El presidente

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Aquí, en la Pedanía, a la gente le gusta tener el fútbol de fondo mientras compadrea en el bar. Pero en realidad no les interesa. Creo que a la mayoría ni siquiera les gusta. He estado alguna vez allí, en el bar, viendo al equipo de la tierra, y al final, yo, que soy el parroquiano nacido en el extranjero, que sólo me acerco por curiosidad y por hacer un poco de vida social, termino siendo el único que atiende al partido, mientras ellos, casi todos, con sus camisetas y sus bufandas, tontean con el teléfono móvil, o cuentan batallitas de la cerveza, o le tiran los trastos a la camarera, de espaldas a lo que sucede en el televisor. Si marcan los suyos, celebran como locos y vuelven a sus distracciones; si marcan los otros, mascullan un “mecagüen su puta madre…” mientras siguen atendiendo a una jodienda en el WhatsApp.




    Pero esto es aquí y en la Cochinchina. Un mal endémico, y una contradicción de narices, que a los futboleros, por lo general, no les guste su deporte. Les interesa el resultado: el Pedáneo C.F., el Madrid y el Barça. Y punto. Nunca ven otras ligas europeas de renombre, y se desinteresan de la Champions cuando ya no hay equipos españoles. Definitivamente, no les va. Y yo, después de veinte años de exilio en la Pedanía, sigo sin encontrar a nadie con quien tomar una caña y comentarle, con la esperanza de que me siga, cosas como: “He estado viendo una serie de Amazon sobre la corrupción en el fútbol, el FIFA Gate y tal, una serie chilena, muy curiosa, con un punto satírico muy ingenioso, aunque sus responsables quieran jugar con el montaje como Quentin Tarantino y acabas más perdido que un dirigente honrado en esa cueva de Sergio Jadue y los 40 ladrones, que eran, de largo, muchos más…”.

    No sé cosas así, del perímetro del fútbol, políticas, sociológicas, marujiles incluso, que desemboquen en una conversación sobre los males del mundo y los defectos del ser humano enfrentado al dinero fácil, y a la seducción de un par de tetas. Un intercambio de pareceres que después, a la cuarta o quinta cerveza, nos haga recordar lo maravillo que es este deporte y lo que hay que aguantar de la gente que lo odia, y de la gente que lo rige. Pero aquí, para empezar, casi nadie sabe lo que es Amazon…




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Celebrity

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Cuenta la leyenda urbana que Charlize Theron apareció en nuestras cinefilias -porque antes ya había salido en un anuncio de Martini, mojándose los labios – interpretando a una modelo de pasarela en Celebrity, la película de Woody Allen. Pero no es cierto: hoy he comprobado -qué vida más triste, la mía- que su papel en Pactar con el diablo es anterior, haciendo de mujer ninguneada por el imbécil de su marido, el abogado que prefería la otra erótica del prestigio profesional. Pero claro: en la película del diablo, Charlize, aunque era una mujer bellísima, no era polimórficamente perversa, como en Celebrity, que le rozas un codo o un dedo del pie y ya tiene un principio de orgasmo, ni iba por ahí lamiendo las orejas de sus parejas mientras les advierte que va un poco resfriada, y que si no tienen miedo de proseguir con el escarceo… “De ti me contagiaría hasta de cáncer terminal”, le responde el personaje de Kenneth Branagh al borde del desfallecimiento presexual, justo un segundo antes de estrellar su Aston Martin contra el escaparate.



    La presencia de Charlize Theron en Celebrity apenas abarca diez minutos de metraje, pero es como la supernova cuyo brillo anula todo lo demás. Más que bellísima, es pluscuamperfecta, y además clava su papel de mujer nacida para desear y ser deseada. E incluso yo, que no soy muy dado a erecciones cuando hay ropa de por medio, me veo sorprendido por la agitación de mi alter ego, que desafiando el marasmo de la siesta se alza para curiosear cuando Charlize le cuenta a Kenneth Branagh su extraña sexualidad, o cuando baila pegado a él en la discoteca de moda.

    Y es injusto, que Charlize protagonice el recuerdo, y monopolice los escritos, porque luego te pones a ver el resto de Celebrity,  ya recompuesto y más digno, y resulta que es una película que no ha perdido nada con el tiempo, ocurrente y ácida. Inmisericorde con la tontería de las celebridades ,pero también con la tontería de los que no somos famosos, por creer que manejamos el rumbo de nuestras propias vidas.

Branagh: No sé por qué, pero estás tan radiante...
Judy: Gracias. Es la suerte...
Branagh: En serio
Judy: Da igual todo lo que digan los psiquiatras, o los expertos, o los manuales... En el amor lo que cuenta es la suerte.



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Dunkerque

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La casa de Philippe Rickwaert, en la serie Baron Noir, está situada frente a la playa de Dunkerque. Allí, con el café entre las manos, plantado ante el ventanal con vistas al mar, Rickwaert urde los pactos, los chanchullos, los golpes de efecto que luego dará en París por el bien del socialismo francés. Dunkerque es una ciudad portuaria e industrial, de las que ya casi no quedan en Occidente, y quizá los guionistas han pensado que sería un buen lugar para explicar los orígenes de Rickwaert, socialista de gesto temible, forjado en las fábricas, bragado en los sindicatos, muy alejado de los neopijos que defienden el socialismo esgrimiendo una rosa y no un kalashnikov que dispare marrullerías para asaltar de nuevo la Bastilla.




