Las nadadoras

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Securitas Direct ha invertido mucho dinero en publicidad para este Mundial de Catar. Aprovechan cualquier descanso para asustarnos con la idea de que hay muchos ladrones pendientes de una ventana mal cerrada o de una puerta mal blindada. Al precio que está el abono de Movistar + (que ya es en sí mismo un atraco a mano armada), ellos suponen que todos los abonados somos millonarios y que vivimos como poco en un chalet de La Moraleja, almacenando joyas de oro, fajos de billetes y cuadros de Joan Miró. Pues conmigo van dados, la verdad. 

El otro día, en una gestión con el 1004, me ofrecieron un seguro antirrobo y yo les respondí que como no me robaran el perrete o el bote de Fairy no sé qué más cosas iban a encontrar. La operadora se partía la caja, sí, pero seguro que conmigo perdió una jugosa comisión.

Viendo “Las nadadoras” -a trocitos, entre partido y partido, precisamente por no tragarme la publicidad- recordé que los ladrones de verdad son los que viven dentro de esos chalets, y que lo otro, como mucho, es re-robar. Cuando en los telediarios recitan los bienes robados te dan ganas de aplaudir a los atracadores si no ha habido violencia de por medio. Pero esto solo me pasa a mí, claro, y a los cuatro nostálgicos del bolchevismo. Lo normal es que el anuncio acojone a los abonados, explotando su racismo de mierda y su incultura básica de las cosas. Los anuncios de Securitas Direct están pensados para votantes de derechas con muchos botines que esconder. Ellos pueden robar a manos llenas gracias a que la Constitución del 78 se lo permite, pero los de fuera, los que vienen en pateras, con solo desembarcar, con solo acercarse a la valla del jardín, ya merecen un pelotazo de goma en la cara o una descarga eléctrica en los cojones. No lo dicen así, tal cual, en el anuncio de Securitas Direct, pero todos sabemos cuál es el mensaje subliminal.

Por eso, para compensar tanta inmundicia, viene bien echarle un vistazo a “Las nadadoras”, aunque sea un Estrenos TV de la vieja escuela. La gente que se juega la vida en una patera no viene a robar, sino a ganarse la vida. A reconstruirla gracias a una oportunidad. No vienen, sino que huyen.



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El reino

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No hay que ser muy listo para deducir que este reino sin nombre -el que estos cortesanos de traje y corbata esquilman para irse de yates con las esposas y de putas con los compadres- es el reino de Valencia que los camps y los zapalanas saquearon hasta dejar sólo las telarañas y dos gorritas amarillas de cuando recibieron al Papa emocionados. Y dos tornillos que se cayeron de los Fórmula 1 cuando quemaban goma por el circuito de la ciudad.

Para que el homenaje a la tierra valenciana no quede tan evidente, Rodrigo Sorogoyen rodó algunos exteriores en Madrid para hacer más universal el concepto de corrupción. Más transautonómico, digamos. Y luego, ya para esparcir la mierda en plan urbi et urbi, le puso a la jefa de los golfos apandadores -“La Ceballos”- un acento andaluz que disimulara su inquietante parecido con doña Rita, aquella chumadora que ponía orden y disciplina en estos latrocinios que asolaron los telediarios. De este modo, el público de derechas también sale reconfortado de ver “El reino”, y puede contarle a las amistades que “los andaluces también robaban”, los EREs y tal, que lo han dicho en la película, y que la corrupción es una cosa de todos los partidos políticos, de todos, y que ya está bien de señalar siempre a los mismos.

    No se salva ni Dios, en “El reino”. Poque no hay dios que pueda perdonar a todos estos atracadores: ni a los contumaces ni a los arrepentidos. Así se titulaba, justamente, otra película de Rodrigo Sorogoyen. Yo, en eso, estoy con el personaje de Bárbara Lennie imitando a Ana Pastor: ¡y una mierda!, los actos de contrición. Que le corten la cabeza igual al hijoputa este. Y que devuelva lo robado. Lo triste es que tampoco hay dios que pueda perdonar a los periodistas “incisivos” como ella. Cómo se puede ser tan lista, tan valiente, tan “independiente”, y no saber que el dueño que te paga está puesto ahí, precisamente, para proteger a los más altos saqueadores del reino. 





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Cuento de invierno

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Estoy leyendo estos días “The mating mind”, quizá el libro de divulgación científica más provocador de los últimos tiempos. Como todavía no lo han traducido al castellano, lo estoy leyendo gracias al traductor de Google, que me cambia los tiempos verbales y me traspone los adjetivos de lugar. Un enredo, sí, pero yo persevero. Porque la lectura de Geoffrey Miller es fascinante. 

Miller sostiene que los hombres -los machos de la especie- somos poco más que reclamos sexuales. Pavos reales que exhiben su creatividad o su sentido del humor como otros conducen a toda hostia o se rasuran la barba a la moda de los futbolistas. Todo tiene la misma finalidad: que las mujeres nos señalen con el dedo y entrecrucen -o finjan entrecruzar- sus genes con los nuestros. La evolución de la especie, dice Miller, depende exclusivamente de sus elecciones. Los imbéciles prosperan en el acervo genético porque muchas mujeres se dejan encandilar por sus imbecilidades; los hombres decentes no terminan de extinguirse porque algunas no se dejan engañar con tanta facilidad.

En “Cuento de invierno”, por ejemplo, Felicia se debate entre la compañía de tres hombres que la pretenden. Maxence es sin duda el menos atractivo, pero le ha prometido -como hacían los amantes de antes- ponerle un piso y una peluquería en la ciudad de Nevers, un poco lejos de París. Loic, el segundo candidato, es un hombre más joven y mucho más guapo; y además vive en París, rodeado de libros. El problema, precisamente, es que Loic lee demasiado, se sabe párrafos de memoria, y todo eso incomoda a Felicia, que no se siente a su altura intelectual.

