After Life. Temporada 2

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Ahora que Tony ya no quiere suicidarse – o al menos no todo el tiempo- en esta segunda temporada de “After Life” le tocará lidiar con eso que los psicólogos llaman el “duelo amoroso”. Tendrá que superarlo antes de que otra mujer pueda acceder a su cama sin que el recuerdo de Lisa suplante su rostro y posea su cuerpo como un demonio sonriente.

Mucho antes de que las parejas de swingers quedaran para follar, el abuelo Sigmund ya había dicho que la fiesta amorosa era un acto entre cuatro personas: dos amantes que jodían en cuerpo y dos examantes que rondaban en espíritu. Pero ahora mismo, en el caso de Tony, Lisa todavía no es un espectro intangible, de los que se quedan a mirar y se infiltran en el recuerdo, sino pura presencia física que no deja de hablar, de dar calor, de acariciar el cuerpo de Tony aprovechando la excusa de un soplo de viento.

Sobre el tiempo necesario para recuperarse de un amor perdido corren todo tipo de teorías por la red. Uno ya ha leído de todo en las consultas de los dentistas... Hay botarates, incluso, que se atreven a formular ecuaciones o aventurar algoritmos, multiplicando el tiempo que duró la relación por un factor corrector que te traduce a meses, o a años, el tiempo de masturbación compungida, o de revoloteo amoroso con el ánimo congelado. Puras sandeces que engrosan las tripas de las revistas... No hay fórmula que valga en estos trances: cada uno es como su madre le parió, y como el mundo le fue cincelando. Los hay que al día siguiente de la ruptura dicen “un clavo saca otro clavo” y se lanzan al mercado con el propósito firme de olvidar. Otros, en cambio, se hunden sin remedio y superan con creces los tiempos establecidos por los gurús, que ya son, de por sí, tiempos alarmantes que inducen al desánimo.

En el caso de una pérdida luctuosa el tiempo de recuperación se vuelve un océano de tiempo. Ya no hay números que valgan ni consejos que dar. Las revistas del corazón son para esto poco menos que papel higiénico. Para Tony, más allá del horizonte sin Lisa, sólo hay... otro horizonte. Un mar tristísimo e infinito. No hay números, sino símbolos algebraicos.





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After Life. Temporada 1

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Sólo dos décimas de segundo nos separan de la barbarie. Es el tiempo que se tarda en ver a un imbécil y decidir que es mejor pasar de largo. En saludar al jefe con una sonrisa en lugar de aporrearle con la grapadora. En esas dos décimas es donde el hombre evolucionado se sobrepone al homínido con cachiporra. No hace falta contar diez como recomiendan los manuales de psicología: el instinto de sobrevivir ya hace las cuentas por nosotros y además lo hace mucho más deprisa. Hay demasiado en juego. Si nos dejáramos llevar por el primer temblor de las tripas, la civilización no hubiera pasado de la charca de Stanley Kubrick y ahora los conejos correrían libremente por el campo.

El tejido social necesita la mentira y el disimulo para no deshilacharse. No compensa decir lo que uno piensa salvo que uno vaya por la vida pensando en abandonarla, como le pasa al personaje de Ricky Gervais en “After Life”, que va diciendo exactamente lo que se sale del pito o de la meninge, indiferente a las consecuencias. Todos los días, al despertar, él intenta cortarse las venas o ahogarse en el mar porque sin su mujer -fallecida de cáncer- la vida ya no tiene sentido para él. Pero su perra Brandy, que parece que se lo huele, siempre viene a salvarle en el último momento con la excusa de que necesita comer o tiene que salir de paseo. Aunque le ladra con aires de recriminación, ella es su ángel de la guarda

    Sin su mujer, el personaje de Ricky Gervais camina por la vida con el corazón arrancado. La comparación con los zombis está muy manida, pero es muy oportuna en estas premuertes por amor. Recuerdo que la primera vez que vi “After Life” yo temía, más que amaba, a una mujer. Si ella hubiera fallecido de repente, yo no hubiera llegado a estas fronteras de la desesperación y el pasotismo. Aun dolorido, lo hubiera superado con el tiempo. Ahora, enamorado de verdad, me aterra la posibilidad de una pérdida irremediable. No sé en cuántos fragmentos se rompería mi corazón. Los de Ricky Gervais son miles y muy pequeñitos.






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Separación

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Acabo de leer -porque me aburría, y porque esto iba para largo- que “Separación” ni siquiera termina al terminar. Que deja los enigmas colgando para que te apuntes a una segunda temporada ya contratada. Pues mira: que les den. A los “dentris” y a los “fueris”. A todos. Ya basta de tomaduras de pelo. Y de tomaduras de tiempo. El tiempo es el bien más valioso que tenemos, y estos tipos de la tele nos lo succionan con unas maquinarias silenciosas y ultrasecretas. ¿Qué harán, luego, en el mercado negro, con el tiempo que nos roban? ¿Se lo venderán a los ricachones a cien mil euros la hora? ¿A doscientos mil? Da igual, ellos pueden pagarlo. ¿Será por eso que los ricos cada vez viven más y los pobres cada vez menos? ¿Y si la esperanza de vida no cayera solo por el desmantelamiento del Estado del Bienestar -que también- sino porque además nos roban el tiempo en las plataformas como nos roban el dinero en los bancos o las ilusiones en las elecciones? ¿En eso consistía, después de todo, la Edad de Oro de la televisión? ¿En otro atraco al proletariado? ¿Una anestesia, una trampa, un opio del pueblo? ¿Un sacacuartos de relojes de arena? Bah.

