El escuadrón suicida

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Al final, como me temía, El escuadrón suicida ha resultado ser una tontería. Pero no venía engañado. Mea culpa. Tras leer las críticas entusiastas -o al menos no condenatorias- de parte de la crítica,  asumí el riesgo -también suicida- y fracasé. Mal síntoma, cuando me descubro cada poco con las manos en los testículos, para nada sexualizado, ni siquiera excitado con Margot Robbie vestida de princesa majara, sino guiado por el inconsciente aburrido, que allí encuentra como un refugio ancestral o no sé qué. Les pasa a muchos hombres, y no es para nada vergonzoso. Cuando una película me interesa de verdad, me llevo el puño a la sien, apoyado en el reposabrazos, o desmadejo las manos a lo largo del cuerpo, como anestesiado, inmerso del todo en la alegría o en el sufrimiento de los demás. Me conozco como si me hubiera parido, vamos.

El escuadrón suicida es una película golfa, loca, sin pies ni cabeza, para adolescentes de centro comercial, o adultos que aún rondan por allí.  Dos horas de explosiones, sesos esparcidos y chistacos sobre comeduras de polla al borde del mar. El blockbuster moderno, ya sabemos, postarantiniano, que le ha dado no una, sino trece vueltas de tuerca, a sus planteamientos cojonudos y radicales. Fue él, Tarantino, el que abrió la caja de Pandora en Reservoir Dogs, cuando aquellos sociópatas trajeados de negro -otro escuadrón suicida, después de todo- hablaban sobre el significado de Like a virgin, la canción de Madonna, sin ponerse de acuerdo sobre si era una virgen expectante o si cada vez que follaba recordaba la virginidad perdida. Algún día sabremos...

Para escuadrón suicida -pensaba yo, a mitad de película, ya distraído con mis cosas- mi equipo de chavales de este año, encuadrado en una categoría demasiado ambiciosa, con una plantilla todavía muy verde, y desorganizada,  a merced de los clubs poderosos, de los americanos del lugar, que se presentan en los partidos como verdaderos comandos de la hostia, los hombres de Harrelson lo menos, armados hasta las botas, y con cara de no perdonarte ni un solo gol, ni un solo lamento.





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Los cazafantasmas

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La película es un caca. Una caca ectoplásmica, ya que estamos. De las que no huelen, pero tienen consistencia. Si no estuviera Bill Murray sosteniendo el tenderete, con sus jetos impagables, y sus chistes de cínico ateniense, no la pondrían ni en las nostalgias del TCM, ni en los rastrillos del Canal Hollywood. O la pondrían a horas muy intempestivas, sin anunciarla en las cortinillas. La trama es una memez, los efectos especiales vergonzosos, y Sigourney Weaver, la verdad, por muy sexy que se ponga cuando hace de diosa sumeria, nunca me puso como señorita, ni como señora.

Pero joder, son los cazafantasmas, y los cazafantasmas son amigos de la adolescencia, años ochenta que te cagas, los de Gordon Gekko y Ronald Reagan en la cima de la avaricia, los del PSOE perdiendo las siglas centrales en cada decisión y en cagada. Recuerdo -con una nitidez aplastante, y preocupante, porque dicen que eso es un indicio de la vejez- que vi Los cazafantasmas en el cine Abella de León, con doce años, con los coleguitas de entonces, ya preadolescentes perdidos, aullando como micos entre centenares de semejantes. Los cines de antes... El cine Abella era mi territorio, mi finca particular, porque yo entraba gratis por ser hijo de empleado, y mis amigos conmigo, claro, nunca las chicas que yo deseaba desde la distancia de una acera, que era una distancia, precisamente, como de vivo y de fantasma, o viceversa.

Todo esto podría dar para un río de recuerdos, porque jodó, qué año, 1984, para nada el que imaginó Orwell, pero jodó, qué año, al menos en lo personal, en lo provinciano del colegio y del fútbol, de los segundos amigos y las primeras erecciones. En 1984 no existían los fantasmas, porque habíamos abjurado de cualquier metafísica de los curas, pero sí existía, rotundo, hecho de piedra y ladrillo, el cine Abella, que iba a durar mil años o más en las carteleras. Y luego, lo que son las cosas: el cine Abella cerró y se convirtió en un taller de bicicletas, y casi al mismo tiempo, como fenómenos comunicantes, empezaron a brotar los fantasmas por doquier, de los muertos de León, de los amigos perdidos, de los amores nunca correspondidos.





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Rey y Patria

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Rey y patria. Luchar por el rey, y por la patria. Me descojono... ¿Qué rey, para empezar? ¿El exiliado? ¿El sospechoso? ¿El investigado por distraer los dineros de la contribución? ¿El que asesinaba elefantes en África por el mero placer de matar? ¿Ése? ¿Ése tipo? ¿Me están diciendo los patriotas que yo -bueno yo ya no, que estoy inútil para el servicio, pero mi hijo, peor todavía- que mi hijo tendría que jugarse la vida para defender el patrimonio territorial de este señor? ¿Ir a pegar tiros a las trincheras de Pyongyang, o de Marrakech, o de Getafe Sur, a pelearse con las ratas, las enfermedades, la insania y la locura, toda esa mugre que Joseph Losey retrata en su película, sólo para defender el orgullo de un rey que ahora vive en un emirato a cuerpo de sultán, rodeado de lujos y mujeres en bikini? Vamos, anda, no me jodas.

¿O tendríamos que sacrificar a los primogénitos por el otro rey, su Hijo Predilecto, que es quien le calienta el trono de Madrid? ¿Pero a santo de qué, vamos a ver, tendría yo que perder a mi hijo para defender a este Felipe Nosecuántos, yo que vivo en una cuadra en comparación con su palacio, que malvivo en comparación con su dispendio. ¿Llegado el caso cogerían sus hijas, monísimas y educadísimas, un fusil para defender, qué sé yo, el futuro laboral de mi hijo, su derecho a una sanidad decente y a una pensión digna cuando se jubile? ¿Por qué no lo hacemos al revés? Venga, va, que dejen de joder.

