La guerra del planeta de los simios

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En “La guerra del planeta de los simios” ya vamos todos a muerte con los simios. Los misántropos porque veníamos predispuestos, y los espectadores decentes, más apegados al género humano, porque los guionistas les han convencido de que los Homo sapiens somos unos hijos de puta sin remedio y de que ya es hora de que el simio sea la imagen y la semejanza del Dios creador. Después del triunfo de César y sus ejércitos, Dios ya no será un señor blanco de barba esponjosa que vive encima de una nube, sino un simio de la selva que vive en el árbol más alto y se pasa el día chingando y buscando frutos en las ramas. 

Yo me alegro de esta extinción virtual de la raza humana. En realidad, si fuéramos justos, no mereceríamos otra cosa. Pero claro, nadie va a dar el primer paso de proponerse... La alegría misántropa que proporciona la película tiene algo de cinismo y de simple experimento mental. De todos modos, que los simios fueran los dueños del planeta sólo sería una victoria efímera. Un paréntesis gozoso. Las leyes de Darwin van a seguir cumpliéndose aunque los monos no lean a Darwin. Dentro de cuatro millones de años, cuando rueden otra secuela de “El planeta de los simios”, los tataranietos de César habrán cumplido de nuevo el ciclo de la evolución y serán humanos otra vez. Es decir: volverán a llenarlo todo de mierda y a torturar a otros animales en las plazas de toros o en los laboratorios de la industria. Mientras todo quede en manos de los simios superiores jamás vamos a salir de la trampa. 

El abuelo Darwin planteó un círculo cerrado de difícil solución. Cada cuatro millones de años los simios evolucionados tendrán que vérselas de nuevo con los simios arrinconados que aspiran a derrocarlos. Solo una guerra nuclear - ésa que dicen que haría reyes a los roedores y reinas a las cucarachas- acabaría con este ciclo eterno de precuelas y secuelas de “El planeta de los simios”. Lo iremos viendo.





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El amanecer del planeta de los simios

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En “El amanecer del planeta de los simios”, yo, que formo parte de la especie “Homo sapiens” –más bien de la “Homo stupidis”, pero ése es otro chiste- no sé muy bien a quién animar en las batallas. La misantropía me empuja a creer que los simios son más nobles e inocentes, víctimas de nuestra vesania depredadora. Pero luego, en lo más crudo de la refriega, tampoco me veo representado por sus caras simiescas, ni por sus colmillos desgarradores, aunque sí un poco por sus cuerpos rechonchos y peludos. (Hace meses que los vellos quieren colonizar mis orejas y no apeo las pinzas de la mano. ¿Será “El amanecer del planeta de los antropoides”?).

Como bien saben los cuatro gatos que me leen, yo tengo un antropoide interior que se llama Max: un simio casi tan listo como César que vive dentro de mi estómago, con poco espacio, eso es verdad, pero a cuerpo de rey, con su neumático colgante y su plátano garantizado. Max suele salir en mis escritos cuando hablo de sexo, porque él es mi yo rijoso, el Ello freudiano, el mono marrano a quien echo la culpa de mis instintos hormonales. Cuando una bella señorita aparece en pantalla -una como Keri Russell, por ejemplo- él se despereza y se asoma a mis ojos por el periscopio, y salta y gruñe llevado por la excitación. A veces, incluso, cuando yo me despisto, Max usurpa la voluntad de mis manos y escribe apologías muy sucias cargadas de poesía, o poemas muy bellos cargados de suciedad. Es más o menos lo mismo.

Max, por supuesto, va a muerte con sus congéneres. Ahí dentro yo le sentía muy revoltoso cuando César -que para él es un blando y un pactista- era defenestrado por Koba (¿se están riendo del camarada Stalin?) y se monta la de san Quintín en San Francisco. No le conocía yo, a Max, ese afán vengativo contra los humanos. Siempre le tuve por un mono guarrindongo pero acomodado a su reclusión. Quizá, pobrecito, ya está harto de que no venga ninguna mujer por aquí -para organizar nuestros tríos clandestinos- y quiere ir a buscarlas él solito por la selva.




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El origen del planeta de los simios

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De vez en cuando, mientras veía “El origen del planeta de los simios”, se me iba un ojo hacia Eddie, al que tengo casi en la línea visual de la tele. A la una o’clock, en el reloj de los miitares. Cuando tiene frío o se asusta por los ruidos del viento, Eddie se acurruca a mi lado como en las fotos de las postales; pero si no, prefiere aovillarse en el otro sofá, como un perro-gato independiente, libre para rascarse las orejas o para cambiar de posición. 

El contraste entre César, el simio superinteligente, y Eddie, el perrete disfuncional, me hacía reír por los adentros. Porque Eddie -en lo que no deja de ser otro prodigio de la ciencia- tiene más pelos que neuronas. Pero como tiene un millón de pelos el número de neuronas le vale para ir tirando por la vida. Le sirvió de pequeñín para hacerse el simpático y ser adoptado por este escribano, que era lo principal. A partir de ahí, con encontrar los cuencos en la cocina, anticipar la hora del paseo y saber regresar al camino cuando se pierde persiguiendo gamusinos, todo el trabajo neuronal ya es para él un exceso energético y una demostración de vanidad. Porque Eddie no es tonto: es que no necesita más.

En los interludios de la película, que son muy pocos porque hay mucha acción y mucho argumento filosófico, yo imaginaba cómo sería Eddie si nuestra veterinaria -esa chica pelirroja a la que me gustaría visitar más veces sin que Eddie se pusiera enfermo- le enchufara una dosis experimental del AZ-112, el medicamento prodigioso. Sería la hostia, tener un Eddie superlisto -quizá el futuro líder del Planeta de los Perretes- que entendiera muchas cosas que ahora no entiende. Por ejemplo que le pongo la correa no porque sea mi esclavo, sino para que no le pillen los coches; y que ha tenido mucha suerte en la vida en comparación con esos perros maltratados por mis vecinos. Hijos de puta... Y que el viento en las ventanas sólo es viento, y no un mal espíritu que nos visita. 

