Los ensayos

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En aquel manojo de sueños que cantaba Serrat en “Seria fantàstic” faltaba uno cojonudo: poder ensayar los momentos decisivos antes de acometerlos. Gozar de la oportunidad de interactuar con actores, y en escenarios calcados a la realidad, antes de pronunciar un “te quiero”, de confesar un pecado, de enfrentarse a un tribunal, de solicitar un puesto de trabajo... De elegir entre la playa y la montaña. Antes, también, de embarcarse en la loca aventura de la paternidad o la maternidad.

La empresa ficticia de Nathan Fielder recoge ese sueño que Serrat no cantó y proporciona tales servicios en “Los ensayos”. Y a coste cero, además, porque Nathan no es un coach sacacuartos a la moderna usanza, sino un millonario filántropo que busca respuestas filosóficas. Tú contactas con él para ensayar un paso decisivo y Nathan, con sus recursos ilimitados, te monta una realidad paralela en la que puedes practicar hasta dar con las palabras exactas y los sentimientos adecuados. Todo está calculado al milímetro, previsto en unos diagramas complejísimos de toma de decisiones. La sinopsis de la serie ya es una puta locura, pero ningún espectador está advertido de la putísima locura que le espera en realidad... Cuando pensábamos que ya lo habíamos visto todo, vino Nathan Fielder a introducir un “casi” en nuestro empacho de espectadores.

El demiurgo también necesita ensayar su puesta en escena. Medir riesgos y daños colaterales. Nathan ensaya nuestros ensayos con otro grupo de actores, en otra pre-realidad que antecede y determina nuestro destino. Y ya puestos: ¿por qué no ensayar también el preensayo...? La locura es absoluta. La serie es genial. No encaja en ningún género conocido. ¿Una comedia existencial sobre el control de nuestras acciones? ¿Estamos condenados a repetirnos o podemos instruir al homúnculo de nuestra cocorota? Da igual: nunca sabremos si Nathan Fielder nos toma por tontos o nos considera tan inteligentes que nos ha hecho dignos de sus locuras. Creo que “Los ensayos” fue rodada justo antes de que le metieran en un frenopático. A ver si nos lo sueltan pronto. Hay un "to be continued" en lontananza.




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Un día en Nueva York con Woody Allen

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“Rebajas de enero” –aquella canción de Joaquín Sabina que hablaba de los amores resignados y confortables-, terminaba con estos versos: “Emociones fuertes / buscadlas en otra canción”. Y así termina, también, esta entrevista de David Trueba a Woody Allen. Porque al final de los títulos de crédito, justo después de declarar que ningún animal fue lastimado durante la grabación, ponen que si queréis morbo sexual y judicial leeros la autobiografía que el propio Allen publicó en Alianza. Y si queréis morbo duro, testimonios hardcore, pasaros por los foros de las podemitas cuando piden para el señor Konigsberg los mismos castigos que padeció Nuestro Señor Jesucristo en estas fechas tan señaladas.

David Trueba ha venido a Manhattan para hablar de cine y nada más. Y de cine en plan directores de cine, germanía de rodajes, nada de preguntas de aficionado: cómo desarrollas los guiones, cómo te llevas con el montador, qué consejos recibes del director de fotografía... ¿Algún actor te ha tocado mucho los cojones? Cosas así. Son cuestiones interesantes, pero no es quizá lo que esperábamos. Y que conste que yo no venía por el morbo -porque tengo bastante claro el “asuntillo” - pero sí, al menos, escuchar algún chiste coñón o alguna perla de sabiduría.

Sólo cuando David y Woody rememoran las viejas películas y sale a la palestra el nombre de Mia Farrow uno se tensa un poco en el sofá. Pero nada: Allen la menciona como quien recuerda a una vieja vecina del quinto derecha. "Una gran actriz y tal..." Su autodominio es absoluto. Su pasotismo también. Yo echaría espumarajos por la boca.

Al final de la entrevista yo me pregunto si Woody Allen sabe que quien le está entrevistando es un director de prestigio en España y no el interviewer random de una revista especializada. David Trueba... su aspecto físico es muy curioso: al principio, ya que estamos en Nueva York, dirías que se da un aire a Andy Warhol, con esas gafas y ese pelazo de canoso interesante, pero luego, a medida que avanza la entrevista, puedes observar que de tanto admirar el cine de Woody Allen comienza a sufrir una metamorfosis al más puro estilo de Leonard Zelig.




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A Roma con amor

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La ciudad de Roma no sale mucho en la película. Si esto es “A Roma con amor”, a saber cómo habría sido “A Roma con indiferencia”... Barcelona, por cierto, tampoco salía mucho en “Vicky Cristína Ídem”. La Sagrada Familia y a correr. El resto eran tres bellezones tirándole los tejos a Javier Bardem: Vicky, Cristina y Penélope. El sueño erótico de una spanish noche de verano.

París, sin embargo, sí salía mucho en “Midnight in París”. Es más: tenía un prólogo musical dedicado exclusivamente a su belleza. El otoño de París es imbatible, que diría nuestro presidente. Se nota que Woody Allen encontró allí su refugio tras escapar de la caza de brujas. (Por cierto: ¿qué pinta Greta Gerwig en esta película? En el año 2012 Allen ya había sido juzgado y absuelto por los mismos delitos a los que luego doña Barbie sí otorgo credibilidad. Dijo, muy llorosa, que se arrepentía de haber trabajado con él. Hay que tener mucha jeta... Doña Trampolines... Menos mal que su cara dura no sale mucho en la película).

Roma, por alguna razón que desconozco, siempre sale en plano cerrado y poco generoso. Se ve alguna plazuela, alguna calle del Trastevere, la Plaza de España un poco en escorzo... Poca cosa para todas las maravillas que allí se encierran. Un pequeño chasco. Menos mal que para hacer turismo romano siempre nos quedará Jep Gambardella paseando por  “La Gran Belleza”. 

