La impaciencia del corazón

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En lugar de enseñar tantas tonterías en el colegio -el análisis sintáctico de las oraciones, o los afluentes por la derecha del río Tajo- habría que introducir una asignatura que se llamara “Aprender a decir no”. Porque eso sí que es útil para la vida. También lo sería una asignatura que enseñara a los chavales los rudimentos de la economía, pero no una como quieren los empresarios y los emprendedores, que trataría básicamente de cómo ganar dinero engañando a los demás, sino justamente la contraria: una sabiduría básica que desvelara las trampas perversas del capitalismo, sus mecanismos y su germanía.

En esa otra asignatura que yo proponía –y que podríamos llamar, más académicamente, “Asertividad”- la muchachada aprendería a tener opiniones resueltas y a no dejarse mangonear por sentimientos inducidos. La RAE define asertividad como la habilidad que permite a las personas expresar de la manera adecuada, sin hostilidad ni agresividad, sus emociones frente a otra persona. O sea: un sí es sí, o un no es no, según la circunstancia. Y aunque es cierto que la asertividad depende en gran parte del carácter, y que a quien Dios se la dio San Pedro se la bendice, no estaría de más, para los tímidos sin remedio, para los que hemos jodido nuestra vida a base de callar lo que pensábamos y luego soltarlo en una erupción verbal, no estaría de más, digo, aprender algunos trucos que también enseñan en las clases de retórica: el control del plexo solar, la mirada fijada en un punto, el uso de muletillas verbales que nos guíen por el recto sendero de nuestra verdad.

Al teniente Anton, en la pelicula, también le hubiera venido de puta madre ser asertivo en sus relaciones con Edith, la hija del barón. Decirle que bueno, que sí, que es una mujer muy guapa, pero que su parálisis en las piernas la convierte en un partido improcedente para alguien que tiene que presumir de hombría ante los soldados de su tropa. Pero claro: si se lo hubiera dicho en la primera escenanos habríamos quedado sin melodrama. Y sin los minutos de metraje de Clara Rosager, que si el teniente Anton no la quería, pues mira, pa’ mí. 




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Tapie

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Me puse a ver “Tapie” porque había leído en algún sitio que Bernard Tapie, el susodicho, fue un empresario de izquierdas muy rara avis. Casi un Robespierre enfrentado a los liberales tradicionales del facherío. Un empresario “bondadoso”, de rostro humano, cuando yo le tenía en el recuerdo por un defraudador más bien afiliado al laissez faire. 

Me acordé, al leer sobre “Tapie”, de una reflexión que hacía Pepe Carvalho en “Los mares del sur”, cuando decía que los empresarios con remordimientos de conciencia estaban a punto de extinguirse. En la novela corría el año 1979 y don Pepe tenía más razón que un santo: diez años después cayó el Muro de Berlín y los empresarios, ya sin miedo a ninguna revolución socialista que les colgara de un gancho, perdieron el miedo a explotarnos y la vergüenza de confesarlo. 

También quería ver la serie porque Bernard Tapie fue el presidente el Olympique de Marsella en sus tiempos gloriosos. El único club francés ganador de la Copa de Europa, con gol de Boli, de cabeza, contra el Milán de Berlusconi, en el año 93, en el Olímpico de Múnich, como si los ángeles del empresario bueno derrotaran a los ejércitos rossoneros del empresario malvado. (Curiosamente, el mismo año que el Olympique reinó en Europa fue descendido a la segunda división francesa por amañar un partido contra el Valenciennes. Fue un escándalo de la hostia que todavía se recuerda en las tertulias de la futbolería). 

En fin, que me picaba la curiosidad, y también un poco el perineo, la verdad, porque tenían que ser muy guapas las mujeres que rodearan a Bernard Tapie atraídas por su belleza interior. Pero después de 150 minutos de serie (dos capítulos y medio de siete totales) aquí ni había Robin Hood empresarial ni equipo de fútbol en lontananza. Y una única mujer de ensueño, que además, en los títulos de crédito, ya avisan que es un personaje ficticio, creado para el drama. Un puro aburrimiento, vamos. Otro chicle Netflix de eterno masticar. 

El Tapie de los comienzos no es más que un robaperas, un jeta, un listillo. Una absoluta decepción. Otro emprendedor neoliberal. Otro peligro social. Para nada un personaje recomendable, ni en la realidad que lo encarceló ni en la ficción que nos aburre.



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La voz de Charlie Chaplin

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El título original es “The real Charlie Chaplin”. El verdadero Charlie Chaplin... Una quimera, encontrar tal cosa. Casi tanto como aquella quimera del oro. 

Pero no hablo solo  de Chaplin, ojo, sino de cualquiera de nosotros. “The real Álvaro”, imaginemos. ¿Quién coño lo sabe? Casi no lo sé ni yo, así que fíjate, como para que elucubren después mis biógrafos y mis biógrafas (sobre todo ellas). ¿Era Álvaro un buen tipo, un mal hombre, un ser codicioso escondido tras su pinta de abandono? Ni leyendo estas entradas se enterarían los pobres, porque en ellas soy yo, pero también Augusto Faroni, el escritor con ínfulas, y también Max, mi antropoide interior, que es un cerdo de cuidado que desmiente mis pintas de jesuita.

Al final del documental se llega a la conclusión -oh, sorpresa- de que nadie conoció al verdadero Charles Chaplin. Quizá solo Oona, su última mujer, que permaneció muda para los restos. Ella llevaba un diario de su vida en común que fue quemando en sus últimos años; y en el humo, y en las cenizas, se fue parte del misterio. Los propios hijos de Chaplin -y son unos cuantos, casi una decena- dicen no haber conocido nunca a su padre. Con ellos solo había silencios o payasadas: ninguna conversación de las que desnudan el alma o al menos dejan verla un poquitín: la pantorrilla, o el inicio del escote.