Felicia, en realidad, vive enamorada de Charles, el fantasma de las vacaciones pasadas, al que conoció carnalmente en una playa y luego ya no supo encontrar de regreso a París. En 1992 todavía no existían los teléfonos móviles, ni las agendas de contactos, y las direcciones y los números de teléfono se escribían en papelitos que podían fugarse con el viento. Quienes poco después inventaron estas maravillas tecnológicas querían ganar mucho dinero, por supuesto, pero también impresionar a Mary Elizabeth, la rubiaza que salía con el gilipollas del quarterback y los tenía por hombres invisibles o sin méritos.




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Regreso al futuro III

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De tener una máquina del tiempo -un DeLorean no, porque no sé conducir, pero sí una lavadora Balay de esas que centrifugan sin dar muchos bandazos- jamás se me ocurriría visitar el tiempo de Jesucristo. Menuda gilipollez. Lo responden hasta los viandantes no católicos cuando les ponen un micrófono en los morros: “Pues yo... viajaría al año 0, para conocer a Jesús”. Y sonríen muy satisfechos con su originalidad. Para empezar: no existe el año 0; y para seguir: Jesús no existió. Jesús no es más que el resumen mitológico de aquellos predicadores desaseados que se bañaban a orillas del Jordán. Casi todos esquizofrénicos que se escapaban del Manicomio Municipal de Cafarnaúm. Tipos que veían visiones, que ostentaban la Verdad, que decían ser hijos del mismísimo Dios... Una caterva de pirados.

Luego, en la segunda posición del ranking, también originales que te cagas, están los que dicen que ellos irían, “sabusté”, al tiempo de los romanos, a conocer... a los romanos, pero así, sin especificar, sin aclarar si viajarían a la Roma republicana o a la Roma imperial. Si a conocer ya de paso a los etruscos o saludar con la mano a los bárbaros que cruzaban el Rin vociferando. Qué se la he perdido a esta gente, me pregunto yo, en el tiempo de los romanos: malos olores, violencia, mugre, muertes tempranas, ciudades asoladas por las ratas... Un único esplendor, quizá, en el palacio del emperador, y el resto para olvidar, como esos que viajan a la India para ver el Taj Mahal y luego ya no saben dónde posar la mirada sin sentir pavor o vergüenza.

Yo, la verdad, no sé a qué tiempo viajaría con mi lavadora Balay. Porque el Far West de “Regreso al futuro III” tampoco me seduce gran cosa. Tampoco la Edad Media, ni la Revolución Francesa, ni el tiempo de los hititas... Siempre he dicho que me gustaría haber vivido La Movida madrileña, por aquello de llevar una vida licenciosa rodeado de gachises. Pero haberla vivido de joven, y no ahora, teletransportado a 1980 con 50 tacos en el DNI. El cuerpo todavía aguanta -no lo digo por presumir- pero las tentaciones seguro que fueron muy fuertes, y muy continuadas, al otro lado del Manzanares.




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Regreso al futuro II

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A lo largo de mi vida he intentado tres veces -pero sin mucho convencimiento, la verdad- hacerme millonario. Hubo una época en que hacía la quiniela de fútbol todas las semanas y todas las fiestas de guardar, pues también rellenaba la que recogía los partidos de la Champions. Siempre le ponía 4 dobles, o sea, 16 columnas, que a razón de 0´50 euros por columna -y parezco, ya quisiera yo, una azafata del “Un, dos, tres”- me daba un gasto total de 8 euros por intento. Muy lejos de la ludopatía, sí, pero también muy lejos del empeño verdadero de quien quiere ser millonario y no recorta en gastos innecesarios -los libros, las pelis, la comida china- para ponerle un par de dobles más al azar impredecible de los balones.

(Impredecible, claro, porque no tenía en mi mano el almanaque...)

Cansado de no acertar más allá de las pedreas de 10 resultados, tuve otra época en la que quise matar a mi madre a fuerza de disgustos, a ver si heredaba sus posibles, que tampoco son para hacerse millonario, pero sí para llevar una vida más desahogada. Por lo menos para viajar algo más, y pedir los platos más caros en el menú. Yo atormentaba a mi madre con mis fracasos con las mujeres, con mi vida gris de funcionario, con mi supuesto talento tirado por la borda: que si este blog, que si el fútbol, que si lecturas sin provecho... Mi madre sufrió -y sigue sufriendo- lo suyo, pero descubrió el juego muy pronto y decidió no morirse por estas pérdidas tan baladíes. Así que me abocó, plena de amor y de cariño -porque una madre siempre te apoya en todo lo que decidas- a ganarme los millones por la vía de la creación literaria. 

He transitado por ella más o menos tres años, produciendo un diario sin recorrido, una novelita sin éxito y otra novelucha sin editar. Tres gotas en la mar de los fracasados. Tres esfuerzos muy poco titánicos que no han cosechado ninguna repercusión. Y que, más bien, me ha costado dinero tramitar.

Así que ahora, en un cuarto y último intento por salir de la pobreza, no hago más que asomarme por la ventana a ver si Marty y Doc aparcan el DeLorean y se dejan las llaves puestas mientras se toman un chato en el bar. Ese maldito almanaque...




