El lobo de Wall Street

🌟🌟🌟🌟🌟


Aunque “El lobo de Wall Street” fuera una mierda de película yo le hubiera puesto igualmente las cinco estrellas. Hay cosas que están por encima del cine, del arte, de la vida incluso. Hay que santiguarse cuando uno ve atisbos del Cielo, pruebas irrefutables de que los dioses, aunque vivan escondidos en los misterios de la física, velan realmente por nosotros.  Esos dos segundos de Margot Robbie apoyada como Dios la trajo al mundo en el quicio de la puerta -des-quiciando al ya de por sí no muy centrado Jordan Belfort- valen, qué se yo, por las tres horas completas de la película. Valen por todas las películas infumables que he visto en los últimos tiempos, obligado, o confundido, o simplemente acuciado por este blog tan desconocido como hambriento. La visión de Margot Robbie vale por una vida entera dedicada a esta jodienda de la cinefilia: horas y horas planchando sofás con el culo, y butacas de cine, desde que tengo memoria de ser yo. Perdónenme la simpleza, la chimpancería, pero Margot Robbie, desnuda, mostrando a su amante el camino del dormitorio, es un milagro de la carne que trasciende la carne misma, y llega a transustanciar el láser del DVD en rayo divino que obra el milagro. Si los católicos cimentan su fe en las apariciones de la Virgen, nosotros, los ateos, para sostener nuestra fe, necesitamos las desnudeces de Margot Robbie y de otras actrices tan guapas como ella.

Como luego, además, “El lobo de Wall Street” es una obra maestra que nunca pasará de moda porque su continente es irreprochable, y su contenido -la avaricia humana- universal, vivo en la duda de si colocar por primera vez seis estrellas como seis soles de la primavera: cinco por don Martin y don Leonardo, y uno por la virgen laica que me sulibeya. No sé. Luego lo pienso en frío y siento remordimientos de bolchevique. Porque es cierto que la película dura tres horas, y que uno desearía que durase tres horas más para conocer la vida posterior de Jordan Belfort, o saber qué fue de aquel tiburón trajeado que le explicó las claves del negocio de robar. Y es entonces, a punto de caer ya en la fascinación idiota, en el síndrome de Estocolmo, cuando uno comprende que estos tipos son los verdaderos criminales del mundo. Los traficantes del humo financiero. Los verdaderos devoradores de planetas, como el Galactus de los cómics. Son ellos los que despellejan a los incautos, roban a los pobres, chantajean a los gobiernos y convierten en miseria nuestra condición ya de por sí miserable. El montón de mierda con el que Martin Scorsese erigió esta película sin igual.





Leer más...

Crash

🌟🌟🌟


La sexualidad humana es rara de cojones. Donde los bonobos simplemente chingan y desfogan el instinto, nosotros, sus bisnietos, hemos elaborado una contradicción biológica en la que cabe el asco, la castidad, la perversión, la parafilia... La rutina aburrida del sábado-sabadete, que es quizá la práctica más satánica de todas. Como cantaba Javier Krahe de su esposa ficticia: “su arte de amor es tan sólo el barroco/las líneas sencillas le dicen bien poco”.

A decir de los antropólogos y los primatólogos -que vienen a ser, en esencia, la misma profesión- la orgía perpetua de los bonobos es el Paraíso Terrenal del que se habla en el Génesis. Sexo a todas horas, de buen salvaje, desprejuiciado y muy benéfico para el miocardio, hasta que llegó la evolución de las especies a joderlo todo: el homo sapiens, la agricultura, el afán de poseer y la envidia de los vecinos, y todo eso, simbolizado en el ángel flamígero, convirtió el sexo en algo oscuro y vergonzoso. El deseo reprimido que Freud encontró en la cueva del inconsciente. El amor libre, que predicaron los hippies cuatro millones de años después, y que venía a ser el rescate de aquella filosofía tan sencilla como jovial. Algún día sabremos qué hizo la CIA con ellos... Con Freud y con los hippies.

El sexo reprimido es un volcán que nunca sabes por dónde va a salir. El magma aflora a veces por grietas insospechadas, fallas del terreno donde no esperabas que pudiera manar la excitación sexual, la erección sorpresiva del pene o de los pezones. Estos chalados de Crash han encontrado en los accidentes de coche -y en sus quirúrgicas secuelas, cicatrices y ortopedias- el puntito morboso que los enciende por dentro como si estuvieran hechos de yesca, y no de química orgánica. Uno, la verdad, no entiende su parafilia, ni se excita con ella, pero entiende, de sobra, que tengan una parafilia. El que esté libre de una rareza que tire la primera piedra. En realidad, aquella parábola de Jesús en los evangelios versaba sobre las desviaciones sexuales. A mí, por ejemplo, me ponen cantidubi las orejas sin pendientes.

La otra teoría que viene a explicar estas chaladuras de Crash es que todos sus protagonistas son tan guapos, y tan guapas, y están ya tan hartos de follar por los caminos trillados, tan acostumbrados a que les digan que sí en el Tinder o en la cama de matrimonio, que se lanzan a explorar territorios salvajes y desafiantes, a ver qué pasa por ahí. Lo mismo que decía, en su monólogo inmortal, Pablo Calavera de John Lennon, cuando conoció a Yoko Ono.





Leer más...