    Pero ahora, después de ver Dunkerque, la película de Christopher Nolan, he comprendido que quizá los guionistas de Baron Noir disparan más alto, con más simbolismo, y que del mismo modo que Dunkerque no fue una batalla verdadera, sino la huida por mar de una ratonera, Rickwaert tampoco está librando una guerra , sino que, simplemente, se limita a sobrevivir en las playas, con lo que queda de los votantes socialistas, unos cuantos miles de fieles como soldados franceses y británicos en 1940. Un ejército de románticos que todavía sostienen el sueño de una sociedad más justa, y más libre, pero que están siendo diezmados por el Frente Nacional, que estrecha el cerco, bombardea sin piedad, y amenaza con asestar un golpe definitivo para que termine la guerra democrática y se instaure un Reich a la francesa que dure mil años por lo menos.

   Es muy seductora, esta metáfora de Dunkerque como playa donde resistir los embates del enemigo, o de la vida, antes de que vengan los barcos a rescatarte. Supongo que en estos  momentos de mi vida soy algo así, un soldado en Dunkerque, uno que ya no puede volver atrás porque por allí sólo queda furia y malentendido, y que enfrente, de momento, se topa con un mar de aguas revueltas que algún día tocará navegar, para escapar de la molicie.


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Waterworld

🌟🌟

Hay que reconocer que en 1995 aún estábamos un poco pez, con esto del cambio climático, y quizá por eso, en el arranque de Waterworld, nos impresionó mucho la infografía del planeta anegado por el agua líquida que antes era hielo. No exactamente como si los océanos se levantaran, sino como si los continentes se hundieran, mansamente, como esponjas en una bañera.

    Supongo que Al Gore, en su calidad de vicepresidente, ya trabajaba duramente en el asunto, y alzaba la voz en los foros donde los texanos con sombrero y los neoyorquinos con Armani negaban la catástrofe. Y donde la siguen negando más o menos igual, gracias a que ahora el presidente es de los suyos, y a que todos se dan la razón como tontos en internet. Pero el gran público, el que se levanta a currar, ve la tele, aguanta a los hijos y espera el sábado-sabadete como una fiesta, en 1995 aún no pensaba en la posibilidad de que las olas llegaran algún día hasta su pueblo, y sólo los que habían padecido el exilio de los pueblos sumergidos por el plan Badajoz, y por los otros planes del regadío, imaginaban como sería el mundo con las casas y las iglesias hundidas bajo el agua, abandonadas a las truchas, y a los lucios.



    El problema es que luego empezaba la película, veías a Kevin Costner con su catamarán surcando la mar océana -y supuestamente infinita- y en ningún momento olvidabas que eso lo habían rodado en las costas de Malibú, frente a la casa de Charlie Harper, o en un tanque de agua de la hostia, en los estudios de la Universal. Waterworld costó unas millonadas incalculables y en algunas escenas lucía un presupuesto como de película de Mariano Ozores, con Pajares y Esteso persiguiendo sirenas a lomos de una moto de agua en Benidorm.

    Aquí lo único interesante es la fabulación del ictiosapiens, una especie humana adaptada a la vida acuática con branquias tras las orejas, membranas en los pies y un pendiente de concha que nunca se cae a pesar de los hostiazos. Waterworld interesa más como mockumentary del National Geographic que como película para tomarse en serio. Porque quizá ahora mismo, en algún rincón de Wuhan, para adaptarse al nuevo entorno coronavírico, hay un chino que está desarrollando una membrana facial a modo de mascarilla, un algo cartilaginoso o mucoso que le sale del labio superior cuando enfila una calle concurrida, entra en la panadería del pueblo o va haciendo el tonto por ahí y aparece una patrulla de la Benemérita en lontananza. El mascarosapiens, a falta de un latinajo más acertado, o de que los anglosajones, como siempre, se apropien finalmente del término.



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Dioses y monstruos

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A veces -supongo que como todo el mundo- me pregunto cómo seré de mayor, de anciano que va perdiendo las facultades mentales y corporales. Y las del pito... Lo cierto es que hace años me lo preguntaba más a menudo, asustado por la certeza de tener que envejecer y morir. Pero ahora, paradójicamente, a medida que los plazos se acortan, pienso cada vez menos en la decadencia, quizá porque he comprendido que morir es una certeza, pero envejecer no tanto, y que es una pérdida de tiempo mirarse en el espejo e imaginarse de jubilado, en el pisito coqueto, o en el asilo de los aparcados, repitiéndose como una cebolleta, y meándose en los pantalones.



    Ahora, por culpa de los sueños, y de los escritos que pergeño, miro más hacia el pasado, hacia mis tiempos de niño, con el pantalón corto, y la cara sin gafas, pero nadie diferente en realidad, un mini-yo con la misma personalidad y las mismas tonterías. Un ejercicio nada revelador, más allá de la pura nostalgia. Hacia allí, hacia la niñez, gira últimamente mi veleta, pero a veces un golpe de viento, o una película como Dioses y monstruos, sopla mi deriva mental en sentido contrario, y en eso que los americanos llaman un flashforward me veo dentro de veinte años como James Whale en la película, recitando mi nombre ante el espejo, muy despacio, y en voz baja, Jimmy Whale, Jimmy Whale…, como quien recita un conjuro que devuelve el orgullo de una vida bien vivida, aprovechada a pesar de los reveses. Una vida que uno no dudaría en repetir si en el momento de la muerte nos dejaran volver a la casilla de salida, que era la prueba definitiva de la plenitud, y de la conformidad, decía el filósofo Nietzsche , o algo muy parecido.

