El dilema de las redes sociales

 

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Si no pagas por el producto, tú eres el producto. Lo dicen al principio del documental, gentes muy sabias que trabajaron en Facebook, en Instagram, en YouTube. Que saben lo que dicen porque ellos parieron el invento o desarrollaron su complejidad. Y nosotros, la verdad, es que no pagamos por el producto. Encendemos el ordenador o desbloqueamos el teléfono y nadie nos cobra por entrar en el parque de atracciones. Así que somos el producto. Somos la mercancía que se compra y que se vende. La mierda danzante y cantante del mundo, que dijo Tyler Durden. Es un mecanismo más simple que un pirulí. Una verdad tan evidente que, cuando la piensas, dan ganas de darse un palmetazo en la frente y exclamar: “Qué estúpido he sido, ¿cómo no se me había ocurrido esto?”, como hizo Thomas H. Huxley cuando leyó El origen de las especies y comprendió de súbito que todos éramos bonobos sin pelo.




    Lo que se compra y lo que se vende en internet es nuestra atención, nuestro tiempo, para que las empresas nos fijen en el punto de mira y nos disparen un anuncio. De un tiro certero, o a perdigonazos. Hace años que no vemos una película sin interrupciones, que no leemos treinta páginas seguidas de un libro. Qué digo, treinta páginas: quince ya son todo un homenaje a la antigua concentración. Ya no conversamos con nadie sin consultar la pantalla, sin decir “espera un momento”, sin atender un algo electrónico y urgentísimo que en realidad casi nunca lo es. Nos han… abducido. Han esparcido la tecnología como antes esparcieron la droga por los barrios. Nos han secuestrado el espíritu, y lo cierto es que nos lo hemos dejado secuestrar tan ricamente. Sin darnos cuenta, o dándonos cuenta, pero encogiéndonos de hombros. Porque a corto plazo la satisfacción es inmediata: mujeres muy atractivas le ponen un like a nuestras publicaciones; políticos de nuestra cuerda denuncian la realidad cruda de los hechos; Messi se ha retirado con molestias del entrenamiento y quizá no nos destroce el próximo domingo. Así es como nos mantienen todo el día en vilo: nos seducen los genitales, nos regalan el oído, nos prometen el paraíso… Y luego, por supuesto, llega la realidad y el bajonazo. 


    Pero al día siguiente los expertos vuelven a poner otro anzuelo, y nosotros volvemos a picar. Es un bucle difícil de romper. Somos débiles, y nos pueden los instintos. Somos primarios que te cagas. Habría que tirar el teléfono móvil ya mismo, por la ventana, o por el puente. Pero no hay huevos. Y además hay que comer.

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Olvídate de París

 

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Las comedias románticas son un género engañoso y dañino. Te hacen creer en el amor, y luego, cuando sales de su embrujo, el amor siempre es otra cosa, y casi nunca está la torre Eiffel para decorarlo. Donde un amor de la vida real jamás brotaría, o rebrotaría, o superaría la adversidad, las comedias románticas, con un par de trucos y un par de chistes, obran el milagro de los amantes fundidos en un beso. Son tramposas, artificiosas, vulneran las leyes de la física y varios axiomas del sentido común. Están más allá de la ciencia-ficción, porque la ciencia-ficción, al fin y al cabo, va de naves espaciales que surcan el espacio, y es más verosímil ver volar un destructor del Imperio que creerte a según qué amantes uniendo sus destinos. Las comedias románticas están puestas por el ayuntamiento, o por la autoridad competente, para que sigamos creyendo en el amor y las granjas no se queden sin ganado. Hay que reproducirse, señoras y señores… Son un instrumento del gobierno, y un invento del diablo.