Érase una vez en... Hollywood

🌟🌟🌟🌟

¿Cuándo se jodió todo? Esa es la pregunta del millón. La que nos hacemos todos, a todas horas. La que se hace Quentin Tarantino en la película, hablando de su mundo. Cuándo se jodió el Hollywood de su infancia, el de las películas alegres y las tramas inocentes. El Hollywood al que llegaban los cineastas europeos como a nuestras playas llegaban las turistas de Suecia, y de pronto, gracias al aire fresco, y a las costumbres importadas, ya todo parecía otra cosa, un país menos paleto y menos obsesionado con la guerra.

Cuándo se jodieron los hippies, se pregunta Tarantino, que nacieron con una flor en la mano y un pétalo en la boca. Y el sexo como el arma definitiva para dirimir las disputas. El flower-power de los bonobos. La revolución verdadera, quizá, después del fracaso de las utopías europeas, que lo dejaron todo sembrado de cadáveres. Los hippies iban a traernos la concordia universal, la paz entre hermanos, la inacción al solete como forma de protesta. La marihuana y la sonrisa, el amor libre y los vestidos holgados. Hasta que un loco bajito -tan distinto a los que cantaba Serrat- se adueñó del negocio y convocó a cuatro jamados para celebrar un aquelarre sangriento en Cielo Drive, como en un juego de palabras. Quizá nada de esto hubiera sucedido si Sharon Tate y Roman Polanski hubieran vivido en la autopista al infierno que cantaban los AC/DC.

Cuándo se jodió todo, me pregunto yo también, en esta película que transcurre fuera del televisor. Cuándo se fue al carajo el mundo, y la vida, y la marcha triunfal del Madrid. Vayamos por partes. Se marchó CR y se terminaron los goles. Todo lo demás es literatura. ¿La vida? El destino está en el carácter, dijo el sabio griego. La perdición va inscrita en los genes. Cada uno la suya. Somos bombas de relojería. Nacemos con una cuenta atrás, y cuando la cuenta llega a cero, la cagamos. Nos puede el ansia, o el instinto, o la impaciencia, o la excesiva mansedumbre, y un día, de pronto, ya sólo nos queda el lamento y la nostalgia. 

¿Cuándo se cagó el mundo? Nunca, en realidad. Ya nació cagado, que es otra manera de decirlo. La humanidad no tiene remedio. El mono se bajó del árbol con el pie izquierdo en un error trascendental. El verdadero pecado original. Es ése del que habla la Biblia, pero de una manera muy enrevesada.




Leer más...

Palm Springs

🌟🌟🌟


El bucle temporal existe. Yo doy fe de ello. Parece una cosa de las películas, de Atrapado en el tiempo, de Palm Springs, de algún episodio disparatado de Rick & Morty, pero en este lado de la pantalla también se confabula la física cuántica para producir jaulas invisibles de las que no se puede salir. Recorridos de Escher, o ruedas de hámster. Paredes invisibles en las que rebotas para regresar una y otra vez al mismo despertar. 

Yo mismo me levanto todas las mañanas en el mismo lado de la cama, con la misma pesadilla en la bruma, y voy calcando los pasos del día anterior, y del otro, y del otro... La ducha, el café, la tostada, las noticias del día -que son otro ejemplo de bucle temporal-, Eddie meneando la cola pendiente de su paseo... Y así hasta que llega la noche, apago el televisor y me voy a la cama con el mismo quejido de huesos ya predoloridos, ya precincuentones, y allí, derrotado, empiezo a soñar con el mismo fantasma que nunca me deja en paz. El de los ojos verdes. El inconsciente, a su modo, también es otro bucle temporal.

Podría ser peor, desde luego. Mi bucle diario es aburrido, pero confortable. Desesperanzado, pero llevadero. En él no hay felicidad, pero tampoco dolor ni tragedia. Un ver pasar las nubes que por un lado ansía el cambio y por otro lo teme como al demonio. Al rescate podría llegar la salvación eterna, pero también la condena definitiva. Quién sabe. Cuando llegue la desesperación intolerable, quizá sólo haga falta un arrojo de tipo valiente. Arriesgarse, tirarse del trampolín al vacío cuántico, a ver qué pasa. O hacer como la chica enamorada de Palm Springs, que después de mucho hacer el gamberro, y de mucho suicidarse sin resultado, decide aprovechar la repetición exacta de los días para estudiar cursos avanzados de física, y encontrar una salida del laberinto mientras su amante, más simple que un pirulí, hombre al fin y al cabo, sólo piensa en nuevas maneras de hacer el amor con ella.

La otra solución -que no es la valentía ni el estudio- es esperar a que se disipe la bruma como hizo Bill Murray en Atrapado en el tiempo. Y en la espera, como él, aprender a tocar el piano, y aprovechar para conocer a fondo a la mujer de sus sueños, para que el día de la liberación no haya negativa posible.



Leer más...

Contagio

🌟🌟🌟🌟


Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



Leer más...

Noticias del gran mundo

🌟🌟🌟🌟


A veces, cuando veo a Eddie tirado en el sofá, aburrido en el encierro que separa sus paseos, me pregunto si esta vida es la más adecuada para él. Eddie, a su modo, también es un kiowa de las praderas, un ente salvaje que un día apareció abandonado en un camino, como la niña Johanna que se encuentra Tom Hanks camino de sus lecturas. Conmigo Eddie tiene la comida asegurada, el agua, el calor, el paseo puntual por el monte. Hasta sanidad privada, tiene, el muy jodido. Otros perros de por aquí jamás salen sin correa, o languidecen atados en las fincas. Ay, si uno gozara del poder de mover objetos con la mente... Milana bonita.