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Testigo de cargo

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Al final de la película, mientras salen sobreimpresionados los títulos de crédito, -cómo echamos de menos esos créditos del cine clásico- una voz en off ruega a los espectadores que guarden silencio sobre el giro final de la película. Que no se lo cuenten a nadie para no jorobarles la sorpresa y mantener el flujo de espectadores a las plateas. Una petición 2x1:  buena para el espíritu y buena para el negocio.

“¡Ostras! ¿No sabes? Al final de la película ella..., y él... ¡Buf! Nos quedamos con la boca abierta...” Y ya la jodías con "Testigo de cargo". Como hay gente que ahora te jode las ficciones que llevabas por la mitad o tenías pendientes de estrenar. Yo -lo reconozco- he sido tantas veces jodido como jodedor. Ya dijo Camilo José Cela que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo, y le doy toda la razón. Solo se parecen en que te quedas con la misma cara de bobo: jodiendo, porque has metido la pata y sientes vergüenza de ti mismo; y jodido, porque te pinchan el globo y reprimes las ganas de asesinar.

¿Cuándo prescriben los spoilers? Supongo que nunca. “Testigo de cargo”, por ejemplo, lleva 65 años rodando por las cinefilias. Acaba de cumplir la edad de jubilación y sin embargo yo no me atrevería a abrir un debate sobre ese final de las mandíbulas descolgadas. Siempre hay alguien que no la vio, o que le gustaría revisarla... De hecho, yo no debería dejar ni siquiera esa pista. Porque entonces ya pongo en guardia, y en cierto modo adultero el “hecho visionario”. De hecho, debería dejar ya de escribir...

(Ahora que está a punto de comenzar el Mundial de Qatar, conviene recordar a Alfredo Di Stéfano de comentarista en el Mundial 90. Pasaban por la noche, en diferido, el Alemania-Yugoslavia de la primera fase. En el salón de mi casa, yo solo conmigo mismo, todo era expectación y palomitas. Y de pronto, don Alfredo, acomodado en la silla del estudio, olvidando que los espectadores no sabíamos el resultado, nos dice a modo de presentación: “Alemania jugó muy bien. Y, bueno... Yugoslavia también.”. Puedo dar testimonio de ello, como testigo de cargo. Al final ganó Alemania 4-1, ya sin emoción ni congoja).





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Red Rocket

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Todos nos asomamos de vez en cuando a la pornografía. Los hombres, digo. Las mujeres ya no sé porque jamás he hecho una encuesta a mi alrededor.

Ven porno incluso los curas y las monjas del Vaticano, que el otro día recibieron la reprimenda de su jefe. ¿Cascársela delante de una tablet rompe el voto de castidad? Pues según el papa Francisco- a falta del magisterio de los Padres de la Iglesia, que crecieron en los desiertos sin internet- sí. O a medias. Tampoco ha quedado muy claro. El Papa ha dicho que el porno es un “vicio” como otro cualquiera, pero ha esquivado aquello del “pecado mortal” que nos explicaban en los Maristas.

Yo soy de los que piensa que ver pornografía es bueno para la salud. La mental y la otra. Dice mucho de los entusiasmos preservados, y de la alegría de vivir. Hablo de la pornografía “decente”, claro: la que sigue las reglas morales que rigen a este lado de la pantalla. La otra, o es delictiva, o enturbia las mentes de los perturbados. No hace mucho amenazaron desde el gobierno con prohibir la pornografía y a los usuarios casi nos da un ataque de pánico, mezclado con el ataque de risa. Hay gente que todavía no ha entendido nada sobre la naturaleza humana y la herencia del bonobo. Al final va a resultar que había más monjas en la izquierda, y que la hoz y el martillo, entrecruzadas, proscribían más que los brazos de la cruz.

Ahondando más en el tema -y perdón por la metáfora infantil- solo he conocido a un hombre que no fantaseara con haber sido actor porno alguna vez. ¡Pegarte el lote como oficio remunerado! Por lo menos en la juventud, cuando los compromisos no eran tales y los cuerpos daban bien ante la cámara. Este amigo del que hablo es como aquel personaje de “El turista accidental” que decía que con el calor el sexo se vuelve pringoso; y que cuando hace frío, es muy incómodo quitarse la ropa. Hay gente así, sí. Los demás -añadiendo un oficio más a la canción de Sabina- sí hemos fantaseado con ser pornostars en Los Ángeles y luego, con la pitopausia, dedicarnos a la búsqueda de talento. Como hacía Esperanza Aguirre con los cuervos de la economía.



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La Casa del Dragón

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Me di cuenta de la trampa cuando faltaban quince minutos para llegar al final del último episodio. Yo pensaba que “La Casa del Dragón” era inicio y fin. Miniserie. Campana y se acabó. Nada más -pero también nada menos- que una mirada curiosa sobre cómo era el mundo antes de que llegara el invierno y lo pusiera todo perdido de muertos que caminan.

Pero en este décimo episodio las cosas se iban sucediendo a ritmo de película de Bergman: los diálogos, las traiciones, las alianzas..., y estaba claro que a los guionistas no les iba a dar tiempo a cerrar la cuestión sucesoria. El intercambio de alientos entre dragones. Saber si al final serían los Austrias encastillados en Rocadragón o los Borbones acantonados en Desembarco del Rey quienes seguirían esclavizando al pueblo llano. Comprendí, de pronto, que habría que esperar otra temporada -u otras dos, a saber, las que decidan los algoritmos- para conocer el desenlace de este embrollo, y no está la vida a estas alturas para seguir regalando minutos y minutos.