    De momento, me miro al espejo dentro de veinte años y aún no soy capaz de rescatar el instante glorioso, el regocijo del logro, la mansedumbre del alma, la serenidad de lo correcto… El momento de gozo tan fugaz como brillante, como una supernova. Me faltan, con suerte, para llegar a ese momento crítico, cinco campeonatos del Mundo, que son las Olimpiadas en las que yo divido mi vida  griega, tan poco epicúrea, y tan mucho cínica. Habrá que ir moviendo el culo...



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Un mundo perfecto

🌟🌟🌟🌟🌟

Hace dos meses, cuando todavía estábamos encerrados en casa y sólo podíamos salir a comprar el pan, y a ordeñar las vacas del señor, Clint Eastwood cumplía 90 años al otro lado del océano, y en las emisoras de radio se abrieron los micrófonos para que la gente votara por sus mejores películas.

    La cosa iba de opinar sobre Clint Eastwood como director, no como pistolero en Almería, o como poli fascista en San Francisco, pero todavía hay gañanes de palillo y copazo que llaman para decir que las mejores películas de Isvuz son “las de tiros”, con el poncho mexicano, o las de Harry, con el magnum de la hostia, y todavía no se han enterado de que Clint se puso tras las cámaras para regalarnos un puñado de clásicos en los que a veces -es increíble- ni siquiera hay armas de fuego, y sí saxofones, o guantes de boxeo, o cámaras de fotos del National Geographic.



    Luego, entre la gente más o menos informada, hubo gustos para todos los colores, y estuvo bien, fue un homenaje bonito y tal, pero yo eché de menos que nadie mencionara Un mundo perfecto entre sus películas favoritas. Todo el mundo se decantaba por Sin perdón, o por Mystic River, o, por supuesto -sobre todo las oyentes- por Los puentes de Madison, que tiene un polvo a la luz de las velas, y que siendo una película cojonuda, y de mucho llorar en la escena bajo la lluvia, nunca puedo evocarla sin acordarme de aquel monólogo de Agustín Jiménez comiéndose los cojines en el sofá: “¡Vamos, Clint, haz algo, dispara, o rompe un puente…!”

    Yo nunca llamo a la radio, por timidez, y por pereza, y porque creo que siempre dan paso a los mismos enchufados, pero si hubiera expuesto mi opinión a los cuatro puntos cardinales, habría dicho que Sin perdón es su obra maestra  y Un mundo perfecto su profeta, aunque la rodara un año después. En un mundo perfecto de verdad, Un mundo perfecto habría sido una película redonda, pero en este mundo falible en el que hasta Clint Eastwood mide mal algunos efectos, la película sólo llega al rango de emotiva y maravillosa.

    No sé… Será que la relación entre Kevin Costner y el chaval de Estocolmo funciona a la perfección, o será que siempre he sentido debilidad por los títulos irónicos, que contradicen lo que luego se cuenta en la película, como Brazil, que era la fantasía geográfica de un hombre desgraciado, o 10, la mujer perfecta, que al final era una mema de mucho cuidado,  o Un mundo perfecto, que en verdad es un asco de país, violento y carcelario, de sonrisas falsas y tarados de la religión. De niños tristes y adultos incomprendidos, aunque eso, por desgracia, se dé en todos los lados.


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Frenético

🌟🌟🌟

Frenético no es, ni de coña, una película que merezca tantos visionados como yo le he dedicado. En el cine de León, en su momento, y luego en el Canal Plus, y hace años en una tentación, y hoy, descoyuntado por la canícula, en el Canal Hollywood de la sobremesa, como si ya estuvieran programando para mí en plan personal shopper, leyéndome la pupila, o la meninge, estos mamones del Movistar, y supieran que acabo de terminar un ciclo de Roman Polanski coronado por sus muy aburridas y nada edificantes memorias: un libraco donde cuenta lo mucho que rodó, lo mucho que folló y lo mucho que los mediocres maniataron su genio creador.



    A Frenético se le nota demasiado que es un vehículo actoral, y además por partida doble. Por un lado está Harrison Ford, que quería demostrar que podía ser un actor verdadero, con emociones cotidianas, de andar por casa, y no quedarse en una simple caricatura que pilotaba naves espaciales o perseguía reliquias con un látigo. Y por otro lado, claro, está la señora Polanski, Emmanuelle Seigner, que aquí hace su aparición estelar, su particular introducing en el panorama internacional, y chupa más cámara de la que le correspondería a su personaje, tan estimulante y decisivo como finalmente enredoso, y tontorrón.

    Frenético es una nadería bien hecha, un divertimento para usar y tirar, pero yo, más o menos cada diez años, vuelvo a caer en ella como una mosca sin memoria. Y es porque la película se parece mucho a unas pesadillas que yo tengo, y siempre que me la topo, me identifico, y me quedo pegado a la telaraña. Frenético, como muchas películas de Polanski, puede leerse como una historia real, con personajes que se la juegan de verdad, o puede leerse como la chifladura de alguien que tiene una pesadilla espantosa. Y yo, que podría escribir unos guiones cojonudos con mis sueños, a veces también camino por una ciudad extraña, de la que no conozco el idioma, y pierdo a la mujer que iba conmigo para ser reemplazada por otra que aparece a mi lado como surgida de la acera, o caída de la nube. En esa ciudad de mis pesadillas yo también voy frenético perdido, buscando algo, llegando tarde, sin hacerme entender por las autoridades ni por los viandantes, y al final despierto pegando un grito, o resudado hasta la raja del culo, descubriendo, finalmente, con un suspiro de alivio, que mi vida sigue siendo tan poco aventurera como siempre. Lejos de París, y de cualquier ciudad excitante...