Ahí dejo la idea, para una serie futurista. O no futurista...

Además de aburrida, “Separación” plantea un futuro laboral que ni siquiera es distópico. Que ni siquiera mete miedo. Yo mismo tengo una mente escindida sin necesidad de llevar un implante neurológico, de tal modo que cuando voy a trabajar, el Álvaro de fuera queda marginado del pensamiento, y cuando salgo de trabajar, el Álvaro funcionarial queda olvidado entre brumas impenetrables, diríase que escocesas. Mi hijo mismo, que ha empezado a trabajar en la hostelería, me confiesa que metido en faena no tiene tiempo ni para recordar cómo se llama, y que cuando sale de trabajar su mente se recupera tratando de olvidar. Pues eso. Que menudo invento de mierda, lo de la cápsula. Ni siquiera eso.




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Tropic Thunder

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Hace un par de semanas, T. no paraba de reírse mientras veíamos a Tom Cruise evangelizando a los hombres asustados en “Magnolia”. “Seduce and destroy...”. Luego, al final de la película, su personaje se quitaba la máscara de gilipollas y se desmoronaba ante la muerte de su padre. Porque Tom será muchas cosas -un cienciólogo risible, y un canijo vanidoso- pero cuando trabaja en una buena historia es un actor tan bueno como el que más. Un actor como la copa de un pino, o como la copa de una secuoya, allá en California.

T. no conocía esa versión tan... cachonda de Tom Cruise, tan deslenguada y procaz, como de poligonero buenorro. Incluso en su versión de Ligón Oficial del Reino, él siempre tuvo ese aire de niño bueno y repeinado, quizá un tanto picaruelo en su sonrisa de seductor. Peccata minuta si alguna señora soñaba con tenerlo de yerno y exponerlo con orgullo ante las amistades. Ellas, por supuesto, no sospechan que tras la sonrisilla de un hombre -de cualquier hombre- suele esconderse una imaginación pornoerótica de alto contenido emocional.

Ayer, no sé por qué, mientras paseaba con el perrete, recordé que había otra película en la que Tom Cruise se ponía a hacer el idiota con una gracia de truhan desacomplejado. Una idiotez todavía mayor que en “Magnolia”, supina, de premio Oscar de la Idiotez. La película era “Tropic Thunder” y de repente me entraron unas ganas terribles de verla. Es verano, hace calor, y el trópico parecía un buen lugar para relajar la mirada y aflojar la mandíbula con una risotada.

Y jodó, que si mi reí... Con un poco de culpabilidad, eso sí, porque la película es una tontería prona, o una tontería supina, que nunca he sabido distinguirlas. Una majadería. ¡Pero qué majadería! Actores de postín haciendo el majadero como auténticos profesionales: el Downey, y el McConaughey, y el Jack Black ese, que se cayó de chaval en la marmita de la majadería. Y Tom, majadereando como ninguno, sin perder ritmo ni comba.





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SuperNature

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“SuperNature” no es una película, ni una serie de televisión. Es un monólogo de Ricky Gervais. Pero lo pasan por la tele, por Netflix concretamente, y yo lo he bajado de la mula porque no puedo pagar todas las plataformas del show business. Así que el monólogo es materia opinable para este blog, que extiende su tontería por formatos modernos y variopintos.

Ricky Gervais es uno de los míos: un provocador y un tocapelotas. Un tipo que le ve la ironía a todo: el reverso tenebroso de la bondad, o el reverso descojonado de la maldad. Lo que pasa es que él se atreve a decir las cosas y yo no. Que él tiene los huevos de salir a un escenario y yo los tengo escondidos en el ascensor. Que él tiene vis cómica y yo tengo la gracia en el culo. Y ni eso... Que él es famoso y puede permitirse ciertos pasotes, mientras que yo soy un don nadie sujeto a las leyes de las redes: la censura, o el ostracismo, o la fuga de los cuatro gatos del callejón. Pero vamos, que pienso lo mismo que él: que el humor no tiene límites y que todo -todo- es materia risible y cachondeable. Todo. Existe el contexto, y la oportunidad, y puede que hasta la cortesía, pero fuera de esos conceptos tan sutiles e interpretables, nadie -nadie- debería escaparse del escarnio de un cómico con chispa. Ni yo, que jaleo la iniciativa, ni Ricky Gervais, que se lo pasaría pipa asistiendo a un monólogo que le destripara.

Cierto es que yo no pertenezco a ninguna minoría “ofendible” de las de ahora. A saber qué pensaría metido en cualquiera de esas pieles... Pero lo mío son las minorías de toda la vida: ser funcionario, y gafotas, y pedante con aspiraciones. Y creo que predico con el ejemplo siempre que se cuenta el chiste del funcionario vago, del gafotas pagafantas, del repelente niño Vicente ya algo crecidito. Una vez, en la juventud, una pareja de amigos se puso a imitarme tras una noche de copas: mi dicción, mi vocabulario florido, mi gilipollez supina... Reconozco que durante cinco segundos los odié con mucha profundidad. Pero luego llegó la carcajada, incontenible. 






