La ley de Comey

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Nuestras vidas se dividen en períodos de cuatro años. Los antiguos griegos ya conocían ese fenómeno regular de nuestras biografías, y celebraban los Juegos Olímpicos para clausurar una etapa de la vida e inaugurar la siguiente, admirando a los atletas untados en aceite que lanzaban el disco o la jabalina.

    Los griegos llamaban “olimpiada” al interludio de cuatro años en el que nacían y morían los amores, se declaraban y se cerraban las guerras, y se construían los monumentos para adorar a los dioses y a las ciencias. Ahora los Juegos Olímpicos ya no son lo que eran, y ya sólo los ponemos para admirar a las gimnastas, a los nadadores, a los americanos de la NBA, y a Rafa Nadal, si está por la labor. Nuestras vidas se siguen rigiendo por cuatrienios como en los tiempos antiguos, pero ahora son los mundiales de fútbol, y las elecciones democráticas, los eventos que ponen los hitos en el camino. Cada cuatro años se celebra un Mundial de fútbol, y uno siempre es el mismo, pero más curtido, más baqueteado, cuando se sienta en el sofá a ver el partido inaugural. Pasa lo mismo cuando hay elecciones generales en España, que uno se acuerda mucho de lo que estaba haciendo cuatro años antes, cuando fue a votar, y luego maldijo los resultados en la noche electoral. Uno estaba con Pepita, y Fulano todavía seguía vivo, y Mengano aún no levantaba dos palmos del suelo... En cuatro años da tiempo para todo. Caben muchos llantos, varias alegrías, la hostia de decepciones, y unas cuantas risotadas de esas que se recuerdan para siempre.

   Hace cuatro años que Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos, y lo cierto es que en este periodo de tiempo nos ha sucedido de todo, en lo global, y en lo personal. Ayer, mientras veía “La ley de Comey”, yo recordaba aquella noche en la que Donald Trump se alzaba con la victoria. Mientras yo dormía, y los americanos recontaban, mi teléfono se iba llenando de decenas de whatsapps que inauguraban una olimpiada de tormentas... No tenían nada que ver con Donald Trump, ni con los griegos, ni con el fútbol.



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La hora 25

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El programa de radio Hora 25 se emitía originalmente de 00:00 a 01:00 de la madrugada, que era propiamente la hora 25 del día, y la primera del día siguiente. Lo de “hora 25” era como una metáfora del tiempo extendido. Una prórroga de la jornada. Ahora que ha terminado el día, vamos a diseccionarlo con tranquilidad, venía a ser el eslogan. Recuerdo la voz tan peculiar de Manuel Martín Ferrand, y también la de José María García, que tenía un pequeño espacio para los deportes. Poco después, García se separó de la célula madre y fundó su propia biología, porque necesitaba más tiempo para cantar y contar las verdades del barquero, y los desmanes de los chupópteros y los lametraserillos.

    Mi padre escuchaba Hora 25 cuando llegaba a casa del trabajo, en la mesa de la cocina, mientras cenaba un plato frío que mi madre le dejaba en aquellos tiempos sin microondas. Yo, no sé por qué, a veces estaba despierto a esas horas, zumbando por la casa, y me sentaba a su lado para preguntarle por la película que daban en el cine, y si estaba prohibida o no para menores de 14 años. Y luego, porque mi padre era de pocas palabras, nos quedábamos en silencio, y escuchábamos la radio. Ahí cogí este vicio nocturno que todavía me acompaña, y que luego hizo metástasis en lo diurno, y que me obliga a llevar un pinganillo casi a todas horas, mientras friego los platos, o camino con Eddie, o dejo que el sueño descienda sobre mi cabeza. Cualquier cosa, menos pensar...

    En la película que he visto estos días -a cachos, a saltos, porque había fútbol y la verdad es que es aburrida de narices- la hora 25 es la metáfora de la última hora de vida. La que se concede a los infortunados de la guerra antes de caer en combate, o de ser fusilados en el campo de concentración. La metáfora está bien y tal, y es más antigua que el programa de la radio. Pero la película es un porro: la historia de un bobalicón al que le pasan mil desgracias y siempre sonríe como si le hubiera tocado la lotería. Un pre-Forrest Gump descabalado que sólo se sostiene porque Anthony Quinn llena la pantalla como nadie. Qué grande era, en todos los sentidos.




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Decálogo I

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Esto que he visto en Decálogo I es la historia macabra que nos contaban algunos curas en el colegio, relamiéndose de gusto. La mismica. Su sueño húmedo -bueno, uno de ellos- hecho realidad. Que le cayera un rayo en la cabeza al niño que duda de Dios y no reza el “Jesusito de mi vida” antes de irse a dormir. Un castigo ejemplar.

    (“Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, es tuyo, mío no...”, con aquellos golpes en el pecho que nos dábamos los niños píos. Hay que joderse, las cosas que hizo uno de pequeño en su camita de León, medio rutinario y medio cagado de miedo, hasta que nos sacamos el veneno soñando con las bellas muchachas en flor).

    Y quien dice un rayo en la cabeza, dice caerse a un lago y morir congelado en las afueras  de Varsovia, como le pasa a este chaval de Decálogo I, el niño superdotado que resuelve problemas de física en un ordenador de 1989, y que juega al ajedrez tan de puta madre que le gana una partida simultánea a la campeona de Polonia. Un chaval que antes de tener pelusilla en el bigote, y pelillos en los huevos, ya se pregunta por el sentido de la vida y duda de la existencia del alma. “Pues que te den, niño ateo, no haber jugado con fuego”, hubieran exclamado algunos que daban la clase de religión, furibundos perdidos, con el VHS puesto en marcha en la sala de audiovisuales. Ay, si Kieslowski hubiera rodado este panfleto vaticano antes de 1989, y hubiera caído en manos maristas por recomendación de algún colega polaco, como instrumento evangélico de primera categoría, que hasta sale Jota Pedos en algún fotograma, con sonrisa beatífica, para encandilar a los niños buenos.