Defender a la patria... Me meo ¿Qué patria? Mi patria no es la misma donde vive la familia Botín, los senadores del PP,  Florentino Pérez y su banda, los nazis de VOX, Carlos Herrera y los secuaces de la prensa... Yo tengo más en común con cualquiera que viva en un extrarradio de Minsk, o de Kuala Lumpur, que con esta gente que acabo de citar. Que un mangante, o un lameculos, o un fascista, o un explotador de los trabajadores, hable en castellano y baile por soleares, no lo hace nada mío, nada de compatriota ni de compañero de trinchera. Que carguen ellos, en la primera oleada, si tanto quieren a su rey y a su patria. Después de todo es su negocio, no el mío.



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Schmigadoon!

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El pueblo de Schmigadoon es, obviamente, la parodia de Brigadoon, la aldea de la otra película, que volvía a la vida cada 100 años para echarle un ojo al mundo y luego dormitar. Si en Brigadoon cantaban y bailaban Gene Kelly y Cyd Charisse, que rompían la pantalla de puro estilosos y fotogénicos, aquí, en Schmigadoon, bailan como patos, y cantan como lerdos, una pareja de tortolitos que se perdieron de excursión.

Aunque él y ella son doctores, y del seguro americano, y cobran un pastón sólo por coserte una ceja, él es medio bobo, y poco atractivo, y ella medio lista, y poco agraciada. Pero la gracia es ésa: que alguien como usted, y como yo, que tampoco estamos para tirar cohetes -tú calla, Charlize- salga a buscar el amor verdadero y acabe atrapado en un pueblo del Far West, y en un musical de fantasía, donde brota la música del cielo y todos los habitantes se mueven como bailarines de Broadway, y cantan como triunfitos de la tele. Todo tan mágico, y tan plasta, y tan insoportable.  Y tan cursi... Ya no es sólo el ridículo de la situación, sino el ridículo de uno mismo, que recuerda, de pronto, las muchas fiestas a las que fue invitado y permaneció en una esquina con el vidrio en la mano, inmóvil, cagado de rubor, porque cada vez que cantaba llovía por los techos, y cada vez que bailaba se carcajeaba hasta el gato, y las chicas apartaban la mirada.

Schmigadoon, la serie, no es gran cosa: una curiosidad, los tres primeros episodios, y un incordio, los tres últimos. Pero ha sembrado en mí la semilla de una idea, de una adaptación al producto nacional. Sería una comedia musical ambientada en La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, y que si no fuera por los coches innúmeros, y por los teléfonos de la gente, también parecería un Schmigadoon a la ibérica, un Brigadoon del Noroeste, varados en un tiempo como de película de Berlanga. El prota sería yo mismo, claro, cargado con mis películas, mis libros, mis aires de cultureta, sobreviviendo al día a día de estas gentes que no tienen ni puta idea de quién es Gene Kelly, ni Cyd Charisse, ni dónde queda el Schmigapollas de los cojones.




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El declive del imperio americano

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Cuentan las crónicas que el declive del Imperio Romano comenzó con el desenfreno sexual, y la disgregación de la familia. Con la cuchipanda bajó la natalidad, y las legiones, despobladas de canteranos, ficharon mercenarios que ya no combatían con el mismo ardor. El símil futbolístico me viene al pelo. También hay crónicas que afirman justo lo contrario: que fue el declive, preexistente, el que alejó a los romanos de los dioses, y les incitó al placer de fornicar antes de que los bárbaros irrumpieran por las fronteras. Quién sabe... Hace mucho tiempo de todo aquello, y puede que en realidad fueran las dos cosas entrelazadas.

Denys Arcand, en “El declive del Imperio Americano”, quiere hacer un paralelismo entre la caída de los romanos y la caída de los norteamericanos, y pone en escena a cuatro burgueses y cuatro burguesas del Canadá que se pasan la película acostándose entre sí, o deseándose entre bambalinas. Hablando de fantasías sexuales con los amigos y con las amigas. Soñando con los nuevos polvos que vendrán y añorando los viejos polvos que ya fueron. La película de Arcand no va de geopolítica, como se ve. Es puro sexo verbal.

Hay un personaje que sostiene que el mundo occidental está a punto de derrumbarse en 1986, una afirmación muy osada, casi de futurólogo, justo cuando Gordon Gekko se forraba en Wall Street, los rusos hacían cola en las panaderías y la familia Bin Laden era amiga íntima de los tejanos del petróleo. Si hubo un momento de gloria americana, económica y militar, fue justamente ése, 1986, cuando Ronald Reagan era el Trajano de los suyos, un sociópata en la cumbre de su imperio.

Denys Arcand se refiere, digo yo, a que los viejos valores ya estaban en derrumbe, y que los occidentales, liberados de la religión y la tradición, ya no encontraban cortapisa ninguna al vicio de amancebarse. Que luego te dejen o no ya es harina de otro costal. Los hombres de la película, por ejemplo, aunque se ganan bien la vida y saben cocinar empanadillas, son poco atractivos, y bastante fraudulentos, pero tienen una labia, y un repertorio, que ya quisiera uno para sí.






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Cómo se hizo "Encuentros en la tercera fase"

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No suelo detenerme en los makings off de las películas porque me destripan los trucos, y yo quiero ser un niño boquiabierto, y crédulo, que se traga las películas como si todo fuera de verdad, y no ilusionismo de maquetas, y literatura de guionistas. Prefiero vivir en la inopia, o en Inopia, que también tiene nombre de planeta extrasolar.

Lo que pasa es que tengo muchos DVD que vienen con disco doble, el de la peli y el de los extras, y como me costaron buen dinero en las Rebajas de El Corte Inglés, me duele pagar un pastizal por un producto que no voy a ver.  Así que lo veo, o al menos le echo un vistazo: ese disco número 2, o disco bonus, o disco “special edition”, donde vienen los artistas alabándose los unos a los otros, y los tipos de producción contando cómo construyeron los decorados o buscaron los vestidos de la época. Un rollo patatero, casi siempre.

Mi DVD de “Encuentros en la tercera fase” también es un disco doble, una estrella binaria como ésa de donde proceden los cabezones del espacio. Y el otro día, mientras me despertaba de la siesta, lo puse en el reproductor a ver qué se cocía, sin grandes esperanzas. Pero hete aquí que el primero que habla es el mismísimo Steven Spielberg, contando que él se creía a pies juntillas el fenómeno de los platillos, y que por eso se embarcó en la película, y que para documentarse sobre los encuentros en la tercera fase contrató al mismísimo inventor de la escala de los encuentros, el doctor Hynek, que incluso hace un pequeño papel en la película.  A ustedes todo esto les puede parecer una petardada, pero a mí, que también tuve mi momento ovni, antes del descreimiento, me deja fascinado.