Y que conste que no me molestaba esa manera de contar las cosas, tan arriesgada en los tiempos que corren. Al contrario: desde el primer episodio, a contracorriente de muchos que echaban de menos los hachazos y los polvazos, yo aplaudí esta decisión minimalista de contar las movidas entre los apellidos. “La Casa del Dragón” es como el “Yo, Claudio” de los Siete Reinos, teatro filmado, y a mí eso me ganaba el corazón y me animaba a continuar. Porque uno de los mayores placeres que nos proporciona la ficción es ver a los poderosos entre bambalinas. Justo eso que nos niegan -y nos seguirán negando- los telediarios de la tele. Levantar acta de cómo se apuñalan los taimados y las malvadas, los psicópatas y los mercaderes. Cómo urden sus planes aprovechando que están solos en sus dormitorios o navegan a muchas millas de la costa en sus fuerabordas. 

Nada ha cambiado desde los tiempos de la dinastía Julio-Claudia. Ni en el mundo real ni en el mundo imaginario.





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Cinco lobitos

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“Cinco lobitos” venía muy aclamada por la crítica nacional. Pero la crítica nacional es poco fiable cuando recomienda películas de aquí: hay que promocionar, alentar, insuflar ánimos... Hacer industria que se dice. A veces sucede que el critico es directamente amiguete del director o de la productora y eso condiciona mucho las opiniones. Yo lo entiendo: esto es un negocio y hay intereses creados. Pero no lo compro.

“Cinco lobitos” no está mal, pero no deja de contar una nadería: una pareja que discute, una niña que llora, una madre que enferma... Un pobre hombre al que le invaden la casa y encima tiene que aguantar broncas y malos modos. La película dura demasiado. Revolotea, reitera, se queda colgada como un sistema operativo. También es verdad que con mucho menos se hacen ahora series de cinco temporadas con diez episodios cada una. Engaños masivos al telespectador. Chicles estirados hasta el infinito y más allá. No los del señor Boomer -que ya estiraban lo suyo- sino los de Buzz Lightyear colocado hasta las cejas.

Pero mi problema más grave con “Cinco lobitos” es que no soporto a su personaje principal, esa mujer que lo mismo grita a su pareja que abronca a su padre o le canta las cuarenta a su madre. Si esto es lo que le pedían a Laia Costa al inicio del rodaje, chapeau por ella. Pero me da que la intención de su directora era otra: mostrar a un personaje zarandeado por las circunstancias -a dos velas en lo económico, a dos pajas en los erótico y a dos cabezadas en el sueño por los lloros de su bebé -que sin embargo hace de tripas corazón y se lanza a la batalla cotidiana con el gesto de una samurai. Pues bueno... Yo quisiera empatizar, pero no puedo. Yo siempre estoy con la clase obrera, pero no me sale. Me molestan mucho sus modales, su “tonito”. Su carácter agresivo cuando lo que toca es replegar velas y aceptar la ayuda que te ofrecen. Morder la mano que te da de comer es una cosa que no he entendido jamás. Y cómo muerde, además, la tipa esta: con qué saña, con qué mal jerol.





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Tienes un e-mail

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Hay que creer en el amor. No queda otra. Aunque sea viendo películas tan ñoñas. Para eso están: para alimentar la ilusión cuando alguien nos espera al otro lado de los cachivaches electrónicos. Si les pasó a esos suertudos de Tom Hanks y de Meg Ryan, ¿por qué no nos iba a pasar a nosotros aunque no seamos tan simpáticos, ni tan rubias, ni vivamos en Nueva York cuando llega la Navidad? Para eso está Hollywood: para que nuestros corazones no dejen de latir. Hollywood es el servicio de cardiología que nos atiende a través del televisor, cuando la congoja sube por el pecho y la oscuridad de noviembre se adueña de las ventanas.

Los soñadores del amor, en 1998, usaban unos ordenadores portátiles como maletines de la señorita Pepis, y se carteaban a través de los emilios, en los chats, que es como si nos hablaran de hachas de sílex en la cultura auriñaciense. Hay un personaje en la película que le pregunta a otro: “¿Tú te conectas a internet?” Es como ver un episodio de “Los Picapiedra” y en realidad no fue hace tanto. Pero da igual: el retraso tecnológico no te saca de la película. La esperanza del amor verdadero era entonces la misma que ahora: en los trogloditas, y en Meg Ryan y en Tom Hanks cuando el esplendor de su juventud. Él siempre tuvo cara de panoli pero lo disimulaba de puta madre, y ella era guapa, guapa a rabiar: el sueño anglosajón de cualquier platónico mediterráneo. A mí, al menos, Meg me ponía mucho.

Tenía que ver “Tienes un e-mail” porque a mi alrededor se están derrumbando amores que parecían destinados a la eternidad. Dos casi en la misma semana. Los terroristas del nihilismo han estrellado sus aviones contra dos torres bien altas, de cimientos profundos y consolidados, y han conseguido dañar su estructura fundamental. Hay bomberos trabajando en el incendio, pero me dicen que está la cosa muy jodida. Que son malos tiempos para la lírica. Lo cantaba Germán Coppini mucho antes de que se inventaran los correos electrónicos.



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Sin novedad en el frente

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Las películas bélicas nos han vuelto antibelicistas. Ellas nos han enseñado que la guerra no es más que una carnicería de carne humana. Como la carnicería del Carrefour, pero con solomillos de chavales e higadillos de reclutas. Y morcillas de sangre recogida en las trincheras. Un expositor de película de terror.

