The Office (BBC). Temporada 2

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Dice la Wikipedia: “El efecto Dunning-Kruger es el sesgo cognitivo por el cual las personas con baja habilidad en una tarea sobrestiman su habilidad”. O sea: que quienes tienen menos inteligencia no solo están por debajo en las escalas, sino que además no saben reconocer esa situación de inferioridad. O sea: un desastre. Un naufragio cognitivo y metacognitivo. El argumento de Sócrates tirado a la papelera. Ellos, los afectados por el efecto Dunning- Kruger, se creen más inteligentes de lo que son y transforman el axioma socrático en “Solo sé que lo sé todo”.

David Brent, el jefe de la oficina en “The Office” es un Dunning-Kruger de libro. Puede que Ricky Gervais y Stephen Merchant supieran de esto sesgo antes de escribir el personaje. O puede, simplemente, que se hayan cruzado con varios de estos tipejos a lo largo de la vida. Gente inmune al ridículo cuando fracasa en lo que no sabe, o en lo que no debe, porque van por el carril contrario de la autopista y piensan que son los demás los equivocados. Los inferiores en capacidad. Es muy difícil tratar con estos memos y estas memas carentes de autocrítica, y por tanto ufanos y petulantes. Sobre todo si padeces el otro sesgo estudiado por el señor Dunning y el señor Kruger, que describe el hecho psicológico contrario: ser inteligente y no darse cuenta de ello, y subestimar continuamente las propias habilidades.

Los David Brent de la vida son seres odiosos y contumaces. No puedes razonar con ellos porque viven en otra dimensión de la realidad. No tienen por qué ser mala gente: simplemente viven desconectados del mundo. Les falta un tornillo, una neurona, un aminoácido fundamental. No son memos, sino metamemos, ignorantes de su propia memez. Te puedes reír un rato con ellos, pero al final cansan. 

Yo también me he cruzado con alguno y con alguna por la vida. Todo va bien mientras no tienes que medirte la polla o el intelecto. Ahí siempre pierdes, aunque ganes. Es una competición absurda. Es mejor cambiar de acera, o limitarse al compadreo.








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Peppermint Frappé

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El problema irresoluble de la humanidad es que todo el mundo quiere follar. La fealdad no anula el ímpetu de los instintos, y eso provoca desequilibrios en el mercado porque los feos, de entrada, no se resignan a entroncar con sus semejantes en la fealdad. Todos anhelamos la compañía de la belleza porque la belleza de nuestra pareja nos distingue y nos ennoblece. Nos da un estatus superior y nos endereza un poco al caminar. Y no hay nada turbio ni superficial en ese anhelo: simplemente es un instinto contra el que no se puede batallar.

Es por eso que los feos nos hemos inventado la “belleza interior”, para que lo intangible equilibre lo tangible. Para que el sentido del humor, la cultura, la inteligencia... el aura inexplicable, nos conceda una oportunidad de aspirar a la gran belleza, la que no necesita subterfugios ni eufemismos. La que es evidente por sí misma, instintiva y natural. La que entra por los ojos y se agarra a las tripas en un santiamén. La que no necesita un procesamiento mental que siempre tiene algo de circunloquio.

Luego, a los feos, la vida nos va poniendo en nuestro lugar. A veces tenemos una suerte de la hostia -a mí me ha pasado- pero son habas contadas en realidad. Conocer tu lugar en el ecosistema es un  proceso más o menos largo y doloroso. Una universidad de la vida, como dicen por ahí. Al final sales de la carrera con una nota de expediente que no es exacta ni cerrada, pero con la que más o menos sabes a qué atenerte. La mayoría recuerda lo aprendido y ya no se lleva grandes desengaños. Pero otros, como Julián en “Peppermint Frappé”, no terminan de asumir su rol  en el escenario, y se llevan unas hostias como panes. Enamorado hasta las patillas de Geraldine Chaplin, Julián se mira al espejo y quizá no se ve. O sí se ve, pero prefiere rebelarse contra la suerte cochina y la dictadura de los genes. Una batalla perdida, en cualquier caso, y una neurosis garantizada.





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Formentera Lady

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Hubo un tiempo en que yo, como José Sacristán en la película, también soñé con ser farero y perderme en una isla lejos de los hombres, y de las mujeres. De todas menos una: la que habría de ser mi compañera de aventura y mi colega en el exilio.

Soñaba con vivir en un acantilado que distara varios kilómetros del pueblo más cercano. Recorrerlos en bicicleta solo cuando necesitara alimentos o medicinas. Tenía hasta un sitio escogido, en la costa asturiana, donde el faro ya era eléctrico y no necesitaba más que una revisión periódica de un técnico motorizado. Lo mío, en aquel paraje brumoso y siempre azotado por las olas, ya era el sueño de un imposible. Pero cuando llegaba el verano yo me entregaba a él como quien se entrega a un sueño reparador que le ayuda a proseguir.