Lo que más me interesaba, en realidad, era conocer el origen de las cinco notas musicales que servían para la comunicación con los extraterrestres. Lo digo porque es el tono de llamada que tengo puesto en el teléfono móvil, al que ya sólo llaman eso, extraterrestres, y extraterrestras, y gente muy rara en general. John Williams explica que fue pura chiripa musical: probaron tropecientas combinaciones y al final dieron con ese quinteto ya universal e intergaláctico. Ta-ra-riiií-to-tooooó.




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Encuentros en la tercera fase

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Es una pena que los extraterrestres siempre aterricen en Estados Unidos, o en los platós de Tele 5, y no aquí, en La Pedanía, por las viñas o los montes, porque uno se iría gustosamente con ellos, como Richard Dreyfuss en Encuentros en la tercera fase. No hay más que ver la familia que tiene para entender su postura y su fuga. Cualquier planeta es bueno, de Marte para allá, con tal de no oír los gritos del churumbel.

Yo, por mi parte, ya cumplí con la obligación de tener un hijo -para presumir-, de escribir un libro -para esconder- y de plantar varios pinos que no han agarrado bien en la loza. Queda muy poco por hacer, salvo ver los Mundiales de fútbol, y conocer a los nietos algún día.  Que vengan, sí, pero no a mitad de partido, por favor... Las alegrías del sexo, del trabajo, del Real Madrid ganando títulos en Europa, tienen pinta de volverse esquivas o cicateras. The winter is coming a La Pedanía, o al menos el otoño. Al fin llegó, sí, la lluvia amarilla, la misma de Llamazares, que en mi caso es lluvia de canas, cuando voy a la peluquería y contemplo la nevada sobre el delantal. Yo, desde luego, no apostaría mucho dinero por el regreso de los buenos tiempos.

Y luego está el cambio climático, claro, que va a convertirlo todo en un estercolero, y el coronavirus, que a saber tú todavía. Y los gobiernos de la derecha, que me quedan algunos por sufrir, impotente ante la tele... Por qué no marcharse, pues, con los enanos cabezones, esos de la musiquilla, a vivir los últimos años en un planeta diferente, a muchos años-luz de esta decepción interminable. Tal vez allí me espere la plenitud insospechada: un oficio en el que encajar como un guante, un planeta libre de estúpidos, un entorno plagado de bicicletas y no de coches. Un mundo donde los perretes no vivan sólo doce años, sino setenta, como nosotros. Un Paraíso extra-Terrenal donde poder ir desnudo por la vida, y despistado por las calles, sin postureos, sin vergüenzas, indiferentes todos a los fenotipos y a los errores del pasado.


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Una noche en la ópera

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“Una noche en la ópera” es la mejor película de los hermanos Marx. Quizá porque, para empezar, es una película, y no un número de vodevil. Los Marx, hasta entonces, sólo habían rodado funciones como de Juanito Navarro en “La Latina”, pero multiplicado por tres: un Juanito con peluca, otro con bigote y otro con un gorro de tonto inexplicable. Los Marx, en sus proto-películas, metían chistes, canciones, números musicales; pegaban cuatro resbalones de slapstick y soltaban cuatro cosas picaruelas para escándalo de las mujeres y carcajadas de sus maridos. Y con eso, y cuatro majaderías especialidad de la casa, rellenaban ochenta minutos de celuloide. De eso comían, y eran unos maestros en lo suyo.

Pero en “Una noche en la ópera” alguien puso cordura, y logró que hubiera un hilo narrativo del que colgar los elefantes, que se balanceaban. La tela de araña es frágil, tontorrona, la historia de siempre de la parejita enamorada y las trapisondas por doquier, pero al menos todo queda sujeto y trenzado, y se puede hablar, con propiedad, de una película. Una que además -ahora sí- es un clásico venerable, porque sus momentos, sus momentazos, ya forman parte de la cultura popular, y son memes que saltan en las conversaciones de cualquier persona, incluso de gente que no ha visto la película, o que ni siquiera sabe que existe.

Yo, al menos, soy incapaz de firmar un contrato sin estar canturreando por dentro “ la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte...” Me sale como el respirar. Tampoco puedo ver un habitación abarrotada, o un autobús atestado, y no pensar al instante que estoy dentro del “camarote de los hermanos Marx”. Me sale como un acto reflejo. Ni puedo, tampoco, pedir comida en un restaurante, de la clase que sea, de cutrerío o de postín, sin añadir en un murmullo “... y dos huevos duros”. Una vez se me escapó en voz alta, en la mesa de un sitio elegante, y la mujer que estaba conmigo pensó que yo estaba loco. Fue el principio del fin.

-          ¡Meeeec!

-          Que sean tres.



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Review. Temporada 3

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Las series que me gustan, las cancelan; y las series que no me gustan, se prolongan hasta el infinito. Será que llevo el gafe en la mirada, o que tengo el gusto muy retorcido. Podría no-ver la series que me gustan, para alargarles la vida, pero entonces me las perdería. Y viceversa: podría ver las series que no me gustan, para condenarlas, pero me aburriría. Estoy atrapado en la paradoja. Yo asesiné a “Review” por el mero hecho de verla y alabarla. Soy el rey Midas de la mierda.

Dicho esto, y para contar mi propia experiencia de la vida, paralela a la de Forrest Macneil, tengo que confesar me nunca he comido un burrito caducado de fecha, aunque una vez, en Toledo, para desayunar, me endilgaron una tortilla de patata que casi me hizo vomitar.

Una vez tuve que llevar a mi querido perrete al veterinario, para despedirme para siempre, y lloré lo indecible. Aún le echo de menos.

Nunca he hecho realidad mis sueños, pero si he hecho sueño mis realidades, que me persiguen.

¿Qué cómo es ser un trabajador secundario y subordinado?: un chollo, en mi caso. Cero ingresos extra, pero también cero responsabilidades.

