El crítico

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Me jode disentir de Carlos Boyero cuando le leo. O cuando le escucho en la radio cada semana, en el programa de Carlos Francino. Son solo veinte minutos de charleta, pero para mí es una consulta ineludible, tan necesaria como la del médico o la del amor.

Menos mal que no discuto muy a menudo con él; que casi siempre comulgo y asiento con una carcajada cuando voy con los auriculares. Sería insoportable, insufrible, un motivo más para atiborrarse a tranquimazines. Porque yo, de algún modo, me siento identificado con él. No somos de la misma generación, ni hemos compartido experiencias vitales más allá de haber sufrido a los curas en nuestra infancia. Yo no viví la Movida, ni probé las drogas, ni conocí a Fernando Trueba, ni escribí en periódicos de prestigio. Yo me quedé en la provincia, fume una vez un porro y soy amigo de otros seres muy anónimos como yo. Una vez tuve una columna semanal en un periódico de por aquí y ni siquiera escribía sobre cine, sino de movidas locales, pasadas por el filtro de mi ignorancia. Como no me dejaban escribir sobre películas, al final me las montaba yo solo en el ordenador. Un día los del Opus Dei compraron el periódico y me echaron por rojo. Y por mal escritor, supongo. Y por pecador de la pradera, por supuesto.

Boyero y yo, cada uno en la galaxia de su influencia -la suya de panorama nacional, la mía de menos de cien seguidores en Instagram- tenemos un perfil similar. Unos gustos coincidentes. Una personalidad catastrófica e hiriente. Nos la sopla todo, al menos de cara al público. Luego, supongo, la procesión va por dentro. A mí al menos me pasa. Tenemos una afinidad preocupante, quizá. Él no sabe nada de mi, pero yo sí sé mucho de él, y más ahora que acabo de ver este documental. Le miro, le escucho, le sigo en sus argumentos, y siento por un lado que me hubiera gustado vivir su vida: los festivales, los amigotes, los pasotes...., el ego de saberse leído e influyente. Pero por otro lado veo en él el reverso tenebroso del Álvaro que no fue. Pero que puede, ay, que esté a la vuelta de la esquina: el cinéfilo derrotado, de voz quebrada y alicaída. 




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Frasier. Temporada 4

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En la cuarta temporada de “Frasier” todos los personajes se lanzan a la búsqueda del amor. Y supongo que no es casualidad tratándose de una serie sobre psiquiatras, ya que el amor es el asunto que más pacientes lleva a sus consultas. Sus averías provocan todo tipo de neurosis y efectos psicosomáticos que sólo se curan pagando 100 pavos por hora de charleta. Y mucho más, me imagino, en los despachos de Seattle con vistas a la Aguja Espacial.

 Niles, por ejemplo, el hermano de Frasier, vive enamorado de Daphne. Pero Daphne, deslumbrada por los hombres con mucho músculo y poco cerebro, le mira como a un ser asexuado, un medio hombre o un medio elfo. Así que Niles, desconsolado, regresará con el rabo entre las piernas a su matrimonio tan rico en sábanas de seda como improductivo en secreciones para mancharlas. La suya sería una historia trágica si no fuera porque su hermano no le cobra ni un dólar cuando acude a su vera desconsolado.

Frasier, por su parte, a sus 43 años bien llevados, no termina de encontrar el amor que él tanto anhela. Ni siquiera encuentros esporádicos para ir acallando los instintos, que le pían en las tripas como polluelos abandonados. Es verdad que en algún episodio se le presentan oprtunidades muy prometedoras, pero por el bien de la comedia todas terminan en fiasco mayúsculo o en ridículo espantoso. Lo importante es que la trama avance, y que se sucedan las peripecias para que Frasier permanezca estancado en la hambruna sexual. Hay quien se ríe mucho con esto, pero yo no tanto. Porque no termino de creérmelo.

O sí... Porque a Frasier se le nota demasiado la urgencia de su corazón, mucho más candente que la de su pene. Y eso, en el Mercado de las Oportunidades, resta más que suma. El ejército de divorciados y de divorciadas ya solo busca pasárselo bien: echar un polvo cuando sube la presión y el resto del tiempo disfrutar de la vida como viene. Sin complicaciones de las que hurgan en la herida. Son malos tiempos para la lírica. Para el enamoramiento de las grandes palabras. Para los líricos como Frasier Crane.




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Tres anuncios en las afueras

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En los 23 años que llevo en La Pedanía nunca se ha producido un crimen tan tremebundo como este de la película. La gente de aquí es muy particular, más bien tirando a lo cejijunto y a lo cerril, pero no produce psicópatas asesinos ni violadores de chavalas. Que uno sepa... Y los peregrinos, cuando pasan, en los cinco minutos que tardan en atravesar la calle principal, nunca cometen una barrabasada que luego tenga que investigar el cuerpo de policía. A veces, entre los oriundos, se producen insultos, peleas, discusiones sobre lindes... Acaloramientos de bar cuando juegan el Barça y el Madrid e interviene el videoarbitraje. Pero nada que desemboque en un guion truculento al estilo de Jolivú.

Pero si un día ocurriera algo grave -Dios no lo quiera- tenemos anuncios en las afueras para dar y tomar. Si en Ebbing, Missouri, Mildred Hayes solo tenía tres paneles disponibles para denunciar la parálisis policial, aquí, en La Pedanía, Castilla y León, habría tenido decenas de ellos para expresar su contrariedad. En eso, la verdad, vamos sobrados de material, porque para llegar hasta aquí hay que atravesar un polígono industrial en el que se venden coches y sofás de todos los colores, y cada negocio cuenta con su anuncio particular, enorme, bien visible para cualquiera que pase conduciendo o jugándose el pellejo en la bicicleta.