Puede que sea una sandez, pero a veces siento con pena que éste no es su lugar: que él sería más feliz vagabundeando, libre como un indio, cazando durante un rato y luego tirándose a la bartola en cualquier lugar, a la sombra de un árbol, o al solete de unas hierbas, saludando con el rabo a los que se acerquen a saludar.

A veces también siento que La Pedanía no es mi lugar, aunque la glose de vez en cuando en las fotografías. Siento que me pasa como a Tom Hanks en la película, que tampoco se encuentra a sí mismo. Él, como yo, ha emprendido un vagabundear por la geografía que ya dura demasiado, sin atreverse a detener el carromato. Él sabe que su lugar en el mundo es San Antonio, pero le faltan las agallas, le tiembla el pulso, y le carcomen los recuerdos. Yo, por mi parte, sé que mi sitio está en el mar, en el Norte, como si las olas me llamaran, y la lluvia fuera mi elemento. Pero nunca he tenido el valor de rehacer el petate, de embarcarme en tierra para llegar hasta la orilla.

Afortunadamente, para seguir procrastinando en mi decisión, tengo las estadísticas de mi lado. La Pedanía del siglo XXI es un lugar mucho más prometedor para la longevidad que el Far West del siglo XIX. Hanks, en la película, en un viaje de pocas semanas, tiene tiempo de enfrentarse a varios tiroteos, a un tornado, a un accidente de carromato, a un brote de cólera, a una maldición atravesada que le lanzan los kiowas... Le pasa de todo. Le roza la muerte en demasiadas ocasiones, y al final concluye que ya es hora de dejar de hacer el indio, siendo el, además, anglosajón, y excapitán de los ejércitos. Casi nadie llega a viejo en el Far West, y hay que tomar las decisiones importantes con más celeridad. Yo, de momento, sigo aquí, rascándome la barriga, deshojando la margarita, agarrado como un gilipollas a la esperanza de vida que marcan las estadísticas.



Leer más...

Mindhunter. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Todo este periplo por los psicokillers empezó con Hannibal Lecter. Al menos para nosotros, el mainstream, el público de provincias que luego refrescaba las emociones en el videoclub.  Contigo empezó todo... Cuando Anthony Hopkins -repeinado, relamido, con ojos de lunático y ademanes de aristócrata- dijo aquello de que se había comido el hígado de un fulano acompañado de habas y un buen Chianti, produjo un terremoto en la platea que todavía andan recogiendo en los sismógrafos. Los asesinos, de pronto, podían ser tipos cultos, refinados, de trato exquisito, como aquellos nazis que escuchaban una sonata de Schubert después de enviar trenes al campo de exterminio.

El doctor Lecter no era un asesino de El Caso, ni un escopetado de Puerto Urraco. Cuando en la siguiente escena se compadeció de Clarice Sterling porque ella tenía pesadillas con los corderos, el asesino empezó a caernos “bien”, para nuestra sorpresa y nuestra vergüenza, y la gente de Hollywood, que olfatea nuestros instintos confesables, pero mucho más los inconfesables, que son los que al final compran las entradas o se abonan a las plataformas, descubrió el filón que treinta años después todavía anima ficciones como Mindhunter -aunque Mindhunter, curiosamente, esté basada en unos hechos truculentamente reales y científicos. Nos puede la fascinación por el mal, y la empatía absurda, y las ganas de entender.

Mindhunter, en realidad, no procede de la estirpe de Hannibal Lecter, sino de aquel personaje secundario que era el mentor de Clarice Sterling en el FBI, y que soñaba con ser algo más que su mentor... Jack Crawford era el estudioso de las mentes perturbadas que se lanzaban a matar. El especialista en tipos raros que encontraban la satisfacción sexual en el asesinato compulsivo. La sexualidad humana, por reprimida, es rara de cojones, y en el extremo del barroquismo están estos monstruos que luego, en el cara a cara, custodiados por la policía, parecen la mar de salados y razonables. Aquel Jack Crawford de El silencio de los corderos que le miraba el culo de reojo a Clarice Sterling podría ser perfectamente el agente de Holden de Mindhunter: el científico de la perversión, asomado al abismo del ser humano.



Leer más...

My Mexican Bretzel

🌟🌟

Sospecho que si este experimento fílmico titulado My Mexican Bretzel -a medio camino entre el cine, el documental y la filmación en Super 8 de Abraham Zapruder- lo hubiera firmado un hombre, y no una mujer, las críticas vendrían con menos estrellas, y con adjetivos más ponderados. Vivimos una época de discriminación positiva hacia el cine que ruedan las directoras, y eso, como cualquier discriminación positiva, tiene su lado bueno y su lado malo. El lado bueno son películas como Nunca, casi nunca, a veces, siempre, que quizá, de otra manera, sin el empujoncito de una crítica entusiasta, se me hubiera despistado del panorama general. La mejor película que ha pasado en meses por mi televisor... Pero el karma del cinéfilo es insoslayable: la glotonería, la dispersión, el afán de estar al tanto de casi todo, hace que por cada perla que uno encuentra en la playa, luego se corte el pie con un plástico que flotaba. Por cada hallazgo, un tropiezo; por cada noche soleada, un aguacero deprimente. 