Hubo un tiempo, sí, cuando los fareros todavía eran profesionales que vivían en sus faros, como señores altaneros y encastillados, en el que soñé con llevar la misma vida -exacta, calcada, como si me la hubieran robado mientras dormía- que empujó al personaje de José Sacristán a perderse en la isla de Formentera. De hecho, en la película, José Sacristán conduce un Land Rover con matrícula de León, y es como si me hubieran plagiado hasta la procedencia provincial. Demasiada casualidad, pensé, que este hippy proceda de unas tierras tan poco dadas a salirse por la tangente o a vivir en la marginalidad.

Yo también soñé -y aún sigo soñando, pero ya es un sueño dentro del sueño- con vivir al lado del mar junto a una mujer igual de aventurada y despegada de los hombres. Bajar con ella dos veces por semana al tumulto de la civilización, a socializar en las terrazas para no terminar convertidos en dos gorilas en la niebla. Y al poco, hastiados ya del contacto con los demás, con los amigos ya saludados y las cuentas ya aclaradas, regresar a nuestro refugio para entregarnos como dos bonobos a los amores tórridos o tempestuosos, lánguidos o sudorosos, según las épocas del año y los vaivenes de la salud.





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Los ladrones: La verdadera historia del robo del siglo

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“Quien roba a otro ladrón tiene cien años de perdón”. Sí, lo suscribo. Todos los mandamientos tienen su excepción y su mesa de debate. Solo faltaba. Pero en esto de robarle al prójimo, la absolución, y hasta el aplauso, dependen del uso que le des a lo robado.... Robin Hood robaba a los mercaderes para luego repartir las monedas entre los desheredados. Y yo a muerte con él, claro. Toda incautación que sirva para redistribuir la riqueza -por las buenas, si te dejan, o por las malas, si no hay otro remedio- encaja con mi pensar de viejo bolchevique.

Pero por eso mismo, porque soy un viejo bolchevique, y no un simple delincuente deslumbrado por el dinero, o ensoberbecido por el ego, solo atracaría un banco para hacer justicia social con las sacas de dinero. Tiraría las monedas por ahí, al tuntún de las chabolas, o construiría un cine con entrada gratis para el solaz del proletariado. Ni podrido a dinero llegaría a interesarme yo por los Ferraris, o los yates, o los pelucos de oro. Solo el amor, ay, el amor.

Los famosos atracadores del Banco Río no tienen nada de justicieros sociales. Pero tampoco robaron para envolverse en sábanas de seda y trajes de Armani. Ellos robaron por el simple orgullo de robar. Unos profesionales como la copa de un pino. Así que no sé qué pensar de todo esto...  A veces les admiro y a veces me caen gordos. A veces su atraco parece una venganza contra el corralito y a veces parece el ejercicio ególatra de unos delincuentes barriobajeros.

Qué quieren que les diga... A mí, puestos a robar, me caía mucho mejor el Dioni, que parecía un currante como todos nosotros. Uno de los nuestros, afectado por la ventolera. Y aunque es verdad que sólo distribuyó el dinero entre las prostitutas de Copacabana y los crupieres de los casinos, a mí su gesto de currante que está hasta las pelotas me sigue conmoviendo. Tuvo un par, sí, como le cantaba Sabina.






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Punch-Drunk Love

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“Punch-Drunk Love” es una comedia romántica que no es, para empezar, una comedia, porque en ella te ríes más bien poco o se congela la sonrisa. Y tampoco es, desde luego, un romance al uso, porque los amantes entregados -Adam Sandler vestido rigurosamente de azul, y Emily Watson vestida rigurosamente de rojo- no son dos personas adultas aunque así lo parezcan, sino dos adolescentes que se buscan a lo bruto, a lo kamikaze, sin filtros ni convenciones. Una pareja de irreflexivos, de amantes muy poco consecuentes con sus actos. Dos enamorados sin cálculo, sin método, sin ninguna red que les proteja en el salto. Dos desnortados que se cuelgan de la persona quizás menos indicada de los contornos, a ciegas, y a sordas, y casi a tientas, guiados únicamente por el instinto y por el pálpito, amándose hasta el corvejón, hasta la médula, hasta el desvarío, sin que ya nada pueda detenerles hasta consumar su felicidad.

Muchos espectadores que se autoconsideran más cabales en el amor, amantes que siguen unos criterios razonables sobre gustos compartidos y personalidades compatibles, no pueden entender “Punch-Drunk Love” por mucho que lo intenten. Les rompe los esquemas. Yo he hecho una encuesta por mi ecosistema de cinéfilos y los resultados son concluyentes. La mayoría piensa que este par de descerebrados parecen sacados de una ciencia-ficción muy lejana, o de un manicomio provincial muy cercano. No conciben estas reacciones tan contradictorias, estos arrebatos tan impetuosos. Los desnortados de la vida, sin embargo, los que alguna vez nos hemos enamorado como Adam Sandler y Emily Watson -a lo bonzo, a lo estúpido, a lo bellísimo en realidad- nos reconocemos sin vergüenza en este dislate de las tripas que se revuelven, y de las neuronas que se desconectan. O que se conectan de un modo inadecuado, al tuntún, en una catástrofe bioeléctrica de consecuencias impredecibles. 

