El topo


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No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



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Reservoir Dogs

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Cuando ves una película de un director desconocido siempre piensas: “¿Será esto el principio de una gran amistad?” Generalmente ya vienes con referencias, predispuesto a que te guste, porque si no, no te tomas la molestia. Nunca ves una película en plan masoquista salvo que te la recomiende una bella señorita, para tenerla contenta, o te la meta por los ojos un amigo muy plasta -y yo soy uno de esos amigos muy plastas- para quitártelo de encima y luego, al menos, darte el gustazo de reafirmarte en que la película era una mierda, y decirle que menos mal, tío, que hay otras cosas que sustentan nuestra amistad. Porque si no, habría que hacer como decía Carlos Pumares cuando llamaban a su programa de la radio y le preguntaban: “Tengo un amigo que dice que Rocky IV es muy buena. ¿Tú qué opinas?”. Y Pumares le respondía: “Que cambies de amigo”.



    La primera película de Quentin Tarantino que yo vi fue Reservoir Dogs,  en un pase de Canal +, cuando Canal + era un cacharrico que podías llevarlo de una casa a la otra con su llave blanca y su euroconector, y te crecían los amigos como hongos -que no las chicas guapas, ay- porque allí, en la cajita mágica, había películas, y fútbol los domingos, y porno sin distorsionar los viernes por la noche. Recuerdo que Reservoir Dogs venía envuelta en una agria polémica sobre el uso y abuso que hacía de la violencia. “Quentin Tarantino es un tipo vacío sin nada que contar”, decían unos; “Un genio del diálogo y de la narración posmoderna”, sostenían otros. A veces uno también se acerca a las películas por curiosidad, sólo para poder opinar.

    Reservoir Dogs empieza con un grupo de maleantes reunidos en la mesa de una cafetería. Se ve que están allí para tramar algo turbio, pero el primer diálogo versa sobre Like a virgin, la canción de Madonna. El señor Rubio afirma que trata de una mujer muy sensible, golpeada por la vida, que por fin ha encontrado a un hombre maravilloso en quien poder confiar. Y se siente eso, feliz, como una virgen. El señor Marrón, sin embargo, cree que la canción trata de una experta comehombres que ha encontrado la polla más grande de su vida, y que al sentirla dentro de su ser, abriéndose camino, recuerda dolorosamente cómo fue su primer polvo. Cuando era virgen.

    Luego los maleantes discuten sobre la carrera musical de Madonna, sobre la necesidad de dejar un 10% de propina a la camarera, y al final de la escena salen a la calle a recoger sus coches, en pandilla, al ritmo de Little Green Bag. No tuve que esperar al final de la película para comprender que aquello mío con Quentin Tarantino no era el principio de una gran amistad, sino el principio de un gran amor. Y así fue. Ya casi va para para treinta años, nuestro feliz matrimonio, que sólo ha conocido un par de desencuentros. Peccata minuta.




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Los otros


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De pronto, viendo Los otros, un escalofrío me ha recorrido la columna vertebral. No por la película en sí, que es de final conocido, ni por la belleza de Nicole Kidman, que también produce escalofríos, pero de otro tipo, y en otro lugar de la anatomía, sino porque me ha dado por pensar que a lo peor yo también estoy muerto, como ella y sus retoños, y que de lo corto que soy aún no me he enterado, y en realidad estoy rascándome una barriga que ya no es acúmulo de grasa, sino ectoplasma desnatado.

    En seis semanas de encierro y teletrabajo no he ido más allá del supermercado, y lo cierto es que, como sucede en la película, tras el supermercado se extiende una niebla muy densa que no te deja continuar y te confunde los sentidos. Y te impide ver el país de los vivos, o el país de los muertos, a saber, que quizá es inaccesible y en él es obligatorio vivir en la república independiente de la casa encantada, o del piso de cochambre, que en el Más Allá seguro que siguen existiendo las clases sociales.


    No sé… Seguro que son tonterías mías. No hay intrusos vivos en mi casa que hagan ruidos extraños, amueblando las habitaciones que yo dejé libres a mi casero. Y Eddie, mi perrete, que es inmune al coronavirus, sigue ahí, dormitando en el sofá, sin extrañar mi nueva naturaleza de fantasma. No ha venido, tampoco, ningún ex inquilino a reclamar su lado de la cama, ni tampoco el mando a distancia de la tele, aunque es posible que sea un muerto tan antiguo que no sepa lo que es un mando a distancia, ni una tele.

    Eso sí: la panadera, el otro día, al bajarse de la furgoneta, me miró como sorprendida de verme otra vez en la carretera, pidiéndole una barra de pan rústico y una bolsa mediana de magdalenas. Fue sólo un segundo de… brillo en sus ojos: “¿Pero tú no estabas muerto?” Quién sabe: quizá ya está acostumbrada a que los fantasmas sigan bajando a comprar pan, inconscientes de su incongruencia, y ya ni se molesta en advertirnos. Y hasta puede que, para no perder el negocio de los muertos, nos esté vendiendo barras imaginarias que alimentan el espíritu.



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La ola

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Herr Wenger, en “La ola”, advierte a sus alumnos que Alemania se cree vacunada contra el fascismo, pero una crisis económica, un cataclismo medio ambiental, podría devolverlos a 1933 para que los matones ocupen de nuevo el poder y campen a sus anchas.

    Los alumnos responden al desafío lanzado por su profesor: haría falta un desempleo galopante, aventuran, y una gran injusticia social, para que la gente decidiera suicidarse en una autocracia como lemmings tirándose por el barranco. Y mucho desapego político, claro, y una conciencia nacional exacerbada, cosa que en Alemania siempre da un poco de yuyu. Herr Wenger asiente, enigmático… Estamos en el año 2007 y la cuestión parece un asunto retórico, un simple ejercicio para aprobar la asignatura de sociales.



    Ahora, 13 años después, el fascismo imposible ya se ha vuelto sólo improbable. De la nulidad matemática hemos pasado al número decimal. Y quién sabe si al entero… En Alemania, y aquí, y en cualquier lugar donde hace nada era impensable. Cuando nos dejen salir de casa, habrá un desempleo galopante, que era la condición primera que expusieron los chavales. La injusticia social, en tal panorama, sólo será su consecuencia lógica. ¿Desapego político? Las redes arden contra la clase política. El mensaje de “todos son iguales”, sin distinción, inútiles o corruptos, ineficaces o asesinos, ha calado. Y uno se pregunta, desde su mermada inteligencia, si la gente que así opina desea instaurar la I Anarquía Nacional o prefiere que salgan los militares a imponer orden. Es todo muy contradictorio…

    Y las banderas, claro… Yo mismo me reía, al principio de la pandemia, de los “anticuerpos españoles” que presumía tener el político ese de la metralleta. Pero la chorrada también ha calado. Hizo fortuna, y ahora España se ha llenado de banderas que apelan al orgullo nacional para “combatir el virus”, como si el virus supiera lo que es una frontera, o supiera distinguir a un cacereño de un argelino. Es todo muy ridículo.