Lo mismo dicen quienes le trataron de cerca, vamos a llamarles amigos, o conocidos de primera categoría: que Chaplin era un tipo con el que te partías la caja, siempre simpático, ocurrente, un clown de campeonato que se ligaba a las señoritas más guapas de la fiesta. Pero luego, en verdad, un hombre que no soltaba prenda -ni siquiera en su autobiografía, tan pedante como aburrida- y que cuando no estaba de cachondeo se volvía mohíno, o esquivo, o callado, siempre temeroso de que le descubrieran o de que le hicieran daño.

Porque nadie deja de ser el niño que fue, y Chaplin siempre fue el niño pobre de Londres; el hijo de la madre loca y del padre borracho; el huérfano sin estudios que salió adelante haciendo el payaso como nadie. El cómico que como Scarlett O'Hara juró no volver a pasar hambre jamás.




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Volar en círculos, de John le Carré

 

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Al final nada: un charlar en círculos. Como las palomas del título original. En la revista de cine pusieron adjetivos muy bonitos a este documental sobre John le Carré, pero luego, en el fondo, no es más que una conversación casi del programa “Epílogo”. Me la metieron doblada.

Yo, además, in illo tempore, había leído alguna de sus novelas -muy confundidas en la memoria con algunas de Graham Greene -, así que me lancé a la aventura de descargar el documental en el eMule. Bastante tengo ya con los jayeres que me cuesta Movistar + como para encima abonarme al Apple TV + de las manzanas y las narices.

De John le Carré, que trabajó como espía para el MI 6 y luego hizo literatura con sus experiencias, uno esperaba confesiones más reveladoras. Más de irte a la cama con una nueva sabiduría sobre la Guerra Fría y las maldades de los agentes secretos. Como ya está tan mayor en la entrevista, como con un pie dentro de la vida y otro fuera, me dio por pensar que total, para lo que le quedaba en el convento, quizá Le Carré iba a romper algún sello ultrasecreto o a contar cosas indebidas sobre Fulano o sobre Menganovsky, y que luego, ya en la tumba, fueran a buscarle para detenerle por traidor a la patria. 

Pero no: Le Carré se toma muy en serio su exoficio, hasta la última gota de sangre si fuera menester. Él es un tipo convencido de su misión en el mundo: un anticomunista cerval y un prohombre de la libertad, aunque luego, en alguna de sus novelas, se meta con las grandes corporaciones capitalistas solo para despistar un poco al personal. 

Tres cuartas partes de la entrevista giran en torno a la relación que John le Carré -nacido como David Cornwell- mantuvo con su padre, un estafador de altos vuelos que estuvo varias veces en la cárcel. O sea, un rollo macabeo. "Soy rebelde porque el mundo me hizo así" y tal. "Soy espía porque de niño me acostumbré al engaño y a la traición”. Un intento de convertir un carácter o una necesidad heredada en los genes en un culebrón nicaragüense, con mucho psicoanálisis de garrafón. 





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Bajo terapia

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Lo mismo en la realidad que en la ficción, cualquier pareja que acude a una terapia de ídem sabemos que está condenada. Les vemos entrar en la consulta con cara de cabreados o de compungidos y nos decimos: “¡Pobrecitos!. Qué poco les queda ya...”.

Hay parejas que se deshacen en la propia consulta y otras que cogen oxígeno para seguir chapoteando unos cuantos meses más antes de ahogarse. El amor no funciona con remiendos ni con componendas. Con trucos psicológicos. Las palomas de Skinner no tienen nada que ver con las mariposas en el estómago. No hay pegamento que una los huevos rotos. Cualquier pequeño terremoto volverá a separar lo que el hombre (y la mujer) desunió. 

La única solución sería dejar de llamar amor a lo que ya no lo es: conformarse, quizá, con un sentimiento menos elevado, más práctico, algo de andar por casa. No hay que amarse como Romeo y Julieta para ir tirando por la vida en compañía. Pero las parejas que van a las consultas quieren recobrar la llama, el entusiasmo, la juventud... La potencia sexual, la rosa diaria, el aliento mentolado, la tersura de la piel.

Pero eso, ay, es una película de ciencia ficción. 

En la vida real sucede tres cuartos de lo mismo, pero los psicólogos, obviamente, no te lo van confesar. De algo tienen que vivir. Ellos venden terapias de pareja como otros venden crecepelos o ideas para emprendedores. Es todo mentira. Ya dijo Woody Allen en “Recuerdos” que el secreto de una buena relación reside en la suerte. La chiripa de coincidir y luego ir desgastándose muy poco a poco. Todo lo que es forzado, trabajoso, impostado, no funciona. Además, qué coño: tampoco pasa nada porque el amor se extinga. Siempre habrá otro que venga a devolver la ilusión. Transitoria, sí, pero ilusión. Y por tanto, mágica.

De “Bajo terapia” no se puede contar gran cosa porque tiene un final sorpresa. Muy del agrado del mainstream feminista. Yo estuve una vez en una terapia de pareja y no tuvo nada que ver con este experimento de la película. Lo cuento en mi autobiografía. Es un capítulo muy chulo, la verdad. Ahora me río, pero entonces jo...







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Passages

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Viendo a este picaflor de la película me acordaba mucho de Elmer, el entrañable cazador de los Looney Tunes (si es que algún cazador puede ser entrañable), porque siempre que Elmer dividía su atención entre Bugs Bunny y el Pato Lucas al final no cazaba a ninguno de los dos. Perdónenme el chiste fácil -y los que han visto la película lo entenderán- pero o es temporada de patos o es temporada de conejos, y no se puede disparar a dos blancos a la vez. Solo si aplicamos la mecánica cuántica de las balas, que lleva su propia ciencia inmune al raciocinio.

Quiero decir que no se puede vivir en dos camas a la vez con ínfulas de enamorado. Si solo estás al polvo, a la jodienda, al divertimento jovial del sexo, pues mira, sí. Que viva el jolgorio y perdure la juventud. El poliamor, que dicen ahora. Pero no se puede meter uno en la cama con Fulano y decirle que le amas con locura, y al día siguiente, porque Fulano se enfadó y a ti te sigue ardiendo el cirio pascual, meterte en la cama con Mengana y jurarle que vivirás con ella para siempre. 