    Olvídate de París es una comedia romántica. Pero a pesar de eso, es una película maravillosa. Porque la comedia romántica, cuando está bien hecha, también es tiempo de fe, de suspensión de la razón, como en una misa del domingo. Mientras voy por ahí a trabajar, o con lo bici, o me enfrasco en las escrituras, soy un ateo perdido del amor. Si me sacan el tema, me encomiendo al cinismo para que se vea que yo soy un tipo curtido, veterano de Vietnam, y que ya no me dejo engañar por las mariposas y  los arco iris. Pero luego, en la hora bruja, cuando me desarmo en el sofá y me quito los protectores, me entrego al amor en las películas como un feligrés que todavía cree. O que quiere creer… Un tontaina que todavía se emociona cuando lo que parecía reñido o imposible, de pronto se resuelve en un guiño cómplice, y suena la banda sonora por debajo para subrayarlo. Y si encima te ponen una torre Eiffel bien puesta, que venga al caso, porque esta película de Billy Crystal es Casablanca pero con un árbitro de baloncesto y una empleada de aerolíneas recordando su París, pues cojonudo. Renacen, los brotes verdes.

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Bitelchús

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Si hacemos caso de lo que cuenta Tim Burton en Bitelchús, morirse significa quedarse en casita para siempre, tan ricamente. Que es lo mismo, por cierto, que contaba Alejandro Amenábar en Los Otros. De ser así, es muy posible que yo ya esté muerto, porque pasan los días del otoño y apenas piso la calle, sólo para ganar el sueldo, y comprar el pan en la tienda. Hay otras salidas, por supuesto, pero creo que las sueño, o que las protagoniza un tipo que se me parece mucho. Ese hombre que sale a caminar por los montes o se toma unas cañas con el amiguete no soy yo, sino mi cuerpo astral, que es un ácrata de mucho cuidado, y siempre hace lo que le da la gana. Mientras él se aventura entre la flora y fauna de la comarca, yo quedo des-fallecido en el sofá, o fallecido del todo, que ya no sé. Tal vez nunca regresé de aquella hostia que me pegué con la bicicleta, o de aquella operación del mondongo a tripa abierta, y todo lo que tomé por apagones de la consciencia fueron verdaderos tránsitos hacia el más allá, indoloros e incoloros. Sin luces al final del túnel ni zarandajas por el estilo. Un irse sin más, como presumían los matarifes de Tony Soprano cuando hablaban de sus propias muertes.




              Si estar muerto es esto, tengo que confesar que no se está mal del todo. Con la muerte no han desaparecido las películas, ni los libros, ni la antena parabólica del Movistar +. Ni este ordenador portátil donde escribo las tonterías. Ni Eddie, el perrete, que se viene conmigo a todos los sitios, los córporeos y los extracorpóreos. Sí he notado que los hombres ya no me escuchan, y que las mujeres ya no me ven, pero esto también sucedía antes, cuando estaba vivo, y ya estoy muy acostumbrado a la transparencia de ser pero no estar, o de estar pero no ser, que es una cuestión filosófica muy peliaguda.. 

    De momento, en la muerte, no me aburro, pero cuando llegue el marasmo de los siglos tal vez diga tres veces seguidas "Bitelchús" para que comparezca el divertidísimo fantasma. Juntos nos reiremos  de las petardas y de los panolis, de los estúpidos y de los fachas. Bitelchús, la película, es un descojone, pero sólo durante un rato. Según IMDB, su protagonista apenas sale 17 minutos, y eso sabe a poco, a poquísimo. Y es incomprensible, además. Cuando Michael Keaton se deja llevar por la locura, la película se vuelve traviesa y gamberra. Casi moderna. En cambio, cuando él no está, todo es más bien soso y ñoño, desfasado en treinta años que parecen treinta siglos. ¿O es que tal vez han pasado 30 siglos de verdad?


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¿Dónde estás, Bernadette?

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La verdad es que últimamente no doy ni una con las películas. Tengo el instinto cinéfilo adormecido, o gilipollas. Será que el calor no termina de irse, o que ando asintomático perdido con lo del virus. A saber… Y el caso es que el instinto cinéfilo es el único que más o menos funcionaba en mi panoplia. ¿Será esto el principio del fin? Porque si ya me falla incluso esto -la sabiduría de discernir las buenas películas de las malas- qué será, ay de mí, en el futuro... Un cinéfilo confundiéndose de películas es como un micólogo confundiéndose de setas: aparte de ser imperdonable, es que te intoxicas, o te vas por la pata abajo, o puedes incluso morirte si el error es continuado o mayúsculo. Y yo llevo unos días que al gris tonto de la vida le añado el gris estúpido de la ficción, y ese gris sobre gris ya sí que no hay quien lo aguante. A ver si me pongo las pilas…



