Perdición

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El otro día, en la radio, un humorista puntiagudo afirmaba que el hombre no era el sexo fuerte -como afirma la filosofía tradicional, y la tontería cotidiana- sino el sexo bruto. Que parece lo mismo, pero no es igual. Y que cuatro millones de años más tarde, tras tanta evolución y tanto darwinismo, los hombres seguimos escondiendo dos engranajes muy sencillos y una monda de plátano olvidada en la merienda.

    Competición con otros machos y apareamiento con otras hembras: nosotros, los hombres, no conocemos otra cosa. Todo lo demás es una variación de la misma melodía. Somos monos estrábicos que con un ojo vigilan al competidor y con el otro a la gachí. Una labor tan instintiva y tan omnipresente como el comer o el respirar. Una fatiga cotidiana de la hostia, un desvelo, un runrún que no cesa. Un trabajo de 24 horas al día que acorta la vida varios años. Un desgaste consciente o inconsciente, eso da igual. Hemos venido a este mundo para expulsar espermatozoides por el grifo, y lo demás sólo es literatura, o pasatiempo, o disimulo. O represión, o caradura, o extravío de neuróticos.

    “Perdición” es un clásico inoxidable porque su meollo, su tuétano, es este asunto lamentable que yo les cuento. Y aunque en su época todos los fulanos llevaban sombrero y los trenes alcanzaban velocidades irrisorias, en verdad es una película tan moderna que parece rodada ayer mismo. 

    Fred MacMurray es un simio bien trajeado que se gana los plátanos vendiendo seguros en el territorio de Los Ángeles. Buen mozo y ligón empedernido, MacMurray aprovecha sus viajes por la comarca para bichear solteras sin compromiso o amas de casa cansadas de su marido. El butanero de la época, para entendernos. Hasta que un día soleado en los cielos -pero nublado en el destino- encuentra la perdición en forma de mujer felina, algo feúcha y con peluca de bote, pero que desprende sexualidad en cada hálito y en cada mirada. Sudor precoital en cada músculo accionado. Y, además -pero eso MacMurray no lo sabe- una maldad muy putrefacta en cada pensamiento. Una femme fatal de manual. La femme fatal por antonomasia, quizá.



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Aupa Josu

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Antes de Juan Carrasco existió Josu Zabaleta. Si el tontolaba de Juan era Ministro de Agricultura en Madrid y nos partíamos el culo con él, nuestro Josu -no menos ahostiable y achuchable- es Consejero de Agricultura en Euskadi y también nos partimos la caja de la risa. 

No sé qué tienen Juan Cavestany y Diego San José contra los departamentos de agricultura... Será que les vienen de perlas porque nadie es capaz de nombrar a estos tipos, o a estas tipas, en una encuesta callejera:

- ¿Conoce usted el nombre de la Ministra de Agricultura, Pesca y Alimentación?

- Ni puta idea, oiga.

Puede que ese anonimato ancestral- que es siempre el mismo gobierne quien gobierne- tenga que ver con que las cosas del campo siempre dependen de los meteoros o de Bruselas, que son dos agentes caprichosos e incognoscibles. El primero porque está sujeto al caos atmosférico que gobierna los cielos, y el segundo porque depende de que treinta países se pongan de acuerdo en la producción del pepino. Así que podrían sentarme a mí en el escaño del ministerio o de la consejería que daría un poco igual. Un asesor de imagen y un subsecretario que administre el día a día, y hala, p’alante, a codearse con los ministros importantes, los que llevan la sanidad, y la educación, y la cosa de los pepinos explosivos, más decisivos y acojonantes que los pepinos de la huerta.

Josu Zabaleta es la mediocridad hecha carne con bigotón. Otro político berzotas, medio listo y medio lelo, que fuera de la estrecha pecera de su partido se ahogaría en cuestión de veinte segundos. Yo ni siquiera sabía que “Aupa Josu” existía hasta que el otro día me dio por bucear en la filmografía -y seriografía- de Borja Cobeaga. Allí apareció este episodio piloto de una serie que nunca se llegó a rodar. Dicen que es porque el tema de ETA aún era espinoso y urticante. Yo creo que el escándalo estaba en retratar a los políticos como Francisco de Goya retrató a los Borbones: con esa cara de memos tan risible pero dramática.






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Los Soprano. Temporada 2

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Es difícil ver “Los Soprano” sin sentir cierta incomodidad. Una incomodidad ética, quiero decir, no la del culo -que en mi caso, aunque suelo tumbarme de lado para evitar los dolores de espalda- está muy a gustito en el sofá. Sentir empatía por Tony Soprano nos avergüenza y nos hace dudar de nuestra integridad. Pero no lo podemos evitar. Es el poder maligno de la ficción, que pone en marcha las neuronas espejo y luego te esconde el botón para apagarlas. 

Tony Soprano -lo sabemos de sobra- es un asesino, una mala bestia, pero atrapados en las tramas nos ponemos sin querer en su lugar. Nos duele que le persigan, que le traicionen, que tenga un hijo tan inútil y una madre tan arpía. Y una mujer -ella sí- carente por completo de moralidad. Nos joroba mucho que a veces la doctora Melfi no comprenda sus conflictos irresolubles. Quién no ha estado alguna vez en la consulta tratando de explicarse sin conseguirlo... La identificación con Tony Soprano es como un conjuro, como un mal sueño, hasta que de pronto recordamos -o nos hacen recordar- que este tipo es un indeseable con el que sería mejor no toparse por la vida. Tony Soprano es muy simpático, sí, un tiarrón con un punto de niño grande y bobalicón, pero no dudaría en pegarte un tiro si viera en peligro su parte de las ganancias.