Algunos internautas que comentan la película por internet llaman a este tipo “narcisista”; yo más bien diría que es un cabronazo, o un hijoputa, y que me perdonen las susodichas. 

Por lo demás, “Passages” es una película anodina y rellenada. Dura 85 minutos y le sobran como 20, así que fíjate. La historia no da para mucho más: los días pares me encamo con Fulano y los días impares me enrollo con Mengana. Hasta que Fulano, claro, se harta, y Mengana, que encima alimentaba esperanzas maternales, me manda, literal y metafóricamente, a tomar por el culo otra vez. 

Es la tercera película que veo de este director llamado Ira Sachs y es el tercer truñete que me como. No es que estén mal, pero tampoco están bien. Hace veinte o treinta años su cine hubiera sido valiente y provocador. Ahora, en 2023, a poca sesera que tengas, ya nada de esto te escandaliza: ni las escenas homoeróticas ni los retorcimientos del espíritu.  Y lo demás, ya digo, es apenas un culebrón.





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Matar al presidente

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Solo dos meses antes, en Chile, la CIA ya había asesinado a Salvador Allende porque no dejaba libertad de latrocinio -perdón, de comercio- a las empresas norteamericanas. Así que la teoría de que participara en el atentado contra Carrero no suena tan disparatada. Lo que pasa es que el documental desmiente un poco su propio discurso porque no parece un encargo de Movistar +, sino de Tele 5, o de “equipos de investigación” de La Sexta, con músicas de risa, y efectos de luz, y repeticiones continuas del argumento para espectadores muy tontos o distraídos con el móvil.

Carrero Blanco era un general cejijunto que pensaba prolongar el IV Reich Ibérico fundado por su amigo don Francisco, y eso, a los americanos, que deseaban hacer negocios en una España diferente, no les cuadraba en la agenda geopolítica. Carrero, además, aunque fuera un matarife anticomunista y un católico de misa diaria, tampoco era demasiado servil con los americanos, y les restringía el paso de aviones por el espacio aéreo, y les cicateaba el uso normalizado de las bases militares. Carrero, en la intimidad, no hablaba catalán como su discípulo José Mari, pero sí se disfrazaba de Hernán Cortés para rememorar aquel imperio español donde nunca se ponía el sol.

Hace 50 años la Guerra Fría estaba tan caliente como el palo de un churrero, y el señor Kissinger, al igual que su homólogo soviético -qué gran pseudónimo para internet, “Homólogo Soviético”- no sentía ningún reparo en mandar asesinar a las piezas díscolas o sobrantes del tablero. Y digo “mandar asesinar” porque la CIA, en estos asuntos, actuaba como la Santa Inquisición, que te ponía en el punto de mira pero luego dejaba el acto ejecutivo para el brazo secular. Y aquí, en el caso de Carrero, el brazo secular fue sin duda ETA, o “la ETA”, como dicen siempre los políticos de derechas y sus votantes. 

De hecho, yo he abandonado amistades porque en un momento determinado, ya con la caña en la mano, decían “la ETA” y se descubrían por fin militantes del bando equivocado en la lucha de clases, que es una guerra muy vigente pero de momento congelada. 





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Un loco anda suelto

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Navin Johnson, también criado en el profundo Sur de Estados Unidos, es el hermano tonto de Forrest Gump. Más tonto todavía si cabe. Porque sí: aún quedaban varios estratos por debajo. 

Y sin embargo, con su tontuna casi llevada al límite, Navin se hizo tan millonario como su hermano o incluso más. Si Forrest heredó de Bubba el negocio de las gambas justo cuando las gambas se reproducían a tutiplén, Navin, en un arranque de genialidad que sólo tienen los tontos de remate, los ultratontos de verdad, inventó el opti-grab para que las gafas nunca se cayeran al suelo cuando se aflojan las patillas. Patentas un simple tope nasal añadido a la montura y ya puedes comprarte un palacio con tres piscinas cerca de Hollywood. Y hacer que las mujeres, que antes te rehuían porque solo buscaban la inteligencia y el sentido del humor, ahora caigan rendidas a tus pies. Lo piensas fríamente y no sabes si reír o echarte a llorar. Menos mal que la película es una comedia absurda y enloquecida. 

Viéndola me acordaba de un sueño que una vez escribió Manuel Vicent en su columna: haber tenido eso, un golpe de genialidad industrial -inventar una rosca para los cartones de leche, por ejemplo- y ya vivir toda la vida de los royalties, quizá no a cuerpo de rey, pero sí liberado de la esclavitud de levantarse cada mañana para venir a trabajar. Llevar, gracias a un invento mínimo pero fundamental, de esos que facilitan la vida en Occidente, una vida monástica pero no monacal, dedicada a la lectura y a la escritura, al paseo y a la compañía. Una vida sin estrés, sin horarios, que es la única vida de verdad, como aquella del Paraíso Terrenal antes de que llegara el ángel flamígero a joderlo todo.

Por lo demás, “Un loco anda suelto” es una suprema tontería. A veces te ríes mucho y a veces no entiendes donde está la gracia. Steve Martin haciendo de "tonto deluxe" tiene registros más descacharrantes en  su filmografía. 




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Un genio con dos cerebros

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Para ser un genio no hace falta tener dos cerebros. Con uno bien dotado ya basta. De hecho, todos los hombres tenemos dos cerebros y la mayoría somos idiotas perdidos. Esto se debe a que el cerebro A, que es el de la cabeza (me niego a llamarle el principal) suele entrar en contradicción con el cerebro B, que es el del perineo (me niego a llamarle secundario). Si el cerebro A (inicial de azotea) dice so, el cerebro B (inicial de bajos) dice arre, o viceversa, y tal disonancia provoca chisporroteos neuronales, conductas erráticas, imbecilidades que pueden soltarse por vía oral o a través del aparato locomotor. Sea como sea, un destino funesto. 