My Mexican Bretzel tiene gracia durante los primeros quince minutos. Y tiene gracia porque uno ya veía informado del juego de mentiras y verdades: la directora, Nuria Giménez Lorang, encuentra unos videos caseros filmados por su abuelo, monta las escenas y luego les pone un subtítulo que cuenta una historia que nada tiene que ver con las imágenes, como si usted cogiera el vídeo de su boda, le quitara el sonido, y con el divorcio ya consumado, le diera por subtitular maliciosamente a los personajes que por allí desfilan, vaticinando el desastre y la falta de concordia.

El problema es que son las once de la noche, viene uno derrotado del día, y el primer bostezo insobornable se abre paso a través de la garganta. Las imágenes son bonitas; algunos subtítulos, también; pero esto no da ni para hacer un mediometraje. A uno se le va el pensamiento hacia este abuelo tan rico que vivía en Suiza, que con una cámara en ristre hizo turismo por toda Europa mientras mi abuelo A se dejaba la salud en la fábrica de vidrio y mi abuelo B vendía pollos en un mercado. Yo me apellido Martínez de segundo; esta chica, Nuria, Lorang. 




Leer más...

V de Vendetta

🌟🌟🌟🌟


El fascismo no ha muerto. Sólo estaba de parranda. Cuando veíamos a los nostálgicos del III Reich avanzar en todos los países europeos, aquí, en la excepción española, donde todo llega con décadas de retraso, lo mismo la modernidad que la fatalidad, nos preguntábamos: ¿dónde está esa gente? ¿No vota? ¿Se ha extinguido de muerte natural? ¿La modélica Transición pilotada por Campechano I les ha reformado las entrañas? ¿O es que esa gentuza -los racistas, los golpistas, los falangistas de pueblo, los matones, los camisas pardas al servicio de los evasores fiscales, los machistas, los analfabetos de la historia -vota con la nariz tapada a la gaviota que se caga? Y era lo último, sí, como todos nos temíamos.

El franquismo sociológico estaba ahí, agazapado en la calle Génova, en las tertulias de la COPE, en los exabruptos de Federico, esperando su oportunidad. Llevaban cuarenta años esperando al Mesías; y el Mesías, con su barbita bíblica, y su mirada de iluminado, apareció entre los fieles, señaló al demonio de color rojo, y reagrupó a las huestes para proseguir el combate. De momento, a golpe de voto. Luego ya veremos... El Mesías sólo tuvo que disipar los complejos y las mariconadas. "Soy facha, sí, ¿qué pasa?", es la nueva desvergüenza callejera.

El fascismo siempre vuelve. No es un movimiento puntual, sino una marea de la historia. En esto también hay bajamares y pleamares. No lo inventó Mussolini en un rapto de locura: él sólo se subió a la ola. El fascismo es un asunto inscrito en los genes: tiene sus raíces en el miedo instintivo, y en la ausencia de reflexión. Y la mayoría de la gente es así. Lo raro es que no saquen muchos más votos. Que no arrasen. Todavía queda mucho franquismo sociológico por aflorar. La cosa pinta jodida: el virus no se va, la pobreza se extiende, el cabreo se inflama... Crece el orgullo nacional, como si los testículos y los ovarios rojigualdas fueran de una biología especial. Quizá la preferida por Dios. La bandera ondea cada vez en más balcones. Ya nos vamos pareciendo a la América profunda. Sólo nos falta el rifle y la espiga en la boca. Convenía ver “V de Vendetta” para recordar todo esto.




Leer más...

Brawl in Cell Block 99

🌟🌟🌟


En las películas de mi infancia, al indio que se caía del caballo nunca se le oía el crujido de los huesos al romperse. Al vaquero herido en el OK Corral nunca se le veía el agujero de bala en el estómago, ni le salían espumarajos de sangre por la boca. Al maleante reducido a golpes nunca le veíamos el ojo reventado, o el brazo dislocado, o el pie apuntando en una dirección imposible. Atropellaban a un gángster en la venganza siciliana y jamás oíamos el sonido del cráneo reventando contra el asfalto. Algún gorgoteo de muerte, quizá, en El Padrino, que ya era una película “ultraviolenta” de los años setenta, no apta para todas las sensibilidades. En las películas bélicas, los que eran  alcanzados por la metralla o por la onda expansiva simplemente pegaban un brinco y caían al suelo como muñecos de trapo, desmadejados, sin que los brazos, o las piernas, o la cabeza misma, se desgajara del cuerpo dejando un pozo petrolífero en el lugar de la inserción. 

En las películas de Primera Sesión o de Sábado Cine, que fueron nuestro primer contacto con la violencia de la tele, los seres humanos no tenían órganos por dentro, ni huesos, sino felpa, borra de muñecos. La violencia no sólo era ficticia -de actores que eran suplidos por especialistas en las escenas más peligrosas -sino que además era una violencia incruenta, desgrasada, y desangrada. Quizá por eso, todos los niños de mi generación -salvo los más raros del vecindario- éramos unos belicosos perdidos, todo el día recreando batallas y escaramuzas, en la percepción idiota de que la violencia no olía, ni sonaba, ni reverberaba en escenas vomitivas que daban mucho asco.

Tuvieron que venir estos cirujanos del mondongo como S. Craig Zahler -y mucho antes que él los Tarantino, o los Carpenter, o los David Cronenberg- para hacernos ver, no sé si con buenas o con malas intenciones, no sé si porque están perturbados o porque son unos pedagogos de la realidad, que cuando tipos como este Bradley Thomas la se pone a repartir estopa, o se la reparten a él, se produce una cacofonía asquerosa de vísceras y osamentas. Un placer culpable. Un apartar la mirada de vez en cuando. Un entrever por los dedos. Una pose y una incógnita. Una valentía idiota. Un entretenimiento culpable, pero del copón.