Pero sobre todo, que con su inteligencia recién estrenada supiera expresar lo que pasa por su cabecita: dolor, o tristeza, o aburrimiento. Porque a veces le entiendo, pero a veces no, y me pone triste que la barrera evolutiva nos separe como extraños.





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Oppenheimer

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Una novia que tuve le llamaba “Openauer”; un amigo de por aquí “Openjamer”. Escuchándoles me acordaba de Chiquito de la Calzada cuando decía aquello de “gromenauer” en lugar del número tres. Gromenauer, peich, guan... y la bomba del proyecto Trinity explotó en Nuevo México después de los dolores. 

Y no fue un fistro, la verdad, porque no incendió la atmósfera como pronosticaban algunos cálculos, pero sí que incendió el mundo guerrero hasta entonces conocido. Las armas termonucleares dieron paso, curiosamente, a la Guerra Fría, que subcontrató la guerra convencional entre los pobres del Tercer Mundo. 

Yo, por supuesto, aunque voy de listo, tampoco pronuncio bien el apellido de Mr. Robert, porque digo “OpenJaimeR”, como un garrulo, con jota de jamón en lugar de hache aspirada y con erre de roedor en vez de dejarla casi sin pronunciar, como si se la llevara el viento del desierto. Los ignorantes podríamos llamarle “Oppie”, u “Oppy”, como hacen en la película, y así no hacer el ridículo con nuestro inglés del parvulario. Pero el diminutivo de Oppenheimer quedaba solo para los amigos y para los seres queridos, y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro: solo espectadores de la película que le aborda. También le llamaban “Oppie” los belicistas que durante algún tiempo le confundieron con un héroe de guerra: Robert Matajapos, le decían, como aquí tuvimos a Santiago Matamoros y dentro de nada a Santiago Matarrojos.

Curiosamente, la película de Nolan -grandiosa, sí, pero siempre con ese “toque Nolan” de “podría hacerla más sencilla pero os jodéis”- se centra más en el Oppenheimer rojo que en el Oppenheimer científico. Digamos que O(N)= 2a+R2+Fc, donde O(N) es Oppy según Nolan, 2a sus dos amores oficiales, R su rojerío problemático y Fc la física cuántica de la que fue evangelista en Estados Unidos. Ese es más o menos el peso atómico de cada elemento en la película. La ecuación que trata de resolver el misterio insondable escondido bajo un sombrero.




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Beckham

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Mi abuela decía que Dios, cuando da, no es manco, pero que cuando quita tampoco. O cuando deniega. Lo que ella quería decir -sin atreverse, porque era muy piadosa- es que Dios es un tahúr cabronazo que reparte muy mal las cartas y las suertes. Y quien dice Dios dice la Naturaleza, o cualquier otro ente caprichoso.

“Quiero ser como Beckham”, decían aquellas chavalas de la película. Y yo también, no te jode. Quién no... Pero ya no me da tiempo. Tendría que volver a nacer, reencarnarme, aunque no sé si merezco tal premio después de esta vida imperfecta y pecadora. El Karma es otro ente implacable que toma nota de tus cagadas, y castiga en consecuencia. Pero tengo que decir, en mi defensa, que soy imperfecto y pecador precisamente porque no he nacido como Beckham -es que ni por asomo, vamos- y he tenido que buscarme las habichuelas como he podido. Aquí le querría ver yo, al tal David, sin encantos y sin dinero, penando en el mundo de los gammas. 

Me he pasado todo el documental lamentando el infortunio de no haber nacido rubio, guapo, simpático, con una pierna derecha que colocase el balón a cuarenta metros de distancia. Son los dones que adornan a un semidios de nuestro tiempo. Para que las chicas guapas te tiren sus bragas a la cara o te las envíen en sobres perfumados también sirve lo de tocar una guitarra sobre el escenario.

Beckham no parece un chaval muy espabilado, eso es verdad, pero él se acuesta con la pija más guapa de las Spice Girls mientras los demás -que seríamos capaces de explicarle a cualquiera lo del gato de Schrödinger- ya nos vamos conformando con las mujeres que en su día también querrían haber nacido como Victoria Adams y el Karma les dijo que nones. Ellas, cuando reconocen su derrota, también se resignan a nosotros porque en el fondo somos dulces y románticos. Buenos tíos, aunque feos. Si fuéramos tan guapos y molones como David Beckham saldríamos en los documentales y viviríamos al otro lado de la pantalla.




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Arrested Development. Temporada 1

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Tenía miedo de regresar a “Arrested Development” porque la tenía, en el recuerdo, como una serie que con la excusa de la comedia tonta blanqueaba* a esos hijos de puta que practican el laissez faire. Es decir: monto una empresa, exploto a mis trabajadores, defraudo al fisco, engaño -si puedo- a los clientes o a los consumidores, me lleno los bolsillos, caigo en bancarrota, y una vez enchironado le echo la culpa al Estado pero pido ayuda a los fondos públicos para reflotar. Pura Escuela de Chicago.

En “Arrested Development”, los burgueses que merecerían vivir en una taiga de Siberia pertenecen todos a la familia Bluth, compuesta por papá estafador, mamá sociópata, hijo nº 1 sin moral, hijo nº 2 sin cerebro e hija buenorra en el top 3 de las pijas internacionales, codo a codo con Georgina Ronaldo y Shakira Defraudadora. Sólo Michael, el hijo pequeño, que se hará cargo del emporio familiar cuando su padre sea encarcelado, conserva algún resto de moral y tratará de reflotar el negocio por la vía de la legalidad, intentando, de paso, que el resto de la familia no se gaste los desfalcos en Ferraris o en vestidos para la fiesta.