No parece que Woody Allen se enamorara de Roma precisamente. Pero a saber: quizá le denegaron permisos o las podemitas del Lacio le boicoteron el rodaje. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. La película está bien ma non troppo. Si dividimos las películas de Allen en cinco categorías -obras maestras, cojonudas, revisitables, intrascendentes y truñescas- “A Roma con amor” tiene un pie en el “revisitable” y otro en el “intrascendente”. Menos mal que está la ocurrencia de la ducha. Y que sale Roberto Benigni haciendo el payaso (en el buen sentido). Y Penélope, muy escotada, y resalada. 





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La última noche de Boris Grushenko

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Uno de los apodos que sopesé cuando entré en los mundos virtuales fue Boris Grushenko. Pero ya estaba cogido. Incluso Borisgrushenko72, que hubiera sido lo propio dada mi fecha de nacimiento. La gente estuvo muy avispada en los comienzos de internet y se llevó todo lo que merecía la pena del expositor. Arramblaron con los mitos del cine y con los iconos del pop, y a los demás nos dejaron el recurso de inventarnos paridas muy personales y muy poco llamativas. A partir de ahí nos tomaron mucha ventaja para llamar la atención y dominar el mundo y aún no hemos sido capaces de recuperarla. 

Con Boris Grushenko me une la cobardía infinita y la gafapasta secular. Yo mido veinte centímetros más que él y vivo justo en la otra punta de Europa, pero son detalles bobos y secundarios. Boris y yo somos dos partículas cuánticas entrelazadas. Muy hermanadas. Enfangados en una batalla sangrienta, los dos nos esconderíamos detrás de un árbol a ver si pasa la marea. Si a Boris le importaba un rábano que Napoleón invadiera su patria rusa -es más, lo prefería, porque con Napoleón venía la cultura y el refinamiento- a mí también me importa un pimiento que nos invadan, qué sé yo, los mismos franceses, o los suecos. Ojalá viniera el ejército sueco a poner un poco de orden y a relanzar la Agencia Tributaria... Yo sería el primero en aplaudir a las soldados suecas desfilando por la Gran Vía.

Boris Grushenko es medio bobo, medio listo, muy torpe cuando comparece en sociedad. Un tipo más bien feo y desaliñado. En todo eso me veo muy reflejado. A los dos nos pueden los nervios y las ganas de gustar. Y claro: nos bloqueamos. Nos acomplejamos ante los hombres y nos derretimos ante las mujeres. Nos traiciona el intestino.  Si yo hubiera tenido una prima como la de Boris también hubiera metido la pata hasta el corvejón, saltándome los avisos de la genética y los preceptos de la moral.


Frasacas:

 Boris: “El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores.

Sonja: ¡Claro que hay un Dios! ¡Estamos hechos a su imagen!

Boris: ¿Crees que yo estoy hecho a imagen de Dios? ¿Crees que Él lleva gafas?





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Golpe de suerte

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En verdad ha sido un golpe de suerte que Woody Allen ya no ruede sus películas en Estados Unidos. A los admiradores nos ha venido de puta madre que por un lado los puritanos del Mayflower ya no quieran financiárselas y por otro él se encuentre tan a gusto en el Viejo Continente. Aquí, entre la gente civilizada, además de encontrar productores para sus ideas y un apartamento de la hostia en el centro de París, Woody Allen ha encontrado una sociedad que salvo las cuatro podemitas que quieren cortarle la polla y colgarla luego de la torre Eiffel no acaba de tomarse muy en serio lo de su causa judicial.

Digo esto del golpe de suerte porque nuestro hermano Konigsberg -y que quede entre nosotros, por favor- ya ha entrado un poco en la chochera, y repite mucho sus argumentos de antaño, casi diálogos exactos, y ya sólo faltaba que sus últimas películas transcurrieran en Manhattan para que el déjà vu fuera preocupante y nos hiciera rajar un poco de él en las tertulias. Y eso sería lo último, y además muy desagradable.  

“Golpe de suerte”, por ejemplo, es una mezcla al fifty/fifty entre “Match Point” y “Delitos y faltas”, pero como está rodada en París -¡y cómo retrata Woody Allen los otoños de París!- nos entretenemos mucho con los paisajes urbanos y con los interiores de las casas donde viven los burgueses. Yo, por ejemplo, que estuve el verano pasado por allí -un poco como Paco Martínez Soria pateando los Campos Elíseos- he detenido de vez en cuando la película para buscar las localizaciones en el Google Maps, lo que por una parte me alejaba de la trama pero por otra me hacía sentir un parisino más, uno honoris causa, y me hacía regresar a la película implicado del todo, con fuerzas renovadas, como un figurante más de los que rondaban por las escenas.

También es verdad que cuando la actriz principal es guapa de romperse -guapa chic, muy francesa, perfecta para anuncios de colonias- uno también se muestra más paciente y más comprensivo con las lagunas argumentales, y con las pesadeces ya un poco cebolléticas del abuelo. 




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American Fiction

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Ahora que llega el buen tiempo y que la gente pasea sus libros por parques y terrazas, vuelvo a constatar que nueve de cada diez lectores no son tales, sino lectoras. Los hombres ya no leen, o solo leen en la intimidad, como cuando Aznar leía en catalán para hacerse político de provecho. 

Los hombres han aprendido que leyendo no se conquista a ninguna mujer y han optado por otros anzuelos más eficaces. Lo de buscar pareja con un libro abierto es una táctica ya casi decimonónica, de cuando un hombre capaz de entender dos párrafos seguidos demostraba un mínimo de inteligencia y podía aspirar a un buen puesto en la administración. Pero ahora que los analfabetos han tomado el poder la cultura está muy mal vista, y los gafosos hemos caído al penúltimo puesto en la cadena alimentaria. 