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Baron Noir. Temporada 1

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La idea que subyace en cualquier serie que cuente los entresijos de la política, es que el votante medio es una persona medio idiota y manipulable. Un desinformado que si escucha el discurso correcto en el momento adecuado, saliendo por la boca de un candidato prediseñado, será capaz de votar en contra de sus propios intereses. Porque en verdad no se entera, o no quiere enterarse, o no lee la prensa, o si la lee no profundiza en lo que pone. Mochufa, que diría el otro... Y lo más triste es que esto no es una cosa de la ficción, de Baron Noir y otras por el estilo, sino realidad palpable y doliente cada vez que llega el momento de ir a votar. Los votantes, tomados así, en general, como masa amorfa, somos lemmings estúpidos que cada domingo electoral nos ponemos en fila delante del acantilado para suicidarnos.



    Philippe Rickwaert, en Baron Noir, es el demiurgo político que todo lo que toca lo convierte en corrupción, o en mentira, o en traición al compañero que ya no sigue la estrategia. Ante el dilema maquiavélico de elegir entre el fin y los medios, Rickwaert no pierde ni una décima de segundo en considerar tal majadería. En un aula de Filosofía o de Politología, él podría pasarse horas debatiendo sobre el asunto, si fuera menester, pero ahí fuera, en el barro de la política, peleando cada hueso con los otros perros del callejón, el fin lo es todo, y el medio no conoce moral.

    La dualidad que seguramente parte el alma de Rickwaert no es ésa, sino la contradicción de servir a la clase obrera sabiendo que la clase obrera es de natural poco instruida y visceral, y que en su mayoría no votan al Partido Socialista para construir un mundo mejor y más justo, sino para ver si ellos les sufragan la compra de un Audi, y la posesión de un chalet, como sus vecinos más ricos que votan a la derecha. Y que si la cosa viene torcida, y el socialismo se va por peteneras, no van a dudar ni un minuto en votar al Frente Nacional de los Le Pen, aunque está en las antípodas de la moral. El verdadero drama de Philippe Rickwaert es el de seguir siendo un socialista de verdad en un mundo lleno de socialistas de mentira. Y tener que dejarse las pestañas, y la honradez, para que no se vayan a comprar a la tienda de al lado productos peores, y hasta nocivos para la salud.



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Sinceramente Louis CK

Hace unos meses, en la radio, le escuché decir a Juan José Millás que las personas no envejecen gradualmente como si bajaran una rampa, sino que lo hacen descendiendo escalones, de tal modo que un día te las encuentras y están como siempre, o de puta madre, y al mes siguiente te las vuelves a encontrar y ya cargan con los años que estaban esperando que una desgracia, o que una enfermedad, les abriera la puerta del castillo.



    Yo mismo, no hace mucho, me miré un día ante el delator y me vi de golpe con los casi cincuenta años que me corresponden, arrugoso, canoso, desmejorado, cuando el día antes todavía lucía un rostro que aún se podía presentar en sociedad. Y más aún: ayer me reencontré con el cómico Louis C.K. después de dos años de ostracismo y es como si a él le hubiera caído encima una década completa. Supongo que es el castigo que los dioses le enviaron... Yo le tenía mucho cariño a este hombre. Me reía mucho con sus ocurrencias porque es el tipo de cachondo que siempre me seduce, jugando con los límites, con la provocación, con la ofensa a los ofendiditos… Una de sus vetas preferidas, de la que extraía chistes y anécdotas sin fin, era su virtuosismo con la masturbación, y mira tú por dónde, por la polla murió el pez, masturbándose donde no debía, y ante quien no se atrevía a denegárselo.

    Louis C. K. reconoció los hechos, desapareció tras la cortina y todos sus admiradores, sorprendidos y defraudados, asumimos que el tipo había cumplido su periplo profesional. ¿Borrar su serie del disco duro del ordenador? Eso nunca. Pero verla, a modo de homenaje, tampoco. Sin embargo, ayer descubrí en internet que había vuelto a los escenarios con un monólogo titulado “Sinceramente Louis CK” y me picó la curiosidad. Y por qué no decirlo: una cierta melancolía. Me noté incómodo durante los diez primeros minutos. Como si yo no debiera de estar ahí, en el sofá, riéndole la gracia al personaje. Pero luego me fui diluyendo en las sonrisas, y luego en las carcajadas, porque el tipo sigue en plena forma, y al llegar al minuto 50 de la actuación, cuando ya sólo quedaban diez para el final, Louis empezó, de verdad, a sincerarse... Pero a su modo, claro, con ironías, autoironías, cilicios entre disculpas. Había mujeres entre el público que se partían de risa con sus tonterías. ¿Justifica eso que los hombres ya podíamos liberarnos de la vergüenza de sonreír? No lo sé. Ha sido todo muy confuso. ¿Los amigos dejan de ser amigos cuando hacen cosas terribles?



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Vidas rebeldes

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Vidas rebeldes cuenta la historia de tres hombres que quieren tirarse a Marilyn Monroe. Como cualquier hombre heterosexual en 1960, supongo, americano o extranjero. El problema es que ninguno de estos tipos sabe lanzar la pelota como Joe DiMaggio, ni sabe escribir libros profundos como Arthur Miller, ni, por supuesto, dirige los destinos de la nación desde el Despacho Oval con una sonrisa Profidén. Gay, Guido y Perce -que ya tienen, de partida, unos nombres poco glamurosos para conquistar a este bellezón- son tres vaqueros que se ganan la vida como pueden, tres inadaptados sin afeitar en los desiertos de Nevada, que es el título original de la película, The Misfits, y no esta gilipollez que le pusieron en el mercado nacional. Tres excombatientes de la vida, y de la guerra, que cuando conocen a Marilyn Monroe -porque Norma Jean, en la película, hace de sí misma sin mucho disimulo- se ponen como tontos, como muy poéticos y excitados, y tratan de camelársela cada uno con sus virtudes y sus imposturas.



