Vota Juan

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No me molesta que Vota Juan sea un refrito de Veep cocinado a la española. Bienvenido sea el homenaje ibérico, la traducción al vernáculo. ¿Por qué no? La genialidad de Armando Ianucci puede ser cultivada en cualquier clima donde crezcan políticos de medio pelo, asesores merluzos, estrategas gilipollas, periodistas paniguados y, por supuesto, votantes sin criterio. O lo que es lo mismo: casi en cualquier lugar del mundo.



    Vota Juan retoma la idea genial del político tontolaba que va superando escollos contra todo pronóstico, le pone un sofrito de ajo y cebolla, unos choricitos picantes, un plato de buen jamón extremeño para acompañar, y por supuesto, para beber, un buen vino de Rioja, que es la patria natal de Juan Carrasco, el Juan del título, un político que ya no es de medio pelo, sino de pelo ninguno. Ni de listo ni de tonto. Un animal político, que se dice, de esos que nunca sabes si es que no llegan o es que se pasan. Un CI imposible de calcular, que lo mismo le pones un test y te sale un deficiente profundo que un genio incomprendido. Sólo tenemos que encender el ordenador o poner el telediario cada día -y más ahora, en estos tiempos tan excepcionales- para encontrarnos con varios Juan Carrasco que en realidad sólo saben de aparatos internos, de trapicheos de partido, de estrategias caciquiles, y que carecen de la inteligencia necesaria para conjugar el bien propio con el bien común. O eso, o que son más inteligentes de lo que pensamos…

    Supongo que en los países serios -los nórdicos, los canadienses, y poco más- , una serie como Vota Juan no puede hacer mucha gracia porque no conciben que un tipo como éste pueda gestionar los asuntos del bien común, y que nosotros, además, le dejemos hacerlo con nuestro voto. Y donde ellos, los rubios del Norte, sólo verían a un inútil que va causando vergüenza ajena, nosotros, los que padecemos esta lacra social, nos descojonamos de lo lindo en el sofá, porque estos impresentables de la serie son tan veraces, tan palpables, que casi dan miedo, y nuestra carcajada sirve para sublimar la inquietud profunda que nos provocan.



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The Crown. Temporada 1

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Desde que mis conocidos saben que estoy viendo The Crown -porque me llaman para que les recomiende una ficción que entretenga su encierro y yo me pongo a darles la paliza con que si The Crown es cojonuda y no pueden perdérsela, y que vaya diálogos, y que vaya actuaciones, y que menuda producción a lo grande, y termino por aburrirles con mi entusiasmo que es casi pueril y enfermizo- recibo, decía, muchos mensajes que me dicen que voy a volverme monárquico de tanto alabar la serie, de tanto mirar por la mirilla de Buckingham Palace a ver qué se cuece en la familia de los Windsor. Me lo dicen, claro -ahí está el chiste- porque siempre he sido un republicano acérrimo, de los de bandera tricolor decorando la intimidad del hogar. Un recalcitrante que descorcha una botella de sidra cada vez que llega el 14 de abril para celebrar que otra España es posible, desborbonizada, que será más o menos la misma, no me engaño, pero sin ese residuo que nos hace menos modernos y más medievales.



    Me dicen los amigos que como siga con esta coronamanía me va a entrar un síndrome de Estocolmo que me va a romper los esquemas. O un síndrome de Londres, mejor dicho, porque de tanto vivir entre los Windsor voy a traspasar la frontera que separa al plebeyo del monarca, al populacho de Sus Altezas. Y que al final los voy a tomar por seres humanos igualicos que nosotros, cuando se desnudan ante el espejo. El riesgo existe, es cierto, porque sé de gentes férreas como yo que han visto la serie y se han quedado boquiabiertas, abducidas, y que luego escriben o te comentan.: “Si es que al final somos todos iguales, y aquí cada cuál lleva su pena, y su frustración, y su conflicto de lealtades…”.  Los Windsor como los Rodríguez, no te jode, o los Churchill como los García, hay que joderse, porque la serie no sólo va de los estropicios familiares de la casa de los Windsor, sino también de la alta política que todas las semanas pasa consulta con la reina, el señor Winstorn apoyado en un bastón y coronado por un bombín.

    Yo, de momento, tranquilizo a mis médicos y les digo que todavía no he notado los primeros síntomas de la conversión. Sólo ahora, que me tocaba escribir esta crítica, voy a confesar que he rematado con una lágrima el último episodio de la primera temporada, porque hay una declaración de amor de la princesa Margarita a su amado Peter que jolín, qué quieren que les diga, vale lo mismo para una princesa británica que para una poligonera de Orcasitas, o para una vecina de esta pedanía mía que ande con desamores Sólo ahí, en las cuitas del amor, me reconozco sensible e identificado con estos sangreazulados que si no pertenecen a otra especie, hacen todo lo posible por parecerlo.


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Los miserables

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Un siglo y medio después de que la Comuna de París fuera barrida de las calles, estamos más o menos como estábamos. O incluso peor, porque debajo de la capa de proletarios ha emergido -o más bien “sumergido”- otra casta de miserables que ya ni siquiera van a poder trabajar. Los hijos de quienes una vez vinieron a limpiar mierda y a recoger fresas por cuatro céntimos la genuflexión. Una clase social -la tercera en discordia -que no entra en ningún análisis marxista de la cuestión, porque Marx sólo distinguía entre quien poseía los medios de producción y quien producía las cosas con sus manos, o con sus herramientas.



    Los proletarios modernos, es cierto, viven más y mejor que en el siglo XIX, porque los revolucionarios, los huelguistas, los socialistas que poco a poco fueron obteniendo el poder, lograron que ahora tengamos garantizado un techo estable, una comida  caliente y tropecientos canales en la tele para entretenernos por las noches. Desde que Marx y Engels anunciaran que un fantasma recorría los países de Europa, por cada revolución exasperada de los pobres siempre ha estallado una contrarrevolución mortífera de los ricos. Pero en los últimos 150 años, en cada armisticio firmado en la lucha de clases, el pobre siempre ha conseguido subir un pequeño escalón en la mansión del bienestar. En los tiempos de Los miserables de Víctor Hugo no existía la Seguridad Social, la vacación pagada, la jornada laboral de ocho horas… No se produjo el vuelco histórico que Marx anunció en sus escritos, pero al menos, la burguesía, comprendió que la masa explotada y famélica era mala compañera de viaje en el mundo de los negocios.

    Pero esta gente, los miserables modernos, ni siquiera tienen el privilegio de ser explotados a cambio de un jornal de subsistencia. Son una clase verdaderamente desposeída, aburrida, desesperada, que dedica su tiempo vacío a mirar por la ventana, a jugar en el polideportivo, a enredar con asuntos que al final terminan en un trapicheo de drogas, en un imán que recluta soldados, en una algarada callejera que termina como el Rosario de la Aurora…



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Futurama. Temporada 3

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Esta mañana, al levantarme, he recordado que tenía un condensador de Fluzo guardado en el trastero. Los regalaban a la salida del cine, en 1985, cuando salías de ver Regreso al Futuro en pleno flipe, con los colegas, y te disputabas el adjetivo más sonoro, el elogio más malsonante, “qué de puta madre, tío”, mientras mirabas a las chicas de reojo y escuchabas atentamente sus conversaciones, a ver si alguna se había perdido en el tema de las paradojas temporales y tú, con amabilidad, en plan servicio público, no para ligar y esas cosas, podías explicarle lo que decía Albert Einstein sobre la aceleración y la deformación del espacio-tiempo…

    El condensador de Fluzo era de mentira, claro, un trozo de cable en Y metido en una caja de plástico transparente. Tan de mentira que quizá lo soñé, que me lo regalaban, en el vestíbulo del Teatro Emperador, para que lo pusiera en el coche de mi padre -que tampoco tuvimos nunca- y jugar a que si pasábamos de 140 kms/h por la autopista nos íbamos de viaje a las Cruzadas, o al año 10.600 de nuestra era, cuando quizá, por el turno rotatorio, ya les toque a los etíopes o a los somalíes ser los amos del mundo.