Pero al final, para mi bien, no había ningún afán blanqueador en la comedia modélica de Mitchell Hurwvitz. Yo creo que el mismísimo camarada Lenin se hubiera descojonado con la serie y habría dado su autorización para emitirla en Tele Moscú. No hay nada entrañable en esta pandilla de impresentables: sólo corrosión, maldad, imbecilidad, desconexión absoluta con la masa de asalariados... La vida de los ricos muy ricos, que sabe a jarabe asqueroso, pero disimulada con la miel de mis carcajadas.


 (*Blanquear, según yo tenía entendido, hace referencia metafórica al encalamiento de las paredes, que así quedan como nuevas. Pero una mañana, en la cadena SER, una luchadora infatigable contra el heteropatriarcado dijo que no le gustaba nada la expresión porque hacía de menos a sus amigos “racializados”. Nadie en aquella tertulia osó, por supuesto, a descojonarse de la risa, o a explicarle que no hay ningún racismo escondido en tal uso metafórico. No están los tiempos como para meterse con la Morada Inquisición).







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Mad Men. Temporada 2

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Creo que recordar que “Mad Men” se diluía a partir de la tercera o cuarta temporada, justo cuando el capitán se iba a comer y los marineros tomaban el barco. Es decir, cuando Don Draper cedia protagonismo a las historias -historietas- de todo quisqui que pululaba por las oficinas de "Sterling & Cooper". 

“¿Cómo estiramos el chicle de la serie?”, se preguntaron entonces los guionistas. Pues una de dos: o le buscamos nuevas amantes a Don Draper -y ya no tendría horas del día para complacerlas a todas- o le damos voz a las secretarias y a los subalternos que hasta entonces, la verdad, nos importaban más bien poco. Eran interesantes cuando aportaban la pincelada, el detalle, la mirada diferente. El caleidoscopio, que se dice. Pero sus rollos personales nos desviaban la atención y nos colmaban la impaciencia. Solo cuando Don Draper reaparecía en escena y retomábamos el Cuaderno de Tácticas Seductoras para tomar nota de su modus operandi, parábamos el avance rápido del DVD y regresábamos a las viejas esencias de la serie. 

Sucedía, además, si la memoria no me falla, que January Jones (esa mujer que sólo un CGI inconcebible puede recrear, porque a mí que no me jodan, pero esta mujer es de mentira) quedaba descolgada por completo de la trama troncal y empezaba a engordar, y a desbarrar, y se volvía tan arpía como incoherente. La serie, por entonces, ya se dedicaba más al estilismo que a otra cosa -los vestidos, las joyas, la decoración de interiores- y aquellos diálogos cargados de primeras y segundas intenciones quedaban en segundo plano, casi como excusa para lucir el vestido de noche o la americana de ejecutivo.

Digo todo esto porque la segunda temporada de “Mad Men” todavía es una obra maestra de la tele. A la altura de cualquier serie mítica que se nos ocurra. En gran parte por lo que dicen los personajes, pero también por lo mucho que callan. Por ese acontecer sin prisas, sin acelerones, sin sorpresas de culebrón. Por ese estilazo en los machirulos y por esa contención en las mujeres. Por esa sofisticación tan sofisticada que ni siquiera la reconoces como tal. 




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Cites. Temporada 2

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“Cites” es una comedia romántica, no un pedazo de realidad. No pretende que el espectador se vea reflejado en sus personajes ideales. Ni siquiera los usuarios de las apps del ligoteo, que quizá buscaban aquí inspiraciones o soluciones. Aquí los tíos son todos muy guapos, o muy simpáticos, o las dos cosas a la vez, mientras que ellas están jamonísimas y además son agradables y comprensivas. 

En la primera temporada aún existía alguna concesión a la gordura, a la calvicie, al mal carácter de algún personaje. A la vida real. Pero en la segunda temporada, salvo un tronado y un viejo cascarrabias, ya todo es apostura y buen rollo. Han depurado los especímenes hasta dar con la raza destilada de hombres y  mujeres. En esa Barcelona ideal de “Cites” no existen los cavernícolas ni las trastornadas. La lorza está proscrita; la barba desarreglada también. Hasta los cincuentones y las cincuentonas parecen sacados de un anuncio web de Ourtime. Porque además hay mucho estilo, o mucho dinero, entre los comparecientes. Los burgueses se citan en restaurantes muy caros y luego follan en apartamentos de lujo con vistas al mar, mientras que los perroflautas, aunque no tienen un duro, viven en buhardillas muy molonas decoradas con gusto exquisito.

A mí lo que más me cruje es que nadie se enfada con nadie. Enfadarse de verdad, quiero decir. Como mucho, una rabieta temporal: un vete a tomar por el culo coloquial que en cualquier momento puede volverse un ven a tomar por el culo literal. Y eso que a veces las putadas son enormes, y las traiciones imperdonables. Mi amigo -que veía la serie en paralelo- dice que es porque son todos catalanes, y que aquello es más Europa que España, más civilización que meseta garbancera. Yo le doy un cuarto de razón, pero no más. Yo creo que al ser todos muy follables se lo perdonan todo y ya está: es la magia de la belleza. A un guapo le condonamos lo que a otro jamás le transigiríamos. Es el instinto, que es muy poderoso. Siempre existe una probabilidad matemática -por ínfima que sea- de acostarse con ese bellezón que interactúa con nosotros. Y en “Cites”, desde luego, los cálculos algebraicos son mucho más halagüeños. 





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La Mesías

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“La Mesías” habla de tantas cosas que es complicado concretar. Lo más llamativo, por supuesto, es la chotadura religiosa de la tal Mesías, conocida en su vida pecadora como Montserrat. Pero eso solo es la carnaza, el cebo para el espectador más impresionable. A mí no me inquieta su locura, ni me sorprende para nada, porque yo he convivido con gente real que se creería a pies juntillas a la Mesías, en todas sus iluminaciones y chorradas. De hecho todavía convivo con gente así en el entorno laboral... Esta gente me persigue desde que a los seis años me matricularon en los Maristas de León y comprendí, poco a poco, hasta qué punto puede camuflarse una esquizofrenia, una paranoia, una demencia muy severa, bajo el mantra de los evangelios y del sacrificio de un profeta palestino del siglo I.