    El que parece llevarse el gato al agua es Gay, porque Guido es tan feo que luego hizo de feo oficial en El bueno, el feo y el malo, y Perce, el pobre, aunque es el más joven y guapo de los aspirantes, lleva tantas hostias en la cabeza, de otras tantas caídas en el rodeo, que a veces confunde a Marilyn Monroe con una vaca, o con un cactus del desierto, lo que ya es mucho confundir. Pero Gay, que se parece mucho a Clark Gable entrado en años, esconde cierta afición por cargarse a todo bicho viviente que se mueva por las cercanías, lo mismo simpáticos conejos que caballos salvajes, y Marilyn, que siente aversión por los machos armados con escopeta, comprenderá demasiado tarde para el amor, pero no demasiado tarde para salir corriendo, que Nevada sigue siendo el Far West sin civilizar, el confín todavía no hollado por los hombres sensibles y románticos.

    (Si todas las películas antiguas terminan siendo, con el paso del tiempo, una captura de fantasmas, The Misfits es quizá la sesión espiritista más famosa del celuloide. Una verdadera película maldita. Todos ellos, salvo Eli Wallach, se murieron poco después, o se fueron matando ya sin remedio, y casi conmueve el alma verlos ahí todavía, tan frágiles, pero todavía vivos).


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Huérfanos de Brooklyn

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Hay tres tipos de películas de detectives. En las primeras, por las argucias de la narración, el detective va acumulando certezas mientas el espectador permanece in albis, y la gracia consiste en ir pedaleando para no quedarse descolgado como un ciclista gordo, y llegar a la resolución del caso con un ¡oh! de admiración en el resuello.  En las segundas, y gracias a las trampas del guion, es el espectador el que camina sobre seguro y va desvelando los secretos mientras el detective -generalmente un panoli, o un cegarato, o un empalmado enamorado de la mujer fatal- va dando palos de ciego y se rasca la cabeza que lleva bajo el sombrero. Aquí la gracia consiste en ir riéndose un poco de él, muy ufanos en el sofá, como comadrejas astutas de toda la vida, hasta que el pavo por fin alcanza nuestra iluminación justo cuando ponen el The End.



    El tercer tipo de películas, que son las más chapuceras, o las más experimentales, o las dos cosas a la vez, son aquellas en las que el detective y el espectador van juntos de la mano en su ignorancia, y a veces salen obras maestras de la hostia y a veces tostones incomprensibles que te quitan las ganas de reincidir en el género durante meses. Huérfanos de Brooklyn -que es una traducción idiota del título original, “Huérfano de Brooklyn”, el apodo del protagonista- es una película de este tercer tipo, caótica, descabalada, como un puzle de 1000 piezas reconstruido por un niño de dos años que no sea un superdotado.

     Huérfanos de Brooklyn dura demasiado, se pierde en tontacas, se le notan mucho las referencias… Pero al principio sale Bruce Willis, y te alegras un montón con el reencuentro, y luego toda la película la lleva Edward Norton haciendo otra vez de tarado, como en El club de la lucha, y eso ya te predispone para bien, y luego sale Alec Baldwin, que impone, y Willem Dafoe, que ya resucitó tras lo de El faro, y hasta sale Omar, el de The Wire, el cara-rajada, tocando la trompeta como un ángel negro caído del cielo, en el club de jazz. Y si fueran otras, las jetas, la película sería para olvidar nada más terminar este escrito, pero así, con esta pandilla, con estos amigos de toda la vida, uno no acaba de atreverse a dar la tarde por perdida del todo.



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Ema

🌟🌟🌟

Desde el día en que un niño gitano -por la porfía de un gol dudoso en el descampado- me lanzó una maldición que yo en principio me tomé a broma porque soy racionalista y descreído desde niño, vivo lastrado por varios males de ojo que me hacen la vida muy atravesada y a veces casi imposible. La gente piensa que soy un maniático, pero todas las cosas que denuncio son reales, verificables, y me pasa como a la gente que ve fantasmas o que avista OVNIS, que pasa por loca cuando en realidad sufren una maldición que tal vez ya ni recuerdan, o que ni siquiera oyeron, entre el ruido infernal de la feria de su pueblo.




    Ahora, por ejemplo, que es tiempo de vacaciones, cualquier lugar que yo elija como refugio será azotado por un calor insoportable, aunque la publicidad venda el destino como 100% libre de sol y "free melanoma". Podría ir al Polo Norte y se derretiría en las dos o tres semanas que yo pasara allí, perseguido por el Sol que siempre va suspendido sobre mi cabeza, geoestacionario, alvarostático. Damocles, le llamo yo, en este colegueo veraniego que me persigue desde la adolescencia. Donde yo voy nunca llueve, nunca refresca, se mueren las plantas de sed y los gatos de insolación, y para no liarla parda, y no acelerar el cambio climático de un modo peligroso, prefiero quedarme en latitudes de andar por casa, cantábricas, o atlánticas gallegas, para que estas comunidades se quiten la mala fama de estar siempre lloviendo, y soplando la galerna. Debería cobrarles, a los hosteleros, y a las consejerías de turismo, por mi presencia que atrae a los bañistas, y no al revés, ser cobrado por ellos, como es habitual, y a veces de un modo abusivo.