Leer más...

Cómo sobrevivir en un mundo material

🌟🌟


Cómo sobrevivir en un mundo material es un título engañoso, falsamente dualista. Porque el mundo sólo es materia, y el espíritu sólo es materia que sueña con no serlo. El carbono y el hidrógeno, los muy tunantes, que aspiran a trascenderse en el éter... Una pamplina metafísica. Miseria de protones que sueñan con vivir por encima de sus posibilidades. Afirmar que el mundo es material es como afirmar que la piedra es pétrea, o que la carne es cárnica. No hay más cera que la que arde, vino a decir el abuelo Karl de Tréveris. Marx nos enseñó la verdad indudable del materialismo dialéctico: la vida es materia, y la materia es cognoscible, asunto científico. Y todo lo demás -la fantasía, lo inmaterial, el mundo platónico de las ideas- sólo es el pedo que nos tiramos para hacer un poco de terapia. Necesario, ma non troppo. No era exactamente así, ya lo sé, pero yo me entiendo.

Supongo que lo quieren decir los distribuidores españoles -porque el título original, Kajillionaire, no va por los derroteros de la filosofía- es que vivimos en un mundo “materialista”, en la acepción de superficial y rastrero, de interesado y bursátil. Una selva capitalista de todos contra todos, y sálvese quien pueda. La mar salada de los tiburones y las pescadillas: los ricos, que nos devoran, y los pobres, que nos devoramos a nosotros mismos, mordiéndonos la cola. Si van por ahí los tiros, entonces sí, el título tiene cierta lógica, porque la película cuenta las tribulaciones de la familia Jenkins para sobrevivir en el mundo hipercalórico y ultraegoísta  de California. Unos estafadores profesionales que en vez de emprenderla con el ricachón se aprovechan del incauto, o del despistado. Qué lejos queda de California el bosque de Nottingham.,..

Lo que no tiene perdón de Dios -de la idea de Dios, mejor dicho- es que la materia más hermosa del Universo, Evan Rachel Wood, la única conformación molecular que podría aspirar a ser inmaterial y divina, aparezca en la película con unas greñas densísimas, materiales a tope, que enmascaran su belleza sobrenatural. ¿Para qué? ¿Para aspirar a ganar un Oscar? Evan Rachel Wood está más allá de estos materialismos.




Leer más...

Up

🌟🌟🌟🌟


Dicen que el viaje a la vejez es el regreso a la infancia. Un pasito p’alante y dos pasitos p’atrás, como en el baile de María, que terminaba por caerse del escenario por el backstage. Quizá la canción no era así  -porque yo, la verdad, de bailar, ni puta idea- pero este remix me sirve para progresar en el relato. Cumpliendo años -decía- parece que avanzas, pero en realidad retrocedes, como en el moonwalk de Michael Jackson. Ya no sé si se puede mencionar a Michael Jackson en un post de internet.... Yo pruebo suerte y si me lo censuran, diré “el pequeño de los Jackson Five”, a ver si cuela. Decía -a ver si termino- que envejecer es un viaje circular. De la nada salimos y a la nada regresamos. Y en el medio, el paréntesis idiota de la vida. Carne cultivada en el laboratorio de las estrellas. Los curas dicen que del polvo venimos y al polvo volvemos. Viene a ser lo mismo. Hay veces -muy contadas- que los dioses hablan verdaderamente por sus bocas.

Decía Rafael Azcona que él, por supuesto, no quería hacerse viejo, pero que en cierto modo deseaba envejecer para aparcar el asunto de las mujeres. Que el juego de conquistar y seducir le perturbaba las meninges, y le despistaba de la tarea. Soñaba con volverse invisible, y hacerlas invisibles. Un baile ya des-romántico de fantasmas. La paz y el descanso. De viejo, decía Azcona, aunque parezca contraintuitivo, me sobrará el tiempo. Y yo estoy con él, como casi siempre, uno de Logroño y otro de León. Mientras bulle la sangre y navega la hormona, uno está atado al instinto, al mono, simiesco perdido. Yo no quiero que avance el calendario, pero sí quiero, ay, llegar a la neoinfancia de la jubilación, como el señor Fredricksen en Up, que una vez viudo y pitopaúsico a su pesar, descubre, en un depósito oculto, la energía que necesitaba para cumplir el sueño de su vida. Todo un contrasentido.


Up no es ni de lejos la mejor película de Pixar. Pero contiene, quizá, los cinco mejores minutos de Pixar. El amor y la muerte; la coincidencia absoluta y la despedida definitiva. “No hay nada mejor / que encontrar un amor a medida”, cantaba Sabina. No hay nada peor, también, que perderlo.



Leer más...

El expreso de medianoche

🌟🌟🌟


Teníamos un amiguete en la Universidad que un día, borracho perdido, nos confesó que lidiaba en secreto contra la eyaculación precoz, y nosotros, tan cinéfilos como siempre, empezamos a llamarle “el expreso de medianoche”, aunque la película de Alan Parker no tuviera nada que ver con el asunto. O bueno, sí, porque en la Universidad de León y en la cárcel de Turquía se venía a follar más o menos lo mismo: es decir, nada.