Nosotros, los imperfectos, los enamoradizos, los entregados a la causa de Paul Thomas Anderson, tampoco entendemos del todo “Punch-Drunk Love”, pero sabemos  muy bien de qué va.





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Tal como éramos

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No estoy muy seguro de suscribir la moraleja final de la película: que el amor verdadero dura toda la vida a pesar del fracaso o la distancia. A pesar de los pesares... Yo en esto soy más politeísta que monoteísta. No creo que haya un solo amor puro que recorra nuestras biografías. Y que el resto, cuando van llegando, solo sean esfuerzos por recuperarlo. Cada edad tiene su amor; cada viaje, su puerto de mar. El amor, cuando es de verdad, nace con vocación de ser eterno. En eso estamos de acuerdo todas las religiones. Pero la eternidad, muchas veces, también viene con fecha de caducidad.

Los monoteístas, sin embargo, que son unos románticos de tomo y lomo, y que salen llorando a moco tendido de ver esta película, creen firmemente en la existencia de un solo amor en las alturas. Creen que solo hay un documento original y que el resto son fotocopias cada vez más borrosas e ilegibles. A veces, para su bien, la copia se parece mucho al original y todo funciona como en un encantamiento. No es el Gran Amor, pero les ayuda a continuar. Tampoco es cuestión de meterse en un convento y renunciar a la ilusión. Sin embargo, lo más normal es que la copia palidezca, se muestre incapaz de competir, y sea arrojada a la papelera en una sucesión de llantos inconsolables.

“Tal como éramos” es un pastelón. De hecho, creo que inventaron la palabra el día de su estreno. Su envoltorio se ha vuelto muy cursi y excesivo. Salvo su  canción, claro, que es eterna y estremece... No creo en sus postulados, ya digo, pero me gustaría creer. Es como cuando envidias a los católicos enfrentados a la muerte.  Es bonito pensar que hay amantes condenados al amor a pesar de que no se soporten, o de que hayan probado sin éxito mil maneras de continuar. Aunque se odien y pasen décadas sin encontrarse. En el monoteísmo, el amor verdadero no termina en la separación definitiva. Continua en corrientes subterráneas, y aflora de vez en cuando para formar charcos en los que poner los pies y contemplar nuestro reflejo. Tal como éramos.




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The Office (BBC). Temporada 1

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Yo tuve un amigo que se parecía mucho a David Brent: un tipo más bien bajo, rechoncho, con un ego tan grande que no podría explicarse ni en una telecomedia de 400 temporadas. 

Si existe un “The Office” de la BBC y otro “The Office” de la NBC, aún queda por rodar otro reboot para la Televisión de León titulado “La Oficina”. Porque mi amigo también era un comercial con traje y corbata, aunque no del papel, sino del sector de la cerámica. Un comercial al que además, para presumir de ser el sostén de la economía local, le pilló de lleno la locura de la construcción, cuando los azulejos y las baldosas se compraban casi a granel como las lentejas en el mercado.

Mi amigo -muy a lo David Brent- afirmaba que cuando él se ponía enfermo, y su despacho de vendedor quedaba vacío durante tres días- toda la construcción del Noroeste peninsular quedaba paralizada, y nos narraba, con todo lujo de detalles, siempre con un copazo en la mano o con una comilona sobre la mesa, que la Federación de Empresarios acudía en procesión a la Catedral para encender dos velas rogativas y pedirle la Virgen Blanca una pronta recuperación de sus anginas como tomates o de sus resacas como cetáceos.

Es que joder... Son casi idénticos, mi ex amigo y David Brent. La misma gomina, y las mismas gansadas, y los mismos pavoneos irrefrenables cada vez que una gachí se ponía a tiro de lengua o de lengüetazo. El mismo afán de protagonismo, el mismo acaparamiento de la escena como vedettes bajando por la escalinata del “Moulin Rouge”. Las mismas bromas, los mismos chistes, los mismos comentarios socarrones en los que él siempre quedaba como el “enterado” y los demás quedábamos como “pardillos”, hombres sin mundo atrapados en las trampas de la ética o de la simplicidad.

Y, también -hay que joderse- el mismo éxito sexual, inexplicable y envidiable, aunque en verdad solo momentáneo, hasta que la gachí de turno descubría que tras las risas solo había una soberbia más bien inane y vacía.

Pero mira: que le quiten lo bailado, como a David Brent en “The Office”, que mientras tú te ríes de él, él se va descojonando de todos los demás.





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En la ciudad

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Los personajes de “En la ciudad” son unos pijos que viven en los áticos carísimos de Barcelona. Y también en los áticos muy frívolos del amor. 

Aquí, en cambio, en  provincias, en los pisos bajos que dan a los coches y a los humos, el amor, cuando llega, es un asunto muy serio que se trabaja hasta las últimas consecuencias. Cuesta sudor y lágrimas encontrar a alguien que soporte nuestros defectos. Nuestras virtudes tan grises y tan poco exportables. El amor es un bien muy apreciado en estos sistemas exteriores de la galaxia, como un mineral raro, o una nave espacial que salte al hiperespacio. Aquí, por el amor, nos partimos la cara hasta el último instante. 