Cuando se inaugura una guerra se monta un espectáculo de banderas al que acuden las gentes del mal vivir, que decía Ivá: los militares, los curas, los empresarios... Los prebostes del régimen tiránico o democrático, eso da un poco igual. Allí se cantan himnos, se leen arengas, se exaltan las virtudes nacionales. Se echan cuatro espumarajos sobre el enemigo y se lanza la orden de movilizar al personal. Cuatro psicópatas con uniforme se encargarán de que los soldados cumplan a rajatabla y no se arruguen en la batalla. Hasta ahí, en las guerras antiguas, todavía podían engañar a la chavalada. Hoy ya no. Un espectáculo así sería el hazmerreír de los votantes. Al menos de los que tendrían que ir a pelear. No de los viejetes manipulados por el telediario de La 1 o de Antena 3, que solo están pendientes del valor de su pensión y de si mañana lloverá.

En 1914, por ejemplo, nadie había visto una guerra por la tele, porque no existía; ni en el cine, porque todo era de chichinabo. La guerra era eso que te contaban tus padres, o tus abuelos, contaminados de nacionalismo fervoroso. Quizá algún grabado, alguna foto... Y en las zonas rurales puede que ni eso. Eran otros tiempos. Para una mente del siglo XXI es difícil asumir el inicio de “Sin novedad en el frente”, con esos chavales que se apuntan al ejército como quien se apunta a una excursión de fin de semana, o a un viaje a París, a ver el partido del Bayer Leverkusen contra el París Saint Germain.

El cine bélico nos ha ayudado mucho, pero el fútbol -tan denostado- también. En Qatar, por ejemplo, dentro de una semana, va a disputarse la XXII Guerra Mundial Incruenta, donde puedes derrotar al enemigo secular sin necesidad de pegarle un tiro o de arrojarle una granada.



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Malcolm. Temporada 1

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Sonrío, pero no me río. "Malcolm" no me engancha. De ella me habían hablado maravillas que yo no consigo encontrar. Lo mejor de la serie es el matrimonio Expósito y apenas sale un tercio de los minutos. A veces ni eso. Todo se va en chavalerías y en aprendizajes de Disney +.Yo los llamo así -señores Expósito- porque su apellido no consta en ningún registro, y es como ponerle nombre a unos niños de la inclusa. Su apellido verdadero ni siquiera consta en IMDB, que es el oráculo que resuelve todas las dudas y todas las curiosidades.

Los Expósito -que son los padres de Malcolm- hacen mucha gracia porque son una pareja de follarines que no ha perdido el apetito sexual a pesar de tener tres hijos en casa que sacarían a flote la neurosis de cualquiera, provocando apagones de la libido y deflaciones de los miembros. Si ya es un milagro que no se hayan arrancado o eviscerado los genitales por temor a traer al mundo otro retoño, no menos milagro es que se pasen el día jugueteando por detrás de las escenas, tocándose, insinuándose, prometiéndose arrumacos para cuando esos monstruos concilien el sueño. Como cuando eran jóvenes y no sospechaban que el sexo es una trampa de la biología que sirve para perpetuar el apellido y la supremacía del Homo sapiens.

Lo mejor de "Malcolm", me temo, a falta de ciento y pico episodios que ya no voy a ver -porque me falta el tiempo y se me escurre la vida- es el final alternativo que le pusieron a “Breaking Bad” en los extras del DVD. Allí se jugaba con la posibilidad de que todo fuera una pesadilla del señor Expósito: el cáncer de pulmón, los cárteles mexicanos, los asesinatos cometidos... El señor Expósito despertaba bañado en sudor y le contaba a su mujer el horror detallado de sus peripecias. Todo era espantoso salvo que allí, en el mundo onírico, él estaba casado con una mujer rubia y muy alta, de ojos verdes, a lo que la señora Expósito respondía:

-          Sigue soñando, cariño...




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Cuento de primavera

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Leí una vez que basta con que alguien te diga: “Le interesas a Fulanita”, para que empieces a prendarte de Fulanita. Y viceversa. Aunque el conocimiento previo haya sido somero o inexistente. 

Este juego de celestinas lo investigaron una vez en una universidad americana -cómo no- y resultó que era verdad: le decías a Jennifer que Brandon estaba colado por ella, y a Brandon que Jennifer estaba colado por él, y aunque no se conocieran de nada porque él estaba en la Facultad de Ciencias y ella en la Facultad de Estudios Grecorromanos, apenas tardaban un hamburguesa con Coca-Cola en citarse para el amor y emprender una aventura sexual de esas que justifican toda una matrícula en la Universidad, tan caras como están.

De eso va, más o menos, “Cuento de primavera”, aunque sus protagonistas sean franceses de la burguesía tan queridos por Rohmer. Esa gente cuya máxima preocupación en la vida es saber con quién van a follar a mañana, si con Mengano o con Mengana, y en qué cama van a retozar: si en el piso de París, si en la casita en el pueblo o si en el apartamento que alquilan todos los veranos en la playa de Biarritz.

En la película, Natacha, que es una pelirroja de muy buen ver aunque una caprichosa estomagante, se lleva a matar con la amante de su padre porque ella es una pedante que habla de Husserl o de Wittgenstein como otros hablamos de Benzema o de Cristiano Ronaldo. No hay reunión familiar en la que Natacha no se sienta humillada intelectualmente, así que una mañana de primavera, inspirada por los pájaros en el alféizar, decide aplicar las conclusiones de aquel estudio norteamericano y le dice a su padre que tiene una amiga guapísima que se pirra por él; y a su amiga -que anda un poco necesitada de amor- que su padre cuarentón se ha fijado mucho en ella. 

Pero la burguesía francesa, ay, no es como la chavalada americana, y antes de encamarse necesita darle una hora y media a la sin hueso, sopesando los pros y contras del sexo y del amor.



