Ummo: La España alienígena

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Manuel Vicent explicaba en unos de sus cuentos que la Virgen de Fátima no era la madre de Jesús, sino una pelirroja irlandesa a la que los pastorcillos confundieron con un ser celestial. Más o menos como le pasó a John Wayne en “El hombre tranquilo”... 

La pelirroja, subida en el árbol, les dio los buenos días en inglés, pero los pastorcillos portugueses confundieron su saludo con el lenguaje de los ángeles; y entre la blancura de su piel y el resplandor de sus cabellos, tan de virgen de las pinturas religiosas, no tuvieron más remedio que postrarse de rodillas y expandir el bulo de una aparición.

Algo parecido pensaron los españolitos de 1966 cuando descubrieron a las suecas que llegaban a nuestras playas: que siendo tan rubias y tan exóticas no podían pertenecer a ninguna rama de los humanos. Entre que hablaban un idioma bárbaro y que vestían bikinis prohibidos por el Catecismo, muchos pensaron que ellas no bajaban de los vuelos de Iberia, sino de verdaderos OVNIs que aterrizaban en los descampados. Solo era cuestión de tiempo que un tipo muy listo y con muchas ganas de juerga -el tal José Luis Jordán- aprovechara ese clima de credulidad para inventarse un planeta llamado Ummo cuyos habitantes -también rubios y altísimos, como nazis escapados de Nuremberg- nos visitaban regularmente para establecer la concordia intergaláctica.

El mismo Jordán aseguraba que una noche vio un platillo aterrizando en el extrarradio de Madrid para luego volatilizarse desafiando las leyes de la física. Con ese avistamiento fundacional empezó la Gran Broma de los ummitas, que José Luis Jordán mantuvo durante años en los programas de la tele y en las revistas del más allá, conteniendo la carcajada cada vez que se explicaba ante Jiménez del Oso o ante José María Íñigo, que eran las TV stars de su momento. En las imágenes de archivo, tomando notas para vivir profesionalmente del cuento, siempre se ve a J. J. Benítez haciendo de invitado experto en ufología. Cuando años después el mismo José Luis Jordán dio por terminada la broma, J. J. Benítez cogió el relevo del cachondeo para seguir vendiendo libros y costeando sus viajes por el mundo gracias a los crédulos del asunto. 





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Los perdonados

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“Todo debe ser enfrentado”, repiten varias veces los bereberes de la película. Se refieren a que ningún pecado finalmente queda castigado. Es cierto -reconocen- que a veces transcurre mucho tiempo entre el acto y la condena. Pero eso es porque Dios, o Yahvé, o Alá -los tres dioses justicieros- también sufren las trabas de la burocracia aunque sean omnipotentes. 

Hay pecadores de la pradera -en este caso pecadores del desierto- que se creen libres del rayo solo porque su expediente quedó temporalmente traspapelado. No saben que los ángeles que trabajan en el Ministerio de Justicia también enredan los papeles, y cogen bajas laborales, y dejan cosas a medio hacer para ir a tomarse el cafelito. 

Pero a la larga, porque aquello no deja de ser el Cielo, nada escapa al  escrutinio de los dioses ni a su justo dictaminar.

Esto es lo que dicen los bereberes de “Los perdonados”, claro, pero yo no comparto su opinión. También lo repiten mucho los católicos de mi ecosistema, que se consuelan con estas moralejas sacadas de los cuentos infantiles. Hasta los budistas que se entregan al yoga o al mindfulness se siguen acogiendo a la justicia metafísica que ellos llaman el karma, a la que se confían para encontrar una justicia futura en las injusticias del presente. “Ya te llegará el karma, ya...”, te dicen confiando en un revés de la fortuna o un  tiesto caído desde un balcón. 

Pero todo esto, insisto, son paparruchas de la moral. Ya lo dijo el tío Friedrich antes de abrazar al caballo fustigado y volverse loco sin retorno. El tío Friedrich, de haber visto “Los perdonados”, también la hubiera seguido con interés porque el suspense se mantiene, y el desierto nos abduce. Y porque Jessica Chastain es una mujer tan hermosa que cuando muera subirá al Cielo directamente, sin pasar por el despacho de San Pedro, como una cliente VIP de una aerolínea de postín. 

Pero vamos, que la parte moral del asunto a mi tío de Alemania, le hubiera dado la risa, y la hubiera criticado como la critico yo, solo que con mejores palabras, filosofando con el martillo. Bueno era el tío Friedrich cuando le tocaban, precisamente, la moral.





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El acusado

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En Francia, cuando terminan de ver “El acusado”, los espectadores se lanzan a debatir el fondo de la cuestión. En España no. Primero porque aquí el cine francés apenas existe en las carteleras y en las plataformas digitales, y casi nadie ha visto la película. Y segundo porque en España este debate ya nadie se atreve a plantearlo. En público supone el linchamiento inmediato, y en privado, tres cuartos de lo mismo. Pero bueno: aunque sea con mucho tiento, voy a meterme en el berenjenal. Para empezar, ni siquiera debería decir berenjenal, porque la berenjena se parece demasiado a un falo, como atestigua el emoticono de WhatsApp, y la berenjena, por tanto, ya es falocéntrica, patriarcado de toda la vida.

