Relatos con-fin-a-dos

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Los Relatos con-fin-a-dos son como los relatos desconfinados de toda la vida: de cinco que te cuentan, uno te interesa, otro es bonito y tal, dos son un puro chascarrillo, y siempre hay uno que es una verdadera tontería. La vida misma...

    Por eso, aunque Relatos con-fin-a-dos sea un experimento sin sal, tiene el mérito de parecerse mucho a la vida real, que suele ser un rollo cuando te la cuentan. Porque al final, el confinamiento, que iba a ser el período más incierto de nuestras vidas, pero al mismo tiempo el más rico en anécdotas, para contar a nuestros nietos cuando llegara el momento y tal y cual, al final resultó ser un rollo pistonudo, de horas y horas amorrados a la tele y a la prensa digital, y lo más que nos pasó a todos es que una vez la policía estuvo a punto de multarnos porque nos pillaron con el perrete a un kilómetro de casa, o porque un día bajamos la basura a las tantas y nos fumamos un piti en la farola, o porque nos dimos un garbeo hasta el supermercado que estaba en el otro barrio para estirar las piernas. Cosas así, pequeñas gamberradas, que se repiten una y otra vez en las confesiones de aquella época, y que en realidad -como sucede con los Relatos Con-fin-a-dos – ya nadie quiere escuchar, porque aquello fue como un mal sueño, un tiempo irreal, idiota, tiempo de vida perdido.



    En uno de los relatos de la miniserie sale Isco, Isco Alarcón, “Pinchisco”, el del Arroyo de la Miel, el futbolista medio marginado por ese tozudo calvorota con una flor en el culo, y ya sólo por eso, si me dejara llevar por la pasión, tendría que haber puesto cinco estrellas ahí arriba, a modo de homenaje. Qué más da que Isco no haga de Isco, sino de un programador informático, que no hay quien se crea que con esas míseras credenciales, siendo él de físico normal y tal,  pueda convivir con semejante pibón, que encima le trata de idiota y de mal padre durante todo el episodio. Qué más da que Isco no sea un actor profesional, y que no haya quien se lo traque en su papel. Joder, ¡es Isco!, aunque no toque una pelota, y le he visto más tiempo aquí que últimamente por los campos. Sólo por eso ya doy por amortizado el tiempo en el sofá.





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Under the skin

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Si un día, por la noche, viniendo de sacar al perrete, o de comprar en el súper, se detuviera Scarlett Johansson a mi lado, al volante de una furgoneta, y me preguntara que si va bien para Camponaraya, o para Vitigudino, que anda un poco perdida, y apareciera así, como en la película, con esos ojazos, y esos labios pintados, y ese escote que quita el sentío, y me preguntara que qué tal, que si estoy solo, que si adónde voy, y me dijera que no hay problema, que suba, que ella me lleva en la furgo, yo supongo que algo en mi cerebro haría chas, o crack, no sé, alguna onomatopeya neuronal, pero al mismo tiempo, entre los balbuceos y la tartamudez, se abrirían paso tres deducciones racionales.

    La primera que ella es, efectivamente, aunque imposiblemente -y además hablando un castellano perfecto- Scarlett Johansson, la misma que viste y calza, y que sólo hay dos cosas que la hayan podido traer por la Pedanía: una, que esté rodando una película, y dos, que ande haciendo el Camino de Santiago. Pero en el primer caso, uno, digo yo, andaría enterado del asunto, porque sería noticia de portada en los digitales, y la comidilla de todo el pueblo, que anda por aquí, la Johansson, la americana, como si tal cosa, ya ves, aunque mucho más bajita de lo que parece en las películas. Y, en el segundo caso, pues que el Camino de Santiago no se hace en furgoneta, salvo que seas el que cobra por llevar las mochilas, y esas cosas no las hace una chica tan bien informada como ella.