“Y es que fuera de Dios todo son tinieblas y desgracias, llantos de ojos, y crujir de dientes”, nos hubiera dicho, por ejemplo, el padre Bernardo que se reía socarronamente cuando un famoso ateo moría en los telediarios. “No me gustaría estar ahora en su pellejo...”, decía, como un caníbal atento al fuego de la olla.






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El juicio de los 7 de Chicago

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No sé si veré Antidisturbios, la serie que ahora cacarea Movistar + a todas horas. Me huele a blanqueo, a oportunismo. Quién sabe si a componenda con la autoridad competente. Como cuando los americanos entran en guerra y de pronto sus películas cantan las excelencias del ejército. Ojalá me equivoque con todo esto, cuando ceda a la tentación. Porque Rodrigo Sorogoyen me tira mucho...

    De vigilar el toque de queda se encarga ahora la policía normal, pero dentro de nada, cuando la gente se quede sin trabajo, habrá que enviar a los antidisturbios a poner orden en las manifas, y al gobierno le preocupa mucho la mala imagen que van a dar con las porras en mano. Me imagino de qué va la serie: los antidisturbios son, en el fondo, buena gente, tipos normales como usted y como yo, pero cuando salen a trabajar se ven en el brete de ahostiar o de ser ahostiados, y no tienen otro remedio. Me imagino que habrá un personaje que será un bestia, otro que será un tipo decente, y otro que anda ahí ahí, en tensión emocional, porque se acaba de divorciar y no encuentra otra cama en la que relajarse. No sé...

    Pero yo venía a hablar de El juicio de los 7 de Chicago, casi se me olvida... Se me ha ido la pinza porque en la película de Aaron Sorkin -basada en hechos reales- los antidisturbios de Chicago reparten una buena somanta de hostias entre los manifestantes que iban a la Convención Demócrata de 1968, a pedir que cesaran los bombardeos en Vietnam. Luego, por supuesto, los condenados, los que se sometieron a este juicio político y demencial, fueron los rojos que agredieron a las porras con sus cráneos, y a los gases con sus lágrimas. Una pura provocación. Terroristas de manual. Pero todo esto es archisabido. Mola, pero no aprendes nada nuevo. A mí, en la película, lo que me sigue maravillando es la capacidad de la izquierda para autodestruirse. Para estar todo el puto día a la greña, consumiendo energías, desviando el objetivo. Discutiendo sobre el sexo de los ángeles. Es un espectáculo fascinante. Lo mismo en la América de Nixon que en la España de la Transición, donde la izquierda, ay, siempre es transitoria...




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Corazón salvaje

 

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Me pregunto cuántas parejas como Sailor y Lula no volverán a verse hasta mayo, separadas por los gobiernos, que también conspiran para que los amores puros sean arrancados de raíz, y no den mal ejemplo con su sexo salvaje, y su complicidad instantánea. El amor puro no está perseguido por la ley, pero ponen trabas de cojones, desde las alturas, para consumarlo. Es lo que sucedió, sin ir más lejos, en el Paraíso Terrenal, que era el reino de los bonobos, y la fiesta de los sentidos. Ayer mismo amenazaron con cerrar las fronteras interiores, entre los reinos de Taifas, para que el virus no viaje a lomos de los coches ni de los peregrinos. Como si el virus no encontrara siempre quien le lleve, autoestopista tenaz y consumado.

    Todos sabemos que los políticos le están poniendo puertas al mar. Retrasando el confinamiento inevitable. Es cuestión de semanas, o de días. Y mientras tanto, para ir apaciguando los fuegos, para ir clausurando el tiempo del amor e inaugurando el tiempo de las pajas, van a poner a los ángeles flamígeros vigilando las fronteras autonómicas, disfrazados de policías. Para que Sailor y Lula, que uno vivía en Albacete, y la otra en Murcia, queden separados por una raya ficticia y burocrática, y ya sólo puedan gritarse su amor desde la distancia, a pocos metros, desesperados, como cuando en la película los separa la Bruja Malvada, o un gángster tenebroso de David Lynch.

    Quién nos iba a decir, cuando lo inventaron, que el Estado de las Autonomías iba a terminar en esto, en territorios estancos para el amor. Quién nos iba a decir que la demarcación romana, el capricho aristocrático, la curva del río o la raya arbitraria en el trigal, iban a devenir alambre de espino, muro de Trump, valla vigilada. Qué infortunio, para los amantes autonómicos, que creían vivir en el mismo país y resulta que van a vivir en dos continentes distintos, más alejados, en la práctica, que Australia y Madagascar. Pero llegará mayo, cuando nazcan las flores, y canten los pájaros, y la primavera será la estación de los polvos sin fin, de las jodiendas sin freno. Del jadear que acallará todos los sonidos de la naturaleza.



