La La Land

🌟🌟🌟

Hace dieciocho meses que entré en el cine predispuesto a que me gustara La La Land. Yo iba entregado a la causa, rendido de antemano, con la crítica ya casi escrita en mi cabeza: que si vaya obra maestra, que si vaya carrusel de emociones, que si menudos son los números musicales y tal y cual... Pero me llevé un chasco monumental. Una decepción como pocas. Pensé, como Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y que quizá era culpa mía, del mal de amores, o del mal de estómago, y no del señor Chazelle ni de sus entregados bailarines. Así que decidí aplazar esta crítica para un segundo visionado más reposado, en casita, concentrado, en versión original, sin gente dando por el culo con el teléfono móvil y las palomitas.

    Pero sigo en las mismas con La, La, Land. Y la verdad es que no termino de entenderlo.  Porque yo vivo enamorado de Emma Stone, que es la chica de los ojos como platos, y quiero, además, de mayor, ser como Ryan Gosling: plagiarle el estilo, los andares, la mirada indescifrable y la sonrisilla de picarón. Admiro al señor Chazelle desde que hiciera su Whiplash memorable, y soy, para más inri, un converso al género musical. Creo a pies juntillas en los arrebatos líricos y en los bailoteos sin prólogo. Un día comprendí que la vida no es un drama, ni una comedia, sino una aventura musical, y que siempre suena una canción en nuestro interior -una sinfonía, un chotis, una balada de amoríos-, y que si no nos lanzamos al baile mientras compramos el pan o esperamos al autobús es por pura vergûenza, por puro sentido del ridículo, no porque nuestros pies no estén predispuestos a la acción.


    Pero empieza otra vez La La Land y noto que mi predisposición va muy por delante de mi juicio. Emma Stone sale radiante, y Ryan Gosling luce irresistible, y el señor Chazelle se marca unos virtuosismos muy originales. Hay risas y bailes, amor y tontunas. Sueños y decepciones en la ciudad del "La, La, La" que no es el Madrid de Massiel, sino la ciudad de Los Ángeles donde nunca se pone el sol. Pero pasan los minutos y la película se me escurre entre los dedos. Otra vez. Quiero amarla, disfrutarla, sentirla en las vísceras como el peliculón que yo presumía de antemano. Todo es irreprochable y muy bonito. Pero no termino de ver el alma, el espíritu, y lo digo yo, que reniego de cualquier metafísica, de cualquier palabreja espiritual. Veo, pero no siento; asisto, pero no participo. Entiendo, pero no termino de comprender. 


Leer más...

Campeones

🌟🌟🌟

Yo paseo todos los días con cuatro campeones por las calles de la pedanía. Forma parte de mi trabajo. Les enseño a cruzar la calle, a comportarse en el supermercado, a permanecer sentados veinte minutos en una cafetería sin dar voces o pegar saltos. Ya formamos parte del paisaje, y del paisanaje, y nadie se extraña de nuestra presencia en los lugares. Hemos alcanzado lo que yo llamaría una normalidad presencial. A veces, por supuesto, hemos dado la nota, y hemos tenido que abandonar la escena tras pedir perdón al respetable. Pero eso también lo hacen los niños normales: dar po'l culo cuando les niegas unas patatas fritas o tardas un poco de más en terminar una conversación. Es por eso que al día siguiente, si ya escampó el temporal neurológico, lejos de sentir vergüenza o culpabilidad, volvemos al lugar del crimen como vecinos de toda la vida. No sé si somos aceptados o simplemente tolerados, pero la verdad es que no tengo queja de nadie. Jamás he vivido una escena vergonzante como la del autobús de Campeones.

     Los viejetes más despistados de La Pedanía -los que me toman por un padre coraje y no por un maestro del colegio- me han dicho alguna vez que qué desgracia la mía, que cuatro hijos así, tan seguiditos, con lo que han avanzado las ciencias... Alguno ha llegado a decirme que me falta uno más para formar, precisamente, un equipo de baloncesto. Porque sucede, además, que mis cuatro alumnos son unos tallos de la hostia, espigados y fortachones. Pero estos campeones míos no juegan al baloncesto, ni a nada que se le parezca. Ni siquiera entenderían el concepto de juego colectivo. Ni la diferencia entre una victoria y una derrota. Están mucho más incapacitados que los personajes de la película. Viven en barrios más periféricos de la campana de Gauss. No salen representados en Campeones. Ni podrían serlo. No son dramatizables. Apenas hablan, no responden a preguntas, a veces sufren crisis nerviosoas, o agresivas... Su rollo es muy distinto. Daría para una película muy diferente y posiblemente no producible. 

    Campeones ya está bien como está, moviéndose en un terreno más amable. Más asumible para el gran público. Es una película imperfecta pero muy digna. Sortea la pornografía sentimental como un concursante de Humor Amarillo pisando las zamburguesas sobre el agua: parece que se va a pegar un hostiazo en cualquier momento pero consigue llegar a la orilla con sólo unos resbalones por el camino. La historia avanza con alguna trampa evidente de guion, y con una música horripilante que subraya las escenas. Pero la primera hora -la de Javier Gutiérrez enfrentado a su nueva realidad deportiva- es cojonuda. Impecable. Este tío borda la caída a los infiernos... Sin él la película sería mucho peor. Menos convincente. Más americana. Hoy he puesto muchas cursivas...





Leer más...

Han Solo: Una historia de Star Wars

🌟🌟🌟

Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi. 