No hace mucho, una de las pretorianas de Irene Montero afirmó que todos los hombres somos unos violadores en potencia. Lo que siendo estrictamente verdad -pues en “potencia” casi se puede ser cualquier cosa- no deja de ser una maldad lacerante. Una misandria elevada al cubo. Ese es el nivel de debate en ciertos sectores del partido al que yo mismo voto. O votaba, que ya no sé. Como para ver “El acusado” y salir a conversar alegremente por ahí, incluso declarándome simpatizante del rojerío bolivariano.

Me quedé de piedra cuando leí aquella declaraicón. De pronto quedaba inaugurado un tiempo sin matices en el que todos los hombres éramos unos violadores a merced de un arrebato. De los violadores de la Manada, por poner un ejemplo, ya no nos separaba un absoluto moral. Los mismos que seguíamos el caso por la tele y pedíamos que les condenaran a la castración -o a algo parecido- de pronto nos tapábamos las partes por si se resbalaba el hacha del verdugo. Los hombres ya éramos de nuevo culpables de nacimiento, pecadores originales, como si nos hubieran revertido el sacramento del bautismo.

“Yo sí te creo”, rezan las pancartas más entusiastas. Pues mira: según. La mayoría de las veces puede que sí. Pero conozco varias historias -reales, cercanas, dolorosas- en las que no había que creer a la denunciante. O no del todo. En la peli, por ejemplo, yo creo a Mila; pero también le creo a él. Nos pasa, supongo, a la mayoría silenciosa.





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El secreto de la pirámide

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Me acordaba. Han pasado 35 años, pero me acordaba. Son esos escaparates siempre iluminados de la memoria... Me acordaba de que al final de la peli, tras los títulos de crédito, cuando ya no quedaba nadie sentado y salíamos del cine comentando el efecto especial de la vidriera y lo guapa que era la chica protagonista, había otro re-final que te dejaba con cara de tonto y abría la puerta a una secuela que finalmente -creo- nunca se rodó.

Quiero decir que con ese final me quedé con más cara de tonto todavía, porque yo, con trece años -y las fotografías de entonces no me desmienten- aún la tenía más agudizada, la cara de tonto, que ya es decir; esa cosa como de empanado, como de autista con luces que siempre me acompañó. Muy lejos de la cara de listo del joven Sherlock Holmes, siempre tan vivaz y tan despierto

Yo era un tolai, sí, pero tenía muy buena memoria. Y eso me ayudaba mucho con los estudios y con el recuerdo de las cosas cinéfilas. Daba el pego tan bien como ahora, que me desenvuelvo entre los adultos con cierta solvencia, incluso con cierta fama de intelectual. Mi memoria, si la materia me interesa, sigue siendo prodigiosa a su modo estúpido y dislocado. Sobrevivo por asociaciones, por traer a colación cosas remotas, pero no por entender de verdad los asuntos primordiales. Ese es el secreto de mi pirámide. El secreto que me llevaré a la tumba egipcia cuando decida no enterrarme aquí, en La Pedanía, sino en las arenas del desierto, preservado de la humedad, para que los extraterrestres del futuro encuentren mi cuerpo más o menos momificado y me concedan una oportunidad de resurrección gracias al ADN conservado.

Mi mente es como un bazar chino desordenado; como un puesto en el rastro de cachivaches curiosos pero inservibles. Mi memoria jamás se ha quedado con nada útil que me ayude a guiarme. En eso soy más lerdo que las amebas, o que los gusanos nematodos, que al menos esquivan lo que una vez les produjo un dolor o un calambrazo. El hombre -ya lo decían los sabios griegos- es el animal que tropieza dos veces con la misma piedra, o con la misma pirámide, e incluso tres, las que sean menester.  




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Apocalypse Now

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Río arriba está la locura. El corazón de las tinieblas, como dijo Joseph Conrad. El coronel Kurtz es el Lado Oscuro. El Reverso Tenebroso. El otro yo al que nunca quisiéramos conocer. Nadie está libre de enfilar la carretera del manicomio. La persona más cuerda del mundo solo está a dos pasos del desquiciamiento: basta un traspiés genético o una experiencia traumática para pasar de la lucidez productiva a la lucidez de los maniáticos.

El coronel Kurtz es el Darth Vader de la guerra del Vietnam. Llegó al conflicto para restablecer el equilibrio de la jungla y terminó volviéndose loco de remate. Kurtz, que parecía construido enteramente por los midiclorianos de West Point, no pudo soportar la barbarie de la guerra más absurda del siglo XX. Vietnam ha pasado a ser, en el habla popular, un sinónimo del sindiós que provocan los pirados al volante.

La locura del coronel Kurtz es un aviso para los navegantes del río Nung. En especial para el capitán Willard, que ha recibido la orden de asesinarlo. Willard también está al borde del derrumbe, muy cerca del punto de fractura. Desde la primera escena ya susponemos que es un hombre trastornado de por sí, pero Saigón, en 1968, no parece precisamente el mejor sitio para curarse. Es como si allí hubieran instalado un Manicomio General para recluir a todos los militares chalados de Norteamérica. “Mejor tenerlos allí, matando chinos, que aquí dentro planeando magnicidios”, debieron de pensar en la Casa Blanca tras el asesinato de JFK. Es el gran problema de la casta militar: que cuando se aburre necesita emprenderla contra algún enemigo, real o imaginario, y conviene fabricarles una guerra para que se entretengan con sus mapas y con sus juguetes de tropecientos millones.