Pero ésta no es la única incomodidad ética que brota del sistema cognitivo. “Los Soprano” nos recuerda que la honradez no es el camino más eficaz para tener fajos de billetes en los bolsillos. Mí demonio interior -que vive entre los cojones para tocármelos sin desplazarse- me susurra que estos psicópatas viven como príncipes mientras que yo, tan ético y tan ejemplar, tengo que comerme la inflación de los precios y la inflación añadida que pone la familia Roig. Porque los Roig, ya que estamos, no dejan de ser otros mafiosos amparados por la ley. “Los Roig” no son italianos, sino valencianos, y no necesitan la Beretta o el bate de béisbol para sacarte los billetes de la cartera. Les basta con cambiar las etiquetas que ponen sus esclavas sobre los productos. 







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Compartimento Nº 6

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El mismo día que decidí ver “Compartimento Nº 6” nevó sobre La Pedanía. La segunda vez en este invierno, cuando llevábamos casi un lustro sin disfrutarla. La nieve es cada vez más bonita porque es cada vez más rara. Dentro de dos generaciones no nevará nunca por estas latitudes y será eso: un meteoro extinguido, casi bíblico, que nuestros nietos, a no ser que viajen a los confines del Norte, o a la Montaña del Último Culo, solo conocerán por las películas y por las batallitas del abuelo.

Mientras paseaba bajo la nieve, con Eddie correteando por ahí, me dije: esto es una señal que me envían los dioses para que vea la película. Los dioses nórdicos, claro, porque “Compartimento Nº 6” es una producción finlandesa, rodada en Murmansk y alrededores, y yo, aunque me las prometía muy felices con los paisajes nevados, también desconfío mucho del cine septentrional que rula por los festivales. La peli llevaba una semana en el disco duro aguardando su oportunidad o su descabello, pero gracias al paseo me imaginé en casita, con la manta sobre las rodillas y Eddie tumbado a mi costado, viendo una película que atraviesa en tren los campos nevados y las industrias desmanteladas, y cogí un ánimo como de cinéfilo envalentonado y muy aburrido en el domingo.

Al principio la película me mosquea porque me hurtan los paisajes. En el tren donde viajan Laura y Ljoha casi nunca se muestra el más allá de la ventanilla. La gracia de ver una película ruso-finlandesa es precisamente esa: que ves Rusia y Finlandia y viajas un poco de polizón. Pero “Compartimento Nº 6” es más bien de paisajes interiores, como dicen los literatos. Es el encuentro entre la inocencia y la trapacería. Las personas civilizadas como Laura no podemos ir del punto A al punto B para alcanzar nuestros deseos. La civilización te obliga a caminar en zigzag si no quieres terminar en el trullo. Los tipos como Ljoha, en cambio, que podría estar ahora mismo combatiendo en el Dombás, toman la línea recta y van atropellando a los viandantes. 

Laura y Ljoha son dos extraños en un tren. Los polos opuestos, tan cerca del Polo Norte. Al final ambos juegan sobre la nieve (por fin) y yo me divierto con ellos como un niño.





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EO

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El destino de los burros es trabajar. Da igual que seas un burro jumento que un burro de los humanos. De donde no hay no se puede sacar, así que los lunes hay que levantarse a las ocho de la mañana -o incluso antes- para ganarse el pan o la zanahoria. Qué son los trenes de cercanías en hora punta, sino transportes de burros. Qué es mi bicicleta a las ocho y media de la ídem, sino un velocípedo de circo accionado por un asno. 

Si un burro no llega a caballo, es lo que toca; y si un humano no llega a inteligente, lo mismo te digo. En la universidad debatíamos mucho el significado de la palabra “inteligente”, que siempre fue un término ambiguo y escurridizo. La respuesta correcta nos la dio el tiempo: el inteligente es el que vive sin trabajar, o el que trabaja en algo que le satisface plenamente. Son esos tipos -o tipas- que se tuestan el body en las Seychelles mediado el mes de octubre, o que se preguntan cómo pueden pagarles un sueldo por hacer algo tan divertido o tan edificante. Ese 1% privilegiado de la población...

EO es un burro jumento que se gana la vida trabajando en un circo. ¿Esclavitud? Habría que preguntárselo a él. En el circo tiene un refugio, una alpaca de heno, un renombre dentro de la profesión. Incluso una chica sensible que cuida de él, aunque a veces no pueda impedir que le usen como burro de carga. Un día llegan los animalistas y le sueltan para ofrecerle la libertad, que es una palabra muy luminosa que a veces esconde un destino funesto. La señora Ayuso sabe mucho de estas cosas: de libertades envenenadas, y de burros que acuden a votarla. 

Libre como un pajarillo con cuatro patas -pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón- EO se lanza a la aventura por las carreteras de la Polonia profunda, donde se encontrará con todo tipo de gentuza: fascistas, maltratadores, traficantes de carne... Ni rastro de Juan Ramón Jiménez para su mal. Obvia decir que no hay animal más dañino que el ser humano. Más carente de ética y más vacío de divinidad. Si existiera algo parecido a un alma estaría dentro de los animales, no en nuestro neocórtex envilecido. 







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Uno, dos, tres

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La primera vez que vi “Uno, dos, tres” yo era un comunista muy parecido a Otto Ludwig, el gañán de la película. Yo también soltaba proclamas leninistas contra el imperio yanqui y presumía como si fuera mi propio país de los logros alcanzados por la URSS: la carrera espacial, y los campeones de ajedrez, y el heroísmo de Stalingrado. Y la selección de baloncesto, por supuesto, que dirigía Alexander Gomelski con aquel ocho infinito que era su única variante en ataque. Cuando jugábamos en el patio del colegio yo siempre pedía ser Kurtinaitis o Tarakanov, aunque los curas me mirasen con el ojo retorcido. 