(Hay muchos mesías en potencia por ahí y solo otra sinapsis defectuosa les separa de chascar los dedos como Montserrat, sintonizando Radio Yaveh en la FM).

Pero la serie, aunque a veces lo parezca, no va de sectas cristianas ni de visitas extraterrestres, sino de la infancia perdida de sus dos protagonistas: esos dos hermanos que Montserrat parió y arrastró por el mundo antes de ser poseída por el espíritu -y quién sabe si también por la carne- del mismísimo Jesucristo redivivo. Quizá la escena más bonita de toda la serie -la que explica el meollo de la cuestión- es esa en la que ambos hermanos, ya adultos, se montan por primera vez en una atracción de feria y disfrutan como niños primerizos. Como los niños que casi nunca les dejaron ser.

“La Mesías” es una serie imperfecta, con chorradas de bulto y ocurrencias maravillosas. Pero reconozco que me ha tocado. Será que yo, a mi modo, también tuve una edad perdida que luego no pude recuperar. O que recuperé a medias y a destiempo, gestionándola muy mal. En mi caso no me fue la infancia, sino la adolescencia, que de una manera más sutil también me robaron estos chalados del crucifijo. Ellos quisieron convertirnos en eunucos, en amargados, en muertos en vida. Y casi lo consiguieron. Su Puta Madre. 




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Rick and Morty. Temporada 3

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A mediados del siglo XXIII -a más tardar el siglo XXIV- ya se venderá la pistola de portales en las farmacias. Será un remedio tan cotidiano como las compresas o como los sprays para la nariz. 

Primero habrá que descubrir los agujeros de gusano, claro, y luego aprender a atravesarlos sin disgregarnos. Para eso se están gastando millonadas en el CERN, digo yo, acelerando partículas hasta velocidades casi lumínicas. Algún científico loco hallará la manera de reconstruir nuestra información al otro lado del espejo: los genes y la memoria. Cuando ese pequeño detalle quede solucionado, habrá otro científico despeinado que logre generar los agujeros de gusano con una pistola, a gusto del consumidor, y entonces ya podremos viajar por todos los rincones del universo buscando el lugar más placentero que se nos ocurra. El balneario adecuado para nuestra dolencia concreta del espíritu. 

Nuestros tataranietos no necesitarán pastillas para evadirse de la realidad. Para olvidarla o amortiguarla. Los espectadores del futuro -aquellos que sobrevivan al cambio climático y a la muerte del romanticismo- se partirán el culo cuando vean las películas de nuestra época y descubran los frascos de Prozac o los divanes de los psiquiatras. Será como ver ahora a los cirujanos del Renacimiento que practicaban sangrías o aplicaban sanguijuelas. Nuestros descendientes, cuando se sientan superados por la vida, se comprarán una pistola como ésta que maneja el abuelo Rick y viajarán a dimensiones más agradables, y a rincones más apacibles. Siempre habrá un planeta que satisfaga nuestras necesidades físicas o existenciales. El universo entero será el remedio para nuestros males, y regresaremos de esos viajes terapeúticos como si volviéramos a nacer.

En un episodio de esta tercera temporada descubriremos que existe, incluso, un planeta donde nadie puede morir porque está protegido por una Cúpula de la Inmortalidad. Hasta que Rick y Morty pasan por allí, claro.






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El circo

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Viendo “El circo” he caído en la cuenta de que Charlot siempre se quedaba con la chica más guapa del ecosistema. Al menos al principio de la película, haciendo válido eso de que lo importante es hacerlas reír. Luego, por supuesto, aparecía un galán repeinado y con dinero que se la guindaba sin remedio: el tipo imbatible que al final pone los instintos en su sitio. Es ley de vida y Charlot solía aceptarlo con espíritu deportivo.

Lo incomprensible es lo del principio: que el vagabundo -suponemos que poco aseado y sin un solo centavo para invitar a la cena o a las copas- se quede con la damisela por muy simpático que sea, y por muchas cucamonas que le haga. Pero da igual: nos lo creemos, porque Chaplin lograba eso tan difícil que es la suspensión de la incredulidad. Los espectadores que vemos sus películas cien años después -¡cien años!- seguimos cayendo en sus trampas de ilusionista.

Charles Chaplin era un ególatra pagado de sí mismo. Leer su autobiografía es como leer la autobiografía del hijo de Jesucristo. Pero hay que reconocer que sabía de la vida. Podía jugar con los espectadores pero no se engañaba a sí mismo. Hay un poso de verdad misantrópica incluso en sus comedias más alocadas. Quizá por eso han pasado cien años como si hubieran pasado cien minutos. Su mensaje no ha caducado aunque naciera mudo y en blanco y negro. 

Supongo que su infancia en Londres le desengañó muy pronto de los cuentos de hadas y las tonterías de los románticos. Chaplin, que conoció la vida en crudo, se hizo socialista para remediarla y erotómano para disfrutarla. Me parece de puta madre, claro. Son las dos aspiraciones más altas en la vida. Él, además, gracias a su suerte y a su talento, consiguió ser un socialista sin apreturas y un erotómano sin hambrunas. Un millonario rijoso. Quién pudiera. La vida padre.




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El asesino

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Mayra: Por veinticinco pesetas, díganme títulos de películas de David Fincher que sean obras maestras. Según la opinión de Augusto Faroni, claro, que es quien nos imagina en su tontuna. Por ejemplo: “El club de la lucha”. Un, dos, tres, responda otra vez...

Maromo: El club de la lucha.

Maroma: Zodiac.

Maromo: La red social.

Maroma: Seven.

Maromo (ya tirando de memoria): El curioso caso de Benjamin Button.

Maroma (dudando): ¿El asesino...?

¡Diling-diloong-moc-moc! (variopinto ruido de cencerros)

Una de las Tacañonas (la más tonta de las hermanas Hurtado, por ejemplo): Es muy buena, “El asesino”. ¿Pero obra maestra?: ¡Un desatino!

