama modélico de un Ingmar Bergman en plena forma que nos regala otra genialidad, otra  disección profunda del alma humana. Pero sólo a quien tiene ojos para apreciarlo, claro, y oídos para comprenderlo. E inteligencia, para asimilarlo. Pues bueno. Cojonudo.

Así que aquí yazgo, medio listo y medio tonto, en el sofá incómodo y recalentado ya con los primeros calores. De nuevo en pantalones cortos, como un niño pequeño que echa de menos las explosiones y las persecuciones. Harto de Bergman. Harto de no comprenderle. Harto de vagar por la isla de Farö sin entender ni jota. Harto de la política nacional, de la marcha del Madrid, de la lentitud de la justicia... De este cansancio físico y mental que ya entrado mayo perturba mis ánimos.



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The French Connection

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Cuando yo era pequeño, en España sólo teníamos un actor internacional, que era Fernando Rey. Y era internacional, mayormente, porque había salido en “The French Connection”, haciendo de malo, aunque fuera de malo francés. Pero muy listo, el jodido, nada que ver con Pierre Nodoyuna, por ejemplo, que era un francés ficticio tan obstinado como metepatas. Y es que había que ser un tipo muy hábil, y muy canalla, para pasarte toda la película esquivando al loco de Popeye Doyle, el detective de narcóticos, poseído por el demonio Pazuzu tres años antes de que William Friedkin volviera a encontrárselo en Georgetown...

De los otros éxitos ultramarinos de Fernando Rey apenas nos llegaban noticias en provincias. Sólo sabíamos que trabajaba mucho con Buñuel, más allá de los Pirineos, que era donde empezaba lo verde, y que a veces, don Fernando, tan poco hispano en su apariencia señorial, más un señor de Praga que un Quijote de la Mancha, a veces era reclutado para aquello que se llamaban “coproducciones”, que eran como aquel chiste en el que va un español, un italiano y un francés y al final dirige la película un americano, y pone la pasta un tipo de Texas. En mi infancia católica y apostólica, aunque fuera tan poco romana, yo flipaba con Jesús de Nazaret, el evangelio de Zeffirelli donde nuestra estrella, nuestro Fernando más transatlántico, antes de que Fernando Martín llegara a la NBA, hacía, cómo no, de rey, de rey Gaspar, la cuota española en el conglomerado de aquel firmamento.

En los años setenta de mi niñez, con la excusa de la eficacia energética, y de que aún no conocíamos el yogurt desnatado, España sólo tenía una estrella en cada campo del saber o de las artes. O del deporte. El único actor, ya digo, era Fernando Rey, y el único tenista, Orantes, y el único sabio, Severo Ochoa, y el único motorista, Ángel Nieto, y el  único cantante que triunfaba en Estados Unidos, Julio Iglesias. En aquellos tiempos, puestos a tener uno sólo, sólo teníamos un rey, que era Juan Carlos, y no como ahora, que tenemos dos. Y con dos reinas, además...




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La Rosa Púrpura de El Cairo

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A falta de personas que se parezcan a mí en diez kilómetros a la redonda -para lo bueno y para la malo, sobre todo para lo malo- he encontrado en Cecilia, el personaje de La Rosa Púrpura de El Cairo, a uno de mis heterónimos más inquietantes. Un personaje tan parecido a mí, y a mi circunstancia, que ella, personaje sin apellidos, bien podría apellidarse en verdad Rodríguez, Cecilia Rodríguez, como una cantautora sudamericana, o una candidata de izquierdas al Parlamento. O, por qué no, apellidarme yo Farrow, Álvaro Farrow, como un vaquero del Far West, o un candidato de la extrema derecha al Parlamento. El mundo al revés...

Cecilia, como uno mismo, como otros muchos naufragados de la realidad, trabaja para sobrevivir, sobrelleva la soledad y aguanta a los pelmazos -y a las portavozas- como puede. Tacha los días en el calendario esperando simplemente que no lleguen las desgracias o las muertes. Vive en el desaliento cotidiano de quien ya no espera la llegada del meteorito salvador: una lotería, una herencia, una compañía, un impulso literario... El bombo de la vida se nos detuvo en seco, y expulsó un número feúcho y no premiado. Ni pedreas, ni pedreos, ni hostias en vinagre. Cecilia a veces siente una alegría sin fundamento, como de niña, o como de loca, pero se disipa en apenas unos segundos, nacida de la nada como una pompa de jabón, irisada y muy poco longeva.

Otros muchos matan sus penas en el alcohol, en el dominó, en la peluquería del barrio. Otros se zambullen en el trabajo, cazan mariposas, construyen barcos dentro de una botella... Cecilia y yo, en cambio, matamos nuestras penas con una película diaria, o con dos, si la pena es muy grande, y el tiempo libre se hace demasiado largo. Marginados del mundo real, probamos suerte en el mundo de las películas, a ver si allí corremos las aventuras románticas que la vida nos negó. Las neuronas espejo... Para ellas comemos y respiramos, y guardamos nuestras horas de sueño. Ellas son las joyas de la corona, en nuestros organismos desaprovechados. Gracias a su labor sináptica viajamos a países lejanos, corremos peligros, amanecemos en las playas, besamos en labios, salvamos al mundo, probamos la felicidad.  El cine es nuestra diversión, nuestra salvación, nuestra pétrea muralla que nunca se derrumba. 




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Zelig

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Leonard Zelig posee la extraña facultad de mimetizarse con el ambiente político que le rodea. Al lado de un votante de derechas, esgrimirá argumentos irrebatibles sobre la vagancia secular de los pobres, y sobre la necesidad inexcusable de que los ricos paguen menos impuestos. En cambio, en una manifestación de izquierdas, llevará el puño más alto y más cerrado que nadie, vociferando consignas contra el gran capital, y juramentos, contra esos mismos cerdos que desvían las plusvalías a Suiza, o las islas Caimán.

Leonard Zelig es una invención destronchada de Woody Allen, pero yo conozco mogollón de tipos como Zelig en los centros de trabajo, y en los foros de internet. Y en los bares, sobre todo en los bares, donde las opiniones ya no son como los culos -uno por persona, que decía Clint Eastwood-, sino que son más bien como los huevos, o como los alvéolos pulmonares, dos, o trescientas mil, en función de los presentes, o de la mujer que escucha atentamente. “Estos son mis principios, querida, pero si no te gustan tengo otros...”. Estos tipos que yo conozco, al igual que Leonard Zelig, no son unos oportunistas ni unos chaqueteros. Ni siquiera mala gente: simplemente creen en cosas volátiles, que duran lo mismo que un suspiro, ingrávidas y gentiles como pompas de jabón.

El Zelig de la película es un hombre asombroso que también es capaz de modificar su fisonomía para no desentonar con sus acompañantes. Al lado de un hombre negro su piel se oscurecerá, y al lado de un hombre obeso su tripa se inflará, y su papada se descolgará. Cosas así...  Apodado por tales hazañas bioquímicas el Camaleón, Zelig será objeto de estudio en las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Pero el desconcierto reina entre la clase médica de los años veinte, y sólo la psiquiatra Eudora Fletcher, enamorada en secreto de su paciente, dará pequeños en su curación a través de la hipnosis. Gracias al péndulo conseguirá hablar con el Leonard Zelig verdadero, que es un tipejo aburrido, sosaina, sin grandes cosas que decir. Un veleta de la vida. Alguien sin lecturas ni formaciones,. Un desclasado, un desinformado, un pasota en realidad.




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