Ellos, en cambio, los barceloneses de la película, no. Los personajes de “En la ciudad” son treintañeros, son guapos, tienen posibles. Y el que no es guapo ni tiene posibles se autoengaña con mucha eficacia. Cuando sus matrimonios o sus noviazgos caen enfermos con las primeras fiebres, ellos y ellas se lanzan a las calles a buscar un amor de sustitución. Los pijos sólo tienen que dejarse caer por los garitos de moda, tan bien vestidos y tan bien peinados como están siempre. El amor les interesa, sí, pero sólo si funciona a las mil maravillas. Si va sobre ruedas; si no corta el rollo en ningún momento. Pero si el amor da la lata, si toca los cojones, si corta las alas en demasía, prefieren comprarse otro nuevo en las tiendas del sector. Es como cuando compran otra tele, u otro coche, o se cambian de apartamento para ganar 4 metros cuadrados. 

    Los pijos de “En la ciudad” se engañan todos entre sí. A veces se van y a veces se quedan. En el fondo son unos mentirosos de mierda. Nadie conoce a nadie porque todas las convivencias son un baile de máscaras permanente. En las provincias esto no funciona así: nosotros cuidamos nuestras relaciones hasta el último instante. Las remendamos, las repintamos, las remozamos. Las reanimamos cardiopulmonarmente hasta que dejan de respirar. Afuera hace mucho frío y hay mucha indiferencia. Aunque caliente el sol por las mañanas. En las provincias siempre es invierno y no sé por qué.

La película, por cierto, es cojonuda.





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Fuego en el cuerpo

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Los hombres tenemos un cerebro independiente que vive en nuestra polla. Eso es archisabido, y lo recuerdan mucho en 1º de Biología. También enseñan que esa actividad neuronal, cuando se dispara, crea interferencias con nuestro pensamiento. El cerebro y la polla son como dos piedras que caen al agua y provocan ondas que se entrecruzan, a veces sumando esfuerzos y otras veces contrarrestándolos.

Vivir con dos cerebros es una experiencia insufrible que crea estropicios en nuestra biografía. Algo muy difícil de verbalizar cuando las mujeres, intrigadas, incapaces lógicamente de ponerse en nuestro lugar, nos preguntan por nuestra configuración interior. Por nuestro software de machos inquietos que nunca dejan de mariposear. 

Del mismo modo que nosotros no entendemos sus vaivenes emocionales, ellas no entienden nuestro diunvirato neuronal, y se rascan la cabeza incrédulas y pensativas. "No es posible", musitan, y prefieren pensar que con ese rollo solo queremos excusar nuestras contradicciones. Pero se equivocan. It's a true story.

    Nuestra polla, aunque parezca otra cosa, es la casita del bosque donde vive un antropoide que jamás evolucionó. Un primo lejano que se quedó ahí, en nuestros bajos, agazapado, de polizón biológico y tocacojones. Mientras el deseo y la conveniencia van cogidas de la mano, el hombre y el antropoide trabajan en colaboración, y es una maravilla saber que el criterio racional y la polla ensimismada han elegido la misma mujer adecuada y bellísima. Cantan los pájaros, y se estremecen las tripas, y uno piensa que así debe de ser el amor verdadero que cantan los juglares y filman los cineastas

    Pero ay, cuando el hombre dice que sí y el antropoide dice que no, o viceversa. Cuando la polla señala su deseo como una vara de zahorí y nosotros, desde arriba, intentamos convencerla de que se aleje, de que no siga. De que deponga su actitud. De que acecha el peligro en esa mujer de intenciones oscuras y ademanes de vampira. La lucha entre el hombre y su mono siempre es fiera, fratricida, y muchas veces no gana el ser más evolucionado. Sobre todo si hace mucho calor y se nos pega el fuego en el cuerpo.




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En la cuerda floja

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Las relaciones humanas dependen de la química orgánica y nada se puede hacer contra eso. Hay personas que conviven en una probeta y reaccionan produciendo un perfume embriagador. Otras, en cambio, al mezclarse en un matraz, exhalan un tufo como de sulfuro o de amoníaco, estropeando su noble intento de relacionarse. O su esfuerzo de convencernos, a los espectadores, si se trata de actores y de actrices, de que se aman mucho en la pantalla de nuestra tele.

Cuando se trata de elementos de la tabla periódica, de átomos que intercambian electrones para formar nuevas estructuras microscópicas, todo tiene una explicación lógica y los científicos asienten satisfechos. Pero cuando se trata de relaciones personales, de química orgánica elevada al nivel de los humanos, todo se vuelve inexplicable y a veces un poco espiritual. Es el terreno pantanoso donde se mueven los psicólogos y los terapeutas de la pareja, que casi siempre persiguen sombras y acaban ejerciendo de gurús.