    Estamos más cerca de lo que pensamos, del cataclismo que conjeturaba herr Wenger en la película. Seguramente el meteorito pasará a muchos kilómetros de distancia, pero ya está ahí, surcando el espacio. Ha abandonado la nube de Oort, y se dirige hacia el Sol.




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Yo, Tonya

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Tonya Harding nació pobre. Su madre la pegaba. Tuvo un padre biológico y unos cuantos honorarios. Estaba destinada a ganarse la vida en profesiones humillantes o de cobrar el mínimo vital. Cuando su madre descubrió que tenía dotes para el patinaje, le obligó a dejar la escuela en una decisión que aquí sería motivo de denuncia, de intervención de los servicios sociales. Al final les salió bien, o medio mal, la jugada, pero el riesgo de convertirse en carne de cañón se multiplicó por mucho en su bolsa de valores.



    Tonya Harding nació entre la masa amorfa de los pobres sin remedio, de los olvidados que algún día serán recompensados en el Reino de los Cielos. Pero Tonya Harding también nació con una combinación mágica de genes. Una carambola cromosómica entre un millón, o entre diez millones, que dotó a sus piernas de la fuerza, a sus músculos de la flexibilidad, a su oído interno del equilibrio. Y a la neuronas que rigen la voluntad y la mala hostia, de un reforzamiento en las sinapsis que convirtió a Tonya en un bicho competitivo con el que era mejor no cruzarte si querías disputarle una medalla o un campeonato de patinaje.


    La permeabilidad entre las clases sociales a veces se produce así: cuando todo está escrito, y el medio ambiente presiona hasta aplastarte contra el suelo, descubres que tu ADN, en algunas secuencias del genoma, ha producido una cadena de bases nitrogenadas que ya no es biológica, sino mineral, oro puro que reluce entre la bioquímica celular. Un prodigio de la alquimia que dejaría patidifusos a los brujos medievales. El gen, de vez en cuando, viene al rescate del desheredado. Le dota de inteligencia, o de habilidad, o de una belleza que deja enamorados a los espectadores. Los saca del arroyo o de la chabola y les catapulta a otro estrato de la vida, como también le sucedió a Maradona, o a Ava Gardner. Ellos, como Tonya, tampoco supieron dilatar el tiempo de su fortuna. O quizá sí, según como se mire. Que les quiten lo regateado, o lo bailado, o lo patinado.



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Especiales

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No todos los días ve uno películas sobre su propio trabajo. Los gángsters, los abogados y los caballeros Jedi están más acostumbrados a verse reflejados en la pantalla, y supongo que a veces montan tertulias para comentar el último estreno entre risas o indignaciones. Pero en mi caso, que educo a muchachos autistas con problemas de conducta -adolescentes que no entienden el mundo, que no manejan la frustración, que cuentan con pocos recursos para comunicarse y a veces explotan en agresiones o autoagresiones- es la primera vez que voy al trabajo sin levantarme del sofá. Una sensación extraña, novedosa, como de verme seguido por la cámara de un documental, y no participando como espectador distante de una ficción.

    Quizá se haya tocado el tema en alguna cinematografía como la de Hungría o la del Alto Volta, pero en el mainstream, que yo sepa -y yo soy muy mainstream a pesar del postureo- sólo se han visto autistas de alta inteligencia como Raymond Babbitt, nuestro querido Rain Man, que existir existen, desde luego, y te dejan con la boca abierta y el corazón desconsolado. Pero estos genios encerrados en sí mismos son más la excepción que la regla, más el asombro que la realidad, dentro de esta desolación que convierte a quien la padece en un Robinson Crusoe  naufragado en la Quinta Avenida de Nueva York.



    Me daba miedo, ver Especiales, porque Nakache y Toledano son los mismos cineastas que firmaron Intocable, aquella historia del paralítico y su asistente senegalés que me dejó más frío que emocionado. El único insensible, al parecer, en varios pársecs a la redonda. Pero Especiales me la recomendaban de continuo, las compañeras del trabajo, y hasta los críticos de cine que iluminan mi sendero se confabulaban en el entusiasmo. Y aunque yo escurría el bulto con la excusa de que no encontraba la película, porque aún estaba muy cara, en el pago, o grabada de cochambre, en el pirateo, ayer me la topé sin buscarla, subtitulada y todo, y ya no tuve excusa cinéfila o profesional para escaquearme del asunto.

    Y la verdad es que no me arrepiento. He pasado dos horas buscando la ñoñería en Especiales, la concesión al melodrama para luego venir aquí y escribir: “¡Lo sabía! Nakache y Toledano son dos blandos que se han metido en un jardín y yo, desde mi experiencia, puedo asegurar que…”. Pero no. No hay fisura. Estos tipos saben de lo que hablan. O les toca de cerca, o se han documentado de puta madre. Especiales no es, desde luego, un subproducto de Antena 3 en la sobremesa. No edulcora la realidad, ni vende remedios milagrosos. Es dura cuando tiene que serlo y esperanzada cuando asoma un rayo de luz. Uno mínimo, entre los nubarrones, que anima a seguir en el trabajo. Mi trabajo.



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The Gentlemen


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No he fumado un porro en mi vida. Pero ya tengo ganas, la verdad. He estado a punto dos veces, en las tonterías del amor, para hacerlo más tonto todavía, o más excitante, pero a ver quién tiene huevos ahora, de salir a la calle, al trapicheo, con el billete enrollado entre los dedos, y la china oculta en la palma de la mano. ¿Cuánto sería eso, en múltiplos de 600 euros, que es ahora como se miden las inconsecuencias ciudadanas, o los caprichos de quienes multan? Así que nada, lo dejaré para un tercer antojo del romanticismo, cuando el porro de la realidad se haya disuelto en la atmósfera, y el mundo vuelva a ser lo que era, con toda su crudeza de cabeza despejada. Lo de ahora es trágico, o tragicómico, y por sí mismo, ya sólo con respirar el aire, parece igualico que el mal viaje de una calada, que yo nunca he fumado, ya digo, pero sé de lo que hablo, porque tengo amigos que a veces me dejan inhalar el humo que les sobra.



    The Gentlemen es la historia de un traficante de marihuana, Michael Pearson, que quiere vender su lucrativo imperio porque ya no está en edad de pegar tiros, ni de evitarlos, y sueña con un retiro lejos de las islas Británicas, donde siempre luzca el sol y su mujer ande todo el día en bikini, o desnuda. Mickey recibe varias ofertas, pero ninguna le satisface, y los compradores, impacientes, deciden optar por el plan B y arrebatarle el negocio a tiro limpio, como en la época clásica de los gángsters, donde nadie llegaba a la categoría de gentlemen por una simple cuestión de selección natural entre asesinos.