Las mujeres, con su único y poderoso cerebro, no saben la suerte biológica que tienen. Cuando se vuelven majaras es por otras causas, pero no por esta. Dos cerebros contrapuestos no hay macho de la especie que los aguante.

Luego, en realidad, la película no va de un genio con dos cerebros, sino de un tontolaba que se enamora de un cerebro sin cuerpo, así, mondo y lirondo, por la pura telepatía de los espíritus. El título es una cosa absurda, como toda la película en realidad. Se podría haber titulado “Opera como puedas” o algo así. Te partes el culo con Steve Martin y sus sandeces... 

Pero ojo: a veces, en las comedias más locas se habla de las cosas más profundas. Y aquí, como quien no quiere la cosa, entre chistes idiotas y ocurrencias memorables, se reflexiona casi filosóficamente sobre ese gran mito universal (falso como una peseta de madera) que es la belleza interior. El consuelo más socorrido en la Santa Hermandad de los Resignados. Yo, por ejemplo, presumo mucho de belleza interior para no decir que mi belleza exterior -que tampoco fue nunca para presentarse a un concurso- se me está yendo por el sumidero. 

Cuando el eminente doctor Hfuhruhurr se enamora de la belleza interior más pura que existe (un cerebro dentro de un frasco), no tardará mucho tiempo en buscarle un cuerpo de campeonato para insertarlo en su cráneo y disfrutar del premio doble de la lotería. El cuerpo de Kathleen Turner, por ejemplo. Nos ha jodido, el gachó. 





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Un par de seductores

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La primera vez que vi “Un par de seductores” (la web de Filmaffinity, que es mi caro diario, señala que fue hace 17 años) le puse un aprobado raspado y ahora me pregunto, incrédulo, la razón de tal desvarío. Porque me he reído una jartá con sus paridas. 

Me debió de pillar en un mal día, supongo, porque la gente no cambia y los gustos tampoco. Hay días para elegir comedias y días para elegir melodramas, y quizá yo entonces me equivoqué. Solo un puñado de obras maestras caben en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Solo ellas trascienden tu estado de ánimo y te trascienden a ti mismo. Por eso ellas son inmortales y tú no. Es lo que tiene estar tan bien hechas y pervivir en la nube de los píxeles, como los dioses de la Antigüedad.

Una cosa que siempre dije que haría -pero nunca hice- es anotar en un cuaderno no solo que vi tal película tal día, sino también la circunstancia que la rodeó, como recomendaba Ortega y Gasset en sus libros de filosofía. Anotar si la vi solo o en compañía (y qué compañía, si ésta fuera confesable), si hacía frío o calor, si la vi en el cine o en el salón de mi casa (o en un salón ajeno), si estaba recién follado o recién operado, o recién salido de una época conflictiva. En fin: todo eso que acompaña al “hecho del visionado”, y que a veces emite ondas de interferencia, distorsionando para bien lo que en realidad era una película cuestionable, o para mal, si era una película que en verdad merecía mayor nota o consideración. 

Como “Un par de seductores”, que he visto, por cierto, en casa de mi mamá (porque estaba de visita), despatarrado en la cama, en el ordenador, con Eddie en su cunita roncando el sueño de los perretes. En el otoño de la edad y ya casi en el invierno del calendario.

(Esta película, como alguna otra, se la debo a Paco Fox y a Ángel Codón, que en sus podcasts divertidísimos me traen a la memoria las viejas películas. A veces reafirman mi opinión, pero a veces me hacen dudar: son tan entusiastas, tan hooligans, tan defensores de sus gustos... Bueno, un poco como yo, cuando bajo al barro de la pelea). 





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Cliente muerto no paga

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Aburrirse es el pecado capital; el encefalograma plano del espíritu. Está prohibido y además es imposible. Siempre hay una película que ver, un libro por descubrir. Un nuevo partido de la Premier o el enésimo funambulismo del Madrid. El paisaje de La Pedanía es el mismo pero cambia con las estaciones, y yo mismo soy distinto cada día en función de los placeres o los dolores. Se puede estar triste, decaído, depresivo incluso, pero aburrido... jamás. 

En ese encadenamiento de días festivos que unió la Constitución trasnochada con el follisqueo no folliscante de la Virgen, no pude salir de puente porque a) estaba malito, b) preferí ahorrar jayeres para los días luminosos y c) tuve que hacerme cargo de Noa, la perrita que hace años dejaron unos extraterrestres en La Coruña. Fueron 120 horas de encierro que dieron para hacer algunos experimentos con el tiempo. Descontados los entretenimientos antes citados, los paseos obligados con los perretes y un torneo de snooker televisado en Eurosport, aún quedaban horas para embarcarme en uno de esos ciclos cinéfilos y muy tontos que yo mismo me autoimpongo. Consiste en recordar a alguien semiolvidado -un actor, una actriz, un director viejuno del TCM- y decirle a la mula que me descargue sus tres o cuatro películas más significativas: algunas ya vistas, pero borradas del recuerdo, y otras de riguroso estreno en mi salón porque en su tiempo las deseché, o las infravaloré, o escuché a Carlos Pumares decir que eran subproductos o mierdas pinchadas en un palo. 

La primera película del ciclo dedicado Steve Martin ha sido “Cliente muerto no paga”. Nunca la había visto y la verdad es que no entiendo por qué. Pumares -ahora lo voy comprendiendo- me hizo mucho daño de chaval... No es una obra maestra, pero te deshuevas, y además contiene ese bonito homenaje a los clásicos de Hollywood, por los que Steve Martin va entrometiéndose con el desparpajo propio de un Pepe Carvalho muy tonto y divertido de Los Ángeles.