El expreso de medianoche, en la película, es el nombre figurado de la vía rápida, de la fuga carcelaria. “The midnight express”, que decían los recursos en inglés, porque sus carceleros patibularios, antes de que Turquía pidiera entrar en la Unión Europea, y sus equipos de fútbol participasen en la Champions, no entendían ni jota del idioma universal. Si lo piensas bien, la vida está llena de metáforas así, de expresos de medianoche, que pasan a toda hostia por delante de tu casa, y a veces sólo una vez en la vida. Trenes que si pudieras cogerlos te salvarían de tu cárcel particular: de la rutina, del asco, de la servidumbre. Trenes que tal vez conducen al sosiego, al amor verdadero, a una vida diferente y definitiva.

Si ayer dije que la India sería el último destino en mi periplo por el mundo, hoy, después de haber visto El expreso de medianoche, afirmo ya sin dudar que Turquía será el penúltimo. Visto cómo se las gasta su personal carcelario -cualquier equívoco idiota podría llevarte a una celda y recrear las canutas históricas que pasó Billy Hayes- sólo cogeré el vuelo de Turkish Airlines que une La Pedanía con Constantinopla para vivir una pasión turca como aquella que vivió Ana Belén, de orgasmo en orgasmo, o para reimplantarme el cabello que de momento, y toco madera, no se me cae. O al menos no se me cae de una mera alarmante, de deprimirse uno en cada viaje del peine. Todo lo demás -visitar el gran Bazar, pasear por las ruinas de Troya, recorrer la Turquía profunda donde Bilge Ceylan rodaba sus películas de turcos con escopeta– son actos aplazables, accesibles en internet, o en documentales muy educativos de La 2.




Leer más...

Tigre blanco

🌟🌟🌟


El último país de la Tierra que pisaré cuando sea millonario y me lance a viajar ya sin ataduras ni servidumbres será, casi con toda seguridad, la India. O la India o Bangladesh, no sé.  O quizá Sierra Leona... Da igual. Tengo tiempo para pensarlo.

En Facebook, sin embargo, para mi estupor, no es infrecuente encontrar fotos de usuarios que han viajado a la India con dos cojones, ellas disfrazadas con el sari y ellos con el dhoti, rodeados de niños pobretones pero sonrientes. O con el Taj Mahal de fondo, tan socorrido. Son fotos unipersonales, sin pareja que abrace o bese en la mejilla, de lo que deduzco que son viajes espirituales, de sublimación de los instintos. Divorciadas que quieren encontrar el camino y divorciados que se han dejado liar por las mandangas de la New Age. Después de quince días vuelven a casa, al mundo occidental, con un elefante de madera o un Buda de Lladró en la maleta, y tardan dos cafés con leche en comprender que la realidad de la carne es insoslayable, y que el río de su pueblo, aunque lleve menos agua que el Ganges, al menos está más limpio y no transporta cenizas de cadáveres. O cadáveres enteros, que se cayeron al río en un descuido en las exequias.

En mi imaginario, la India es un país de calor insufrible, mendigos por doquier, lisiados de toda condición, mosquitos y mugre, ricachones asquerosos y pobres encantados de ser pobres. Y monjas de Calcuta que te niegan la morfina para que el dolor te acerque más a Jesús. El asco definitivo. El infierno en la Tierra, quizá. Selvas peligrosas, urbes inhumanas, conductores desquiciados... El caos. Nadie que no haya perdido el seso leyendo los libros de caballería de Paulo Coelho se perdería en semejante pandemónium. La India es para los incautos, y para los indios, que ya están muy acostumbrados. ¿Todos? No. Balram, el protagonista de la película, es el tigre blanco que aparece una vez cada generación. Un renegado del sistema. Un inconformista. Un bolchevique del subcontinente que se ha dejado la coleta de Pablo Iglesias para luchar contra la casta. El primer miembro del círculo de Podemos en Bangalore. Yo estoy con Balram, desde luego, al menos en los fines. Pero desde mi sofá occidental, sin calorones ni mosquitos.






Leer más...

El rey de California

🌟🌟🌟


Un día del verano de 2013 pasé por Petra, Mallorca, camino de un merendero donde los mallorquines tienen por costumbre re-desayunar con ensaladilla rusa y casquerías a la brasa. Y he dicho bien, merendero, porque ellos, por extrañas razones históricas, o lingüísticas, no lo llaman almuerzo, sino merienda. Es complicado de explicar... Conducía mi cuñado, claro, porque yo no tengo carnet de conducir, pero a cambio, en pago por el billete, le iba contando divertidas historias sobre mis muchos desamores por la red. Tengo chismes para escribir tres o cuatro novelas si me pusiera a ello.

Pasábamos por Petra, digo, porque el merendero estaba situado a sus afueras, y al pasar vimos el pueblo engalanado, con carteles que anunciaban el tercer centenario del nacimiento de Fray Junípero Serra. “¿Y quién es este fraile tan famoso por aquí?”, pregunté al aire, haciendo ostentación de mi vasta incultura. Pasamos de largo, re-desayunamos (bueno, merendamos), nos fuimos a la playa, nos enamoramos de varias extranjeras de Platón, o de Plutón..., y al volver a casa busqué al fraile de Petra en una enciclopedia voluminosa. El personaje histórico no me era desconocido del todo, y resonaba en mi memoria como un conocimiento adquirido pero ya olvidado. Me quedé de piedra, precisamente, al descubrir, o recordar, que fray Junípero Serra es un padre de la patria estadounidense, fundador de varias misiones a lo largo de la costa de California. Píos asentamientos que luego fueron ciudades donde se celebra la Superbowl y se desatan los desórdenes callejeros. El campanario donde James Stewart sufría su vértigo incorregible es testimonio de aquellas andanzas de fray Junípero.