    Pero es que se suponía, jolín, que Richard Linklater era un valor seguro, y que después de aquella tontería patriótica de “La última bandera” no iba a meter la pata otra vez. Imposible, dos tropezones seguidos en don Richard, que siempre ha sido de alternar cara y cruz, arena y cal, cagada y flor. Un plasta, o un iluminado, según como le salga la película, pero siempre corrigiéndose a sí mismo en la siguiente. Pues no: “¿Dónde estás, Bernadette?” es otro rollo mayúsculo de guion errático y “buenos sentimientos” que ni la belleza de Cate Blanchett -¿plagiando su papel en Blue Jasmine?- es capaz de sostener.

    Es que además ya está muy vista, muy manida, la mala prensa de los superdotados, que en las películas siempre aparecen como inadaptados de la vida, medio lelos y trastornados. Y no sé, de verdad, a qué obedece esta tergiversación de la realidad. ¿La envidia, el desconocimiento, las ganas de enredar? Yo he conocido en la vida real a dos superdotados indudables -un hombre y una mujer- y a los dos les va de puta madre en sus asuntos. Nada que ver con la pobre Bernadette, que de inverosímil causa el asombro y casi la risa. La superdotación de mis conocidos es, precisamente,  la que les permite salir airosos de todos sus problemas. Eligen bien, calan a la gente, no se dejan engañar, viven de puta madre y se conducen por ahí con la sonrisa del ego subido. La chulería con fundamento. Qué envidia, ostras…

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Estoy pensando en dejarlo

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Yo también estoy pensando en dejarlo... A Charlie Kaufman, precisamente. Al menos, al Charlie Kaufman que dirige películas y no se limita a escribir guiones para otros. No compensa el tiempo invertido en sus películas de auteur. No hay quien le siga en sus onirismos, en sus barroquismos, en sus simbolismos para iniciados en el misterio. El  misterio insondable de su mundo interior, claro. No hay nada más aburrido que escuchar los sueños de alguien, y Kaufman, salvo en aquella película de Anomalisa, se está convirtiendo en un turras de mucho cuidado.



    Que los sueños propios son un rollo para los demás lo sé por experiencia propia, porque yo soy mucho de contar mis sueños a mis parejas, cuando las tengo, llevado por la inquietud que me atormenta al despertar. Pero sé que en el fondo no les interesa, y que sólo fingen que me escuchan por educación, porque los sueños son un absurdo muy personal, incomunicable, y sólo tienen relevancia porque afectan al ánimo de quien los sueña. Y eso mismo ocurre con Charlie Kaufman y su pesadilla Estoy pensando en dejarlo: que es una ida de olla, un producto del subconsciente, y yo termino desconectando como espectador que se pierde y en el fondo no se entera. Sólo entiendo -y firmo debajo- que el amor verdadero es el Gordo de Lotería, y que la mayor parte de lo que vivimos como amores son el outlet del mercado. Queda claro en los primeros minutos de la película, y es lo único hermoso y comprensible en este fregado. Lo demás es infumable, insondable, carne de diván para el psicoanalista carísimo de Los Ángeles que seguramente atiende al señor Kaufman.

    Luego están, por supuesto, los exégetas. Los enterados. Quizá -y siento, entonces, meterme con ellos- los espectadores inteligentes y sensibles. Los que han visto la película, vienen a la red y aseguran ofrecerte una explicación coherente de toda esta cacharrería simbólica. Son los que traducen las pelusas del ombligo al lenguaje de los humanos. Me río yo, de los traductores del arameo, o del suajili…

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Raised by Wolves

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Ésta ya nos la habían metido doblada más veces: un director de prestigio dirige los primeros episodios de una serie en apariencia espectacular -y encima esta vez era Ridley Scott, y la cosa iba de extraterrestres, y era una locura no empezar al menos la aventura- así que te apuntas, te subes al carro, programas las grabaciones o te confías a la mula,  quieres engancharte pero dudas de si seguir o no porque la cosa a ratos va bien pero a ratos es un disparate, y cuando desaparece el director estelar que sólo era el anzuelo, el truco publicitario, el enganche para los adictos, la serie ya se descubre un truño sin rumbo, un mero rellenar horas y horas con los tópicos habituales. Raised by wolves era la enésima chorrada que esperaba agazapada en la selva de las series, que ya va siendo hora, la verdad, de que la vayan desbrozando, los bulldozers amazónicos de Bolsonaro si hicieran falta, para que podamos ir saliendo de todo esto, los yonquis del asunto, que se nos va la vida en el empeño...





