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Hace unos meses llegaron a León varias decenas de Souleymanes. Los enviaba el gobierno central en función de los acuerdos territoriales. Llegaron en autobuses y los alojaron en un hotel medio funcional de las afueras.
Hubo, por supuesto, alarma social. En la prensa local apareció una asociación de vecinos que se había organizado en un santiamén con portavoces y secretarios. La verdad es que es la hostia: luego hace falta una sucursal bancaria o un consultorio médico y la mitad de estos paisanos no se presentan porque han votado a quien lo va desmantelando todo y les da como vergüenza. Hablo de esa gentuza, sí.
Los paisanos, y las paisanas, divididos a partes iguales entre gentes de orden y analfabetos funcionales, se quejaban de la presencia de los negros y de no haber sido escuchados por el gobierno. Los Souleyamanes aún no habían hecho nada pero ya habían sido quemados en efigie, como en los tiempos medievales. Me imagino que cerca de allí, en algún chalet adosado, estos ciudadanos esconden a tres precogs del crimen como aquellos que imaginó Philip K. Dick en “Minority Report”.
Una parte más amable de la prensa -la que no está mangoneada por el obispado o por las constructoras- se acercó al viejo hotel para hablar con los Souleymanes. Todos eran hombres jóvenes y negrísimos, con sonrisas envidiables. Aunque solo fuera eso: la sonrisa. De castellano, o no tenían ni idea, o manejaban cuatro palabras de supervivencia. Pero se les entendía de sobra: solo querían trabajar. De lo que fuera. Ganarse un dinerillo para sobrevivir y otro poquito más para enviar a las familias.
La alarma social se diluyó en cuestión de semanas. Las hijas no fueron violadas y las joyas no fueron robadas. No hubo atracos ni tirones. Las asociaciones se evaporaron y los Souylemanes dejaron de aparecer en la prensa. Supongo que poco a poco fueron encontrando aquellos trabajos que pedían con humildad: de friegaplatos, de barrenderos, de limpiadores de retretes o de porteadores de comida. Los mismos vecinos que se quejaban ahora se benefician de su explotación. Como empleadores, o como clientes. Es el ciclo de la vida.
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