   Todo esto, claro, sucede antes del coronavirus, en la Inglaterra del año 1 a. de C., donde los matones van sin mascarilla y no respetan la distancia social para repartirse unas buenas hostias. Supongo que ahora el negocio de Mickey valdrá diez veces más, o cien, porque la demanda de porros se ha multiplicado, las furgonetas siguen circulando, y hay gente que los necesita más que yo, que sólo bromeo, y está dispuesta a correr riesgos para relajar la tensión, echarse unas risas tontas, y olvidar por un rato que todo esto es una gran puta mierda que se cuela por las ventanas, cuando ventilas.



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Better Call Saul. Temporada 5.


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Tengo un amigo del alma que tiene sus manías, como todo el mundo, cuando opina sobre series de televisión. Aparte de mi hijo, él es la única persona con la que puedo compartir impresiones sobre Better Call Saul, y el otro día, para contener mi verborrea entusiasta -que tiende a desbordarse y a no dejar hablar al interlocutor-, me recordó que a él le gusta mucho la serie, sí, pero sólo cuando no aparece su protagonista, el propio Saul, que es como si me dices que te gusta Kojac pero cuando no sale Kojac, o, sin salir de Nuevo México, que disfrutas mucho con Breaking Bad si no sale Walter White en pantalla, cocinando la metanfetamina, o cargándose a los narcos con la barba sin afeitar.



    Mi amigo es así, un poco tocapelotas, capaz de defender la paella sin arroz, o la casa sin tejado, pero yo entiendo lo que quiere decir. La transustanciación de Jimmy McGill en Saul Goodman es la espina dorsal de la serie. La caída en el lado oscuro de quien ya tenía el alma oscura, aunque el corazón lo siga teniendo limpio, y eso le siga provocando remordimientos en las tripas. Una metástasis de la hostia, que muchas veces le oprime el plexo solar…  Pero a su lado hay muchos personajes que también lidian con su Darth Vader interior, que se sienten tentados por los caminos más rápidos, más fáciles, más seductores de la Fuerza, pero no más fuertes, ni más éticos, como enseñaba el maestro Yoda en la Facultad de Derecho de Coruscant.

     Al lado de Jimmy vive una mujer maravillosa que le aguanta y le sostiene. Y no es fácil, tratándose del viejo Saul, que a veces hace trucos muy chistosos y otras veces saca conejos muertos de la chistera. Kim Wexler imaginaba ser una abogada íntegra, de exitosa carrera,  respetuosa con las normas. Una dama Jedi que sin embargo, al lado de Jimmy, está descubriendo que todos llevamos algo de sangre Sith en las venas.  Better Call Saul también es la historia de un ángel que poco a poco se va ensuciando las alas. Que empieza a descubrir que entre el cielo y el infierno hay muchas capas de atmósfera.



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Centauros del desierto

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Estaba indeciso, con Centauros del desierto, ahora que estoy embarcado en un ciclo de John Ford para presumir de cinefilia, y ya, de paso, quitarle el polvo a los DVD que de joven compraba compulsivamente, antes de cogerle el vicio a los Blu-ray y seguir siendo el sostén del home cinema en varios kilómetros a la redonda. Sé de otro fulano, por las cercanías, que también se da a la cinefilia, y al coleccionismo, pero a veces creo que soy yo mismo, que me sueño, o que proyecto un holograma, como quien se inventa un amigo imaginario a una edad ya un poco sospechosa, más bien de orate, o de tipo que ha visto justamente eso, demasiadas películas, como libros de caballería.




    Me dan pereza, las películas del Oeste, aunque salga John Ford tras el Directed by, porque yo desde pequeño siempre he ido con el indio, y en mi cabeza siempre chocan dos búfalos enemistados: la intención del director, de loar la epopeya del hombre blanco, y mi propia percepción del asunto, más cercana al genocidio de los nativos. También es verdad que yo, de niño, cuando ponía la tele, era un chaval muy rarito que siempre iba con el toro, en la fiesta nacional, y con el equipo contrario a España, en el acontecimiento deportivo, e incluso con Darth Vader, en La Guerra de las Galaxias. Y con el sioux, claro, antes que con el 7º de Caballería, como cantaba Joan Manuel Serrat en su himno de los locos.
  
    Pero también sé que las películas son séptimo arte, cuadros en movimiento, y del mismo modo que uno aprecia Las Meninas aunque en ellas se retrate amablemente la monarquía absoluta, también sé que Centauros del desierto es una película de paisajes majestuosos en la que sale John Wayne haciendo de John Wayne. Y el paisaje de Monument Valley, ahora mismo, en este confinamiento hogareño de las cuatro paredes, aunque el vaquero sea un genocida que cabalga chulesco, y el indio un botarate que se pone a tiro de los rifles sin entenderlos, ese paisaje, digo, es una ventana abierta al cielo azul, y al desierto infinito que terminaba en la tierra prometida.



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Los lunes al sol


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Va perdiendo uno la noción del calendario, aunque siga trabajando y justificando la nómina del mes. Pero el teletrabajo no parece trabajo, si no cambias el paisaje del salón, y lo cumplimentas con música de Schubert sonando en el iTunes. Los días en rojo se han vuelto negros, y quizá eso sea una metáfora de los tiempos políticos que vendrán… O a lo mejor es al revés, que los días negros se han vuelto rojos, como festivos que ya nadie celebra en el confinamiento, porque no hay fútbol que marque la alegría, ni salidas al campo, ni paellas en casa de la suegra, los domingos, que cuántos iban a pensar que un día las echarían de menos… A las paellas, digo.

    Llevo dos o tres semanas que me lío con los días, y a veces dudo si estoy en jueves o en viernes, en sábado o en domingo, hasta que tomo el enésimo café y la mente se despeja, y en esos lapsus siempre me acuerdo de Santa, el de Los lunes al sol, porque él tampoco estaba muy seguro del día en que vivía, cuando volvía del bar, o cruzaba la ría, en el día repetido y triste de los parados.




    Por lo demás, Los lunes al sol sigue siendo una de las películas de mi vida. La habré visto, qué sé yo, diez veces, y nunca me canso de verla. Santa soy yo, y yo soy Santa. Me sé sus frases como si fueran mías. Pero no por repetidas, sino porque me salen de las tripas, y ya la primera vez que conocí a este fulano me iba planchando los pensamientos. Yo soy como Santa, digo, pero a mí, de momento, me ha ido bien en la vida. Soy un funcionario, un privilegiado, y a los niños autistas, de momento, no vienen a educarlos profesores coreanos por la mitad de mi sueldo. Pero a él sí: a Santa le construían los barcos más baratos, en Seúl, o en Busan, o donde su puta madre, y los astilleros le dejaron tirado en la calle. A él, y a sus compañeros, y a los que tendrían que venir después, los chavalucos, a tomar el relevo del oficio.