La II República española hizo más o menos lo mismo con sus generales: los envió a África con la esperanza de que los moros se revolvieran y los mantuvieron ocupados. Pero los moros no tenían selva para esconderse, así que al final se dejaron hacer, y los generales, sin nadie a quien bombardear o fusilar, decidieron inventarse otra cruzada para entretener las tardes de los domingos.





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Los cronocrímenes

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No entiendo “Los cronocrímenes” como casi no entiendo ninguna película de viajes en el tiempo. Se me lían las neuronas cuando Fulano se encuentra consigo mismo en el pasado y comienzan a interactuar. Creo que ese es el límite exacto de mi inteligencia. El test definitivo que marca la frontera de mi lógico razonar.

Pero vamos a ver... ¿No habíamos quedado en que si viajabas al pasado y movías una piedra, o matabas una mosca, o saludabas a tu vecina, desencadenabas una serie de acontecimientos que cambiaban el futuro y a ti mismo te modificaban? No hay consenso. Puede que me guste tanto la saga de “Regreso al futuro” porque en verdad es la única que sigo sin perderme. Ahí, al menos, el tarado de Doc se ponía frente a una pizarra para explicarle a Marty -y de paso al resto de la lerda humanidad- el lío de las líneas temporales como si se lo explicara a un colegial de cuatro años.

Me acuerdo mucho del viejo chiste de Groucho Marx en “Sopa de ganso”:

- Hasta un niño de cuatro años podría comprenderlo... Busquen a un crío de cuatro años. A mí me parece chino.

En “Regreso al futuro” hay, como mucho, dos Martys simultáneos que tratan de devolver las cosas a su cauce. Pero es que en “Los cronocrímenes” son tres Karras Elejaldes -y presumimos que muchos más- los que intentan que la jornada campestre transcurra como estaba programada, con sexo en la siesta, tumbona en el jardín y agradable conversación al anochecer, y no lo que finalmente sucede, que es algo así como un "Viernes 13" rodado en los bosques del País Vasco. 

La película mola, no digo que no, porque los viajes en el tiempo siempre molan aunque uno se rasque la coronilla como un mono en el zoológico. Ante una pantalla no me importa que me llamen tonto si a cambio me entretienen. Y lo mismo digo de la vida real, la de ahí afuera, que solo conoce una línea temporal imposible de modificar. 




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No me gusta conducir

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No tengo carnet de conducir. Nunca lo necesité para sobrevivir. Siempre me las apañé para tener el trabajo a tiro de piedra o a pedal de bicicleta. Supongo que hice de la necesidad virtud y así me fui conformando. Si por algún revés tuviera que sacarme ahora el carnet -¡vade retro!- aún tendría cinco años más que el personaje de Juan Diego Botto, que ya se presenta en la autoescuela con el arroz pasado y hasta casi socarrado. Lo mío no sería hacer el ridículo, sino lo que venga después en la escala Fahrenheit.

Ahora mismo, por ejemplo, en La Pedanía, tengo el colegio a 400 metros, dos supermercados a otros tantos y la farmacia solo un poquito más allá. Suficiente para ir tirando. Ni los bares necesito, aunque aquí los haya a decenas. Para eso pago religiosamente el Movistar +. Luego, si tengo que bajar a Ciudad Capital para ir a los médicos, o para rellenar las burocracias, tengo un autobús cada quince minutos que me deja allí en otros tantos. Y si no, tiro de la bicicleta, jugándome el pellejo en estas tierras bárbaras tan distintas de Ámsterdam o de Copenhague.  

Cuento todo esto a título informativo, nada más. No para presumir de ecológico o de listillo. Que se lo digan, si no, a mis pobres parejas, que todas llegaron con coche y todas hicieron de chófer para este comodón de la pradera. Sin carnet he ganado calidad de vida por un lado pero la he perdido por el otro. Soy muy consciente de ello. Supongo que son las gasolinas que entran por las que salen. 

Solo quería explicar que desde el primer momento me quedé enganchado a esta serie. Mis padecimientos en la autoescuela serían exactamente los mismos que estos de Juan Diego Botto: sus torpezas, sus cabreos, sus comeduras de tarro... Y sobre todo, ese irritante complejo de inferioridad: cómo podemos ser tan listos para unas cosas y luego tan incapaces de llevar un coche como hacen los garrulos de los pueblos y los analfabetos de la ciudad. Es como si ya no pudieras reírte de ellos o mirarles por encima del hombro. Ante el desafío de un volante se tambalearía mi escala de valores. Casi darían ganas de replanteárselo todo. Sería una prueba demasiado exigente.



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El árbol, el alcalde y la mediateca

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Pensé que jamás lo diría, pero me he aburrido mucho con una película de Eric Rohmer. Estaba malcostumbrado a que sus películas siempre oscilaran entre lo interesante y lo muy interesante, según la enjundia de los diálogos y la belleza de las actrices. Rohmer, además de ser muy inteligente, era otro tunante como Bergman o como Polanski que jamás ponía una mujer fea delante de la cámara.

Es cierto que en alguna de sus películas veías crecer la hierba como dijo una vez el malvado de Gene Hackman. Pero nosotros, los adeptos del maestro, sabíamos que estos interludios vegetales tenían su función: repensar el último diálogo y tomar aire para afrontar el siguiente, con la mente despejada y la postura retomada. Y quizá, también, con un piscolabis en el regazo, para que el cerebro se reaprovisionara de fósforo y no se perdiera ni una sola de las agudezas verbales. En las películas de Rohmer no hay duelos de espada láser ni persecuciones de la policía, pero a veces se desencadenan batallas de raperos que escupen filosofías de apuntar incluso en el cuaderno, de lo listos que son ellos, y de lo agudas que son ellas, siempre gente leída, o cultivada, o con un sexto sentido para desenmascarar los disfraces del amor y del orgullo.