(Y además era mentira: si repasamos el mito cinematográfico del hombre lector que atraía las miradas mujeriles, descubrimos que solo triunfaban los que ya eran guapos de natura, y que el libro solo era la guinda de un pastel muy apetitoso de por sí). 

Quiero decir que a los juntaletras aspiracionales y a los autopublicados miserables no nos queda otro remedio que escribir novelas que gusten a las mujeres si queremos que las editoriales nos hagan caso y nos saquen de excursión, como los hermanos escolapios, a firmar libros por ahí, y a pasar noches de hotel fuera de nuestra aldea. El sueño de seductor de plantarte en Málaga o en Logroño y conocer a una admiradora que se pirra por tus huesos literarios. ¿Pero qué les gusta a las mujeres, ay? Son tan distintas, y tan contradictorias... ¿Por dónde empezar esta farsa, esta venta del alma en oferta a un editor?

Y no: no se me ha ido la olla. “American Fiction” va de un escritor que desearía tener éxito con lo suyo, con sus pedradas académicas, lejos del mainstream de la “literatura negra”, pero que ante la falta de monetario se traiciona a sí mismo y escribe una castaña pilonga para consumo de las masas. Motherfucker y tal... El fracaso le condenaba al anonimato pero le dejaba dormir en paz. Ahora el éxito le llena la cuenta bancaria pero le condena al insomnio. Es lo malo de nacer con escrúpulos.





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La diplomática. Temporada 1

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¿Se puede hacer una serie sobre una mujer empoderada, lista como ella sola, sin que los hombres que pululan a su alrededor sean unos machistas, unos gilipollas y unos violadores en acto o en potencia? Pues sí, se puede. Yes, we can. “La diplomática” así lo demuestra. Que aprendan Issa López y Greta Gerwig. Los hombres estamos de enhorabuena. Gracias, Deborah Cahn, gracias de verdad. No sabes lo que esto significa para nosotros... Tú vienes de una escuela televisiva que hace productos cojonudos y no pasarratos para pre-marujas, y eso nota. Antes no lo sabía, pero ahora ya sé que “Homeland” y “El ala oeste de la Casa Blanca” adornan tu currículum. Son palabras mayores. 

Gracias, también, al amigo de León que me recomendó ver "La diplomática". Se prodiga poco, pero joder, es que lo clava. De todos modos, cabronazo, esto no es una miniserie como me dijiste, sino la primera temporada de un culebrón que ya se avecina. No se cierra la trama, y si lo llego a saber no vengo. La vida es corta y la mies es mucha. Pero no nos pongamos tristes, cachis la mar, ahora que hemos encontrado una ficción en la que hombres y mujeres compiten por igual en poderes y en maldades. ¡Albricias y zapatetas!

Nuestra diplomática en cuestión es la embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido. Pero lo es muy a su pesar, porque ella preferiría estar en Kabul, o en Islamadad, dándole caña a esos talibanes que son -ellos sí- la pura escoria del género machirulo. Pero Washington tiene planes para ella, y ella, ante todo, es un soldado que se debe a la patria. Faltaría más. 

Mientras tanto, de reojo, tiene que vigilar a su marido, que también fue embajador de las zonas calientes y que es un liante de primera que no sabe resignarse a su papel de primera dama en la embajada. Pero está tan bueno, y hace cosas tan gentiles en la cama, que nuestra diplomática pierde el oremus llegadas las doce de cada noche, como una cenicienta a la inversa, todo inteligencia durante el día y pura irracionalidad durante la noche. Mujeres, hombres, talones de Aquiles y de Aquilas... Es todo lo mismo.




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La zona de interés

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Los hijos de puta, al no ser capaces de clonarse a sí mismos como las bacterias, necesitan la reproducción sexual para dejar en el mundo sus genes de la hijaputez. Parece una obviedad, pero a veces se nos olvida. Los psicópatas como Rudolf Hoss ya se habrían extinguido en tiempos del australopiteco si no hubieran encontrado australopitecas fascinadas por su falta de escrúpulos y por su cachiporra último modelo, recién importada de Atapuerca. 

Y viceversa, claro. Si Rudolf Hoss encontró una pareja sexual que se sacude las cenizas de los judíos como quien se sacude los pelos del perrete, ella, la tal Hedwig Hensel, también encontró su espermatozoide ideal en un sádico que ascendió dentro de las SS gracias a su eficacia funcionarial. Dios los cría y ellos se juntan.

Digo esto porque me parece injusto que Rudolf Hoss fuera ahorcado en 1947 -justo al lado de su chalet de tres pisos con vistas al crematorio- y que a su señora, tan enamorada de él que le delató para no verse deportada a Siberia, se le permitiera afincarse en Norteamérica para morir plácidamente en 1989. Decía mi abuela que tanto peca el que mata como el que tira de la pata. Rudolf y Hedwig (que son pareja, residentes en Auschwitz y han venido al “Un, dos, tres” para conseguir unas dobles ventanas que les aíslen del ruido de la factoría y de los gritos del vecindario) son el mismo monstruo moral que yo no acierto a distinguir. 

La escena más terrible de la película es ésa en la que Hedwig, enfadada con su criada judía porque le ha puesto la taza torcida sobre la mesa, le suelta:

- Podría hacer que mi esposo esparza tus cenizas en los campos de Babice. 

Como diciendo: si al final destinan a Rudolf a otro lugar, yo misma podría encargarme del holocausto mientras viene el sustituto de Berlín.


(Se me ocurre un remake a la española de "La zona de interés": la presidenta fascistoide de una comunidad autónoma vive en un piso de lujo frente a una residencia de ancianos bloqueada, en tiempos del COVID).