    Sea como sea, yo, esta mañana, me he encontrado un condensador de Fluzo donde guardo los juguetes que nunca tiraré. Si ha sobrevivido a las mudanzas del trabajo o del desamor, o si ha aparecido por una intervención divina de san Emmett Brown, patrón del Taxista Interespacial , será cuestión que habrán de aclarar los exégetas del futuro. Los biógrafos de mis singulares andanzas.

    He sacado el condensador de Fluzo de la caja, lo he metido un par de segundos en el microondas -a ver a qué época me llevaba, por azar, cualquier cosa menos el marasmo amenazante de estos días-, y he aparecido justo en el año 3002 de nuestra era, en el mundo de Futurama, quizá porque al otro lado del salón-comedor, en la tele, me había dejado el DVD puesto de ayer por la noche. Otro se hubiera llevado un susto del copón, al ver la Tierra tomada por extraterrestres, tan sucia como siempre, hiperpoblada, más que superpoblada, con gente que no parece haber aprendido nada de toda esta movida, y de las otras que nos habrán golpeado en los mil años que nos quedan. Yo, en cambio, me he sentido tan a gusto, como en casa, en el mundo de Fry y Bender, porque ya son muchos los episodios, y mucha la familiaridad, y el cariño, que tengo con ellos. Y, porque además, no me llevo a engaño. Estos días me han preguntado ya cien veces por las redes sociales: ¿vamos a aprender algo de todo esto? La respuesta, obviamente, es no. El homo sapiens no da para más. El capitalismo y la estupidez no habrán alcanzado el famoso “pico” ni siquiera en el año 3002. Queda mucho por remar. Y las mutaciones del ADN, ay, que podrían transformarnos en otra especie más luminosa, son más lentas que los caballos de los malos.


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Carol


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Hasta 1962, en Estados Unidos, dos personas del mismo sexo que se acostaban juntas estaban infringiendo la ley. Podían desear a quien les diera la gana, por supuesto, porque América era un país libre, lleno de oportunidades, pero si te pillaban convirtiendo la potencia en acto, te enchironaban, o te enviaban a un centro psiquiátrico para reeducarte los circuitos. En 1962, el estado de Illinois salió de la Edad Media por un agujero de la ratonera y se convirtió en el primero en derogar aquello que se llamaban “leyes de Sodomía”, que imagino que también incluían otras prácticas eróticas de la homosexualidad. A partir de ese momento, todos los estados de la Unión fueron reformando sus legislaciones en contra del clamor de los pastores de almas, y de sus combativos feligreses.  La última ficha de dominó cayó en el año 2003.



    Mientras tanto, la Asociación Americana de Psiquiatría, que tenía incluida la homosexualidad dentro de su catálogo de trastornos mentales, salió del medievo tras una sesión de psicoanálisis muy liberadora y abrazó la alegría del Renacimiento en 1973. Mientras los legisladores iban borrando el delito, ellos iban restaurando la dignidad. Aún así, la Organización Mundial de la Salud -que ahora anda tan viva con esto del coronavirus- tardó 17 años como 17 pares de cojonazos en eliminar la homosexualidad de su listado de enfermedades mentales. Antes del 17 de mayo de 1990, dos hombres que se besaran en la calle, o dos mujeres que se acariciaran en la misma cama, eran, para los doctores de la OMS, unos tarados sujetos a terapia y a pastillas muy concretas que se vendían en botica.

    Éste es el mundo no homofóbico, sino homobeligerante, que viven Carol y Therese en la película. No sólo un amor clandestino, sino además un amor de trastornadas. No sé a dónde podrían haber huido para vivir su amor en plenitud, en los años 50, pero a España no, desde luego. Hasta 1978 -fecha en la que ya éramos todos democráticos y juancarlistas- no hubo tiempo para derogar la ley de Peligrosidad Social del franquismo, heredera de aquella otra tan famosa de “los vagos y maleantes”, que salía mucho en las películas, y en los cómics, y en las reprimendas de nuestros abuelos. Y entre los vagos, y los maleantes, y los elementos sociales peligrosos, estaban los homosexuales, y las lesbianas, que cada vez que se besaban o profanaban sus cuerpos hacían llorar al Niño Jesús -nos decían los catequistas, y los curas de las parroquias, que luego, con el correr de los años, ya ves tú…



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Richard Jewell


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No. No fue Richard Jewell quien puso la bomba en el Parque del Centenario, en Atlanta, cuando se celebraban los Juegos Olímpicos del lugar. Lo cuentan al principio de la película -que, por cierto, es otra muy recomendable de Clint Eastwood, como si estuviera tomando Viagra para cineastas-  así que no estoy haciendo ningún spoiler, ni estoy sujeto a demanda penal de los cinéfilos enclaustrados en su salón. Pero jolín, qué pintaza tenía, de sospechoso, el tal Richard Jewell... En eso estoy con los agentes del FBI, que después de entregarle el papel de “El Gobierno de los Estados Unidos ya no le considera sujeto a investigación…”, todavía se le quedaron mirando, con cara de mala hostia, llevándose los dedos índice y corazón a los ojos en plan macarra, poligonero, susurrando entre dientes “Aún sé dónde vives, motherfucker, ándate con cuidado y tal…”.



    Richard Jewell, por lo que cuentan en la película, era un hombre incapaz de matar una mosca, más bien algo mermado, inocentón, siempre viviendo entre las faldas de mamá, pero muy capaz de salir a cazar venados con una fusilería que ya quisieran para sí muchas comandancias de la Guardia Civil, en nuestro terruño desabastecido. Amante de las armas, caucásico de la White Trash, y soñador de heroísmos mediáticos desde su juventud, cuando el FBI -en típica escena de los americanos de “Hola, soy el sheriff del Condado y ésta es mi jurisdicción”, “Pues yo soy el jefe del Distrito y ya se puede ir largando usted”, “¡Pues quieto todo el mundo, a callarse todos, esto es un delito federal…!”- cuando el FBI, decía, toma las riendas de la investigación y pasan los días sin encontrar una pista fiable, deciden que la cabeza de turco más plausible para aplacar los miedos de la población será el mismo tipo que al principio todos tomaron por un héroe, porque Richard, sin faltar a la verdad, aseguraba haber sido el primero en descubrir la mochila explosiva, y haber despejado la zona para evitar un número mayor de víctimas.

    ¿Quién rompió el cristal?: pues el mismo que luego vino arreglarlo, como en El chico, la película de Chaplin. Una ilógica aplastante. Perversa, pero con antecedentes en el mundo criminal. Los americanos mismos, en su corta pero intensa historia, han puesto muchas bombas por la geografía para luego personarse como los artificieros del asunto, con los marines… No era el caso del pobre Richard Jewell.