En esta película, sin embargo, Rohmer se va por los cerros de la política para dejar claro que él es apolítico pero de derechas, como decía Jaume Canivell en “La escopeta nacional”. Pues bueno... Algún defecto tenía que tener. Su alter ego en la película es el maestro del pueblo: un tipo feo, medio loco, que defiende los valores de la vida rural -el paisaje y la tranquilidad- y que se enfrenta al alcalde socialista que quiere construir una mediateca en mitad de un prado de vacas. Poca cosa para hacer altas ideologías, la verdad. Y menos ahora, treinta años después, cuando la vida rural  y la vida urbana ya son prácticamente la misma. Los todoterrenos, las motos, las furgos, los quads, los bugas... Todos los cacharros atronadores han tomado posesión de los senderos y los bosques. Ya no existe el silencio en ningún lugar gracias al Mitsubishi Montero que llegó a Majaelrayo para visitar al abuelo y joderlo todo.





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Californication. Temporada 2

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En su novela “Amor intempestivo”, Rafael Reig decía de uno de sus personajes: “¿Qué necesidad tenía de escribir novelas, si ya era tan atractivo?” Geoffrey Miller, el psicólogo evolutivo, aplaudiría con las orejas. Según él -y yo lo suscribo- los hombres escribimos para llamar la atención de las mujeres. O para mantenerlas interesadas, una vez que se enamoran. Eso es lo primordial. Lo otro, si llega -el dinero, la fama, la tontería- no es más que el subproducto de esa exhibición amanuense. A los que no tenemos un gran físico o una gran millonada no nos queda otro remedio. Podríamos tocar el violín o inventar el ordenador cuántico, pero escribir parece más asequible y no necesitas una carrera para prepararte. Cualquiera -yo lo atestiguo cada día- puede ponerse a la faena. 

Una vez, en Facebook, topé con un escritor que me pidió amistad. No sé el motivo, porque su discurso, su rollo, su estilo, estaba en las antípodas del mío. Un día me preguntó que por qué escribía. Antes de leer mi respuesta, él me explicó que escribía para devolverle al mundo parte de su belleza. Una paulo-coelhada como un templo. Supongo que hay mujeres que se extasían con esas literaturas, no sé... Yo le respondí que escribía para ligar. El tipo no me dijo nada. Se quedó mudo. Ágrafo, mejor dicho. A los tres días me eliminó de sus amistades. Debió de pensar que le estaba vacilando. Hay gente así, desnortada y autosatisfecha.

Hank Moody, el escritor buenorro de “Californication”, empieza a ser consciente de su condición en la segunda temporada. Ahora que ha aprendido que solo tiene que entrecerrar los ojos para ligarse a las mujeres más guapas, ya no se le ve tan desesperado por escribir su segunda novela. Por refrendar su valía. Empieza a vaguear con conocimiento de causa. La mayoría de las mujeres desconocen su oficio de escritor y aun así se pirran por él en "cero coma", como dicen los modernos. Cuando le ven encenderse un cigarrillo se encienden de deseo. Entre ese fogonazo y el sexo bravío ya solo se interponen tres florituras verbales y unas pocas cortesías del mundo civilizado.




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Crímenes del futuro

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“Crímenes del futuro” podría ser el slogan de Vox para las próximas elecciones generales. Ellos van a darlo todo para que un fascista tome los mandos del Ministerio del Interior y ya todo el monte sea orégano para policías y paramilitares... Pero no: “Crímenes del futuro” es el título de la nueva película de David Cronenberg. ¿He dicho nueva? Tampoco vayamos a exagerar. Es la misma película de siempre, ustedes ya saben: gente rara y vísceras asomándose al fresco de la mañana.

Cronenberg, en esto, es como un director de películas porno. En el porno se trata de sacar pollas y coños en acción y el argumento es un poco lo de menos. Da igual que pongas a un rey de Shakespeare que a un butanero trayendo la bombona. Y Cronenberg, cuando vuelve a sus orígenes, es un poco igual: su objetivo es sacar casquería humana cada diez o quince minutos, y lo otro es desarrollar una historia más o menos coherente que hilvane las escenas.

Esta vez la cosa va de mutantes del futuro, que desarrollan órganos internos que son la fascinación de la ciencia y también la jaqueca de los antropólogos. Porque un ser humano que desarrolle órganos únicos tarde o temprano ya no será humano, sino pos-humano, y solo podrá reproducirse con otro humano que también tenga dos estómagos o un corazón vuelto del revés. Mientras la deformidades no pasen al ADN, vamos bien; pero ay, cuando los gametos incorporen tales deformidades en la sucesión de bases nitrogenadas... (De todos modos, digo yo, ¿esto no era el lamarckismo ya denostado por la ciencia?)

La única gracia de la película -que se mueve todo el rato entre lo grotesco y lo ridículo- es el nuevo sentido que Cronenberg da a la expresión “belleza interior”. La belleza interior es esa monserga que se inventaron los estudios Disney para que los feos y las feas nos consolásemos en nuestra desgracia. “Sí, soy feo, pero valgo más que tú...” En el futuro imaginado por Cronenberg ya puedes ser bello por dentro de verdad, no metafóricamente, pintándote el hígado o tatuándote los pulmones. Exhibiendo tus entrañas en Tinder como quien exhibe su mentón cuadriculado o sus pechos exuberantes. 






