Black Box

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Cansado de sus desamores y de sus desencuentros con las muras, Andy Warhol escribió una vez en sus diarios:

“Machines have less problems. I’d like to be a machine, wouldn’t you?”

Yo también lo he deseado alguna vez: estar hecho de aleaciones metálicas y cables de colorines para ser frío como el hielo, hierático como los robots, despreocupado  como los microchips. No sufrir. Fallar menos. Reducir la electrostática del pensamiento que da tantos quebraderos de cabeza. Sacrificar el entusiasmo a cambio de la paz; la expectación a cambio de la certidumbre... Pero sé que a la larga no compensa y por eso me contengo en el deseo. Y además, en el siglo XXI, la tecnología todavía no está preparada para tales desafíos.

Pero es que además, querido Andy, las máquinas también fallan. Equivocarse no es una tara exclusiva de los seres humanos. Donde hay mucho cable anudado -en el cerebro, o en el ordenador portátil- siempre habrá finalmente una disfunción fatal. Será la proximidad de los electrones, digo yo. Alguna interacción cuántica que de pronto todo lo jode. Un algo imprevisible que se agazapa en el corazón de las partículas. Si los seres humanos no somos más que física y química, como dijo Severo Ochoa, y luego cantó Joaquín Sabina, las máquinas tampoco se escapan a esa maldición de la materia.

Y los aviones -sorprendente revelación- también son máquinas. Por muy ultramodernas que las desarrollen. Lo cual es casi peor, si mi teoría de los cables y las complicaciones resulta cierta. Los aviones son unas máquinas del demonio: cuando están en tierra, no comprendes cómo pueden volar; y cuando flotan en el aire, casi ingrávidas, no comprendes cómo se pueden caer. Pero se caen, y a veces lo hacen sin que intervenga un piloto borracho o un yihadista enajenado. El misterio del accidente queda registrado en las cajas negras, que en verdad son naranjas como todos sabemos. Pero los registros también son materia, ay, y por tanto están sujetos a la degradación, o a la tergiversación de los registradores.





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Frasier. Temporada 2.

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El chiste infinito que sostiene la trama de “Frasier” es que ser psiquiatra no te salva de la necesidad de acudir a un psiquiatra. Como le pasaba a la doctora Melfi en “Los Soprano”, que buscaba la ayuda de un colega para recomponer su estructura emocional. La diferencia es que ella se volvía loca por culpa de Tony Soprano, mientras que Frasier y su hermano Niles ya vienen neuróticos de serie, tan inteligentes como inadaptados. Incapaces, además, de someterse al escrutinio de otro colega porque ellos son los más listos y los más guapos en el cotarro.

Decir que uno se parece a Frasier Crane es como decir que uno se parece a ese hombre que pasa con el tractor, camino de la huerta. Todos somos básicamente iguales cuando nos quitamos el traje de faena. Leer libros o escardar cebollinos no supone una diferencia fundamental. Y por supuesto: los títulos universitarios -aunque sean de la Ivy League y los pongas en un marco de caoba- no te salvan de padecer los mismos males del iletrado. O del maestro de la escuela. La cultura no tiene nada que ver con la inteligencia. Y mucho menos con la inteligencia emocional. Un título de psiquiatra no te libra de la tiranía del instinto, ni de su conflicto con la cultura. Lo dijo hace más de un siglo el abuelo Sigmund de Viena, que fue otro eminente psiquiatra atrapado en la contradicción: al final no somos más que un ramillete de pulsiones, y un Yo desbordado que trata de poner orden en el caos.

Aclarado esto -la semejanza universal- tengo que confesar que a veces me parezco a Frasier Crane y me preocupo. Pero también es verdad que a veces no me parezco y siento el alivio de ser como soy. Su petulancia me indigna, pero su infantilismo me hermana. No necesito sus trajes de Armani, pero sí la facilidad con la que asume sus errores. Me repele su egolatría, pero me vence su rectitud. Su pedantería también es un poco la mía, aunque yo estoy en vías de reformarme. Creo.








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Última noche en el Soho

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Quizá ya sea demasiado tarde para empezar. Pero no queda otra. Hay que cercenar las novelas aburridas desde el principio; decapitar las películas chorras que asoman su cabezón. Sin compasión. Necesito una katana de Hattori Hanzo para ejecutar los tajos inmaculados. Un arranque de valentía para ganar una tarde despejada, o una noche promisoria. Hay más vida al otro lado del sillón de lectura o de la pantalla de la tele. Y también hay más libros y películas que esperan su turno en las estanterías. Los objetos no tienen piernas para largarse con la impaciencia, pero corres el riesgo de que se acumulen y que se pase el tiempo del arrebato. El tiempo del enamoramiento de aquella trama, de aquella portada, de aquella actriz de belleza inconcebible.