A veces nos pasa en la vida real: dos personas que parecían elegidas para entenderse juntan sus feromonas y sus electromagnetismos y producen, para nuestro asombro, unos chisporroteos que queman los tejidos corporales y dan olor a chamusquina. Y al revés: dos personas por las que no hubiéramos apostado ni un duro en el Codere de la esquina,, prueban a mezclarse en el matraz de la vida y resulta que sus feromonas encajan, y que la electricidad de sus pieles produce chispas de auténtica felicidad. Es el amor, que no deja de ser un producto químico tan raro como el oro.

Desconozco si en la vida real Johnny Cash y June Carter se amalgamaron para crear un metal tan duro y resistente como parece en la película. Y tan colorido en sus reflejos. Las crónicas cuentan que sí, y es bueno que así sea. Lo que se ve en la película, desde luego, es que Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon no fingen acecharse y desearse, sino que se acechan y se desean. O que actúan de puta madre, más allá de los elogios.




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Un idiota de viaje. Temporada 1

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Yo pensaba que Karl Pilkington era un idiota de verdad. No un idiota en el sentido técnico de la palabra, claro, que sería una crueldad muy poco presentable para un programa de la tele. Pero sí un amigo de Ricky Gervais al que le faltan un par de sementeras. Un simplón al que envían por el mundo para que conozca las Siete Maravillas y luego descojonarse con sus respuestas de paleto que jamás salió de su barrio. 

La idea, desde luego, es cojonuda, y se le pudo haber ocurrido a cualquiera. Pero, mira tú por dónde, se les ocurrió a Ricky Gervais y a Stephen Merchant, que miran el mundo de una manera muy cínica y particular. Y además tienen el dinero necesario para producir sus propias pedradas y traer la carcajada y el solaz a nuestros hogares.           

Karl Pilkington, al contrario que otros viajeros de la tele, no dice que un monumento le ha conmovido si en realidad le ha dejado indiferente. No finge desmayos ni catarsis si en su interior no resuena el misterio de las Pirámides o la longitud de la Gran Muralla China. Pilkington lo mira todo con ojos de niño, asombrado por la idea de estar tan lejos de casa, pero no siempre responde como un turista que alardea de un gusto exquisito o de una cultura irrefutable. Pilkington no hace halago de la gastronomía si no le gusta, de la cultura si no la entiende. Con él no van los postureos. Pilkington, desde su tierna simpleza, dice exactamente lo que piensa, y en eso consiste la gracia del programa y el meollo de la cuestión. Lo suyo es de una honradez intelectual que conmueve, aparte de hacernos reír como micos.

Luego resultó que no, que Karl Pilkington -como T. había predicho desde el principio- no era un idiota de verdad, sino un idiota fake, un actor metido en la faena. Un compinche de Gervais y Merchant que asume el papel de clown en la pantalla. Pero eso no resta valor a las cosas que dice. Pilkington, hablando como un niño, reduce las cosas a la esencia de lo evidente, y suelta verdades que sólo un borracho podría igualar en agudeza.



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Elvis

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T. y yo nos pusimos a ver “Elvis” sin que en realidad nos interesara demasiado la figura de Elvis Presley. T. porque siempre fue una roquera que prefiere a tipos inquietantes que hacen ruido de cojones, y yo porque nací lejos de Tennessee y el duende del rockabilly pasó de largo por mi cuna de bebé. Pero al final, enfrentados a la decisión binaria, nos pudo la cinefilia y la curiosidad, que son dos fuerzas muy poderosas que terminan por atornillar nuestros culos a los sofás.

En la primera hora de película, nuestros culos se quedaron así, más bien estáticos, acomodados a los valles y montañas del relleno removido. Baz Luhrmann asesina todos sus planos cuando apenas tienen cinco segundos de vida, e incluso menos, y el ritmo le sale frenético y muy marca de la casa. Pero Elvis, en esos compases iniciales, todavía no es el Elvis desatado que se pone ciego a pastillas y lo da todo sobre el escenario. Todavía no es Homer Simpson al volante del su camión, tomando pastillas para no dormirse y píldoras para coger un rato el sueñecito. En esta primera parte de la película, la estrella de la función es su representante, el “Coronel” Tom Parker, al que han puesto nariz de buitre pero cara de Tom Hanks para jugar un poco al despiste. Y el resultado es inquietante...

T. y yo asistíamos a la función interesados pero no seducidos. Si cambiábamos de postura era porque nos crujían las cervicales, o porque no encontrábamos acomodo para las piernas. Nada que dependiera de lo que íbamos viendo sobre la pantalla. Pero cuando Elvis ya se viste de Elvis sobre el escenario de Las Vegas, los cuatro pies empezaron a moverse, y las dos piernas a buscar soluciones musicales, y al pronto nuestras pelvis  ya se descubrieron entregadas a la causa, independizadas de nuestro previo desinterés. Porque la música se nos pegaba, y el ritmo se imponía, y Elvis -atrapado en su jaula de oro- empezaba a conmovernos. La película pasa de puntillas sobre sus muchos pecados capitales y eso también ayuda a empatizar con el personaje.