    Y entonces claudicas, mandas la serie a tomar por el culo, y por un lado llega la decepción y la culpa, porque te habías creado unas expectativas muy altas que luego no se cumplieron, como sucede en el amor, o en la lectura, siempre todo tan cutre y tan frustrante, pero por otro lado llega la liberación de las horas, el tiempo libre recuperado, que ya no malgastarás en ese producto sin sustancia, en esa serie sin chicha, pero que tardarás muy poco -ay- en volver a dilapidar en la nueva promesa anunciada a bombo y platillo. También como en el amor, y como en la lectura…

    Raised by wolves -hay que joderse- al final era un remake de La casa de la pradera. Una pareja de colonos y la chavalada que aparecen en una tierra lejana y árida donde les aguardan los peligros de las alimañas y las enfermedades, las cosechas raquíticas y los otros colonos que se disputan las tierras. El mismo melodrama ñoño. En Raised by wolves no aparecen los Ingalls, pero sí una pareja de androides capaces de incubar seres humanos con su energía. Pero, para el caso, patatas.



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Tras el corazón verde

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Ya sé que le he puesto tres estrellas ahí arriba, en la crítica, llevado por la nostalgia de los viejos tiempos, pero tampoco quisiera engañar al lector o a la lectora: Tras el corazón verde es más bien mala, absurda, y ha envejecido como el vinagre y no como el buen vino. Le han caído los años como costras, como lamparones en la piel, desde que mis amigos y yo la alquilábamos en el videoclub para enamorarnos de Kathleen Turner y sentir el vértigo de las persecuciones y los tiroteos. Que además tenían lugar en la selva de Sudamérica, y aquello era como volver a ver a Indiana Jones en acción, con las lianas y las serpientes, el chiste ocurrente y la rubia jamona que le acompañaba en la aventura.



    En 1984 yo todavía era un niño muy impresionable, un cinéfilo muy lejos de David Lynch o de Eric Rohmer, y cualquier majadería de persecución al estilo Equipo A me dejaba boquiabierto. Ahora, enfrentado a las viejas películas, no termino de entender aquella fascinación por la violencia que sólo era un pim, pam, pum y una exhibición idiota de las armas. Una cosa que en realidad se rodaba para los adolescentes de Oklahoma, inmersos en la cultura del rifle, del fusil automático, del voy a salir el domingo con papá a pegar unas ráfagas por el monte, y no para nosotros, los chavales de León, que el único fusil que habíamos visto en nuestra vida era el cetme de los soldados que hacían guardia en el cuartel.

    Lo único que no ha envejecido en Tras el corazón verde es el amor de este cuarentón por la belleza de Kathleen Turner, que se preservó en los fotogramas antes de que la enfermedad la retirara. Una vez conocí a una mujer encantadora que me enviaba corazones verdes para indicar que le gustaban mis comentarios y mis escritos, y eran corazones verdes muy parecidos a esta esmeralda de la película. Nunca lo entendí muy bien, la verdad, porque en internet se dice que el corazón verde es una expresión de amor por la naturaleza, o una expresión de celos entre los amantes, y en nuestro caso ni lo uno ni lo otro. Una vez se lo dije, ella me dijo que ok, que tomaba nota, y volvió a enviarme un corazón verde al final de sus palabras. Quizá soy yo el equivocado después de todo, así que nada: le dedico un corazón verde a Kathleen Turner, y a aquella mujer, por los viejos tiempos, signifique lo que signifique.

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Picnic en Hanging Rock

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La pregunta es: ¿por qué persevero en películas que a los veinte minutos ya se descubren insufribles y mortales para el entusiasmo? ¿De dónde viene esta insistencia suicida, antinatural, des-evolutiva, que no es sólo para las películas, sino también para el resto de la vida: las personas y los lugares, los libros y los alimentos? ¿Para qué, por qué, a qué razón siniestra obedece este volar de luciérnaga contra el televisor si ya sé que voy a abrasarme en el aburrimiento? ¿Dónde está, como ser humano, mi voluntad de recular, mi decisión de oponerse? Porque nada mejora con el tiempo, y lo que no colma de entrada ya no tiene solución ni remedio. Sucede con las películas, y también con las cosas de la vida.