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El otro lado

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Si mi hermana fuera actriz yo seguiría viendo a mi hermana en la pantalla, pero no a sus personajes. Da igual que interpretara a la Josefina de Napoleón o la duquesa de Alba, porque yo seguiría pensando: “Anda, mira, mi hermana, haciendo de emperatriaz o de aristócrata medio lela...”. Quiero decir que la familiaridad chafaría la suspensión de la incredulidad, que es la base psicológica de cualquier inmersión afortunada. Si mi hermana hubiera trabajado en “Thelma y Louise”, para mí hubiera sido “Thelma y mi hermana”, o “Mi hermana y Louise”, una película muy diferente a la que vieron el resto de los mortales, y de las mortalas.

Digo esto porque Andreu Buenafuente y Berto Romero son mis hermanos de la radio, y de los late nights ya extinguidos, y cuando les veo en una ficción haciendo de no-ellos no puedo olvidar que están tratando de disimular. Aunque lo hagan muy bien, como sucede aquí: Andreu haciendo del doctor Jiménez del Oso (pero sin barba) y Berto interpretando al Llewyn Davis de Iker Jiménez. No me los creo por una cuestión fraternal, de contacto casi semanal a través del “Nadie sabe nada”, no porque ellos no se lo curren, que se lo curran. Porque además tienen tablas, y un saber estar, y una coña marinera muy reconfortante, y tratan de diversificarse ahora que al humorismo crítico con el sistema ha sido desterrado de Movistar + y de las televisiones generalistas. 

Y eso que ellos, mis hermanos catalufos, son dos pedazos de pan que apenas lanzaban miguitas indoloras en sus ocurrencias.

“El otro lado” está bien como está: 6 episodios justos y a otra cosa, mariposa. La historia de las casas encantadas ya huele tanto como el heteropatriarcado maltratador. No hay serie que se libre de recordárnoslo (que sí, coño, que hay orangutanes muy bestias entre nosotros). Ni siquiera Irene e Ione habrían imaginado un guion en el que el cerdo machista lo sigue siendo después de la muerte, ya transfigurado en espíritu demoníaco. Qué fuerte, tía. 




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Los energéticos

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El Ministerio de Igualdad prohibirá dentro de poco las películas de Pajares y Esteso. Lo decían hoy en "La Pedanía News", fuentes informadas. Y es porque cada dos por tres sale una teta gratuita, o un merluzo machirulo, y eso, que hace cuarenta años provocaba el cachondeo general, ahora es un influencia perversa para la muchachada. A las películas de Antonio Ozores and company les doy, como mucho, un par de legislaturas más. La Nueva Inquisición no va a prohibirlas con un decreto ley que salga publicado en el BOE -porque eso sería fascismo cultural y no está el horno para esos anacronismos- pero sí las arrumbarán de tal modo que ya será imposible encontrarlas y será como si nunca hubiesen existido. 

De todos modos, el artículo de La Pedanía News también afirmaba que es difícil que una película se muera del todo: siempre habrá alguien que posea una copia alegal para exhibirla ante sus amistades, o unos hackers de la hostia que las colgarán en la Deep Web para solaz de los nostálgicos. 

“Los energéticos”, por ejemplo, ahora mismo se puede encontrar en FlixOlé y en la mula de descargar, que son sus últimos reductos antes de saludar al público con una reverencia y pasar a la clandestinidad. Yo veía la película en el salón de mi casa y era como estar asistiendo a las últimas funciones de un burlesque picarón y muy desfasado, antes de que entren a gobernar los almorávides o los cardenales del Vaticano.

Basta con tener un dedo de frente para detectar los momentos chuscos que aparecen en “Los energéticos”. No hay que ser tan listo ni estar tan a la que salta como las santas inquisidoras. Pero gracias al segundo dedo sabemos leer entre líneas y adaptarnos al contexto. Y aprovechar para descojonarnos... Eso es lo que nunca entenderán las unicejas consagradas a Irene Savonarola: que puedes reírte con una parte del cerebro mientras otra piensa al mismo tiempo: “Hostia puta, hoy en día a Pajares y a Esteso les correríamos a gorrazos...”. 

Andrés Pajares, Fernando Esteso y los hermanos Ozores tampoco robaban ni mataban a nadie, que yo sepa. Simplemente, cada dos o tres chistes, metían uno más cercano al medievo que a estos tiempos ilustrados. Y aún así, algunos, joder... Es que los recuerdo y todavía me parto.





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Harper, investigador privado

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Será que la película me ha pillado releyendo las novelas de Vázquez Montalbán, pero las aventuras de Harper, el investigador privado, me han recordado mucho las aventuras de Pepe, el detective de Barcelona. Lew Harper y Pepe Carvalho... También podrían haber sido Lew Carvalho y Pepe Harper. Las dos combinaciones suenan muy bien. No desmerecen el renombre de ninguno. 

Paul Newman, eso sí, es más guapo que Eusebio Poncela, que es la encarnación más recordada del detective galaicocatalán. Pero cada uno, en su ecosistema, el primero en California y el segundo en Barcelona, arrasa entre las mujeres predispuestas. Harper recibe tres o cuatro insinuaciones sexuales a lo largo de la película -que transcurre más o menos en tres días-, mientras que Carvalho, sin contar a Charo, se acuesta con un par de mujeres en cada novela de las suyas, que suelen abarcar un par de semanas de pesquisas y encontronazos. Es cierto que la muerte vive más próxima a ellos que a nosotros, amenazándoles en forma de bala, de navajazo, de accidente automovilístico. De porrazo traicionero en la cocorota. Pero no sé: me dan un poco de envidia estos fuckers de ojos claros, aunque ellos sean muy ficticios y yo tan verdadero.

“Harper, investigador privado” también se parece mucho a “El sueño eterno” porque ambas son un lío del copón. Las dos comienzan con Lauren Bacall recibiendo al detective de turno en un casoplón, lo que contribuye mucho al parecido. Pero no es solo eso: el caso de Lew Harper es casi tan enredoso como aquel otro de Philip Marlowe, con un malo que secuestra a uno que había desfalcado a otro que había asesinado a no sé quién... Y muchas mujeres fatales de por medio. 