(Carcajadas forzadas en el público)

Mayra (fingiendo desconsuelo): En efecto, “El asesino” es cojonuda, pero según este cinéfilo que nos imagina, la peli no llega a tanto. Él opina que parece más bien un documental que una película. El National Geographic de cómo un asesino profesional -experto en lo suyo, pero también falible, como todo ser humano- ejecuta una venganza sangrienta no por dinero, ni por amor, sino para que le dejen en paz en su casoplón. Un sobresaliente en lo técnico, pero quizá solo un notable en lo empático. En fin, una pena, porque ibais embalados... Jennifer, ¿balance de respuestas?

Jennifer (azafata buenorra con gafas de intelectual sin cristales, piernas cruzadas, sonrisa inmaculada): Pues han sido 5 respuestas, a 25 pesetas cada una... (pequeña pausa para el cálculo) ¡125 pesetas!. Lo que al cambio vienen a ser 75 céntimos de euro, que no da ni para el azucarillo del café. 

Público asistente (en lamento sugerido por el regidor): Oooohhh...





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La reina Margot

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Yo pensaba, hasta hoy, que había dos actrices francesas llamadas Isabelle Adjani: una más madurita que es la gran dama de la escena y otra más joven, de currículum muy corto, que en 1994 interpretó a la reina Margarita de Valois: esa mujer que fue reina de Francia y de Navarra por casamiento con Enrique IV. 

Yo pensaba que eran dos actrices distintas porque esta Isabelle Adjani de “La reina Margot” apenas tiene veinte años -veinticinco como mucho- y está que se rompe de guapa, mientras que la otra Adjani de las enciclopedias ya cuenta con 68 años a día de hoy. Y si hago la resta, las cuentas no me salen. Porque 2023-1994 da como resultado 29, y 68-29 son 39, y ni de coña, tiene la Isabelle Adjani de “La reina Margot” 39 años. Que no, vamos. Y menos en una época sin CGIs ni píxeles retocados. Como mucho, velos ante la cámara, como los que le ponían a Sara Montiel cuando salía por la tele.

Por mucho que internet afirme que sólo existe una Isabelle Adjani, yo seguiré pensando que había otra que hizo cojonudamente de la reina Margot, y que tras su papel para la historia decidió retirarse del oficio y dio orden de borrar sus huellas en los registros.

Curiosamente, las enciclopedias también hablan de una única Margarita de Valois cuando al parecer existieron dos muy diferentes: la real y la construida por el mito. Dicen que fue Alejandro Dumas el que pervirtió al personaje convirtiéndolo, precisamente, en una mujer perversa, que se acostaba desde zagala con cualquier mancebo apetecible de la corte de París, incluidos primos, hermanos y demás parentela de proximidad. Leo por ahí que las feministas están bastante cabreadas con don Alejandro por haber pintado así a la reina Margarita, que al parecer fue una mujer inteligente y capaz que supo capear una época muy sangrienta y demenciada. Y yo, la verdad, no veo donde está la incompatibilidad. Las feministas de la primera ola hubieran aplaudido que la reina Margot participara en los juegos sexuales de la corte como una más de la pandilla, alegre y sin prejuicios. Las feministas de la segunda ola ya parecen más monjas que otra cosa. 





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Una vida no tan simple

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Cada mujer que he tenido en la vida ha sido un regalo del destino. Incluso aquella que como Gregorio Samsa se despertó una mañana convertida en alimaña... Una víbora, en su caso. Como nunca esperé nada de las mujeres -porque uno, la verdad, es muy poquita cosa- todo me pareció ofrecido por añadidura. Tener una mujer como ésta que tiene Miki Esparbé en la película y traicionarla con un espasmo pitopaúsico me parece un comportamiento muy poco considerado.

Lo mismo me pasa con las nóminas que llegan a fin de mes: me parecen una dádiva de los dioses, casi una sopa boba, yo que trabajo en algo que podría desempeñar cualquier persona que no coja bajas por naderías. Mi madre, sin ir más lejos, gobernaría mejor estas aulas con cuatro voces bien dadas y una zapatilla de fieltro en la mano. Tengo un título que solo sirve para limpiarse el culo en caso de extrema necesidad. Quizá lo use en la próxima pandemia, cuando los yayos vuelvan a arramblar con el papel higiénico en el súper.

Quiero decir que como nunca tuve ego nunca conocí su desgaste. O quizá mi ego consiste en decir que no lo tengo. Todo es táctica y camuflaje... Yo pasé por la crisis de los 40 como si tal cosa. Igual me daban los 35 que los 40. Y que ahora los 51. Es todo igual. Lo único las canas, que ya me nievan por las patillas y me dan un aire de don nadie distinguido. Y los triglicéridos, su puta madre, que se reproducen como conejitos bioquímicos.

Yo entiendo a Miki Esparbé -su frustración y su hartura- pero le entiendo con la razón, no con las tripas. Porque vivimos en dos esferas distintas de la realidad. Yo nunca tuve aspiraciones laborales, así que nunca sufrí la decepción de no alcanzarlas. Y con el sexo igual: para practicar el adulterio con una pelirroja como Ana Polvorosa hay que creerse a su altura: estar muy bueno o manejar una labia implacable. Y mientras que Esparbé se siente capaz de enredarla, yo en mi caso, si la Polvorosa se hubiera cruzado por mi vida, me hubiera escondido debajo una piedra. 

Quiero decir que todas las crisis -salvo las sanitarias- son crisis aspiracionales. De gente que midió mal sus fuerzas o que no se conforma con lo mucho que ya tiene. Yo, que apenas he recibido un mísero talento de Yahvé, solo he aspirado a que no se estropee el codificador de Movistar +.