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Garra

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Mi corta carrera como jugador de baloncesto se desarrolló en la temporada 85-86. Yo estaba en 8º de EGB y ya medía lo que mido ahora: 1’85 si voy erguido por la vida, o 1’83 si las penas se posan en mis clavículas. Un curso antes, los maristas habían intentado reclutarme para jugar al balonmano, que era el deporte sagrado del colegio. Pero yo, callándome los motivos, le dije que no, y que gracias, porque el balonmano era el deporte del enemigo. Y el enemigo era el mismísimo beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde las esculturas y los murales. Él nos quería así: sublimando los instintos con una pelota de balonmano. Y nosotros le odiábamos.

Al año siguiente nos tocó de tutor el hermano Pedro, que era un marista al que habían traído de no sé dónde para retirarlo. Mejor no preguntar, sí... El hermano Pedro -más conocido como HP- era un franquista que en clase nos alertaba de los peligros del socialismo y en el patio nos predicaba las maravillas del baloncesto, que según él era el deporte de las élites y de los chicos buenos, nada que ver con la purria de los barrios que jugaba al fútbol, y que éramos la mayoría de nosotros.

Aun así, dada mi estatura, HP me captó para jugar en la selección del colegio. Él podría haber sido el Adam Sandler de mi biografía, pero lejos de confiar en mí, me torturaba. Yo tenía un gancho demoledor, y metía los tiros libres con soltura, pero no sabía defender; y HP, en lugar de enseñarme, me chinchaba: “Así no, señor Rodríguez”; “Más intensidad, señor Rodríguez”... Si le hubiera preguntado cómo defender me hubiese arreado un bofetón. Eran otros tiempos.

Así estuvimos hasta que llegó la Navidad y fuimos a jugar un partido amistoso en Oviedo, contra otros pobres desgraciados. El hermano HP me tuvo en el banquillo hasta los minutos finales, que ya eran los de la basura. Salí a la cancha perdido y enfurruñado. Creo que no hice nada. En el viaje de vuelta, sinuoso e hijoputesco, se acercó hasta mi asiento y me dijo que hasta que no dejara de jugar al fútbol en los recreos no volvería a jugar jamás con él.

Y no volví a jugar.





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Whiplash

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(Para Jacob, que me la recomendó, y ahora toca la batería en el cielo de los rockeros).

(Esta entranda fue escrita originalmente en enero del 2015).

     Andrew aspira a ser un batería de jazz memorable, recordado por los tiempos de los tiempos. El chico es talentoso, aplicado, obstinado hasta el desguace mental, y para conseguir su sueño, en la flor irrepetible de sus diecinueve años, renunciará a los amigos, a las fiestas, a las diversiones que no estén directamente relacionadas con el jazz. Dejará, incluso, con horchata en las venas, y témpanos en el corazón, a esa chica que bebe los vientos por él, y por la que todos hubiéramos bebido los vientos contrarios.

         Con la agenda limpia de amores y festejos, Andrew sobrepasará con creces las 10.000 horas de práctica que según Malcolm Gladwell son necesarias para que las gentes talentosas alcancen el dominio de su arte. Pero en su camino hacia la cima se topará con un maestro muy duro de roer, un verdadero hueso de las aulas musicales. Mr. Fletcher es como el padre de David Helfgott en Shine; como el sargento instructor de La chaqueta metálica; como la profesora Lydia que al principio de cada episodio de Fama golpeaba el suelo con el palo. "Lo vais a pagar con sudor...". 

    Fletcher es un tipo endemoniado que te grita a la cara, te escupe barbaridades, te arroja instrumentos a la cabeza... Que te humilla delante de los demás o te patea el culo cuando te adelantas en su fucking tempo. Pero que luego, en la soledad de los pasillos, en el refugio de su despacho, te coge por los hombros como un padrazo comprensivo y te asegura que todo lo hace por tu bien, para que no te duermas y saques a la luz el talento que llevas dentro. Un esquizofrénico de tres pares de cojones, o un maestro muy retorcido con librillo contrastado. 

    Yo también tuve profesores así en el BUP, en el COU, en los estudios universitarios, apretándome las clavijas quizá con menos excesos, tal vez con menos gritos, pero llegando hasta el fondo de tus miedos y talentos. Mr. Fletcher es el fantasma de nuestras escolaridades pasadas. Un hijo de puta que con el tiempo se irá volviendo casi un recuerdo entrañable.





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Competencia oficial

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Dos hombres meando el uno al lado ya son competencia oficial. Un duelo de espadachines. Esgrimistas del pene con la punta redondeada, aunque disimulen la escaramuza o sonrían con cortesía. Dos pollas colindantes invitan a la medición automática de las dos dimensiones. Es tan primigenio como casi inevitable... Yo, por ejemplo, tan pudoroso como nací, no soy de los que miran, pero sí de los que se siente observado. La otra, la tercera dimensión, que es determinar quién mea más lejos, siempre queda truncada por la distancia al urinario, que es fija para todos. Y aun así, de la potencia del chorro, se pueden sacar algunas conclusiones.