    Así que habría que colegir que no, que no es Scarlett Johansson, aunque se le parezca mucho, y que olé, con la muchacha, desde luego, pero qué narices hace por ahí, tan parecida a la Johansson, conduciendo una furgoneta de autónomo a las tantas de la noche, en la Pedanía, ligando con tipos como yo que no tienen ni media hostia, ni medio atractivo, con los fulanos que esta tía podría elegir si se acercara hasta la Gran Ciudad, aparcara la furgo y se diera un voltio por las calles del centro.

    Así que al final acabaría deduciendo lo mismo que el autor de la novela, y que el director de la película: que la chica, tan simpática, tan johanssiana, es en realidad una extraterrestre que anda suelta por el planeta, y que ha adoptado la forma de Scarlett porque vio su foto en una revista nada más aterrizar con el OVNI. Y que a lo mejor te subes a la furgo y conoces el Cielo del sexo, y ya no quieres regresar, pero que a lo peor te montas y vives una pesadilla de tres pares de cojones, intergaláctica y todo. Y que por qué arriesgar la vida, o los mismísimos, si yo sólo había sacado al perrete, y me había quedado sin pan.



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Doce años de esclavitud

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Poco después de haber visto Doce años de esclavitud, en una de esas casualidades que a veces unen la vida real con la vida en las películas, los jugadores de la NBA, al otro lado del charco, han decidido plantarse y no jugar los partidos del día, a modo de protesta, de ya estamos hasta los cojones, porque la policía ha vuelto a abatir a un ciudadano negro por un quítame allá esas pajas. O directamente por nada, porque sí, porque los maderos andarían de mal jerol y a algo tenían que dispararle, como el señorito Iván en Los Santos Inocentes, a la Milana Bonita.




    Han pasado casi doscientos años desde que Solomon Northup fuera secuestrado y convertido en esclavo de las plantaciones, y el racismo en Estados Unidos sigue ahí, imperturbable, consustancial, como una mugre que formara parte del mito fundacional. Ni Lincoln, ni Rosa Parks, ni Martin Luther King… Ni los jugadores de la NBA, me temo. Abraham Lincoln… El muy listo abolió la esclavitud sólo para dar paso a la explotación laboral, que convenía más a los industriales del Norte, y tras la Guerra de Secesión, los negros regresaron al tajo con el único beneficio de que ahora ya no les podían azotar -al menos en público- si no se entregaban como bestias a su trabajo. Antes no les pagaban nada, y les proporcionaban una comida de mierda, y después empezaron a pagarles una mierda para que pudieran comprarse la misma comida de antes. Un cambiazo de Mortadelo, una engañifa, un truco de trileros para que Abraham Lincoln pasara a la historia como un prócer de la Patria.

    Pablo Ibarburu, el humorista, dice que una película, para que mole, debe tener un protagonista que supere un conflicto, y que aceptado esto, los negros de las películas tienen una cosa, que es “problemas”, mientras que los blancos tienen otra, que es “inconvenientes”. Una peli de blancos -decía- es ”Colega, ¿dónde está mi coche?”; una peli de negros es “Doce años de esclavitud”. Pues eso.


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La verdadera historia de la banda de Kelly

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Y es que ya empieza mal, desde el rótulo explicativo, La verdadera historia de la banda de Kelly, porque dice algo así como que la historia es real, pero inventada, o inventada, pero real, da igual, ya no me acuerdo, y se queda uno pensando que para qué, entonces, la aclaración, que si es real, pues es real, o al menos basada en hechos reales, y si no, pues viva la ficción, y no se pone nada, y se tira para delante.

    Es que además me ha pillado mal, muy mal, a contra western, la película, porque vengo de ver Fort Apache y tengo ese lado dolido, el de los tipos duros campando por los paisajes desérticos, y resulta que claro, que ahora caigo en que Australia también tuvo su época de western, de cuando los colonos, y los presos liberados, y los aborígenes como víctimas del genocidio, aunque aquí el western sea más bien un eastern, si nos ponemos frente al mapa, y además hemisférico del Sur, que para el caso da igual, porque la historia es más o menos la misma: un paisaje despoblado, miles de hectáreas por hurtar, psicópatas que vagan a sus anchas, y un gobierno que parece no existir, o que existe pequeñito, en Sidney, o en Canberra, desentendido de lo que pasa en el resto del continente.