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La virgen de agosto

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La verdad es que ahora, cada vez que regreso a León, me siento como un turista en mi propia ciudad. Como Eva, por Madrid, en La virgen de agosto, solo que ella lo hace adrede, fingiéndose la despistada, la recién llegada, aprovechando la canícula para recorrer una ciudad que sin gente ya no parece la misma. Y así, de paso, a ver si ella también puede colar como distinta, como otra Eva, aunque los pelmazos de sus exnovios se le aparezcan una y otra vez por las verbenas de chulapos y chulapas.



    Pero la sensación de ser un turista en León se desvanece al segundo día de pasear. Supongo que al principio sólo es el mareo del desembarco, la inercia de haber pasado varios meses en otro lugar que no se le parece ni remotamente. En la pedanía vivo, trabajo, enseño los rudimentos del fútbol. Vivo absorbido, y absorto, con mis cosas, con mis tonterías, y cuando regreso a León es como si me despertaran de la realidad para introducirme en un sueño recurrente. León se ha vuelto eso: un sueño recurrente. Uno que cuando vuelves a vivirlo te resulta familiar, y pasado el primer extravío ya te encuentras acomodado en él, y saludas a los protagonistas, hola, colegas, qué tal os va, y reconoces las calles como decorados del viejo teatro donde trabajaste de actor media vida.

    Y sin embargo, ese primer día de despiste siempre es el mejor: la altitud de León me hace respirar mejor, hace frío por las noches, y en el agua del grifo reconozco el sabor inodoro e insípido de mi infancia. Compro unas patatas en Blas, pido unas sopas de ajo en el Gaucho, y me quedo mirando la Catedral con el estupor propio de los turistas que profesan el ateísmo. Es el ritual propio del recién llegado a la ciudad... Pero luego, al día siguiente, León empieza a asfixiarme. La conozco palmo a palmo, revés a revés. Golpe a golpe y verso a verso, como decía el poema. León es una ciudad demasiado pequeña, demasiado vivida, y si encima le quitas los barrios periféricos que nunca tuve que pisar, se te queda casi en una aldea donde todos los rincones tienen una historia mía que contar: un beso, un rechazo, un partirse de la risa, un balón pateado, un resbalón inoportuno, un bareto que cerró, el parque donde me enamoré perdidamente… León es un museo de mí mismo, un recorrido teatralizado por la vida y obra de este chiquilicuatre que estuvo allí 22 años semienterrado entre los libros. Y no me gusta verme, ni en las fotos, ni en los recuerdos.


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Hermanos y enemigos: Petrovic y Divac

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Yo siempre he sido de fútbol, de toda la vida, porque me crie en un arrabal que no reconocía otro deporte, y en un colegio que no admitía otro motivo para soltar adrenalina contra los de 4ºB, en los recreos. Pero luego, en mi adolescencia, rodeado de chicos burgueses en los Maristas,  jugué mucho al baloncesto, y como se me daba bien el ganchito de Kareem, y el tirito de media distancia, me aceptaron en sus partidillos de fachas contra fachas, jugando de 4, como dicen ahora, o de pívot bajo, como decíamos entonces, porque yo con 15 años ya medía lo mismo que ahora, pero sin resultado con las chicas, que los preferían justo más bajos, o justo más altos, en el colmo de la mala pata, y mi cuerpo, ante la duda, se quedó justo en el medio, como el burro de Buridán, sin decantarse por crecer un poco más o restarse un par de centímetros sobrantes.




    Yo, en la clandestinidad, con los chicos del barrio, seguía siendo futbolero de toda la vida, pero el 20 de abril de 1988, en Eindhoven, la Quinta del Buitre quedó eliminada de la Copa de Europa, y de la llorera que pillé, y del dolor que sentí, renegué para siempre de este maldito deporte tan sujeto al azar, y a la racanería, y empecé a soñar con otra hazaña deportiva que ya no sería, ay, la séptima orejona en las vitrinas del Real Madrid (llegaría, sí, diez años después, pero ya en otra vida...) Desde aquella noche aciaga de Van Breukelen imbatido, mi fantasía de sillón-ball pasó a ser que los yugoslavos les ganaran un partido de baloncesto a los americanos, en la final de los Juegos Olímpicos, si podía ser, en olímpica humillación. Pero no a los universitarios que entonces enviaban los yankees, atrevidos pero bisoños, sino a los profesionales que ya por entonces amenazaban con juntarse y salir a pasearse por las canchas, y a descojonarse de la risa…

    Para que los yugoslavos pudieran acometer tal hazaña tenían que jugar todos juntos: Vlade Divac, y Drazen Petrovic, y Tony Kukoc, y Dino Radja, aquella generación maravillosa que eran como los Globetrotters nacidos en los Balcanes. Un orgullo para Europa, que en lo del basket estaba a años luz de los americanos prepotentes. Pero estalló la guerra en Yugoslavia, los croatas se fueron de la selección, las amistades se rompieron, y cuando todo aquello terminó, demasiados años después, la generación de oro ya no estaba en plena forma, y Drazen Petrovic, el jugador que marcaba las diferencias, ya estaba retirado en su tumba nevada de Zagreb, prematuramente, porque el azar también juega al baloncesto, y juega malas pasadas en las autopistas.



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Los odiosos ocho


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Justo el día en que vuelvo a ver Los odiosos ocho porque no me acordaba de nada, de la primera vez, y ahora hay tiempo de sobra para ver estos metrajes imposibles de Quentin Tarantino, en Estados Unidos, precisamente, en California, las autoridades han declarado el estado de alarma a la española, que en origen fue a la italiana, y antes a la china, como si los gobernantes fueran pasándose una receta macabra por el WhatsApp, o por el teléfono rojo.  Y de pronto, en mi cabeza, se han conectado las dos cosas: los vaqueros indómitos del Oeste, con sus pistolones, su ley de la frontera, su desprecio supino por la autoridad, y los americanos de ahora, a sólo cuatro generaciones de aquellos, que todavía no han enmendando ninguna enmienda armada de su Constitución, y que van a ser interrogados en los controles de carretera, y en los paseos marítimos del monopatín, “¿usted a dónde va, motherfucker?”, como si el Séptimo de Caballería se hubiera desplegado más allá de las Montañas Rocosas.



    Aquí, en Europa, los Fuerzos y Cuerpas de Seguridad intimidan lo suyo porque sólo ellos, fuera de los montes conejiles, pueden llevar armas al cinto. Y al hombro, y así debe ser, además, para que Puerto Urraco no se expanda hasta Castelldefels, o más allá.  Quizá también acojonen lo suyo en California los policías, y los de la Guardia Nacional, porque California, y la costa Oeste en general, y todo lo que viene a ser la Nueva Inglaterra del Mayflower, es más Europa que otra cosa, y allí se cultivan hasta gobernadores socialistas, y alcaldes prosociales, y si algún día vienen las turbas de Donald Trump a expulsarlos armados de antorchas y tridentes, sólo tienen que coger el barco y venirse a tierras más promisorias.