    Por arte de magia midicloriana, mi butaca del cine o mi sofá del salón se convertían en el asiento de Han Solo en el Halcón Milenario, y yo me lanzaba al hiperespacio del mismo modo mareante, dejando una estela de rayicas azules sobre el fondo negro del universo. A toda hostia, atravesando la pantalla, sin secuelas para mi integridad física o para mi equilibrio neuronal. Lo que quedaba de mí, en este planeta secundario de la Vía Láctea, sólo era un holograma para despistar al personal, para que nadie se preocupase por mí en las dos horas de ausencia. Como quien deja la almohada bajo las mantas, fingiendo un rebujón humano.

    Pero hoy se ha averiado el mecanismo. Algo se ha jodido en este Halcón Milenario comprado en Merkamueble, y no tengo ni puta idea de cómo se arreglan estos cacharros imaginarios. Hoy, seguramente influenciado por las críticas demoledoras de los críticos, no he saltado al hiperespacio cuando he leído las primeras letras; me he quedado en tierra, en la Tierra, a muchos parsecs de distancia de estas nuevas aventuras, demasiado lejos en el futuro, sin implicación alguna con los trastazos que se sucedían en pantalla. Debería de haberme emocionado con el primer encuentro de Han Solo y Chewbacca, con la primera aparición del Halcón Milenario, con la partida de póker con Lando Calrissian que cambió el destino de la nave y de la galaxia. Pero sólo he sentido alfilerazos anestesiados, ecos de las viejas emociones. 

    Quizá me he hecho mayor de una vez por todas. De sopetón. O quizá es que hay películas que no se pueden ver en domingo. Han Solo: Una historia de Star Wars, es una película de viernes alegre, de sábado festivalero, de chavales entusiastas en el sofá sin deberes. Los domingos -ahora lo recuerdo-  está prohibido el salto al hiperespaciopor la Dirección Galáctica de Tráfico. La DGT de las autopistas estelares.




Leer más...

El método

🌟🌟🌟🌟

Yo, por temperamento, por condiciones naturales, por esta cara de panoli que los dioses me otorgaron al nacer, estaba predestinado a ser cura de parroquia o funcionario de provincias. A vivir muy lejos de la City de Madrid donde los personajes de El método se navajean los trajes muy caros para conseguir un puesto de trabajo.

    Lo de cura fue un proyecto plausible que se truncó más o menos a los doce años, cuando comprendí que el deseo sexual iba a ser una fuerza incontenible. Que me iban más las rapazas que Jesucristo, vamos. Y que Dios, además, su padre -o él mismo, según la teología de la Trinidad- tenía toda la pinta de no existir. 

    Así que dada mi inteligencia mediocre, mi falta de talento artístico, la timidez patológica que me impedía abrirme paso en la selva de los trabajos, tuve que encaminar mis esfuerzos estudiantiles a ser funcionario. Maestro, para más señas, que por aquel entonces era más una marcha solidaria que una carrera de verdad. Estudié a mi ritmo, oposité, tuve un golpe de suerte, y a los veintitrés años renuncié para siempre a los trajes de Armani y me aboné a Canal + para instalarme en una celda de ateo donde no entraba Dios por el ventanuco, pero sí las ondas electromagnéticas que me traían el cine clásico y el cine de estreno, el fútbol y el rugby, el porno y las comedias.



    Mientras tanto, mis excompañeros del instituto, que fueron más capaces y ambiciosos, se enfrentaban al método Grönholm para ganarse  el chalet en trabajos con secretaria eficiente y viajes pagados a las capitales europeas. Mientras yo me atocinaba en mi propio estofado, ellos tuvieron que demostrar arrestos, personalidad, capacidad de mando. La conjugación exacta entre el liderazgo y el compañerismo. Tuvieron que demostrar su valía, su competencia, su falta de escrúpulos. Yo no hubiera pasado ni el primer test de esas mierdas empresariales. Supongo que con los nervios me habría confundido al rellenar el formulario, poniendo el primer apellido donde el segundo, o firmando donde no debía, o liándome con el número del DNI. ¿Qué empresa líder en el sector iba a contratar a un imbécil semejante? 

    Pero no me quejo: yo vivo aquí tan ricamente, en La Pedanía, a cuatrocientos kilómetros del downtown de Madrid, donde se deciden las cosas importantes. Salgo de paseo y me cruzo con las vacas, con los perretes, con las higueras del camino. Me he perdido la hostia de cosas excitantes: el estrés, la autoestima, los minibares de cinco estrellas, pero he encontrado, a cambio, mi lugar en el mundo.



Leer más...

Promesas del este

🌟🌟🌟🌟

En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.

    Anna es una mujer con agallas -o una completa inconsciente, eso nunca queda claro- y ha plantado una queja en la casa donde viven unos rusos muy mafiosos Una chica ha muerto desangrada en su hospital mientras daba a luz, y entre sus pertenencias ha dejado un diario en el que explica cómo fue violada y maltratada por el jefe de la banda, Semyon el respetable, y por su hijo Kirill, el heredero incapaz. Como los rusos -por muy mafiosos o comunistas que sean- tienen una larga tradición de hospitalidad que proviene de su pasado estepeño, Anna es recibida la primera vez con sonrisas de cordialidad y ganas de entendimiento. Le hacen una oferta difícil de rechazar... Deja de tocarnos los cojones, básicamente. Pero Anna no se cosca, o no quiere coscarse, o quizá nunca ha visto El Padrino I, y por eso, para la segunda advertencia, los rusos le envían a Nikolai, el chófer que hace de matón, o el matón que hace de chófer. 