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Schitt's Creek. Temporada 1

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No he podido, finalmente, continuar con Schitt's Creek. Y mira que lo he intentado, que conste, instigado por el amigo que dice reírse mucho, y abrumado por la lluvia de premios que la serie cosechó. Pero ya en el primer episodio me he dado cuenta de que no, de que la cosa no iba conmigo, porque uno ya tiene el instinto entrenado, y sabe bien lo que necesita. Pero aun así he insistido tres noches seguidas, a ver si se obraba el milagro, si cambiaba el viento del humor.  Y es que a uno le sigue faltando la personalidad, la fortaleza de espíritu, cuando ve que una serie no le dice nada pero insiste porque piensa que el fallo está en él, que no está atento, o que no le alcanza la inteligencia, y achina los ojos y pone cara de superconcentración como cuando nos enseñaban aquellas láminas mágicas que escondían una figura tridimensional, si lograbas el estrabismo confluyente.




    Pero nada... Lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. Siete episodios después se me ha cansado la vista, y se me ha agotado la paciencia. Y la cobardía. La serie, en verdad, no es mala, y me sonrío, a veces, con las peripecias. Pero no me río. Espero todo el rato el golpe genial, la ironía ácida, la maldad hiriente, pero la serie no transita esos parajes. Schitt's Creek no está en mi país. No es mi territorio mental. Con los años me he echado a perder, me he vuelto un cínico y un malpensante, y necesito que la comedia destile, supure, enguarre, lo ponga todo perdido. Aquí, sin embargo, en este rincón del Canadá, todo el mundo es majo y alberga buenas intenciones. Pero como casi todos son estúpidos, entran en conflictos y en malentendidos culturales, pero todo guay, de chichinabo, roussonianos que al final siempre se perdonan con una sonrisa y con una flor. Schitt's Creek es una comedia blanca y rosa, sin clases sociales, y yo necesito humor negro y marrón para que el PH de mi pensamiento no se desequilibre. Es una cuestión química. Estoy podrido por dentro. Necesita volver a ver Seinfeld cuanto antes...

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La lista de Schindler

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Hay espectadores que terminan de ver La lista de Schindler con una lágrima en el ojo y un improperio en la boca -qué hijos de puta y tal, los nazis- pero al final suspiran aliviados porque creen que aquellos asesinos jamás volverán. Que fueron una excepción de la moral, una aberración irrepetible de la humanidad. Cuatro psicópatas que coincidieron en una cervecería de Münich para urdir un plan genocida que luego vendieron con malas artes a un pueblo civilizado que leía a Goethe, y a Rilke, y escuchaba cuartetos de Beethoven. Una especie de locura colectiva, de virus mental ya erradicado. Estos espectadores quizá no recuerdan la guerra de Yugoslavia que abría los telediarios hace treinta años, a tres horas de vuelo en Ryanair, con grupos armados que sólo se diferenciaban de las SS en que no hablaban alemán y no llevaban la calavera en el cuello de la guerrera…




    El nazismo volverá tarde o temprano. Cuando los proletarios del mundo vuelvan a unirse bajo el exhorto de Karl Marx II, los empresarios armarán otro ejército de matones para ponerlos en vereda, y descabezar a sus líderes. A hostias, primero, como hacen ahora, enviando a los antidisturbios, y más tarde a tiro limpio, como manda el protocolo, si el miedo no terminara de cuajar. Y si no funciona, montarán una guerra para hacer limpieza entre la muchachada revoltosa. La Primera Guerra Mundial se organizó para que los soldados dispararan en las trincheras a sus camaradas de enfrente, y no a sus enemigos de clase, en peligrosas revoluciones, justo cuando el socialismo amenazaba con alcanzar los centros de poder. El espantajo de los nacionalismos desvió el frenesí revolucionario a otros frentes menos peligrosos y más lucrativos. 

    Pero el tiro les salió por la culata: la guerra sólo dejó más pobreza, y más desencanto, y una revolución triunfante en la lejana Rusia de los zares. Había llegado el momento de recurrir a los psicópatas de bar, a los sociópatas de tertulia, a los tarados de los partidos marginales. Leña al mono, y caña al comunista, y pandillas en las calles. Luego la pandilla se convirtió en patrulla, la patrulla en partido, el partido en movimiento… Y el resto es historia. Liquidados los comunistas, les tocó el turno a los judíos. porque los psicópatas los tenían entre ceja y ceja desde hacía años y no se habían olvidado de ellos. El Holocausto, con toda su complejidad, y con toda su atrocidad, sólo fue el daño colateral de la lucha de clases que todavía nos ocupa, larvada, suspendida, a la espera de la próxima hambruna.

    Los nazis volverán. De hecho, ya están volviendo. Por el Parlamento ya hay unos cuantos, amenazando...
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Instinto básico

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La primera vez que Catherine Tramell descruzó las piernas para dejar el potorro al aire, todo sucedió demasiado rápido y sin avisar. Los espectadores, en las butacas del cine, nos quedamos con una duda existencial que habría de resolverse muchos meses después, ante el pelotón del VHS, cuando Instinto básico estuviera disponible en el videoclub y pudiéramos diseccionarlo con el material quirúrgico del mando a distancia. Porque al salir de los cines unos decían que sí, que lo habían visto, y otros decíamos que no, que ni de coña, lo del coño, y que la sombra malhadada del muslo, y la proyección oscura de la película, sólo dejaba intuir lo que otros perjuraban haber admirado.