Hay un cartel, en concreto, que convoca todas nuestars miradas. Las masculinas por el deseo y las femeninas por la envidia. Ese jamás se lo dejaríamos a Mildred Hayes para que dejara patente su cabreo. Entenderíamos su dolor, pero le ofreceríamos otros carteles para desfogarse. Y si insistiera en ese, incluso pagando el doble de lo establecido en el contratro, convocaríamos un pleno vecinal para votar a mano alzada y evitar que nos dejara sin el recreo de la vista. El cartel del que yo hablo anuncia una tienda de sofás situada en la carretera de Galicia: en él sale una zagala esbelta y rubísima que lejos de atraer la mirada sobre el producto, la secuestra sobre su presencia, produciendo algo así como un efecto antipublicitario. 



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Vortex

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La soledad está muy de moda en los círculos urbanos y en los pueblos de la montaña. Según los últimos estudios, las camas estrechas ya se venden más que las camas matrimoniales. Pero yo creo que la soledad está muy sobrevalorada. Basta un dolor de muelas en la madrugada o una depresión inconsolable para comprender que la soledad es mal negocio cuando las fuerzas empiezan a fallar. Tampoco es cuestión de emparejarse para que alguien nos limpie el culete o nos sujete el tacataca. Buscar a tu enfermera de noche, como cantaban los de "La Mode" en la movida madrileña. Pero yo soy un nostálgico de la pareja, quizá un romántico trasnochado, y el saldo final de beneficios y pérdidas me sigue pareciendo que compensa.

Hace años, una pitonisa de ojos turbios y uñas mordidas por la ansiedad me dijo que los dos íbamos a morir solos. En su bola de cristal ambos flotábamos como islas, ajados y canosos. Reconozco que me asustó de veras, y que no hay día que no recuerde aquella mirada convencida de su verdad. Sin embargo, todavía creo que hay tiempo para la esperanza.

De todos modos, la vejez acompañada puede ser otra forma de soledad si la otra persona -como sucede en “Vortex”- está demenciada y apenas te reconoce. O si es incapaz de ayudarte cuando te da un infarto fulminante en el pasillo. Es un pensamiento terrible que recorre toda la película como un escalofrío. Lástima que la película sea tan aburrida y petulante. “Vortex” es el último “experimento fílmico” de Gaspar Noé, un tipo que a veces acierta con los inventos y a veces rueda cosas del profesor Bacterio.  “Vortex” es una película fallida, con muchas ganas de epatar y de hacerse la original. Funciona durante un rato, pero luego, si tienes el alma insensible como yo, te pones a bostezar y a pasar escenas con el mando a distancia. Los dos ancianos deambulan, se enredan, juegan con sus cachivaches... No es, desde luego, el “Amor” de Haneke. Donde otros han visto el retrato hondísimo y perturbador, yo solo he visto a unos vecinos enredando gracias a que nos separa una pared de metacrilato, y no de ladrillo. 




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Jojo Rabbit

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Hay que tener muchos huevos para hacer una película como "Jojo Rabbit" en los tiempos que corren. Y luego tener mucho talento para resolverla sin pisar demasiados callos, sólo los consabidos, los que crecen en los pies de los hipersensibles sin remedio. Hay que arriesgar mucho, de narices, para cerrar la película con los dos chavales bailando “Heroes”, la canción de David Bowie, que se compuso 32 años después de que Hitler asesinara a Blondie en el búnker de Berlín.

Un pasote, desde luego, soltar este anacronismo que podría haber quedado ridículo, metedúrico de pata, pero que sólo dura un segundo en la perplejidad del espectador. Al principio no sabes cómo reaccionar, pero luego, recompuesto de la sorpresa, ya no puedes evitar la sonrisa, ni la lágrima de emoción, porque mira que es bonita la canción, y mira que viene a cuento su letra, que trata de dos seres desangelados que necesitan creerse eso mismo: héroes, reyes por un día de su ciudad hecha pedazos. De sus vidas colgadas de una interrogación.

 Hay que medir mucho el chiste, la caricatura, para que Adolf Hitler haga de amigo imaginario del pobre Jojo y su presencia no provoque la náusea ni la indignación. En otros tiempos, Taika Waititi -que es el artífice de estos saltos al vacío- podría haber ido incluso más lejos: se nota que en algunos momentos de la película se contiene, que el cuerpo le pide más marcha… Pero son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y también para el sentido del humor. Taika Waititi podría haber sido el séptimo Monty Python si hubiera nacido en otro tiempo, y en otro lugar. Ahora los Monty Python posiblemente no podrían ni existir.

Internet, que parecía el logro definitivo, el universo expandido del humor sin limitaciones se volvió en nuestra contra. Dio altavoz a los listos, pero también a los tontos, que son más propensos a expresarse.



   

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Breve encuentro

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El personaje de Laura pronuncia un pensamiento terrible después de llamar a casa para decir que llegará tarde, que se ha enredado con una amiga, cuando en realidad está consumando un adulterio no consumado con el médico Alec, el hombre de quien está enamorada hasta las trancas pero a quien nunca llegará a ofrecer su cuerpo por aquello del temor de Dios y del prurito moral.

-  Es tan fácil mentir cuando sabes que confían en ti... Tan fácil y tan degradante...