    Pero qué sucederá, ay, cuando el estado de alarma se declare en Texas, o en Tennessee, o en el estado natal del Gran Wyoming, y a esos tíos que ahora salen a comprar el pan con un AK-47 bajo el brazo, y un par de revólveres en el carricoche del niño, les digan que no, que muy mal, que no se puede salir en grupo, que respeten la distancia de seguridad, y que si no tienen otro supermercado más cerca de casa…



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Hechizo de luna

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“El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, decía Marcial Ruiz Escribano, que era el garrulo al que daba vida Ernesto Sevilla en Muchachada Nui. Marcial era un cateto fetén, manchego, pero extrapolable a cualquier lugar de nuestra geografía, con su boina, y su chaleco, y su palillo entre los dientes. Y aunque algunos se vistan de Armani y se perfumen con lo nuevo de Christian Dior, en el fondo, enfrentados al espejo, desnudicos con nuestros pelos y nuestras foferas, todos somos unos catetos que sonreímos con la chorraduca de Marcial, porque la intuimos muy cierta, y sabemos que el amor no resiste un análisis racional de pros y contras, de ventajas e inconvenientes, sino que uno se enamora, así, pum, en una mirada, en una cita del Tinder, y que el resto ya queda en manos de la diosa Fortuna.



    Me he acordado de Marcial mientras veía Hechizo de luna porque todos sus personajes andan muy preocupados por escoger bien, a su marido, y a su mujer, e incluso quien ya escogió sigue preguntándose si hizo bien, y si hay tiempo todavía para el arrepentimiento, y salen de picos pardos con la luna llena a ver si encuentran un candidato que reúna mejores cualidades. Una película de adúlteros, y de adúlteras, de gente que hace y deshace compromisos porque andan al mejor postor, y juegan con dos barajas, y sudan la gota gorda pensando que llevan la peor baza en la partida. Un no parar. Un angustia existencial. Hechizo de luna es una comedia porque en su día la vendieron así, y porque al final, la verdad sea dicha, todos terminan encontrando su acomodo y su cama acogedora. Y como decía Fernando Trueba que dijo una vez Marcel Pagnol:

    “En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer, y si follan, es una comedia, y si no, ¡es una tragedia!”

    Pero en el resto de la película se masca el nerviosismo, el sufrimiento casi coronario de quien se enamora pero recula, de quien recula pero no se aleja del todo, y es como una gran tragedia griega ambientada en el Nueva York que aún tenía dos Torres Gemelas en la bahía. Que salen justo al principio de la película, enmarcando el hechizo de la Luna, pero que no se beneficiaron mucho de él, la verdad.


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Vengadores: La era de Ultrón


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En Los Vengadores, la era de Ultrón, Tony Stark alimenta el sueño de crear un superprograma informático que proteja la paz en el mundo. Algo así como una red neural, o como un caparazón de energía, no sé muy bien, porque después de cada ración de hostias quedo aturdido en el sofá, sonaja perdido, que ya no son edades para aguantar el CGI a toda potencia de gráficos y decibelios. Y así, cuando los Vengadores se sacuden el polvo de la batalla para ponerse a filosofar, a contarse sus cuitas personales y a soñar con planes de futuro, tardo un rato en saber de qué narices están hablando. Porque sucede, además, que Tony Stark sólo habla para entendidos, para iniciados en la protomateria del universo, y el único de los musculitos que puede seguirle el rollo es el doctor Banner, cuando no anda por ahí repartiendo gallofas disfrazado de La Masa. Y porque encima, para más inri de mis entendederas, para obligarme a tardar unos segundos extra en prestar atención, anda por ahí Scarlett Johansson buscando a Jacq’s, vestida de cuero ceñido hasta el sofoco, hasta el desbordamiento de los encantos, interpretando a la Viuda Negra que habla con acento ruso y te pone más en guardia todavía. Mi Natasha, la Romanoff…   




    Sea como sea, Tony Stark, al principio de la película, hace cuatro cálculos, consulta un par de ordenadores y pone en marcha un holograma que habrá de defendernos de todo Mal Humano y Asgardiano. Pero el programa informático le sale más listo de lo que él pensaba, tan listo que se vuelve autónomo en un santiamén, se pone a pensar por sí mismo, y analizando todos los datos disponibles en internet, concluye, en apenas unos pocos segundos, que la paz en la Tierra sólo va a estar garantizada si el homo sapiens perece en un extinción masiva. Ultrón -que así se llama el malvado eugenésico- decide que lo mejor será coger un gran trozo de tierra, elevarlo hasta la estratosfera, y dejarlo caer para provocar un caos climático como el que hace 65 millones de años se cargó a los dinosaurios. Un craso error, claro, porque los Vengadores, todo lo que sea a fuerza bruta, a pura hostia, son invencibles, y un pedrusco que amenaza con provocar el invierno de mil años no es rival para ellos. Si Ultrón hubiese decidido fabricar un virus que nos fuera liquidando de uno en uno, así, pequeñito y esquivo, a ver qué narices hubieran hecho los Vengadores para defendernos. Pero estaríamos en otra película, claro.



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Le Mans '66

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Como esto del confinamiento va para largo, y además creo que he pillado el virus de la tontuna, he desperdiciado la tarde con otra película que ni me va ni me viene, como la de ayer de Los Vengadores. Le Mans ’66 es una película de coches de carreras, viejunos, del año 66 precisamente, pero que corrían casi tanto como los de ahora, o incluso más. Se ve, por lo que cuentan en la peli, que aquellos tipos iban como locos, a velocidades de vértigo, matándose por las curvas, en coches que pesaban cada vez menos y aceleraban cada vez más. Y que en esto, para poner freno, y salvar vidas, la tecnología del automóvil ha ido involucionando para poder evolucionar, y ha bajado las revoluciones del motor para que ahora, en el año 2020, los coches no anden ya por los 400 kms/h o más, como aviones a punto de despegar de la pista.



    Uno, la verdad, ha visto Le Mans ’66 rascándose la cabeza como un primate que no entiende nada, curioso y fascinado, eso sí, pero sin llegar a comprender la entraña del asunto -más allá de que los americanos siempre ganan cuando se lo proponen, claro, y sólo pierden cuando les da la gana, o cuando deciden no presentarse, porque están a cosas más importantes. Pero nada más. En lo puramente automovilístico, que es lo que aquí se explicotea, yo ando más bien pez, y pez en tierra además, porque de coches, lo confieso, sólo sé que tienen cuatro ruedas, que llevan gente dentro, y que en el maletero caben varios paquetes de papel higiénico del Mercadona. Y esto según los modelos, claro, porque los coches baratos tienen maleteros pequeños, los coches caros incrementan su capacidad, y luego, curiosamente, cuando llegas a las gamas más altas, que son los coches deportivos como los de la peli, los maleteros vuelven a hacerse más pequeños, casi residuales, como si el yupi o la ricachona de turno presumieran de “yo no lo necesito, mi criado hace las compras por mí…”.

    Y poco más, por mi parte, de sabidurías automovilísticas: que unos coches van con gasolina, y otros con gasóleo, y que unos contaminan menos, pero corren más, o viceversa, o qué se yo... Los coches no son lo mío, definitivamente. Nunca tuve, ni de niño, ni de mayor, y cuando los hombres de verdad se ponen a hablar de sus autos, o de la Fórmula 1, o de la carrera NASCAR de Rayo McQueen, yo, avergonzado, en el bar, miro el periódico distraídamente, esperando que se les acabe la gasofa.