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La ciudad no es para mí

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La primera vez que pisé Madrid, en una excursión organizada por los hermanos Maristas, un compañero y yo nos descolgamos del grupo nada más bajar del autobús. Lo habíamos hablado durante el viaje en conciliábulo secreto: en el primer semáforo que cruzásemos, por esas avenidas inconcebibles en León de tres carriles o más en cada sentido, le haríamos un homenaje a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”, que era una película que pasaban mucho por la tele y que nos gustaba mucho a los paletos de provincias.

    Don Agustín, al salir de la estación de Atocha y enfrentarse por primera vez al tráfico moderno, se las veía y se las deseaba para cruzar por la glorieta de Carlos V, desesperando al guardia urbano encargado de enseñarle la diferencia entre el disco verde y el disco "colorao", porque rojo no se podía decir en las películas de la época. Mi compañero y yo, que éramos cinéfilos porque no teníamos novia -que si no de qué- queríamos imitar la gansada de no entender el semáforo, de entrar y salir de los carriles con aire de despistados, mirando hacia los lados como quien se ve atrapado en una estampida de bisontes.

Y casi lo conseguimos. Nuestro grupo ya estaba en la mediana de la primera gran avenida -creo recordar que la Castellana, a la altura del Museo Arqueológico- cuando nosotros, veinte metros por detrás, y silbando la musiquilla ye-yé de las películas sesenteras, pusimos un pie en el asfalto con el semáforo de nuevo cerrado en rojo. O en colorado... Dimos dos o tres pasos entre el tráfico como si fuéramos Chiquito de la Calzada en uno de sus chistes -quietoorr, noorr, cuidadín- cuando de pronto, a punto de retroceder para reiniciar el numerito, dos manos poderosas, la izquierda y la derecha de nuestro tutor, nos jalaron con fuerza hasta la acera y al llegar allí nos soltaron un par de capones muy certeros en el pescuezo. Los hermanos Maristas, en eso de arrear hostias, eran unos karatekas muy consumados porque también tenían misiones en Japón y en Indochina y creo que los destinaban allí por turnos rotatorios. 



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El prodigio

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Aunque soy ateo suelo llevarme bien con la gente religiosa. Ellos saben que yo no quemaría conventos ni convertiría las catedrales en casinos. En la juventud quizá sí, pero ahora ya no... Me reformé. Me ayudó que estudié doce años con los curas y que pasé diecinueve casado con una apostólica romana. De toda su familia -a la que un día habría que dedicar una película de Azcona y Berlanga si pudiéramos resucitarlos- solo me llevaba bien con el cura que nos casó, un hombre errado en la metafísica pero un santo acertado en todo lo demás.

La gente religiosa adivina en mí al cura que pudo haber sido y no fue. Se sienten en compañía de alguien que, al menos, entiende lo que dicen. Recuerdo muchas parábolas de la Biblia porque sacaba sobresalientes en la asignatura de Religión... Yo soy -ya digo- un ateo convencido, y además un libertino, un nihilista de la moral, pero conservo la apariencia de jesuita y la retórica de las homilías. Soy el Católico Bizarro, como aquel Supermán Bizarro de los cómics. La imagen especular pero deformada. El levógiro de las creencias.

Con estos católicos de la película -irlandeses algo cerriles del siglo XIX- podría sentarme a charlar sobre lo divino y sobre lo humano, pero negando lo divino y reafirmando que en el fondo somos unos bonobos. No hay problema. Mientras solo sean palabras vamos de puta madre. El problema surge cuando la religión pone en peligro la vida de las personas, o al menos compromete seriamente su felicidad. Entonces ya no hay armisticios ni retóricas. Discutir sobre el sexo de los ángeles o sobre la existencia del demonio puede ser hasta divertido. Al final siempre sale una película a colación y yo ahí me muevo como pez en el agua. Pero discutir cosas serias no merece ni un segundo de esfuerzo. En esos trances, como la enfermera de la película, lo que hay que hacer es actuar. Oponerse de manera dulce pero determinada. Ni un paso atrás. Prietas las filas de los laicos. Ni buen ciudadano ni hostias democráticas. Ni una duda, ni una concesión, ni una sonrisa siquiera. 

Cuando se juega con las cosas de comer hay que volver a gritar junto a Voltaire: "Écrasez l'infâme!"





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The Bear

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Supongo que no soy muy original si digo que en "The Bear" solo falta Alberto Chicote abroncando al personal. De hecho, para inspirarme, he leído varias críticas de los internautas y dos de cada tres mencionan lo de Chicote como chascarrillo recurrente. Pero es que su figura nos viene al pelo, jolín. Los entresijos de “The Original Beef of Chicagoland" -este restaurante de tercera generación italiana y de tercera categoría regional- son los mismos de aquellos tugurios en los que don Alberto desplegaba sus consejos de señorito Rottenmeier. 

(¿Que quién es la señorita Rottenmeier?: los teleadictos de mi generación la recordarán de la serie “Heidi”. ¿Que por qué conozco a Alberto Chicote si hace tiempo que ya dejé de ser un teleadicto?: porque vivo en el mundo y me entero de las cosas, nada más).