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Nada

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“Nada” es una serie cojonuda. Mariano Cohn y Gastón Duprat nunca defraudan. O casi nunca. Escriben como nadie y destilan una mala uva muy selecta. Nada que objetar al papelazo de Luis Brandoni y a los secundarios que eso, que lo secundan. Alguno principalísimo como Robert de Niro. 

Pero la mejor serie sobre la nada sigue siendo “Seinfeld”, que es la mejor comedia de todos los tiempos. Tan absurda, tan genial, tan... malvada. Ya escribí una vez que sales de ver “Seinfeld” siendo peor persona, y eso, de algún modo, te llena de bienestar. Porque Jerry Seinfeld y sus amigos son eso: la nada, la inmadurez, el mariposeo, el caminar en círculos. Nada medio sensato brota de sus meninges, ni siquiera por azar -el fifty fifty de las decisiones- y verles es como estar asomado a la ventana, o tomando un café en el bar, o asistiendo boquiabierto a un claustro de profesores. O mirándote en el espejo.

La gente es “ansí”: la nada, el egoísmo, la vaciedad, el tocacojonismo sin fruto. La cortedad de miras. Al menos en este estrato de la sociedad, donde nada importante se decide y todo es limpiar o servir, o acarrear, o comparecer. Nada se inventa o se descubre por aquí. Todos somos prescindibles e intercambiables. Es eso: la nada.

“Nada”, sin embargo, la comedia de estos dos argentinos admirables, es una serie humanista, casi roussoniana: la del típico abuelo cascarrabias que en el fondo tiene un corazón de mazapán. Y que además es un crítico gastronómico de prestigio: un tipo importante en la sociedad bonaerense. El personaje de Brandoni no es un don nadie, y por ahí la serie ya desmiente su titular. “Nada”, al contrario que "Seinfeld", quiere dejar un mensaje en el espectador, una sonrisa, un buen rollo. Una esperanza de cambio en las personas. "No eres tú, pibe, sino la gente que te rodea". Si te dan amor y cariño puedes transformarte de crítico gruñón -¿la encarnación porteña del Anton Ego de “Ratatouille”?- en un abuelete conmovedor que se replantea su devenir. Pues bueno... Será que estamos en Disney +.





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Risky Business

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La magia del cine -una de ellas- es que te arranca simpatías por gente que en la vida real desearías que se estrellara. Que fracasara. Que ni siquiera existiese. Gente que ojalá lo perdiera todo, o casi todo, para saber cómo nos apañamos mes a mes los espectadores de la clase proletaria. 

Un ejemplo de esta incongruencia es el chaval al que interpreta Tom Cruise en “Risky Business”: un niño de papá a los mandos de un Porsche de 40.000 dólares de la época. Un gilipollas, un imbécil, un futuro explotador de sus asalariados. Un defraudador de Hacienda en ciernes. Un jeta. El próximo emprendedor con yate en el puerto y una esposa rubia cornamentada. Un hijo de la Escuela de Chicago que de momento hace méritos en el instituto Chupiguay, y que luego, en Princeton, accederá al saber milenario de cómo amasar dólares robándoselos a los demás. Dentro de la ley, o fuera, o con un pie dentro y otro fuera. Da igual. La libre empresa y todo eso. 

Y sin embargo, cuando se cruza en su vida esa prostituta de aviesas intenciones, te pones, no sé cómo, de parte del muchacho. Son las neuronas espejo, ay, que trabajan a destajo y siempre con mucha eficiencia, a poco que tengas el corazón hecho de carne y no de pedernal. Te pasas toda la película angustiado, deseando que todo sea como al principio de su aventura. Que sus padres, al regresar del viaje, no le pillen con la bragueta bajada, y con la casa expoliada, y con el Porsche en el taller. Y con la carrera arruinada. No debo de ser yo muy bolchevique si sufro por Tom y no por Rebecca, que solo es una buscavidas de quitar el hipo con su belleza. 

Supongo que es la solidaridad masculina: la certeza interclasista de que las pajas son un triste pero seguro consuelo pero seguro consuelo. Hay que estar muy seguro del pan para dejar las tortas. También se puede ir de putas, como hacen Tom y sus amigos en la pelicula, pero el siglo XXI nos ha enseñado que la moral sexual de 1983 ya está caduca y queda muy fea. Somos hombres modernos que conservamos el instinto de pecar, pero ya no la decisión del pecamiento. La represión de la cultura. Lo explicaba mi abuelo Sigmund de Viena.



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Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno

🌟🌟🌟


La memoria, a estas alturas, ya es un terreno tan árido como el desierto australiano donde George Miller ubicó el apocalipsis. Por culpa de la edad, y también por culpa del cambio climático, cada vez son menos los oasis verdes del recuerdo. Uno de ellos, casualmente, es la tarde en la que fuimos a ver “Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno”. Recuerdo que era día de colegio, viernes de anochecida, a comienzos del curso 85-86. Recuerdo aquella tarde como si fuera ayer mismo y no sé muy bien la razón, porque la peli está bien, pero no es para tanto, y estrenos como aquel yo viví a decenas en el cine Pasaje.

Allí mi padre sólo era un empleado mal pagado, casi esclavizado, pero sus familiares gozábamos del privilegio de entrar gratis, así que yo tenía entradas para invitar a los colegas del barrio o del colegio. Ellos me enseñaban los rudimentos de la vida y yo a cambio les invitaba al cine cuando llegaba el gran estreno de la temporada. Era lo justo y lo caballeroso.

También recuerdo que hacía mucho frío aquella tarde, pero no es un dato relevante: en el León de mi infancia siempre hacía frío a partir de septiembre, y no como ahora, que ya todo es verano agobiante y otoño eternizado. Recuerdo que no habíamos visto ni la primera ni la segunda parte, y que íbamos por la calle haciendo conjeturas sobre el espectáculo que nos aguardaba. Las de Mad Max eran películas ultraviolentas que nuestros padres nunca nos habían permitido contemplar, así que el morbo se mezclaba en nosotros con la ignorancia y la expectación. Meses después recuperaríamos Mad Max I y II trasegando ilegalmente por los videoclubs. Aún faltaban treinta años para que llegara la obra maestra de la saga...