    Cuando llegó el VHS a los videoclubs, los cerdícolas y los cinéfilos -y los que éramos ambas cosas a la vez- nos abalanzamos sobre las estanterías sacando codos para que nadie pudiera cogernos la posición, como pívots de la NBA protegiendo el rebote. Pero al llegar a casa, y analizar la escena con el pause y con el step, las opiniones volvieron a dividirse: unos decían que sí, que lo habían capturado, y congelado, el pitote, mientras que otros, los frustrados, y los escépticos, volvimos a decir que no, que el reino de aquel intramuslo seguía siendo un paisaje difuso, y muy mal iluminado, envuelto en las neblinas del deseo. Porque además, la cinta de VHS, cuando la avanzabas fotograma a fotograma, sufría como una temblequera, como un párkinson analógico, y le salían rayajos horizontales que no permitían discernir si aquella fruta afloraba o se quedaba entre las hojas.



   Y así, entre tirios y troyanos, el asunto del asunto quedó en la indefinición perpetua, en la disputa sin vencedores, y con el tiempo lo fuimos olvidando. Hasta que el otro día, en los canales de pago, me topé con Instinto básico en alta definición, un HD milagroso que por fin, casi treinta años después del estreno, iba a dictar sentencia definitiva sobre si aquello era carne o fantasma, realidad o deseo. Sólo tuve que pulsar el rec... Y tengo que decir que sí, que está, fugaz y rasurado, apresurado y juguetón, pero está, sin duda, el Santo Grial de la cinefilia. Así que tenían razón, y es justo reconocerlo, los entusiastas y los optimistas. Los que tuvieron fe en su contemplación y predicaron la buena nueva durante años, contra viento y marea, increpados por los gentiles y por los impíos como yo, hasta que los dioses de la alta definición descendieron sobre nosotros y les concedieron la última victoria. Caso cerrado, lo del potorro de Sharon Stone. Y amén.


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Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo

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Cuántas veces, en el dolor de la culpa, en la certeza de no haber vivido, habrá deseado uno esta suerte morrocotuda que tiene Ernesto en la película: regresar al pasado para deshacer el error, pedir perdón, vivir la vida a calzón quitado, pero manteniendo la experiencia de los años recorridos. Valiente, en el impulso, pero sabio, en su aplicación. Viajar en el tiempo para susurrarle unas cuantas cosas al yo joven -o no tan joven- que andaba tan perdido, y tan equivocado.

    Cuántas veces no se habrá dicho uno: “Ay, si pudiera volver a este momento, o al otro, para decidirme por un camino distinto en la encrucijada. Presentarme a la cita, decir que no, dar media vuelta, rellenar otra casilla, escoger otro lugar… Borrar lo escrito, añadir la coda, salir pitando, coger el teléfono, dar el salto, acercarme a esa mujer… Contener el gesto, contar hasta diez, tener un detalle, hacer acto de presencia... Ay, si un genio de la lámpara maravillosa, o de la lata de Coca-Cola, saliera del recipiente para concederme tal deseo, a cambio de mi alma, que total, para qué la quiero, si ni siquiera creo en ella, y el alma sólo es humo,  y recurso de los poetas”.



    Pero adónde ir -me pregunto yo- si un día apareciera Eusebio Poncela para proponerme semejante trato, con sus ojos azules, y su voz susurrante. Y su malicia evidente. Porque son tantas las cosas que salieron torcidas y emborronadas... Tantas las oportunidades perdidas, los trenes que pasaron, las soluciones erróneas. Y además, quién garantizaría el éxito en la misión, el arreglo seguro de todo lo que se jodió. Porque como se deja entrever en el cuento de Laiseca, y en la comedia disparatada de Cohn y Duprat, uno, al final, dondequiera que vaya, siempre viaja consigo mismo, con sus taras y con sus cegueras, y es muy posible -más que probable- que la experiencia no sirva finalmente de nada, y que sólo sea un acúmulo de cosas, trastos de sótano o de azotea. Purria sin moraleja ni aprovechamiento. Un mero almacenar, y no una fuente de sabiduría que tuerza el destino . “Ooops!... I did it again”, como decía Britney Spears en su canción.

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Frantz

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El día que me tocó escribir sobre Doce años de esclavitud, ya reseñé que el cómico Pablo Ibarburu distingue con mucha guasa entre películas de blancos y películas de negros. En su teoría -que va muy bien encaminada- las películas de blancos cuentan “inconvenientes”, mientras que las películas de negros cuentan “problemas”, problemas de verdad, los de la marginación y la pobreza, y no estos que nos afligen a los privilegiados del mundo: que si el Madrid juega de puta pena,  que si no alcanza el sueldo para comprar un iPhone, o que si Margarita -tan guapa ella- no me quiere y se ha ido con otro fulano. Chuminadas del espíritu, que sólo afloran cuando la despensa está llena, el trabajo asegurado, y la vida, salvo cataclismo, discurre por una plácida autopista con montañas al fondo, que decoran el paisaje.



    Los personajes de esta película titulada Frantz son blancos, pero viven en la Europa arrasada de 1919, así que también tienen problemas, penas gordísimas, y heridas como pozos, y traumas de no levantar cabeza, y no simples inconvenientes como nosotros, que no hemos conocido ninguna guerra que deje el paisaje arruinado, y media generación asesinada en un campo de batalla. Sólo los rescoldos de la Guerra Civil, que todavía calientan el brasero de la política. Qué distintas, serían las portadas de nuestros periódicos, y las conversaciones en nuestros bares, si la mayoría hubiéramos perdido un hijo en la guerra, y tuviéramos que comprar el pan con una cartilla de racionamiento…

    Luego, lo curioso, es que Frantz cuenta la historia universal -puro inconveniente- de una mujer bellísima que sufre de amores. Porque Anna, en su pueblo de Alemania, se ha quedado sin su novio caído en combate, y aunque son decenas los hombres que ahora la pretenden, y que esperan a que termine su período de luto como lobos al acecho, ella, para escándalo de la comunidad, se enamora de un exsoldado francés que anda de visita. Un lío morrocotudo, y un desgarro para su corazón, pero nada más que eso: un inconveniente de los que decíamos antes. Mientras Anna deshoja la margarita, ahí fuera, en los hogares que no son burgueses como el suyo, caen chuzos de punta, la gente cocina ratones para comer, y el dinero, con la superinflación, ya vale menos que el papel que lo sustenta.