    Yo soy como Santa, alto, y anchote, y amante del queso, y con una retranca muy jodida si me tocan las narices. Que yo vea a Santa en la película, en Galicia, capeando la vida como puede, y que no sea él, desde su sofá, el que me vea a mí en Ponferrada, tirado por los bares -es un decir-, es sólo una cuestión de suerte. Porque además, en caso de buscar responsabilidades que no existen, aquí nadie sigue sin explicar por qué unos nacen cigarras y otros hormigas. Jodío Santa…



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La trinchera infinita


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Era un título irresistible, La trinchera infinita, ahora que España vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: dos trincheras, dos intereses contrapuestos, el de forrarse y el de no dejarse avasallar. Dos bandos que a veces intercambian disparos y a veces, afortunadamente, sólo dialécticas, pero siempre a la greña, desde los tiempos de Fernando VII, porque es una falacia eso de que viajamos en el mismo barco, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia, como cantábamos con los hermanos Maristas… Menuda sandez. Yo tengo más en común con el maestro de escuela francés, o con el estibador de puerto chipriota, que con el ladrón que vive a la vuelta de la esquina y pone un banderolo de España en el mismo balcón donde aplaude a los sanitarios, grita contra los comunistas y se inflama de heroísmo patriótico con el “Resistiré”. Él, precisamente él, que hace sólo dos meses estaba en contra de pagar impuestos, los evadían como podía, o aplaudía al que se libraba, y se negaba a seguir subvencionando a esa panda de vagos que trabagueaban -qué chistaco de fachorros- en el sector público. Sí, esa gente, mis queridos compatriotas…



    Había que ver La trinchera infinita, sí, para recordar quiénes somos, y de dónde venimos, y porque además me habían dicho que la película era cojonuda -y carajo que lo es- y porque cuenta la historia claustrofóbica de un pobre hombre al que Franco tuvo en confinamiento domiciliario no sólo dos meses -o los que nos queden, todavía- sino treinta años, uno tras otro, con sus veranos y con sus navidades, viviendo tras una falsa pared practicada en su domicilio, saliendo sólo para comer y para cenar, con su mujer y con su hijo, con las persianas bajadas, y la cagalera en el cuerpo. Los famosos “topos”, tan mitológicos como reales, que escaparon a las redadas falangistas y sólo abandonaron su madriguera en 1969, cuando se aprobó una Ley de Amnistía para quedar bien ante los turistas extranjeros que venían a tostarse el cuerpamen y no veían congruente mamarse con las sangrías en un país de sanguinarios.

    A los topos, finalmente, no vinieron a rescatarlos los marines americanos, ni los soldados del Ejército Rojo, sino un ejército de suecas que desembarcaron en las playas de Benidorm como si aquello fuera Normandía, pero recibidas con salvas de aplausos.


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La hija de un ladrón


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En La hija de un ladrón, Sara es una chica de 22 años que sobrevive en el penúltimo escalafón de la sociedad. Ella va sin estudios, a lo que salga, pero con mucho desparpajo para pedir trabajo, o para denunciar abusos, porque la necesidad aprieta, y la vergüenza se deja en casa cuando hay que mantener la cabeza fuera del agua.

    Sara, además -porque parece que la hubiera mirado un tuerto, o maldito una gitana, o simplemente lleva tatuado el estigma de los pobres-, es una madre soltera que no encuentra el apoyo de su pareja, o de su expareja, que entra y sale de la película como un fantasma o como un alelado, y la verdad es que no se entiende muy bien su comportamiento, porque en eso, la película, como en otros argumentos, es tan comprometida con los pobres como enconada con el espectador, que a veces se pierde, y se rasca el cogote, dubitativo.




    Sara, para más inri, lleva un audífono que a veces miran con desconfianza los empresarios, y por si fuera poco,  aunque eso de momento no trasciende en las entrevistas, tiene un padre ladrón que acaba de salir de la cárcel y que no viene precisamente a echarle una mano, sino más bien a joder la marrana. Y ya, en el colmo del infortunio, porque esta película es como una de los hermanos Dardenne o de Ken Loach pero reconcentrando las desdichas, Sara tiene un hermano paralítico del que ella es ángel guardián, y último dique de contención para que el chaval no caiga en el lumpen cuando sepa valerse por la vida.

    La película está ambientada en la Barcelona de hace dos años, pero ya parece vieja, como perteneciente a otra época, con la gente que va sin mascarilla, trabaja a destajo, hacinada, y luego se reúne en el pub para beber cuatro chupitos y olvidar.  Sólo ha pasado un mes y medio y ya es como cuando ves una película del viejo Hollywood, sin teléfonos móviles, y sin televisores, y con todos los hombres paseando por la calle con sombrero. Me pregunto que habrá sido de Sara, la chica de la película, ahora que estará confinada en su piso de cochambre, y con un ERTE, y con la niña más crecida, soñando con que el futuro postapocalíptico sea menos hijoputesco que el anterior.



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La favorita

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El duende que elige las películas ha vuelto a hacer de las suyas. Me pongo a ver La favorita pensando que he burlado de nuevo los argumentos del telediario, y que no hay nada en esta historia del siglo XVIII que aluda al monotema vírico ni de refilón -porque, además, un siglo y medio antes de Louis Pasteur nadie sabía lo que era un virus, o una UCI de la Seguridad Social- y de pronto, en la primera escena, se me congela la satisfacción al recordar que La favorita es la historia de una reina enferma y confinada, Ana de Inglaterra, la última Estuardo, que no puede salir de su palacio porque sufre de gota y depresión, y sólo de vez en cuando, desoyendo los consejos de su médico privado, se escapa a dar una vuelta a caballo por los alrededores.



    Luego, es verdad, el grueso de la trama gira en torno a dos cortesanas que se disputan con muy mala hostia sus favores sexuales y monetarios, pero cada vez que la reina se queda sola en su habitación, postrada en su cama, o mirando melancólica por la ventana, más aburrida que un futbolero en estos días sin balón, pienso que el subconsciente me ha traicionado otra vez, y que he elegido La favorita no por casualidad, sino para dar de comer a este blog erigido en dictador, que sigue marcando los temas, y quiere estar todo el día dando la matraca con la cuarentena.