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Nitram

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Vivimos rodeados de perturbados. Esa es la cruda realidad. Yo por lo menos conozco a unos cuantos. Y a unas cuantas. Pero no hablo de oídas ni de referencias: los conozco de verdad, tête à tête. Algunos incluso me saludan cuando nos cruzamos por ahí. Son vecinos de toda la vida, o viejos conocidos, o chalados simpáticos que te confunden a saber con quién. También gente peligrosa...

Lo que pasa es que para mi suerte, y para la suerte de quienes me visitan, se trata de perturbados pacíficos que simplemente viven pendientes de Yahvé, o se comunican con los árboles, o caen en terraplanismos que te obligan a sacar el Manual del Buen Ciudadano aunque por dentro lo flipes en colores. Y aunque no fueran pacíficos, y les diera por vengarse de las injurias recibidas, o creyeran que todos somos demonios enviados por Belcebú, la mayoría carece de un fusil de repetición como el que Nitram se compró en el Carrefour de su pueblo, allá en la isla de Tasmania.

Puede que algún perturbado local guarde una lupara en el armario, la de matar conejos y disparar a las latas de cerveza, pero llevo aquí 23 años y solo una vez se montó un cirio como el de Puerto Urraco, aunque con mucha menos puntería gracias al alcohol. Salió en los telediarios y todo, a modo de anécdota sobre la España a punto de vaciarse.

Aquí mismo, donde trabajo, -y no hablo de nuestros alumnos, pobrecicos- hay unos cuantos elementos sospechosos que da miedo imaginar en la intimidad de sus hogares. Qué harán, me pregunto, cuando llevan su perturbación al dormitorio habitual. Cómo será su rutina, a quién llaman por teléfono, a quién reciben para tomar el cafelito. Qué programas ven en la tele o qué podcasts siguen en la radio mientras friegan los cacharros. De qué hablan cuando hablan solos. Qué carrusel de imágenes cruzan por su mente. Qué pie tienen en este mundo compartido y qué pie tienen suspendido sobre una fantasía sombría o de colorines.




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Paseo (cortometraje)

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Cuando lleguen los momentos finales, si tienen a bien concedernos un rato antes de ser ejecutados o de ser desenchufados, le dedicaremos el último pensamiento al amor verdadero. Solo a ese. Porque hay un único amor verdadero digan lo que digan. Amores hay varios si uno es medio guapo o medio guapa y lleva encima la baraka de ligar. Pero solo un amor -el que nos volvió del revés, el que nos hizo llorar en la madrugada, el que nos vació por dentro porque sacó todo lo mejor y todo lo peor- comparecerá en el último suspiro. Será muy triste y muy bonito a la vez, como en este cortometraje.

Hay personas que llegan al final sin saber cuál fue su amor verdadero, y tampoco parecen muy preocupadas en el asunto. Reconocerlo no es que sea necesario para seguir viviendo, pero sí dice mucho de nosotros mismos: nos define, y nos aclara, y nos deja la conciencia más tranquila. Saber que al menos una vez lo dimos todo, hasta la extenuación, hasta venderle el alma al diablo a cambio de un último minuto o de una última oportunidad. Que fuimos correspondidos en un tiempo finito pero feliz. Es bueno tener al menos ese consuelo, aunque luego todo el esfuerzo se vaya por el retrete, como cuando cagas con dificultad. 

Del futuro no respondo. La vida es caprichosa. No hay guion más imprevisible que el que cuenta nuestras vidas a este lado del televisor. Pero si los fascistas vinieran a fusilarme mañana -cosa que tampoco descarto, visto como van las encuestas electorales- yo, al menos, antes del apagón, mientras me trasladan en el jeep y me alinean en la tapia, sabré qué responderles a los ángeles que vengan a buscarme. Mejor dicho: a los demonios. Me los imagino como unos diablillos barrigones y borrachines que me pinchan en el culo con tenedores infantiles.





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Extras. Temporada 1

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La vida es como una caja de bombones, o como un vaso de whisky en la madrugada. Lo aprendimos viendo películas. También aprendimos que la vida es como un plató de rodaje: los protagonistas chupan cámara y los extras pasan desapercibidos al fondo de las escenas. En la vida, como en las películas, unos ganan dinero y otros no; algunos follan mucho y otros nada; unos son amados y otros simplemente queridos, o tolerados. Hay quien siempre está donde toca la lotería y quien siempre llega tarde al lugar equivocado, como cantaba Serrat. Vistos de lejos, desde las alturas de un globo o de un décimo piso, todos actuamos en la misma película cotidiana. Pero jodó, qué diferencia, de sueldos y de fortunas.  

Muchas veces me quedo mirando a los extras cuando la ficción es aburrida, o cuando ya conozco los diálogos de memoria, y me da por pensar quién es esta gente: si meritorios del séptimo arte o si gente recogida por la calle. Si, quizá, familiares o amigos que vienen a echar una mano o a hacer bulto en las escenas. Algunos actúan con toda naturalidad, como si de verdad estuvieran tomándose un café o paseando el cochecito por la ciudad. Son verdaderos profesionales del segundo y del tercer plano. Pero a otros se les nota que no saben qué hacer con las manos, ni cómo disimular con la boca, y quedan muy poco convincentes en el margen de la tele. A veces rompen la cuarta pared con una mirada fugaz que pasó desapercibida para el director. Quizá esperaban una indicación, o su segundo de gloria, su saludo a la gente del pueblo o del barrio: estoy aquí, mamá, o mirad, colegas, salgo en la tele...

En realidad, en mi caso, esto de haber publicado un libro y de tener otros dos rulando por ahí, a la espera de una oportunidad, no es más que el esfuerzo orgulloso de querer pasar de extra a protagonista. Un ruego al director para recitar, al menos, una línea de diálogo. O para posar unos segundos de más junto a los protas de verdad.