“The Bear” me interesaba por dos razones poderosas: la primera porque un buen amigo me la recomendó, y la segunda porque mi hijo quiere ser un cocinero como el prota de la serie. De hecho ahora mismo está en ello, formándose y trabajando al mismo tiempo. Pero mi hijo -nos ha jodido- quiere ser un cocinero de trayectoria opuesta a la de Carmy Berzatto: empezar por el tugurio, si no hubiese otro remedio, para terminar fogoneando en los altos hornos de Vizcaya o en los bajos de hornos de Guipúzcoa, donde se corta el bacalao de los profesionales creativos y afamados. Un sueño, quizá, pero un sueño inspirador para sus 23 años de pura vitalidad.

De hecho, sin haberla visto todavía, yo le recomendé “The Bear” con expresiones muy entusiastas y promesas de satisfacción, por si extraía de ella algún aprendizaje sobre la vida frenética de los fogones. Y ahora, la verdad, ya no sé si he hecho bien. La serie está bien, pero no tanto, y quizá todo lo que ahí se cuenta más bien tienda a desmoralizarle. O no, porque él no es tonto, y sabe lo que hay, y tiene asumido que la fama cuesta, y que hay que pagarla con sudor. “Fama” era otra serie de mis tiempos teleadictos.





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Californication. Temporada 1

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Después de un largo periplo por la historia, los sodomitas y los gomorritas -que tras la cólera de Yahvé vivieron su propia diáspora por el mundo- se instalaron entre el Océano Pacífico y la falla de San Andrés para reinstaurar el gozo de vivir y el placer de fornicar. 

En esa Babilonia moderna vive ahora Hank Moody, el escritor que añora vivir en Nueva York porque allí las mujeres son igual de hermosas pero se ponen abrigos y jerséis para combatir el frío que sopla del Atlántico, lo que entonces le permitía dedicarse a la escritura sublimando los instintos.

En Neogomorra, en cambio, las señoritas van muy ligeras de ropa, y además todas le encuentran irresistible y dignas de sus dormitorios porque Hank Moody posee el jeto exacto, y el magnetismo, y las pintas perfectamente descuidadas, y las oportunidades le brotan en cada esquina y en cada semáforo como setas en el bosque. Moody -el muy jodido, y el muy jodedor- se cayó en la marmita del mojo siendo un chaval y ahora ya no necesita ni ponerse guapo para salir a la calle y provocar soponcios y extravíos.

Pero Hank Moody, en realidad, aunque a veces parezca inverosímil, no desea este destino que los dioses bondadosos le reservaron. Él es un polígamo a su pesar, casi forzado, de los que a veces se pone a follar con gesto de resignación. Un libertino que va de cama en cama mientras espera que Karen, el verdadero amor de su vida, reconsidere su opinión de mantenerlo lejos de ella. Moody sólo desea el amor de Karen en las tórridas noches del Pacífico, y mientras dura esa reconquista -que es dura de cojones-  californica todo lo que puede para sustituir el pan por unas tortas de consuelo. 

En “Californication” se folla mucho, es cierto, pero sobre todo se ama. O se suspira por el amor. Lo del título es un reclamo publicitario, un nombre comercial. El fornicio no es el meollo de la cuestión aunque se quede grabado en nuestras retinas. El mensaje de fondo es casi una ironía, una contradicción: Hank Moody, con todo el sexo del mundo puesto a su disposición, sigue amando a Karen por encima de todas las cosas.





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Trece vidas

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Yo antes no tenía nada en contra de la espeleología. Es más: los espeleólogos me parecían gentes admirables que unas veces se aventuraban en las cuevas para descubrírselas al mundo -y hacer rico al ayuntamiento del lugar-, y otras, ya revestidas de heroísmo, se colaban para rescatar a liantes que se habían metido en la cueva sin equipamiento, solo para husmear o para no ser vistos en alguna clandestinidad. O quizá, simplemente, porque sentían la llamada del gen cavernícola de nuestros antepasados, tan poderosa como la llamada de Dios o la llamada del sexo: un gen remoto y telúrico que ante la negrura de algunas cavidades se activa en el organismo y ya no puede resistir la tentación de profundizar en el misterio.

Pero eso era antes, en mis tiempos de soltero y luego de casado. Después, ya divorciado, hubo una época en que me anuncié en el mercado del amor, y descubrí que allí solo ligaban los espeleólogos y las espeleólogas. Hombres envidiables y mujeres sanísimas que luego, en otras fotos que demostraban su arrojo y su vigor corporal, aparecían haciendo parapente, o practicando puenting, o descendiendo en canoa las aguas bravas de su pueblo. Descubrí, para mi frustración, que los tipos como yo, simples intelectuales que el fin de semana salíamos en bicicleta o nadábamos en la piscina municipal, no nos comíamos ni una rosca. 

Para tener una mínima oportunidad con esas jamonas había que equiparse en alguna tienda especializada: comprar el casco, el neopreno, la aleta palmípeda... Dejarse una pasta gansa en los fetiches sexuales. Y luego, claro, tener la valentía de apuntarse a un club de cavernícolas, de meterse en los recovecos, de disimular que uno solo estaba allí para despojarse de los neoprenos en otras intimidades con poca luz.

No sé: me quedó como un trauma, como una inquina. Quizá por eso no he podido disfrutar de  “Trece vidas” como yo hubiera querido. Donde otros ven a los héroes del rescate, yo solo veo a mis rivales de antaño.