Tras colgar el teléfono le invade una vergüenza de sí misma que casi la derriba. Después de todo, su marido es un hombre atento y jovial que no se merece esta traición del corazón; este enamoramiento que nació de una mota de polvo y se convirtió en una montaña que ya le pesa sobre los hombros. Porque el adulterio, además de un doble esfuerzo sexual -cuando se produce-, también exige un redoble neuronal que es la mentira sostenida. Y no todo el mundo está preparado para eso. Para jugar con dos barajas hay que saber mentir bien y no dejar que la moral introduzca balbuceos en el discurso, o dudas en el obrar. 

Mentir -como se dice Laura a sí misma- no es tan fácil. Puedes engañar una vez a los crédulos, a los que confían en ti; pero varias veces, si no llevas el engaño en la sangre, es imposible. Y Laura, aunque lo intenta, no puede. Ella no es así. Ni siquiera el amor que siente por Alec será capaz de transformarla en un diablillo que por las noches se acuesta con su marido y por las mañanas se encama con su amante. Hay que valer para eso. Y ducharse mucho, y con fruición. Hay que tener mucha coraza, o mucha cara. O estar perdidamente enamorada, irremediablemente enamorada, y quizá el amor de Laura por Alec, a pesar de la poesía y de los suspiros, no alcanza tales arrebatos.

La moraleja, supongo, es que a veces el adulterio no se produce por falta de deseo, sino por falta de capacidad. Muchos que presumen de monógamos incorruptibles en realidad es que no sabrían mantener dos vidas paralelas. Hacer de una incapacidad una virtud es un viejo truco de los moralistas.





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La prima Angélica

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La ciudad de mis recuerdos infantiles no es Segovia, sino León, aunque se parezcan mucho en lo reseco de sus alfoces. Además, cuando voy de visita, y me asaltan los recuerdos por la calle, o por los rincones de la casa, yo hago nostalgias de un tiempo mucho más cercano, los años 70 y primeros de los 80, no aquellos años de la Guerra Civil en los que Luis se enamoraba de su prima Angélica a escondidas de la familia y de los curas.

Pero la película me vale. Me la creo. También ayuda mucho que José Luis López Vázquez te valga igual para hacer de niño enamorado que de hombre maduro; de pionero transexual que de señor Quintanilla siempre a su servicio. Cada vez que le veo me acuerdo de lo que dijo George Cukor sobre él: que si hubiera nacido en Wisconsin habría ganado cuatros Oscar en Hollywood e incluso más.

Lo que le pasa a su personaje cuando regresa a Segovia es lo mismo que me pasa a mí cuando voy a León. Que vuelvo a ser niño, y revivo todo lo que viví con mi cuerpo de hombre, o de hombretón, ya pasada con mucho la mitad de la biografía. Es esa misma experiencia de ver fantasmas por las esquinas, escenas revividas, y filmaciones tridimensionales, que se proyectan por aquí y por allá como en un festival de cine callejero en el que tu infancia fuese la temática principal. Un revival, o una retrospectiva, que la ciudad te dedica a modo de homenaje.

Yo no tuve una prima llamada Angélica, pero sí otros amores de barrio, huidizos y avergonzados, bajo el escrutinio de los crucifijos omnipresentes. El posfranquismo que yo viví era, en esencia, el mismo franquismo inaugural: curas dando po’l culo en todos los sentidos y militares guardando las esencias de la patria. Mucha represión, mucha culpa, mucha mandanga. Y mucho sufrimiento en los niños enamorados. Y yo también fui un niño enamorado. 


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Un novio para mi mujer

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A veces tienes que dejar a una persona -o hacer todo lo posible para que ella te deje a ti- para comprender que en el fondo no puedes vivir sin ella. Es una situación terrible, primero porque quedas como un gilipollas, y segundo porque a veces ya no hay camino de retorno.

En esos casos, el alivio que sobreviene tiene una duración variable. Puede durar un día, un fin de semana, un mes de libertades. La soledad reconquistada promete montes llenos de orégano. Imaginas días enteros a gusto contigo mismo, sin discutir, o aventuras eróticas que ofrecen sexo sin tener que pagar un peaje espiritual. Una carnalidad deshumanizada -objetual, que dirían los filósofos- pero muy tranquila y beneficiosa para los nervios. Nueve de cada diez terapeutas recomendarían sexo sin futuro y pleno de carcajadas. Si eres capaz de encontrarlo, claro, que está la cosa muy jodida... La vida sin tu pareja puede parecer el Paraíso Terrenal, la Tierra Prometida, pero no lo es si de verdad estabas enamorado y comprendes que has metido la pata hasta el corvejón.

Es lo que le pasa a Diego Martín en “Un novio para mi mujer”, que es exactamente lo mismo que le pasaba a Adrián Suar en la película argentina del mismo nombre, de la que han hecho este remake que  apenas aporta nada: solo la presencia de Belén Cuesta, que nos gratifica, y la calvorota de Joaquín Reyes, que nos deja pensativos sobre los estragos de la edad. 

Sucede que Diego se precipita, se ofusca, ya no ve otra solución que la ruptura definitiva. Lucía se le ha vuelto insoportable, pesadísima, como un café malo que te jode la digestión desde el desayuno. Su pequeña locura ya no es graciosa, ya no estimula, ya no es la fuente de sorpresas inspiradoras. Su locura se ha vuelto una jodienda continua de manías y reveses, gritos y contradicciones. Lo bueno ya no compensa lo malo, y Diego ha decidido dejar de sufrir. 