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Sala de profesores

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Los profesores -y las profesoras, sí- somos la última mierda del Credo. Nunca supe cuál era la última mierda del Credo, pero da igual: eso somos. Dentro de la comunidad educativa, desde luego, hemos descendido al último puesto del escalafón. Somos los gammas del sistema. Actores -y actrices, sí- secundarios. Terciarios incluso. Cuaternarios como trogloditas. 

Ya no pintamos nada. La falsa progresía nos fue despojando de la autoridad hasta reducirnos a meros comparsas. En eso, me cagüen la puta, siempre tuvieron razón los reaccionarios. Y las reaccionarias, sí. Hemos pasado de enseñar a cuidar, de guiar a pastorear, de inculcar a obedecer. Ya nadie nos respeta ni nos hace ni puto caso. Nos hemos convertido en monitores de tiempo libre. Con vacaciones muy largas y sueldo fijo, eso sí. Pero monitores. Aparcaniños. Gorrillas con título universitario. Hemos perdido el aura de antaño. Ahora los valores los transmite la tele, y los conocimientos internet. Sobramos. Y en caso de duda, los padres -y las madres, sí- imponen su letanía. 

La escuela ya es el hogar extendido. El universo expandido. Los hogares son cada vez más pequeños en metros cuadrados, pero han creado colonias más allá de sus fronteras. Las leyes educativas nos obligaron a bajar los puentes levadizos. Tuvimos que rendirnos. Los profesores -y profesoras, sí- somos ciudad reducida y ejército conquistado. Vasallos que dicen amén para sobrevivir. Súbditos de clase media. Y los chavales -y las chavalas, sí- lo saben. No son tontos. Pueden sacar mejores o peores notas, pero no son tontos. Eso es otra cosa... Huelen nuestra debilidad y campan por sus respetos. Se han hecho fuertes y patrullan el fortín.

Gracias a los roussonianos de buen corazón -como esta gilipollas de la película- nos hemos degradado a canguros, a cuidadores, a veces a payasos. Los colegios son centros de día, ludotecas con libros, campamentos para invernar. Pero ya digo que también nos lo tenemos merecido: aquí cualquier cenutrio -y cenutria, sí- aprueba una oposición. Fallan los filtros. O los joden adrede desde arriba. Hay una planificación malvada en todo esto. Tampoco se nos escapa.



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Pobres criaturas

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Dramatis personae:

Godwin Baster. Es el doctor Frankenstein de la trama. Pero él no quiere igualarse a Dios otorgando la vida. Él es ateo y pasa de esos rollos. Godwin ha creado a Bella Baxter para que le sirva de muñeca sexual, aunque luego no pueda tirársela porque además de ateo es impotente. Es un empeño muy raro. 

Bella Baxter. Es un monstruo en el sentido corpóreo de la palabra. Pero también en el sentido moral. ¿Es esto lo que las feministas -que están encantadas con la película y ya se ponen la foto de Bella por los perfiles- llaman una mujer empoderada? ¿Una IA andante incapaz de empatizar con los demás? ¿No se parece mucho a esos mismos hombres que salen criticados en la película porque solo piensan en follársela? No sé, serán cosas mías. 

Bella no engaña a nadie y hace lo que sale del coño con su coño. y eso está muy bien. Hay que ser muy troglodita para no entenderlo en el año 2024. A veces no sé a quién se dirigen estas reivindicaciones. Esos tipos a los que señala el dedo acusador están siempre en otro lado: en los bares, en los toros, en las carreras de coches... No ven películas, o solo las del Oeste, en 13 TV.

(Por cierto: yo tuve una novia muy parecida a Bella Baxter, también amoral y con furor uterino, aunque ella era más lista que el hambre que pasó).  

Duncan Wedderburn. Es el fucker de toda la vida. Sonrisa profidén, gestos galantes y una polla diamantina. Y mucha colonia varonil. El típico cabrón que te va a dejar por otra sin pensárselo dos veces. ¿Por qué?: pues porque es un fucker, nena. Son como tiburones sexuales: si se paran se ahogan. ¿De verdad que no lo veías venir? 

(También tuve otra novia que se enamora siempre de estos tipejos. No termina de aprender. O le va la marcha o carece de método científico. Conmigo se confundió, pero le puso remedio muy pronto).

Max McCandles. Es el típico panoli enamorado. Aguanta lo que le echen. “¿Qué te has metido a puta, cariño? No te preocupes: yo te apoyo”. Me recuerda mucho a mí. Es que además una vez me pasó algo parecido. Las feministas nos quieren así, como McCandles, pero luego te escupen no haberte comportado como un hombre. No hay dios que lo entienda. 



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Malaya. Operación secreta

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Todavía hay gente que le ríe las gracias a don Jesús Gil, que en el infierno descanse. Sobre todo en la radio deportiva, que fue su trampolín mediático para hacerse respetable y luego reventar la caja de Marbella a golpe de barrigazos. Y cuando la barriga no podía con el metal, ahí estaba el tal Juan Antonio Roca para sacar la ganzúa fina o el taladro de diamantes. 

De vez en cuando, porque entrevistan a su hijo o porque recuerdan algún título colchonero, estos lameculos recuerdan la figura grasienta de don Jesús con mucha nostalgia. "En el fondo era un tipo entrañable que siempre iba de cara..." Cosas así. Dan ganas de vomitar. Es como si hubieran olvidado que fue un gángster peligroso, un trapacero indecente, un fascista de opereta italiana. Pero claro: don Jesús hacía mucho “de reír” y rellenaba minutos de parrilla con sus ocurrencias de orangután. España es un país conquistado por los anarquistas de derechas y estas cosas ya no nos sorprenden tanto. “¿Me va usted a decir a mí lo que puedo robar y no robar de la caja de Marbella?” El robo lo cometieron los golfos apandadores de Jesús Gil, pero podría haberlo cometido cualquier paniguado que todavía ensalza su figura.