En ambos casos el enredo no desmerece la película, pero sí que te obliga a rascarte de vez en cuando el colodrillo. “Harper, investigador privado” parece cine para todos los públicos, entretenido y escapista, pero en realidad es una película muy intelectual, para gente despierta y de muy buena memoria. 


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El puente de los espías

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“El puente de los espías” es una película irreprochable en lo formal. De un clasicismo inmaculado que ya sólo utilizan los directores viejales como Steven Spielberg: un hombre al que en este blog se le tiene por un santo cercano a los dioses, y al que se protege especialmente de los blasfemos y los maledicentes. También es verdad que la Guerra Fría es una guerra fotogénica como pocas, muy agradecida para la cámara, con esos espías y esos checkpoints, los sombreros de ala y los hálitos de vapor. 

En la película da gusto ver trabajar a Tom Hanks, que es un tipo con una facilidad insólita para pasar del humor a la tragedia, del chiste a la filosofía. Un actor descomunal al que se le ha quedado una cara extraña, como de lerdo inteligente, como de genio despistado. Y también da gusto ver en acción a Mark Rylance, que le secunda -y a veces hasta le primeriza- con otra cara de idiota muy listo que quedará para los anales. 

Pero el fondo de la película, ay, el contenido que desvirtúa a su continente, es una bobería a veces sonrojante. Ahora lo normal es que los americanos hagan escabechina de los desharrapados muyahidines o de los desnutridos norcoreanos, siguiendo las directrices del Pentágono. Pero de una película sobre la Guerra Fría, ya tan lejana, y tan vergonzosa para ambos bandos, uno esperaba mayor objetividad. Las películas con yanquis que defendían la paz en el mundo y comunistas que deseaban la esclavización del planeta parecían un asunto ya viejuno de las filmotecas. Pero se ve que no, que la maquinaria ideológica nunca descansa. 

El abogado al que da vida Tom Hanks no asalta Berlín repartiendo hostias como Rambo, ni patadas voladoras como Chuck Norris, pero sí es más inteligente que cualquier ruso borracho y que cualquier alemán del Este cegado por la corrupción. Hanks es un tipo listo, despierto, superior simplemente por ser americano y provenir de un país donde siempre brilla el sol y las mariposas revolotean sobre los niños felices y bien nutridos. En Berlín Este, en cambio, por culpa del comunismo, el cielo siempre está encapotado y te atracan los pandilleros por las esquinas. Y las mariposas son grises y alquitranosas. Lo nunca visto en Nueva York.



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Esto va a doler

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Lo cualitativo no puede medirse con números. Lo cuantitativo sí, como el precio de un melón o los goles de Cristiano Ronaldo. Quiero decir que no existe un libertómetro para medir la libertad, ni un asustómetro para ponerle cifra al canguelo que llevamos.

Y con el amor pasa exactamente lo mismo. Es un concepto inefable y vaporoso. Decir te quiero mucho o te quiero poco es lo más aproximado que tenemos. ¿Cómo medir un sentimiento engañoso y multiforme? Cuando nos decimos enamorados, ¿lo estamos de verdad? ¿Y qué significa ese “de verdad”? ¿Hay que trascender el sexo para declararse enamorado? ¿O eso no es más que romanticismo eunuco y trasnochado? Si pienso en él o en ella a todas horas, ¿estoy obsesionado o estoy enamorado? ¿Los celos me delatan como enamorado o como un enfermizo de cojones? No hay cifra que resuelva este cacao hormonal mezclado con el bagaje educativo y las hostias recibidas. “Usted, del 1 a 100, está enamorado en un 79”. Menuda chorrada. Nadie se lo tomaría en serio.

Sin embargo, en “Esto va a doler”, como si se tratara de un episodio de “Black Mirror”, un sabio loco concluye que el amor sí se puede medir, y que el secreto está en las uñas (sic), pues al parecer el no-emamorado desarrolla en ellas unas imperfecciones somáticas y químicas que una especie de microondas puede analizar. La medida, eso es verdad, es muy rudimentaria, casi binaria: introducidas una uña de cada amante en el microondas sólo existen tres posibles resultados: 0% si nadie ama a nadie, 100% si ambos se aman, y un 50% si uno está enamorado pero el otro no. Es decir: el viejo dilema del amante y del amado que tan bien explicaba Antonio Gala.

Lo que pasa es que la máquina, en estos casos, para no señalar a nadie y que las relaciones desequilibradas no se conviertan en un mar de reproches, no canta quién es el amante que no amaba lo suficiente, o se engañaba a sí mismo, o solo fingía estar enamorado. La verdad es que lo piensas bien y no es moco de pavo el invento. 




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Larry David. Temporada 1

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Acabo de ponerme una foto de Larry David como avatar en el WhatsApp. Los que me conocen ya saben que no soy yo, y los que no me conocen, pues mira, qué más da. 

No es la primera vez que me transformo en Larry David para comparecer en sociedad. Cada vez que retomo sus aventuras en el DVD me acuerdo de que somos hermanos separados por un océano y le hago el homenaje. Larry, por supuesto, no sabe que yo existo, pero yo sí le tengo muy presente en mis oraciones. Él es el santo varón que nos guía en la cruzada contra los estúpidos, y yo soy el caballero armado que le secunda. El más humilde de sus templarios destemplados.

En "Black Mirror" hay un episodio que pronostica que algún día encenderás la tele y encontrarás una serie que habla exactamente de ti: las aventuras y desventuras de un fulano igualito a ti en el físico, con tu mismo nombre y tu mismo contexto, con la misma mujer (si la hay) y los mismos amigotes en el bar. Un auténtico clon que exhibe las mismas virtudes y oculta las mismas manías. Un shock capaz de dejarte turulato, claro. Y algo parecido me sucedió cuando descubrí las andanzas de Larry David hará cosa de veinte años. Le veía y es como si me hubieran fotocopiado el alma, o escaneado el carácter. 