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Los Vengadores

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La verdad es que es una soplapollez, esto de Los Vengadores. Pero eso lo digo ahora, con 48 tacos, con canas en los huevos, y mientras veo la película y al unísono me sobo los mismísimos, yo mismo comprendo la incongruencia de estar aquí, en el sofá, sin afeitar, pasando la cuarentena -que es también de los mismísimos- viendo esta película de tipos con pijama que se pegan unas hostias descomunales, como catedrales, o como casas del señor Stark, cuando podría estar viendo una película de John Ford, o de Ingmar Bergman, recuperando el sentido común del cinéfilo que presume de tal. O viendo la primera temporada de The Crown, que dicen que es la polla de Buckingham Palace, y que tengo descargada desde tiempos inmemoriales, para aprovechar el tiempo cuando llegaran las vacaciones, o un virus de los chinos, a joder la marrana.



    ¡Pero ay, por los dioses de Asgard!, si esta tontería de Los Vengadores me llega a pillar en la adolescencia, cuando devoraba los cómics de Marvel -y los de DC Cómics, que eran los de Batman y Superman, y los tebeos de Superlópez, que eran la coña patria del asunto- y los intercambiaba con los amigos que también estaban en el ajo, y hasta los vendíamos en el rastro de León cuando ya nos aburrían, y necesitábamos pasta fresca para comprar otros nuevos, que allí nos plantábamos, con 12 o 13 años, con un par de mismísimos, a las ocho de la mañana de los domingos, en la Plaza Mayor, al lado del gitano que vendía la chamarilería, y de la pesada que vendía los casetes del folklore leonés, y que nos aturraba a todas las horas con la misma cinta puesta en bucle.  Que cuando llegaban nuestros padres a traernos el bocadillo, y a preguntarnos que qué tal, las ventas, y la experiencia, ya no sabíamos si estábamos en la Plaza Mayor o en un concierto de La Braña.

    Los Vengadores, en aquella edad de los cómics, habría sido para mí una obra maestra, incontestable, no sujeta a crítica, ni a mácula de lenguas viperinas. Como la mía, por ejemplo, ahora... Yo soñé muchas veces con este sueño que se ha hecho realidad tan tarde, para mí: el de la conversión de los cómics en carne y hueso, gracias al CGI, que es una tecnología que obra el milagro de la transustanciación, como los curas en la eucaristía, o como los políticos cuando transforman la mentira en verdad, o viceversa.



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Delitos y faltas

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De niños, en el Parvulito, que era nuestro libro de texto obligatorio, nos enseñaban que allá arriba, en el Cielo, pero sin salirse de los límites de la atmósfera para no perderse detalle, flotaba un ojo dentro de un triángulo que nos vigilaba, y que era el mismísimo Ojo de Dios. Un Ojo muy parecido -como descubrimos años después- al Ojo de Sauron, el de Mordor, pero éste del Parvulito ingrávido, sin torre, que para eso era divino y más antiguo.  (Del otro Ojo, por cierto, porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y le suponíamos antropomorfo e incluso con gafas, nunca tuvimos noticia oftalmológica, ni teológica, pese a los largos años de catecismo, así que digo yo que el Ojo Innombrado seguramente vigilaba a los pecadores de otro planeta, o se quedaba en el Cielo, de guardia, más allá de la nube, para que a los ángeles sin sexo no les creciera la colita, ni a las ángelas la peseta).

    El Ojo de Dios -nos decían las católicas maestras- lo veía todo, todito todo, aunque pegáramos el chicle debajo del pupitre, o nos diéramos puntapiés cuando ellas no miraban. Nosotros no lo entendíamos, claro, porque éramos muy pequeños, sólo cinco o seis añitos tratando de comprender el mundo, y al único personaje que conocíamos con semejantes poderes era Superman, el de los cómics -que ni película había todavía- porque Superman podía ver a través de las paredes, y de los pupitres, con sus rayos X del copón. Pero Superman no era un Dios, ni un dios siquiera, sólo un tipo terrenal, kryptoniano más bien, que encima molaba mucho, y no asustaba como el Dios irascible y vengativo de aquellos textos.  



    Quizá por eso, porque las maestras veían que nos íbamos a descarriar sin remedio, y porque los responsables de la editorial Álvarez ya tenían conocimiento de tal problemática, unas páginas más adelante, en el Parvulito, aparecía una parábola que no era bíblica porque aparecía un frigorífico impropio de los desiertos antiguos. En la parábola, un niño de nuestra edad abría el frigorífico a escondidas, se comía un trozo de la tarta preservada para una ocasión especial, y antes de que su madre le pillara, y antes de que el mismísimo Ojo Flotante procesara la información, sufría un remordimiento en el estómago que no era un corte de digestión, sino la mordedura de un gusanillo: el Gusanillo de la Conciencia, que venía a ser como la segunda vacuna para nuestra moral. La moraleja era clara: si no crees en el Ojo Vigilante, cree, al menos, en el bicho que te comerá las entrañas cada vez que desobedezcas a la autoridad: la civil, o la religiosa, o tu madre armada con una zapatilla.

    De todo esto – de criminales con gusanillo de la conciencia, de criminales que ya lo digirieron hace tiempo, de hombres que necesitan a Dios para comportarse como seres humanos, y de ateos que no lo necesitan para comportarse como Dios manda, va Delitos y faltas, que es una obra maestra de Woody Allen perteneciente a su período, precisamente, de las obras maestras.

    (En Delitos y faltas fue donde aprendimos, además, gracias al personaje de Alan Alda, que C=Tr+T)



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Lo que hacemos en las sombras

🌟🌟🌟🌟

Yo he nacido para vampiro. Lo llevo en la sangre. Es ponerse el sol y me entran unas ganas locas de vivir. Durante el día vegeto, bostezo, hago como que entiendo a mis semejantes. Hace siglos que no me levanto de la cama descansado, risueño, con ganas de hacer cosas, y es por culpa de la luz, que se filtra por la persiana. O que ya se presiente, en los amaneceres invernales. Me ducho, tomo el café, saco al perrete, y ese primer contacto directo con el sol es contradictorio, por estimulante. Pero ahí termina la fotosíntesis de mis células. A partir de ese subidón, paso horas en hibernación, moviéndome entre las sombras. Y el caso es que gestiono con cierta solvencia los trabajos, los encargos, los platos en el fregadero. Nadie se queja en exceso, y la cuenta en el banco permanece más o menos estable. Se ve que he aprendido a disimular... O a trabajar en segundo plano, en subrutina, como los ordenadores, mientras estoy que me caigo por las esquinas. Suelo llevar, eso sí, cara de merluzo, de introspectivo, y la gente que me quiere dice que soy un tipo con “vida interior”, de pensamientos profundos, y no saben que en realidad voy medio muerto, medio vivo, alelado perdido, mientras el sol se mantiene orgulloso sobre nuestras cabezas. Y el verano ya está ahí, llamando a la puerta, aterrador… Summer is coming.



    Desde que amanece soy un Nosferatu que anhela el anochecer. Porque al anochecer empiezan las cosas que más me gustan de la vida: el fútbol de los grandes partidos, y las películas que necesitan el salón en penumbra. La mantita en el sofá. O ir de vinos nocturnos, con los amigos, o con los amores, a arreglar el mundo, a echarse unas risas, a besarse en los callejones. Y lo otro, claro, que mola mucho más por la noche, porque por la mañana todo es halitosis, y por la tarde siempre se anda de digestiones, te pongas como te pongas.