Medio siglo nos contempla. Digo a nosotros, a los del plural mayestático. Al hombre y al cinéfilo; al seguidista y al protestón. Somos legión aquí dentro. Pero hasta ahora había un demonio muy poderoso que sojuzgaba a los demás. Él era el puto jefe, Pazuzu, tan musculoso como cobarde, que casi nunca se atrevía a parar una película cuando la cosa desbarraba o se desinflaba. Pazuzu siempre se aferraba al magisterio de la crítica, o a la cabezonería de su elección. “Algo tendrá la película cuando tanto la alaban”, decía. O: “Pues mira, si me equivoqué, me jodo, y para otra vez aprendo”.

Pero Pazuzu nunca aprendía, y así estábamos todos los demás, aburridos de tragarnos películas como ésta. Más bien hartos. Hasta los cojones diría yo. Así que hemos organizado el Motín de los Avernos, con la ayuda de Esquilache. El otro día, viendo “Spencer”, ya pusimos a Pazuzu en un brete: “O dejas de ver esta mierda o llamamos al padre Merrin para que venga con el maletín”. Pazuzu no dio su brazo a torcer, pero se le pintó el miedo en la mirada. Sus ojos rojos perdieron de pronto el fulgor de los desiertos.

Hoy, a la media hora de película, hemos cargado todos juntos y le hemos arrebatado el mando a distancia. Nos han caído encima algunas hostias descomunales, pero al final hemos logrado detener la película. Última noche en el Soho. Última noche de dictadura.





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Pajares & CIA

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En las estanterías, donde la videoteca, guardo dos películas perpetradas por Andrés Pajares y Fernando Esteso. No presumo de ellas, pero tampoco las oculto. Forman parte de mi educación sentimental, aunque no sean muy educativas que digamos. Pero son curriculum vitae de este cinéfilo provinciano. Y además son muy divertidas, qué narices. Una es “Los bingueros”, y la otra, “Yo hice a Roque III”. Son lo único que se puede rescatar de esta filmografía tan polémica y superada.. Las otras películas no las aguanto ni yo, y eso que tengo -creo- bastante sentido del humor, y que comprendo -creo- que las películas tienen un contexto histórico que quizá no las justifica, pero sí que las explica.

Digo esto -y es el punto central de cualquier tertulia que trate de Pajares y Esteso- porque sus películas son indudablemente zafias y cochinorrras. Machistas o machirulas. Las dos que yo guardo en mi casa son las más presentables ante las amistades. Las más refinadas dentro de la obviedad. En un par de escenas puedes hacer como que no has visto, como que no has escuchado, y seguir con la sonrisa tonta el resto de la función. “Centauros del desierto” va de un tipo racista que escupe cosas inadmisibles hoy en día y sin embargo es una obra maestra del western. “Los bingueros” y “Yo hice a Roque III” quizá no sean unas obras maestras de la comedia, pero creo que ustedes entienden por dónde voy.

Más allá de los argumentos puntuales, las películas de Pajares y Esteso siempre van de dos fulanos que quieren  hacerse millonarios y en la aventura se encuentran con muchas mujeres que se despelotan ante sus narices sin exigencias del guion. Una simplicidad de macho ibérico, de salidorro de la Transición. Lo curioso es que en aquella época estas películas eran para progres porque había adulterios y se veían tetas a gogó. Pero ahora sólo podrían reivindicarlas los votantes de VOX, que son muchos e influyentes. Yo las reivindico en lo que tienen de risa, de astracanada, de retrato de una época superada. Yo entiendo a las feministas que cargan contra ellas. Pero también quiero que ellas me entiendan a mí. 







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El callejón de las almas perdidas

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“El callejón de las almas perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo mientras caminamos.

Se me ocurren un par de directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale trastabillada o desenamorada de los locales...  Uno de esos directores, por cierto,  también es mexicano, González Iñárritu, que cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande.  Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.

Lo que viene a contar “El callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El palito y el caramelo.

Hoy, por ejemplo, ha regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...