Larry David es millonario, vive en Los Ángeles y seduce a mujeres que yo no puedo ni soñar, pero su temperamento, y su idiosincrasia, son, ya digo, como si me hubieran comprado los derechos televisivos. No existe un personaje de ficción al que yo me parezca tanto. A veces es... mosqueante, de tan divertido. En uno de los primeros episodios le dan una clave de cuatro números para desactivar una alarma del hogar y Larry se anticipa: “Me liaré, me confundiré, se me olvidará, no seré capaz de acertar a la primera y montaré un cristo del copón...”. Y la caga, claro. Joder: es que yo debería pedirles dinero por el plagio.

Cuando se estrenó la 1ª temporada de “Larry David” él tenía 53 años. Yo ahora tengo casi 52. Quiero decir que en cierto modo ya soy más Larry que nunca. La distancia que nos separaba se la han ido comiendo los calendarios. Hemos convergido. “De viejo seré como él”, pensaba yo cuando le conocí. Y en el año 2023 resulta que ya soy viejo y que las profecías se han cumplido. 



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Conan, el bárbaro

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Antes de ser gobernador de California, Conan el bárbaro fue rey en Aquilonia. Pero la película no se centra en tales episodios gloriosos, sino en sus primeros pasos por el mundo de la política. Concretamente en cómo pasó de ser un huérfano muy parecido a Jorge Sanz a cargarse al rey de las serpientes en los parajes de Almería, y ganar renombre entre los habitantes de la Era Hiboria, al otro del océano y del tiempo.

Conan nació en Cimeria, que está muy cerca de Segovia, y pasó años musculándose como esclavo dando vueltas en una noria. Pero al contrario que los burros, él iba meditando, cavilando su ideología política para cuando un golpe de suerte le dejara libre por las estepas. Conan, por supuesto, es un neoliberal que predica el sálvese quién pueda y el acaparamiento de las riquezas, robándolas por la fuerza si hace falta. Y a quien proteste, un buen par de hostias si le pilla de buenas, o un mandoble de espada, si le pilla cabreado con la parienta o con un forúnculo en el culo. Y por encima de todas las cabezas, las cercenadas y las conservadas, el dios Crom desde su nube, que es otro dios de derechas como Dios manda, protector del abusón con musculitos o del mierdecilla armado hasta los dientes. 

Cuando Conan se aburrió de gobernar en Aquilonia porque estaban muy atrasados en lo tecnológico y además ya se había tirado a todas las cortesanas, no le costó nada adaptarse a su puesto de gobernador en California, para el que fue elegido, eso sí, democráticamente, dada su fama y su halo de invencible, y su casamiento con la sobrina de John Kennedy, otro héroe mitológico del que en esta película no se dice ni mu, pero al que siempre tenemos presente en nuestras oraciones.

En fin... Que me he puesto a ver “Conan el bárbaro” no sé muy buen por qué. Porque me aburría, y porque me picaba la curiosidad. Porque una vez, de adolescente, por influjo de un amigo conanólogo de León que se compraba todos los cómics y todas las novelas, yo también llegué a saberlo casi todo del personaje. Y quería, no sé, bañarme un poco en la nostalgia. Comprobar lo que recordaba y lo que no, casi cuarenta años después de mi etapa hibórea, tan flacucho entonces y con acné.





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María (y los demás)

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Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, “María (y los demás)” es una obra maestra porque da justo lo que promete en el título: María es la protagonista, la treintañera en plena crisis existencial, y todos los demás -que son su familia, y sus amigas, y su follamigo ocasional- bailan a su alrededor en papeles secundarios que explican su circunstancia. Ver “María (y los demás)” convalida la lectura de las obras completas de Ortega y Gasset.

La película, sin ser una obra maestra, te hace olvidar por momentos que tienes un teléfono móvil sobre el cojín. Es una historia fresca, de personajes nada literarios ni pedantes que se enfrentan a problemas que todos podemos entender: el matrimonio, el primer hijo, la madurez anhelada... El amor como cárcel o como sueño de plenitud. Aquí no hay nadie salvando al mundo ni huyendo de los gángsters. Ni encontrando la paz en el quinto risco del Himalaya. Y eso, a veces, se agradece.

El problema de la película es que Bárbara Lennie es una mujer demasiado hermosa para mí. Cuando ella aparece en escena tardo varios minutos en arrancar, en ponerme en situación. Dentro de mi pecho se desata una lucha titánica entre el cinéfilo y el antropoide, entre la sublimación y el instinto, y aunque al final siempre gana la civilización porque uno está a lo que está, al arte y a la película, también es cierto que el mono interior, contrariado, se pasa todo el rato dando po’l culo, columpiándose en su neumático y lanzando  a la pantalla besos y piropos irreproducibles.

En “María (y los demás)” Bárbara Lennie está tan guapa que está fuera de lugar. Su personaje necesitaba una actriz menos atractiva para darle verismo a su desventura. Y eso que Bárbara se curra sus composiciones: llora, sonríe, se rehace, duda, ama, se traga el rechazo, se comporta como una cría, se disfraza de adulta, se queja, se adapta... Es un despliegue descomunal. Pero su físico, ay, sus labios, la traicionan en todo momento. Se supone que ella es el patito feo de la familia y a mí me parece el cisne que los redime a todos de su inanidad. 


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Perfectos desconocidos

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El que esté libre de pecado que saque el teléfono móvil y lo muestre sin tapujos. A pantalla descubierta. A ver quién tiene cojones, u ovarios. Ése es el desafío que aceptan los siete comensales de "Perfectos desconocidos": poner los teléfonos sobre la mesa y contestar las llamadas y los mensajes que vayan surgiendo con el altavoz puesto y los textos a la vista. Un juego más divertido que el Scattergories, o que el intercambio de parejas, para amenizar la velada de los amigos que ya se conocen –o creían conocerse. 

Pero un juego mucho más peligroso, ojo, porque de las discusiones del Scattergories se sale indemne, y del intercambio de parejas, pues mira, una vez aceptado, que salga el sol por Antequera. Pero de la exhibición pública del teléfono pueden salir vientos y tempestades como de la caja de Pandora. Rayos que parten en dos los corazones entrelazados.