Nunca le he pateado el culo a nadie, aunque ganas me quedaron, y a veces tiemblo de terror sólo de pensar que un accidente vascular, o de bicicleta, me convierta en un Hellen Keller sordociego y mudo. En un Johnny cogió su fusil.

Perdonaría una afrenta muy gorda. De hecho, la he perdonado. La distancia y el olvido son como el salfumán para el odio. 

Si tuviera pasta gansa me criogenizaría sin dudarlo. No tengo nada que perder, y a lo mejor, al despertar, me encuentro viviendo en “Futurama”, entre Fry y sus colegas. Bender sería mi amigo del alma, mi compañero de juergas, y mi cínico de cabecera.

Nunca me ha caído un rayo encima, aunque soy un irresponsable que sale a leer entre los árboles, cuando empieza a tronar. Sólo la lluvia, la de goterones muy gordos, me arredra.

La tercera temporada de “Review” termina con Forrest MacNeil obligado a dejar su trabajo de crítico de la vida. Su cara de desolación lo dice todo. Es como si a mí me obligaran a dejar de... escribir estas tonterías.


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La coleccionista

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Antes de la irrupción del feminismo -o mejor dicho, de su nueva oleada- las mujeres como Haydée eran insultadas, y de lo lindo, a este lado de los Pirineos. Todavía hoy, en los círculos carpetovetónicos, próximos a los valores cristianos y a la inmanencia de las costumbres, Haydée sería señalada por la feligresía como un súcubo enviado por Satanás. El castellano es un idioma riquísimo cuando se trata de zaherir a la mujer que se acuesta con quien quiere, y cuando quiere, como hace Haydée en sus vacaciones: puta, golfa, buscona, pelandusca, pendón, calientapollas, indecente, guarra, putón verbenero... Un jardín de flores... Sin embargo, los machos alfa que se acuestan con quien quieren, y cuando quieren, como el mismísimo Adrien de la película, reciben, como mucho, en esos mismos círculos, la penitencia de un Ave María y la sonrisa de una envidia cochina: “¡Qué cabronazo...! ¡Qué suerte...! ¡Quién pudiera...!”

“La coleccionista” es una película francesa de 1968 que aquí, supongo, sólo se estrenaría en círculos afrancesados, bienfollantes, más bien izquierdosos. Aunque ser de izquierdas no te libre de este vicio del malpensar con las mujeres. La película de Rohmer, presumo, se vería en cineclubs, cinefórums, cinematecas, sitios así, más bien pequeños y oscuros, garitos de la cinefilia donde se acomodaban los barbudos con trenka y las chicas en minifalda, maoístas y poshippies, liberales y erotómanos. La gente que iba tres décadas por delante del melindre y del débito conyugal. Del camisón remangado y del sábado sabadete regado con vino de la tierra. Del cursillo prematrimonial y del visillo de las viejas.

“La coleccionista”, en pantalla grande, no hubiera resistido tres pases antes de que algún piadoso se hubiera lanzado contra la pantalla para inmolarse. En Francia, sin embargo, que nos llevaba mucho trecho en cuanto a igualdad, libertad y fraternidad, una mujer como Haydée podía pasearse por las pantallas sin escándalo mayúsculo. Sólo el de su belleza, también mayúscula. Y aun así, en la película, sus propios amantes no dejan de mirarla con recelo. La llaman facilona, inmadura, atolondrada... coleccionista.





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Una tarde en el circo

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La fórmula de los hermanos Marx era siempre la misma. Pero dependiendo del director, o de las necesidades del estudio, variaban la proporción de los ingredientes. Por eso unas veces les salían clásicos maravillosos como “Sopa de ganso”, o “Una noche en la ópera”, y otras películas de compromiso, que hacían reír con cuatro bobadas y llenaban sus bolsillos con la recaudación. Los hermanos Marx, antes que inmortales, eran unos profesionales del vodevil, y producían entretenimientos para seguir manteniendo su estilo de vida: Groucho sus inversiones, y Chico sus vicios, y Harpo, su vida sosegada y ejemplar. Y Zeppo y Beppo.., bueno, en fin, los buscaré en la Wikipedia.

“Una tarde en el circo” es película de relleno, de segunda categoría. Engrose de filmografía. Los culturetas, al verla en blanco y negro, y del año treinta y tantos, dirán que es un clásico imprescindible y tal y cual, porque ellos saltan como un resorte, y son incapaces de contener la alabanza o el exabrupto, condicionados ya como perros de Pávlov. Escuchan una campana anterior a 1960 y salivan sin parar; y escuchan otra posterior a Quentin Tarantino y sueltan espumarajos por la boca. Son incorregibles, y muy plastas.  Pero no: “Una tarde en el circo dista mucho de ser un clásico, y lo dice un cinéfilo -o lo que sea- que es muy condescendiente con los hermanos Marx. Con cualquier Marx, en realidad...

En todas las películas marxistas hay que tragar momentos aburridísimos para llegar a esos tres o cuatro engendros surrealistas que permanecen en la memoria. Hay que aguantar, en primer lugar, a la parejita de enamorados que rompe a cantar sus cursilerías, y luego, salpicando el metraje, los números musicales donde los Marx justifican sus años de  conservatorio: el piano de Chico, y el arpa de Harpo, y la canción cabaretera de Groucho. Entre todo esto, y alguna escena más entre personajes secundarios, se te va mínimo la mitad de “Una tarde en el circo”, que uno puede aprovechar tan ricamente para consultar el móvil, o poner las alubias en remojo. Así es imposible construir una obra maestra. Ni creo que los Marx lo pretendieran.





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Queridos camaradas

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Yo sigo diciendo que soy comunista por tocar un poco las narices, y por provocar a los contertulios de derechas, que cuando me oyen se atragantan, y posan las cervezas o cogen el teclado para explicarme que Stalin fue un monstruo todavía mayor que Hitler y que cómo es posible que un tipo como yo, tan culto y tan leído y tan bla, bla, bla, siga por ahí enarbolando la bandera roja con su hoz y con su martillo, con la de crímenes que se cometieron bajo su égida -bueno, “égida” no dicen.