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La mujer del aviador

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La semana pasada empecé a leer “Justine”, la primera novela del Cuarteto de Alejandría. Y yo, que siempre pongo caras de actores y de actrices a los personajes, elegí el rostro de Marion Cotillard para encarnar a esta mujer que es la amante de todo quisqui pero la mujer de ninguno. Sin embargo, mientras leía, yo mismo no estaba muy contento con la elección de doña Marion: el nombre de Justine me había empujado casi sin remedio al universo de lo francés, y ahí, buscando a la mujer de cabellos morenos y rasgos judíos que describe Lawrence Durrell, se me coló Marion Cotillard como una solución de urgencia para no demorarme demasiado en los párrafos

Así he avanzado más o menos dos tercios de novela, fascinado por la escritura pero incómodo con el cásting, hasta que hoy, viendo “La mujer del aviador”, he encontrado el rostro perfecto para encarnar a esta mujer liviana que no va rompiendo corazones, sino desmontándolos pieza por pieza para que no vuelvan a funcionar. Justine, como el personaje de Marie Riviére en la película, es la mujer que se entrega sin darse; la lianta; la inabordable. La que se deja querer justo hasta la raya de su capricho. La que va de cama en cama pero no deshace ninguna en realidad. La que es capaz de acostarse con un amante mientras piensa en el siguiente que vendrá y al mismo tiempo, con otra parte del cerebro preservada, es capaz de evocar un amante perdido entre las brumas de Alejandría. O de París. Justine, como Anne en la película, es la mujer que presta su cuerpo pero jamás concede  su alma misteriosa. Una trampa mortal. Un laberinto hecho de antojos y de traumas.

Por lo demás, “La mujer del aviador” es otra película de Eric Rohmer que trata de aclarar las lindes de los amores, como una topografía de lo sentimental. Sexo verbal entre franceses y francesas. ¿Dónde está el límite entre los celos y el recelo; entre la preocupación y la posesión; entre el sexo y la jodienda; entre la entrega y la independencia? ¿Entre el amor y el divertimento?





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Los celos

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Donde hay amor, hay celos. Y quien diga que ama sin sentir celos miente. O no ama.  Un amor que no teme perder a su amante es un medio amor, o es una nada. Un pasar el rato, un divertirse. Un saltar de flor en flor.

Pero los celos, para que el amor no enferme de suspicacia -lo cantaba Elvis Presley en “Suspicious mind”- tienen que viajar muy diluidos en la sangre. Yo diría que en un porcentaje parecido al de los oligoelementos, que son esos minerales imprescindibles para vivir pero que apenas tienen peso en el organismo. Moléculas que vienen y van cargándonos de energía, pero livianas y casi indetectables. Así deberían de ser los celos: necesarios, pero solo cognoscibles en un laboratorio. O en una visita al psicólogo de confianza. Los celos deberían ser un leve temblor en la tripa y ya está; una radiación cósmica de fondo. Un leve incordio, pero también un recordatorio de que seguimos enamorados y cabalgando en la madrugada.

Los celos, cuando se desatan, son una reacción química de alta energía que siempre termina con la explosión de Chernóbil. Un fallo en el sistema de refrigeración hace que los neutrones se desacoplen, choquen con otros núcleos y liberen una nube de energía incontenible que levanta la tapa de la cabeza. Es un mecanismo que puesto en marcha ya no tiene remedio tecnológico. No al menos en el siglo XXI. Quizá nuestros bisnietos ya sean capaces de curarlo todo con una pastilla.

Luego, lo curioso, es que esta película titulada “Los celos” no va de celos en realidad, sino de realidades palmarias. De cuernos dolorosos y prominentes. Louis es un hombre despreciable que se acuesta con cualquier mujer que se cruza por su vida, y Claudia, que lo sabe, porque él tampoco disimula demasiado, sufre en silencio sus traiciones. Pero esto, ya digo, no son celos, sino constataciones. Un manipulador y una víctima. Y para más inri, una realidad habitacional que tampoco ayuda demasiado. Una buhardilla sin luz y con humedades. Quizá una metáfora de su relación.





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Spencer

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No me interesa nada “Spencer”. Como no me interesa nada el personaje de Lady Di, “la princesa del pueblo”. La princesa de los plebeyos, querrán decir. Educada para casarse con un lord, o con un empresario de la City, Diana tuvo la inmensa suerte de casarse con un príncipe de Gales, que era el único que había. Es cierto que el cuento de hadas se tornó muy pronto en relato de Lovecraft: Diana sufrió, lloró, fue tratada como a una incubadora con piernas que sonreía a las multitudes. Su Alteza, el Útero Paridor. La cara sonriente de los Palurdos Medievales, ese grupo musical... Esto es lo que cuentan en la película de Pablo Larraín a modo de pesadilla.