En los cines yo quería que Maverick se estrellara con su avión y que Rocky perdiera la pelea contra Iván Drago. Cuando las plateas se volvían locas con el triunfo de los yanquis, yo me hundía en la butaca y soltaba espumarajos por la boca, esperando que algún día los soviéticos deportaran a Tarkovsky y nos colonizaran con productos molones donde siempre ganaban los héroes del rojerío.

Yo tendría que haber echado pestes cuando descubrí “Uno, dos, tres”, ofendido por su sátira. Y sin embargo me reí como un bobolón, lo que dice mucho de su categoría. Es verdad que Wilder y Diamond también se meten con el capitalismo de la Coca-Cola, pero solo para darle un cachete en el culo y decirle que no vuelva a reincidir, como curas comprensivos. Apenas un par de chistes sobre los defraudadores de impuestos y sobre las condiciones laborales en los campos de algodón. En las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares decía que “Uno, dos, tres” era una obra maestra porque su guion era ejemplar y milimétrico. Ahora sé que Pumares también era un pepero encriptado que gozaba de lo lindo cuando le atizaban al comunismo.

Los más triste es que todos ellos -Wilder, Diamond, Pumares, James Cagney- tenían razón: al otro lado de la puerta de Brandeburgo no se estaba cociendo ningún experimento que ennobleciera a la humanidad. Solo carestía y burocracia. Pero yo, al contrario que Otto Ludwig, todavía no me rindo. Sigo siendo comunista aunque solo sea por tocar los cojones y mantener viva la llama de la lucha. La de clases, sí. 




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Barfly

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La verdad es que no me apetecía mucho ver “Barfly”. Presuponía, no sé por qué, que iba a ser un rollo macabeo. El III Libro de los Macabeos, concretamente, que emigraron a California en el siglo IV para colonizar los bares y las playas.

Suelo equivocarme con las personas y con los libros, pero con las películas casi nunca. Ahí tengo un sentido arácnido que pocas veces me falla. Una especie de precognición jedi que me quedó de mis largos estudios en Coruscant. Y con “Barfly”, esta vez, la Fuerza tampoco se equivocó. La película de Schroeder es cutre, postiza, inverosímil. Mickey Rourke está pasado de rosca y las frases suenan todas rimbombantes, literarias, como jamás serían pronunciadas por unos borrachuzos de neuronas arrasadas. O sí, quién sabe, justamente por eso... 

La película es fallida, y boba, pero tenía que verla porque se la debía al viejo Bukowski, que además de escribir el guion aparece de extra en un par de escenas, sentado en el taburete mientras empina el codo con esa maestría que dan los muchos años en la parroquia. Haber sido eso, un “barfly”, una mosca cojonera que nunca se va del bar porque cuando lo cierran se esconde en el cuarto de baño o en el armario de las escobas.

(Había que verla por eso y por las piernas de Faye Dunaway, claro, que siempre aparecen en algún cruce portentoso porque ella misma -según contaba el mismo Bukowski en “Hollywood”- exigía esa exhibición antes de dar el visto bueno a cualquier proyecto). 

La semana pasada terminé de releer las novelas del viejo provocador -y sus cuentos, y su biografía, y sus poesías escogidas- y pensé que "Barfly" sería un buen colofón para despedirme. El remate ideal de estas III Jornadas Bukowskianas donde yo debato conmigo mismo los pros y las contras de su obra. Su vigencia y su anacronía. Un homenaje a su maltrecha figura, ahora que somos posmodernos y al leerle nos damos cuenta de lo mucho que hemos cambiado. De lo poco que nos reímos ya con la mística del borracho violento que encuentra la verdad en el fondo de un vaso de whisky y todo ese discurso.





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La última noche

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Yo también tendría que planificar un último día si tuviera que entrar en la cárcel mañana por la mañana. Con los amigos, con la familia, con T... O no: puede que renunciara a cualquier despedida para quedarme en la cama yo solito, encerrado en mi habitación. Rumiar en silencio mi nueva condición. Hacerme a la idea. Llorar todo lo llorable. Limpiarme bien el culo. Salir a la calle solo para que Eddie hiciera sus necesidades. Serían nuestros últimos paseos por La Pedanía.

Por ahí empezaría la comezón de mi responsabilidad: buscarle a Eddie un nuevo dueño. Como también hace Edward Norton en la película cuando le caen siete años y un día de prisión y al echar las cuentas comprende que ya nunca volverá a verlo. Para Eddie sería un traspaso definitivo, y no una simple cesión hasta el final de temporada. O no, quién sabe, porque en la cárcel yo me portaría bien, sería un tipo amable y condescendiente, de los que nunca monta broncas y se encierra a leer tan ricamente en su celda. Así que a lo mejor, con suerte, solo cumpliría dos o tres años de la pena impuesta por el juez. O por la jueza. Un castigo relacionado con el bolchevismo, seguramente, con la apología justiciera de la lucha de clases. De ser así, cuando saliera de la cárcel Eddie aún tendría 10 u 11 añitos y nos quedarían muchos senderos por recorrer, y muchos sofás por compartir.

Tengo un amigo que consultado sobre este tema me respondió: “Yo, la última noche, me la pasaría follando”. Y parece un buen plan, no digo que no, como cuando en las películas va a estrellarse el meteorito y todo el mundo se lanza al desenfreno. Pero no sé si mi pito reaccionaría bien ante tan estresantes circunstancias. Demasiada presión, aparte del futuro negrísimo. Un polvo de despedida, si se tuerce, puede ser la cosa más triste del mundo. Pero también sé que hablar por mi pito es como hablar por boca de un completo desconocido. El pito sigue lógicas extrañas, y jamás se comporta como uno espera con la voz de la razón. Mientras no me traicionase dentro de la cárcel, vamos bien.