    La otra maldición que me persigue en vacaciones es que, vaya donde vaya, sea hotel, hostal, piso de lujo o piso de mierda, siempre hay un vecino loco que se pasa los diez o quince días de mi estancia dándole al martillo. Un pedazo de cabrón que me ve llegar desde su ventana con la maleta y el perrete, y decide, inspirado por mi triste figura, empezar a colocar el parqué, o realicatar el baño, o, simplemente, darle al martillo por diversión, o para hacer bíceps, y ahorrarse las mancuernas.

     Hoy he tenido que ver Ema, la película de Pablo Larraín, con las ventanas abiertas por el calor, y con un par de tapones en los oídos, por el vecino, y entre eso, y que en los arrabales de Valparaíso hablan un castellano que no es tal, sino un dialecto reguetonés masticado entre chicles, he de decir que no me he enterado prácticamente de nada. Bueno sí, de una cosa, que en realidad ya sabía: que el sexo es el motor del mundo, el arma definitiva, y que quienes niegan tal evidencia son como zorras despreciando las uvas de Samaniego.



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El faro

🌟🌟🌟

Todavía hoy, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, respondo que farero, que es un oficio que siempre me sonó a misantropía, y a lejanía de los humanos. Vivir a orillas del mar, en el acantilado, donde sólo se aventuran los turistas despistados, y las furgonetas que traerían los víveres a mi puerta. Me gustaría ser farero, sí, si todavía estoy a tiempo, y quizá en mi calidad de funcionario aún pueda hacer una promoción interna, o convalidar estudios, o presentar una instancia ante mis superiores, no sé, algo así, aunque perteneciendo a la Junta de Castilla y León -que sólo tiene mares de cereales y océanos de secarrales-, veo difícil que me ubiquen en un faro que ilumine a los navegantes.



    Me cuentan, de todos modos, los hombres y las mujeres de la mar,  que los faros ya no son como los de antes, como los de la película insólita de esta tarde. Que ya funcionan casi solos, con muy poco mantenimiento, y que el Ministerio de Costas y Faros ya no paga a funcionarios para que vivan en ellos tumbados a la bartola casi todo el día, leyendo, fumando, dando paseos melancólicos, con la única tarea de cambiar la bombilla cuando se funde y de sacarle brillo a los cristales. Y me embarga, de nuevo, cuando escucho esas noticias, la sensación de haber nacido tarde, fuera de época, porque también me hubiera gustado ser, en su defecto, condenado a la vida de secano, un maestro rural, de los de  la vieja escuela, con barba y reloj de bolsillo, en aquella época no tan lejana en la que había colegios en los pueblos, y los vecinos te regalaban quesos y chorizos por Navidad, y eras el tuerto en el país de los ciegos -culturalmente hablando-, y el maestro era una figura respetada, admirada incluso, que formaba parte de las “fuerzas vivas” del lugar, junto al cura, al alcalde y al sargento de la Guardia Civil.

    De todos modos, lo que tengo muy claro, y desde esta tarde cinematográfica todavía más, es que si algún día cumplo mi sueño, seré un farero solitario, lobo estepario de mar, aunque termine hablando con las gaviotas, o con los balones de voleibol. Te toca un loco de compañero como cualquiera de estos dos, y ya tenemos el manicomio preparado, en el fin del mundo, donde nadie puede escuchar tus gritos de auxilio…




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Heridas abiertas

🌟🌟

Al amigo que me recomendó Heridas abiertas le debía un par de comidas por dos apuestas perdidas (la bocaza, que me pierde, en asuntos de política nacional, y de favoritos para ganar la Copa de Europa). Pero ayer, mediado el séptimo capítulo de la serie, mucho antes de que se consumara este despropósito de paletos y psicóticas, le envié un mensaje anunciándole que ya sólo era una, la comida que le iba a pagar, y que la otra me la pasaba por el forro en descargo de estas ocho horas de heridas abiertas y bocas bostezantes.

    Y la cosa, la verdad, no empezaba nada mal, con Amy Adams paseando su belleza por la América Profunda, pelirroja y sin maquillar, con un jersey de andar por casa y unos vaqueros ceñidos que es todo lo que necesita para que no perdamos ripio de sus quehaceres. Amy, en la serie, es una periodista que regresa a su terruño para cubrir el asesinato truculento de dos chicas, y de paso, entre la investigación y la escritura, saludar al ex quarterback que la amó, a las arpías que fueron sus compañeras de instituto, y a la querida familia que ya desde la primera escena se ve que está tan podrida a millones como podrida está su alma, o su psique, o su despensa de los despojos.



    Al principio de Heridas abiertas la cosa promete, porque hay un crimen por resolver, una crónica periodística, y una tensión sexual sin resolver entre Amy Adams y el detective enviado desde Kansas City. Diálogos chispeantes, afilados, de doble y hasta triple sentido, casi como de Luz de luna, que ya es mucho decir. Uno piensa, en los primeros y prometedores episodios, que la disfuncionalidad de los Preaker-Crellin sólo va a ser el telón de fondo de la tragedia. El plato que se utiliza para presentar la comida y nada más. Pero resulta que no: a partir del tercer capítulo, los responsables del asunto dejan de engañarnos y confiesan que esto no va a ser, ni de coña, algo similar a True detective. El crimen se la sopla, el sexo se lo fuman, y al final, durante cinco episodios que son como cinco agostos a la solana, lo único que importa es saber quién está más grillado, más traumatizado, más ido de la puta olla, en esa familia sureña que ha construido su fortuna matando cerdos y aburriendo a las ovejas.