    Me ha entrado mal, muy mal, La verdadera historia de la banda de Kelly. No me interesa. Me aburre. Me apabullan sus formas de gran cine, de cine de la hostia, de cine para epatar, pero en el fondo contando una historia confusa, sin pies ni cabeza, mal entendible si no eres australiano o habitante de las cercanías. Entendiendo el fenómeno global de los psicópatas, no entiendo el fenómeno asesino de estos tipos en concreto, que la película no se para a explicar, que no pone en contexto, que simplemente los lanza así, a las praderas, a asesinar, ya jamados de natura, genéticos, de la estirpe de los peores reclusos,  a pegarse tiros, a amenazarse, a irse de putas, a cabalgar entre los pinchos y liarse a puñetazos borrachos perdidos. La escoria, en definitiva, que es la base de cualquier civilización moderna que se precie. Eso es verdad, y no tiene vuelta de hoja.

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Fort Apache

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Voy a decirlo ya, antes de que se me acabe el folio: Fort Apache se ha quedado vieja. Lo suyo es militarismo rancio, humor tonto, amor ñoño, música horrísona. Secundarios idiotas, protagonistas envarados, y Shirley Temple que no nació para ser una pecadora de la pradera. A Fort Apache le han caído los años como losas, o como arenas del Mojave, o del desierto que sale en la película, que no voy ni a buscarlo en la Wikipedia. La “quincuagésima segunda obra maestra de John Ford” vale como cine para cinéfilos, para ponerse en su contexto, para presumir de cultura, para alimentar este blog, para decir que uno sigue a John Ford, para epatar con las gafas de pasta… Vale para seguir con esta tontería del cultureta provinciano que ha vuelto a joderme el mes de agosto en lo cinematográfico, por empecinamiento tonto, y fustigamiento consentido. Fort Apache es rancia, filofascista, aburrida, y además dura demasiado: dos horas y pico para contar un amorío y una carga suicida del Séptimo de Caballería, que la pena es que quedaran supervivientes para seguir con el genocidio, entre la potra que tenían, que los indios no daban una con los rifles, y que al final siempre llegaban refuerzos de Fort Laramy, o de Fort Hostias, con el puto corneta al comando del pelotón, y esos caballos de los buenos -de los cristianos, de los hombres decentes- que siempre trotaban frescos y bien alimentados.



    Fort Apache ni siquiera está rodada a lo ancho, como Dios manda, y Manitú consiente, sino que es cuadrada, como las teles de nuestra infancia, y lo único interesante de la película, que son esos paisajes selenitas del Far West donde no sé entiende a qué viene tanta lucha entre indios y blancos, tanta sangre derramada por un secarral que ahí sigue siglo y medio después, seco, sólo apto para turistas con Land Rover, pues eso, que sale constreñido, el paisaje, y tapado por los cabezones, y ni para hacer turismo por Estados Unidos nos vale la película.

    Lo otro único decente de Fort Apache es que sale John Wayne rellenando algunos fotogramas, y cada vez que lo veo me recuerda más a mi padre, no porque se parezcan, pero sí porque reconozco en él un cierto aire de familia, como de Wayne-Rodríguez, o de Rodríguez-Wayne, que hubiera sido la hostia, en el colegio, apellidarse así, Rodríguez-Wayne, con guion, como los aristócratas, de industrias Wayne, el puto amo, en aquel Far West que también eran los recreos y las salidas de clase.