    Picnic en Hanging Rock -por mucho que la dirija Peter Weir, que era su anzuelo y su reclamo- empieza siendo un truño y termina siendo un truño elevado al cuadrado, o al cubo, o al zurullo, porque la roca australiana de Hanging Rock tiene eso, forma de zurullo, como si un monstruo prehistórico hubiera defecado en mitad de la nada y la mierda se hubiera quedado allí para los geólogos del futuro, fosilizada. Picnic en Hanging Rock es un anuncio de Anais Anais estirado hasta las dos horas de duración: señoritas del año 1900 que se pasean con sus corsés, con sus trajes vaporosos, con sus parasoles para no quemarse la piel tan blanca. Señoritas de internado que incluso en el verano tórrido de los australianos van revestidas de arriba a abajo para no despertar el deseo de los hombres victorianos, tan ávidos de escote y de pantorrilla. Señoritas de buenas costumbres, de libros de poesía, de pensamientos puros y conversaciones estúpidas, que un buen día salen de excursión y deciden ser libres durante media hora para perderse entre las rocas. Todo fascinante y misterioso. E insoportable. La enésima prueba de que la cinefilia de postín va por un lado y mi cinefilia de provincias va por otra, siempre desencontradas, irreconciliables, como si nunca viéramos las mismas películas. A lo mejor es eso, que me dan el cambiazo con los títulos…
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Vida suspendida

Sería mejor, en estos días de vida suspendida, de vida que espera en la sala de embarque, renunciar del todo a la pasión por el cine, pues todo lo que veo transita por mi digestión sin aportar energías ni proteínas. Sobrevuelo las ficciones con la única intención de traer comida a este diario, que pía hambriento en su nido. Se me clavan en el alma sus chillidos de bicho desamparado. Me puede más la responsabilidad de alimentarlo que las ganas verdaderas de seguir tecleando mis cinefilias, que no tienen doctorado ni universidad. Tengo, además, un compromiso adquirido con los cuatro gatos que a veces rebuscan por aquí, a la caza del chascarrillo, de la recomendación que nunca escribo. No puedo defraudarlos. Son pocos y volátiles, pero son los únicos lectores que tengo. Sin ellos estaría escribiendo para los fantasmas, o para los arqueólogos del futuro.

    Si escribo, también, es para esconderme detrás de la tapa del ordenador, y que la vida no me vea, no me detecte, siempre emisaria de nuevas frustraciones. Me escondo de la gente como hacía Charles Bukowski en su ecosistema. Hoy, releyendo "El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco", me encontré con esto...

    “La gente me vacía. Tengo que alejarme para volver a llenarme. Lo mejor para mí soy yo mismo; quedarme aquí encorvado, fumando un cigarro y viendo como aparecen las palabras en esta pantalla. Es raro conocer a una persona inusual o interesante.”

    Y cuando aparece, se va. Como si nunca hubiese existido.



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Rick and Morty. Temporada 1

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A uno de mis abuelos no le conocí, y el otro nunca me llevó a planetas extraños, ni a dimensiones desconocidas. Por no llevarme, no me llevó ni a la casa del pueblo, que ya no existía, porque lo había vendido todo de joven para venirse a la ciudad.

    Mi abuelo, en la mesa de su cocina, jugaba con las cartas al solitario. Era su matarratos habitual. Su otro pasatiempo era pasearse hasta al centro cívico para jugar a las cartas. Mi abuelo, como casi todos los abuelos del mundo, no sabía nada de probetas, de artilugios nucleares, de condensadores de fluzo para viajar por el tiempo. Qué más hubiera querido yo que tener un abuelo genial y borrachín como Rick, el abuelo de Morty, para escapar de la vida aburrida de León. Para hacerme invisible, visitar Marte, descubrir elixires que me hicieran irresistible para las chicas...  Pero mi abuelo tridimensional sólo sabía de sotas y caballos, de ases y reyes, que ordenaba sobre el hule de la cocina, o sobre la formica del centro de mayores.