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El crepúsculo de los dioses

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En mi recuerdo, Norma Desmond era una vieja pelleja que perdía la chaveta. Una gloria del cine mudo que echaba pestes del cine sonoro y se refugiaba en su mansión para contemplar sus propias películas, de cuando era más joven y actuaba solo con los ojos y con las muecas. 

Los cinéfilos de provincias ahora estamos muy preparados y sabemos que la vida ficticia de Norma Desmond es una versión muy exagerada de la vida real de Gloria Swanson, que en 1950 ya era un fósil viviente de Hollywood. Cuentan que Billy Wilder le hizo pasar por la humillación de presentarse a un casting para hacerse con el papel, ella que era Norma, y Norma que era Gloria, simplemente por marcar el territorio. 

Sin embargo, al consultar la biografía de Gloria Swanson, he pegado un bote del susto: la “vieja pelleja” que yo recordaba solo tiene 51 años cuando compra los favores sexuales de William Holden. Y 51 años son los que voy a cumplir yo mañana mismo... ¿Quiere eso decir que yo también soy un viejo pellejo? No me sorprendería. De hecho, la piel se me va apellejando por diversos lugares que aquí no voy a confesar. ¿Quiere eso decir que yo también podría comprar los favores sexuales de una jovencita ávida por medrar? Pues mira, eso no, porque ni  necesito los favores, ni tengo dinero, ni tengo ninguna prebenda literaria que ofrecer. En todo caso, dado mi escaso éxito literario, tendría que ser yo quien se ofreciera a una influencer sexagenaria que me introdujera en las tertulias del Café Gijón, a fabricarme un nombre y una reputación. 

“El crepúsculo de los dioses”, por lo demás, es una película para presumir mucho de cinefilia. Aunque no sé con quién la verdad, en este valle tan poco clásico de La Pedanía. Ya digo que en provincias, desde que se inventó la radio y llegan las revistas -y más tarde nos llegó el prodigio de internet- cada vez estamos más preparados y no tenemos nada que envidiar a los culturetas de Madrid. Nos sabemos todas las preguntas del Trivial: lo de Sunset Boulevard, lo de Buster Keaton, lo de Erich von Stroheim... ¿Famosa película narrada por un muerto? Bah, chupado.  




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Holy Spider

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Mientras veía “Holy Spider” he recordado una película parecida de los años 90. Otra true story sobre psicópatas descontrolados y burócratas impotentes. Se titulaba “Ciudadano X”, transcurría en la antigua Unión Soviética y la protagonizaban Donald Sutherland y Stephen Rea. Las autoridades rusas -como éstas de Irán- también se preocupaban por el asunto y se ponían a investigar, pero sin dedicar demasiado tiempo ni recursos. A los tovarich no les entraba en la cabeza que en el País de los Hombres Reeducados hubiera tarados de ese jaez, y se quedaban como paralizados, atrapados en una pesadilla que esperaban olvidar al despertar. 

A los ayatolás de “Holy Spider” les pasa un poco lo mismo: que no conciben a este criminal tan salvaje y contumaz, y lo van dejando correr a ver si se cansa de matar o si se descubre que al final eran unos americanos rodando una película. En todo caso, los ayatolás son mucho peores que aquellos burócratas de “Ciudadano X”. Los comunistas eran unos materialistas que solo creían en la física y en la química, en el Más Acá de la vida y del disfrute, y la muerte de seres inocentes -que no fueran enemigos del Partido, claro- les parecía un atentado terrible contra la razón. En “Holy Spider”, sin embargo, mientras el psicópata asesina prostitutas en la ciudad santa de Mashhad, hay prebostes en Teherán que miran con buenos ojos que un iluminado les vaya limpiando las aceras de mujeres impuras. 

Eso es lo que denuncia la periodista Rahimi en un acto de valentía casi suicida: que entre la incredulidad de la policía y la sonrisilla de los jerifaltes, el “asesino de arañas” va a seguir rulando con su moto hasta que alguien decida nombrarle Héroe de la Patria y Reformador de las Costumbres. Rahimi, por supuesto, tiene toda la razón, pero creo que se impacienta demasiado. Los espectadores occidentales ya sabemos por otras películas que los ayatolás pueden ser unos iluminados que tardan mucho en arrancar, pero cuando pillan al criminal aplican el Código Penal sin andarse con gilipolleces. Ni sí es sí, ni no es no.



 

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Tenéis que venir a verla

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En el campo, digan lo que digan, no está la tranquilidad. O sí, pero solo si tienes un casoplón de la hostia y puedes marcas distancias con los vecinos. Como hace esta pareja tan presumida de la película. 

Yo también tengo conocidos que sintieron la llamada de la selva y se fueron al campo seducidos por el agropop y por los paisajes de la tele. Pero como no alcanzaba el parné se compraron un chalet adosado para escuchar los pedos del vecino. Y sus gemidos, y sus televisores, y sus broncas maritales, y hasta sus manejos con los interruptores de la luz. Un espectátulo gratuito gracias al pladur y al ladrillo desgrasado. La “country experience”, convertida en una trampa estereofónica.