    Creo, en fin, que me lo pasaría de puta madre con estos tres golfos de “Lo que hacemos entre las sombras”, vampiros de verdad, residentes en Nueva Zelanda, que reviven a la misma hora que yo revivo, pero con doce husos de diferencia, claro, por lo de vivir en las antípodas. Son unos cachondos de la hostia, buena gente, exquisitos en las formas, y además ellos no tienen la culpa de ir por ahí asesinando a su sustento. Quedaría con ellos en fines de semana alternos, eso sí, porque vaya marcha que llevan, los tipos, vaya desparrame, el Vladislav, el Viago, y el Deacon, que tienen ochocientas castañas cada uno y están mucho mejor que yo, que sólo soy un vampiro de boquilla, de vocación, a caballo entre dos mundos, sin atreverme todavía a dejarme morder en el cuello.



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Coupling


🌟🌟🌟🌟

Yo también era muy de Friends, sobre todo de Chandler, que era el personaje más tontaina y salidorro del plantel. Un tipo como yo, pero más guapete, y con la frase justa siempre entre los labios (qué suerte, jolín, contar con un equipo de guionistas para cumplir como un señor en las grandes ocasiones: en las laborales, y en las sexuales, y sobre todo en las fiestas con los amigos, donde uno se juega el honor del apellido). Entre eso, y que las chicas de Friends estaban todas jamonas, reconozco que se me escapó una lágrima en el último episodio de la serie, cuando los personajes cerraron los dos apartamentos para irse a vivir la vida de los adultos: a casarse, a divorciarse, a vivir el estrés espeluznante de los americanos trabajando… Friends estaba bien hecha, tenía diálogos muy ágiles, y se ha convertido en una nostalgia recurrente para los cuarentones que estamos tomando un vino y de pronto nos quedamos sin conversación, el horror vacui de quien ya no sabe por dónde tirar cuando falla el tema del fútbol, de la gripe, de las series infinitas que ponen ahora.



    Alguna vez he intentado retomar Friends en un canal de la TDT que la repone a todas horas, pero ya no me sale la sonrisa como antes. Con la edad, el humor se me ha vuelto  más bilioso, más vitriólico, y el guante blanco de Friends -que sólo muy vez en cuando dejaba una zurrapilla en el calzoncillo-  ya no me curva los labios hacia arriba. Ahora me doy cuenta de que algo chirriaba en todo esto. Yo lo veo ahora, pero Steven Moffat, que es un comediante británico de mente afilada, lo vio hace 20 años. ¿Tres treintañeros guapísimos con tres treintañeras para caerte de espaldas, todo el día tomando cafés en el Central Perk, entrando y saliendo de los apartamentos, intercambiando romances, puyas, insinuaciones, y aquí nunca se habla de gatillazos, de mamadas, de coitus interruptus? ¿Seis especímenes en la flor de la edad, sanos, liberales, cachondísimos, que nunca se proponen el intercambio o el trío ni siquiera como broma, como posibilidad teórica, como cuchipanda para echarse unas risas? ¡Vamos, anda! Por eso Steven Moffat decidió crear Coupling, que viene a ser como Friends pero con las lenguas más sueltas, y las intenciones más claras. No sé si Moffat se pasa de rosca o si Friends se queda de novicia, pero puestos a elegir, me río más, pero muchísimo más, con estos mancebos británicos de alto pedigrí sexual. Y con sus mancebas, claro.




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El Palmar de Troya


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Visto así, de sopetón, sin información previa, “El Palmar de Troya” podría parecer un mockumentary sobre una secta de chalados que viven atrincherados en una finca de Sevilla. Como los davidianos aquellos, los de Waco, que también tenían visiones y profecías apocalípticas. Pero estos de Sevilla con mucho más arte, y mucho más tronío, sin comparación, porque aquí hay curas vestidos de barrocos, y oro de verdad recubriendo las custodias. Y un Papa, o Antipapa, desfilando en andas por la iglesia, que ése no lo tenían los americanos ni de coña.



    Seguro que algún abonado de Movistar se ha tragado las cuatro horas del documental pensando que esto era una broma de la hostia (consagrada), un esperpento escrito por tres amiguetes que sin mucha fe presentaron el proyecto a los responsables de programación.  Pero no: todo es verdad en “El Palmar de Troya”. Los protagonistas de esta pesadilla no salen en los últimos minutos confesando que en realidad son actores y actrices, asalariados de la farsa y el cachondeo. No salen para reírse del espectador y decirle que todo era una invención, una gilipollada supina, y que hay que ser muy crédulo para tragarse semejante vodevil de estafadores que fingen éxtasis divinos, marquesas que les construyen una iglesia en mitad de la nada, y feligreses que los seguirían al fin del mundo porque piensan que el Papa de Roma es ciertamente un agente secreto de la KGB, o del Mosad de los judíos que crucificaron a Jesús.

    De estos pecadores de la pradera uno ya venía advertido, más o menos informado, porque las andanzas de Gregorio XVII fueron de mucha risa -y de mucho miedo, según-, en la prensa seria de la época. En realidad, uno lleva oyendo hablar de los palmarianos desde muy temprano, desde niño, porque mi madre mencionaba mucho lo del Palmar como sinónimo de casa de locos, o de gentes estrafalarias. “Éste parece del Palmar”, o “ a ti te enviaba yo al Palmar”, y una vez, en clase de religión, le pregunté al cura de los Maristas por aquellas gentes que creían en un Antipapa andaluz reinando en un cortijo -que sonaba como a película de Pajares y Esteso- y me respondió que eran católicos que vivían equivocados, desviados, pero no del todo, no alejados completamente de la sintonía con el Espíritu Santo, y que estaba bien que hubiera creyentes que se cuestionaran los “aires reformistas” que venían de Roma. Se me pusieron de corbata, claro.



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El joven Ahmed


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El joven Ahmed es un pajillero de tomo y lomo. No le queda otra. Más bien feo, amendrugado y con gafitas de nerd -una especie de Ned Flanders devuelto a la pubertad- al pobre Ahmed le espera una adolescencia plena de desengaños amorosos. Y lo peor es que esas adolescencias dejan trauma y cicatriz. Un moho en el ánimo. Cada mujer que conozca de adulto será un canguelo en las tripas, una tartamudez que le trabucará la lengua y el pene. Ahmed todavía no conoce su destino funesto, pero es posible que lo barrunte, que lo presienta como un perrete que ventea el peligro.