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Los impostores

🌟🌟🌟

Lo bueno de tener una inteligencia menguada como la mía es que las películas de timadores siempre me sorprenden, incapaz de anticipar la desventura del estafado, o la argucia del estafador. Donde otros espectadores lo ven venir todo, y se aburren moderadamente, y sólo el orgullo de quien acierta los pronósticos los mantiene sentados en el sofá, yo soy como un niño simplón, bobalicón, que aplaude cada vez que el timador se sale con la suya, como un crío en el circo, alelado ante el mago. Disfruto el doble que los demás espectadores, eso sí, pero cuando hago reflexión serena de lo que he visto, me invade una desazón muy poco edificante, que me dura lo que tardo en pergeñar estos escritos.



    Quizá por eso, porque soy así de impresionable, he pasado un buen rato viendo Los impostores, que es una película de Ridley Scott que yo no sabía ni que existía hasta ayer por la mañana, cuando repasaba su filmografía. Supongo que en su día leí algo, o me dijeron algo, y me pudo más el desánimo que la intención, y con el tiempo olvidé incluso que existía tal película. Cosa rara, tratándose de mí, porque del mismo modo que podría engañarme cualquiera, con cualquier truco barato, luego no olvidaría jamás su jeta, o las palabras exactas que me dijo.

    Los impostores empieza muy bien, flirtea algo más de media hora con la sensiblería, y finalmente remonta el vuelo para alejarse del culebrón de sobremesa. No esperaba menos, en el maestro Ridley Scott. Los impostores no es una obra maestra, ni siquiera una gran película, pero el andamiaje se sostiene, los timos entretienen, e incluso Nicholas Cage, haciendo de Nicholas Cage, tiene un pase y un encanto. Lo que no me termina de cuadrar es el personaje de la cajera sonriente y guapísima, en la que su personaje va depositando poco a poco la esperanza de un futuro mejor. Creo que en realidad es un ángel que bajó del cielo para hacer una sustitución. No pega. Con lo que suelen cuidar los americanos, estas cosas del casting.



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La estafa

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La mayoría de las cosas que veo en las películas jamás suceden en la Pedanía. Y eso que en la Pedanía también hay extraterrestres, amores rotos, muertes imprevistas, virus de China que nos obligan a llevar mascarilla. Hasta un zombi, todos los días laborables, a eso de las ocho de la mañana, que soy yo mismo sacando al perrete entre las brumas del sueño. Pero la Pedanía es lo que es: un villorrio con viñas y huertos, calles y caminos, vecinos que no llevan vidas singulares que justificaran la escritura de un guion, ni que luego viniera Amenábar a ponerlo en imágenes. Lo que pasa aquí, groso modo, pasa en todos los sitios, y Netflix, y los DVDS, y las salas de cine que todavía sobreviven, están para enseñar otras cosas más excitantes.



    Pero mira tú por dónde, aquí, hace años, en el Instituto de Secundaria -que la Pedanía no es sólo cultivo de hortalizas- sucedió algo muy parecido a lo que se cuenta en La estafa, la película de la HBO, que a pesar de estar basada en hechos reales parece una cosa inverosímil, que sólo podría suceder en Estados Unidos con anglosajones muy parecidos a Hugh Jackman y a Allison Janney. Aquí, en el IES, también hubo un presunto funcionario que cogió presunto dinero de la caja común, lo desvió con mucho presuntamiento a su bolsillo particular, y empezó a llevar una vida mejor, mucho más lucida, que levantó las sospechas de sus compañeros en el currelo.

    La Pedanía, con la tontería, salió varios días seguidos en los periódicos, para orgullo de las gentes del lugar, que no valoraban que el motivo fuera más bien un desdoro y una vergüenza. Total, el golfo apandador no vivía aquí, sólo trabajaba por las mañanas, y es como si el delito lo hubiese cometido un peregrino de Santiago, que sólo pertenece a la Pedanía cuando está en tránsito o pide un bocadillo en el bar. La prensa provincial no hablaba tanto sobre el lugar desde que la Ponferradina jugaba aquí sus partidos como local, o desde que empezó la construcción del Hospital Comarcal sobre la gran charca de las ranas.

    Durante esos días del desfalco fuimos casi tan famosos como la población de Roslyn, en Nueva York, y hay quien opina, después de ver la película, que quizá deberíamos hermanarnos con esos anglosajones del otro lado del charco, para hacer un poco de fraternidad dolida, y de cuchipanda con el asunto.



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Aguas oscuras

🌟🌟🌟

Supongo que a partir de ahora ya no podré mirar igual a las sartenes. Es más: quizá hoy, en las pesadillas habituales, las mujeres sin rostro y los niños sin nombre adopten la forma de sartenes parlanchinas, que se vienen conmigo de compras, o a pasear, como objetos antropomorfos de película de Disney, para que mis sueños ya sean el terror definitivo o la descojonación absoluta. O esa mezcla de ambas cosas que consigue David Lynch en sus películas.



    Tengo dos sartenes en casa que ya son veteranas, viejas amigas, y tienen el culo tan pelado que no puedo leer si tienen teflón en la capa más profunda de su epidermis. Tendré que deshacerme de ellas, me imagino, para no tentar a los ocho tipos de cánceres que describen en Aguas oscuras, y acudir a la ferretería más cercana -o al Carrefour del Down Town, que allí son más baratas- a ver si venden sartenes sin teflón. Porque la cosa no está clara, y después de ver la película consultas en internet y lo mismo lees que la Unión Europea ha prohibido el uso del C8 como que existe una moratoria para que las empresas se vayan rehaciendo, e inventando un nuevo pegamento que obre el milagro de freír un huevo, o un filete vuelta y vuelta, y que lo orgánico no se quede pegado en lo inorgánico, dejando la hebrilla que luego hay que refrotar con el estropajo.