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Un largo adiós

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El verano es el tiempo de las malas películas, o de las películas dudosas. Pero no por un designio de los dioses, sino por decisión propia. En verano, fuera de mi refugio, de mi rincón, veo las ficciones en esta misma pantalla donde escribo. El portátil, es, por propia definición, transportable, desplegable casi en cualquier sitio. Se aviene a los hoteles y a las casas ajenas. Con él puedes tirarte en la cama, arrebujarte en el sofá, amodorrarte en el vagón de tren… Hacer más corta la espera en el aeropuerto, si uno volara hacia los destinos de ensueño. El portátil lleva las películas descargadas en su panza y te las ofrece con dos golpes de ratón. Se ven bien, con muchos píxeles y tal, y sólo a veces hay que mover un poco la pantalla porque los personajes, de pronto, se convierten en sombras. Puedes ponerte auriculares y subtítulos. El cine portátil está bien, pero no es cine. O yo, al menos, no lo entiendo como tal. Ya me costó años asumir que el cine en la tele es cine, aunque ahora, la verdad, con esas pantallas descomunales que no rebajan la definición, el que no quiere montarse una sala en casa es porque no quiere. Y además no hay que aguantar al de las palomitas, al del móvil, al que no para de hablar...



    Es por eso que dejo para el verano, para el portátil deshonroso, las películas que debo ver pero que en verdad no quiero ver. Las películas que yo mismo me autoimpongo en esta tonta cinefilia. En este alarde de cultureta provinciano. En esta gilipollez supina que me quita horas de vida. Horas que podría emplear, por ejemplo, en ver las películas indudables, cojonudas, que me hacen verdaderamente feliz. Me gustaría dedicarle un largo adiós a esta manía, a esta tontuna, a este sacrificio en aras de la nada. Pero no puedo. Si en algún sitio leo, por ejemplo, que Un largo adiós es algo así como una de detectives crepuscular, y que es de Robert Altman, y que si esto y lo otro y lo de más allá, allá voy yo, de cabeza, pero sin ganas, como jaleado por una panda de amigos que te llaman gallina en el trampolín. Sé, de antemano, que no me va a gustar, que si llevo décadas descartándola por algo será. Que ni las titis que rodean a Philip Marlowe, ni su mitología, ni sus frases ocasionales de macho man, van a convencerme de lo contrario. Así que la descargo, la aparco, la olvido, y cuando llega el verano, la descubro con sorpresa en el portátil, como un bicho que hibernaba, y que ahora se despereza y me llama papi, o papuchi, ya más bien…


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Sinatra

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Cuenta la leyenda que una vez Charles Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Charles Chaplin y quedó tercero. Lo mismo dicen de Julio Iglesias, en la versión latina: que se presentó a un concurso similar y hubo otro Julio al que le salió mejor lo del “¡Hey!”, y lo de la mano temblando en el costado.

    Sinatra, la película, cuenta la historia de un imitador de Frank Sinatra que no sabemos si vencería a Frankie en un duelo de micrófonos. Sinatra Landa se gana la vida en los espectáculos del Paralelo, en Barcelona, cantando, suponemos, el My Way, o el New York, New York, pero la verdad es que nunca vemos a don Alfredo subido al escenario, intentando dejar patidifusas a las mujeres. De su personaje sólo conocemos las desdichas en la vida civil, que son básicamente las amorosas, porque las pecuniarias, más apremiantes, las resuelve nada más empezar la película, quedándose a trabajar de portero de noche en una pensión de mala muerte.



    Sinatra Landa tiene el corazón roto porque acaba de abandonarle una mujer estupenda, guapísima, veinte centímetros más alta que él, casi como si fuera la mujer del Sinatra original. (Quizá, en un concurso de imitadoras de esposas de Frank Sinatra, Mercedes Sampietro tendría cosas que decir, codeándose con lo mejor del repertorio americano). Sinatra Landa, para olvidarla, y sacar el clavo con otro clavo, se ofrece en el mercado del amor. Pero como estamos en 1988 y todavía no existen ni Meetic ni Tinder, recorta cupones en las revistas, los rellena con sus datos personales y sus gustos más presentables, y tras adjuntar una foto favorecedora y una oración a la Virgen, lo mete todo en un sobre que depositará con un beso en un buzón de correos.

    Así se hacía, al parecer, en los viejos tiempos, cuando internet era una entelequia que todavía manejaban con trajes espaciales, y mucho cuidadín, los ingenieros americanos. Pero funcionaba. Vaya, que si funcionaba... Sinatra Landa arrasa con su belleza interior y terminará por trajinarse a la Verdú y a la Obregón, que no eran moco de pavo. Hoy en día, en la red, esas tías le bloquearían al primer saludo.