Cachuli, Roca, la Yagüe... A esta gentuza no había más que verla y que oírla en los mítines electorales. Unos catetos sin escrúpulos con una calculadora Casio en el bolsillo. No hay mucho que añadir sobre ellos: son tan esquemáticos como lombrices. No dan ni para rodar una teleserie de las cutres. Aunque algunos fueran muy listos, su grado de complejidad moral es prácticamente inexistente. El único personaje que merecería protagonizar una tragedia de Shakespeare es Isabel García Marcos, que empezó su carrera política denunciando a Jesús Gil y al final terminó participando en el atraco con un bronceado calcado al de Gunilla. 

Cuentan, en “Operación secreta”, que la noche de su tercera derrota electoral la tal Isabel rompió a llorar porque no entendía nada, se repuso con un gesto de rabia y les dijo a sus colaboradores: “¿El pueblo de Marbella quiere corrupción? Pues bien: la van a tener...” No me digan que esto no es puro Macbeth tomando el sol en la playa. 





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Cowboy de Copenhague

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Yo antes flipaba mucho con Nicolas Widing Refn. Pero ahora ya no. "Pusher" fue una puta pasada y un puto descubrimiento. Su carta de presentación al mundo. “Hola, me llamo Nicolas, sin hache, vivo en Dinamarca y tengo gafas de pasta como Steven Soderbergh. Soy la hostia. Ruedo cosas deslumbrantes sobre los bajos fondos de Copenhague. Pero no se vayan todavía: aún hay más...”.

Después filmó un par de pasotes, le ficharon los americanos de Hollywood y tras rodar “Drive” y dejarnos turulatos es como si lo hubieran cambiado por su primo. De hecho, desde entonces, yo miro con lupa los títulos de crédito para descubrir el cambiazo, a ver bajo el “Directed by” aparece no Nicolas, sino Nicholas, o Nichols, o Nicolás, con tilde en la a. Pero los Widing, los muy tunantes, ya no firman sus películas con el nombre completo, sino con esas iniciales enigmáticas: NWR, así que es imposible desmontar la suplantación que todo lo explicaría.

(No sé: a lo mejor Nicolas se ha vuelto medio lelo, o falleció en un vuelo intercontinental, y en Netflix lo han sustituido por una inteligencia artificial que remeda sus estilos. Una que han diseñado en la universidad de Copenhaghe para seguir manteniendo las rarezas y las esencias de lo danés). 

¿La serie? Muy fácil: algún becario de Netflix tecleó en el input: “Mézclame unas prostitutas albanesas, unas mafias chinas, un psicokiller andrógino y una chica misteriosa como caída de un OVNI y sácame una miniserie de seis capítulos que ronden la hora espesa de duración. Ponle unas luces a lo Wifing  (así como de prostíbulo o de escena policial) y no te mates demasiado con la coherencia argumental porque esto es para rellenar contenidos y nada más”. Y la inteligencia, muy aplicada, sacó de sus circuitos “Cowboy de Copenhague” sin que de momento, en el momento de abandonarla por la mitad, haya aparecido ningún cowboy por las inmediaciones del puterío. Ni siquiera se ve la ciudad de Copenhague en lontananza, con lo que mola ver las ciudades de los europeos, tan limpias y tan civilizadas, 




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Mad Men. Temporada 4

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En el Olimpo de las Series Dramáticas -que es un monte muy parecido al que hay en Grecia pero situado en California- viven tres diosas elegidas por una especie de consenso universal: “Los Soprano”, “The Wire” y “Breaking Bad”. Criticarlas es blasfemar y supone pasar seis temporadas en el infierno. Si alguien se mete con ellas o pretende rebajarlas de categoría, los sacerdotes del templo le echan a pedradas para que huya por la ladera. Y si alguien trata de introducir otra serie para convertir la Trinidad en Tetrarquía, los vigilantes se descojonan de su ocurrencia y luego lo despeñan por un barranco que hay en la cara sur de la montaña. Sea como sea, vivo o muerto, quedas excomulgado.

Es por eso que yo no me atrevo a proponer “Mad Men” como nueva diosa en el panteón. O bueno, sí, me atrevo, pero aprovechando este blog ignoto donde vienen a buscar las raspas los cuatro gatos del callejón y a veces ni eso. Acabo de terminar la cuarta temporada y sigo enganchado como una beata a su virgencita. “Mad Men” me parece una obra maestra y ya no tiene pinta de decaer. La primera vez que la vi me gustó pero le puse algunos reparos. Ahora ya no. 

La serie, por supuesto, es la misma de entonces, pero en los últimos diez años yo he vivido más experiencias que en los cuarenta anteriores, aunque al final todas hayan terminado en desastre o en tragicomedia. No he cambiado, porque nadie cambia, pero he acumulado honduras y argumentos. Si ya vivía convencido, ahora lo estoy más: la fachada importa, el dinero decide, el sexo nos impulsa... Entre un publicista de Madison Avenue y un mono de la selva sólo existe un sombrero y un maletín. Y un paquete de Lucky Strike.

Lo que no he conseguido, ay, pero que es que ni por asomo, ni por el forro de los cojones, es parecerme un poco a ese suertudo llamado Don Draper. El tipo es imbatible. Qué elegancia, qué presencia, qué dominio de las situaciones mujeriles... Qué hijo de la gran puta. Qué suerte. Qué genes. Qué poderío y qué magnetismo. Qué manera de fumar, de sacar el boli, de mirar de soslayo... Jopetines. Unos tanto y otros tan poco. ¿Para cuándo una revolución comunista de la sexualidad?




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Veneno

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Mi tío coincidía a veces con la Veneno en el Mercadona de la plaza de la Remonta, allá por los Madriles. Corrían los años noventa y es como si ahora te encontraras con Chenoa o con Ester Expósito en la cola del DIA (bueno, las famosas ya nunca compran en el DIA).