Yo sonrío, y les digo que bueno, que cada loco con su tema, y que el Madrid juega por la noche y estoy bastante preocupado por su deriva. No les confieso -para que se jodan - que en realidad yo ya no soy comunista, o al menos no un comunista de los de antes. Eurocomunista, quizá, de aquellos de Carrillo y otros arrepentidos. Pero qué palabra más vieja, caray, eurocomunista...  “¿Por qué soy comunista?” es el título de un libro de Alberto Garzón que yo tengo en la biblioteca, leído y subrayado. Todo lo que dice don Alberto va a misa, sin cuestionar una coma, así que yo debería ser comunista como él, con las nueve letras orgullosas. Pero hay algo en la boca del estómago que me lo impide. Prefiero declararme socialdemócrata nórdico, o bolchevique rebajado con agua, que viene a ser lo mismo, pero no es igual. O quizá es que los putos yanquis y su propaganda han conseguido, finalmente, que la palabra “comunista” se llene de connotaciones, peyorativa y macabra.

No sé... Allá por 1982, cuando me hice comunista porque a la URSS le robaron un partido en el Mundial de España, los comunistas de aquí apenas sabían nada del comunismo de allí. Algunos habían vivido exiliados, o habían estado en largas visitas, pero la KGB siempre se las apañaba para ocultarles los trapos sucios y el cabreo del ciudadano. O ellos mismos se cegaban, enamorados del ideal, y no tramitaban en la conciencia lo que era obvio y denunciable. Cuando cayó el muro de Berlín nos quedamos todos ojipláticos, algunos alborozados y otros deprimidos. Nos faltaba muchísima información. Hay películas que ahora nos cuentan las barbaries que nunca conocimos.



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La edad de la inocencia

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Lo único que nos iguala con los ricos es el desamor. Digo el desamor trágico, desgarrado, que arruina una vida por entero. Es el único terreno de comunión y entendimiento. La intersección de dos humanidades ajenas y enfrentadas.

Ves una película de burgueses o aristócratas que penan con el corazón partido y te dices: “Yo les entiendo, y me compadezco, porque he pasado por lo mismo...” En el fondo lo que quieres es que aparezca un soviet para expropiar todas sus riquezas y repartirlas con el pueblo, ondeando banderas rojas, pero también quieres que el cerdo capitalista encuentre el amor verdadero y viva feliz en el koljós, o en el sovjós, ya despreocupado del ansia de enriquecerse, y entregado sólo a la contemplación de su amada. Newland Archer, en La edad de la inocencia, hubiera preferido vivir en Minsk con la señorita Olenska que en Nueva York sin su erótica compañía. A eso me refiero.

En todo lo demás, los ricos también lloran, mexicanos de culebrón o españoles de La Moraleja. O norteamericanos del siglo XIX. Pero lloran mucho menos. Para superar los reveses de la vida tienen mejores hospitales, mejores casas, mejores vacaciones... Sus consuelos son más diversos y sofisticados. No es lo mismo llorar el desamor en un piso de mierda que en una mansión de Hollywood. Decía un personaje de Los mares del sur, la novela de Vázquez Montalbán, que los ricos también tienen sentimientos, pero menos dramáticos, porque todo lo que sufren les cuesta menos o pagan menos. Y cuando ya no pueden más, viajan a países exóticos, como hace Newland Archer en la película, cuando su libido reprimida, encauzada hacia su matrimonio con la señorita May, y no hacia al adulterio con madame Olenska, le impide concentrarse en sus pensamientos, y amenaza con romperle una neurona muy básica, o una vena muy primordial.

Pero ni aun así, ya digo, porque el desamor tiene entretenimiento, pero no cura, y en eso es como la muerte, que no distingue entre clases. Aunque a los ricos, por lo general, les llegue más tarde.



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Seinfeld. Temporada 4

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Seinfeld es una sitcom defectuosa, descacharrada, de guiones que a veces hacen aguas o terminan en un bluf. Hay actores que hacen de sí mismos y se descojonan de sus propias ocurrencias. Se les ve, a veces, haciendo esfuerzos inhumanos por contenerse. Es una serie cutre y desaliñada. Los culebrones venezolanos, en comparación, tenían mejor factura técnica. En Seinfeld no hay esquema ni progresión. Apenas hay historia o trasfondo moral en qué pensar. “Ni abrazos ni aprendizajes”, era la máxima que presidía las reuniones. Seinfeld es un descalabro amoral y desconcertante, pero es la mejor sitcom de la historia. Y dudo mucho que hagan algo mejor antes de morirme. Los tiempos, y las corrientes, han cambiado...

En Seinfeld yo me reconozco, y reconozco a mis semejantes, y creo que nunca he estado tan cerca del conocimiento humano como en el apartamento de Jerry en Nueva York. En verdad todos somos así de imperfectos y de contradictorios, aunque algunos sepan disimularlo de puta madre, y nieguen la mayor. Nos perdemos en los detalles tontos como burros con anteojeras, como monos agitados en el zoo. La vida nos pasa por encima mientras diseccionamos las naderías y las gilipolleces. Huimos de las grandes palabras como del conjuro de un brujo. Nadie habla de amistad con los amigos, ni de amor con los amores. Hablar de sentimientos es confesar una locura, una debilidad, una concesión a la cursilería. Y además es inútil del todo. Las relaciones personales se diluyen en una cháchara improductiva. Somos egoístas, poco profundos, anormales con oficio.

En otras series, los personajes se relacionan para alcanzar el amor o la sabiduría. En Seinfeld la convivencia sólo es una excusa para seguir hablando. Lo que importa es conseguir que alguien te escuche, aunque no te oiga, o al revés. Si callas, piensas, y si piensas, te mueres. La realidad es decepcionante y triste. La gente es estúpida y veleidosa. Nada vale nada si lo miras con detenimiento. Jerry Seinfeld y sus amigos, aunque parezcan idiotas, han comprendido que la conversación intrascendente es un fin en sí mismo. Una serie sobre nada...





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The Wire. Temporada 2

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La vida está llena de carteles prohibitivos. Algunos son razonables y otros meros caprichos del mandamás. Algunos nos los tomamos en serio y otros nos los pasamos por el forro. De los dos rombos de la vieja tele al prohibido entrar sin mascarilla, llevamos años recorriendo una exposición apabullante de arte simbólico, de semiótica amenazante. Cruzando la acera, en el otro pabellón, hay una exposición de lenguaje permisivo -permitido esto, y tolerado lo otro- pero la recorres en media hora y andando muy despacio.