    Por cierto: la Obregón ahora nos da un poco la risa, pero jodó, con la Obregón…



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Purasangre

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En las barrios estupendos abundan más los psicópatas que en los arrabales abandonados, o que en los Downtowns de las grandes urbes. Lo que pasa es que los psicópatas adinerados disimulan mejor porque son más refinados, e inteligentes, muchas veces incluso más guapos, y han construido su fortuna haciendo el mal con la mano izquierda, a la chita callando, repartiendo sonrisas como hostias, y abrazos como puñaladas,  y por eso viven en mansiones rodeadas de césped mientras los psicópatas de la chusma se navajean muy lejos de sus dominios, por un arrebato, o por un puñado de dólares.




    Tiene que haber, a la fuerza, muchos psicópatas manejando las altas finanzas, y las altas decisiones, decidiendo dónde caerá el próximo bombardeo o el próximo hospital privatizado. A ciertas altitudes -y los rascacielos de las grandes corporaciones están por encima de las nubes- sólo se puede sobrevivir a la falta de oxígeno si no se tienen escrúpulos, y sí en cambio un pulmón extra en forma de diablo. Harry Lime, en El tercer hombre, subido a la noria desde donde los vieneses parecían un desfile afanoso de hormigas, ya decía que a esas alturas el sentido moral se enturbiaba, y que desde allí era muy fácil cometer crímenes contra la humanidad si uno sacaba de ello un jugoso beneficio.

    No es de extrañar, por tanto, que en el barrio exclusivo de Connecticut se encuentren dos compañeras de instituto que llevan la psicopatía inscrita en los genes. Lo que pasa es que Amanda es más clarividente, más sincera consigo misma, y ya hace tiempo que asumió su condición de persona sin empatía; pero la otra, Lily, que además tiene cara de modosita, todavía no ha reconocido que existe una enorme diferencia entre tener sentimientos y fingirlos. Reírte cuando los demás ríen y llorar cuando los demás lloran no garantiza nada. Lily, asustada, iniciada en la duda, no querrá saber nada de su amiga: la bloqueará, le negará el saludo, se pasará días sin contactar. Pero la socrática tentación de conocerse a uno mismo se vuelve irresistible, cuando te ponen sobre la pista…



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Bajo el volcán

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Hacía una semana que no veía una película. Creo que he batido mi propio récord. Ni siquiera cuando estuve hospitalizado pasé tanto tiempo en ayunas, porque allí, pasado el susto, y a la espera de pruebas, me llevaron el portátil para seguir dándole a mi mayor vicio, que es la huida de la realidad a través de una pantalla. Tendría que remontarme a los tiempos del pueblo, de la familia política, de cuando yo no tenía ni portátil, sólo un teléfono móvil sin internet.



    No es una crisis de mi cinefilia. Porque una crisis de mi cinefilia sería como una crisis de mi sangre, o de mi respiración: la muerte segura. Las películas me son tan necesarias como el oxígeno, o como la glucosa, pero de momento sobrevivo porque tengo reservas para llenar dos jorobas, y las que hagan falta. Sucede, ahora, que estoy dedicado a otros escritos, en culo y alma, los que habrán de darme la fama y el dinero, y necesito tiempo para desarrollarlos, perfilarlos, darles un sentido y una estructura antes de que llegue septiembre y el tiempo libre se divida por dos, o por tres, según venga la jugada. Y en mi caso -como ya saben los cuatro gatos de este callejón- ver una película no es sólo verla: es escribirla después, y publicar lo escrito, y eso consume horas a porrillo, gratificantes en el asueto, pero fastidiosas en la urgencia.