    Nikolai es un profesional de la tortura, un tipo impertérrito, hierático, de los que habla casi en susurros para helarte la sangre. Viggo Mortensen, el leonés honorario, borda su papel de malote. Pero ni Nikolai es el tipo que dice ser, ni Anna, que ha sido poseída por el espíritu de Juana de Arco, va a dejarse acoquinar por unos tatuados que cada domingo van a Stamford Bridge a animar al Chelsea de Roman Abramovich. Y así, donde menos se esperaba, surge el amor, o al menos su tensión, su posibilidad, y las violencias de David Cronenberg quedan en parte rebajadas, tres partes de sangre y una de agua, y le sale una película por encima de su media, con cosas muy chulas, como siempre, y las incoherencias chapuceras de toda la vida.





Leer más...

The Cured

🌟🌟

Ya va siendo hora de que los escritores de ciencia ficción se reúnan en concilio para establecer una verdad canónica sobre los zombis. Que debatan durante meses, si hace falta, como hicieron los obispos en el Concilio de Nicea, que abrumados por todas las cosas contradictorias que se decían y se escribían sobre Jesucristo, decidieron preguntarle al Espíritu Santo cuáles eran las verdades reveladas y cuáles las invenciones de los herejes.

    Convendría, del mismo modo, porque la literatura se acumula y las películas se suceden, que alguien nos explicara si los zombis son muertos que reviven o enfermos que no llegan a morirse. Si les puedes matar de un disparo en el corazón o si si siguen moviéndose con independencia del riego sanguíneo. Si lo suyo es una cuestión vírica o una maldición gitana. 

    Y si es una cuestión vírica -y como tal sujeta a vacunación y sanamiento, como propone The Cured- si los exzombis son capaces de recordar la atrocidades gastronómicas que cometieron cuando estaban semi-muertos o semi-vivos, que no necesitaban entrar en el Mercadona del barrio para hacer la compra de la semana a no ser que sus presas se hubieran refugiado allí tras los cristales. Algo así como quien trata de recordar las gamberradas que cometió estando de melopea, a las tantas de la mañana, y duda de si llegó a sacarse la polla en el vagón del metro o si vomitó los cinco vodkas sobre el vestido de su mejor amiga.

    En estas cuatro décadas que nos separan de La noche de los muertos vivientes hemos visto zombis de todos los pelajes, de todos los metabolismos, y uno, la verdad, ya anda bastante perdido. Lo único que está claro, más allá de estas cuestiones fisiológicas, es que los zombis siempre son la alegoría de otro miedo que no se puede o no se quiere contar. El comunista que resucita, o el exmarido que retorna de la tumba. En esta película de hoy, los zombis son un trasunto de los guerrilleros del IRA: tipos que después de mancharse las mandíbulas de sangre, y de recibir el adecuado tratamiento, son reinsertados en la sociedad con el recelo lógico de sus vecinos. Porque tampoco queda muy claro, la verdad, si estos zombis curados aún pueden transmitir el virus de su rabia con un beso, o con una salpicadura de sangre. Quizá parezcan cuestiones banales, bizantinas, de las que entretienen a los adolescentes mientras pelan la pava. pero a mi me intrigan sobremanera mientras bostezo en la película aburridísima.





Leer más...

Death Proof

🌟🌟🌟🌟

Dice un amigo mio, cuando la violencia de género es portada en los periódicos, que si él fuera mujer jamás saldría de casa sin una pistola en el bolso. Por si las moscas, o los moscones. Por si los psicópatas como Stuntman Mike en Death Proof. Y que se ciscaría en la ley, y en los permisos de armas, y en todas esas banalidades que le impedirían salvar la vida o el honor en una situación peliaguda. 

    Yo, por defecto de fábrica, no le doy la razón, y argumento que quien tiene un arma también tiene una tentación de usarla en situaciones menos tensas o dramáticas. Y que eso, además, nos llevaría a una escalada armamentística, y que esto sería como el puto Lejano Oeste y tal y cual, y me pongo muy didáctico, y señorón, como de catedrático de la razón pura, o tertuliano de la radio civilizada.


    Sin embargo, cada vez que regreso a casa por la noche y me cruzo con una mujer en la calle desierta, me acuerdo de mi amigo y de sus razones, y siento que no le falta parte de razón. ¿Qué pensará de mí, de mis andares, de mi mirada, de mi velocidad de desplazamiento, esa mujer que camina hacia mí? Yo no tengo malas pintas, parezco un buen tipo, pero las pintas no importan gran cosa en estos asuntos del miedo. El mismo peligro tiene el punky de los pelos afilados que el seminarista del pelo aplastado. Todos tenemos una polla entre la piernas, y venimos de la misma rama del árbol ancestral. Sólo un barniz de pintura distingue nuestras carrocerías más o menos intercambiables. Esa mujer que se cruza conmigo a las dos de la madrugada no se detiene en esas consideraciones. Le invade un recelo atávico, genético, y en esos momentos seguro que echa de menos una buena pipa en el bolso, una de verdad, pesada, plomosa, de las que infunden respeto y dejan pocas dudas: largo de aquí, forastero, cruza de acera, echa a correr, desaparece de mi vista...