Mi tío era cura obrero, sacerdorte de tropa, y nunca nos explicó si él veía el Mississippi a escondidas o si se había enterado de quién era la Veneno por las beatas de la parroquia. A saber, porque aquel cura era rara avis para bien. No un tunante, pero sí un teólogo de la liberación, y casi de la liberalidad. Si en los años noventa se hubiera proclamado la III República yo hubiera intercedido por él ante las milicias de la FAI. 

No sé si este lejano parentesco mío con la Veneno entraría en la teoría de los seis grados de separación. Y si, en caso de entrar, serían dos o tres los que me separaron entonces de sus andares. Da igual. Recuerdo que una vez nos tomamos unas cañas en la Remonta sólo para ver si la veíamos pasar, aunque a mí, la verdad, vestida para sus cosas del día a día, sin sus trajes y no-trajes de putón verbenero, me hubiera costado mucho reconocerla. Yo sabía quién era, claro, pero no veía su programa de la tele. No tenía memorizados los rasgos de su cara ambivalente. Sin pintar, sin maquillar, vestida para comprar el gazpacho de Hacendado y el jamón york para cenar, para mí hubiera sido como cualquier otra vecina de la barriada.

No hay que ser Thelma Schoonmaker para darse cuenta de que a la serie le sobran muchos minutos y muchas redundancias. Nuestra Thelma, metida en harina, le hubiera dado el tijeretazo al menos a dos episodios para dejar la ficción redonda y desgrasada. Con cuatro episodios -y aún menos- hubiera bastado para contar el evangelio de esta Santísima Trinidad formada por José Antonio, Cristina y la Veneno. Tres personas distintas pero una sola diosa verdadera. Trágica como los griegos, sufriente como el Nazarerno, divertida y puñetera como algunas deidades de Babilonia.



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Larry David. Temporada 3

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Larry David sabe que los seres humanos somos esencialmente egoístas, estúpidos, avariciosos... Mentirosos y puñeteros. Muy rijosos además. La flor de la canela. Si nos dejaran -si no hubiera leyes ni rivales- tiraríamos todo recto hasta la satisfacción de los deseos caiga quien caiga, y cueste lo que cueste. El límite es el cielo. O la muerte. Larry David lo tiene muy asumido, y se descojona de los incautos, y sobre ese convencimiento y esa burla de gamberro levantó las dos comedias más corrosivas de la historia: “Seinfeld” y “Larry David”.

Sus comedias desprenden tanto ácido, tanta mala baba por las junturas, que si las coleccionas en DVD te carcomen la balda de la estantería y hay que pedir una nueva en la web del Ikea. Y si las guardas en el disco duro del ordenador, te joden los circuitos y tienes que cambiar de cacharro cada cuatro o cinco años. A mí, desde luego, me pasa. 

(Si las ves en una plataforma moderna, el efecto corrosivo no es material, pero sí espiritual, y sales de su disfrute convertido en peor persona. A mí, desde luego, también me pasa).

Michel Houellebecq, el escritor francés que podría ser el primo parisino y cenizo de Larry David, sostiene que no existe el “problema del Mal”, como afirman los filósofos, sino el “problema del Bien”, porque la excepción a la regla, el desafío a la lógica, es el acto generoso y desinteresado. Por cada 99 comportamientos mezquinos, acordes a nuestra naturaleza, se produce uno que nos descuadra los esquemas y nos obliga a repensar. Ese acto único es el clavo ardiendo de los roussonianos, la esperanza mínima de los ilusos. Pero nosotros, los descreídos, sabemos que un acto generoso sólo es un acto egoísta calculado, envuelto en celofán de colorines. Lo que pasa es que preferimos callarnos para que no nos tachen de contumaces.

En “Larry David” -y llevo ya revisadas tres temporadas, y lo que te rondaré, morena- la relación entre actos interesados y desinteresados es de momento 300/0. La vida misma, vamos. Y más si te desenvuelves entre estos ricachones de Hollywood. Pura gentuza.





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Celtics/Lakers: los mejores enemigos (II)

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Juro y perjuro que yo vi todos aquellos partidos en Televisión Española, y que Ramón Trecet los narraba con mucho salero para los aficionados de toda la vida y también para los que veníamos renegando del fútbol. Porque aquello fue la puta fiebre del baloncesto, después de los Juegos Olímpicos del 84,  y yo era un adolescente tan alto y tan bobo como Jacobo, y jugando al fútbol las piernas se me enredaban, no acertaba ni con los pases ni con los goles, pero gracias al baloncesto podía destacar en un deporte para que por fin las chavalas se fijaran en mí.

Juro y perjuro que yo vi aquellos partidos en riguroso directo, o en riguroso diferido, y que mi corazón iba con los Lakers porque yo era tan desgarbado como Kareem Abdul-Jabbar, y porque mi tiro predilecto, el letal, el que arrancaba aplausos en las gradas imaginarias, era mi gancho de derecha, el sky-hook del barrio de León, un escorzo ya mítico de las ligas escolares que era indefendible y muy patentado. Yo iba con Kareem, a muerte, y con el “showtime”, y con las cheerleaders angelinas y angelicales, y con Magic Johnson y su sonrisa, y he venido a este documental para recordar todo aquello que yo vi: no lo que me contaron, no lo que imaginé, no lo que extrapolé de las revistas, sino lo que vi con estos ojitos que han visto deporte en la tele hasta el desmayo. 

Yo sé que lo vi, este duelo mitológico en tres actos, como la Ilíada y la Odisea, y no sé qué otro libro más, pero internet me desdice una y otra vez, y me escupe que TVE empezó a retransmitir la NBA en el año 88, cuando estos duelos ya eran historia del baloncesto, y empezaban a reinar los Bad Boys criados en Detroit, y estos guerreros homéricos ya estaban en decadencia, lesionándose, retirándose, perdiendo el pelo sobre las canchas. 