Lo tiene muy claro, pero apenas tardará unos días en comprender que su sufrimiento no era tal, sino el precio que había que pagar por estar junto a ella. Nobody is perfect, y conviene recordarlo.




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Desenfocado

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A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida -la sexual, digo- si en vez de pertenecer a la masa de los anónimos, de los nacidos a este lado del televisor, hubiera sido un hombre famoso y seductor: un actor, un futbolista, un presentador de chorradas en Tele 5. Un choni que hace petting en la penumbra bajo la atenta mirada del Gran Hermano. Un concursante al que expulsan el primer día del Nosequé y luego pasean por los platós de la cadena. 

Una gloria nacional, quiero decir. Un guapete del star system como Bob Crane en “Desenfocado”, que mientras trabajaba en la radio vivió un matrimonio ejemplar  de tres hijos, casa de ensueño y mujer que le adoraba; pero que en cuanto protagonizó una serie de televisión empezó a caer en cada tentación andante que le sonreía, lo mismo una rubia que una morena, una impechada que una pechugona.

Es fácil decir que uno cree en la monogamia -o al menos en la monogamia sucesiva- cuando nadie te pone a prueba de verdad. Cuando la vida transcurre sobre una aburrida carretera que no tiene áreas de descanso ni desvíos secundarios. El amor verdadero, para serlo, tiene que vencer esas tentaciones apartándolas con ambas manos, como un explorador que se abre paso por la selva. Si no hay esfuerzo no hay vanagloria. No hay nada de qué presumir -la fidelidad, la integridad, todo ese rollo- si el diablillo no te señala las tentaciones y tú haces como que no lo oyes, como que es un ser malvado e imaginario. Los héroes del amor, como los héroes de acción, tienen que superar varias pruebas para merecer la distinción.

Lo que le pasó a Bob Crane fue, simplemente, que subió un escalón en la pirámide social. Que se hizo reconocible y empezó a frecuentar los hoteles y la noche. Y subido a ese escalón pudo contemplar lo que antes el muro le ocultaba: un jardín de las delicias donde el diablo ya no da abasto con el tridente que señala y ofrece. Una perdición y una lujuria. Todo muy humano, demasiado humano, como dijo el bigotón.







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Es peligroso casarse a los 60

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Ahora es más peligroso que antes casarse a los 60. En la película, por exigencias del guion, Paco Martínez Soria todavía fornica como un mulo, pero lo más normal por aquella época, cuando llegabas a la edad, es que el pene se rindiera a las leyes de la gravedad y el sexo durara apenas un suspiro o ni siquiera llegara a comenzar. Ahora, sin embargo, gracias a la viagra y a los cambios en la alimentación, los hombres de sesenta años fornican tanto como los mozos de treinta y tantos, y eso, para los corazones desgastados, es un ejercicio matador que llena las plantas de cardiología en los hospitales.

Si nuestros padres se casaron casi todos en la veintena, ahora, lo normal, es casarse a los cuarenta por aquello de la crisis económica y de los precios inmobiliarios. También es verdad que hay mucha vagancia, mucho acomodo, mucha tolerancia de los padres sobre la duración infinita de las nidadas. Pero de aquí a un par de generaciones, como siga subiendo el precio del gas y el precio de los alquileres, lo normal va a ser casarse como Paco Martínez Soria en la película, con la boina y la cachava camino de la partida de dominó. 

De hecho, la gente ya no se casará: acostumbrados a vivir cuarenta años de noviazgo intermitente, solo en fines de semana y en periodos de vacaciones, los novios y las novias habrán perdido la tradición de la convivencia, abanderados todos de la libertad individual y del tiempo sagrado con uno mismo. Casarse será tan raro como meterse en un convento.

Por lo demás, la película, aun siendo una cagarruta, tiene un alto valor documental. Sirve para medir el trecho que hemos avanzado; o que creíamos haber avanzado, antes del surgimiento de VOX. Don Mariano, por este orden, y por el bien de la comedia, le mete mano a una enfermera, niega el derecho de conducir a las mujeres y habla de los negros como maldiciones andantes que le joden el negocio. Don Mariano es pesetero, lúbrico, faltón, fachoso... Y aun así, es el protagonista simpático de la película.






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Las brujas de Zugarramurdi

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Igual que todos los hombres tenemos algo de cabrones, todas las mujeres tienen algo de brujas. Como el aquelarre de Zugarramurdi -viene a decir la película- hay uno en cada pueblo; y gilipollas como estos atracadores, uno por cada nacimiento varonil.

Los hombres, en efecto, somos seres muy limitados. Y ser científico de prestigio o premio Nobel de Literatura no te salva de la quema. Eso solo son habilidades del Homo faber. En cualquier cosa que tenga que ver con lo sentimental, los hombres solo conocemos la línea recta para ir del punto A al punto B. Se nos da muy mal disimular, y se nos dan de puta pena las sutilezas. No acertamos ni una cuando nos ponemos intuitivos. Cuando creemos que las mujeres están del derecho, ellas están del revés, o viceversa. Somos unos menguados del análisis psicológico. Puede que sea porque no las miramos mucho a la cara, y sí a los cuerpos, y se nos escapan las señales enigmáticas de los ojos, que a veces confirman y a veces desmienten. Es mentira que las mujeres sean un misterio: lo que pasa es que nosotros somos medio imbéciles.