    El joven Ahmed, con su desconcierto sexual y su cara de panoli, es el adolescente ideal con el que sueñan los buitres sacerdotales, siempre al acecho de cadáveres inseguros a los que poder hurgar entre las tripas. Si Ahmed fuera católico y viviera en Villanabos del Páramo, a buen seguro que el cura de la parroquia trataría de convencerle de los valores supremos de la castidad: “Los que ligan con las chicas son pecadores; tú eres distinto y mejor que ellos; la visión beatífica de Dios es un placer incomparable al del sexo…” El engañabobos que llenó durante siglos los seminarios, con las funestas consecuencias que todos conocemos. Pero Ahmed es musulmán, vive en un barrio marginal, y el cura de su parroquia es un imán que quiere iniciar la nueva yihad en el corazón de Europa. Los demás chavales de la mezquita vienen y van, seducidos al mismo tiempo por la vida de Occidente y por la religión de sus padres. El imán ya les ha contado que si mueren en la yihad les esperan 72 vírgenes a cada uno, en el Cielo, bellísimas y complacientes además, pero todos, menos Ahmed, prefieren los pájaros en mano de la realidad que los ciento volando de la fantasía. Ahmed no tiene otra: si quiere follar, ya sabe lo que le toca. Ver vídeos de mártires, procurarse un arma, un objetivo, y echarle un par de huevos al asunto…

    Es mi interpretación particular de este tostón de película. La he visto medio dormido, más pendiente de la histeria coronavírica que de otra cosa. El análisis sociopolíticoeducativo se lo dejo a las mentes más preclaras. Llevo años jurando que jamás volveré a ver una película de los hermanos Dardenne y aquí sigo, como un panoli, engañado una vez más por la publicidad.



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The New Pope

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El dinero y el sexo mueven el mundo. Todo lo demás es un matarratos, un viaje por carreteras secundarias.  Una paja mental de los filósofos. Literatura para consolar a los que no tiene pasta, o a los que no tienen el amor que desean. “Dame un atractivo irresistible o una cuenta millonaria y moveré el mundo”, dicen que dijo Arquímedes después de afirmar lo de la palanca y la Tierra. Pero ningún historiador, al parecer, registró aquellas palabras tan sabias, que Arquímedes tal vez solo musitó por temor al ostracismo, que en la Grecia Antigua era una cosa muy seria. Dos mil años más tarde, en el Berlín del protofascismo, Liza Minnelli cantaba “Money makes the world go round” en el cabaret, mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua.  Bob Fosse, como el Arquímedes de mi imaginación calenturienta, no era ningún tonto cuando se ponía a hacer películas, tan didácticas, y tan poco complacientes…



    En el Vaticano puede que haya gente muy poco recomendable: consentidores de la pederastia, nostálgicos del fascismo, manipuladores del Espíritu Santo, pero tontos, a esas alturas del cardenalato, no creo que llegue ninguno. En la carrera eclesiástica, que es la más exigente de todas las profesiones, los que no entienden de qué va la vaina se quedan en los primeras vallas, a predicar entre los pobres y entre las ancianas: la renuncia a las riquezas y el valor de la castidad. Mientras los curas de tropa -los Stormtroopers del Imperio Papal- cuentan estas martingalas a los creyentes más crédulos, allá, en la Ciudad del Vaticano, en el Coruscant de la Galaxia Católica, los cardenales imaginados por Paolo Sorrentino en The New Pope -que a buen seguro no son muy diferentes de los verdaderos- viven abrumados por sus pecados sexuales, que son muchos y variados, y angustiados por la idea de que el Gobierno italiano, finalmente, les haga pagar impuestos y les cobre el IBI, y termine con sus días de vino consagrado y de rosas en el jardín.

     Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres, y en las mujeres, tan resabiados ya, y tan cínicos.Tan espirituales como se creían, cuando escucharon la voz de Dios, y en realidad tan atados al instinto, y a la imperfección de la carne.



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O que arde

🌟🌟🌟

En León, de niños, cuando conocíamos a alguien que creía en brujas, evitaba gatos negros o hablaba el castellano con acento sospechoso, de la frontera, decíamos que parecía “de la Galicia Profunda”, así, para faltarle, como quien hablaba del País de los Tontos o de la España sin remedio. Algo muy hiriente, por supuesto, y además de mucho chiste, porque nosotros, que éramos más de barrio que el bar Paco, descendíamos de abuelos criados en otras profundidades parecidas de León, en la montaña remota, o en el mar de cereal, territorios de la vieja Reconquista donde las supersticiones, los curas con sotana y los votantes de AP -luego del PP- también eran extrañezas antropológicas que la modernidad no acababa de desterrar. Y ni pinta tiene, aún, de haberse puesto a la tarea…



    Antes de que construyeran la autopista de La Coruña, cuando para llegar a Galicia tenías que conducir la hostia de kilómetros, atravesar dos puertos nevados y dejarte el vómito en cientos de curvas, Galicia, vista desde León, era como un territorio de cuento, con muchas brumas y muchas fragas -qué gracia nos hacía, aquello de “fragas”, casi tanto como lo de “follas novas” de Rosalía de Castro, que nosotros, en clase de literatura, siempre decíamos “ojalá, y aunque fueran vejas…”. La Galicia de nuestra infancia era un estereotipo de mujeres vestidas de negro que hacían conjuros y hombres vestidos de paletos que se santiguaban a todas horas, por cualquier majadería. Una garrulada que nos venía de la literatura, del cine, de los humoristas de la tele que imitaban el acento gallego para parecer más tontos o más atávicos. Como hacen ahora con los murcianos…

    Galicia era una especie de travesía medieval que nos separaba de La Coruña, y de Vigo, que eran ciudades donde sí parecía existir la vida moderna, civilizada, con equipos de fútbol que recibían al Madrid y al Barça en sus estadios siempre encharcados, y donde una vez se produjo el milagro de Germán Coppini y su banda de música, los Golpes Bajos, que todavía llevo en el iPod por los montes y carreteras.



    Todo aquello eran, por supuesto, prejuicios de chavales poco leídos y poco viajados. Tardé muchos años en conocer Galicia porque uno, de vocación, como buen leonés, siempre tiró para Asturias en el ocio, y en el amor, y en lo de mojarse el culo en el mar, pero ahora que de cuarentón vivo casi en los límites, y que me adentro cada vez más en sus territorios profundos, y también en los pegados al mar, en lo que el fuego y el petróleo arrasan o perdonan, voy pidiendo perdón cada vez que conozco un nuevo rincón, un nuevo recodo, por las ofensas cometidas en la juventud. En Galicia todo es tan bello como en mi tierra de León. O tan feo, según...  ¿Y las gentes? Pues como en todos los sitios: hay de todo, como en la viña indistinguible del Señor. Pero en Galicia, ay, está el océano. El océano…



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ETA, el final del silencio


🌟🌟🌟🌟

Tuvo que ser por el año 1997 o 1998. Yo estaba con mi mujer en San Sebastián, recuperando una luna de miel que los virus habían frustrado el verano anterior. Paseábamos por el centro de la ciudad y vimos, anunciada en unos carteles, una manifestación que ya no recuerdo si convocaba Herri Batasuna o la refundida Euskal Herritarrok. De pronto descubrimos el porqué de las vallas en las aceras, de la presencia policial, que nosotros habíamos achacado a que era domingo y que tal vez se celebraba alguna fiesta local: un evento ciclista, o gastronómico, o religioso incluso, todo tan propio de la ciudad.

    Mi mujer reaccionó con miedo: vámonos al hotel, volvemos por la tarde, mira que todavía nos tiran algo a la cabeza…, pero a mí me pudo más la curiosidad que el temor. Por aquel entonces, las manifestaciones del llamado “entorno de ETA” eran un ingrediente habitual de lo telediarios, con la pancarta que pedía el acercamiento de los presos abriendo la marcha y los enfrentamientos entre la policía y “los de Jarrai” intercambiándose pelotas de goma y cócteles molotov. Quise verlo con mis propios ojos, asistir en directo a ese pugilato ideológico que yo siempre veía en diferido, y resumido, y seguramente manipulado por los censores del telediario de La 1.