    Cuando a mi hermana y a mí nos llevaban de visita, mi abuelo nos saludaba sin levantarse de la silla, nos hacía dos preguntas protocolarias sobre la salud y el colegio, y volvía a enfrascarse en sus partidas solitarias, en las que solía hacerse pequeñas trampas cuando el juego se trababa. Ahí aprendí yo esa expresión de “hacerse trampas al solitario”, que me gusta tanto para algunas cosas de la vida. Mientras mi abuela nos ofrecía unas pastas y un cola-cao caliente, mi abuelo se abismaba en la sucesión numérica de las cartas, como un enigma matemático de esos que ocupan la mente de Rick, aunque salvando las distancias, claro. Yo siempre tomé a mi abuelo por un simple sin conversación, sin mundo, sin saberes, pero quizá era yo, después de todo, el simple. Quizá, donde yo soló veía una baraja de Heraclio Fournier desgastada y desordenada, mi abuelo, justo cuando no le mirábamos, construía puertas dimensionales que lo trasladaban a otros rincones del universo donde a veces se le olvidaba la boina y a veces no, porque unas veces nos recibía con ella puesta, y otras no.


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Fat City

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En la película de John Huston, Fat City no es la ciudad de los gordos, sino la ciudad de los fracasados. Una película de losers, tan americanos, a los que aquí llamaríamos gente normal: tipos que en su juventud alimentaron sueños de arte o de deporte, pero que luego, en el momento decisivo, no tuvieron el talento, o la suerte, o la compañía, o ninguna de las tres cosas.

    Los protagonistas de Fat City son boxeadores del montón, lumpen de gimnasio, carne de cañón en los certámenes de pueblo. Los soldados del gran ejército de los fracasados, sobre los que luego se erige el triunfador que alza los brazos mientras suena “The eye of the tiger”. La montaña de cadáveres tras la batalla. Los espermatozoides fallidos de la vida. El cine ha contado muchas historias de espermatozoides con pegada de mulos que alcanzaron la gloria en el ring y luego cayeron al vacío derrumbados por los vicios. Casi siempre arrastrados por su propio carácter, voluble e irascible. Como les pasa también a estos boxeadores de Fat City, que se enredan en el alcohol, en la inconstancia, en la falda de la mujer inadecuada…, solo que ellos se pierden sin remedio antes de catar cualquier gloria.

    En las películas sobre el triunfo, los boxeadores que salen en Fat City apenas ocupan unos segundos de metraje. Son esos tipejos medio fofos y torpes que alimentan la esperanza temprana de quien luego será campeón del mundo. Tipos anónimos que en esas películas siempre salen en una escena de montaje frenético, casi atropellándose en las derrotas y en las caídas a la lona,  mientras giran los carteles que anuncian el próximo combate del protagonista, en letras cada vez más grandes.



    De todos modos, el boxeo, en Fat City, sólo es la metáfora de cualquier lucha por destacar y salir del anonimato. De labrarse una pequeña gloria, aunque sea provinciana, para presumir un poco en el bar ante las amistades: “Yo estuve una vez allí…” Yo mismo lo intenté una vez, con la literatura, cuando estaba fat de verdad -Fat Village en todo caso-, y me quedé en eso: en el escritor derrotado que sirvió para contrastar la verdadera calidad de los que saben narrar. Ahora, en el bar, como Stacy Keach en Fat City, cuento batallitas para rebajar la amargura de aquel fracaso.
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Ícaro

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Los pueblos civilizados ya no se hacen la guerra a cañonazos. Clausewitz -que lo he buscado en la Wikipedia y es un militar prusiano de las guerras napoleónicas- afirmaba, en sus tiempos sanguinarios, que la guerra era la continuación de la guerra por otros medios. Cuando los diplomáticos no llegaban a un acuerdo para repartirse el mundo, ellos les tomaban el relevo con mucho gusto para llenar los campos de muertos. Éste fue el consenso de las naciones hasta que finalizó la II Guerra Mundial y los mandatarios del mundo empezaron a cuestionar la sociopatía de Clausewitz. Matar extranjeros a bayoneta calada era una cosa, y liquidarlos con un misil nuclear otra muy distinta, porque eso también garantizaba la autodestrucción de quien lo lanzaba, así que hubo que poner freno a la guerra caliente, inventarse la guerra fría, y darle la vuelta al dicho prusiano para afirmar que la política debía ser la continuación de la guerra por otros medios. Esto lo dijo Foucault, concretamente, que también lo he mirado en la Wikipedia y es un filósofo francés de discurso muy complejo para los no iniciados como yo.