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Una pistola en cada mano

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Yo tuve un amigo que de chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.

    He recordado a mi amigo mientras veía “Una pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del folleteo.

    Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto... 

Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.




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El turista accidental

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El turista accidental… Casi estoy por ponérmelo de epitafio cuando llegue la hora. Porque yo no soy más que eso: un turista accidental. Un azar de la biología, un armazón de proteínas, una consciencia medio consciente de andar por el mundo. Uno que va de enterado y no se entera de nada. Siempre de paso y rascándose el cogote. Eso: un turista.

    ¿Pero qué somos todos, en realidad, sino turistas paseados en autobús que lo ven todo deprisa y corriendo, malentendiendo, o entendiendo a medias, lost in traslation perdidos, hasta que te devuelven al hotel y apagan la luz de la habitación? Los poetas se tiran mucho el rollo definiendo la vida, pero vivir, en realidad, sólo es eso, hacer turismo. Eso sí: hay viajes de mierda y experiencias de ensueño; pesadillas en alta mar y lunas de miel inolvidables. Pero todo pasa y nada queda. La vida es una excursión con fecha de salida y fecha de regreso. Y recuerdos en las fotografías.

De todos modos, “El turista accidental” no va de esto. Va de un hombre que se dedica a escribir guías de viaje para la gente que odia viajar. Gente que cuando está en el avión sueña con estar en su sofá, para compensar a todos los que sueñan con volar cuando están en su sofá. Un flujo universal y equilibrado de los deseos.

Macon, aunque ejerza de guía de los viajeros, va por la vida como casi todos, más maleta que persona, dejándose llevar por los acontecimientos. Antes de perder a su hijo quizá era un hombre más jovial y atrevido, pero uno sospecha que nadie cambia en realidad y que los azares de la vida sólo le han ido quitando y poniendo disfraces.

    Macon se divorcia. Macon no es ningún chollo. Macon es un misántropo de libro, inteligente pero distante. Todo rebota en sus ojos azules y enigmáticos. Su pachorra puede resultar molesta e incluso irritante. Pero Muriel, Muriel Pritchett, “esa extraña mujer”, ve algo en élque nadie más podría vislumbrar. Y ella no está de turismo por Baltimore: ella está de safari y sabe bien lo que quiere. Puede que esté como una regadera, pero también puede que sea una mujer maravillosa. Las dos cosas a la vez. Un viaje de descubrimiento para Macon.







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Un pequeño plan... cómo salvar el planeta

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Tener un hijo superdotado puede ser una bendición de los cielos, pero también una china clavada en el zapato. Si el hijo te sale del tipo práctico, de los que construyen cacharros en garajes o invierten sabiamente en la bolsa de Nueva York, la criatura, puede retirarte del trabajo antes de que te jubiles a los 65, y no solo eso: puede regalarte la casa que siempre soñaste junto al mar, y hacer viajes esporádicos por aquí y por allá, para conocer el mundo que nunca conociste cuando currabas sin parar. Una ganancia máxima, tras una inversión mínima de un óvulo más un espermatozoide. Y la satisfacción, además, de tener un hijo más majo que las pesetas, y más listo que todos sus primos y que todos sus compañeros de clase.

Pero hay superdotados que a veces te salen como este chaval de la película, el tal Joseph, que con sus 13 años es un admirador de Greta Thunberg que lo vuelca todo en el idealismo, en la salvación del planeta, dejándote más o menos como estabas. E incluso peor, porque para financiar sus proyectos de iluminado precoz, Joseph es capaz de vender tus bienes a tus espaldas, lo más preciado del hogar, armado de una conexión a internet y de un desparpajo impropio para la edad.

Una buena mañana, los padres de Joseph -que son dos pijos de cuidado, por cierto, y que merecen sobradamente este desfalco- descubren que el chaval les ha vendido los pelucos, las joyas, los adornos carísimos e inservibles... Incluso los vinos cubiertos de polvo que ellos guardaban en la bodega. Todo eso que roban los asaltantes en los chalets de lujo y que tú siempre piensas: “Pues mira: que les den por el culo”.

Tener un hijo superdotado de esta categoría puede estar muy bien para clarificar algunos conceptos y limpiar un poco la conciencia, pero nada más. No te va a sacar de la pobreza, y tampoco te va a solucionar ningún enredo medioambiental. El planeta, queridos niños, y queridas niñas, está condenado. Solo es cuestión de tiempo. Lo único coherente que se dice en la película es que habría que exterminar a media humanidad para solucionar el problema. Se buscan voluntarios. 




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Breaking Bad. Temporada 5

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“Breaking Bad” no habría terminado como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes, sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo, duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.

Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología. 

A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia,  todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.




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El perfume

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En “El protegido”, aquella película de M. Night Shyamalan, aprendimos que las capacidades humanas están distribuidas estadísticamente en forma campana de Gauss. Si en un extremo vivía Samuel L. Jackson con sus huesos de cristal -que lo soplabas y se partía- en el otro vivía Bruce Willis con sus huesos de hormigón -que lo metías en un accidente de tren y salía como único superviviente. A cada minusválido, decía Shyamalan, le correspondía un superhéroe de acción para que la suma total de las capacidades siguiera siendo 0 y se mantuviera el equilibrio energético del universo.