    En Death Proof, la pistola que Kim lleva en el bolso marca la diferencia entre la tragedia de la primera parte y la comedia casi chorra de la segunda. Las Mujeres II son, si se me permite el chiste, de armas tomar. He llamado a mi amigo al terminar la película. Bueno, le he enviado un Whatsapp, que ya no eran horas... Casi estaba por sacarle el tema y darle la razón, pero me ha podido el orgullo tonto. La estupidez tan varonil Al final le he preguntado qué tal le va por sus vacaciones. A las doce y media de la noche... Debe de pensar que estoy gilipollas. Menos mal que ambos somos de trasnochar.





Leer más...

Isla de perros

🌟🌟🌟

Hace unos meses -en esta ciudad del Noroeste que queda tan lejos del Japón como cantaban No me pises que llevo chanclas- también se desató una persecución contra los canes que nos sacan a pasear a diario. No hizo falta que ninguna epidemia vírica se propagara por sus cuerpos peludos. Ocurrió, simplemente, que algún concejal creyó ver una ventaja electoral si organizaba un progromo canino como en los tiempos de Diocleciano. Así que un buen día, en el periódico local, los habitantes de este remoto lugar nos desayunamos -nunca entendí esa expresión canibalista, “nos” desayunamos- con la noticia de que nuestros chuchos iban a sufrir restricciones de movilidad, confinamiento en espacios, vigilancias policiales que sólo se habían visto para disolver manifestaciones obreras o para proteger la línea sucesoria de los Borbones.

    La excusa que convertía a los perros en unos apestados, y a sus dueños en unos terroristas con correa, eran por supuesto, las mierdas que los dueños más desaprensivos, los de toda la vida, los refractarios a cualquier multa o a cualquier espíritu cívico, nunca recogen. Una minoría de cerdos más molesta que decisiva, más simbólica que sucia, en estos tiempos de corrección urbana que poco a poco, remontando los siglos de desventaja, nos va acercando a los suizos y a los letones. Una excusa como cualquier otra para presumir de que el ayuntamiento se “preocupa”, y “está por los vecinos”, y “hace cosas”, como decía don Mariano. Una auténtica gilipollez. 

    Las calles de este pueblo con ínfulas de ciudad no son, desde luego, una patena para posar las hostias consagradas, pero junto a las mierdas de perro conviven los lapos de los ancianos, los vómitos del botellón, los chicles de la chavalada, y que yo sepa, nadie ha pedido todavía que a los viejos se les restrinja el acceso a los parques, ni que a los adolescentes haya que llevarlos con correa por todos los puntos de la ciudad, verdes o asfaltados, concurridos o recónditos. Que dejen a los perros en paz, pobrecicos. 

    Sé que ha habibo protestas, insumisiones, plataformas pro-caninas... Justo como en Isla de perros, que es esta película de Wes Anderson tan rara como un perro verde. Como todas las suyas. Sé que ha habido euniones con el Alto Comisionado del Asunto Perruno. Al final, la verdad, no sé en qué quedo todo aquello: yo vivo en la pedanía lejana, en los sistemas exteriores de la galaxia, y aquí el campo es de todos, y los senderos de tierra, pasos comunales.




Leer más...

Furia española

🌟

En Furia española, Sebastián es un culé de toda la vida que asiste al milagro de Johan Cruyff en su primera temporada en el Barcelona. Corre la temporada 73/74 y hace catorce años que el Barça no gana un campeonato de Liga. El profeta venido de Holanda tiene el pelo largo, las piernas ligeras, el genio competitivo... Bajo su dirección, la orquesta del pueblo se convierte de pronto en la Filarmónica de Can Barça. Los peñistas que acuden al Camp Nou cada domingo no se pueden creer lo que están viendo, y andan como locos por el graderío, y por la vida. Una ola de optimismo invade los tres cuartos de ciudad que no pertenecen al R. C. D. Español. 

    Y Franco, además, quizá por el disgusto de ver a un Barça triunfante, inmune a los tejemanejes arbitrales, está en las últimas allá en Madrid. Gracias al desconcierto que reina en palacio, en la calle pueden verse minifaldas, y revistas Playboy, y señeras exhibidas en las alegrías, y es como si la Transición que está al caer la trajera el mismísimo Johan Cruyff con sus goles, y no el Borbón con sus discursos ininteligibles.

    Sebastián, que las ha visto de todos los colores en su asiento de socio, se siente tan reconciliado con la vida, que aun siendo bajito, bigotudo, de muy poco merecer, desprende un aura de optimismo que es capaz de seducir a Juliana, la guapa hija de su amigo, ninfómana para más señas: una chica de ensueño que lleva las bragas y el sujetador con los colores blaugrana para que el acto del amor sea también un acto de comunión en la militancia. Sebastíán, que antes iba a los burdeles del barrio chino a olvidar los fracasos futboleros, ahora es un hombre jovial que ha encontrado el amor estable y el título de Liga. 

    Pero Sebastián, quizá llevado por alguna exultancia postcoital, comete un error fatal que puede arruinar su vida recién conquistada: programar el día de su boda para el mes de mayo. Un error inverosímil, dramático, de pardillo que se inicia en esto del fútbol. Un aficionado de verdad, uno que no estuviera consumido por la ninfomanía de su mujer, jamás se pondría en el brete de elegir entre su propia boda y la celebración de un título de Liga en el estadio, rodeado de los colegas, de las banderas, del gozo gregario que sólo se produce un puñado de veces en la vida...



Leer más...