Recuerdo que cerca ya de llegar al cine, donde mi padre nos cortaría la entrada en el vestíbulo, veníamos discutiendo si Tina Turner estaba buena o no. En los avances parecía que sí, pero también éramos conscientes de su edad un poco ya sobrepasada. Cuarenta y tantos, le calculábamos, y hacíamos así con la mano, multiplicando por cinco el número de latigazos con la muñeca. Quién los pillara ahora, los cuarenta y tantos...





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Luces de la ciudad

🌟🌟🌟🌟🌟


Con el final de “Luces de la ciudad” siempre lloro aunque no quiera. Aunque me ponga machito y active los sistemas de seguridad. Con alguien a mi lado podría contenerme, resistirme, aunque siempre habrá un estrangulamiento en la garganta que me traicione, un suspirito cabrón, una lágrima furtiva que me dejará como un tonto sentimental. Pero cuando estoy solo mis sistemas defensivos se derrumban, colapsan ante la emoción incontenible, y al final, mientras me aclaro los ojos y me sorbo los mocos, me quedo en ese extraño limbo que es la vergüenza propia acompañada de un alivio. Qué estúpidos somos los hombres, o al menos algunos hombres.

Da igual que la película sea de 1931, que sea muda, que sea cursi... ¡Aplastemos a los prejuiciosos! Porque Chaplin, eso hay que reconocerlo, en las cosas del amor era un tipo empalagoso. En otros asuntos era una mosca cojonera, un gamberro urbano siempre a la gresca con los ricachones y con los policías que los protegen. Mi héroe... Su salvación eterna consiste en que cuando se ponía cursi no lo escondía, iba a pecho descubierto, y eso nunca produce rechazo en el espectador. Y así, cuando menos te lo esperas, en "Luces de la ciudad" ya estás tú mismo tontorrón, enganchado al melodrama, conteniendo las subidas y bajadas de la respiración, que amenazan con inundarte de fluidos salinos o azucarados. 

Es muy puñetera, “Luces de la ciudad”. No hay quien resista ese final. No sé si son ellos, o la puta música, o esa cara de Charlot de payaso universal... Resbalas una y otra vez en ese romanticismo de gominola. Solo cuando ya han pasado diez minutos -y ya has recogido la cocina, y te has lavado los dientes, y te dispones a dar el último paseo al perrete- comprendes que la exciega no va a caer enamorada de Charlot. Que no habrá happy end. Que esto es un drama del copón. Quizá él confunde el sexo con el amor, pero ella, desde luego, confunde el amor con el dinero. Un minuto antes de descubrir que el vagabundo era su verdadero benefactor, ella estaba burlándose de él a carcajada limpia. No es que sea una hija de puta: es el instinto. 




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Misión Imposible: Sentencia Mortal (Parte I)

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A mitad de película tuvimos que parar porque ya nos dolía la cabeza. Yo tomé un café solo y Retoño uno con leche. Nos pusimos a hablar de lo enrevesado de la trama, pero también de lo buena que está Rebecca Ferguson, y de los ojazos que tiene Vanessa Kirby, como de muñeca japonesa del hentai. Bueno: esto del hentai lo he añadido yo. 

También salió el tema del jeto de Tom Cruise, sujeto a la osamenta por unos cirujanos cojonudos. Nos gustan mucho los pibones y nos cae muy bien el tío Tom, así que somos seguidores de la saga. Retoño es adicto desde que era pequeñín -entonces no era por los pibones, claro- y yo le sigo el rollo porque me sirven de divertimento entre tanto cine clásico y autoral.

Nos dolía la cabeza no en plan mal, de vaya mierda o de vaya rollo, sino en plan de computadora que ya no da abasto con el argumento. Yo juraría que algunas de mis neuronas se hicieron un nudo tratando de comprenderse. “Misión imposible: Sentencia mortal” es el rizo del rizo. El rizo 7.0. Y es solo la primera parte del colocón... Hace unas horas que terminó y ya no sabría muy bien cómo resumirla: está la CIA, el FMI, el MI6, unos rusos en un submarino, una IA global que se ha vuelto loca, un malo malísimo, una intermediaria de París, una asesina casi albina y una ladrona que roba sin saber lo que roba. Todos mezclan verdades con mentiras, o se ponen máscaras, o cambian de bando, y cuando ya crees que has retomado el hilo, te ponen a Rebecca Ferguson en primer plano y se te va el oremus otra vez. O te enchufan a Vanessa Kirby y te dejas llevar por otra fantasía que nada tiene que ver con la presente.

A los quince minutos regresamos a la película. En un momento de borrachera argumental, Retoño me preguntó si en algún universo paralelo me gustaría ser como Ethan Hunt: molón, resolutivo, eternamente joven, rodeado de mujerazas... Bueno: esto de rodeado de mujerazas lo he añadido yo.  Le dije no, que menuda angustia eso de levantarse todos los días sin saber de qué muerte vas a tener que escapar. Pero luego recordé que mañana, a primera hora, tengo una reunión de profesores en la que volverá a hablarse del ser y la nada. Y me arrepentí de la respuesta.






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The White Lotus. Temporada 1

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Mi historia con la 1ª temporada de “The White Lotus”:

1. Una mañana, hace meses, mientras tomo el café y husmeo en las noticias, me entero de que la serie ha ganado el Premio Emmy a la Mejor Miniserie. ¿HBO Max?: pues habrá que descargarla en la mula.

3. Me olvido del asunto.

4. Poco después, en la terraza del bar, el amigo me pregunta si ya he visto “The White Lotus”. Le digo que no. Me dice que la está viendo con su mujer y que no está nada mal. La serie, no la mujer. Que también. No le veo muy convencido. De pronto menciona que Alexandra Daddario tiene un papel. Mi amigo no ha terminado de pronunciar su apellido y ya siento un temblor en el perineo. La suerte está echada: veré “The White Lotus”.