Uno de los carteles que más me jode la vida es ese de “Prohibido el acceso a toda persona ajena a la actividad portuaria”, que me impide la entrada al trasiego de las mercancías, cuando en verano me acerco a los mares. A mí lo que me fascinan son los puertos, con sus barcos, sus ajetreos, sus grúas gigantescas, y no la playa de arena ardiente, melanomas en lontananza y gente dando por el culo. Pero a la entrada del puerto siempre hay barrotes, verjas, maromos uniformados en las garitas, que me impiden acceder. Yo sería feliz paseando entre los contenedores, al borde del muelle, cruzándome con marineros de mil razas y de mil idiomas. La mayor parte de las cosas que me facilitan la vida vienen de ahí, de un contenedor pintado de azul, o de rojo, que surcó los mares a bordo de un carguero. Y me mata la curiosidad. Ahí vino este ordenador en el que escribo, la tele donde veo las películas, posiblemente el sofá, los pimientos del Perú, la camiseta fake del Madrid, el juguete del perro, el flexo de la mesita, la antena parabólica que capta mi felicidad... Los DVD y los pinchos de memoria.

Y también, cómo no, lo que no consumo: la droga, las prostitutas, los coches de lujo, que son el intríngulis de la segunda temporada de “The Wire”. Que es, por cierto, otro prodigio narrativo. Cien personajes unidos por cien cordeles que jamás se enredan ni confunden. En “The Wire” no hay vida privada de nadie, o casi nada: sólo el oficio de los profesionales, que dan el callo en todo momento: los policías, los mafiosos, los traficantes, los asesinos. Y los estibadores del puerto, claro, mis queridos y prohibidos amigos.



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Broadway Danny Rose

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En los años 80, Woody Allen y Mia Farrow fueron la pareja de moda en las revistas. Los Brangelina de la época; Shakira y Piqué; el “Preparado” y la señora Ortiz. Fueron la comidilla, vamos, porque eran pareja, pero vivían separados, cada uno en su apartamento de superlujo, con todo Central Park de por medio para que las discusiones se las llevara el viento y la hojarasca. Y eso, en la España de los ochenta -que ya parece que se nos ha olvidado- era un escándalo mayúsculo, cosa de protestantes, de americanos sin remedio. Un mal ejemplo para los matrimonios católicos, o para las parejas sin casar, que quizá veían en aquel concubinato una idea muy práctica y cojonuda. La solución a todos los males que acaban carcomiendo el amor: los ronquidos, el ruido al masticar, las gotas de orina, el olor de los excrementos, la visión diurna de los cuerpos, la posesión del mando a distancia... Woody Allen y Mia Farrow, de haber concursado algún día en el Un, dos, tres, habrían declarado ser pareja pero residentes en pisos distintos, y por eso eran los héroes de la España liberal, bienfollante, no atada a los sacramentos ni a los papeleos. Si hay que follar, se folla; y si hay que discutir, pues mira, cada uno a su casita, a que escampe la tormenta.

Aquella partición de la convivencia matrimonial les granjeó muchos cariños, muchos afectos, y por eso, cada vez que se estrenaba una de sus películas corrían ríos de tinta, y se reservaban las portadas de los magazines. Woody Allen y Mia Farrow eran un poco nuestros héroes, nuestros primos de América. Les envidiábamos a rabiar, él tan listo, y ella tan guapa, y por eso ahora, cuando ves sus viejas películas, y les sorprendes besándose, o mirándose con ojos de deseo, te entra como una pena, como una congoja que te aprieta la garganta. Broadway Danny Rose, como otras tantas películas, ya es el álbum de fotos de un tiempo feliz que fue destruido por el volcán.





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Café Society

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La vida suele ser ansí, como decían en las novelas de Baroja, y no así, como proponían en la películas antiguas, las que superponían el The End sobre el beso ya desencadenado, y algo lascivo, de los amantes. Café Society, para enmendar la plana, para servir de contrapunto, termina justo al revés, con los amantes separados, ensoñándose, pero ya derrotados, sobreponiéndose al final de su ilusión.  Aunque esté ambientada en los rococós de la belle époque, Café Society es la antítesis de las viejas películas. La protesta de un judío bajito y con gafas clavada en la puerta de una iglesia. El manifiesto anti-romántico un hombre que ya lleva muchas pedradas en el zurrón.

Café Society, ya que no es un pedazo de película -pues en la filmografía de Allen está a medio camino entre los grandes títulos y los pasatiempos jolgoriosos- es, al menos, un cacho de vida, porque la vida es ese desencuentro, esas jodiendas, obstáculos, azares... Una carrera de caballos, y los pisos, nuestras cuadras. El amor, para fructificar, para ser un amor como el que triunfaba en el viejo Hollywood, tiene que sortear tantos peligros, superar tantas barreras, surfear tantas olas, aguantar tantos vaivenes y sobrevivir a tantos malentendidos, que al final es como un milagro, como una sospecha de divinidad. Quizá los amantes triunfantes sean justamente eso: semidioses de epopeya. Héroes de futuras ficciones.

Y luego, en la película, está Kristen Stewart, y su belleza chupada, y sus ojazos de cine mudo, y su cintura volátil, y su boca como de tímida tentación, o de volcánico melindre. Lo mío con esta mujer viene de lejos. Es como una fascinación idiota, como un abducción de la meninge. Me quedo clavado en su rostro con la boca en un rictus de pelele. Será alguna reminiscencia, o alguna manía... El casting está bien, hay caras reconocibles, y oficios sin tacha, pero Café Society depende por entero de Kristen para tenerme amorrado a su desventura, a su devaneo, a su andar dubitativo que va fracturando corazones en cada quiebro, como una futbolista bellísima y talentosa.




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Minority Report

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Los precog de Minority Report son unos genios de la adivinación, unos mutantes de la neurona. Nada que ver con Rappel y su escuela de nigromantes. Pero los precog también son -vamos a decirlo todo- bastante limitados. Lo único que pueden ver en el futuro son los asesinatos. No sirven para acertar un quiniela, para adivinar si lloverá, para saber si finalmente fulanita me amará. No cuentes con ellos para saber si el gobierno agotará la legislatura, si la luz seguirá subiendo de precio, si la novela encontrará después de todo un editor... Para todo lo que no sea adivinar una muerte violenta, Ágatha y sus hermanos sólo son un adorno, una curiosidad científica. Y puede que también unos rehenes del Estado. Ellos mismos, las víctimas de un delito.