He recordado esto porque viendo “El perfume” he encontrado a mi superhéroe olfativo, Jean-Baptiste Grenouille, ese personaje de cuento que compensa las graves limitaciones de mi pituitaria. Porque yo, entre que tengo el tabique nasal desviado, y que el bulbo olfativo lo tengo alquilado para almacenar nombres de futbolistas y títulos de películas, tengo que acercarme mucho para captar el aroma de las cosas más bellas del mundo: las flores de La Pedanía, y un buen potaje de cuchara, y el cuello estirado de T… También es verdad que gracias a esta limitación yo me libro de la hediondez que a otros les satura y les pone de mal humor, pero yo preferiría oler como Dios manda, como está prescrito para nuestra especie animal, y no verme relegado a este extremo de la campana donde la vida no tiene ningún sentido cuando hablamos de filosofía, y solo tiene cuatro sentidos y medio cuando hablamos de biología.

“El perfume”, no sé por qué, es una película que se había escapado de mi radar. Quizá en su día desconfié, o sentí que recordaba demasiado bien la novela. Craso error… La película es magnífica, espeluznante, con una rara poesía que hoy no sería admisible entre los ofendidos y los bien pensantes. “El perfume” se la debo a T., que me hizo la recomendación, y que tiene, por cierto, una pituitaria también muy evolucionada, emparentada lejanamente -eso espero, lejanamente- con la de Grenouille.





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Dos hombres y medio. Temporada 7

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Lo cierto es que antes tenían más gracia, cuando eran dos hombres y medio de verdad y el niño no entendía los afanes sexuales de sus mayores. Ni sus melopeas habituales, cuando el sexo se arruinaba y solo quedaba la desolación etílica de los cuarentones. Alrededor de Jake, en los tiempos gloriosos de la serie, los personajes hablaban en metáforas, en floripondios muy divertidos sobre el amarse y el quererse. Eran los tiempos en los que el tío Charlie dormía con “amiguitas” y papá era un hombre asexuado que tarde o temprano volvería con mamá. Era, también, la infancia feliz en la que Berta era una pariente lejana de Mary Poppins con el único defecto de comer demasiadas hamburguesas en los descansos.

Antes de la séptima temporada tuvo que ser un descojono trabajar de guionista para la serie, practicando la autocensura cuando llegaban las masturbaciones o las prostitutas, las borracheras o las pornografías. Se tenían que oír las carcajadas desde el otro lado del valle cuando estos tipos se reunían para hablar de guarrerías sin que nada pudiera verse o decirse en los fotogramas. Pero ahora, con Jake ya convertido en un hombre -porque cumplidos los catorce años ya es un homínido con todas las de la ley,  obsesionado con el sexo y con poner en riesgo su salud- el lenguaje de “Dos hombres y medio” ha pasado a ser directo, sin filtros, como de conversación de hombres en la barra del bar. Ahora los personajes ya dicen follar, y paja, y condón, y “se me puso tiesa”, y “jodó, vaya que si me la tiraría...”, y a mí, que no me escandalizan estas expresiones que yo mismo utilizo en los contextos más cavernarios de la semana, me entra un no sé qué de nostalgia literaria. De inocencia perdida del niño Jake, y quizá también de mi propio hijo cuando creció.

De todos modos, nunca está de más perderse en los episodios de “Dos hombres y medio” -ideales mientras se friegan los cacharros o se barre la cocina- para recordar que los machos de la especie somos sexo y poco más. Tan simples como un pirulí; tan predecibles como la tabla del 1. Lo otro – lo de hacernos los intelectuales o los interesantes- también es un ejercicio de literatura. 








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El caso Figo

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Al terminar de ver el documental, leo con sorpresa que Luis Figo jugó en el Madrid los mismos años que en el F. C. Barcelona: cinco. Confieso que no recordaba ese dato, siendo yo tan futbolero y tan merengón. Pero es que para mí, el paso de Luis Figo por el Madrid fue una nebulosa y una farsa futbolística. Puede que hasta un engaño. A veces pienso que nos lo vendieron medio lesionado, o medio fatigado ya de la vida futbolística. Luis estaba casado con la mujer más bella del mundo, y eso, quieras o no, te altera un poco el orden de prioridades.

A veces creo que Luis Figo -el mismo que nos llamó “llorones” desde un palco ceremonial- nunca llegó a enfundarse nuestra camiseta. De esos cinco años vestido de blanco no queda ninguna jugada memorable, ninguna gloria individual. Nada como el escorzo de Zidane, o como los zambombazos de Roberto Carlos. O como las pillerías de Raúl, nuestro Raulito. Nada. Figo rindió, sí, pero a medio gas, para que no se notara mucho su quintacolumnismo. Figo vino al Madrid sin pretenderlo, obligado por el pesetero de su representante. Y acuciado, también, por su propia pesetería, por mucho que él jure que lo que necesitaba era “amor y reconocimiento” por parte de la directiva del Barcelona. All you need is love, no te jode... Hoy diríamos que Figo es un eurero, aunque yo nunca haya escuchado esa expresión. Me la apropio, en caso de tal. Digamos que Figo fue un mercenario del balón, quizá el más famoso de todos los conocidos. Su fichaje fue el acontecimiento más sonado del año 2000, mucho más que la llegada del milenio mismo o que el miedo a que se escoñaran nuestros ordenadores.