Las mujeres, en cambio, vienen al mundo con un sexto sentido. Vanos a llamarlo arácnido, o transdimensional. Un superpoder, en cualquier caso. Nos damos cuenta muy temprano cuando comprobamos que nuestras madres no nos miran, sino que nos leen. Nos traspasan. Su visión binocular no converge en nuestra en piel, sino en un punto interior que unos llamarían alma y yo prefiero llamar cámara de los secretos. Las mujeres nos... radiografían. Las amantes y las examantes; las candidatas y las desconocidas. Cuando nos calan y nos salvan, las llamamos brujas buenas; cuando nos escanean y nos hunden, las llamamos brujas malas. Pero los juicios morales, ya sabemos, son muy discutibles y particulares. Nosotros, por nuestra parte, solo las deseamos. Somos brujos de un solo conjuro, que solo conoce un único fin. 





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Veneciafrenia

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En Venecia pasa justo lo contrario que en La Pedanía: allí los que dan po’l culo son los turistas, mientras que aquí los que dan po’l saco son los autóctonos, que no conocen el silencio en las calles ni las normas de urbanidad. Hablo así en general, claro. Si en las viñas del Señor hay de todo, aquí, en las viñas de La Pedanía, también vive gente que podría pasar perfectamente por nórdica o centroeuropea a poco que creciera unos centímetros decisivos.

 Si en “Veneciafrenia” hay un veneciano loco que se carga a los turistas que desembarcan de los cruceros, en una película que se titulase “Pedaniafrenia” -ahí dejo la idea- el asesino sería un peregrino que iría exterminando a todos los paletos que se encuentra por el Camino: al que pasa con el quad a toda hostia por una zona de limitación de velocidad; al que adelanta a los caminantes con una moto que lleva el tubo de escape recortado; al que tiene su finca hecha una pura cochambre de zarzales y basura; al que lleva el perro peligroso suelto y no hace ni ademán de sujetarlo cuando coincides; al que pega voces en la terraza del bar como si se le hubiera jodido el termostato de los tímpanos; al que tala los árboles que daban sombra porque le molestan las pelusas que sueltan en primavera; al que no deja pasar el cable de fibra óptica por la fachada de su casa y jode a todos los que viven más allá...  No sé: toda esa gente que hace de La Pedanía un rincón idílico cuando lo miras de lejos, pero una comuna de orates cuando te metes en su tráfago.

Si los turistas en Venecia son una peste, aquí los peregrinos son gentes silenciosas y respetuosas que tiran sus cosas a las papeleras y saludan siempre con una sonrisa. Gente de paso que no molesta para nada y da de comer a los bares que se encuentran en la ruta. Una nota multicolor en el paisaje rural de los viñedos. La conexión de La Pedanía con el resto del mundo. Yo ni les noto tras la doble ventana que me protege del mundo. Cuando bajo a la calle agradezco que sean ellos -y no los del tambor de hojalata- los que pasan frente a mi puerta haciendo chac, chac con sus bastones.





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El honor de los Prizzi

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Sólo quince kilómetros en línea recta separan Corleone de Prizzi, en la isla de Sicilia. Lo he mirado en Google Maps. Son los mismos, más o menos, que separan la influencia de los Corleone y los Prizzi en la ciudad de Nueva York. Como si los viejos patriarcas, don Vito y don Corrado, cuando huyeron de sus terruños, se hubieran traído la isla consigo y hubieran calcado incluso las distancias, aunque en Nueva York los límites no vengan marcados por los valles y las montañas, sino por las avenidas rectilíneas y los puentes espectaculares.

    Los Prizzi, como los Corleone, también poseen casinos en Las Vegas, acciones en los bancos, recaudadores de impuestos en los bajos fondos... Matones que liquidan a todo el que se va de la lengua o sisa más de lo permitido. Cuando el trabajo es más delicado de lo normal, de los que no pueden dejar huella o no pueden fallar a la primera, los Prizzi depositan su confianza en Charley Partanna, que es un psicópata de gatillo frío y sonrisa inalterable. Charley no lleva la sangre de los Prizzi, pero ha sido ahijado como tal, juntando los dedos índices que sangraban.

    Pero esto, por supuesto, sólo es una declaración de intenciones, antes de que vengan los negocios a incordiar. Los Partanna y los Prizzi no comparten los talantes, y eso, a la larga, será una fuente de problemas. Los Prizzi guardan un celibato casi monacal para que el pito no interfiera en el raciocinio, y sólo de vez en cuando, presumimos, echan mano de sus amantes para desfogarse los instintos. Charley Partanna, en cambio, es un pichaloca que tiene otro gatillo muy fácil dentro de los calzoncillos. Cuando conozca a Irene Walker -la rubia irresistible que lo mismo asesina para los Prizzi que les roba sus recaudaciones-, Charley perderá el oremus de sus fidelidades y ya no sabrá a qué carta quedarse.

    En “El honor de los Prizzi”, la mafia sólo es el telón de fondo de un drama más viejo que el cagar: la tragicomedia del hombre atrapado entre sus deberes y sus instintos. 




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Ana y los lobos

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Rafael Azcona es mi dios. O mi semidiós. Un literato griego que nació en Logroño con alas en las manos. En sus colaboraciones con Berlanga o con Marco Ferreri, Rafael Azcona escribió guiones llenos de cinismo, irreprochables, con los que se construyeron obras maestras de nuestro cine. O películas cojonudas, sin más, como aquellas que firmó a última hora con José Luis García Sánchez. Están todas ahí, en mi videoteca, dándome una pátina de hombre ilustrado con memorias de carcamal. Lo de Azcona y Berlanga, en concreto, fue como una conjunción astral. Como el engarce perfecto de dos estrellas que coindicen en la galaxia y bailan una alrededor de la otra.