Los increíbles

🌟🌟🌟🌟🌟

En mis tiempos de opositor, en el temario de Educación Especial, había veinticuatro temas dedicados a la discapacidad y sólo uno, el último, dedicado al problema de los alumnos con sobredotación intelectual. Un tema marginal dentro de los márgenes escolares.

    Se suponía que nosotros, vocacionales del reglón torcido, misioneros de la enseñanza paciente, estudiábamos para ayudar al que sufría una desventaja, no para socorrer al que nacía con un intelecto que la genética le regalaba. Un superdotado, o una superdotada, solo fracasaba en la escuela porque le daba la gana, o porque había nacido en una familia disfuncional que le cortaba las alas. 

    El tema número 25 de la oposición era tan estrambótico, estaba tan fuera de lugar, que muchos opositores pasaron de él confiando en la diosa fortuna del bombo. Yo, sin embargo, que tuve algún compañero de clase perteneciente a ese colectivo, me dejé llevar por la curiosidad, y descubrí que el mundo de los superdotados puede ser igual de problemático que el de los infradotados, al otro extremo de la campana de Gauss. Al fin y al cabo, la etapa escolar es una lucha continua por la normalidad, y el esfuerzo por establecerse en la media es igual de titánico si vienes por detrás o si te has pasado de largo. Tan duro es pedalear para alcanzar al pelotón como sobrepasarlo y tener que desandar lo pedaleado. 

    Antes de que se desate la verdadera competición por los puestos de trabajo, todo el mundo quiere pasar desapercibido. No destacar ni por encima ni por debajo, para que no lo tomen a uno por  raro, o por excéntrico, y convertirse así en el centro de los comentarios y las bromas. Los alumnos excelentes no pueden ocultar sus sobresalientes, pero hacen todo lo posible por borrar sus huellas. No alardean. Fingen que sus méritos son producto del azar, o del capricho divino. Algunos, en un esfuerzo hercúleo por no destacar, por ser como los demás, se atocinan voluntariamente, se dejan llevar, se ponen al ralentí, y negándose a sí mismos fracasan estrepitosamente como alumnos y como personas.


    Me venían a la cabeza estas cosas mientras veía Los increíbles, que es una obra maestra de la animación que va de superhéroes que quieren ser personas normales y no lo consiguen.







Leer más...

Whisky

🌟🌟🌟🌟

Si no fuera por sus futbolistas, y por los escritos de Benedetti y Galeano-y últimamente, también, por la figura del presidente Mújica, que es un hombre más salado que las pesetas- Uruguay sería otro país ignoto del que sólo nos llegan noticias cuando hay elecciones generales o cuando se raja la tierra en algún terremoto. Tan grave es el desconocimiento que tenemos sobre los charrúas, que ni siquiera decimos guay del Uruguay, sino guay del Paraguay, que es otro país de fantasía que únicamente conocemos gracias a los mundiales de fútbol. Y al chiste de Tip y Coll, áquel del soy paraguayo y vengo a pedirle la mano de su hija para hacerla feliz...
- ¿Para qué..?
- Paraguayo.

    Que yo recuerde, en mi larga y cansina cinefilia -que es otro modo de conocer mundo y de acercarse a las gentes- mi holograma sólo había estado tres veces en Uruguay: en Estado de sitio, la película de Costa-Gavras sobre la dictadura militar; en El lado oscuro del corazón, cuando el argentino Oliverio se plantaba en Montevideo para enamorarse de Ana, la bella prostituta; y en Whisky, que es la película que hoy he revisitado porque he visto su DVD en la reordenación de mi videoteca y me ha picado la curiosidad, y la mala hostia de quien conserva una película y apenas recuerda nada del argumento. 

     Hace diez años, en mi última visita al Uruguay, uno todavía recordaba por qué hacía las cosas y por qué grababa con mimo las películas del Canal +. Pero ahora, que ya casi tengo la edad de estos desgraciados de Whisky, de estos solitarios de la vida cumplida y los sueños enterrados, la memoria se me ha vuelto selectiva, adaptativa, concentrada en el núcleo esencial de muy pocas cosas. Todo lo demás se difumina por los márgenes, como cayendo en cascada hacia el abismo de un desagüe.

    En Whisky he aprendido que en Uruguay, cuando tienes que posar para una fotografía, no se dice patata, sino whisky. Que existe una ciudad turística llamada Piriápolis donde los montevideanos se dan un respiro en su lucha por la vida. Que algunos no sueltan el cacito del mate ni aunque los revientes a patadas. Que sobrepasados los cincuenta años, allí, en el hemisferio sur, como sucede aquí, en el hemisferio norte, la cosa del amor y de los sentimientos ya está muy jodida, casi sentenciada. Que hay muchas heridas, y muchos miedos, y muy pocas energías para pelear. Que ha llegado el tiempo de las sopitas y del buen vino. De contentarse con el mal menor de la soledad antes que emprender la aventura, muy poco halagüeña, del penúltimo amor.




Leer más...

Life's too short

🌟🌟🌟🌟🌟

La vida es, en efecto, demasiado corta, sí hablamos de años y de expectativas que cumplir. Pero podría serlo aún más, escasa en centímetros, si hubiéramos nacido con la enfermedad de Warwick Davis, el enano más famoso del mundo actoral hasta que Peter Dinklage encarnara al hijo decente de Tywin Lannister en Juego de Tronos.