    Pero el blog se quejaba, como un polluelo hambriento, y yo le oía piar a pesar de tener su pestaña cerrada. Así que me he apiadado de él, he tomado un respiro, y para darle de comer he elegido ver Bajo el volcán, que es de John Huston, y sale Albert Finney, y va de un tipo de mi edad que prefiere huir de la realidad deprimente no a través de una pantalla,  sino dándole todo el día a la botella, en Cuernavaca, a los pies del Popocatépetl. El título me llamaba, me seducía, porque yo también he vivido los últimos meses bajo un volcán, uno metafórico, pero que también escupe fuego y vapores tóxicos. Todos vivimos, en realidad, bajo un volcán, a la espera de la erupción que lo pondrá todo patas arriba. En esto no hay volcanes extintos. Sólo dormidos.



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Madre

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Como soy padre, no puedo concebir una desgracia mayor que la muerte de un hijo. No es sólo la pérdida, que deja un agujero más grande que la vida misma. Un cráter más grande que el planeta. La muerte de un hijo es la subversión del orden natural. La inversión de la flecha del tiempo. El sol saliendo por donde no debe. La nulidad de todo lo aprendido. La perplejidad desquiciada de los genes. La constatación última de que todo carece de sentido, y de que la vida sólo es un viaje tonto en un carrusel de colorines.



    Uno, por fortuna, se va librando de esta desgracia inimaginable, y si algo bueno tiene el transcurrir imparable del calendario, es que con el hijo vivo todo es natural y sujeto a conformidad. Tampoco he conocido tal desgracia en el círculo cercano, y todo lo que barrunto lo he leído en los libros, o lo conozco por las películas, como casi todo lo de mi vida. Iván, el hijo de Marta, es uno de esos hijos vicarios que permiten imaginar, aunque sea de lejos, la negrura, y el hundimiento. Iván es un niño que al final no se sabemos si se perdió, o si fue asesinado, o si se lo llevó una ola del Cantábrico, porque lo mismo en el cortometraje Madre que ahora en el largometraje Madre, Sorogoyen prefiere que nunca sepamos lo sucedido, para que al drama no le salga una rama policial que desvíe nuestra atención. Aunque a uno la verdad, le gustaría saber, por morbo, sí, pero también por comprender al personaje del padre, que es un tipo que acaba de llegar a la superficie después de ahogarse durante muchos años, y ya respira a bocanadas.

    Todo lo contrario que Marta, su ex mujer, que vaga por los restos de su vida como un fantasma, varada en la misma playa de la desgracia. Marta busca a su hijo muerto en el rostro de los hijos vivos, y cuando encuentra a Jean, que es un adolescente guapetón y jovial que guarda un lejanísimo parecido, se enreda la madeja… Si un hombre de cuarenta años persiguiera a una adolescente de quince hasta la puerta de su casa, la película duraría, como mucho, diez minutos: lo que tardaría la gendarmería en presentarse. Pero como es una mujer de cuarenta la enajenada que acosa a un chaval de quince, la película se estira dos horas infumables entre silencios, dolores internos y explosiones de locura. Ella busca al hijo, el chaval busca un polvo, y en esa incomprensión absoluta que el director quiere hacer pasar por “candor” y “sentimiento”, el espectador se impacienta, se aburre, y se rasca un poco la cabeza, bañada en el sudor de la siestorra.




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Vida oculta

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Ver Vida oculta es como estar con una supermodelo sin luces, o con un supermodelo sin estudios: fascinante, en lo visual, pero decepcionante, cuando abre la boca. Vida oculta eleva a tres horas de duración una historia que no da para más de hora y media, con todo lo que hay que ver por ahí, en el cine, y en la vida, y en el mundial de billar, que ya comenzó en otro canal.

    Franz Jägerstätter -que vivía en el paraíso terrenal de las montañas de Austria, con su esposa y sus tres hijas, en el mismo pueblo donde Heidi jugaba con Pedro y Julie Andrews cantaba al sol de la mañana- es reclutado por la Werhmacht para combatir en la II Guerra Mundial, él se niega, se declara objetor de conciencia, le dicen que bueno, que se aliste al menos para ayudar en los hospitales, o en las fábricas de armamento, él insiste en no prestar juramento al Führer y al final, claro, le cortan la cabeza en una prisión grimosa de Berlín, con la guillotina que uno pensaba de uso exclusivo de los franceses.