    Habrá que documentarse, está claro, y a la pesadez de cualquier compra responsable habrá que sumar ahora la compra de las sartenes. Otro cuidado más, en esta vida del consumidor llena de obstáculos y peligros. Con lo fácil que era hasta ayer mismo: llegar a la tienda, comparar precios, comprobar que la sartén elegida no tiene un abollón o no se desprende de su mango, y hala, al cesto de la compra. Habrá que bajarse las gafas hasta la punta de la nariz, leer la etiqueta, descifrar los componentes del antiadherente, buscarlos en el teléfono móvil, arrugar un poco el morro, y finalmente tomar la decisión de arriesgar o no la salud en el empeño. Maldita Aguas oscuras. Maldita DuPont. Maldita modernidad.


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Mira lo que has hecho. Temporada 3

🌟🌟🌟

Si hubieran emitido la tercera temporada de Mira lo que has hecho en el prime time de Tele 5, pues a callar. Yo mismo me lo hubiera buscado, por mirar donde no debía. En según qué sitios, y a según qué horas, ya somos todos mayorcitos y sabemos lo que hay. Lo mismo si encendemos la tele que si salimos de alterne, o vamos a determinados campos de fútbol. La queja se vuelve improcedente, y retórica, y nadie con dos dedos de frente va a seguirnos el rollo plañidero.

    Lo que pasa es que el alter ego de Berto Romero hace comedia en Movistar +, que es una plataforma de pago, y supuestamente de qualité, alejada del gusto popular. Uno, en los viejos tiempos, se abonó a Canal + porque allí no había Médico de familia, ni Farmacia de guardia, ni cosas así. En el Plus daban Seinfeld, y Frasier, y películas raras que además subtitulaban con mucho acierto. Y el porno de los viernes, sí… Yo nací pobre y proletario, y luego, con los estudios, tampoco pude dar el salto a un estrato superior, pero lo del Plus sí podía pagarlo, y así auparme a esa otra jet set -la cultural- que exigía más con los contenidos y se veía liberada de los anuncios publicitarios.



    Pero eso era antes, en los albores de las plataformas, cuando Canal + se bajó del árbol para explorar la sabana. La primera temporada de Berto -porque esto es “la serie de Berto”- era comedia ocurrente, malhablada, con un toque gamberro. Y los marginales de toda la vida nos enganchamos, claro. Porque además somos muy de Berto, muy de su rollo radiotelevisivo, que se decía antes. Pero marginales-marginales ya debemos de ser muy pocos, incluso aquí, en la aldea gala que antes resistía. Que sigamos pagando una cuota mensual ya no nos protege de que las producciones de Movistar + tengan todas su abuelete, y su abuelita, y sus niños dando por el culo, y su criada andaluza que aquí ya estaban a punto de contratar. Y su toque lacrimógeno, por supuesto, para que la comedia pura, loca, a tumba abierta, no le quite prestigio a la cadena.

    Queda la duda de si esto es decisión propia de Berto Romero o si los ejecutivos que están por encima de él, temiendo perder abonados, han apostado por la fórmula “Tele 5” para enganchar a los que, paradójicamente, huíamos de ella. Un despropósito, en cualquier caso.



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Tony Manero

🌟🌟🌟

Raúl Peralta se ha tomado demasiado en serio los mensajes de la publicidad. La retórica de los emprendedores, que anima a alcanzar tus sueños con sólo los cojones de la voluntad. Porque Raúl Peralta, imitador de Tony Manero en un local de mala muerte, ya va para cincuenta años, y baila como si bailara yo, en la fiebre del sábado noche ponferradina, y ni de lejos alcanza los brincos, los quiebros, la flexibilidad más de caucho que de hueso de John Travolta, que deslumbraba a las señoritas entre luces de colores.

    Raúl Peralta podría haberse quedado en eso, en un imitador de barrio, gracioso y conmovedor, pero él se tiene por mucho más, y decide presentarse a un concurso de la tele donde se imita a los famosos de tronío, y donde si ganas te llevas el aplauso del público, y el beso de una azafata muy guapa, y creo que también un jamón muy nutritivo, y digo creo porque en la película no se entienden muy bien algunos diálogos, quizá por culpa de los acentos, o quizá porque Tony Manero es una película inencontrable por el océano, y hay que apañarse con lo que buenamente se piratea.



    Estamos en Chile, en 1978, y la dictadura de Pinochet aprieta mucho en los barrios populares. Hay mucha miseria moral, pero también mucha miseria económica, mientras la Escuela de Chicago recompone las finanzas que el terror rojo distribuyó entre los desharrapados. En lo que voy leyéndoles, los gafapastas de la crítica profesional afirman que la miseria moral del régimen se ve reflejada, metafóricamente, en la miseria moral de Raúl Peralta, que es un psicópata que va dejando cadáveres literales en su afán de alcanzar la gloria televisiva. Pero a uno, estas metáforas siempre le dejan algo frío, como si las rebuscaran para quedar bien, y darle enjundia a sus escritos, porque psicópatas engañados por la publicidad los ha habido toda la vida, en las democracias y en las dictaduras, y uno sospecha que varios años después, con el regreso de la democracia a Chile, nuestro Tony Manero de pacotilla siguió haciendo de las suyas, embarcado en otro autoengaño, y ya con sesenta tacos en la mochila.



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