                                




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Regreso al futuro

🌟🌟🌟🌟🌟


Puede que yo esté muy tonto estos días, pero “Regreso al futuro” me ha parecido por primera vez una tragedia, y no una comedia descacharrada. 

Nada que objetar, por supuesto, a su presencia en el santoral. Es un clásico que jamás se nos morirá.  Da igual que la veas diez o veinte veces: siempre le encuentras la gracia, la ocurrencia, el detalle genial que antes se te escapaba o ya habías olvidado. Estoy hablando desde las tripas, claro, desde la pura subjetividad. “Regreso al futuro” nos dejó boquiabiertos en la adolescencia y todavía no ha venido nadie a recolocarnos la quijada. La vimos dos veces en el cine y muchas más -muchísimas- en el VHS de un amigo millonario. Años después la recuperé en las reposiciones del viejo Canal +, y todavía hoy me quedo viéndola hasta el final, la pille donde la pille, cuando hago zapping por los canales del Movistar. Me sé -nos sabemos- los diálogos de memoria.

La volví a ver cuando Alejandro era pequeño y quise introducirle el gusanillo de la cinefilia. De hecho, ayer vimos la película juntos porque él anda de visita y yo ando de convalecencia. Aquel gusanillo chiquitín ya es como el gusano de “Dune” que repta por sus neuronas. Alejandro, separado de “Regreso al futuro” por una generación, disfruta la película tanto como yo, y en eso atisbo que no todo lo que digo es añoranza y anteojeras.

Quiero decir que “Regreso al futuro” sigue siendo trepidante y divertidísima. Genial. Pero acabo de comprender que Robert Zemeckis y Bob Gale son dos pesimistas de la condición humana. Su película es un acto terrorista contra el libre albedrío. Nos están diciendo que da igual lo que hagas en la vida. Que todo está escrito. Conocerás a quien tengas que conocer; te engañará quien tenga que engañarte; te enamorarás de quien tengas que enamorarte. Vivirás las alegrías y las penas que tengas predestinadas, quieras o no. Porque si un día te haces el despistado y emprendes un camino divergente, vendrá alguien del futuro para rectificar tu deriva y dar cumplimiento a las escrituras. El texto sagrado de tu destino no admite correcciones. Lo decía el mismísimo Jesucristo en uno de los evangelios.






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Blonde

🌟🌟


“Blonde” es una película muy aburrida. Y que conste que venía advertido. Pero me podía la curiosidad. La figura de Marilyn -vamos a ser sinceros- sigue siendo puro morbo y puro fuego. 

Ayer me quedé dormido a la hora de la siesta, cuando ya llevábamos media hora de experimento fílmico. Y por la noche, en el segundo asalto a la trinchera, volví a quedarme dormido con Eddie pegadito a mi costado. No hay caso. He firmado el armisticio y he dejado esta guerra a medio terminar. Ya está uno hasta las narices -con perdón- de experimentos fílmicos. Y además son malos tiempos para dejarse las horas con lo que no llena, con lo que no entusiasma. Hay mucho que ver. Ya hay tantas plataformas televisivas como plataformas petrolíferas.

Los del Cahiers du Cinéma dicen de películas como “Blonde” que son “otras formas de narrar”, “visiones del artista”, “innovaciones de la mirada subjetiva...". Cine que rompe los esquemas y todo eso. Bah... Patrañas. Memeces. Dicen eso para quedar muy intelectuales, muy cercanos al misterio. Se creen sacerdotes más próximos a la Verdad que usted y que yo. Pero son unos fariseos, unos sepulcros blanqueados. Por dentro seguro que también reniegan, que también se hacen cruces. Pero no lo pueden remediar: cuando ven una película rara, como rodada por Godard, con cambios de formato porque sí y cambios de color por mis cojones, descubren una oportunidad de oro para salirse por la tangente y declarar que ellos han visto a Dios en la penumbra del cine o del salón. Ni puto caso.

Solo la belleza de Ana de Armas sostiene los planos y mantiene un poco el interés. Su belleza y su veracidad, por supuesto, para que no se me enfade mucho Irene Montero. El problema no es que Ana de Armas no de el pego de Marilyn, que lo da. Se deja la piel y las lágrimas en el empeño de ser convincente. Y lo consigue. El problema es que esto es un muermo psicoanalítico; un capricho de “auteur”. Otra decepción del otoño decepcionante.





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Alcarrás

🌟🌟🌟


La película se titula “Alcarrás” porque está rodada en Alcarrás, Lleida. Pero podría haberse titulado “La Pedanía” si Carla Simón hubiera nacido en El Bierzo y no en Cataluña. La diferencia fundamental es que en “La Pedanía” habrían recogido uvas y no paraguayos. Bueno, y más cosas, porque esto es como un vergel tropical donde crece hasta la piña. El paraíso de los mosquitos, gordos como terratenientes.

Lo otro que separa ambas películas -la real y la imaginaria- son detalles menores. Aquí, por ejemplo, los jovenzuelos tendrían que cultivar la marihuana entre las tomateras del abuelo porque nada crece medio metro sobre el suelo salvo los árboles frutales. Y que en La Pedanía, tan al Noroeste de la Península, mientras recogen las cosechas hablan medio gallego, o gallego entero. En cualquier caso, no castellano, no el leonés cerrado que yo hablo y que a veces provoca malentendidos culturales

Mientras veo “Alcarrás” -que es otro experimento fílmico de Carla Simón, otra película estimable pero aburrida- no hago más que pensar en este pueblo donde yo vivo. Un pueblo que no he entendido jamás a pesar de llevar aquí 23 años. Más tiempo que el que pasé en León entre crianzas y educaciones. A mis vecinos les entiendo racionalmente, socioeconómicamente, pero vivo ajeno a sus preocupaciones y a sus sentimientos. Debe de ser que yo nunca he tenido una hacienda, una tierra, un mísero huerto. Bueno, sí, un calabazar, de adolescente, donde varias muchachas plantaron su semilla particular. Y luego ya nada.