Yo mismo vivo en el campo, o casi, y al principio sí que podía presumir de tranquilidad. Hace veinte años La Pedanía era la Arcadia de los neuróticos como yo. Yo también les decía a mis (escasas) amistades: tenéis que venir a verla. Mi casa, tan modesta, y tan de alquiler, pero sin vecinos a los lados, y situada al pie del monte, en las afueras de la civilización. Por las mañanas sacaba al perrete a pasear y nos encontrábamos a los corzos casi todos los días. Pero luego asfaltaron el camino para dar salida a los coches con ansiedad y de pronto el campo se convirtió en un afluente de la A-6, camino de Galicia. Es verdad que puedes poner ventanas dobles, pero ya no es el campo. Abres la ventana para ventilar y ya no escuchas el canto de los pájaros, ni el runrún de la naturaleza. Todo se ha vuelto motor, claxon, petardeo...

Luego sales al campo propiamente dicho -tras jugarte la vida para cruzar el río de asfalto- y tampoco puedes ir distraído por la vida como cantaba Serrat. Parecía el anhelo más asequible  de su manojo de sueños y ya ves tú, resulta casi un imposible. Cuando no son los cazadores con las escopetas, son los viticultores con los todoterrenos o los divorciados con las bicicletas de montaña. O los tontos del pueblo con las motos. En el campo, como en la ciudad, siempre hay alguien dando por el culo. Ya no hay fronteras. Todo es azar y barullo.





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Los Soprano. Temporada 1

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La Edad de Oro de la televisión empezó con un coche atravesando un túnel. Un minuto después supimos que el coche regresaba a casa -o al casoplón-, en la zona noble de New Jersey, después de haber liquidado algún negocio turbio en Nueva York. Y digo turbio porque los abonados a Canal + ya sabíamos que esto iba de mafiosos con el gatillo fácil y el gesto amenazante. Y el conductor del buga no parecía dedicarse, precisamente, a la decoración de interiores o a la alta cocina de los gourmets.

El estreno de “Los Soprano” fue un acontecimiento planetario, como dijo Leire Pajín muchos años después sobre un congreso que presidió Zapatero. "Los Soprano" es anterior a Leire, y a las hipotecas subprime, y a la caída las Torres Gemelas, que todavía campean como falos en la intro de la primera temporada. Y es que han pasado la hostia de años, sí, exactamente los mismos que llevo viviendo en La Pedanía, rodeado de vecinos agropecuarios que jamás han visto “Los Soprano” y además no saben quiénes son. Y yo aquí, en el mismo salón de entonces, pero con una tele mejor, revisitando el mito y el tiempo perdido. 

He buscado en IMDB la fecha exacta de su estreno en Canal +: 7 de mayo del año 2000. No recordaba la fecha, pero sí las circunstancias: fue un domingo por la noche, después del fútbol, en el último intento de curar esa tristeza inabarcable. Por entonces se tardaban meses en estrenar las series que venían de Estados Unidos, pero ya digo que veníamos cebados de sobra, los adocenados del grupo PRISA, que sólo leíamos El País, escuchábamos la SER y presumíamos de ver ficcciones de “qualité” en el Plus. 

Recuerdo que me gustó el primer episodio, pero no mucho. Quizá esperaba más mafiosos y menos familiares. Los Soprano eran la pandilla de maleantes, sí, pero también la esposa de Tony y los dos churumbeles, que interferían de continuo en la función. O quizá había perdido el Madrid justo antes y yo andaba de mal humor. El caso es que desistí, me abandoné, y solo cuando la serie se convirtió en un clamor cultureta le concedí una segunda oportunidad. Mucho me arrepentí entonces de mi inicial ceguera. Hubo cilicios y todo. Un porrón de años después me he entregado a la nostalgia...





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Irma la dulce

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Hoy no se podría estrenar una película como “Irma la dulce”. Saldrían las feministas en bloque a decir que se blanquea la prostitución y que se hace comedia con los puteros. Se harían campañas, boicots, escraches... Arderían las tertulias en la radio y los canales en internet. Las gafas de Billy Wilder no sobrevivirían a la premiere en Nueva York. Pero todo esto solo es ficción: en 2023 Billy Wilder ni siquiera escribiría un guion tan suicida y problemático. O sí, pero solo por tocar los cojones, y divertirse con el espectáculo. 

Y la verdad es que tendrían su parte de razón, las nuevas inquisidoras. “Irma la dulce” se ha quedado trasnochada y un poco tontorrona. Incluso yo, que soy de los que defiende la regulación de la prostitución -que no su abolición- me doy cuenta de que la película sobrevuela alegremente el drama de estas mujeres que se exponen en la calle como gallinas en la carnicería. Hay que ser muy rijoso, muy hijo de puta precisamente, para meterse en la cama con una mujer que sabes que está siendo explotada, chuleada, golpeada incluso, cuando la recaudación no es la esperada. Y en “Irma la dulce” todas las prostitutas llevan un moratón en alguna parte de su cuerpo. Iba a decir que son como Cabiria, la prostituta de Fellini, pero Cabiria, que era tan pobre y desgraciada, al menos trabajaba para sí misma y no le rendía cuentas a nadie.

El verano pasado, en Ámsterdam, T. y yo conocimos el Barrio Rojo. Fue una experiencia chocante, que puso a prueba nuestro discurso. T. es feminista, pero no es una exaltada feminista: ella no iría insultando a los clientes por los canales, clamando por la castración química, ni querría que yo tirara el DVD de “Irma la dulce" a la basura, como penitencia por mis cinéfilos pecados. Las prostitutas de Ámsterdam también trabajan en expositores, y es verdad que uno siente un poco de vergüenza, y hasta de culpa, paseando por allí. Pero sus condiciones laborales no tienen nada que ver con las de Irma y sus compañeras. En Ámsterdam, por fortuna, no hay lugar para los redentores como Néstor Patou.