Pero Azcona, ay, es un dios imperfecto. Por eso digo que es un semidiós, quitándole la mitad de su trascendencia. A Azcona, como a Aquiles, tambièn le huele el pinrel por el talón. Incluso Yahvé, el Dios Supremo, con todo lo monoteísta y poderoso que es, hizo cagadas que sería mejor esconder bajo la alfombra. Por cada belleza que puso en la Creación se le ocurrió un crimen o una basura. Azcona no tanto. En él pesa mucho más lo bueno que lo malo. Pero a veces, cuando se le iba la olla, y le daba por jugar con lo simbólico -y en eso Carlos Saura es una compañía muy poco recomendable- dejaba unos truños en el pinar que todavía huelen desde aquí.

“Ana y los lobos” es una película sobre el tardofranquismo. ¿Y qué era el tardofranquismo?: pues básicamente un puro deseo sexual. Un ansia nacional por despojarse del catolicismo y lanzarse abiertamente a fornicar. Tengo un amigo que sostiene que al franquismo no lo derrotó el afán democrático, ni por supuesto el rey comisionista, sino el ejército de suecas en bikini que desembarcó en nuestras playas para ponerlo todo patas arriba. En “Ana y los lobos” no hay una sueca, sino una norteamericana muy guapa que todavía no sabe en qué berenjenal -y perdón por la metáfora -se está metiendo. 





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The Office (BBC). Extras del DVD

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Lo dicen Stephen Merchant y Ricky Gervais en los extras de “The Office”: los que ven los extras de los DVD son unos frikis y unos perdedores. Y yo, que me doy por aludido, y que me parto el culo de la risa, no tengo otro remedio que darles la razón.

Si su serie ya es de por sí un producto para frikis -sobre todo si no eres un espectador habitual de la BBC- adentrarte en el tercer disco ya es como estar más allá de la comedia y de los seres humanos. Vivir en un frikismo apenas disimulado por las canas y las gafas de intelectual. A veces, ay, cuando me sorprenden así, con las manos en la masa, o en el mando a distancia, siento que soy un homínido a medio camino de una evolución todavía por determinar. El homo sillonensis, o el tonto del culo quizá.

Ellos, claro está, solo querían hacer la gracia. Un metachiste. Obsequiar a sus seguidores con otra broma del repertorio. O puedo que no, quién sabe, porque estos tipos son muy peculiares y muy cínicos. Quizá pensaron:  “Vamos a lanzarles un zasca a estos cotillas que quieren profundizar en nuestro oficio...” Yo, ante la duda, prefiero tomarme su chanza como una exhortación a la vida. Como una paulo-coellada pasada por su tamiz de verduleros: “Despierta, idiota. Sal a la calle y déjanos en paz. Qué más te da todo esto. ¿Te has reído con la serie? Pues ya está. Olvídanos. No quieras saber más. Conocer el truco estropea la magia. La vida es muy corta y transcurre más allá de tu ventana. Túmbate al sol antes de que llegue el invierno y el sofá ya sea -entonces sí- tu último refugio”.

Y tienen razón, sí, pero no del todo. Porque allí, en el tercer disco, el que solo miramos los maniáticos y los aburridos, ellos habían escondido dos joyas como premio a nuestro tesón. Dos especiales de Navidad -si es que es en “The Office” puede ser Navidad alguna vez- en los que se cuenta qué fue de David Brent tras ser despedido de su empleo. Y lo a gusto se quedaron en la oficina con su ausencia. ¿Ausencia, he dicho..?





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11M

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Aquel 14-M, en el colegio electoral de La Pedanía, casi le grito “¡Asesina!” a la interventora del PP que sonreía a todo el que se acercaba por la urna: a los correligionarios, para hacer causa común, y a los demás, por si alguno se arrepentía del voto que iba a castigarles. Supongo que luego, por la noche, se le congeló la sonrisa cuando la media España cabreada y engañada puso en la Moncloa a nuestro compadre de León.

Pero me he expresado mal: sus jefes de Madrid quisieron engañarnos a todos, con una jeta impasible que todavía hoy, al revisar el documental, te hiela la sangre, tan campantes en sus atriles, practicando el doblepensar del que hablaba George Orwell en “1984”. Lo que pasa es que a unos nos indignaba el engaño y a otros les daba igual. Es aquello que dijo una vez Donald Trump (al que no hemos parado de hacer burla sin escucharle de verdad): que si un día le pegara un tiro a un viandante, así, por puro capricho, la gente le seguiría votando. Él sabe que lo que se dirime en cualquier elección democrática no es una integridad moral ni un resultado de la gestión: que es, por lo metafísico, un orgullo de pertenencia, y una defensa visceral; y por lo práctico, una simple defensa de los impuestos irrisorios.

Reconozco que yo iba muy caliente aquel día. Fueron tres días... incandescentes. Los viví -los vivimos- pegado a la tele, a la radio, al proto-internet. No sé que hubiera pasado de haber existido entonces las redes sociales... Facebook, por ejemplo, se lanzó a la red justo un mes antes de los atentados. Ese es el otro tema: lo tenemos todo muy fresco, archisabido, como si los 192 muertos aún estuvieran por enterrar, y sin embargo ves el documental y es como si nos hablaran de la Guerra de Flandes, y no de la Guerra de Irak, de la que esta salvajada fue una batalla más. Un ataque tras las líneas enemigas de esa pandilla de pastores locos a los que hubiera sido mejor no molestar. Cuando empiezas una guerra es lo que suele pasar. Sí, se lo digo usted, señor “Ánsar”, como le llamaba su amigo George en la intimidad.