Quiero decir que para los hombres todo es campo de batalla. Competencia oficial o soterrada, según el contexto. Lo que vemos en la película es una competencia a cara de perro -o de simio- entre dos actores con un ego descomunal, aunque uno diga no tenerlo y el otro se ría de poseerlo. Da igual: son hombres, y todo es vanidad entre los hombres. Banderas y Martínez compiten por algo simbólico: la fama. El aplauso de la crítica y un lugar en las enciclopedias. Pero si hubieran tenido la misma edad, habrían competido todavía con más ferocidad. A lo simbólico hubieran añadido lo concreto, lo sexual, el entrechoque de cornamentas. El hombre, lo sepa o no lo sepa, lo necesite o no lo necesite, siempre está peleando en ese escenario.

En las piscinas de verano, por ejemplo, los hombres se tantean de reojo la barriga, la musculatura, la prominencia del paquete...  Mientras el ojo de los desparejados -o de los infieles- controla el panorama femenino, el otro ojo establece comparaciones raudas con los posibles rivales. Es el cálculo del mono, que apenas dura una ráfaga de pensamiento. Yo mismo, que me declaro pasota y no beligerante, objetor de conciencia en estas lides, reconozco que a veces me asaltan esas competencias súbitas y estúpidas. Pero yo sé que el culpable es Max, mi antropoide anterior, que se golpea su pecho peludo mientras el mío se aplasta sobre la toalla, en la lectura, o flota en el agua, mientras nado.





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La ciudad es nuestra

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A tenor de lo visto en “La ciudad es nuestra”, me da que en Estados Unidos -o al menos en el estado de Maryland- no tienen una ley mordaza tan retrógrada y neofascista como la nuestra. ¡Shame on you, congresistas de Madrid!

Si no, David Simon y sus secuaces -Pelecanos, Ed Burns, todos los sospechosos habituales de su banda- ya habrían comparecido ante el juez denunciados por el Cuerpo de Policía de Baltimore. Amenazados de cárcel por denunciar los abusos policiales y poner así en peligro la unidad de la patria, y la concordia de la Constitución. Y los privilegios de la burguesía. Y ya me callo.

A ver quién es el guapo que aquí, en España, podría rodar una serie semejante, contando cómo la Policía Nacional hizo esto o la Policía Autonómica hizo lo otro. No quiero detallar por culpa, precisamente, de la ley… Una ley que ni siquiera el gobierna social-comunista y pro-etarra ha tenido a día de hoy el valor o la conveniencia de retirar, lo que viene a demostrar que el aparato del Estado, gobierne quien gobierne, está al servicio de otros intereses mayores que lo sostienen o lo amenazan. Y ya me callo.

Alguien podría decir: “Antidisturbios”. Pero el suceso policial de aquella serie ya era -para que Sorogoyen e Isabel Peña se guardaran las espaldas- un medio accidente, una semifatalidad del destino. Un terreno gris en el que la fiscalía televisiva no podría entrar sin hacer mucho el ridículo. Nada que ver con el delito continuado de una banda organizada como esta de Baltimore, que se cobraba las horas extras con fajos incautados y te pegaba una hostia en la cara con solo reprocharles su actitud. Una banda de gánsteres al otro lado de la ley, que se suponía era nuestro lado.

Después de todo, ¿qué hace que un delincuente en potencia se decante por liarla vestido de uniforme policial o vestido con el traje de los Golfos Apandadores? Apenas un capricho del destino: el ejemplo de un amigo, una necesidad laboral, una oportunidad que se presentó... El bien y el mal se mezclan como el agua dulce y el agua salada en la desembocadura. Y ya me callo.





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Somebody Somewhere

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Parece buena gente, pero es mejor no confiarse. En el estado de Kansas se vota republicano por mayoría abrumadora, en proporción de 3 a 1. Quiere decir que si hay ocho personajes más o menos principales en “Somebody Somewhere”, todos ellos simpatiquísimos y conmovedores, seis de ellos, cuando llega el día de las elecciones, saludan cordialmente a sus vecinos, hacen una buena obra camino del colegio electoral y allí, en esas cabinas con cortinas negras y palancas del TBO, ellos y ellas votan por la marginación del negro, la exclusión de los pobres, la desinversión pública, el saqueamiento de la sanidad, la carrera armamentística, la abolición del aborto, el bombardeo de un país remoto, la persecución del homosexual y la prédica de la Biblia como conjuro contra las teorías de la evolución y el contubernio internacional de los judíos.