    Si hacemos caso de lo que cuentan por internet, Warwick Davis es un tipo felizmente casado, padre de familia, un profesional de éxito que sigue trabajando en las grandes producciones de la ciencia ficción y de la fantasía. No ha parado de maquillarse y de ponerse disfraces desde que en El retorno del Jedi le embutieron en aquel felpudo con patas llamado Wicket. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, y quizá por eso, en Life's too short, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, el pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de su fuerza, interpretando a un alter ego en decadencia, mezquino, sin grandes expectativas en el trabajo ni en el amor. 



    El Warwick Davis virtual regenta una agencia de colocación para actores enanos que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Este show business de Tercera División no es muy distinto al que rige las grandes ligas del espectáculo, y como sucede con todas las ocurrencias de Gervais y Merchant, Life's too short resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, y los personajes reales, que se prestan al mismo juego de Warwick Davis, se ríen de sí mismos mostrando la caricatura de sus bajos instintos. 

    En la serie no queda títere con cabeza: todo el mundo va a lo suyo, a rascar el contrato, la inversión, la distinción en un cartel promocional, y la amistad suele ser una molestia para alcanzar tales objetivos. Y cuando por fin, en algún oasis de esta misantropía, aparece alguien que no se deja guiar por el egoísmo, resulta ser un gilipollas de remate, o un incompetente de campeonato, y el humor negro toma otros derroteros, y la gran broma de Warwick Davis y su mundo inventado -o no, o a medias- sigue su curso...





Leer más...

De latir, mi corazón se ha parado

🌟🌟🌟🌟

Los mafiosos de las películas -que imagino inspirados en los mafiosos de verdad- suelen ser tipos sin  ningún talento artístico. Para partirle las piernas al personal no necesitan saber escribir novelas o componer quintetos para piano. Basta con no tener escrúpulos, y con obedecer las órdenes del superior. 

    Lo más parecido a una obra de arte que puede salir de ahí es el gotelé de sesos en la pared, que a veces deja unas composiciones muy abstractas e impactantes, como de pintor alucinado llevado por sus demonios. El último gángster que yo recordaba con un talento que no fuera manejar la Thompson o la navaja de afeitar es Cheech, el matón de Balas sobre Broadway, que recompuso el texto teatral de John Cusack para convertirlo en una obra aclamada por la crítica. Cheech, que ya no soportaba asistir a los ensayos ejerciendo de mero guardaespaldas, reescribió las escenas más conflictivas y ajustó el casting problemático para dejarlo niquelado. Cheech es a los gángsters como los ilustrados a los futbolistas: materia de asombro y de comedia, y con ese mimbre genial hizo Woody Allen una de sus obras maestras.

    Tuvieron que pasar once años cinematográficos para encontrar, en otra época, y en otro país, a un nuevo matón con talento para las artes. Él es Thomas, vive en París, y se dedica a dar palizas a los inmigrantes que ocupan pisos abandonados o medio construidos para que no pierdan valor en el mercado. El trabajo es sencillo y bien remunerado: los okupas, asustados, nunca se oponen al desalojo, y las mafias pagan muchos euros por cada hueso que se rompe. Thomas vive a todo tren, con putas de lujo, fiestas privadas, amigos poderosos... 

    Pero Thomas no está satisfecho. En su interior, como un alien que quisiera joderle la alegría, vive un pianista que pugna por salir al exterior. Por tomar el mando de sus dedos y convertirlos en ejecutores de belleza, y no en ejecutores de los cuerpos. Son los genes de la madre, ya fallecida, los que han creado un Thomas alternativo que prefiere ganarse la vida en los escenarios y no en los callejones. Thomas es Mr. Hyde en el trabajo, Dr. Jekyll en sus clases de piano y Picha Brava en sus escasos ratos de ocio. Tres tipos en uno, como el aceite lubricante. El pianista, el matón, su padre y su amante. Parece un título de Peter Greenaway, pero es una película de Jacques Audiard, dura y sombría, como todas las suyas.





Leer más...

No sos vos, soy yo

🌟🌟🌟

Existen tantos duelos de amor como amantes devueltos a la soledad. Aunque los consultorios de las revistas se atreven a dar plazos “científicos” sobre cuánto dura la pena y la reconstrucción, no hay una respuesta universal que sirva para emprender esa travesía del desierto. No hay Guía del Trotamundos que marque los senderos y los restaurantes. En el desamor, como antes en el amor, cada uno es cada cual y baja las escaleras como puede. Hay gente que se queda colgada del amor roto y ya no vuelve a levantar cabeza jamás, como aquellas damas de las novelas decimonónicas que se dejaban puesto el traje de novia tras ser abandonadas en el altar y morían con el puesto, ahorrándose la mortaja. Y gente, también, en el otro extremo de la campana de Gauss, que se recompone poco tiempo después con una fuerza de voluntad hercúlea, que se mira al espejo en la primera mañana luminosa tras la borrasca y se dicen: “Chaval, o chavala, tú lo vales, y que le den mucho por el culo...”

    De todo hay, en la viña del Señor, cuando se trata de sobrevivir a un amor que se truncó. Un amor como éste, por ejemplo, el de No sos vos, soy yo, que parecía idílico, promisorio, el de la pareja de bonaerenses que van a empezar una nueva vida en Estados Unidos, lejos del corralito y de la corrupción, hasta que ella, María, que había ido a Miami a buscar piso mientras Javier se quedaba ultimando los flecos laborales, queda deslumbrada por las palmeras de Miami, por el ritmo sandunguero del jazz latino que sale de los chiringuitos, y decide que ella, con su juventud, con su belleza, con esos ojazos tan parecidos a los de Soledad Villamil, ya no necesita al Woody Allen de la pampa, tan simpático como verborreico, para empezar una nueva vida y aspirar a la felicidad de las playas y los dólares. 