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Salvar al rey

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Mi teoría es que la monarquía española se salvó gracias a los genes de la belleza. No es casualidad que ahora las señoras, cuando pasa la comitiva real, griten “¡Guapo!” y “’¡Guapa!” como primer impulso del cerebelo. Felipe VI es un hombretón al que ya quisiera yo parecerme, y Leticia Ortiz, pues bueno..., es la mujer que él me robó cuando yo estaba a punto de conquistarla.

Pero hay que saber perder, y reconozco que los neo-reyes hacen muy buena pareja, tan altos y tan estilizados. Ellos visten como nadie los uniformes de la realeza, que van desde la guerrera militar hasta el bikini en Marivent. En esto los monárquicos han tenido mucha suerte. Porque la belleza, además, engendra belleza, y a este matrimonio morganático les han salido un par de infantas que quedan muy bien en las fotografías. Los genes Ortiz han corregido en ellas los defectos que afean a las borbonas. O que las conviertes en seres horripilantes... 

Así que la sucesión monárquica -me temo- está garantizada. La belleza entra por los ojos y es capaz de venderte cualquier cosa. Yo mismo, que me creo tan inmune, recuerdo que una vez compré un televisor carísimo en el Carrefour solo porque la dependienta estaba muy buena y no supe -y no pude- decirle que no. Es el mismo mecanismo instintivo, visceral -iba a decir sexual- que ahora mismo vende la monarquía a los plebeyos y a las plebeyas. Es todo tan simple y tan simiesco...

Los esfuerzos de la prensa y del CESID por tapar los adulterios -y las otras cosas- del otro rey contuvieron la marea. Y es justo reconocerlo. Menudo trabajo el suyo, poniendo pisos francos para follar, y llamando de madrugada a los periódicos, y amenazando con hacer pupa a los que podían irse de la lengua. Como en una película de la CIA, cuando protegen al Presidente. Pero nada de eso hubiera servido si el heredero, cuando se sentó en el Trono de los Siete Reinos, hubiera salido en la tele con el belfo acostumbrado, o con la mirada estupidizada de la familia de Carlos IV.



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Apagón

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El día que caiga el viento solar sobre La Pedanía será el primer día de mi muerte. No sé los días que sobreviviré, pero sin duda serán pocos. La lucha será a muerte, y yo, a muerte, no dispongo de las armas necesarias. ¿Qué usaré cuando haya que acojonar, agredir, matar..? ¿Libros arrojadizos? ¿DVDs como cuchillas de Batman? ¿Mi perro peligroso, que se llama Eddie y apenas levanta 6 kilos con sus patitas? Pobre Eddie, también. En la serie “Apagón” nadie se acuerda de los animales. Ellos, que no usan teléfonos móviles ni queman carburante para moverse, serán las primeras víctimas de la ausencia de electricidad.

Cuando los jinetes del apocalipsis vengan a cerrar los supermercados, ellos, mis vecinos, que ahora son muy amables y me regalan los tomates que les sobran, se volverán lobos para el hombre y se armarán con la lupara para defender a tiro limpio sus huertos y sus viñedos, sus castaños y sus cerezos. Todo ese monte que poseen. En el bar se quejan todo el rato: dicen que son pobres, que no tienen para nada, que los socialistas les roban a manos llenas, pero luego resulta que viven en casas heredadas, que solo van al super a comprar papel higiénico, que se mueven por la vida con unos todoterrenos de la hostia donde cargan las cosechas sin fin y los animales abatidos.

Ellos, mis vecinos, no dudarán en apretar el gatillo cuando nosotros, los desheredados de la tierra, los funcionarios que solo sabíamos hablar en jerga y administrar gilipolleces, nos aventuremos a robarles un higo que cuelga o un racimo que se descuelga. Las tomateras valdrán entonces tanto como el oro, sino más. Nos asesinaremos -nos asesinarán- por darle un mordisco a una manzana podrida o a una calabaza yaciente. La comida de los cerdos será ambrosía y motivo de celebración. Ser funcionario valdrá tanto como ser rata de alcantarilla o paloma que defeca. 

La tierra es para quien la trabaja, decían los viejos anarquistas. Y es verdad. Cuando llegue el fin del mundo -a no ser que caiga un meteorito y lo pulverice todo- ellos, los agropecuarios, serán los supervivientes que protagonizarán la próxima entrega de “Mad Max”.



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Aflicción

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¿Somos hijos de la experiencia o de la herencia? El debate es eterno, de guerra de trincheras, y lo seguirá siendo hasta que la ciencia no publique una conclusión irrebatible. 

Llevamos más de un siglo haciendo experimentos con palomas y con seres humanos y los teóricos del asunto siguen sin ponerse de acuerdo. Yo, por mi parte, aunque me gano la vida aplicando las ciencias educativas, luego, en mi retiro espiritual, en las catacumbas de mi biblioteca, milito en el ejército de los que creen que somos pura herencia y puro gen. Máquinas predestinadas. Trenes que van por el carrilito de su vía, en busca de su destino.