Me he pasado los siete episodios de “Somebody Somewhere” pensando en quiénes serán los dos personajes que votan al Partido Demócrata allá en el Cinturón de la Biblia, y en los Océanos del Cereal. Uno, sin duda, es Jeff, el amigo de Sam. No sé: es homosexual, parece lúcido, no lleva vestimentas de paramilitar ni conduce todoterrenos intimidantes. No acaricia escopetas al llegar a casa... Es cierto que frecuenta la iglesia, pero sólo cuando el local se convierte en el centro cívico de la ciudad y allí se canta incluso al desenfreno y a la vida en tolerancia. Pero de los otros siete, incluida su protagonista, tan entrañable e indefensa, ya no sabría decir cuál es la otra manzana sana en este balde de manzanas podridas. Cuál el alma pura que convive entre estos sepulcros blanqueados que te prestan la motosierra, o te bajan al gato del árbol, o vigilan tu correo, o te arreglan una chapuza, o te regalan una tarta de bienvenida, pero que cada cuatro años votan en secreto para que tu vida sea mucho peor. 



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Locomía

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La verdad es que no tenía ninguna intención de ver este documental. Los “Locomía” -o los “Loco Mía”, que así aparecen en algunos rótulos- pasaron por la tele de mi casa como actores muy secundarios del vodevil. Quizá porque nuestra tele era todavía en blanco y negro y nos perdíamos los juegos de colores en vestimentaa y abanicos. Vistos en la vieja Philips del salón, los “Locomía” perdían mucho pedigrí, y como su música era siempre la misma, y el tema de los abanicos pues mira tú, ni fu ni fa, al pasar la novedad el resto no fue más que saturación comercial y parodias de Marte y Trece que eran lo mejor de lo mejor.

Quiero decir que quizá hacía veinte años que no dedicaba ni un solo segundo a estos muchachos de los trajes raros y los zapatos puntiagudos, aunque ellos, en el documental, se crean algo así como los forjadores de nuestra modernidad sexual e incluso artística. Son las cosas del ego, o de la falta de perspectiva.  En mi caso, la preocupación por sus destinos estaba -vamos a decir- en el puesto 13.456 del ránking de mis quebraderos de cabeza. “Ah, sí, un documental sobre los chicos del abanico...” Y poco más. Nada de interés hasta que el amigo de La Pedanía -que estaba más o menos como yo en cuanto a febril entusiasmo- me dijo que no me dejara llevar por las apariencias. Qué había visto la serie con su señora y que más allá del outfit y del bailoteo había una historia muy bien contada, adictiva, de egos que entrechocaban con la fuerza de venados en la berrea.

Y estos venados, de berrea, estaban más o menos todo el año, guapísimos y activos, picaflores y deseados. Después de todo, cuando tienes dieciocho años y formas un grupo musical, y más todavía si lo formas en Ibiza, lo haces para follar a lo grande, saltándole los turnos de espera. Lo de ganar dinero -que al final, junto con los celos, es siempre lo que termina por joderlo todo- ya vendrá cuando hagas cálculos de lo que necesitas para jubilarte con 35 tacos.




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25 Watts/El viaje hacia el mar

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Aunque T. es de allá, y lleva lo de allá metido en el alma, no le duele afirmar que el cine uruguayo no merece el esfuerzo de una sentada en el sofá. “Ni medio minuto le dedico yo, vamos”, dice siempre con un gesto de desdén.

Hasta ayer, cuando ella entraba en ese discurso antipatriótico, yo le decía que tampoco sería para tanto, y que algo habría que rescatar tras siglo y cuarto de directores uruguayos dándole a la manivela, aunque solo sea por proximidad con sus vecinos argentinos. Y para adornarme con un ejemplo, y quedar como un hombre de mundo, siempre le traía a colación la tan afamada “Whisky”, que es la única película uruguaya conocida entre la cinefilia provinciana, y que no está tan mal dentro de su modestia parsimoniosa.

Pero T. me respondía que si “Whisky” era lo mejor que había parido su país, cómo sería todo lo demás, y que ya me daría cuenta si algún día si me adentraba en esas aguas turbulentas. Así que el otro día, azuzado en el orgullo, me dio por buscar en internet las películas más afamadas a ese lado del Mar del Plata. Encontré dos -aparte de “Whisky”- que la crítica ponderaba sobre todas las demás: “25 Watts” y “El viaje hacia el mar”. Las descargué, las guardé en el disco duro como un tesoro y ayer, reunido por fin con T., le propuse una ordalía de cinéfilos tumbados en el sofá. El mismísimo Dios iba a juzgar quién llevaba razón: si ella, en su convicción, o yo, en mi contumacia.

Y ganó T., claro, que se conoce el percal mejor que yo, y que a medias se indignaba y a medias se descojonaba con ambas películas. “25 watts” nos duró diez minutos en la pantalla. No entendíamos nada. Ni lo que hacían esos tres mendrugos ni lo que mascullaban entre dientes. Un desastre. “El viaje hacia el mar” batió la plusmarca anterior y nos duró veinte minutos más de  impaciencia. Unos hombres incomprensibles, cada uno con su neura y con su hablar también dificultoso, se suben a un camión para conocer el mar a una edad ya más que avanzada. No les vimos llegar. Nos apenamos en un recodo del camino aprovechando que uno de ellos, aquejado de la próstata, tuvo que solicitar una parada para mear.