Sucede, además, que hay muchas formas de matar, diferentes al disparo o al apuñalamiento, y que ellos tampoco las sueñan en su piscina de los iones. Se puede matar de hambre, o cerrando un hospital, o reduciendo un presupuesto primordial. Se puede matar a disgustos, a insultos, a vejaciones. Se puede matar, simplemente, olvidando al pre-muerto. Y para toda esta panoplia de crímenes incruentos, ellos, los precog, están ahí como si oyesen llover.

Quiero decir que, después de todo, yo no soy tan distinto de los precog de la película. Yo también tengo una parcela de futuro donde las clavo casi todas, sin apenas equivocarme. Es la marcha del Real Madrid, concretamente su sección de fútbol masculina, donde quizá más por viejo que por perro, me las huelo todas con meses e incluso años de anticipación. No alcanzo, en mis profecías, el refinamiento de estos precog de Philip K. Dick,, que aciertan la hora exacta, y el lugar, y hasta concretan la escena con todo lujo de detalles. Lo mío, al no ser yo mutante, es mucho más modesto, más de aproximación en el diagnóstico, pero vamos: que si digo que fulano es una estafa de jugador, o se cae en el invierno de las alineaciones o en el verano a más tardar; y si digo que mengano es un pufo de entrenador, indigno de nuestro club, tarde o temprano lo acaban largando por la puerta chica. Y todo así. Y sin cables en la cabeza, ya ves tú.






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El oscuro carisma de Adolf Hitler

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Me puse a ver El oscuro carisma de Adolf Hitler porque pensé que el enfoque era distinto a otros documentales -con eso del “oscuro carisma”-  y que la BBC había dado con filmaciones secretísimas guardadas en una lata de metal. Pero la publicidad, de nuevo, me engañó. Y también el amigo, que ya le cantaré las cuarenta cuando vuelva a verle, porque él me dijo que había visto la serie y que estaba muy bien, y luego resultó, cuando le saqué el tema, que en realidad sólo había visto un episodio, y medio dormido, o no sé cómo...

En fin, que me dejé liar por un documental que cuenta la misma historia de siempre, la archisabida. O al menos archisabida para quienes una vez tuvimos la pedrada de la II Guerra Mundial y leíamos todo lo que nos caía en las manos, y veíamos cualquier película ambientada en la época. Hitler, a estas alturas -su auge y caída, su demencia y su carisma, su origen austríaco y su muerte berlinesa-, ya no es un misterio para nadie. Queda poco que rascar, al fondo del perol, y este documental no venía con la cuchara de madera.

Pero perseveré, no sé por qué. Quizá porque la voz del narrador era subyugante y yo no tenía otra cosa que hacer a la hora de la siesta; o, quizá, porque las imágenes de los nazis siguen teniendo un poder de atracción inexplicable, y fascinante. Si una vez existió el mal absoluto, como predican los maniqueos, sin duda se encarnó en estos tipos del gesto chulesco. ¡Pero qué porte, qué estilazo, que manera más elegante de llevar el gris y el azul de los trajes de franela! Su outfit, como dicen ahora, sigue siendo insuperable.

De todos modos, no está de más refrescar los viejos conocimientos sobre el fascismo. Supongo que es ocioso recordar que Hitler llegó al poder ganando unas elecciones democráticas. Y ahora, sus nostálgicos peninsulares están a punto de hacerlo otra vez. Conquistar el poder sin pegar un solo tiro. Volverán de otro modo, más sibilino, más refinado, más del 78, pero volverán: el racismo, el matonismo, el nacionalismo beligerante. El himno en los colegios. Ya están ahí... Mientras tanto, la izquierda discute si son fascistas, fascistos o fascistes.




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El sirviente

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Ya apenas se habla de la lucha de clases. Sólo en tertulias de bar, y en mesas apartadas, como conciliábulos decimonónicos. El fantasma que recorría Europa ahora está de vacaciones en Copacabana, con el recuerdo del Dioni, y dicen que va a tardar mucho en volver; y que a lo peor ni regresa. Hemos retrocedido siglo y medio en los calendarios. La barba de Marx y la gorra de Lenin, lejos de ser antiguallas, empiezan a ponerse otra vez de moda, en la marcha atrás de los relojes. Dentro de poco llegaremos al peluquín y al lunar postizo en la mejilla....

Los ricos modernos, como ya no pueden enviarnos a las guerras de trincheras, ahora nos dividen entre catalanes y españoles, o entre hombres y mujeres, para que nos sigamos peleando entre nosotros, y nos tienen todo el día disparándonos discursos ofendidos, y recciones furibundas: fuego amigo que esparce la derrota entre las barricadas. Mientras tanto, ellos, de nuevo triunfantes, siguen afanando y viviendo como reyes exiliados, o como burgueses en su palacio. El truco es muy viejo, pero funciona.

Así que estoy pensando, después de ver “El sirviente”, hacerme un ciclo peliculero sobre la lucha de clases, Espartaco, o Novecento, clásicos así, antes de que estas películas que llaman a la revolución, o al menos a la protesta, a la tocadura de cojones, queden prohibidas por decreto-ley, por filocomunistas, o filoetarras. La más reciente, sin duda, sería Parásitos, que pasó todas las censuras capitalistas porque al final aquello era una ensalada gore y el mensaje quedaba diluido en el jeto indescifrable de los coreanos.

Hoy me he dado cuenta de que Parásitos y El sirviente cuentan exactamente la misma historia, una con más personajes y otra con menos, pero, en esencia, la misma venganza planificada de los criados. La usurpación de la mansión en nombre del pueblo. La reivindicación de la igualdad epicúrea y estropajil entre los hombres. Ni siervos ni esclavos, sino comunas de consumidores que luego habrán de limpiarlo todo por turnos, o a la vez, armados con el Fairy.