El rey de California es una película tontorrona que cuenta la obsesión de Michael Douglas -de su personaje, mejor dicho- por encontrar unas monedas de oro que los frailes españoles perdieron en su misión evangélica. El personaje de Douglas es un tipo bipolar al que su hija, encarnada por Evan Rachel Wood -y he usado mal lo de encarnada porque ella es un ángel del Señor- admira y odia a partes iguales. Es lo que tienen las personas bipolares, que son divertidísimas en las buenas pero insoportables en las malas. O los tomas o los dejas.



Leer más...

El año del descubrimiento

🌟🌟🌟


Mientras el príncipe desfilaba con su bandera en los Juegos Olímpicos de Barcelona, y en la Expo de Sevilla te cobraban cien pelas por un chupa-chups recalentado a 40 grados a la sombra, en Cartagena, Murcia, muy lejos del espejismo de la España efervescente -la España de oropel que luego las crisis han ido desmontando hasta dejarla desnuda de vergüenza-, la gente se quedaba sin trabajo. Y protestaba. Y salía a la calle a ser escuchada por sus políticos. 

    De aquella -joder, Murcia, quién te ha visto, y quién te ve- eran políticos socialistas, elegidos por los trabajadores que confiaban al menos en su comprensión, ya que no mucho en su eficacia.  Pero aquellos políticos eran demasiado cobardes para desobedecer a Lengua de Serpiente, que jugaba al billar en la Moncloa mientras las industrias públicas se vendían a los buitres carroñeros. Y si no eran de la clase cobarde, los socialistas, no muy distintos de los de ahora, deslumbrados por el sino de los tiempos, soñaban con vivir entre la beautiful people que tenía a Carlos Solchaga como portador de la divina palabra y de la oportunidad financiera. Despreciables los primeros, miserables los segundos.

    Sea como sea, a aquellos cartageneros de mono azul nadie les hizo ni puto caso, porque ya entonces hacerle caso al pueblo se llamaba “populismo”, y yo desde aquí aprovecho para reivindicar esta bendita palabra. Los politicastros, encastillados en sus palacios prestados, remitían a sus votantes a Bruselas, a Wall Street, a su puta madre con perdón, para que alguien sin nombre, pero con un traje muy caro, y hablando un inglés incomprensible, les solucionara el problemilla. Qué gente más molesta, la verdad, estos cartageneros sin empleo, ponerse a protestar en 1992, cuando todo el mundo nos admiraba porque éramos un ejemplo de reestructuración y modernidad.

Y al final, lo de siempre: como la masa enfurecida no sabía inglés, ni tenía ganas de viajar a Bruselas, llegaron unos antidisturbios muy simpáticos a decirles que si se habían quedado sin trabajo, o sin el trabajo de las futuras generaciones, pues ajo y agua. Que ellos también tenían que defender sus empleos y el pan de sus hijos, y que hicieran el favor de disolverse.

“Sería fantástico que no perdieran siempre los mismos”, cantaba Serrat en su himno. Pero los de siempre volvieron a perder. La lucha de clases está perdida de antemano, ya lo sabemos. Somos rojos, pero no imbéciles. Nos queda el único gozo de ganar alguna batalla ocasional. En Cartagena, 1992, Año del Descubrimiento, tampoco pudo ser.




Leer más...

Bajocero

🌟🌟🌟🌟


Antes estas películas sólo las hacían los americanos. Los norteamericanos, digo. Los estadounidenses, quiero decir. Maldita sea: la doctrina Monroe me traba la lengua al hablar. Cuando yo era pequeño decíamos “una de americanos”, o “una americanada”, cuando íbamos al cine o nos poníamos los sábados frente a la tele, y eran películas como ésta, molonas, sin mucho trasfondo, a pura persecución y a puro tiroteo, como Bajocero, que la han rodado entre Segovia y Guadalajara con unos hielos invernales que no tienen nada que envidiar a los de Denver o a los de Kansas City. Ya era hora de reivindicar la estepa nacional para rodar un thriller de la ruta 66, aunque casi toda la película transcurra de noche, y entre la niebla.

Mi teoría es que antes no rodábamos estas películas porque nos tomábamos a cachondeo nuestra propia policía. Cómo hacer una de buenos y malos cuando nuestros maderos vestían de marrón desvaído, llevaban un boina en la cabeza y lucían un bigotón pos-franquista (o franquista del todo, que ahí sigue alguno puesto) que los hacía parecer guardias de opereta, casi de auto sacramental, medio turcos o medio mexicanos. Y claro: con esas pintas nadie se atrevía a rodar una película como Bajocero, que demanda una credibilidad, una modernidad, unos fuerzos y cuerpas de seguridad del Estado (como dijo la ministra con su lengua también trabada) que nos recuerden en algo a Los hombres de Harrelson metidos en acción. Ahora ya se puede. Desde hace algunos años, la Policía Nacional parece otra cosa, con los bigote rasurados, el pelo corto y el aire atlético de los uniformados. Y las uniformadas. Y cómo impone, precisamente, ese uniforme azul casi al borde de lo militar, y esos coches patrulla que ya se nos han hecho familiares de tanto rondar por ahí. Antes te cruzabas con un coche de Pascuas a Ramos; ahora, con el coronavirus, te cruzas con cuatro o cinco todos los días, y eso ha creado, quieras o no, una familiaridad, un cierto colegueo en la distancia.