Internet refuta mi recuerdo en todas la páginas que consulto, contumaz en su puta sabiduría, y yo ya no sé a quién creer, la verdad, si al texto o a la memoria, y empiezo a pensar que el deseo de haber visto estos duelos fue tan fuerte que cristalizó en una realidad televisiva que nunca existió, y que solo ahora, en un pequeño consuelo, los estoy recobrando gracias a los documentales.






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Celtics/Lakers: los mejores enemigos (I)

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Juro y perjuro -en contra de las evidencias, de los hechos científicos del calendario- que yo vi aquellos partidos en la tele: las tres finales que enfrentaron a los Boston Celtics contra Los Ángeles Lakers en los años 80. Larry Bird contra Magic Johnson. El skyhook de Abdul-Jabbar y la torpeza aparente de Kevin McHale. El contraataque vertiginoso de James Worthy y las hostias como panes que arreaba Danny Ainge en la defensa. Pat Riley dando paseos con su pelo engominado y el otro entrenador, el de los Celtics, de cuyo nombre no me acuerdo, que lo miraba de reojo como diciendo vaya gilipollas que es este tipo... Red Auerbach fumándose un puro en el Boston Garden y Jack Nicholson levantándose de su asiento en el Forum para animar a los suyos con las gafas de sol y la sonrisilla de pirado. 

Juro y perjuro -en contra de los datos fríos como el hielo- que yo vi todo aquello con los ojos como platos, acostumbrado al baloncesto europeo que era mucho más lento y menos atlético, falto de emoción si no jugaba el Real Madrid de mis entretelas: Corbalán e Iturriaga, Rafa Rullán y Fernando Romay, el Torneo de Navidad y las finales de la Copa de Europa que nos ganó aquel hijoputa croata que luego se puso nuestra camiseta y después ascendió a los cielos en varias etapas programadas y fatídicas, como en los vuelos espaciales arruinados.

Juro y perjuro que -y me da igual lo que me digan los sabihondos- que yo vi aquel duelo de tres actos shakesperianos en Televisión Española, por cojones, porque entonces no había otra, la 1 y la 2, en la vieja Phillips en blanco y negro de mi casa, que yo sabía que los Celtics iban de verde y los Lakers de amarillo porque luego veía las fotos en la revista Gigantes que compraba un primo mío que coleccionaba los pósters centrales que inmortalizaban los escorzos y los mates.

En aquellas fotografías, pocos años después, Michael Jordan despegaría del suelo como Supermán, a alturas imposibles, ingrávido como un héroe de la factoría Marvel con el número 23 estampado en la espalda. 

(Continúa mañana...)




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Boris Becker: luces y sombras

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Boris Becker no sale bien parado de este documental. Pero es que además no hay versión alternativa que le defienda. Los hechos cantan. Boris es un jeta y un malandrín. Un bellaco. Un pecador de la pradera que lleva media vida engañando al fisco, a las mujeres, a los acreedores... ¿Cómo se dice sinvergüenza en alemán? Ni puta idea. Pero tiene que sonar mucho peor que en castellano. 

Lo de que engañe a sus mujeres, pues mira, tiene un pase, porque hay que ser muy lerda para no saber quién es Boris cuando te engatusa en los hoteles de seis estrellas. La primera novia pagó la novatada y yo siento mucha pena por ella. Pero las demás... Hay una muy guapa con los ojos azules que además es reincidente. Lo suyo no tiene nombre. 

Yo me parto la caja cuando en el documental comparecen muy melancólicas -forradas, eso sí, con los acuerdos de divorcio o los apaños extrajudiciales- y dicen que Boris las conquistó con su sonrisa y con su buen corazón, y no mencionan para nada la cuenta corriente que flotaba en el ambiente. Me meo, de la risa, cuando luego recuerdan cómo descubrieron que el gachó se la pegaba con Fulana, y con Mengana, siempre muchas a la vez, y todas unas top-models de la hostia, y que no se lo esperaban para nada y que menuda decepción y que menuda llorera cogieron...  

Vaya colección de gilipollas, con perdón. Iba a decir otra cosa, pero hoy no me salen los exabruptos habituales.

Lo peor, ya digo, no es eso, porque al final todos salen ganando, Boris con los polvos y ellas con los rescoldos. Lo peor es el mamoneo de Bum Bum con los dineros. Eso, para un bolchevique como yo, es mil veces peor que cualquier otra veleidad de su egoísmo. Ay, si pudiéramos resucitar al camarada Ulianov con un poco de su ADN momificado... Pero claro: es muy fácil rajar, juzgar a Boris Becker desde mi sofá de funcionario. Y lo digo sin ironía. Porque si yo, alto y rubio, germano de sonrisa Profidén, hubiera ganado Wimbledom con 17 años y me hubieran perseguido hasta el desnudo las titis y las casas comerciales, ¿no habría sufrido acaso el mismo daño neuronal e irreversible que convierte al niño soñador en un ególatra insoportable?





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El peor equipo del mundo (documental)

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Como había leído que la película era muy mala decidí decantarme por el documental. El fútbol, cachis la mar, con la honrosa excepción de “The Damned United”, jamás ha tenido una película que esté a la altura de su grandeza. Aunque la película es insostenible y tonrorrona, los viejunos citamos siempre “Evasión o victoria” porque se nos cae la lágrima recordando a Pelé marcando el gol de chilena y a Rambo parando el penalti decisivo.

(El fútbol y el cine son como el semen y el agua: dos fluidos vitales que nunca terminan de mezclar bien).

El peor equipo del mundo, allá por el año 2011, era la selección de Samoa Americana, un país que yo ni siquiera sabía que existía. Los futboleros conocíamos la historia gracias a un “Fiebre Maldini” emitido por Canal +, pero pensábamos que se trataba de Samoa A Secas. O sea, de Samoa. Pero no: existe otra Samoa aún más raquítica en lo futbolístico donde los polinesios comen hamburguesas y llevan las gorras vueltas del revés.