Pero Lady Di se rehízo, vaya que se rehízo, porque los ricos también lloran, pero cuando hay pasta gansa lloran mucho menos y durante menos tiempo, y en lugar de enamorarse de un hombre del pueblo para sanar su corazón -un maestro de Primaria, por ejemplo- decidió que lo mejor era colgarse del brazo de un multimillonario que era dueño de no sé cuántos imperios comerciales. Fincas y palacios, caballerizas y playas privadas. Otro príncipe del pueblo. Otro “Candle in the wind”. Hay que joderse.

No me interesa “Spencer” porque todo esto ya lo supimos por los periódicos cuando sucedía. Y porque además ya nos lo habían re-contado en “The Crown”, que es esa serie ejemplar con muchos más refinamientos. Y alguno dirá: “Si no te interesaba la película, ¿pa` qué te metes a torear, Manolete?” Pues porque yo, queridos lectores, y queridas lectoras, me debo a mi gente, a mis cinefilias particulares, que entretienen mi asueto y me dan argumentos para escribir. Yo, por ejemplo, me debo a Pablo Larraín, aunque a veces me salga rana y no príncipe de las pantallas. Y me debo -muy mucho- a Kristen Stewart, que siempre sulibeya mis instintos, aunque aquí la hayan disfrazado de aristócrata británica con un acento impostado, y haciendo gestos raros con el cuello. Kristen está incómoda, impropia, para nada un viento fresco o un retrato peculiar. Bueno: peculiar sí. 





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Star 80

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Si Paul Snider volviera de entre los muertos no tendría más argumentos que exponer que la mató porque era suya. Un razonamiento de australopiteco venido a menos. Y que me perdonen los australopitecos  “O mía, o de nadie, sí, ¿qué pasa?”, nos diría Paul Snider mientras se repeina otra vez la coronilla y se ajusta la huevada. El raciocinio cebollino. La cejijuntez de la mirada. La culminación asesina del machomán de las galaxias.

Y el machomán de las galaxias, para nuestro sonrojo evolutivo, es una especie que nunca está en vías de extinción, como demuestra que este crimen de “Star 80” lo vemos casi a diario en los telediarios del siglo XXI. Y da igual la clase alta que la clase baja; las mansiones de Hollywood que los pisos de extrarradio. Da lo mismo oriundos que emigrantes; gente resalada que gente retorcida. Inteligentes que bobos. Es igual. Los machomanes son como los estúpidos que describió Carlo Cipolla en su libro celebérrimo: una plaga bíblica y universal.

Sí, queridos amigos de “El hombre y la tierra”: el chuloputas se reproduce sin parar porque siempre encuentra quien escucha sus gilipolleces genéticas, y sus galanterías engominadas. Y es un poco incomprensible en ocasiones. A veces estos tipos son silenciosos, escurridizos, y no se les ve venir hasta el final. Son guapos, educados, intachables... Pero estos ejemplares de los que hablamos, como el tal Paul Snider de la película -y ay, también, de la vida real,  lucen plumas multicolores, y se gallean como bípedos implumes. Se les ve venir a la legua. La misma Dorothy Stratten quedó deslumbrada por la “sofisticación” de este imbécil palmario que la sedujo mientras pisaba el acelerador de su buga.  Pobre mujer... La inexperiencia de la vida. Y el amor, que es ciego.



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El Pepe, una vida suprema

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En la tradición judía, los lamedvovniks son los 36 santos que en cada generación de los hombres salvan el mundo. Los 36 justos que con su virtud laboriosa, y con su ejemplo silencioso, impiden que Dios destruya el mundo avergonzado de sus criaturas.

Si hiciéramos una encuesta rápida, de las de andar por casa, todo el mundo se atribuiría ser un lamedvovnik. Que levante la mano quien no se crea la más bondadosa criatura de su barrio, o de su entorno laboral. De su familia. De su pareja. De cualquier actividad en la que participe. Que no se tome a sí mismo por la única oveja blanca que pasta en el rebaño. Todos nos creemos  distintos, tocados por el dedo divino.