En mi teoría -minoritaria, a contra corriente, puede que ni siquiera confesable- la educación sólo es un pátina, y la experiencia poco más que una llovizna. Nada de lo que pasa nos deconstruye por dentro. La sucesión de bases nitrogenadas que determina lo que somos no se descabala por las cosas de la vida. Únicamente una mutación aleatoria o una radiación ultravioleta pueden hacer que dejemos de ser quienes somos. Cambiarnos de verdad. Venimos al mundo hechos de carne, pero esculpidos en piedra.

La ira, por ejemplo... “Aflicción” es una película que habla sobre la heredabilidad de la ira. Schrader no se posiciona, pero abre el debate. Yo creo que está conmigo, pero claro: eso lo digo yo. En “Aflicción·, los hermanos Whitehouse fueron maltratados por el mismo padre borracho e iracundo, allá en las nieves de New Hampshire. Recibieron hostias como panes y castigos como esclavos. Uno de ellos se largó y terminó siendo un escritor de prestigio. Cuando aparece en la trama le rodea un halo de mansedumbre. Es como si nada le hubiera calado. O quizá solo disimula.

Su hermano, en cambio, más corto de alcance, y también más corto de entendederas, heredó la tendencia a la chifladura momentánea, a la ida de olla ocasional. No parece un mal tipo, el bueno de Walter, pero en fin: que se le va la mano. A veces se entrega a la dipsomanía. A veces no mide. Es como una fotocopia desleída de su padre. ¿Tuvo mala suerte en la lotería de los genes? ¿Una vida distinta pudo haberle rescatado? Debates y debates...





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El amigo de mi amiga

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“Uh, vaya lío, los amigos de mis amigas son mis amigos...” Lo cantaban las chicas de “Objetivo Birmania” hace la porra de años, casi por la misma época en que estrenaron la película de Rohmer. A mí me gustaba mucho la chica alta, la que era esbelta y tenía pinta de practicar el aerobic. No era muy guapa, pero ya hubiera querido yo tener una novia así.... Me ponía mucho. Mis amigos -y los amigos de mis amigos, supongo- preferían todos a la chica rubia, que tampoco estaba nada mal. Para empezar, era rubia.

Me pregunto qué habrá sido de estas tres criaturas del señor: si regresaron a Birmania para colaborar con una ONG o se quedaron en Madrid trabajando en cosas aburridas como todo quisqui.

Pongo esta referencia cultural porque no sé muy bien qué decir sobre la película. Es la primera vez que me aburro mucho con una historia de Rohmer. O quizá soy yo, que ando muy tonto estos días. Desmotivado para el disfrute... Además, llevo encima el primer catarro de la temporada, y el peso de las jornadas laborales que se acumulan. Si a Sabina le robaron el mes de abril, a mí me han robado los meses de verano. Hace nada y menos yo nadaba feliz, y leía, y tomaba cervezas en una terraza...

“El amigo de mi amiga” aborda uno de esos tabúes tontos que se imponen los guapos y las guapas a la hora de ligar. “Si fuiste el novio de mi amiga no puedo acostarme contigo”. Cómo se nota que esta gente no pasaba hambre en su juventud... Otro tabú muy de moda era: “Nos criamos juntos en el barrio, así que acostarnos juntos sería como caer en el incesto.” Y el tabú de los primos, claro, incluso de los primos segundos, con los que había que pedir dispensa para casarse, pero no -juraría yo- para tener una experiencia satisfactoria en lo sexual. 

No sé: la gente guapa es muy rara. Muy selectiva. Se puede permitir estos lujos. Yo, por mi parte, estuve enamorado sucesivamente de una vecina del barrio, de la exnovia del amigo y de una prima que vivía tras las montañas. Todas me dieron calabazas, pero yo, ajeno a estos tabúes, puse todo mi empeño en conquistarlas.





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Los anillos de poder

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Esta vez los culturetas de la radio me han engañado. Yo les sigo a pesar de que la mitad son unos fachas y la otra mitad unos socialistas desleídos. Pero en cuestiones de cinefilia me siento uno más de su pandilla. Cada semana apunto sus recomendaciones y me lanzo al abordaje con la pata de palo y el loro en el hombro, yo que solo tengo Movistar + porque el sueldo de funcionario no llega para más.

Los culturetas me han engañado como a un chino. Y chinos, por cierto, no sale ninguno en “Los anillos de poder”. Es un fallo morrocotudo. Un insulto a esa etnia olvidada. O puede que sí, que salgan a partir del episodio 3, viviendo en algún lugar sojuzgados por Sauron o comerciando con los elfos. Me da igual.  Yo ya no voy a verlo. Esta serie es un bostezo disfrazado de superproducción. Una enmienda a la totalidad de Peter Jackson y J. R. R. Tolkien.

No sé: es como si la hubieran rodado sólo para afearles un descuido etnográfico que no era tal. Para echarles en cara un supuesto “racismo de base”. "Los anillos de poder" es como una demolición del heteropatriarcado anglosajón de la Tierra Media. Un esfuerzo muy loable, pero tonto, que además, en lo puramente argumental, no tiene ni pies ni cabeza. Porque al principio, sí, salen Sauron y Galadriel, para que quede claro que esto es el universo expandido de Tolkien. Pero nada más. Lo demás es sacar el CGI a todas horas, y tocar musiquitas con la flauta, y mostrar la fauna tenebrosa pero inoperante de la Tierra Media.


El problema no es que haya mujeres empoderadas o hobbits que pertenezcan a todas las razas de la Tierra. Faltaría más. El problema es que se nota la enmienda. Que se ve la fórmula. Que estas correcciones políticas te sacan de la Tierra Media. Que no te crees nada de lo que ves. 



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