    La favorita es una película histórica, pero lo que cuenta parece realmente de ciencia-ficción, sacado de una mente perturbada o calenturienta. ¿Es cierto que la reina Ana tuvo 19 hijos de los que no sobrevivió ninguno más allá de dos años,  y que los fue sustituyendo por conejos enjaulados a los que llamaba con los mismos nombres de los fallecidos? Así que de nuevo, como la primera vez que vi la película -porque la edad avanza, y la deforestación de mi memoria va ganando terreno como los bulldozers de Bolsonaro- he venido a la Wikipedia para releer el destino final de estas tres mujeres que durante varios años, dependiendo de quién se acostara con quién, manejaron el viento político de una nación gobernada por los hombres y custodiada por los militares.



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Un juego de caballeros

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Viendo The English Game he comprendido, como traspasado por un rayo de sabiduría, a mis obtusos y tardíos 48 años, que sin el sufrimiento de la clase trabajadora, y sin las lágrimas desoladas de Oliver Twist, el fútbol jamás hubiera existido.

    Si ya era una contradicción lacerante, existencial, casi de perder el juicio, votar al Coletas en las elecciones y tener un póster de Florentino Pérez en la habitación, ver a España convertida en Venezuela y al mismo tiempo ver al  Madrid ganando diez veces seguidas la Copa de Europa, cómo, ahora, para más inri, puedo seguir siendo futbolero y marxista al descubrir que fue precisamente el robo de la plusvalía el que permitió que los capitalistas del siglo XIX, que hasta hoy sólo eran demonios con sombrero de copa en mi imaginación, se libraran de toda ocupación, se tumbaran a la bartola en sus jardines recién segados por un sirviente, y pudieran, en las apacibles tardes de mayo, unificar los cien deportes salvajes que se practicaban en las campiñas británicas para crear un juego maravilloso y simple, viril pero refinado, que llamaron fútbol para no complicar mucho las cosas.



    Un nuevo deporte que se desarrollaría con dos porterías, y con dos equipos de once fulanos bigotudos, que impediría el uso de las manos a quien no guardase la meta y que castigaría el puñetazo y la patada como métodos legales para defender el balón o arrebatárselo al adversario. Las cuatro reglas tontas que hoy en día se sabe al dedillo cualquier niño de Bolivia o de Somalia cuando sale a jugar al descampado. Recuerdo a mi hijo, de niño, en la plaza mayor de Pollensa, en Mallorca, jugando al fútbol con unos niños rubísimos que hablaban en inglés. Recuerdo que él no les entendía ni jota, porque a lo mejor no era ni inglés lo que hablaban, sino sueco, u holandés, que a saber en esa isla de Dios, pero también recuerdo que bastó un solo minuto para que mi hijo encontrara su ubicación en el partidillo y se hiciera entender en ese idioma universal que inventaron hace 150 años los gentlemen cabronazos que explotaban a sus trabajadores.



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The Crown. Temporada 2

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La segunda temporada de The Crown no ha sido tan enjundiosa como la primera. O a lo peor soy yo, que de los atracones ando con dolor de cabeza, y con cierta desgana por los productos televisivos, y a lo mejor ha llegado la hora de dejar este hábito funesto -que me fumo hasta las colillas de la programación-, e ir dejando espacio para otras inquietudes culturales que tengo muy abandonadas, como leer el Marca para ver si fichamos por fin a Mbappé, o releer los cuentos clásicos de Mortadelo y Filemón, que nunca pasan de moda en la chapuza nacional.



    Pero creo, sinceramente, que con la segunda parte de The Crown estoy siendo objetivo con mi subjetividad, no sé si me explico... En la primera temporada estaban los Windsor con sus trapisondas, sus divorcios, sus coronas heredadas siempre con un gesto de fastidio: el tío Eduard porque no le dejaban follar, el rey Jorge porque no se veía con hechuras, y la pobre Isabel porque ella había nacido para cabalgar caballos, y no a un príncipe rubio con el que procrear herederos -que ya ves tú, es justo el cuento de hadas que se encontró Letizia Ortiz sin proponérselo, naciendo en Oviedo y estudiando para periodista... Pero además de los Windsor -tan entretenidos y tan ajenos- en la primera parte estaban los consejeros de la reina, y los inquilinos de Downing Street, y la serie era al mismo tiempo monárquica y parlamentaria, superficial y profunda, no sé si me explico otra vez… A uno le fascinan los monarcas por lo que tienen de gobernantes, de símbolos del poder, pero no como seres privilegiados que viven en una dimensión paralela, moradores en un Palacio de Invierno que siempre es una tentación asaltar en compañía de una masa famélica. Siempre en plan simbólico, claro.

    Y en esta segunda temporada, ay, desde que Anthony Eden deja una cagada de camello en el canal de Suez y dimite entre toses y vergüenzas, los políticos desaparecen de la escena, los Windsor se reparten los minutos desocupados, y aunque uno pone su sangre roja en ebullición, a ver si se torna azul y empatiza con sus desdichas, los esfuerzos al final resultan inútiles. Todo sigue siendo de lujo, y primoroso, en "The Crown", pero de los Windsor me importan poco sus fracasos amorosos, sus educaciones punitivas, sus sueños inconfesados de pirarse por la gatera de Buckingham Palace y ser espectadores corrientes y molientes de la serie que harían con gentes de distinto apellido en el trono. La familia Rodríguez, por ejemplo, la mía, que protagonizaría una serie incatalogable en el directorio que utiliza Netflix como guía.




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Puñales por la espalda


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Se suponía que estos escritos eran una consecuencia de las películas, y no su causa. Que la cinefilia era lo primordial, y luego emborronar el Word una tarea secundaria, el deber escolar que mantiene la mente activa y el culo aplanado. Como la famosa curva…

    Cuando inicié esta costumbre que ya se ha hecho tan cotidiana como sacar al perrete o descubrir canas en el espejo, se suponía que yo primero elegía una película, la veía, se me revolvían los pensamientos con el éxtasis o con el bostezo, y luego, en un rato robado a las obligaciones, escribía un folio más o menos decente en lo literario pero siempre muy honesto en su contenido: cosas de mi vida, de mi ombligo, a veces autorretratos al desnudo, y otras, según el humor, un cuadro más bien misterioso, con sombras que tapan la verdad sin desmentirla. A veces, las menos, asuntos del mundo, de la sociedad, siempre en plan bolchevique de salón, revolucionario de pacotilla que jamás ha gestionado nada ni piensa hacerlo hasta que la jubilación lo libere ya de cualquier responsabilidad.



    Sin embargo, en estas cuatro semanas de confinamiento, la escritura se había convertido en causa, y la película en consecuencia. No era yo el que elegía libremente las películas, sino el blog, de pronto autoconsciente y vivo, el que me las pedía a gritos para alimentarse y hacerse el interesante: títulos apocalípticos, películas con moraleja, series sobre políticos para establecer paralelismos cachondos o sangrantes... Así que hoy me he rebelado, he respirado profundamente mientras manejaba los mandos a distancia, y he puesto la película que me ha dado la real gana. Una que es imposible de encajar en cualquier esquema autobiográfico o coronavírico. Pura… dispersión. Puñaladas por la espalda es una película como de Agatha Christie, con su muerto, sus varios sospechosos y su detective sólo tontaina en apariencia. Un lío, y un descojono, y un respiro para esta cinefilia mía que vivía secuestrada por la actualidad.