    Vida oculta es sota, caballo y rey: planteamiento, desafío, desenlace. Hora y media, lo dicho. Pero la película, claro, es de Terrence Malick, y aunque siempre prometemos que la próxima vez vendremos con el alma limpia, la paciencia reforzada y el culo pinchado con tranquilizantes, hay un momento en el que invariablemente, porque somos humanos y limitados, el alma se enturbia, la paciencia se desfonda, y el culo busca excusas para levantarse, pasear, aplazar la función hasta encontrar un rato más fecundo de la atención.

    La otra cosa muy cuestionable de Vida oculta es la santidad de su personaje. Mejor dicho, de su beatitud, que de momento es el grado de pureza que le ha concedido el Vaticano. Malick nos presenta a Franz Jägerstätter casi como un espíritu puro, como un Jesús en el Anschluss del III Reich. Un ejemplo a seguir. En fin… Mientras Malick le adora, su mujer le aplaude, y el público católico le pone velas a ver si cae una Quiniela, o una Primitiva, yo, en mi sofá, no termino de tragar al personaje. Cuando se es padre de tres niñas pequeñas, el primer deber biológico y hasta divino es sobrevivir. Franz sólo tiene que hacer un juramento en falso, contradicho por su corazón. Dios sabe de qué va la vaina, y comprenderá. Pero ni aún así. Su virtud se convierte en empecinamiento; su ejemplo, en calcificación. Su pequeñez, en un ego tan grande como las montañas.




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Blue Jasmine

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Los ricos también lloran… Así se titulaba un culebrón mexicano al que yo me asomaba de chamaco porque Verónica Castro era una mujer de muy buen ver, y además hablaba gracioso.

La expresión hizo fortuna, “los ricos también lloran”, y se repetía mucho en las tertulias cuando un millonario arrogante caía en desgracia. Que los ricos también lloraban ya era vox populi mucho antes de la serie, claro, pero que lo hicieran por amor o por celos era una novedad en la antropología que los estudiaba. En la vida real, los ricos lloraban -y a veces a moco tendido- cuando perdían sus yates y sus jets, y tenían que regresar a la vida pedestre de los pobres: a coger el metro, a hacer colas, a conformarse con el menú del día en los restaurantes. Luego, en las películas de Hollywood, siempre lograban rehacer su fortuna porque eran americanos de raza y emprendedores de la hostia, y con el único dólar que conservaron volvían a levantar un imperio que a veces era más grande que el anterior, y se vengaban con creces de sus rivales comerciales. Pero los ricos nunca lloraban por perder un amor, o por recibir un no por respuesta, porque en la siguiente escena ya estaban con un tío más bueno, o con una mujer más guapa, magnéticos, además de cojonudos.



    Blue Jasmine es una película americana que cuenta la vida de una millonaria degradada a soldado raso de la vida. Una versión muy libre de la caída en picado de Ruth Madoff, la esposísima de Bernie, que construyó una pirámide de dólares con los cimientos en las nubes. Jasmine llora con estilo, sin hipidos, y siempre agarrada a una botella de bourbon del caro. Hasta en la caída, se nota que es una mujer a la vanguardia de la moda. Quien tuvo, retuvo. Jasmine llora por un ojo lo de ser pobre y por el otro lo de haberse quedado sin marido, que era un cabronazo, y un mujeriego, pero era un tío guapísimo, y le regalaba collarazos por Navidad.

    En otra película, Jasmine tendría una esperanza para salir del pozo y retomar su vida de antes. Pero Blue Jasmine es una película de Woody Allen, y en las películas de Woody Allen rara vez los personajes remontan el vuelo, y regresan indemnes de la aventura. Es una de las cosas que más me gustan de su filmografía. Están los chistes, sí, y las ocurrencias, y las radiografías exactas de los personajes. Pero sobre todo está esa amargura, esa certeza ceniza, pero científicamente demostrada, de que la vida nunca va a mejor, y que hay que agradecer a los dioses que nos deslicemos poco a poco hacia la desgracia, suavemente, y no dando trompazos, como Jasmine, o cayendo a plomo, desde las alturas.



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