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Los hermanos Sisters

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El western no forma parte de mi educación sentimental. Cuando yo era niño, los americanos dejaron de rodar tiroteos en Monument Valley y decidieron conquistar nuestra voluntad con destructores imperiales que surcaban las galaxias, y arqueólogos con sombrero que buscaban los tesoros de la Biblia. 
   Los westerns -ya viejunos- los veíamos en casa los sábados por la tarde, en aquel espacio que se llamaba Primera Sesión y que rescataba películas para la chavalería que se cobijaba del frío polar, o del calor insufrible. Nosotros no sabíamos si eran obras maestras o películas de relleno porque siempre las veíamos medio somnolientos, o medio distraídos, añorando los estrenos en pantalla grande que forjaban nuestros sueños.

    Los americanos dejaron de rodar westerns porque ya nadie se quedaba con la boca abierta cuando los tipos desenfundaban las pistolas en el O. K. Corral, o el Séptimo de Caballería irrumpía cabalgando a golpe de corneta. El western clásico, en esencia, era el manspreading de unos tipos carentes de moral -o de moral dudosa- que lo mismo robaban la tierra del indio que abofeteaban a la prostituta o se cargaban a un fulano por un quítame allá esas pajas. O esas zarzaparrillas. Violencia gratuita, infumable, de tipos Marlboro que llenaban la pantalla con sus físicos imponentes y sus voces acojonantes.

    El western que nos devolvió al género lo parió Clint Eastwood y se llamaba Sin Perdón: fue al mismo tiempo una obra maestra y un acto de contrición. De aquella piedra fundacional han bebido muchas películas que ya son parte de nuestra tertulia. De nuestro rollo patatero. De nuestro monólogo inagotable cuando algún incauto -o alguna incauta- nos pregunta que qué tal, que a ver si les recomendamos una película que hayamos visto últimamente…
 
    Sobre mi próxima víctima caerá la vanagloria, la alabanza, la crítica entusiasta y detallada de Los hermanos Sisters, que es un juego de palabras, sí, pero también un western simperdoniano de matones con conciencia que sólo quieren volver a casa con su mamá. Un clásico instantáneo.



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Malena Pichot: estupidez compleja

🌟🌟🌟🌟


Antes de que dé comienzo el monólogo de Malena Pichot -supongo que para hacer la gracia y enfervorizar a su grey- un camarero se acerca para decirle que si va a hablar de feminismo él también quiere opinar:

-          ¿O acaso no puedo opinar porque soy hombre?

A lo que ella, silenciosa, responde sacando una lupara y apuntándole al pecho, como insinuándole que ni se le ocurra: que éste es su escenario, y lo de ahí abajo su potorro.

Me parece bien. Si no estás de acuerdo con el espectáculo, a callar. Como cuando toca ir a misa porque se murió un familiar, o hay que ver el telediario de Antena 3 porque visitas a tu madre. Ajo y agua. No es cuestión de decirle al cura que deje de predicar, o de pedirle a tu madre que cambie de canal y ponga al tío Wyoming con la esperanza de que Sandra Sabatés no se haya ido aún de vacaciones. El sacerdote y tu madre están en su casa, y tú, visitante ocasional, te jodes como Herodes (Malena, que conste, dice cosas peores). Y además, qué coño: ella tiene razón en casi todo. Casi...

“My kingdom, my rules”, como dijo un rey de Inglaterra, y el kingdom de Malena es su escenario y su micrófono. Ella es la reina de la función y toca escucharla. Cuando estás de acuerdo, pues sonríes y aplaudes; y cuando se te ocurre una objeción, pues sonríes menos o aplaudes menos fuerte. Lo fundamental es ser educado. En esto como en todo.

Dicho esto, hoy lo consecuente sería no escribir nada. Autoconcederme unas vacaciones. No voy a ser mejor o peor escritor por dejar sin firmar una gacetilla. Pero un prurito mental, y otro dactilar, estimulados por el café, me dejan el ánimo un poco inquieto. Mientras veía el monólogo se me ocurrían... matizaciones. Nada fundamental. No creo que sean “estupideces complejas”. En lo gordo estoy completamente de acuerdo; en lo flaco... En fin. ¿Pero quién se atreve, después de la lupara? Yo no, desde luego. Sólo diré que me he reído mucho. Esta mujer tiene eso que llaman “vis cómica”. Un don. Y además, los hombres, grosso modo, somos “ansí”, como ella nos retrata. Más simples que un pirulí, o que una pija. ¿Se puede ser más simple que la propia pija? A veces sí.




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Los peores años de nuestra vida

🌟🌟🌟🌟


“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo. 


“Pretty Woman”, por cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad. Una re-prostitución.

Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos, prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.  

Luego, con los años, lo vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que entrechocan.

La gran broma de esta película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual -el trasunto de Gabino Diego-  eran pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.




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Las ilusiones perdidas

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Ahora que estoy en el tiempo renovado de las ilusiones -cincuentonas, pero muy sanas- se me hacía un tanto extraño, y un tanto irónico, ver una película titulada “Las ilusiones perdidas”. Como si mi inconsciente, prevenido de catástrofes anteriores, hubiera buscado una parábola moral que me preparara para el revés de la fortuna. Endilgarme, con la excusa de los premios internacionales, y de los aplausos de la crítica, una película francesa en forma de tirita, de venda con esparadrapo, antes de que se produzca la herida y yo me desangre con los chorros. La historia de Lucien Chardon como recuerdo de que la fortuna es caprichosa, y las personas incorregibles.