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Vamos Juan

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Lo primero que haría Juan Carrasco como ministro de Sanidad sería preguntar si esto del coronavirus no puede tratarse con un antibiótico, que mira que hay muchos, e incluso de amplio espectro, en los stocks de las farmacias, y que mientras llega la vacuna, pues bueno, vamos matando al bicho con amoxicilina, o con lo que sea, para no ir creando hábito o dependencia, que algo de eso ha leído en un suplemento dominical…. Juan Carrasco, además, se haría la pregunta en voz alta, con micrófonos delante, sin haber consultado primero con un asesor, o haberse documentado antes en internet, o en el Libro Gordo de Petete, porque Juan es así, impulsivo, echao p’alante, un hombre del pueblo que no teme hacerse las preguntas del pueblo.



    Juan Carrasco es un merluzo que podría desempeñar su cargo sin saber distinguir un virus de una bacteria, porque lo suyo no es el conocimiento, o la investigación, sino el trapicheo político que quita y otorga los cargos. Un populista sin formación, sin ideología, que tiene una carrera como la tenemos muchos otros, sepultada en el olvido, intrascendente para desarrollar el sentido común con el paso de los años. Y además, todo el mundo sabe que el verdadero trabajo ministerial lo hacen los subsecretarios, y los funcionarios de tropa, y que a un político como él, limitadito y campechano, le basta con seguirle el rollo al presidente, rodearse de asesores que le recojan justo antes de estrellarse, y, por encima de todo, lo primordial, darle muchos palos a la oposición, a poder ser irónicos y refinados, que eso siempre divierte mucho al votante infatigable.

    Por fortuna, Juan Carrasco es un político de ciencia-ficción, y todas sus trapisondas como ministro, o como aspirante a fundar un nuevo partido, se quedan dentro de la tele, en una tragicomedia que es de reírse mucho por las noches. Luego, al despertar, el dinosaurio del virus sigue ahí, y en la vida real comparece en rueda de prensa un ministro que al menos mide las palabras, es educado en las respuestas, y se ve que ha estudiado lo que le preparan sus asesores. El fantasma de Juan Carrasco se difumina por las mañanas con el primer café, pero no se va del todo, porque la membrana que separa a los políticos reales de los ficticios es muy permeable, y a veces se producen unas ósmosis terroríficas que dejan la televisión hecha un colador. Como cuando se infiltraron los fantasmas traviesos de Poltergeist



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Abre los ojos

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La última vez que se vio la Gran Vía de Madrid completamente despejada de tráfico y de gente, como si todo el mundo estuviera en la playa de Benidorm, o un virus mortal venido de China hubiera barrido las calles, fue en la pesadilla de Eduardo Noriega al principio de Abre los ojos. La imagen -aunque yo no viva en Madrid- me llevaba persiguiendo desde que comenzó esta dislocación, y además, quería comprobar si era cierto que una persona estaba asomada al balcón mientras Amenábar seguía con su cámara el estupor de Eduardo Noriega, jodiendo así el encanto de la ciudad deshabitada. Y en efecto: en mitad de la escena se ve a un vecino asomado, en la acera derecha, con aire de despistado, quizá recién levantado de la cama, o quizá sonámbulo perdido, soñando en 1997 con salir a aplaudir a los sanitarios que 23 años después iban a estar todo el día trajinando con el virus del futuro.



    Luego, viendo la película -que sigue siendo perturbadora y me hace revolverme inquieto en el sofá, jodía Najwa Nimri...-  me he puesto a pensar que quizá yo también estoy viviendo una realidad fingida desde hace cuatro semanas. Que estoy criogenizado en algún depósito de Life Extension junto al follarín este de Eduardo Noriega, y que mientras aguardo que la ciencia del futuro arregle lo mío -aunque no creo que lo mío tenga mucho arreglo, la verdad- sus programadores me están haciendo vivir el sueño de estar encerrado en casa para ir desacostumbrándome poco a poco a la realidad que dejé cuando enfermé gravemente, firmé los papeles de la congelación, pagué una pasta gansa que me dejó la cuenta bancaria temblando, y luego me puse diez programas seguidos de Sálvame Deluxe para morir de un soponcio impepinable.

    En este sueño inducido por los informáticos de Life Extension para entretener mi espera, el presidente del Gobierno ha salido ya tres veces en rueda de prensa para anunciar y prorrogar el estado de alarma, y mientras ahí fuera, en la calle, la gente se lo pasa de puta madre cerveceando y quedando para follar el fin de semana -porque en realidad el coronavirus nunca salió de Wuhan gracias al esfuerzo ímprobo y algo dictatorial del gobierno chino-, yo, en el sótano apenas iluminado de esta empresa que me sacó los cuartos, estoy esperando, junto a otros cuatro panolis que también confían en la ciencia del futuro,  a ser despertado en el año 3000 de nuestra era para conocer a Fry y a Bender, mis amigos de Futurama.




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Futurama. Temporada 4

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Futurama, en realidad, es el relato de una distopía terrible. Orwelliana, como poco. Richard Nixon vuelve a ser el presidente de los Estados Unidos gracias a la criogenización de su cabeza mentirosa y paranoide, y a partir de ahí ya se pueden ustedes imaginar el panorama… Matt Groening es un tipo que prefiere dar estopa haciendo humor, y esconder sus misantropías detrás de las caricaturas, y así, mientras te ríes un huevo y la yema del otro con las tonterías, vas comprobando que la Humanidad del año 3000 se comporta igual que la del año 2020, y que se enfrenta con el mismo descuido a los problemas que ahora nos acucian: el cambio climático, y la desigualdad económica, y el azúcar excesivo en las Coca-Colas.  



    En otras obras de ciencia ficción, cuando el ser humano entra en fase de locura y el mundo se encamina hacia su destrucción irremediable, aparece una civilización extraterrestre portadora de sabiduría que envía una onda de radio, o aterriza con su platillo volante, y nos enseña el sentido común de la supervivencia. A veces, eso sí, para tocarnos un poco las narices, y ponerlo todo muy misterioso, se presentan en forma de monolito impenetrable al que damos vueltas como monos despeinados, buscando la tecla de encendido.

     En Futurama, sin embargo, los extraterrestres son unos bobalicones como nosotros, especies paralelas que en su planeta también han evolucionado lo justo para ir tirando, atrapados en las mismas miserias, y en las mismas avaricias. Dar el salto a las estrellas sólo es cuestión de encontrar un agujero de gusano, o una excepción en la Teoría de la Relatividad. Supone mejoras tecnológicas, pero no éticas, y en eso Matt Groening y David X. Cohen no se permiten el menor autoengaño.