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Todo lo demás

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A los hombres del montón, las mujeres siempre nos han venido de cero en cero, o de una en una, y jamás nos hemos visto en ese dilema -al parecer muy estresante, de necesitar incluso un psicoanalista- de tener que elegir entre dos mujeres que se interesan y rivalizan al mismo tiempo. Un postureo depresivo que no se entiende muy bien, la verdad, ni en la película ni en la realidad, porque el hombre así requerido no suele ser agasajado por dos mujeres cualesquiera, además, sino por lo mejor de cada ecosistema, una rubia y una morena, o las dos rubias, e incluso alguna pelirroja, que ya son harina de otro costal.




    Es por eso que uno, arrellanado en su sofá, en este ciclo Woody Allen que me está saliendo los viernes por la noche, no termina de entrar en la trama de Todo lo demás, aunque de vez en cuando la película te haga sonreír, y te saque unas actrices que jodó petaca, como decíamos de chavales en León, jodó petaca, para exclamar ante las bellezas que mostraba la vida. Qué más quisiera uno, ay, que empatizar con el personaje de Jason Biggs para enseñarle a resolver ecuaciones de segundo grado, con dos incógnitas igual de seductoras para despejar. Pero uno es lo que es, como cantaba Serrat, y nunca ha sabido resolver nada más complejo que una ecuación de primer grado, con su única X impepinable.  (Y la de veces, pienso ahora, que me habrán despejado a mí las mujeres guapas, de un matemático puntapié, en sus ecuaciones de múltiples incógnitas que las sueñan…)

    Un huevo metafórico, hubiera dado yo en la mocedad, por vivir esa desventura de Jason Biggs en la película, ese quilombo, ese martirio, esa duda existencial de tener que elegir entre las neoyorquinas más atractivas que corretean por Central Park. Ya no sólo por el orgullo, por la hombría satisfecha, sino por poder darle un buen consejo al chaval, una sapiencia de buenorro curtido y veterano, y decirle, lo primero, antes que nada, que deje de hacer el panoli con esa manipuladora de Christina Ricci, y que se vaya -¡pero en qué cojones está pensando!- con esa chica llamada Connie que es, jodó petaca, más guapa que un ángel del Señor, y que además lee sus mismos libros, y escucha sus mismos discos, y frecuenta sus mismas galerías de arte, allá en la 7ª Avenida de los neoyorquinos.

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El dulce porvenir

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Yo tenía siete años cuando aquel autobús lleno de niños se precipitó a las aguas del río Órbigo, en la provincia de Zamora. Fue una noticia de impacto nacional, y con muchas resonancias en León, porque el río Órbigo nace aquí, en la provincia, antes de buscar el río Esla y luego el río Duero, en las tierras del sur. 

    Leo ahora en internet que fueron 45 niños los que perecieron ahogados, junto a tres maestros y el conductor. Solo se salvaron nueve chavales, algunos rescatados por gente que si tiró de cabeza a la poza, vestida, sin pensárselo dos veces. Según unos, el autobús iba a demasiada velocidad cuando entró en el puente; según otros, unos traviesos acababan de echarle polvos pica-pica al conductor. Sea como sea, el autobús chocó con el pretil y cayó a las aguas revueltas y muy profundas de ese río, que en primavera, con el deshielo de las montañas leonesas, lleva agua a mansalva, para que luego no se quejan los portugueses de Oporto, y puedan llorar sus saudades en las orillas.



    Los chavales eran de Vigo, y volvían de Madrid, de una excursión de Semana Santa. Lo terrorífico, en mi mente infantil, era que podrían haber sido de cualquier sitio, de León mismo, del colegio Marista Champagnat, que era el mío, si los curas nos hubieran llevado alguna vez de excursión, que para eso eran unos ratas de mucho cuidado. Y a mí, esa idea terrible de verme pataleando en el fondo del río, ahogándome sin remedio, no se me iba de la cabeza. Tuve pesadillas durante días, y todavía hoy, cada vez que cruzo el río Órbigo para ir y venir de León a La Pedanía, siento un pequeño estremecimiento en el fondo del estómago. Muchos kilómetros más abajo de su cauce, en el punto exacto del accidente, estuvo una vez Iker Jiménez haciendo psicofonías, en un programa de radio a medio camino entre la vergüenza ajena y el recuerdo morboso de aquellos terrores.

    He recordado todo esto porque en El dulce porvenir hay otro autobús escolar siniestrado, en los caminos helados del Canadá. La tragedia de los padres desolados, y el afán del picapleitos que viene a remover la mierda, le sirven a Atom Egoyan para hablar de cómo se nos van los hijos. A veces de un modo traumático, tan doloroso que es inconcebible; a veces porque nos odian sin explicación, o con causa justificada, y se difuminan por la vida; y a veces -las más, afortunadamente- porque somos nosotros los que desaparecemos antes de la escena, dejándoles un mundo más sucio en lo ambiental, y siempre igual de perverso, en lo moral.