Temí, por un momento, mientras me entregaba al gozo cinéfilo, que mi inconsciente estuviera rebajando mis ilusiones con algo de agua para que la borrachera – o el achispamiento- no se me suba a las meninges. Y así preservar, al menos, esa frontera última de la razón. No sería la primera vez que mi inconsciente -que a veces es un cabronazo, pero a veces es un samaritano que cuida de mi felicidad- me hace encontrar una película que yo ni siquiera estaba buscando, y que me hace ver la verdad que los ojos me denegaban, por estar ciego yo, o por estar confusas las circunstancias. En tales lances, el inconsciente -por eso es inconsciente- maquina sin que yo me dé cuenta de su arácnido tejer.

Pero esta vez no hay caso: puedo asegurarles, mesdames et messieurs, que sólo era cinefilia, pura y simple cinefilia, desprovista de filo y de maldad, la que me llevó a ver “Las ilusiones perdidas” y me hizo salir indemne de su tránsito. Mientras las ilusiones del pobre Lucien se ahogaban en el Sena o se disipaban entre sollozos, las mías, protegidas por una mantita, dormían calentitas y despreocupadas mientras yo asistía a esta película impecable, casi perfecta, donde es difícil colocar un pero o buscarles tres pies a los gatos de París.





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No somos nada

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Tampoco vamos a engañarnos: la música de “La Polla Records” es ratonera, y las letras, indescifrables en su fonética. Se agradecen mucho los subtítulos que han puesto para cofóticos cincuentones... ¡Pero qué letras, ay! La subversión sigue en pie y con más motivos todavía. Ayer, entre bromas, le dije a T. que después de ver a Evaristo y s su pandilla cogería al perrete y me iría por las calles de León a quemar contenedores, o a romper cristales oficiales, enardecido por la furia revolucionaria. Había un libro cojonudo que se titulaba “El año que tampoco hicimos la revolución”, y ya va siendo hora de conculcar su enunciado puñetero.

Las letras de “La Polla” no dicen nada que no sepamos, pero conviene recordarlo. Además son letras de manual, simples y didácticas, que llaman al pan pan y al vino vino. Y a los ladrones, ladrones. No las adorna precisamente la poesía o la retórica. Evaristo escribió siempre como un alumno aplicado de EGB: muy serio, pero muy poco imaginativo. Pero nos da igual: lo simple, en la revolución, será dos veces bueno, y dos veces útil. La obrerada que tomará las calles y asaltará el Palacio de Invierno no lo hará recitando extractos de “El Capital”, sino versos de La Polla, que son eso, la polla... “Estoy harto de tanto cabrón”, y cosas así, de resonancia muy poco floral, más bien de ladrillo arrojadizo.

Y sin embargo, de adolescentes, en la provincia incomunicada de León, nosotros pensábamos que “La Polla Records” cantaba canciones pornoeróticas, y no llamadas a la toma de conciencia y a la movida anarcosindical. Algunos, los más idiotas, llegamos a creer que eran ellos los que susurraban “Lo estás haciendo muy bien...”, hasta que alguien nos daba una colleja para recordarnos que no, burro, que eso es de “Semen Up”, si el mismo nombre del grupo lo dice... Se nos liaba el semen con la polla, en la tontería de las hormonas. Vivíamos en la inopia, y además nos encazurraban Los 40 Principales, que -ahora me doy cuenta- no es más que un plan gubernamental para que determinada música jamás llegue a nuestras entendederas, y a nuestros corazones. 





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Quién lo impide

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El docudrama de Jonás Trueba quiere mostrarnos cómo son los jóvenes de ahora: qué les motiva, con qué sueñan, cómo se relacionan entre sí. Qué coligen del mundo despiadado que les aguarda tras acabar su formación. Pero después de tres horas y pico de metraje, la conclusión es que la juventud de ahora no parece muy distinta de la juventud de entonces. Y es lo normal: treinta y cinco años no dan para que el homo sapiens evolucione gran cosa. Las mutaciones producidas en este suspiro geológico no pueden conformar un nuevo cerebro, un nuevo modelo de comportamiento.

A estos chavales de “Quién lo impide” les mueven nuestros mismos ideales. Pero tampoco es nada meritorio: hay que ser muy hijodeputa para tener quince años y ya estar pensando en cómo explotar a tus empleados de la fábrica o de la cafetería. Soñar con plusvalías que paguen el chalet en la playa y el Rolex en la muñeca. Los hay -de hecho, yo los tuve de compañeros- pero son muy pocos. Luego, con el tiempo, ya son legión...

La chavalada moderna se reparte los papeles igual que hacíamos nosotros: está el ligón, la atrevida, la guapa, el tontorrón, el cachondo, la mosquita muerta... Nada ha cambiado. También se ríen de las mismas cosas: de un pedo, de un tontolaba, de un profesor que les cae bastante mal. Si acaso, son más precoces en lo sexual porque viven en la época del Pornhub al alcance de un clic, mientras que nosotros vivíamos en la época de la revista Lib al alcance de unos pocos privilegiados. Pero tampoco creo que eso garantice una edad más temprana de iniciación, o que el sexo se haya vuelto más universal y democrático. Desde los tiempos de los adolescentes hititas, e incluso antes, follar siempre follan los mismos, y los demás se limitan a imaginar.