“El caso Luis Figo” es un documental para los futboleros ya talluditos que recordamos con pasmo todo lo que entonces sucedió. Por mucho que lo veamos jamás terminaremos de creerlo. Pero también es un recordatorio shakesperiano de dos verdades humanas como puños: la primera, que nadie dice la verdad; la segunda, que donde hay mucho odio hubo mucho amor.


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La ley de Teherán

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Para entender un poco mejor el contexto de la película, he leído en internet que hasta hace un par de años la posesión de 30 gramos de cocaína era castigada en Irán con la pena de muerte. Y como la cocaína, todo lo demás: la heroína, y la maría, y puede que hasta el pegamento de los escolares, que por eso en sus colegios lo pegan todo con la lengua, o con el chicle de los kioscos.

Sin embargo, el número de drogadictos no paraba de crecer en la tierra de los ayatolás. Y aunque parezca paradójico, es lo normal: los narcotraficantes arriesgaban la misma pena traficando con un sobrecito para la fiebre que con un saco para el cemento, de tal modo que llevaban su droga hasta el último rincón de las calles de Teherán o hasta el último poblacho donde Abbas Kiarostami rodaba sus películas insufribles (que eran, de por sí, porros merecedores de alguna pena muy capital.) Es como cuando mi exmujer castigaba al chiquillo sin ver la tele lo mismo por desobedecer una consigna que por traer una manchita de barro en los zapatos, lo que hacía que el retoño campara más o menos a sus anchas en la convicción de que ya vivía condenado de antemano.

No quiero ni pensar lo que hubieran hecho los ayatolás con Walter White -ahora que estoy revisitando los episodios finales de “Breaking Bad”- si le hubieran pillado con las manos en la masa justo después de cocinar las perlas azules al 99% de pureza. Me imagino que le hubieran puesto al menos tres nudos corredizos en el gaznate, para dar ejemplo a los otros Heisenbergs del Golfo Pérsico ávidos de pasta o de orgullo. 

Yo mismo, hace una semana, caminaba por las calles de Ámsterdam con un brownie de marihuana que contenía 0’5 gramos de la sustancia. Allí es todo legal, y casi hasta recomendable, por aquello de probar la experiencia completa de la ciudad, pero haciendo la división de 30 gramos entre 0’5 me sale que en Irán, al menos, me hubieran cortado un dedo o medio cojón por hacer la gracia de probar el pastelito y sentir como la risa afloraba desde el píloro. 


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Peaky Blinders. Temporada 1

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La resaca de la I Guerra Mundial fue la gran oportunidad perdida para hacer la Revolución. La revolución mundial, digo, la fetén, la que hubiera puesto todo el sistema patas arriba, con los soldados que regresaban de las trincheras cargados de razones y adiestrados en las armas, y no esa que finalmente triunfó en la Rusia de los campesinos hambrientos y los marineros del Potemkin, que fue una conquista más simbólica que fructífera, más sangrienta que liberadora.

El mismo Karl Marx, al que Lenin tuvo que adaptar a las circunstancias de su terruño, hubiera preferido que el socialismo triunfara en un país industrializado y comerciante,  para que los proletarios se repartieran la riqueza de las fábricas y los barcos, y no el pan con serrín que lo soviets distribuyeron penosamente en los planes quinquenales. El abuelo Karl soñaba con una revolución en Alemania, que era su tierra natal, o en Gran Bretaña, que es la patria de los Peaky Blinders. En Alemania estuvimos a punto, pero Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron traicionados por los socialistas tibios y sonrosados. Ahora esas traiciones te cuestan el ostracismo parlamentario, pero entonces te costaban el fusilamiento contra una tapia...

En Gran Bretaña, según cuentan los historiadores, también hubo intentonas, contubernios, huelgas masivas que amenazaron con invertir la pirámide de la riqueza. Pero faltó lo de siempre: unidad. Mientras los comunistas arengaban en las fábricas, los Peaky Blinders, que hubieran sido una fuerza de choque cojonuda, unos bolcheviques corajudos, prefirieron sacar tajada particular de sus habilidades. Entregados al día a día de ser los mafiosos de su pueblo, optaron por ser unos amorales que lo mismo se entendían con la policía de Winston Churchill que con los terroristas del IRA. O con los comunistas mismos, si eso era conveniente para el negocio. Les daba igual. En los ojos azules de Cillian Murphy no se refleja ninguna ética verdadera: sólo el egoísmo ancestral que defiende el acervo genético de la familia.





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