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One cut of the dead

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La amistad y el amor se ponen a prueba de este modo: la otra persona te recomienda una película, la ves, bostezas, te desinteresas, te horripilas incluso, y ya incómodo en el sofá, empiezas a preguntarte cuál es la distancia real que os separa. Hasta dónde llega la comunión de intereses, y dónde empieza el territorio que ya no es común: la cinefilia sin compartir, la literatura paralela, la sensibilidad que nunca se fundirá en un abrazo conmovedor… Luego, si se trata de una amistad, la cosa no te parece tan grave, porque bueno, siempre hay temas de los que tirar. Es como una chistera de la que siempre sale algo: se habla de fútbol, de política, de mujeres... E incluso de hombres, si estás con mujeres. Y si es el amor el que se tambalea, pues está el sexo, para hacer de pegamento, y curarte del susto, y levantarte a la mañana siguiente como si esa película nunca hubiese existido. Un mal sueño, nada más.

    Yo, en la juventud, perdí una amistad incipiente, de brote verde, por recomendarle Barton Fink como si me fuera la vida en ello. También perdí el aprecio de mis cuñados cuando un día, siendo pre-cuñados todavía, me propusieron ver una película juntos, lo fiaron todo a mi supuesta cinefilia, y yo traje del videoclub Corazón Salvaje, la película de David Lynch. A la media hora uno se levantó a cagar y ya no volvió, y el otro bajó al kiosco a por palomitas y regresó dos horas después… Ahí fue cuando empezaron las miradas raras, de soslayo, preventivas, que luego ya duraron todo mi matrimonio.


                           


    Ayer vi One cut of the dead por recomendación de una amiga. Y a pesar de todo, sigo considerándola mi amiga. Es lo que pasa con los edificios consolidados, bien cimentados: que una tontería de zombis japoneses no puede derribarlos. Lo suyo con los japoneses es una querencia cultural que bueno, en fin, es irremediable... Con One cut of the dead me he reído un poco y luego me he aburrido muchísimo. Todo es original, bienintencionado, aplaudible incluso, pero, no sé por qué, no me interesa lo más mínimo. Quizá es porque me estoy volviendo un des-almado en sentido estricto, y aquí, entre los japoneses de la película, to er mundo e güeno y jovial. Ya sólo me interesan las películas donde sale gente mala, nociva, retorcida, o simplemente estúpida. Es lo que veo a mi alrededor todos los días, salvo cuatro frutos del otoño…

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Snatch. Cerdos y diamantes

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En mi colegio también había un gitano rubio como éste que encarna Brad Pitt en la película. Juan José de Tal y Tal, de ojos azules, y con anillos de quincalla. Me acuerdo perfectamente de sus apellidos pero no quiero sacarlos aquí, en escritura pública, porque no tengo los permisos necesarios. Qué habrá sido de él, me pregunto, ahora que treinta años después le he recordado.... ¿Se preguntará él, alguna vez, qué ha sido de mí, de aquel empollón de las gafas, de aquel madridista sin remedio?

    Qué habrá sido, en realidad, de todos aquellos chavales… Dónde estarán, aquellos 41 fulanos que hicimos la EGB codo con codo, ocho años en las trincheras de los pupitres, como quintos de la mili, juntos como hermanos y miembros de una iglesia, la del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde el Cielo de los clérigos reaccionarios. Sé que unos quintos  han muerto de cáncer; que otros se ganan el pan como pueden; que a otros les va de puta madre por la vida… Pero no sumo más de diez conocimientos ciertos, apenas un cuarto de aquellas biografías que se quedaron en León, o se dispersaron por el mundo.



    Qué habrá sido de Juan José, de Juanjo, que tampoco era un gitano en realidad, sino un merchero, un quinqui, como este personaje de la película. Juanjo era un chaval impredecible, tan jovial como peligroso, que venía del barrio de Corea -que no sé por qué lo llamaban así-, un arrabal chungo, de marginales, de drogatas, de gente sin trabajo conocido. Con Juanjo lo mismo te descojonabas de la risa que luego te soltaba un puñetazo, como estos que arrea Brad Pitt en la peli, a mano descubierta. A mí una vez me partió la nariz de un hostíón, por una discusión tonta sobre un gol. Luego, el maestro, en clase, le soltó un bofetón que le hizo caer del pupitre. Recuerdos…. 

    Eso fue antes de que Juanjo empezara a llevar navajita, en el pantalón del vaquero, como estos canallitas de Snatch. Cerdos y diamantes. A veces nos la enseñaba, medio sacándola del bolsillo, con una sonrisa que nos dejaba helados. Los dos últimos cursos ya nadie se arrimó a él. En clase en convirtió en un fantasma; en el barrio nos lo cruzábamos a veces, cuando iba y venía de Corea, a sus cosas, cada vez más perdido en su mundo sospechoso, sin saludar a nadie. Qué habrá sido de él…

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Sherlock Holmes

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¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.




    Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la señorita Pepis en la maleta.

    Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es un tipo conservador. Un héroe del sistema.

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La locura del rey Jorge

 

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Termino de ver La locura del rey Jorge y saco al perrete a dar su último paseo por La Pedanía. Al fresco de la noche, mientras distingo los astros más notables en el cielo, voy dándole vueltas al tema de la escritura de hoy. Y ya casi desesperado, incapaz de encontrar un argumento al que agarrarme para completar el folio, me da por pensar cuán distintos eran estos reyes de la casa de Hannover que se navajean en la película, de estos otros de la casa de Windsor que ahora ocupan el trono de Inglaterra, y cuyas trapisondas me acompañaron durante el confinamiento en las tres temporadas de The Crown.