Este juego de los perfectos desconocidos no es apto para sepulcros blanqueados. Y nuestros teléfonos móviles son, en verdad, sepulcros blanqueados, hechos a imagen y semejanza de sus dueños. Están tan puliditos por fuera como podridos por dentro. Por eso cada aplicación trae su veneno y su antídoto, su perdición y su remedio. El teléfono móvil es el receptáculo moderno de nuestra alma impura y contradictoria, y por eso el cacharro pesa 21 gramos más de lo que anuncian en los folletos. Los secretos que antes llevábamos en el cuerpo ahora los llevamos en el adminículo, como un disco duro en el que hemos hecho copia de nuestro yo inconfesable.

En las entrañas de los teléfonos móviles hemos creado un pandemónium de gentes que en la vida real se odian entre sí, que no quieren saber nada la una de la otra. Que son incompatibles en la vida real pero vecinos en la agenda virtual. En la versión 13.5 de nuestras latas de sardinas, apiñados contra natura, moran la esposa y la amante, la suegra y la nuera, el facha y el rojo, el hijo reconocido y el hijo por reconocer. El amor y el examor. El amor paralelo o el negocio ultrasecreto. La ruindad de lo que somos, pero también la verdad sin aditivos.



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El sol del futuro

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“El sol del futuro” me recuerda mucho a “Abril” pero sin llegar a su ligereza entrañable. Una vez amé mucho a una mujer porque le puse “Abril” en el DVD y se emocionó casi tanto como yo. Mi vida sexual está construida con estas tonterías... Para mí son como la prueba del nueve, aunque luego el nueve se gire y se convierta en seis, que es el número de la Bestia.

 “El sol del futuro” ya es decadencia evidente de Nanni Moretti, que repite gags y situaciones como el ajo de los spaguetti: su escena con el balón de fútbol, y su parar la acción para poner una canción, y su no tener ni puta idea de bailar que exhibe con mucho gracejo. Moretti se parece mucho a mí en algunas cosas: en su pesadez, en su descoordinación, en su pasión casi infantil por algunas certezas. En que es un comunistorro muy tenaz. Es por eso que le podría poner varios peros a su película, pero no puedo porque me ha tocado por dentro y me ha dejado pensativo. 

“El sol del futuro”, aunque parezca una comedia, habla de que apenas nos queda futuro, y de que todo lo valioso está en decadencia: el amor, el cine, la izquierda y la dignidad profesional. Porque a mis casi 52 años ya empiezo a sospechar -como Moretti a sus 70- que el amor es puramente glandular, y que una vez envejecido el sistema endocrino, a tomar por el culo -paradójicamente- el romanticismo. También sospecho que la izquierda ya no existe, y que nos estamos calentando con los rescoldos. Moretti sitúa el final del sueño en la invasión soviética de Hungría; yo, en la transformación de Pablo Iglesias en el marido de Irene Montero. 

¿Y el cine?: hombre, de momento no parece herido de muerte, pero sí el cine de autor, experimental, particular e idiosincrático, del que Moretti ya es uno de sus últimos gladiadores. ¿Dentro de diez años quién coño verá ya sus películas en una plataforma posmoderna? 

Y sobre la dignidad profesional, qué quieren que les diga: para que haya ética primero tiene que haber trabajo, y yo milito en un colegio público donde el personal está siempre de baja, o enfermo, o ausente, o de moscoso. Aquí yo soy como el Nanni Moretti de la bandera roja y la cara de gilipollas.




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Frasier (2023)

🌟🌟🌟


Si en vez de ser “Frasier” hubiera sido “Froser”, o “Perico de los Palotes”, habría dejado de verla tras el primer episodio. Pero le he concedido hasta cinco por los viejos tiempos. Por los old times. La serie no tiene ninguna gracia; o puede que sí, pero existe una distancia kilométrica -millamétrica- entre lo esperado y lo ofrecido. Sea como sea, apenas he encontrado tres oasis chistosos en el desierto de mi nostalgia. 

Esto no tiene nada que ver con la serie de mis amores. Solo que sale Frasier Crane, tan anciano ya que al principio te da un susto morrocotudo. Él ahora vive en Boston para cerrar el círculo iniciado en “Cheers”, pero en el traslado se ha olvidado de su hermano Niles, y de su cuñada Daphne, y de Roz Doyle, aquella productora radiofónica que a mí tanto me excitaba.  A su padre -al de Frasier, digo- ya no le esperábamos porque el pobre John Mahoney se nos murió. Frasier era él y su circunstancia, y la circunstancia de ahora es anodina y previsible. Están todos muy cuerdos y ese no era el espíritu original.

Por no haber ya no hay ni perrete. A Eddie también se lo llevó el tiempo y eso lo comprendo. Pero hay muchos perretes  buscando una oportunidad en Hollywood. No costaba nada meter un chucho habitual en las tramas -uno del hijo de Frasier, por ejemplo, o de su vecina buenorra, o haciendo de mascota en la Universidad de Harvard. No sé, señores: un poquito de imaginación. Eddie era tan principal como cualquier miembro del reparto aunque tuviera cuatro patas y no probara los vinos de Burdeos.

Ya tuve que haber sospechado cuando descargué el primer episodio -¿también hay que abonarse SkyShowTime?- y vi que duraba 28 minutos y no los 21 clavados de la serie original. Aquello era la quintaesencia de la réplica rápida y del ritmo televisivo. Era un puto prodigio. Un minuto más y "Frasier" hubiera sido una serie del montón. Así que imagínate 28... Sobran siete minutos como botas de siete leguas, que nos alejan del ideal. También tuve que sospechar cuando en los anuncios no se decía que fuera la 12ª temporada, sino “Frasier” a secas, otra vez, como dando a entender que esto era un nuevo experimento. A new hope. Y en verdad solo era un retorno lucrativo.




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