Así que cuando ves a la Policía Nacional enredada en una película como Bajocero ya no te sorprendes de nada, y te dejas llevar por el respeto debido a la autoridad. Javier Gutiérrez no se parece gran cosa a Charles Bronson, pero  ni falta que le hace.





Leer más...

Los bingueros

🌟🌟🌟🌟


Si Andrés Pajares y Fernando Esteso hubieran nacido, pongamos por caso, en Salt Lake City, hoy los tendríamos por unos comediantes excelsos, de época dorada, de retrospectiva continua. Pero nacieron en Madrid y en Zaragoza, que son dos secarrales ibéricos venidos a más. Y además tienen apellidos muy rústicos, de andar por casa. George Cukor dijo una vez que José Luis López Vázquez podría haber ganado tres Oscars si hubiera trabajado en Estados Unidos. Es probable. Nunca valoramos lo nuestro. Denigrar el cine de barrio es una pose que te da marchamo de moderno y liberal. Ligas más y todo. Pero yo, que me considero progresista, pero no progre, me niego a seguir esta maledicencia. Es obvio que las películas de Pajares y Esteso son casposas y rancias. Podríamos sacarles cien peros si nos pusiéramos a la labor de denigrarlas. Yo mismo, a veces, me siento sonrojar con algunos chistes, con algunos destapes improcedentes. Pero qué le vamos a hacer: éramos así. España era así. Sus cineastas también.

No voy a decir yo, como George Cukor, que Pajares y Esteso hubiesen aspirado alguna vez a ganar los Globos de Oro -bueno, Pajares quizá sí- pero joder, qué buenos eran. La de risas que les debo. Hay dos escenas en Los Bingueros que podría repetirlas hasta la tantas de la madrugada en el DVD, sin parar de reír, si mañana no hubiera que levantarse para ir a  trabajar. Porca miseria.... La primera cuando llegan al bingo de pardillos y Antonio Ozores que les explica el mecanismo de la ganancia. La segunda cuando ganan su primer bingo y ya se creen que todo el monte es orégano, verde como los billetes de mil de las antiguas pesetas.

Pero mañana hay que levantarse para ir a trabajar, ya digo, porque esto del juego ya sé yo sin probarlo que no es la solución para hacerse rico y dedicarse por entero a la novela, y a la bartola, y a la Bartola. Lo dice el personaje de Andrés Pajares al final de la película, cuando comprende que él y su compinche sólo están haciendo el panoli, y descuidando a sus mujeres:

-          Esto del bingo al final es como todos los juegos: sólo vale para el que tiene dinero y le importa un rábano perderlo.

Tendría que apuntárselo como slogan el pobre ministro Garzón, que ahí sigue, luchando contra los molinos de viento.




Leer más...

Sinuhé, el egipcio

🌟🌟🌟


El que esté libre de haber tropezado con una piedra llamada Nefernefernefer que tire eso, la primera piedra. Todos somos Sinuhé el egipcio. Je suis Sinuhé. Tendré que poner una bandera de Egipto en la foto de perfil -así, de trasfondo desvaído- para declarar mi solidaridad con el pobre trepanador enamorado. Pero no caigamos en el victimismo. Al otro lado del espejo, en el reverso femenino de la blogosfera, están las mujeres que se quejan de tropezar con cabronazos con pintas en el lomo, que según mi abuela eran los peores del ecosistema. Si la bella Nefer, por ser triplemente hermosa y malvada, era apodada Nefernefernefer, ¿cómo se dirá, me pregunto, cabronazo-cabronazo-cabronazo en egipcio antiguo? ¿Cómo se dibujará su nombre, en los hieráticos jeroglíficos?

Qué le vamos a hacer... La selva del amor es así, plagada de peligros, y el que no ha sido mordido por una serpiente ha sido golpeado por un simio desbocado. La gracia está en levantarse, en olvidar, en seguir hacia delante, buscando el amor verdadero, que los gurús de la autoayuda siempre anuncian muy próximo, a punto de caer, lo que produce mucha desconfianza en el usuario. Como le pasó al propio Sinuhé, que luego conoció a dos mujeres maravillosas que en parte le redimieron, aunque sus tiempos eran tan salvajes, y tan faltos de penicilina, que ambas se fueron antes de tiempo, cuando el amor ya parecía que sí, que echaba raíces. Ya al principio del relato, Sinuhé explica que el significado de su nombre es “el que está solo”. Y solo se queda, efectivamente, en cumplimiento de la profecía. Me pregunto qué cojones querrá decir Álvaro en germánico primigenio, mientras miro el paisaje tras la ventana.

La novela de Mika Waltari es una obra maestra. La he releído estas mismas navidades. No ha perdido ni un ápice de su cinismo. El mundo sigue como estaba, y Sinuhé, viajado en el tiempo, podría llegar más o menos a las mismas conclusiones. En la película, por añadidura, salen actrices hermosísimas, del Hollywood clásico e irrecuperable, y aun así, todo es mortalmente aburrido, ridículo en ocasiones, como era de esperar en un peplum de cartón-piedra. Como la película está dirigida por Michael Curtiz, uno espera que en algún momento, para animar el cotarro, aparezca Humphrey Bogart regentando una taberna donde se toque el arpa y se practique el juego ilegal. El Amenofis’s Café, quizá. Pero no.



Leer más...