    ¿Y la inteligencia artificial? En Futurama, como en el Génesis, los robots son fabricados a imagen y semejanza de sus creadores. Tan listos o tan bobos como requiera su trabajo especializado, pero no más. Y encima, no se recargan con energía eléctrica, sino con el alcohol de las cervezas. No hay ninguna inteligencia superior que aúne a las máquinas y desencadene la guerra espeluznante de Terminator. En Futurama no hay sitio para Skynet, pero tampoco, ay, para ninguna red computacional que nos sirva de guía espiritual, entresacando conclusiones salvadoras del Big Data.


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Enemy

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Hace un par de días, en la radio, Antoni Daimiel aventuraba que si un día se conociera a sí mismo, un doble exacto de su cuerpo y de su personalidad, seguramente se caería muy mal y pensaría que el otro tipo -o sea él mismo- es un poco gilipollas.

    La cosa de Daimiel iba un poco de guasa, ensartada en un programa de espíritu cachondo y deportivo. Pero cuando lo puse en el Caralibro para echar unas risas, hubo gente que se rio y otra que no. Y hubo quien, incluso, llegó a llamarme por teléfono para preocuparse por el estado de mi autoestima. Yo respondí que no problem, que sólo era una coña marinera, pero en realidad pienso algo parecido a lo de Daimiel: que sería algo aterrador descubrirme un día en el colegio, verme desde fuera interactuando con la gente, sonriendo a unos y esquivando a otros, caminando por el pasillo con ese gesto encorvado que es marca de la casa, como si se me cayeran las monedas al suelo, todo el rato, y me pasara la vida siguiéndoles la pista. 

Siempre en Babia, y con cara de sueño, hasta que no atraco la máquina del café a cartera armada antes de que lleguen las barcazas de desembarco con los alumnos. Qué haría yo, en el colegio, cuando mi otro yo se cruzara conmigo y saludara con esa prisa tan mía, tan de pasar de puntillas, “buenassss…”, como derrapando en la curva, sin mucha intención de hacer un “parar y charlar”, y yo allí, con el saludo en la boca, quizá con un discurso preparado para romper el hielo, tragándome las palabras y certificando, efectivamente, que qué tío más gilipollas, el nuevo, o sea el viejo, o sea yo…

    Y será el subconsciente, o el duende que elige las películas por mí, pero esta tarde, embarcado en un miniciclo sobre Denis Villeneuve, me he topado en los caladeros de internet con Enemy, que es exactamente la atribulada historia de un tipo que se topa consigo mismo por las calles de Toronto. No con un clon, no con un gemelo,  no con un experimento del gobierno. No con una dimensión paralela del tiempo. No: con él mismo. La situación es aberrante, flipante, pero después de asumir la sorpresa de conocerse, y de compararse un poco las pollas para certificar el milagro duplicatorio, los dos hombres, rijosos y aprovechateguis, tardan muy poco en decidir acostarse con la mujer del otro, que están las dos de muy buen ver, y en principio no van a darse cuenta del cambiazo…


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Súper empollonas

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Viendo Súper empollonas he recordado al hermano Suárez, que nos daba matemáticas en 2º de BUP. Suárez era un profesor exigente, irascible, que nos traía por la calle de la amargura. Recuerdo que nos llamaba de todo, menos bonitos, cuando salíamos a la pizarra y la pifiábamos en una trigonometría evidente, en una derivada que se caía de tonta. Hasta los más súper empollones -y yo era uno de ellos, lo confieso- cometíamos errores fatídicos subidos a la tarima, porque el hermano nos intimidaba, nos hacía trastabillar con vallas para enanos. Mientras resolvíamos el álgebra enrevesada, él nos miraba fijamente, desde su silla de profesor, como si escrutara con rayos X nuestros cerebelos, y cuando ya estábamos empolvados de tiza hasta las cejas -como cocainómanos del saber matemático-, en el último aliento poníamos un menos donde iba el más, o un seno donde iba el coseno, y él saltaba de la silla como si lo hubiera visto venir unas décimas de segundo antes, un precog de la cagada científica, de la imprecisión imperdonable, como aquellos videntes de Minority Report que preveían los delitos antes de que se cometieran.



    Las matemáticas eran lo mío: la frialdad del dato, y la exactitud del cálculo. La belleza de una demostración que no admitían discusión posible. Pero aquel hombre me desquiciaba, me convertía en pulpa de alumno paralizado y exprimido. Llegué a odiarle, se aparecía en mis pesadillas, pensé en hacerme una diana con su caricatura... Pero el último día de curso, ya con toda la materia examinada, el hermano Suárez nos condujo con mucho misterio a la sala de audiovisuales, puso un disco que no pudimos identificar por la carátula, y de pronto, como teletransportados a otra realidad , empezó a sonar el “Johnny Be Goode” de Chuck Berry. Nos quedamos cotangentes, claro, reducidos al mínimo común expresivo, con la boca abierta como gilipollas. El hermano Suárez estaba aprovechando su último día con nosotros para explicarnos que era un aficionado al rock and roll clásico, el de Elvis Presley y compañía, y que ésa era su banda sonora cuando se recluía en su habitación, y nos corregía los exámenes garrafales y lamentables. El tipo se estaba… abriendo en canal. Nos estaba diciendo -sin decirlo, sólo poniendo una canción tras otra, y comentándola con entusiasmo- que él no era un diablo venido del Averno donde los maristas se replicaban asexualmente, sino solo un profesor muy puntilloso, que se limitaba a hacer su trabajo, y que nos preparaba para las exigencias mucho más jodidas que nos aguardaban en la Universidad, o en la selva de los trabajos.

    La moraleja es la misma que se extrae de la película: nadie conoce a nadie en realidad. Y menos en un instituto, donde las hormonas, la tontería, y la masturbación cotidiana le vuelven a uno ciego, y bastante gilipollas, por muy súper empollón que se sea. En eso, metafóricamente, los curas tenían un poco de razón.




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El anacoreta

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Fernando Tobajas, en El anacoreta, lleva 11 años encerrado en su cuarto de baño, en régimen de confinamiento voluntario. Corre el año 1976 e intuimos que don Fernando estaba hasta los huevos de Franco, de los curas, de no poder divorciarse de su señora, y decidió, un buen día de 1965, decir basta y montar su vida entera donde antes sólo se quitaba las inmundicias. Como metáfora, quizá, de la limpieza de su alma. La película no explica gran cosa sobre sus razones, y todo esto tiene que deducirlo más o menos el espectador. Y tampoco te dan mucho tiempo, además, Azcona y Estelrich: presentado el personaje, y descrita la situación, a los diez minutos de metraje se presenta en el cuarto de baño Martine Audó, se desnuda ante Fernán Gómez que da gusto verla, y la película -aunque quiere hacer filosofía sobre el amor y la vida alejada de los hombres- se convierte en un homenaje al pelote y al despelote de su anatomía esplendorosa.