    "No sos vos, soy yo", le dice ella en su llamada de despedida. Y Javier, que se queda con las maletas en tierra, en la autopista que ya lo llevaba al aeropuerto, empieza la road movie interior de sus miserias. El dolor insufrible como punto de partida, y la llegada de una nueva mujer como punto de llegada...


Leer más...

Diarios de motocicleta

🌟🌟🌟🌟

Durante muchos años tuve un póster del Che Guevara colgado en la habitación. O mejor dicho, en las habitaciones, porque lo llevé conmigo a todos los destinos de mi magisterio andante, carcomido ya por las esquinas de  las chinchetas que le quitaba y le ponía. 

Era el póster de toda la vida: una reproducción de la famosa fotografía de Korda que tal vez compré en un centro comercial que el propio Che no hubiera pisado jamás. O quizá sí, vestido con su guerrera y con su boina de combate, para informarse de qué nuevos productos se vendían en las tiendas del imperialismo. Como en una expedición de bajo riesgo tras las líneas enemigas.

    El póster sagrado lo perdí hace algún tiempo, en la quincuagésima mudanza que hice por amor o por trabajo, traspapelado con otros iconos que ya consideraba inadecuados para un señor mayor con canas en la barba y nieves en los huevos. Yo no quería tirarlo: sólo guardarlo en el ático, o en el garaje, como una salvaguarda de mi fe. Pero tal vez me traicionó el subconsciente. Y no es que haya cambiado de ideas, ni apostatado del ideal guerrillero que nunca emprendí por pura cobardía: ahora, simplemente, me da como vergüenza, como prurito, exhibir la foto de alguien para que me aleccione desde las paredes del salón, como quien tiene un crucifijo o una imagen del maestro Yoda. Son cosas de la edad, supongo, de hacerse uno viejo y receloso.

  Del Che Guevara me quedan un par de biografías en la biblioteca y un librito reducido que contiene sus pensamientos revolucionarios. Y en la videoteca, junto a las películas de Soderbergh que desgranan su fitua,, esta otra de Diarios de motocicleta que viene a contar la caída del caballo -o más bien de motocicleta- que sufrió el estudiante de medicina Ernesto Guevara no camino de Damasco, sino de Venezuela, en la aventura emprendida con su amigo Alberto Granado por las pobrezas de Sudamérica. En ese primer viaje de juventud, el estudiante Guevara comprendió que ninguna revolución sería posible sin tirarse al monte y vestirse de guerrillero -aunque fuera de guerrillero médico, tirando de camilla. Porque la poesía no basta, las palabras convencen a pocos, y el enemigo a enfrentar es demasiado poderoso como para andar con componendas.





Leer más...

The Damned United

🌟🌟🌟🌟

Brian Clough, el puto Brian Clough, fue, para entendernos, el José Mourinho de su época. Un entrenador de lengua larga, éxitos notables y orgullo desmedido. Un tipo en apariencia insufrible, de autoalabanza continua, pero en el fondo un pedazo de pan. Porque el orgullo, como todos sabemos, sólo es el disfraz de la duda. Los soberbios de verdad, los que jamás titubean, ni en público ni en privado, sólo van haciendo el ridículo por la vida. Tarde o temprano se estrellan contra uan misión imposible, y terminan refugiados en una mediocridad muy plasta de la que presumen por los bares. Son los imbéciles clásicos que todos conocemos y rehuimos. El mundo del fútbol, desde la Premier League en Inglaterra hasta el torneo Pre-Benjamín en Ponferrada, está lleno de personajes así: gente que habla de su oficio como si hubiera emprendido una misión divina, envueltos en un aura de infalibilidad papal Por cada éxito que les concede el azar, cosechan diez cagadas lamentables que nunca figuran en los anales. Son los entrenadores como Brian Clough -los que de puertas afuera se venden como nadie, pero de puertas adentro se exigen como ninguno- los que terminan por lograr hazañas que luego refleja la Wikipedia. Personajes ambivalentes, duales, tan insoportables como adorables, tan vehementes como paralizados. Tipos capaces de lo mejor, y de lo peor, pero que en lo mejor saben relativizarse, y en lo peor hacen propósito de enmienda.


   Así era Brian Clogh, the fucking Brian Clough, carne de tragedia y de conflicto. De vehemencias y alcoholismos. Humilde y sobrado a partes iguales. Carne de novela, y de película. La mejor novela que he leído en los últimos tiempos, en realidad, Maldito United. El relato de los 44 días en los que Brian Clough se estrelló contra el muro de su soberbia y se partió la crisma. Los 44 días que entrenó al equipo que nunca debió entrenar, el Leeds United, llevado por el rencor, por el mal cálculo, por los aires de grandeza. Un don Quijote temporalmente alucinado, embarcado en una aventura condenada al fracaso. Un don Quijote, además, que cabalgaba sin su Sancho Panza particular, Peter Taylor, el ayudante, el ojeador, el interlocutor de las dudas. El amigo. El vidente que supo ver que el Leeds United no era un equipo para ellos, y que decidió refugiarse en las divisiones inferiores hasta que su amigo recobrara la cordura. The Damned United, en realidad, no es una película sobre Brian Clough, ni sobre el mundo del fútbol, sino una historia sobre la amistad interrumpida. La que se rompe soltando maldades y se recobra hincando las rodillas, y pidiendo perdón.