El cálculo del número 36 procede de la cábala judía. Algunos rabinos admiten que los justos podrían ser unos pocos más o unos pocos menos; si el concepto es válido, la numerología  no importa tanto. Pero lo que está claro es que aquí no hay medallas para todos. 8.000.000.000 - 36 es una cuenta que deja mucha gente en la cuneta. Yo, por supuesto, para ir avanzando en el cásting de “Operación Triunfo”, no me tengo para nada por un lamedvovnik. Justo soy lo justo; y buena persona, pues según con quién, y para qué.

A lo largo de mi vida -hablo del mundo real y provinciano- sólo he conocido un par de personas que podrían llevar en su espalda el peso del mundo, el destino de nuestra salvación. Ellos, por supuesto, no eran conscientes de su alta responsabilidad. Ni siquiera se darían por aludidos si alguien les gritara “¡Eh, lamedvovnik!” por la calle. Porque esa es la primera condición que impone la tradición: no saber que lo eres. Vivir en la ignorancia de tu desempeño. Así se impide que el espejo te devuelva una imagen narcisista que todo lo arruinaría.

Pepe Mújica es un lamedvovnik. Isabel Díaz Ayuso, por ejemplo, que cree que lo es, no.





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Amante por un día

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Las parejas abiertas no funcionan. Y no lo digo por experiencia, que conste, porque yo soy muy clásico para estas cosas. Muy conservador. Me gusta que mi pareja sea eso, mía, aunque ahora los adjetivos posesivos estén tan mal vistos. Tampoco pongo reparos a que yo sea su pareja. Son modos de hablar que nada tienen que ver con la dominación o con los derechos adquiridos. Sirven para resumir la situación ante el oyente o ante el lector, nada más. El mismo pensamiento medieval domina a quienes se creen poseedores de su pareja que a quienes hacen escolásticas con el lenguaje.

Las parejas abiertas que uno ha conocido en la vida real –tampoco muchas, la verdad, porque no soy hombre de mundo- siempre han terminado en trifulca y en lloros envenenados. Es ponerse a prueba a lo tonto. Hubo un momento en que ellos y ellas se creyeron muy guays y avanzados, casi exploradores del futuro, cuando lo cierto es que la biología tira para abajo con toda la fuerza de la gravedad. La biología derriba los castillos en el aire y pincha los globos de colorines. Es difícil superarla, al menos en provincias. A mí me da que estas cosas funcionan mejor en las grandes capitales, no sé por qué: hay más anonimato, más distancias, es todo más impersonal. Por aquí todo el mundo se conoce, No hay nadie que no sea amigo de, o vecino de, o cuñada de... Es una red de visillos que todo lo controla y todo lo emponzoña.

Mi teoría -que encuentra su refrendo en esta película- es que las relaciones abiertas, aunque se formulen en París, solo funcionan mientras que los ojos no ven y los corazones no se enteran. Tú te acuestas, yo me acuesto, pero prefiero no saber nada del lado desconocido del cuadrilátero. La ignorancia, en estos acuerdos, es el límite que impone la biología para aceptar la infidelidad. Cuando el fantasma se hace presencia –en forma de olor, o carne, o foto encontrada- los celos resquebrajan la tierra firme y se produce el terremoto.





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The Batman

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De niño yo quería ser Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran –por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...

Había otro Juan Palomo en el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León, cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.

Batman molaba. Y sigue molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón, que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte, Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios invencible armado de su Mjölnir.

Batman, a fin de cuentas, solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.





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Sentimos las molestias

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Aún me quedan 20 años para llegar a estas ancianidades de “Sentimos las molestias”. Y eso con suerte... Pero no es lamento de previejo, o de quejica profesional: es una prevención estadística, nada más. Hay unas tablas, unas estadísticas, unas esperanzas de vida... Por otro lado estoy viendo la segunda temporada de “Frasier” y me siento mucho mejor que el doctor Crane con diez años de más: más lúcido, más en forma, más... Si hay una procesión del infortunio, ésta va por los adentros, recitando su letanía.

Pero aunque me falten dos décadas para estar como Resines y Rellán -la doble R del sonotone, de la Viagra, del hueso rechinante en cada levantarse del sofà- conviene ir haciendo una visita por esas edades para tomar conciencia del futuro. No es que uno no sepa, o que no tenga seres queridos, pero yo, las cosas, hasta que no me las explican en una ficción, es como si no terminara de creérmelas del todo. Si las personas cabales buscan certezas en la realidad, yo, atravesado de nacimiento, perdido para siempre en la otra dimensión, necesito que la pantalla del televisor me diga que sí, que en efecto, que las cosas son así. Que dentro de unos años me espera la pitopausia con todas sus complicaciones y también con todas sus simplicidades. Hay jodiendas que aparecen y jodiendas que, de pronto, se esfuman en el aire.