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Argentina, 1985

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La tradición judía sostiene que Yahvé siempre está a punto de destruir el mundo por culpa de nuestra vileza. Pero que no lo hace porque en cada generación, según la Cábala, nacen 36 hombres justos que con su ejemplo nos salvan de la quema. Son los llamados lamedvovniks. Los sabios judíos explican que estos hombres y mujeres no están reconocidos como tales, y que ellos mismos no saben que lo son. No hay que buscarlos, pues, en los telediarios de Telemadrid, o en los famoseos del Diez Minutos.

Los lamedvovniks son recatados, sencillos, y viven entregados a oficios sin relumbrón. Los sabios son en esto bastante ecuménicos, y reconocen -cosa que no harían nuestros sacerdotes- que los lamedvovniks pueden pertenecer a cualquier religión de la Tierra. Y precisan: “Quizás es usted, quizá soy yo, o quizá sea esa persona que prejuiciosamente creemos que no tiene mérito alguno”.

Julio César Strassera fue sin duda un lamedvovnik de su generación. Cuando por culpa de los milicos Yahvé quiso destruir la Argentina como hizo con Sodoma y con Gomorra, pasando el país entero por la barbacoa de un asado monumental, Strassera, obligado por su cargo, sí, pero armado con un par de cojones, sentó en el banquillo a esos hijos de puta que nunca se mancharon las manos con la sangre de las torturas ni con el acarreo de los ajusticiados, pero que lo ordenaban todo -o lo consentían- desde sus lujosos despachos militares.

Los logros de Strassera fueron ridículos en proporción a la pena que estos sociópatas se merecían. Nada que él no sospechara cuando empezó su trabajo... Pero su ejemplo quedó ahí: pudo haber renunciado, haber cedido a las amenazas. Pudo habérselo currado con menos ahínco. Haber templado gaitas. Pero era un lamedvovnik y no pudo remediarlo. 

Aquí en España, para nuestra vergüenza, no hubo nadie que sentara en el banquillo a los asesinos de la Guerra Civil cuando llegó la democracia. No hubo ningún lamedvovnik con bigote. Todavía no sé por qué Yahvé no hundió la Península en el mar y dejó a los portugueses, pobrecicos, como una isla en mitad del Atlántico. Quizá porque Dios, en España, siempre ha sido de derechas.





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The Crown. Temporada 5

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La quinta temporada de "The Crown" es un desafío a nuestra credulidad. Ver a McNulty disfrazado del príncipe de Gales produce una disociación cognitiva de tal calibre que ya no sabes si es que el príncipe está de visita en Baltimore, aprendiendo a colocar micrófonos en las esquinas, o si es que McNulty, que resultó ser el 38º aspirante al trono en la línea sucesoria, ha sido investido príncipe porque toda la Familia Real quedó electrocutada en la toma de una foto oficial, como le pasaba a John Goodman  en “Rafi, un rey de peso”.

Pero McNulty -o sea, Dominic West- domina bien el registro principesco, y además sale maqueado que lo dejan como un pincel, así que nuestra credulidad, superado este reto, tiene que enfrentarse al hecho lamentable de que la princesa Margarita no es que se haya convertido en una señora mayor: es que no es, ni por asomo, la misma mujeraza que en las primeras temporadas nos dejaba con la boca abierta, estupefactos ante su belleza. A esta Margarita le han caído los años, sí, pero también le han recortado los centímetros -demasiados-, y le han comprimido el cuerpo hasta resultar irreconocible. Y además es mucho más fea... Uno no entiende que en una serie tan detallista, tan “british” en todo lo demás, se cometan estos errores de bulto. No será por actrices para elegir, digo yo, en el elenco de las isleñas.

Y luego está Diana de Gales, a la que la serie trata con suma condescendencia: la "Princesa del Pueblo”, y toda esa mierda. Ahora la interpreta una mujeraza de cuerpo mareante que debe de andar por el metro ochenta de estatura. Cuando Diana llora sentada, te la crees a pies juntillas, pero cuando se yergue para llorar de pie, sabes que no es ella, sino Elizabeth Debicki, la que se queja con amargura de vivir como una princesa millonaria. Es entonces cuando uno se va del personaje, y también un poco de la serie, y empieza a pensar que “The Crown” -tan fastuosa todavía, tan interesante a pesar de retratar las vidas de esta gentuza impresentable- empieza a descuidarse un poquitín, o a confiar demasiado en sus seguidores.


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En el calor de la noche

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En provincias, cuando yo era pequeño, el único actor negro al que conocíamos por su nombre era Sidney Poitier. Los demás, que tampoco eran muchos, eran “los que salían” en tal película o en tal serie de la tele. Estaba, por ejemplo, el amigo de Kirk Douglas en “Espartaco”, que también hacía de secundario en muchas películas del oeste. Y el soplón que trabajaba las calles y las prostitutas en “Starsky y Hutch”. Y la criada de “Lo que el viento se llevó”, y el pobre chico al que Atticus Finch salvaba de la horca en “Matar a un ruiseñor”. Y Bill Cosby, claro, que entonces era mucho de reír, como diría el señor Barragán, y Richard Pryor, que hacía de tontaina en las películas de Gene Wilder y en una secuela ya  olvidada de "Supermán".

Y el actor que hacía de Kunta Kinte, por supuesto, que con sus marcas de latigazos dejó marcada a toda nuestra generación. Su tortura despertó en nosotros la conciencia de que existía una tara psiquiátrica llamada racismo que llevaba varios siglos propagándose entre los genes y la cultura.