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Scoop

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Lo que le ocurre al personaje de Scarlett Johansson en Scoop es un conflicto clásico, de amígdala enfrentada a lóbulo temporal. El instinto y la razón; la emoción y el pensamiento. La jodienda y el cálculo. La neurología moderna habla mucho de todo esto... Los seres humanos -y las seras humanas, para que no se enfade doña Irene- sufrimos esta maldición del cerebro escindido, medio esquizofrénico, que sufre torzones continuos y vaivenes de mareo. Por eso la naturaleza, para remendar un poco su chapuza, fabricó el cerebro con un tejido esponjoso y medio elástico, para que no se rasgara en las contradicciones de la voluntad, que tiran de él como caballos desbocados en distintas direcciones.

En Scoop, la señorita Johansson sospecha que ese dandy tan guapo es un serial killer de tomo y lomo, y para demostrarlo, y estar lo más cerca posible de las pruebas del delito, no se le ocurre otra cosa que acostarse con él una noche de verano. La pasión y el peligro a cambio del prestigio profesional, del reconocimiento eterno de intrépida reportera. La adrenalina desbocada... Lo que no entraba en sus planes era enamorarse de quien podría asesinarla en cualquier momento. Scarlett se confiesa con su amiga, con el mago, consulta con varios psicólogos fuera de pantalla. No se entiende a sí misma. El peligro de morir no mete miedo en su libido desbordada, que puede con cualquier muro, con cualquier fortificación, como un tsunami que llegara arrasando con todo.

Un animal, en su situación, saldría huyendo como pájaro que corta el viento, pero los humanos, y las humanas, somos una complicación andante. Tenemos un cableado que da mil vueltas en la cabeza y a veces se enreda y cortocircuita. Al mismo tiempo que nos cagamos de miedo, nos puede la curiosidad; amamos y odiamos en oleadas de sentimientos que a veces no se anulan, sino que se superponen. Esta capa de corteza de cerebral extra, de la que tanto presumimos, es a la vez nuestra gloria y nuestra condena. Dolor y gloria, como en aquella película de Almodóvar.





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The Wire. Temporada 1

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Llevamos tanto tiempo hablando de “The Wire” que ya hemos perdido la perspectiva de los años. Yo por lo menos. “The Wire” lleva en la cartelera catódica veinte años, que son un tercio de vida si tienes mala suerte, o un cuarto, si la fortuna te sonríe. Sea como sea, un buen cacho de existencia. El gol de Iniesta ya empieza a coger el color sepia del gol de Zarra y sin embargo, cuando Camacho gritaba afónico en el televisor, ya hacía dos años que “The Wire” había terminado su andadura en la HBO, las cinco temporadas completas, y se iba posicionando en el top 5 espiritual de todos nosotros. Cuando “The Wire” dejó de ser soporte físico y ascendió a los cielos del wifi, empezó a convertirse en mito y religión. Y desde entonces que no hemos parado de alabarla...

Tenía miedo de ver la primera temporada. A veces la leyenda no resiste una visita. Todos los católicos, por ejemplo, sueñan con viajar en el tiempo a la Palestina de Cristo, como en Caballo de Troya, pero no sé cuántos regresarían al siglo XXI con su fe intacta. La narración de los evangelistas y la realidad de los hechos puede ser tan chocante como demoledora. Algo así me temía yo con “The Wire”: una especie de desacralización, o de mundanidad. En el primer episodio te das cuenta de que los teléfonos móviles son todavía unos cacharros antediluvianos y poco generalizados. Por eso, precisamente, se andan con tanto lío en las escuchas... Hay teles cuadradas, y ordenadores con Windows 95, y los detectives hablan mucho de cómo se ha puesto la cosa con las detenciones en comisaría, al hilo del 11-M. Es, directamente, el mundo del ayer.

Pero la narrativa, ay, permanece intacta. Te entra por los ojos y por los oídos a los quince minutos de parloteo, y ya te relajas del todo y disfrutas como un enano. La serie resiste, vaya que si resiste. Es más: campea victoriosa. Las jetas de todo este casting pluscuamperfecto conforman algo así como una esfinge de Giza que mira al puerto de Baltimore, imperturbable. El viento y la sal todavía no han producido rasguños detectables.

Hay nariz para muchos años.




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Review. Temporada 2 (II)

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(Sigo desgranando las peripecias de Forrest MacNeil en la segunda temporada de “Review”. Las experiencias tontorronas, o gravísimas, o bizarras, que tendrá que vivir para luego poder criticarlas, y no como hacemos a este lado del televisor, que criticamos lo que nunca hemos vivido y nunca vamos a vivir).

 

Yo también he concedido deseos, claro, como todo el mundo. Pero han sido deseos domésticos, de andar por casa: favores, helados, cambios de canal, encuentros sexuales... Una vez regalé flores a la mujer amada. Pero hacer feliz a alguien, así, sin añadiduras, creo que no. Soy demasiado difícil. También tengo que decir, en mi descargo, que nadie me ha hecho feliz: momentos de felicidad, a lo sumo, como pompas de jabón.

He dado paseos en barca, pero nunca en solitario. Una vez, en compañía de una mujer, me puse en plan remero olímpico y terminamos encallando en el arrecife más mohoso y alejado del parque del Retiro. Nunca he sido enterrado vivo, como Forrest, aunque una vez quisieron enterrarme en vida, que no es exactamente lo mismo. En la crítica anterior ya le puse seis estrellas a una reseña. La de esta temporada de Review, precisamente.

Me acojona, hablar en público. Me pongo tan nervioso que me ruborizo, olvido lo que iba a decir, temblequeo.... Nunca he asesinado a nadie, y tampoco he dejado que una bola mágica decida por mí en los asuntos de la vida. Aunque quién sabe: quizá me hubiese ido mucho mejor, fiándolo todo al azar.

Procrastino a todas horas. No sé impostar la felicidad. Hace quince años que no hago una lucha de almohadas con mi hijo. No tengo amigos imaginarios, pero una vez, de chaval, me dio por imaginar que el espíritu de Nietzsche caminaba conmigo, y yo le explicaba las maravillas tecnológicas y deportivas del mundo moderno.

¿Teorías de la conspiración? Sólo una, y original, pero no la puedo escribir aquí. Nunca me han perseguido con un fusil en ristre, como si yo fuera un jabalí, pero una vez me tuvieron entre ceja y ceja y casi acaban conmigo. Sobreviví. 






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