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Decision to leave

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En mi infancia no existían las dos Coreas, sino el barrio de Corea, en los arrabales de León, el lugar más chungo de la ciudad. Allí vivían los quinquis, los yonquis, las gentes de mala vida. Tipos peligrosos y mujeres majaretas. Eran un poco como los coreanos de verdad, indistinguibles en sus pintas y en su derrumbe personal.

Después de que aprendiéramos a evitar aquel barrio, aprendimos que en la península de Corea hubo una guerra al poco de terminar la II Guerra Mundial. Lo aprendimos viendo MASH y leyendo los cómics de Hazañas Bélicas. En los kioscos, la casa Montaplex vendía unos soldaditos surcoreanos que eran todo potencia de fuego, y había hostias para conseguirlos antes que nadie para ganar las batallas que montábamos entre los escombros de una tapia derruida. Paralelo 38, se llamaba mi calle.

Todo eso fue hasta 1988. Con los Juegos Olímpicos de Seúl, Corea pasó a ser una referencia deportiva, y hasta el Bayern Leverkusen presentó como figura a Bum-Kun Cha, que le ganó una Copa de la UEFA al Español en agónica remontada. A partir de ahí, Corea ya entró como un tsunami en el mar de nuestra vida cotidiana: llegaron los coches Hyundai, los televisores de LG, los mil cachivaches de la Samsung. Allí se celebró el Mundial 2002 que nos secuestraron los amigos de Aznar para darlo por Vía Digital. 

Mientras tanto, en Corea del Norte seguían desfilando los soldados por las autopistas anchísimas pero sin coches...

Cuando empecé a trabajar, Corea del Sur se convirtió en un mito educativo casi a la altura de Finlandia, porque allí clavan los exámenes de matemáticas que propone la OCDE. Fue el penúltimo salto de Corea hacia la modernidad. El último fueron sus películas, aplaudidas en todos los festivales europeos. Yo me apunté a aquella moda y luego me desmarqué. No entendía bien las tramas, o me confundía con las caras y con los nombres. O me asqueaba tanta violencia con el machete. Años después me he dejado llevar por la salva de aplausos dedicada a “Decision to Leave”, a ver si había algún fenotipo novedoso. Pero veo que siguen igual: dormitivos, indistinguibles, liándose a navajazo limpio como en aquel barrio de Corea.  



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Cuento de otoño

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Hace 25 años no estaba bien visto buscar el amor de formas -vamos a llamar- “no presenciales”. Las malas lenguas decían que era el recurso de los feos y los desesperados. De los parias en el amor. De los que no sabían bailar o se les trababa la lengua en el cubata. De las mujeres casquivanas que no aceptaban el curso natural de su soledad.

En 1998 -que para unas cosas es ayer mismo y para otras es el mundo de los Picapiedra- existían las agencias matrimoniales, que eran como las gestorías del amor, y también los anuncios por palabras, donde solía escribirse “Hombre respetable y limpio busca una mujer para fines serios”, o “Mujer hacendosa y simpática busca conocer a un hombre que no se fije solo en las apariencias”. Internet aún caminaba con pañales, cagándose encima cada dos por tres, y solo algún genio malévolo de Silicon Valley preveía la creación de las apps del ligoteo que ahora ya son herramientas de uso común, libres de caspa. “Tienes un e-mail” se rodó el mismo año que “Cuento de otoño” y sólo hay que ver cómo ligaban los pocos americanos que tenían una conexión decente a los servidores.

En 1998, para una mujer como Margali, la viticultora que decidió trasladarse a las faldas del Mount Ventoux para producir vinos de calidad, las opciones de conocer a un hombre de la manera tradicional -tête à tête, como diría ella en su lengua vernácula- se reducen básicamente a tres: esperar que el vecino de finca esté de buen ver, bajar a la disco del pueblo a menear el esqueleto el saturday night, o confiar, como ella dice, en que le caiga el príncipe azul de los cielos también azules de la comarca, tan benéficos para su ánimo y para sus viñas.

Margali dice que a sus cuarenta y tantos años ya pasa, que ya no siente el deseo. Que el trabajo en las viñas es abrumador y la satisface por entero. Pero su amiga, que escucha sus confidencias con atención, no termina de creérsela. Ella sabe que Margali todavía se toca en las noches solitarias, así que decide poner un anuncio en la prensa local, como cantaba Joaquín Sabina en “Rebajas de enero”. Esto son las rebajas del otoño, pero también sirven para encontrar algún chollo por ahí.





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Happy Valley. Temporada 1

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“Happy Valley” es como una película de Ken Loach pero con un psicópata de por medio. Un experimento muy discutible. Pero así viene la moda: si no metes un psicópata en la trama, la audiencia se resiente y cambia de canal. La gente que paga una mensualidad ya no quiere conciencia de clase ni análisis social. Ni siquiera un culebrón turco o venezolano. Eso se lo dejan a las marujas de la tele convencional. Los paganinis de las plataformas ya sólo quieren asesinos, pistoleros, macabrismos... Mondongo variado y música machacona para aflojar el body tras la jornada laboral. 

Jamás un colectivo tan minoritario -al menos los psicópatas asesinos, porque psicópatas del dinero o de la política hay unos cuantos, y son más dañinos cuando montan una guerra por menos de nada- tuvo tanta representación en el mundo de la ficción. Si acaso los astronautas, o los presidentes de los gobiernos, que también son muy pocos y escogidos. A mí, particularmente, los psicópatas ya me cansan. Me quedo con Hannibal Lecter y poco más. Este tarado que hace su performance en “Happy Valley” me parece sobreactuado, metido con calzador. Si ese valle perdido de Inglaterra también tiene su psicópata local, con su colmillo retorcido y su inteligencia diabólica, aquí, en La Pedanía, que es un villorrio muy parecido, también habrá, por pura lógica, un vecino demenciado que anda preparando alguna barrabasada. Y yo no lo veo, la verdad.