    Los últimos reyes y reinas de la casa de Windsor se han ido pasando el trono de Inglaterra como una patata caliente. Casi como si se sentaran sobre una silla eléctrica a punto de ser enchufada. Eduardo VIII prefirió el sexo con Wallis Simpson antes que permanecer en el cargo un solo día más. Su hermano Jorge VI, que tartamudeaba ante los micrófonos, y palidecía ante las muchedumbres, tuvo que coger el relevo con más cara de sufrimiento que de orgullo, y casi podría decirse que murió antes de tiempo por culpa del estrés. Su hija, Isabel II, a tenor de lo que cuentan en The Crown, tampoco brindó con champán, precisamente, cuando se descubrió reina de la noche a la mañana, demasiado joven y demasiado alejada de los entresijos. Y respecto a su hijo Carlos, el Príncipe Eterno de Gales, todos sabemos que él hubiera preferido ser cuarto o quinto hijo en la línea sucesoria, para dedicarse a la pintura, a la música, al teatro, a la beneficencia de los artistas.




    Sin embargo, sus antecesores en el trono, los Hannover, si hacemos caso de lo que cuentan en La locura del rey Jorge, eran unos yonquis auténticos del trono. Unos usurpadores hambrientos, cuando no estaban en él, y unos resistentes contra viento y marea, cuando tenían la chiripa de ocuparlo. Porque en aquellos tiempos sin partos en el hospital, y sin penicilina en las farmacias, de médicos que sólo eran matasanos o matarifes, era una pura chiripa estar allí sentado. Lo mismo podías ser rey coronado que infante en el cementerio. Eran tiempos terribles, muy poco longevos, lo mismo para las sangres rojas que para las sangres azules, y quizá por eso todo el mundo andaba con tantas prisas, y tantas ansias.

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Irrational Man

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Al principio de Irrational Man, el profesor de Filosofía que encarna Joaquin Phoenix les dice a sus alumnos:

-          Recordad, aunque sea lo único que os enseñe, que gran parte de la filosofía sólo es una paja mental.

Lo que Abe Lucas les pide es menos palabrería y más acción. Menos samba, e mais trabalhar. Menos discursos sobre la esencia última de la voluntad, y la decisión firme de aplicarla para cambiar el mundo. Menos pancartas y más guerrilla. Que en sus clases se queden con cuatro nociones fundamentales, y que luego muevan el culo. Que salgan a la realidad, que no se pierdan en laberintos mentales, porque la vida, en realidad, es algo muy simple y material: el deseo sexual, el instinto de sobrevivir, el amor por los hijos… Emma Stone y su sonrisa. El placer y el dolor, que siempre son físicos, moleculares, sinápticos en última instancia. Todo lo demás es perifollo verbal, cacharrería neuronal. Juegos de palabras. La filosofía es un mero hilar palabras y conceptos con corrección gramatical. Un edificio verbal que puede ser bellísimo o portentoso, de mucho discutir y perorar. Pero casi nunca asienta sus cimientos en la carne, en la sangre, en el instinto que nos mueve. Nubes de fotografía, en el aire…



    La pregunta que sobrevuela toda la película es: ¿y dónde sustentar, entonces, la ética? ¿Qué distingue la buena acción de la mala? ¿Dios, el remordimiento, el pacto entre los hombres…? Según Abe Lucas, la ética sólo es que no te pillen. El miedo a la cárcel, o el temor a la venganza. Nada más. No una ley divina, no un imperativo categórico, no un gusanillo de la conciencia. Una tentación continua para el ateo y para el nihilista. Una cuestión que ha obsesionado a muchos personajes de Woody Allen, y que ya nos perturbaba a muchos espectadores en 3º de BUB, cuando nos enfrentamos por primera vez a la asignatura de filosofía. Mientras media clase dormitaba su desinterés y su aburrimiento, nosotros, los que no ligábamos, y lo fiábamos todo al culturetismo y a la belleza interior, nos dejábamos arrastrar por aquellas cuestiones como incautos, como pajarillos atrapados en una red. Filósofos, a nuestro pesar.

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Quiz

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Hace años, cuando Carlos Sobera levantaba la ceja en “¿Quién quiere ser millonario?”, las amistades me decían que por qué no me presentaba. Decían, equivocadamente, que yo era un tipo “inteligente”, y que podía ganar una pasta a poco que sonriera la fortuna. Ellos -como casi todo el mundo- confundían la inteligencia con la cultura, que es una cosa muy diferente. Se puede ser inteligente y nada culto, como las gentes del campo, y se puede ser culto y nada inteligente, como yo, que doy ejemplo viviente todos los días.  Y ni siquiera culto: cultureta, como mucho, y de tres temas obsesivos, nada más. Como casi todo quisqui por otro lado. Porque ay, además, si yo fuera inteligente de verdad… Iba a estar yo aquí, por los cojones, instalado en esta vida, en esta rutina, en este rincón. Con dos dedos de frente habría elegido mucho mejor los amores, las compañías, las vocaciones. De haber sido inteligente no me habría equivocado en cada encrucijada de la vida, o me habría equivocado lo justito, en cosas secundarias, de regresar pronto al carril, o de sufrir sólo un leve contratiempo.