Digo esto porque a Resines y a Rellán les pasan muchas cosas en la serie -tontas y serias-, pero la mayor parte de sus tribulaciones provienen de aquel verso de Franco Battiato que últimamente repito mucho en los escritos:

“Y los deseos no envejecen

a pesar de la edad”.

A ellos también les pasa, y ahí se dan presos, como diría Rafael Azcona, que hablaba del alivio que le supuso la pérdida del deseo. El tiempo que se ahorraba, y las energías que reconcentraba. Maneras de verlo. Dentro de 20 años ya emitiré una opinión.





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Noche de fuego

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De vez en cuando hay que ver películas como “Noche de fuego”. No la tenía en mi radar, pero agradezco la recomendación. Gracias, T...  

La película no es agradable, pero es necesaria. Ayuda a... tomar perspectiva. A refrenar la lengua sobre la desgracia de lo propio. Sobre todo a los que vivimos en la quejumbre perpetua: que si esto, o que si aquello. No es que las desgracias de los demás aplaquen nuestro ímpetu revolucionario, pero sí ordenan la cabeza. Establecen prioridades. Separan lo importante de lo menos importante. Lo que hay que defender a fuego de lo que hay que defender a pluma. Superfluo no hay nada cuando se trata del bienestar.

Cada uno pía su hambre, desde luego, sus necesidades y sus fatigas. Pero hay hambres y hambres. Necesidades y necesidades. Las mías -como las de otros muchos- son quejas de salón, o de cafetería, entre copas y amistades. Todo podría ir bastante mejor, lo público y lo privado, pero a fin de cuentas existe un colchón, una red que protege de los resbalones. No es que la vida esté garantizada -porque puedes morirte en cualquier momento- pero al menos no hay que defenderla todos los días como en una guerra. Es muy distinto.

 Nosotros, en Europa, luchamos por una vida mejor, que admite márgenes muy amplios de discusión. Pero allá en México, por ejemplo, en este poblado de las montañas donde Jesucristo perdió el mechero, la lucha es otra muy diferente. Animal y básica. A cara de perro. No, perdón: a cara de humanos. En “Noche de fuego” quienes llevan la peor parte son las mujeres. Es lo habitual. Su desgracia suele ser directamente proporcional al índice de pobreza. Que se lo digan a las mujeres nórdicas, que en estos parajes serían como extraterrestres que aterrizan. Estas mexicanas sin suerte son la tierra de nadie entre los hombres que trafican y los hombres que lo impiden. O que tratan de impedirlo, acojonados bajo sus uniformes. El narco también descansa, y cuando descansa y sale de fiesta no te pregunta si estudias o trabajas. Estamos en la selva, y esto es la ley de la selva. Hay que salir corriendo, o camuflarse. No queda otra. 





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La vida de Brian

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Jorge Valdano dijo una vez que el fútbol es un estado de ánimo. Y lo mismo pasa con las películas. Está la película en sí misma -la obra de arte o la tontería prescindible- y luego está el contexto donde la ves: la soledad o la compañía, la gran pantalla o la tele del salón. La alegría de vivir o el ánimo por los suelos. Está la película y el recuerdo de la película. La película y su circunstancia, como le pasaba a Ortega y Gasset.

Es por eso que en caso de duda, o si ha pasado mucho tiempo desde la última vez, hay que ver la película de nuevo antes de emitir un juicio sostenible. En mi recuerdo, por ejemplo, “La vida de Brian” era una obra maestra de la comedia. Algo insuperable. Hoy, sin embargo, la he vuelto a ver y ya no me he reído tanto. Y eso, que T., a mi lado, que nunca la había visto, sonreía. Pero sin carcajearse, lo cual ya era sospechoso. Yo también he sonreído, pero no me he meado de la risa, como era tradición. Hasta ayer, lo mío con “La vida de Brian” era Incontinencia Suma, que es la famosísima mujer de Pijus Magnificus. Hoy solo era la sonrisa de quien recuerda los gags como hitos de su juventud. Siempre que me clavaban en una cruz yo silbaba el “Always look on the bright side of life” y movía los pies al compás de la desgracia.