    Lo que vi aquel día en San Sebastián, con 25 o 26 años, cambió mi modo de ver el asunto del voto batasuno. Hubo pancarta abriendo la manifestación, sí, con excarcelarios o futuros carcelarios que la sujetaban, y hostias entre la policía y varios descerebrados al final de la marcha, por el Paseo de la Concha. Pero en el medio, desfilando en silencio, como quien va de paseo o de romería, porque era domingo, y hacía sol, y luego por la tarde los íbamos a encontrar desparramados por la playa y por las cafeterías, tomándose un helado y charlando de fútbol o de hipotecas, familias enteras que no iban tapadas con pasamontañas, ni llevaban los pelos largos con pendientes en las orejas, ni tenían la mirada de psicópatas de algunos dirigentes del partido. Yo vi a miles de personas como usted y como yo, abuelos, padres, adolescentes, que simpatizaban con la causa independentista y abertzale, socialistas autóctonos que tenían el vasco por lengua materna. Nada criminal. Nada objetable.

    Allí, en la manifestación que luego salió editada a conveniencia en el Telediario, no había millares de asesinos en acto o en potencia. Seguro que había cómplices, simpatizantes de la violencia, gente que se enteraba de un atentado y se quedaba tan pancha pensando que el muerto seguramente era culpable de algo. Tampoco me como los mocos, ni soy tan inocente.  Hubo gente que alguna vez gritó “¡Gora ETA!” desde las profundidades de la masa, pero nadie secundó los gritos. Tampoco nadie los recriminó. Por miedo, o por pasar del tema, o porque en realidad aquello ya era como quien oye llover… No lo sé. En octubre de 1998, 224.000 personas como aquellas votaron a EH en las elecciones al Parlamento Vasco. El pasado noviembre, con ETA ya disuelta, o en proceso de disolución, sigue habiendo 277.000 votantes de Bildu que no parecen ser todos unos asesinos. Algo sigue sin cuadrar, cuando la desinformación llega a la Meseta.



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Vergüenza. Temporada 3


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Corre por ahí el bulo de que sólo en castellano existe una expresión genuina para describir la “vergüenza ajena”, y que el resto de los idiomas civilizados se refieren a tan incómoda sensación como la spanish shame, a falta de un recurso más potable. Pero es eso: un bulo lingüístico. Un chiste de filólogos quizá. Basta con darse una vuelta por internet para comprobar que todos los idiomas tienen una expresión propia para definir este cosquilleo visceral que está a medio camino del malestar y la risa, de la empatía y la condena. 

    El sentimiento de vergüenza ajena es universal porque todos tenemos unas neuronas llamadas espejo que son el último grito de la evolución. Unas funcionarias muy eficaces que se encargan de ponernos en el lugar del otro para entender lo que hace, o lo que dice, y aprender de este modo a imitar sus aciertos y evitar sus errores. A sentir, en la medida de lo posible, lo mismo que siente el semejante: la alegría y la pena, el dolor y el placer. Con-padecer. Ellas, las neuronas espejo, son las que obran la magia del cine. La excitación del porno. Ellas nos indignan cuando vemos sufrimiento en un telediario. Ellas trabajan incansablemente para entender emocionalmente al amigo que se confiesa, a la pareja que abre su corazón. Son las neuronas de la empatía. La habitación para los huéspedes, dentro de nuestro cerebro egoísta y calculador.



    Gracias a ellas también puede uno descojonarse viendo la serie Vergüenza, que es una comedia corrosiva, hiriente, que no todo el mundo puede soportar. Vergüenza es como el picante en la comida, o como el agua a medio escaldar en la ducha. Hay que tener callo para soportar tanta metedura de pata, tanta gilipollez, tanto desvarío ridículo de sus personajes. Yo se la he recomendado a un par de amigos que al segundo episodio me han dicho que no, que basta, que han intentado reírse pero la carcajada se les ha quedado atravesada en la garganta. Que pa’mí, la tontería, que soy capaz de reírme con estas cosas. No les he perdido, porque son buenos amigos, y saben de mis gustos particulares, pero durante meses han puesto en cuarentena cualquier recomendación cinéfila o seriéfila nacida de mis escritos. No les culpo. Vergüenza no es una serie para todos los públicos. Hay que tener algo de misántropo, de puñetero. Ser un poco Diógenes en su tonel. Tener la sospecha fundada de que todos, en realidad, damos un poco o un mucho de vergüenza ajena. Pero que, como les sucede a los personajes de la serie, no nos enteramos, o preferimos no enterarnos.



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ETA, el final del silencio: Miguel Ángel

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El tercer episodio de la serie documental ETA, el final del silencio se titula “Miguel Ángel”. Aborda, por supuesto, la figura trágica de Miguel Ángel Blanco, pero digo “por supuesto” porque tengo 47 tacos y escribo para gente que es más o menos de mi generación, cana arriba o cana abajo. Y quién, de entre nosotros, y de entre nosotras, no se acuerda de todo aquello... Del secuestro, del asesinato, de la estupefacción general. De las movilizaciones callejeras. De los políticos del PP riéndose de Nacho Cano en el concierto mientras contaban los votos futuros como mafiosos contando billetes en Las Vegas. Incluso los iletrados, los despistados, los que nunca leen un periódico o sólo ponen el telediario para poner los deportes y el tiempo, recuerdan dónde estaban aquella tarde cuando dieron la noticia de que sí, qué hijos de puta, los de ETA, qué par de huevos miserables, habían cumplido finalmente su amenaza.

    Yo, en concreto, estaba en León, en la cafetería Candilejas, jugando a las cartas con los amigos, cuando interrumpieron la programación en la tele y todos los presentes -los camareros y los clientes, los de izquierdas y los de derechas, los republicanos y los monárquicos– nos quedamos boquiabiertos, sin decir palabra, poniéndonos en la piel de aquel pobre chaval al que liaron para entrar en política, se dejó liar, dijo algo contra los batasunos en un pleno del ayuntamiento, y poco después fue asesinado en un bosque de Lasarte con dos tiros en la cabeza.



    Claro que me acuerdo, y que nos acordamos, los que ya vamos para la colonoscopia programada o para la mamografía acojonada. Sin embargo, de los veintitantos jóvenes que salen al principio del documental -estudiantes universitarios que no parecen precisamente poco preparados- sólo a una chica le suena lejanamente el nombre de Miguel Ángel: “Sí, ETA, y tal, un secuestro muy largo...”. Yo mismo, si le preguntara a mi hijo de 20 años ya no sólo por Miguel Ángel Blanco, sino por ETA en general, por sus tropelías y por sus disoluciones, sólo recibiría respuestas vagas, inconcretas, como de quien hace un esfuerzo por recordar cosas que veía de niño en los telediarios sin entenderlas ni asumirlas. Los jóvenes, por supuesto, no tienen la culpa de esta ignorancia. Es el tiempo, el viento, el que va cubriendo de polvo aquellos recuerdos. El que va redondeando las aristas y erosionando las figuras. Lo que nos parecía insuperable, terrorífico, de estar todo el día con el “qué hijos de puta”  en la boca cuando saltaba la noticia de un nuevo atentado, ahora, para nuestros hijos, ya sólo es una chapa de los carrozas que se juntan en el bar. Como era para nosotros el año del hambre, o la Brigada Político-Social. Afortunadamente.



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