Yo nací sin herencias, con abuelos sin pueblo. Vengo del exilio agropecuario a la ciudad. Y luego, con el correr de los años, las mil y una crisis económicas fueron convirtiendo cualquier sueño hortofrutícola -de intelectual que recoge sus lechugas y sus tomates- en un imposible metafísico. Solo cogí una azada en mi vida, para ayudar a un amigo, y me salieron unos callos instantáneos que se abrieron y sangraron como llagas de iluminado. Ese es todo mi bagaje.





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Uno de los nuestros

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Alejandro, mi hijo, alias “El Retoño”, es uno de los nuestros. De Eddie y mío, que esperábamos su llegada como agua de noviembre, a ver si se acaba la sequía. Alejandro es un goodfellas de verdad. El que faltaba en la pandilla. Tendríamos que hacer otro cartel igual al de la película -ese mítico de Pesci, De Niro y Ray Liotta- pero con nuestras tres caras sobre el fondo de negrura. En el medio Eddie, por deferencia; a la izquierda yo, por ser un gran pecador; y a la derecha Alejandro, que sin ser ningún santo vivirá a la diestra de Dios Padre, dentro de muchos años.

Pero nos faltaría Noa, claro, su perrita, que es como la cuarta dimensión, tan rara y cariñosa como es. Noa, en nuestro póster familiar, podría hacer del muerto que aparece bajo el puente de Brooklyn. No porque la odiemos, sino para imitar la composición. Una cosa artística nada más. Ese muerto, por cierto -acabo de darme cuenta 32 años después, y al menos 10 visionados entusiastas- no sale en la película, y quizá siga siendo la única pega que pueda ponerse a este clásico ejemplar.

A Alejandro le ha gustado algo menos que a mí porque él vive en otra generación, y en otro modo de narrar. La adrenalina de “Uno de los nuestros”, que para mí es la dosis exacta, a él le resulta insuficiente. Quise tener un hijo pronto para que el abismo generacional no se convirtiera en distancia kilométrica. Y lo cierto es que la idea ha ido funcionando . Pero el cine va a toda hostia por la carretera, como cantaban Los Ilegales, devorando las convenciones.

Alejandro y Noa, que son nuestra “famiglia” en La Coruña, no han llegado en el mejor de los momentos. Uno anda cabizbajo, remolón con las rutinas. Se han juntado muchos otoños de sopetón. Hasta la crisis del Madrid pone su palito en la rueda cotidiana. Y además hace nada nos cambiaron la hora, que es un regalo traidor, porque duermes una hora más pero al día siguiente se te hace de noche en un pispás. 

El reencuentro de ayer fue raro, sombrío, de confesiones de sobremesa, pero hoy hemos retomado la rutina familiar: el paseo, y la caña, y la película que nos agolpa en el sofá. Humanos y perros en un totum revolutum. 





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Andor

 🌟🌟🌟


En la serie nos aseguran que Cassian Andor vivió en la galaxia lejana hace mucho tiempo. La misma donde la familia Skywalker conoció la Luz y la Oscuridad. Pero la verdad es que a tenor de lo visto -episodio 8- Cassian Andor podría vivir en cualquier otra galaxia del firmamento. O en esa misma, pero en otro tiempo muy diferente, para nada relacionado con las guerras galácticas que llevamos cuarenta años contemplando.

Los que hemos visto “Rogue One” no lo ponemos en duda, pero los que hayan caído en “Andor” sin información previa -que tampoco serán muchos, supongo, porque la frikada es muy adicta y responsable- podrían pensar que esta vez los de Lucasfilm nos han dado gato por liebre. Una galaxia por otra. Total -debieron de pensar en la productora- salen naves espaciales, y planetas remotos, y a veces un caza imperial acojona a los rebeldes. Suficiente para matar el hambre y mantener la granja en funcionamiento.

Durante muchos episodios ese fue el único elemento que hizo de “Andor” parte del universo expandido, y no un universo paralelo: los cazas imperiales. Y aun así, uno podría pensar que la empresa que los construye los exportaba a otras galaxias para hacer negocio con la guerra, del mismo modo que en la Tierra los americanos exportan sus cazabombarderos a las repúblicas bananeras. Que un caza imperial surque los cielos tampoco garantiza que se trate de la misma guerra de nuestra infancia.

Exagero un poco, claro, por el afán de criticar. A veces, en los diálogos, se menciona al Imperio y a los rebeldes, pero como cosas remotísimas. Hay una trama de seguratas que tiene lugar en Coruscant. Una vez, incluso, hablan del emperador Palpatine... Creo que es justamente en este episodio 8 donde ya he aparcado el Halcón Milenario. Demasiado poco para tanta expectativa. Yo pensaba: “Bah, quedan cuatro episodios más. Aguantaré. Tarde o temprano vendrá por aquí un galáctico de verdad, como aquellos del Madrid: Darth Vader, o Kenobi, o la princesa Leía”. Fui a IMDB a confirmar el dato y descubrí que ya hay una segunda temporada en marcha. Otros doce episodios de Cassian Andor por la semigalaxia. Ya vale.




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