5. Me siento a ver la serie. Parece “El exótico hotel Marigold” pero rodado en Hawai. Un rollo. Quiero desistir, pero Alexandra Daddario, cada vez que aparece, me borra las intenciones. “Es como un ángel en la playa...”, me había dicho el amigo. Tal cual. El personaje de su novio es un mentecato y yo no entiendo por qué ella sigue con él. Alexandra sería mucho más feliz conmigo, en La Pedanía, viendo las series donde ella misma participa.

6. Me planteo ver solo sus escenas, pasando las demás con el mando a distancia. Pero el montaje de la serie es muy puñetero y no lo permite. Los otros pesados se intercalan de continuo en sus aventuras. Alexandra es la mujer más hermosa del mundo, pero ella sola no compensa este sufrimiento en el sofá. Aguanto dos capítulos. Abandono. Lloro desconsolado.

7. Meses después, picado por la curiosidad, veo la 2ª temporada de la serie. Caigo rendido. Es una puta obra maestra y también sale una tía muy buena. Me planteo darle una segunda oportunidad a la 1ª. La escribió el mismo fulano. Algo tendrá. Me acuerdo mucho de Alexandra Daddario...

8. Dejo pasar la primavera y el verano, enredado en otras realidades y en otras ficciones, y me pongo a la tarea. La 1ª temporada no es como la 2ª, pero está de puta madre. Me pregunto en qué estaba yo pensando. 

9. Alexandra, al final, se queda con ese gilipollas. Es el destino fatal de las tías buenas. Va a sufrir de lo lindo. La amo.






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En el valle de Elah

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Viendo “En el valle de Elah” aprendimos que colgar una bandera del revés no es cagarte en la madre patria -al estilo de los satánicos cuando ponen la cruz bocabajo para ciscarse en Jesucristo-, sino dar un grito de ayuda en el campo de batalla. Tommy Lee Jones nos explicó que las banderas se izan así cuando el ejército está sitiado y pide refuerzos a los amigos, o clemencia a los enemigos. O cuando un ciudadano está transitoriamente decepcionado con su país -como le pasa a él al terminar la película- y quiere que los vecinos tengan conocimiento de su cabreo.

Está bien saberlo. Pero eso, claro, solo funciona con las banderas de diseño asimétrico, como la norteamericana de Tommy Lee, con ese rincón estrellado que rompe la monotonía de las barras. También funcionaría con la bandera Australia o de Nueva Zelanda, se me ocurre a vuelapluma. O en Uruguay. Pero no en Japón, por ejemplo, con ese sol rojo que siempre estaría en mitad del amanecer. Y tampoco en España, porque si a la bandera le quitas el escudo del águila o el perifollo constitucional -que vienen a ser más o menos lo mismo en lo simbólico- la dejas simétrica de sí misma con los colores de los borbones. 

Lo digo porque los fachas, en estos días tan convulsos, están sacando sus rojigualdas al balcón para ponerlas del revés y así emitir un grito de socorro a los caballeros andantes o a las potencias extranjeras. Más bien a los generales del ejército, a ver si se dejan bigotón y se atreven a sacar los tanques por las calles. Según los fachas, la patria se rompe, se devora a sí misma, y además hay unos bolcheviques en el Parlamento que quieren convertirlo en una cheka para fusilar a mansalva y luego subir los impuestos a los ricos, que es todavía mucho peor. 

No sé. A mí me da igual. Yo no tengo ninguna bandera en mi balcón. Una vez pensé en poner la bandera republicana -que es la única legítima- pero luego pensé que vendrían los fachas del pueblo a apedrearme las ventanas. Así que un lío. Prefiero llevarla dentro de mi corazón. 

Lo que sí voy a hacer, después de ver la peli, es colgar un póster de Charlize Theron desmaquillada en mi habitación. Y no del revés, claro. Bien derecha. A mis años, sí. 





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Crash

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En Los Ángeles la gente se conoce chocando con sus coches. Es una cosa cultural y muy llamativa. Allí es imposible conocerse en las aceras, topando como seres civilizados que desparraman los folios o enredan a los perros por las correas, porque nadie en realidad camina por la ciudad. Las aceras sólo existen para acceder a los inmuebles. Es más: si vas en autobús la gente se ríe de ti, y si vas caminando, te para la policía para saber si eres un agente comunista o un subversivo que contamina el medio ambiente con la goma de tus suelas. 

Es por eso -porque todas sus historias empiezan con un coche accidentado- que la película de Paul Haggis se titula “Crash” -hostiazo, en castellano- como también se titulaba “Crash” aquella otra de David Cronenberg en la que un grupo de tarados chocaban adrede y de manera frontal para excitarse sexualmente entre los hierros retorcidos y los huesos fracturados. Esta otra “Crash” que nos ocupa es más suave, más de andar por casa, y por eso llegó a ganar un Oscar antes de caer totalmente en el olvido. En esta película los grandes amores y los grandes odios nacen siempre de un modo involuntario: de un alcance por detrás o de un derrape en la autopista. Es un método infalible para ligar, ahora que lo pienso: localizas al objeto de tu amor, provocas un pequeño incidente de tráfico, y de las disculpas y del intercambio de datos puede que surja la chispa del romance. Pero hay que ir con cuidado, porque si el accidente es demasiado violento puede que la chispa encienda la gasolina del motor contigo dentro, atrapado por el cinturón de seguridad.

“Crash” es una película sobre el racismo. Es decir, sobre el clasismo, porque el racismo no existe. Sidney Poitier era admitido en la familia de “Adivina quién viene esta noche” no por ser negro, sino por ser médico. Los magrebíes que cruzan la valla de Melilla son moros; los jeques que aparcan sus yates en Marbella, árabes. Es la aporofobia, estúpido. Hay mucha gentuza que solo busca excusas para sentirse superior en la pirámide social. Para justificar una mirada que vaya por encima del hombro. El color de piel suele ser la más socorrida. 





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