En “La vida de Brian” sigue estando la crítica más ácida a la tontería de la religión. Al seguidismo de los profetas, y al seguimiento de los iluminados, que en este siglo XXI vienen a ser los mismos personajes estrafalarios y locos que en la Palestina del siglo I. Pero hoy, no sé por qué, quizá porque he empezado a tomar las pastillas para la tensión, me he quedado... eso, destensado. Están los gags inolvidables y están, de pronto, sin que yo los recordara, los gags tontorrones, o inanes, o menos afortunados, que lastran la genialidad de la película. No sé... Ahora me he quedado con la duda. ¿Qué responderé cuando vuelvan a preguntarme por “La vida de Brian”? ¿Me quedaré con lo de antes o con lo de ahora? El tiempo dirá. Seguramente tendré que volver a verla para dar otra respuesta definitiva.





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Tres pisos

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No me gusta nada “Tres pisos”. Pero a lo mejor es el flemón, que me duele como un condenado, y que me quita las ganas de jarana. Pero luego he puesto un episodio de “Frasier” y resulta que me he reído como un bobo. Así que el flemón no puede explicarlo todo. Y me jode, la verdad, porque yo a Nanni Moretti le tengo mucho cariño, y ponerle solo dos estrellas es como reñir a un padre, o censurar a un abuelete.


Tengo que confesar, de todos modos, que  nunca me han gustado las películas “serias” de Nanni Moretti. Sus dramas existenciales. Ni siquiera “La habitación del hijo”, que fue tan alabada por la crítica, y que yo aplaudí dando palmas sin mucho entusiasmo. Casi arrastrado por la obligación, y por el respeto a sus películas anteriores. Para mi Nanni Moretti es el zangolotino de “Abril”, y de “Caro diario”, y de aquellas comedias anteriores -y muy anarquistas- que solo recordamos los cuatro entusiastas encanecidos. Pero cuando Moretti deja de hacer el payaso (en el buen sentido) y se pone el disfraz de señor barbudo y reflexivo, le salen unas películas muy afectadas, sombrías para mal, con actores y actrices que no terminan de creerse del todo lo que recitan. Y unas músicas lamentables, de subrayado cursilón.


“Tres pisos”, por ejemplo, es una obra teatral mal disimulada. No es cine exactamente: son personajes muy pendientes de su frase, y de su marca sobre las tablas. Se mueven de manera robótica, y se expresan de manera forzada. Hacen literatura al andar. No me los creo desde la primera escena, tan perturbadora como chocante. Y mal interpretada. El minimalismo gestual no contribuye demasiado a la verosimilitud de las reacciones. A Moretti le ha salido una película al estilo de Carl Theodor Dreyer, muy solemne y tal, pero rodada en colorines. Y no en Dinamarca, sino en Italia, donde sorprende que estos personajes sean tan poco expresivos. Tan nórdicos y hieráticos. Otra vez será.





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Crueldad intolerable

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A los curas y a los tenientes de alcalde les toca administrar la parte luminosa del matrimonio, que es el día de la boda, donde todo es alegría y conjura para la fidelidad. Y nervios de expectación. Todos los matrimonios -o casi todos- nacen con vocación de ser eternos, y por eso los contrayentes se dicen palabras tan altisonantes ante el altar o ante la mesa del ayuntamiento. Es lo lógico, y forma parte del guion, aunque muchos ignoren que no están diciendo toda la verdad.

Eso por el lado espiritual. Por el otro, el carnal, los contrayentes ya suelen comparecer bien follados, o van a follar por primera vez, y sus feromonas crean un aura de optimismo que se contagia a todos los que ese día les acompañan: los amigos, y los familiares, y también la gente que se cuela aprovechando que los del novio no conocen a los de la novia, y viceversa, que a veces pasa.

A los abogados matrimonialistas, en cambio, les toca administrar la parte sombría del matrimonio. Una ceremonia de clausura que no se parece en nada a la de los Juegos Olímpicos, donde todo es amistad y fraternidad. Me imagino a estos abogados como operarios que gestionan la escoria que se acumula tras la mina que se agotó. Como enfermeros que recogen a los heridos en la cuneta después del trastazo, y que además tienen que impedir que los accidentados se peguen entre sí, cada uno desde su camilla. Después del matrimonio, si el toque de corneta es a degüello, se produce eso, la crueldad intolerable del título, que a decir de los leguleyos es una crueldad animal, sanguinaria, que casi no conoce parangón en los pasillos de los juzgados.