    Yo había venido a El anacoreta para sacar un paralelismo, un pensamiento profundo de gafapasta que me salvara la jornada en lo que a este negociado se refiere. Y me encontré con muy poco chicha, en los filosófico, y mucha, y muy bella, en lo corporal, aunque del todo innecesaria para mis fines. El confinamiento de Fernando Tobajas y el nuestro no tienen nada que ver, porque lo que más nos jode no es estar encerrados, sino hacerlo a nuestro pesar, mientras que él está tan encantando con su vida de anacoreta, haciéndose el singular, el héroe, el más lúcido de los españoles, y a nosotros, que somos medio tontos, ya ni siquiera nos consuela el mal de muchos, que ya es el mal de casi todos.

    Y pensaba yo, mientras veía la película, distraído: once años, en quincenas prorrogables por el Congreso, son algo así como 280. 280 comparecencias de Pedro Sánchez pidiendo perdón por mantenernos todavía en casa, a resguardo del virus, y de los agentes contaminantes. Ahora vamos por la tercera, hoy mismo han anunciado la cuarta, y la cifra de 280 empieza a tener visos de cierta credibilidad. Poco a poco se nos van a quedar los pelos y las meninges como al pobre Tobajas, que en realidad era un jeta, un vago al que todo se lo hacían su mujer y su criada, pero que tenía, eso sí, algo de vidente cuando enmarcó este lema y lo colgó en la pared de su baño: “Vendrán tiempos en que todos los retretes estarán llenos de anacoretas”.  



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Prisioneros

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Jorge Ponce, en La Resistencia, a veces propone un juego que es de mucha risa para quien aún tiene -como yo- una mente adolescente, apenas evolucionada en el tema escatológico. Se trata de mencionar títulos de películas que tienen que ver -metafóricamente, claro- con el acto de cagar, o con sus divertidas deposiciones, y ahora mismo, si cojo la lista de películas que tengo ordenadas en las estanterías, y empiezo a leer por la letra A como hacían nuestros profesores para sacarnos a la pizarra, me encuentro con Abajo el telón, Abre los ojos, Adiós muchachos…, que pueden encajar de un modo más o menos retorcido en el desafío colonoscópico del humorista.

    Ayer por la mañana, aburrido ya de matar moscas con el rabo, me dio por coger la misma lista para jugar a ver cuántos títulos aludían, de una manera más o menos cachonda, a este confinamiento que ya nos ha robado el mes de abril, como en la canción de Sabina. Sin salirme de la letra A, me salían -además de Abril, mismamente, la película de Nanni Moretti- Adaptation, Agenda oculta, Algo para recordar, Apocalypse Now, Atrapado en el tiempo, Ausencia de malicia, Azul oscuro casi negro… un buen puñado de indirectas que hablan del encierro, sí, y también de la labor del gobierno, y de la que nos va a caer encima cuando salgamos del zulo a trabajar -quien encuentre trabajo, claro.



    Animado por la chorrada, me dio por seguir repasando el documento de Word y al llegar a la letra P me topé -¡ostras, Pedrín!- con Prisioneros, que casi me tumba de un bofetón, con esa rotundidad de título casi inventado para la ocasión. Prisioneros no tiene nada que ver con el confinamiento que nos amuerma, pero sí con el confinamiento -¡spoiler, spoiler!- de dos niñas que son secuestradas sin dejar ni rastro, en la América Profunda de los padres desesperados que llevan la pistola encima y buscan hacer justicia por su cuenta, maldiciendo el trabajo policial con garantías constitucionales. Como Harry el Sucio, vamos, que es otra película que entraría de perlas en el juego guarrindongo de Jorge Ponce.



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Las uvas de la ira


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Hace ahora 90 años, Estados Unidos estuvo a punto de caer en las garras del socialismo. que diría Francisco Marhuenda. Tras el crack del 29, las empresas se arruinaron, el paro alcanzó cotas insoportables, y los trabajadores, aburridos, desesperados por no encontrar trabajo, vagando por las calles con las manos en los bolsillos, o emigrando a California como la familia Joad en Las uvas de la ira, empezaron a escuchar que existían unos tipos llamados “socialistas” que decían que si el Gobierno se preocupaba por ellos, metía en vereda a los tipos con sombrero de copa, y creaba una red de ayuda social que ahora conocemos como el Estado del Bienestar -con su seguridad social, y su subsidio de paro, y su seguro de enfermedad, que en Estados Unidos eran avances de la modernidad que todavía no habían cruzado las fronteras- tal vez no sería necesario fundar el soviet de Alabama, ni el soviet de Massachussetts, y lanzarse en plan bolchevique a asaltar la Casa Blanca con un par de escopetas para cazar conejos y tres tridentes de los de cosechar la alfalfa en Oklahoma.



    Se puso la cosa jodida, muy jodida, como contaba John Steinbeck en la novela, y John Ford en la película, y en esas, Franklin D. Roosevelt -que la D era la abreviatura de Delano, y nosotros, en el bachillerato, siempre le llamábamos Franklin Delculo Roosevelt, salvo en los exámenes, claro, aunque alguno llegó a columpiarse con gran regocijo del personal- Delano, decía, desde su silla de ruedas, le vio las orejas al lobo e impulsó esa política de inversión pública que ahora se menciona mucho en la prensa de la canalla bolivariana, el "New Deal".

    Para cuando salgamos de esta crisis que empezó siendo sanitaria y ya está siendo económica -y tal vez, a la larga, esta crisis secundaria deje más muertos que el propio coronavirus- estaría bien soñar con un Nuevo Trato, sí, entre el Estado y sus ciudadanos. Nosotros seguimos sin asaltar el Palacio de Invierno, ni siquiera simbólicamente, tan pacíficos y democráticos como siempre, y ellos, a cambio, confiscan el dinero que hay en Suiza, el que va camino de Suiza, el que duerme debajo de algunos colchones, y el que otros escaquean legalmente con artificios contables de mucha magia y mucho asombro para el pueblo, y lo invierten en las cosas importantes, necesarias, que son, aunque parezca una perogrullada de tres pares de cojones, las que importan de verdad: la educación, la sanidad y la red de ayuda asistencial. Con las espaldas bien cubiertas, nosotros prometemos seguir haciéndonos los tontos con el fútbol, con Gran Hermano, y con las cervecitas en la terraza, cuando llegue el solete, y hallan inventado la mascarilla con tapón en el medio, de quita y pon, para bebérnoslas con una pajita.



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