“Happy Valley” también se apunta a la moda de no dejar títere con cabeza. Hombre con cabeza, quiero decir. No hay un solo personaje masculino que se salve de la quema. Todos son tóxicos, o violadores, o inmaduros, o gilipollas, o ineficaces, o avariciosos. La panoplia completa. Y empieza a ser cansino también. Un recurso facilón. Del mismo modo que existe el test de Bechdel para evaluar la brecha de género -y pedir que salgan mujeres protagonistas y participativas- habría que inventar, no sé, el test de Rodríguez, para evaluar que las ficciones modernas digan algo bueno sobre nosotros. Somos hombres, es verdad; seres 1.0 que tiramos más bien a lo básico y a lo verraco. Pero jolín. 




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El extraño

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Tantos años de amistad cultivada al final están dando sus frutos. Ya era hora... Con el tío J. -que no es mi tío, sino el tío de Eddie, mi perrete- me une una larga relación que se remonta a cuando yo no tenía canas en el cuerpo y él empezaba a sufrir las suyas en silencio. Hablo, sin afán de exagerar, del siglo pasado. 

Aunque somos muy diferentes, nos une la pasión desmedida por algunos deportes minoritarios: el rugby, el snooker, la NBA... Somos dos exiliados que un día se encontraron en el valle perdido y se reconocieron como almas gemelas cuando ya pensaban que todo era fútbol y el coche de Fernando Alonso, que es lo único que se comenta a boina calada por estas parroquias. Parece una chorrada, pero no lo es. Estos deportes -con su debate continuo, su análisis, su cotilleo extradeportivo- sostienen un tenderete que por lo demás es un desencuentro muy civilizado: no votamos al mismo partido, ni nos gustan las mismas mujeres, ni sacamos las mismas filosofías de la interacción entre los genes y la educación.

La otra media pata que aguanta nuestra amistad  es la cinefilia. Todas las semanas, cuando nos juntamos para tomar las cañas, hacemos un repaso de lo que hemos visto o descartado. Coincidimos más o menos en la mitad de las cosas. En otras nos separa el abismo generacional, o el talante, o la paciencia que estamos dispuestos a sacrificar con las películas larguísimas y las series eternas. La verdad es que los dos ya nos estamos cagando en la “Edad de Oro de la televisión”

Nos recomendamos ficciones, claro, pero lo hacemos sin mucho afán, sabiendo que la mayoría de las semillas arrojadas al surco jamás van a fructificar. Que se quedarán ahí, bajo el sol o bajo la lluvia, hasta que el tiempo las desintegre. Pero de vez en cuando -porque si no esto sería una pantomima- brota la vida en el Huerto de las Recomendaciones. “El extraño”, por ejemplo, se la debo a la mucha insistencia de J., que ya va conociendo mis gustos enrevesados. Es la segunda flor que me ha regalado este invierno, después de la segunda temporada de “The White Lotus”. A ver si algún día germina alguno de mis regalos en su minifundio...





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Pagafantas

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“ Pagafantas: Se conoce así a la persona que aspira a llevar una vida de pareja sin darse cuenta de que no va a acostarse con la otra persona en la vida. Es el que consuela a la chica cuando ha tenido un desengaño. En el reino animal no se ha catalogado ninguna otra especie que siga este comportamiento”.

Así se define al pagafantas en la película. Yo conocía el concepto, pero no el vocablo. Antes, a los tipos como yo les llamábamos gilipollas sin más, en una demostración de simpleza semántica. Lo de pagafantas, hay que reconocerlo, suena mucho mejor, menos hiriente. Más eufemístico. Es el mismo imbécil de siempre pero con una etiqueta que casi lo hace entrañable. Y hasta achuchable.

Sí: yo he sido varias veces un pagafantas. Uno de campeonato, además, de Primera División. Primero fui campeón provincial y luego escalé las posiciones en el ranking. Una vez llegué a jugar la Copa de Europa de los Pagafantas. De hecho, ese chico que en la película ilustra la vida miserable del pagafantas se parece mucho a mí cuando yo era más joven: la misma cara de panoli, las mismas gafas de curilla, la misma expresión de dejarse llevar y no enterarse de casi nada. Una estulticia que no sé si venía de serie o si me la provocó un balón cabeceado en un partidillo. Da igual. El resultado es el mismo. Yo también he consolado a mujeres que me buscaban como amigo, como psicólogo, mientras yo las deseaba en vano, reprimiendo los cuernecillos que me asomaban por el cuero cabelludo. Llegó a dárseme muy bien. 

Luego, por supuesto, como la Claudia de la película, ellas se iban con el tipo menos recomendable del ecosistema. El mismo que habían jurado no volver a retomar. El tipo de hombre que según ellas solo podía acarrearles más lloros y desgracias. Aun así, como luciérnagas en la noche, ellas se quemaban en la bombilla. Y yo me quedaba en el bar pagando las Fantas de naranja, y las Fantas de limón, que siempre fueron mis preferidas. 





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Armageddon Time

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Me sonaba que “Armageddon Time” era un relato de la propia infancia del director. De hecho, James Gray figura como único guionista en los títulos de crédito. Y la historia, puesta en desarrollo, tiene ese aire inconfundible de las historias personales. Sin embargo, al terminar la película, he tenido que confirmar este dato en internet. Su autorretrato me parecía muy raro. Un ejercicio de desnudez sorprendente. Lo normal es disfrazar las trastadas de la infancia con las excusas habituales: que si las malas compañías o que si los padres que dimitían. O la idiocia propia de la edad. Pero este chavaluco llamado Paul Graff es un rapaz que no puede caerle bien a nadie: en casa es un desobediente sin causa; en el colegio, un disperso desesperante; en la calle, un liante de mil pares. No tiene un contexto en el que puedas compadecerlo. Todo en él es malintencionado e hijoputil. Paul Graff es un rubiales angelical de intenciones retorcidas. Un tocacojones de primera.