El odio es una fuerza bruta que nace del amor contrariado. Del que terminó en engaño, o en traición, y no murió de causas naturales. Pero nadie piensa en la traición cuando se compromete. O sí, y por eso ahora lo llamamos “arriesgarse”.





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The Expanse. Temporada 1

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El amigo me recomendó ver “The Expanse” porque salen muchas naves espaciales y él conoce mi debilidad. Otros ven películas del oeste solo porque sale John Wayne, o ven películas de época porque salen miriñaques y carruajes, así que no me avergüenzo de mi pedrada.

Él amigo sabe que yo estoy enfermo de estas cosas, concretamente desde que vi, de pequeñito, en la pantalla inabarcable del cine Pasaje, la nave consular de la princesa Leia perseguida por el destructor imperial. Ahí fue cuando me turulaté para siempre. 45 años después, se me sigue poniendo la piel de gallina cuando veo cualquier nave de ficción -porque reales, de momento, no las hay- surcando el firmamento negrísimo con puntitos que son las estrellas y los planetas. A veces siento que yo ya he estado allí, en el futuro, transmigrando de hábitat en hábitat hasta reencarnarme en una biografía anterior, que es esta de ahora, a contracorriente de la línea del tiempo y de las enseñanzas de los vedas.

“The expanse” plantea que dentro unos cuantos siglos, cuando ya nos hayamos comido los recursos de la Tierra y también los de Marte, pondremos nuestra mirada en el cinturón de asteroides, donde vagan los pedruscos al tuntún de la gravedad. En ese futuro lejanísimo -donde el Mundialito de Clubs lo disputarán el campeón terrícola y el campeón marciano- Marte ya será una colonia de humanos desligada de la Tierra. Sus habitantes serán, después de todo, los famosísimos marcianos de la ciencia-ficción, y se llenarán de razones quienes aseguran que los platillos volantes no vienen de otros sistemas, sino de otras realidades del futuro. Y que los marcianos son seres humanos que visitan a sus antepasados por curiosidad, o por afán científico. O para tocar un poco los cojones, que alguno habrá.

En “The Expanse” hay naves espaciales, sí, y Guerra Fría interplanetaria, y algún disparo que otro que se pierde en el vacío interestelar. Pero me aburro como una ostra y no sé por qué. He llegado al capítulo 3 y me he quedado varado en la inmensidad del espacio, dudando entre seguir el rumbo o abortar la misión. Y al final -escribo esto tres semanas después- la he abortado. Pongo rumbo a casa.




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El libro negro

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La culpa es de Paco Fox y de Ángel Codón, los responsables del podcast de “Tiempo de culto”, que recomiendan las películas y me lían con su entusiasmo. Bastante tengo ya con las películas pendientes, y con las películas a medio empezar, como para hacer caso a este par de frikies iluminados. Pero ellos cuentan, y desgranan, y te meten el gusanillo para acabar apuntando más películas en la memoria, o en el cuadernillo. O en el “Notas” del teléfono. Cualquier sitio es bueno.

 El otro día hicieron un especial sobre Paul Verhoeven y fueron sacando una a una todas sus películas: las medio pornográficas en Holanda, y los taquillazos en Hollywood, y las últimas producidas en Europa, donde el viejo Paul ha encontrado otra edad de oro para enseñar algo de piel y provocar al personal. O una edad de plata, según las opiniones.

Entre esta nueva hornada, Fox y Codón mencionaron que la mejor película de todas es “El libro negro”, y yo quedé sorprendido porque la había visto hace años sin que apenas me dejara un poso o un aprovechamiento. Más bien un recuerdo vacío en el que solo brillaba el recuerdo de Carice Van Houten, la Melisandre de “Juego de Tronos”, esa mujer de la que todos nos preguntábamos en qué otras películas habría salido, por aquello de seguir su trayectoria artística, por supuesto.

Tanto ponderaron el otro día “El libro negro” en el podcast, que al final decidí darle una segunda oportunidad. Y tengo que decir que no he llegado ni a la mitad... Me rendí ante las tropas alemanas antes que cualquier comando guerrero de los holandeses. Carice van Houten, a pesar de darlo todo, no ha conseguido obrar el milagro de la redención. Esto de poner al nazi con cara de malo ya está muy trillado. Aburre. La mayoría de los nazis tenían caras neutras, y algunos hasta angelicales. Todo es estereotipo en las películas. Todo está mil veces visto. Carice van Houten no, desde luego, pero con ella no basta.




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