Leer más...

Una historia de violencia

🌟🌟🌟

Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...

    Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales.  Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.

    En las películas, sin embargo, los amantes suelen ser personas poco normales, gente “peliculable”, de biografías excitantes u oscuras, extravagantes o complejísimas. Y por eso, en ese momento terrible de la noche de bodas, uno puede llegar a pensar que quien duerme pecho con espalda es un prófugo de la justicia, un testigo protegido, un agente de la CIA, un extraterrestre con forma humana como aquellos que pululaban por Men in Black... Su nombre verdadero podría no ser el que figura en el carnet de identidad. El carnet de identidad, mismamente, podría estar falsificado... Nuestro amor podría tener, incluso, un pasado de matón en Filadelfía, a sueldo de la mafia local, con varios fiambres en la conciencia y en la no-conciencia. Quién sabe si una vocación de asesino bien disimulada bajo esos aires de honrado ciudadano...



Leer más...

Esperando al rey

🌟🌟🌟🌟

La tecnología de la galaxia muy lejana ha llegado por fin a la Tierra. Aquel holograma de la princesa Leia pidiendo ayuda a Obi-Wan ya no es ciencia-ficción en Esperando al rey, que es otra película que transcurre en un desierto de arena donde los protagonistas ya no saben si lo que ven es real o producto de una insolación. 

    Alan Clay, el vendedor de hologramas perdido en esta versión terrícola de los desiertos de Tatooine, ha despertado en mí una simpatía inmediata. Una identificación contra todo pronóstico, porque él es un alto ejecutivo que negocia contratos millonarios mientras uno recibe sueldos menguados enseñando a hacer oes con los canutos. Pero Alan, como en un espejo que de pronto ha sustituido la pantalla del televisor, resulta que también está madurito, fondón, decaído... También tiene pesadillas que le alteran el sueño y le hacen ir todo el día como alucinado, como gilipollas perdido. También le persiguen los recuerdos de las malas decisiones, de los caminos torcidos, de las vergüenzas sin solución. Si el destino laboral le ha llevado a un país extraño que no acaba de entender, con costumbres medievales y gentes inescrutables, a mí, hace veinte años, el periplo pedagógico me trajo a esta comarca que sigue pareciéndome ajena y provisional, con su clima tropical, sus asuntos agropecuarios, su gozoso aislamiento de las televisiones de pago y de las películas subtituladas.

    Alan, que anda tan lost in traslation en Arabia como el pobre Bill Murray en Tokio, presiente que está en una encrucijada vital y definitiva: a un lado la decadencia, el sinsabor, la enfermedad... El apagamiento. Al otro lado, una segunda oportunidad para tomar oxígeno y revivir. Quizá un empujón laboral que lo redima de los viejos fracasos; quizá el amor con una mujer inesperada y reluciente. El romance ideal es una semilla tan inaprensible como caprichosa, y germina donde uno menos se lo espera. Incluso entre las dunas del desierto. 





Leer más...

Custodia compartida

🌟🌟🌟

Del mismo modo que Gabriel García Márquez desvelaba la muerte del protagonista en la primera línea de Crónica de una muerte anunciada, aquí, en Custodia compartida, se nos anuncia desde la primera escena que esto no va a ser la batalla legal de Kramer contra Kramer, sino la de Besson contra Besson, y que hay una víctima señalada desde el principio, y un agresor al que sólo le falta encontrar la oportunidad. 

    Incluso allí, en la sala del tribunal, protegida por la jueza y por las abogadas, la ex señora Besson lleva el miedo tatuado en la frente y no se atreve ni a mirar a su marido: sólo de soslayo, con la cabeza baja, cuando las letradas que la defienden o la cuestionan se pierden en alguna germanía. A esta pobre mujer le han debido de caer muchas hostias antes de consumarse el divorcio. Y lo peor es que van a seguirle cayendo unas cuantas más, si la justicia termina por darle la razón. Y algo más que hostias, por el tono sombrío de la película...


    El señor Besson, en un casting quizá algo maniqueo en lo fisonómico, es un tipo fortachón, sanguíneo, de mirada poco clara. Se nota que ejerce un control consciente sobre sus emociones más inconfesables. Cuando no le gusta lo que oye, lo que insinúan sobre él, le gustaría saltar por encima de la mesa y liarse a hostias con las leguleyas y de paso, para no perder la puntería, arrearle alguna a su ex mujer en el revoltijo. Pero ahora, al principio de la película, afeitado, bien trajeado, quizá bajo los efectos de algún calmante o de algún consejo administrativo, Antoine Besson se contiene, y hasta se muestra razonable en algún argumento. Jura que ha cambiado, que es un hombre distinto, que a sus hijos no les va caer ninguna torta cuando pasen los fines de semana junto a él. Pero los espectadores más desconfiados, menos comprensivos con el género humano, sabemos que nadie cambia por mucho que lo intente, y mucho menos cuando pasas la frontera de los cuarenta, que es como un camino de no retorno, para lo bueno y para lo malo, como si los dioses del destino cerraran la puerta a tus espaldas y sólo quedara avanzar con lo que uno lleva puesto. 

    Y Antoine Besson, en el caso que nos ocupa, es un maltratador de libro, de aterrorizar a sus cercanos, de salir algún día en los telediarios...



Leer más...