Termina la película y nunca llega la experiencia catártica que le reconduzca. Paul Graff es un contumaz, un relapso, un tontaina peligroso. Sus padres, en cambio, sí que son unos benditos de Dios... Anne Hathaway porque es Anne Hathaway y aunque desayunara niños crudos seguiríamos adorándola. Y porque además su papel es el de una madre desbordada, bienintencionada pero fallida. Y qué madre, o qué padre, no resulta fallido cuando la naturaleza de su hijo viene a contracorriente.

Y luego está el padre de la criatura, que es un tipo a la vieja usanza: honesto en su trabajo y recto en sus exigencias. Es verdad que a veces se le va la mano, e incluso el cinto, en actos que hoy serían carne de denuncia. Pero este tiempo del Armageddon son los años 80 del siglo pasado, tan salvajes y tan poco pedagógicos, y así nos educaron a casi todos en ambas orillas del Atlántico. Al final las hostias o los cintazos nunca sirvieron para nada. Solo para desfogar la rabia paterna y para que tú te pensaras dos veces eso de reincidir. Al final cada uno es como es y tiene muy poco remedio.





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Pacifiction

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Puede que “Pacifiction” sea una obra de arte, no digo que no. Así lo aseguran al menos nueve de cada diez críticos consultados. Ellos hablaban, incluso, de que era la mejor película española del año. Hace unas semanas, las revistas especializadas parecían el firmamento boreal con tanta estrella que le colocaban.

A mí, sin embargo, “Pacifiction” me ha parecido un rollo macabeo. Un ejercicio de estilo, de “auteur”, de “vamos a rodar una cosa muy rara”.  Los paisajes de la isla de Tahití son acojonantes, eso sí. Pero las tahitianas ya no tanto, y no comprendo por qué, cuando salían tan majas en otras películas de la Polinesia. ¿No era precisamente en Tahití donde se aprovisionaban los rebeldes de la “Bounty”...? Algo ha debido de pasar en los últimos 200 años -el plástico flotante, o las pruebas nucleares- pero en “Pacifiction” las tahitianas están feas, hombrunas, dopadas con testosterona. Es que ni eso te anima a reposar la mirada.

En "Pacifiction" sale mucho Sergi López, que es ese actor no-actor siempre tan campechano, y también Benoît Magimel, el objeto sexual de aquella pianista enloquecida que se pirraba por sus huesos. La de Schubert al piano, sí... La que cogía la cuchilla y ¡zas!, sí... Quiero decir que no es una película hecha entre cuatro amigos. Se le ve una cosa, una intención, un afán lánguido de complacer. De hecho, yo ya había visto otra película de Albert Serra, “La muerte de Luis XIV”, que tampoco era la petardada del siglo. Era una película aburrida, y estirada, pero nunca te alejabas del lecho mortuorio del Rey Sol por ver qué pasaba a continuación, todo morbo y ganas de cotillear.

Quizá por eso me animé a ver “Pacifiction”: por el recuerdo de Luis XIV, que ya ves tú, la inexistente conexión. Pero no, desde luego, porque estos cinéfilos de las revistas pontifiquen una cosa o la contraria.  En provincias ya nadie les sigue. En provincias nos fiamos más de lo que nos recomendamos entre nosotros. Ya nos conocemos, y sabemos de nuestras limitaciones, y las llevamos con jocosa resignación.



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Babylon

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En una sala de cine -con la oscuridad, las palomitas, la obligación de amortizar el dinero apoquinado- puede que “Babylon” sea otra cosa. Como película no sé, pero como espectáculo acepto que es la hostia al cuadrado: una orgía exuberante de imágenes. También una asquerosidad innecesaria donde solo falta el señor Creosota echando la pota; y Diana, -la de “V”, no la de Gales- comiéndose un roedor de aperitivo. En el cine, además, Margot Robbie saldrá el cuádruple de grande, qué digo, saldrá multiplicada por cien, y ocupará todo el espacio sexo-visual cuando baila puesta de coca con ese peto de albañil. 

“Babylon” está hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Chazelle ha rodado un clásico como Dios manda. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas: todo es carísimo, y la gente habla, y mastica cosas que ronchan, y los teléfonos móviles están todo el rato en funcionamiento. Da igual que los silencien: vibran, y los consultan, y te distraen de la pantalla. Además, en las provincias nunca subtitulan las películas, y yo estoy muy mal acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rotulicos en castellano.

Así que he visto “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, en una tele de 42” que no le hace mucha justicia a toda su pirotecnia. Porque la peli -vamos a decirlo ya- desbarra, autocombustiona, se va por los cerros de Hollywood. Y allí todo es más excesivo y demencial que en los cerros de Úbeda. La mar de divertido. Una orgía perpetua donde se queman los billetes recaudados en taquilla. Para los ricos, cualquier década de cualquier siglo son los locos años 20... 

El mayor problema de “Babylon” es que dura demasiado. Tres horas en el sofá de casa no hay quien las aguante. Todo dura una eternidad hoy en día: las series, las películas, los partidos de fútbol estirados por el VAR. Antes podías programarte un poco el día: veo la película y luego leo un rato o paseo por el monte. Ahora te sientas en el sofá y ya no sabes cuándo vas a levantarte.




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