Recuerdo que Sidney Poitier le gustaba mucho a mi madre. Físicamente y actoralmente, quiero decir. Sobre todo en “Adivina quién viene esta noche”, que era la película de cabecera en nuestra cinefilia familiar. Siempre que la pasaban por la tele cenábamos en el salón y no en la cocina, no te digo más. Cada vez que Sidney Poitier aparecía en pantalla, mi madre exclamaba: “¡Qué guapo es..!”, y yo notaba que había un puntito de autodescubrimiento en su admiración. Como una sorpresa no confesada de excitación. 

 Nosotros, como todo nuestro vecindario, solo éramos unos tardofranquistas ignorantes. Los únicos negros que veíamos por León eran los manteros que vendían bolsos y baratijas en las fiestas patronales, siempre con un ojo en el cliente y el otro en la policía que rondaba sus negocios. Les veíamos dos o tres días al año cuando bajábamos a la feria o a los fuegos artificiales, y nos llamaban la atención como ahora nos la llamarían los extraterrestres venidos de Marte. Éramos muy paletos, y estábamos muy poco vividos.






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Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto

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“El que nace para ochavo no llega a cuarto”, decía mi abuela. Y me miraba con sus gafas de culo de vaso para indicarme que yo era precisamente un ochavo de futuro anónimo y falto de gloria.

Creo que ochavo tiene algo que ver con las monedas antiguas, las del imperio español que se perdió en Cuba y en Filipinas. Da igual. Es otra manera de decir que nadie hablará de nosotros- ni de nosotras- cuando hayamos muerto. Me niego a escribir nosotres... Nosotros, como Pilar Bardem y Victoria Abril en la película, somos los hijos de don Nadie y los parientes del tío Ninguno, que también lo decía mucho mi abuela. Somos los  parias de la tierra, los proletarios desunidos. Los que prostituimos la carne o el espíritu a cambio de un jornal o de una pensión. Porque todo es prostitución cuando hay que llegar a fin de mes. Si el personaje de Victoria Abril chupa pollas para cubrir los gastos de su marido enfermo, lo demás besamos culos cada mañana para que el día veintitantos llegue la nómina a nuestros hogares.

No: nadie hablará de nosotros, ni de nosotras, cuando hayamos muerto. Porque para entonces no habremos hecho nada para ganarnos la inmortalidad. Nos mencionarán los que nos conocieron en vida, pero cada vez menos, y casi siempre para mal. Qué hijoputa era, dirán, o que tacaña, o que pendona, o que calzonazos... Y luego, cuando se mueran, ya sí que nadie hablará de nosotros. Ni de nosotras. Ya seremos, del todo, seres anónimos, y todo la pasión y el esfuerzo se irán por el sumidero de los relojes. No quedará nada especial para dar que hablar. No haremos nada para ser preservados en las hemerotecas, en las videotecas, en las antologías de los siglos. Nada. Somos la mierda cantante y danzante del mundo, que decía Tyler Durden.

Pero no hay que hundirse por eso. Al revés: hay que conjurarse para disfrutar todavía más. Ya que solo ahora van a hablar de nosotros, y de nosotras, que hablen para bien,  y que nos amen porque les hemos amado y ayudado en el camino.





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Los amores de Anaïs

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Las mujeres, si buscaran la belleza, deberían de ser todas lesbianas. Pero no lo son. Supongo que la presión evolutiva todavía es demasiado fuerte para ser barrida por la cultura. 

Digo esto porque entre un cuerpo de hombre y un cuerpo de mujer no hay punto de comparación. Nosotros, por mucho que nos cuidemos, que nos rasuremos, que nos musculemos el body, somos feos. Y feos de cojones también. La mayoría quedamos ridículos enfrentados al espejo, metiendo barrigón y tensando el culo en un esfuerzo de contención. Nos salen pelos en lugares insospechados y exudamos olores a veces desagradables. Nuestros pies son la evidencia más cruda de nuestro pasado arborícola, de nuestra triste condición de antropoides con teléfono móvil. Es por eso que muchos hombres prefieren hacer el amor con los calcetines puestos, no por frioleros, sino por no romper el hechizo del amor.

Y el pene, claro: un órgano feo, morcillón, alimentado por venas y arterias que sobresalen bajo la piel. El pene tiene algo de monstruo extraterrestre, de experimento de laboratorio. Está muy lejos de la hermosura de unos pechos o de una sonrisa vertical. Hablo en términos generales, por supuesto... Una polla en erección todavía tiene su gracia, pero en estado flácido, replegada sobre sí misma, es el órgano menos erótico imaginable. Yo, con la mía, tengo confianza y ya no me asusta su fealdad, pero nunca he entendido que algunas mujeres -pocas, eso sí- depositaran su deseo en semejante carnalidad. Es por eso que yo siempre fui muy agradecido con ellas.

Anaïs, la chica de la película, iba como loca por su vida amorosa, acelerada sin encontrar ningún hombre que la aquietara. Se comprometía y traicionaba; prometía y se desdecía. Les juraba su amor y les negaba su compañía. Los traía locos con su belleza tan chic, tan delgadita ella, tan lasciva, tan impechada... Anais sufría y hacía sufrir. Nada le iba bien hasta que un día, por casualidad, enamorada a su modo de un hombre casado, comprendió que le gustaba mucho más su mujer. Y en ese momento alcanzó la serenidad que tanto andaba buscando. Un rayo de luz cayó sobre ella y el instinto fue vencido finalmente por la evidencia.



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