En el año 2001, en un partido de clasificación para el Mundial, los samoano-americanos perdieron 31-0 contra Australia y cayeron al último puesto del ránking FIFA. Durante más de una década intentaron levantarse apelando al orgullo guerrero y a otras zarandajas por el estilo, pero eso no les bastó porque eran muy malos, estaban muy gordos y además eran muy pocos. Con apenas 40.000 habitantes dedicados a otros menesteres no se puede sostener una selección que compita con un mínimo de garantías.

Así que en el año 2011, enfrentados a la vergüenza de afrontar otra fase de clasificación, llamaron al Tío Sam para pedir ayuda y éste les envió a un holandés llamado Thomas Rongen que en dos semanas levantó no un campus de fútbol, sino un campo de concentración. Con Rongen se acabó el bebercio, el fumeque, la indisciplina. Todo Dios a la báscula y a dejarse los cojones en el campo. Horarios fijos, disciplina táctica y gritos desde la banda. 

Los samoano-americanos, al principio, flipaban. Pensaban que les había bajado un nazi por las escalinatas del avión. Pero claro: nadie hubiera rodado un documental sobre aquel choque cultural sin un happy end en lontananza...





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Los anillos de Pau

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Al principio, como buen madridista, yo odiaba mucho a Pau Gasol. En el año 2000 el tal Pau apareció en el Barça con su físico de Fido Dido y su habilidad de hechicero y nos pusimos todos a temblar. “Con éste chaval van a ganar las próximas diez copas de Europa”, pensábamos acojonados. Porque además Gasol tenía algo de lunático en la mirada: una especie de fijación enfermiza por la victoria. 

Pero su influjo maligno sólo duró una temporada de cielos de ceniza. Al verano siguiente, un par de ángeles lo secuestraron en Barcelona y se lo llevaron a la NBA para que dejara de amenazarnos. La verdad es que el chaval era la hostia de bueno... Cuando firmó por los Memphis Grizzlies todo el madridismo suspiró aliviado. Los sismógrafos registraron un terremoto en la Península que fueron nuestros saltos de contento.

A partir de ahí los madridistas nos hicimos muy fanáticos de Pau Gasol. Al principio por puro egoísmo, porque queríamos que triunfara en la NBA para que no regresara jamás, pero luego ya de un modo más desinteresado, porque cualquier jugador europeo que ponía una pica en Flandes, o en Tennessee, era un soldado de los nuestros. Pero en Memphis Gasol se apagaba, no lograba grandes éxitos deportivos, y un verano terrible en el que amagó con regresar aparecieron otro par de ángeles -contratados, precisamente, por Los Ángeles Lakers- para volver a secuestrarlo y ponerlo mucho más lejos de Barcelona, en lo aspiracional y también en lo geográfico.

El resto ya es historia: Gasol se convirtió en el líder del equipo junto a Kobe Bryant, y tras un primer revolcón que les dieron en el Boston Garden ganaron dos títulos consecutivos que los madridistas celebramos incluso con más fervor que los culés. Gasol ya era uno de los nuestros. Una bomba desactivada. Y además un tipo muy majo, señorial en la cancha y ejemplar ante los micros. Ahora le ves trajeado de señor mayor, con su esposa rubísima y americanísima, y te lo imaginas hasta de candidato a la Casa Blanca o algo parecido. Esperemos que nunca aspire a la presidencia del Barça. Sería, para las gentes de bien, una disonancia cognitiva de 2’15 cms. de envergadura.




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The Curse

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La verdad es que mediado el segundo episodio pensé en dimitir. Todo era muy raro. Pero raro de cojones, no raro de normal, de andar por casa. Yo me preguntaba: ¿es una parodia, un drama, una jodienda? ¿Ha nacido un nuevo género? ¿Es Supermán? Ni puta idea. Todo era muy raro, ya digo, inquietante pero indescifrable. ¿Una tomadura de pelo?: pues quizá. ¿Una obra maestra?: pues puede que también. A saber. Me acordé de aquella escena de “Fargo” -la película original- cuando la policía interrogaba a dos chicas por el aspecto de los asesinos y sólo acertaban a responder: “No sé... raros”. 

Pero me quedé a esperar acontecimientos porque Emma Stone salía en mucho en las escenas y eso siempre es bueno para el espíritu. Da igual que no te enteres de nada o que lo malinterpretes, si ella comparece ante la cámara. Emma Stone es una espectáculo en sí misma. Un diamante en el charco. Un solete en la oscuridad. Para mí, como actriz, es un diez porque no hay un once. Tiene esa cara vamos a llamar... versátil, muy rara también, que le permite una plasticidad única de los sentimientos. Lo mismo te mira y te provoca una erección que te atraviesa con la mirada y te hiela la sangre en la punta de la polla. Ella es capaz de alterarte el metabolismo con un golpe de ceja o con una sonrisa de sus labiazos. Lo mismo te hace de monja que de puta oficial del reino. Emma es un prodigio del arte y de la carne. Puede que no sea muy guapa -o no al menos una guapa canónica- pero es pelirroja y menudina, y Max, mi antropoide interior, bebe los vientos por ese tipo de mujeres. Unas pecas sobre la piel blanca lo dejan knockout como un hostiazo del Topuria.

Gracias a Emma Stone perseveré, aguanté la lluvia de episodios, y al final tengo que decir que mereció la pena el ejercicio. “The Curse” te crea una especie de adicción malsana. Flipas con su extraña droga de diseño. Quisieras irte pero no puedes. Te vence la curiosidad. Y al final..., jo, vaya final. Qué recordatorio. Qué poco pintamos los hombres en realidad. Cuando los bebés ya se puedan encargar por Amazon las mujeres nos entregarán a las sociedades protectoras de animales. 




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