    Nunca fui al concurso de hacerse uno millonario, por supuesto. Ni se me pasó por la cabeza. Enfrentado a Carlos Sobera, los nervios me habrían atenazado y no hubiera respondido ni a mi nombre, en la primera pregunta de calentamiento. “Por 50 euros, ¿cómo se llama usted? Opción A, Pedro, opción B, Lautaro, opción C, Álvaro; y opción D, Alberto”, y ahí me habría quedado, mudo, incapaz de pedir los comodines porque ni me hubiera acordado de ellos, y al final, enredada la lengua, hubiera respondido que Alberto, fijo, y ante la mirada atónita de Carlos Sobera me habría reafirmado en la tontería: Alberto, seguro, por los puros nervios, por el puro cague de estar ahí, ante millones de espectadores, y al ponerse en verde la opción C, la correcta, Álvaro, de toda la vida, me habría desmayado del soponcio, y del ridículo.

(La serie, por cierto, es muy buena. Quiz sólo dura tres episodios. Suficientes. Cuenta todo lo que tiene que contar y punto. Además lo hace muy bien. No pretende secuestrarnos en el sofá. No estira el chicle. No se apoya en secundarios insufribles. Quiz nos respeta como ciudadanos atareados que somos, siempre con muchas cosas que hacer. Se agradece).

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Mulholland Drive

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¿Y si lo que soñamos fuera lo real, y lo real, lo soñado? ¿Y si esta distinción entre “estar levantado” o “estar acostado” fuera otra convención social como conducir por la derecha, o poner los mapas con América a la izquierda?  Quizá esto que llamamos vigilia sólo sea otra versión de la realidad, tan válida como la otra, pero hemos acordado depositar en ella los derechos y las obligaciones para que nadie se escaquee diciendo que no estaba, que estaba dormido, en la otra dimensión, cuando le explicábamos la tarea.   

    Supongo que no soy el primero en preguntarse estas tonterías, pero me las pregunto todos los días al despertar porque yo sueño con mucho detalle, con mucha tripa puesta en la emoción, y muchas veces me conduzco por el día como si verdaderamente me condujera por el sueño, medio grogui, sonaja perdido, con las pesadillas todavía flotando sobre mi cabeza, como avispas puñeteras que revolotean y nunca terminan de irse. La densidad de lo que sueño es tan pesada que a veces me encorva al caminar. La noche es prácticamente la segunda consciencia de mi día, pero en escenarios recurrentes, y con personajes que se repiten una y otra vez, muy pesados, y poco generosos, pues me siguen regateando el amor o la atención, o la ayuda necesaria. Yo me pongo el pijama como quien se viste para bajar a la mina, o para subirse al cohete espacial. Es todo un traje de faena.



    Mulholland Drive es una película que nos gusta mucho a los que soñamos como si viviéramos una doble vida; y no les gusta nada -es más, ni siquiera la comprenden, y la odian- a los que no sueñan, o siempre olvidan sus sueños al despertar, que viene a ser lo mismo. Lo tengo comprobado. Es una película que saco muchas veces a colación en mis monsergas de cinéfilo, para ir calando al personal. Yo separo a la gente en dos grupos: a los que les mola Mulholland Drive y a los que no. Con los primeros puedo confesar sueños y pesadillas. Sé que ellos me entienden. Se establece una conexión... Con los segundos sólo hablo de política, de fútbol, de quimera sexuales, sin salir nunca de esta dimensión de la realidad. El vínculo con ellos es gratificante, pero menos estrecho.

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Laura

 

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En el acto mismo de la concepción está simbolizado el quehacer principal de la humanidad. Del mismo modo que los espermatozoides se arremolinan alrededor del óvulo pero sólo uno consigue penetrar la membrana, los hombres, ya más creciditos, se arremolinan ante las mujeres más codiciadas pero sólo uno logra acceder desnudo a su alcoba. Y penetrarla. Luego hay complicaciones muy interesantes, claro, juegos numéricos de mucho retozar, pero no vienen al caso porque complican la ecuación, pertenecen a minorías ilustradas y además me estropean el discurso que ya traía preparado.



    En el acto de la reproducción está la metáfora misma del deseo de reproducirse, o de hacer que uno se reproduce. Hombres que se afanan, y mujeres que conceden. Y poco más, es la vida: un cortejo mejor o peor disimulado, más o menos insistente, y señoritas que seleccionan con el dedo al ganador. Como en Los Inmortales, que al final sólo quedaba un fulano en pie. Cortejar y dejarse cortejar: eso es lo sustancial, y lo otro sólo es pasatiempo y literatura. Hay quien se lo toma con humor, gente que lo convierte en tragedia, y poetastros, incluso, que niegan la mayor y dicen que la vida es la unión mística con Dios o con las energías del universo. Pues bueno… Los hay, también, que convierten este hecho indudable en obras maestras del cine. No porque sean películas redondas en realidad, sino porque dan con el meollo de la cuestión, y salvada la vigilancia de la censura no se andan con gilipolleces. Laura, por ejemplo, es una película inmortal porque cuenta la historia de tres hombres que quieren acostarse con Gene Tierney y no dejan de hacer el ridículo en el empeño. (Pero quién, ay, enfrentado a su belleza mareante, no caería en ese pozo, en esa disputa, en ese sueño que alimentaría ciento y una masturbaciones desoladas).

    Laura es cine clásico, cine negro. Cine viejuno pero reconfortante. Va de un detective y de una mujer asesinada, pero en realidad es un pre-make de Algo pasa con Mary, que era la historia descacharrante de varios merluzos enamorados de Cameron Díaz, todos a la vez. La vida...

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