La única diferencia que sí veo es que nosotros, de jóvenes, hablábamos mucho mejor. Teníamos un vocabulario más extenso y exponíamos mejor las ideas. Quizá es porque nos exigían mucho en el Área de Lenguaje. Estos chavalines de ahora son hijos de la LOGSE, o de la LOMCE, o de la madre que las parió. Se expresan con el culo trasplantado en la boca. Es una pena. Pero tampoco es culpa suya. Es el mercado, amigos.



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La cortina de humo

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Ahora que estamos en guerra contra Rusia -estamos en la OTAN, al fin y al cabo- convenía volver a ver “La cortina de humo”. En ella se explica que las guerras también se azuzan, se prefabrican... Incluso se inventan. Que intervenidas por el poder pueden convertirse en un espectáculo sin contexto, ya solo para el telediario. Un reality show con decorados naturales y víctimas destripadas que conmueve a los votantes y cambia el signo de los gobiernos.

La invasión de Ucrania no es desde luego una realidad inventada, pero conviene no hacer mucho caso de lo que cuentan los periodistas. Ya digo que somos parte interesada, aunque de momento no beligerante. (¿Enviar armas no es otro modo de beligerancia...?) Nuestros medios de comunicación están intervenidos por el gran capital, y el gran capital, ahora mismo, por unos cálculos secretos e inextricables, prefiere que Rusia sea su enemigo, y no como antes, que se acostaba con ella en las reuniones del G8 con muchas promesas de enamorados.

Para informarme de la guerra pongo el telediario de vez en cuando, leo las principales cabeceras, escucho los noticieros de la radio... Y tengo la impresión de que me cuentan sola una parte de la verdad. Y que la parte que me enseñan tampoco viene limpia del todo. En esta cadena de suministros las noticias pasan por demasiadas manos antes de llegar a mis entendederas. Hay muchos intereses en juego. En la película sólo están Robert de Niro y Dustin Hoffman haciendo de intermediarios entre la guerra inventada y el público norteamericano. Pero aquí, en la penúltima guerra europea, hay empresarios de la electricidad, inversores del petróleo, generales de la OTAN, fabricantes de armas, gobiernos nacionales, dueños de imperios televisivos... Estrategias electorales ¿Qué nos queda, al llegar a destino, de la matanza original, del bombardeo indiscriminado, del afán imperialista de Vladimir Putin? A saber. Nadie se para nunca explicar la geopolítica del asunto y eso ya es bastante sospechoso. Todo es emotivo y amigdalítico. No se trata de que opinemos, sino de “crear un estado de opinión”.





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Obi-Wan Kenobi

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Lo que más molaba de Obi-Wan Kenobi en la trilogía original era aquello de doblegar voluntades con un gesto de la mano.

Soldado imperial: Los documentos, por favor.

Obi-Wan: (girando la muñeca en el aire). No necesitas los documentos.

Soldado imperial: “No necesito los documentos...” Pasen.

Aquello era... maravilloso. El verdadero poder de un caballero Jedi. El uso de la Fuerza -siempre tan mística y etérea- para un fin práctico y resolutivo. Los Jedis no podían perder tiempo en tonterías mientras desfacían los entuertos de la Galaxia.  Ni tampoco nosotros, los terrícolas, aunque seamos más modestos en nuestros afanes. Lo que pasa es que nosotros, chiquilicuatres sin midiclorianos, terminaríamos por hacer mil y una maldades con tal capacidad de hipnotismo: putaditas veniales, si uno fuera hombre de bien, o delitos vesánicos, si uno naciera inscrito en los renglones torcidos de Dios.

Deduzco, viendo la serie, que tal superpoder le llegó al bueno de Obi-Wan ya de anciano, en su último retiro de Tatooine, porque su yo más joven no hace uso de ella en seis episodios trepidantes, de no descansar ni un solo minuto. Y mira que tiene oportunidades para hacerlo: para empezar, callarle la boca a esa niña tan impertinente llamada Leia Organa, que con su gracejo natural, y sus midiclorianos por descubrir, causa más catástrofes que Zipi y Zape con un balón de reglamento.

Por ahí, por este Obi-Wan desarmado y un poco lento de reacciones, viene la primera decepción con esta serie que consiste básicamente en persecuciones, duelos de espada y stormtroopers desparramados por el suelo. Los ejecutivos de Disney son, decididamente, los lord Sith de nuestra galaxia.... El espectáculo solo se hace noble, a medias lucasiano, cuando la figura de Darth Vader llena la pantalla. Vader no necesita ni mover la mano para zanjar las discusiones. Nos lo ponen así, con el gesto, para que los más lerdos del planeta Tierra comprendan sus acciones. Pero Vader, solo con comparecer, ya acojona al personal. Da igual la distancia y el tiempo. Si no fuera tan malo, le adoraríamos como a un dios.



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