    Desde los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, el deporte también ha sido la continuación de la política -y de la guerra- por otros medios. Hitler quiso que la raza aria dominara los Juegos Olímpicos saltando más alto, golpeando más fuerte y corriendo más rápido. Y aunque esas imágenes suyas en el palco del Estadio Olímpico producen grima y espanto, uno piensa que ojalá hubiera quedado ahí su racismo, y su locura: en unas medallas colgadas del cuello y en unos himnos acompañando las banderas. En unas cuantas puyas maliciosas dedicadas a Jesse Owens, celebradas por los gerifaltes del nazismo que rodeaban al Führer.

    Del mismo modo, uno, cuando ve a Vladimir Putin en el documental Ícaro, tapando el escándalo del dopaje en el deporte ruso, también se indigna y se pregunta cómo es posible tanta jeta y tanta impunidad. Pero al mismo tiempo piensa que ojalá, todo su daño se quedara en eso: en unos frascos abiertos, en unas orinas adulteradas, en unos tipos que ganan medallas injustas descendiendo por una pista de bobsleigh. Que a quién narices, le importa el bobsleigh. 



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Firefox

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Firefox es una cochambre de película. La dirige Clint Eastwood, sí, pero es de otros tiempos, de cuando el monolito todavía no le había concedido la sabiduría para rodar Bird y llevarle a otro estado del arte y la conciencia. O eso, o que era un primo suyo el que dirigía las películas anteriores. O el que, ay, empezó a dirigirlas después…

    Firefox es una película de la Guerra Fría, chapucera, inverosímil, con americanos muy listos y rusos que parecen medio idiotas -aparte de ser unos psicópatas de cuidado, claro. El coronel soviético es el mismo actor que hacía de responsable de la Estrella de la Muerte en El Retorno del Jedi, y la elección de casting no debe ser en absoluto casual, porque cuando los militares soviéticos se reúnen en la sala de guerra para valorar la situación, aquello parece tal cual el alto mando del Imperio, y sólo falta Darth Vader entrando en escena con un pin de la hoz y el martillo prendido en su armadura.

    Uno, la verdad, viendo la película, no termina de entender como siendo los rusos tan cortos de mollera lograron desarrollar el Firefox, que era un caza indetectable, imbatible en los cielos, y que tuviera que venir Clint Eastwood desde su pueblo para robárselo y entregárselo al pueblo occidental, como un Prometo trayendo el fuego de los dioses. Es una gilipollez, claro, porque además, los rusos, en 1983, bastante tenían con levantar granjas de pollos para abastecer a la población hambrienta, y todo lo que destinaban a la industria militar era para construir misiles anticuados, que no hubieran llegado ni a la frontera de Polonia, de haber sido lanzados en el holocausto nuclear.




    Firefox es una obra de guiñol para niños, con la diferencia de que aquí los muñecos no luchan con palos, sino con aviones supersónicos. Una memez. Una caricatura del bien y del mal para que las gentes de Wisconsin llenaran los cines de 1983 y aplaudieran a rabiar la escena final del Mig-31 hecho pedazos. Tan satisfechos y henchidos de capitalismo como los amigos a los que invité a ver la película hace 37 años, en el cine Pasaje que da nombre a estos escritos. Mientras ellos aplaudían de pie, yo me enfurruñaba en la butaca, porque los rusos habían salido malparados de la función, y porque mis amigos, que habían entrado por la jeta, podían haberse cortado un poquito en el entusiasmo.

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Sólo nos queda bailar

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Sólo nos queda bailar… El título era irresistible, porque quizá ya sea lo último que nos quede: ponernos a bailar -a vivir, a disfrutar, a lanzarse al cuello de la vida- y que venga el fin del mundo cuando quiera, travestido de virus, de piedra galáctica, de basurero que nos ahogue.

    A los que no sabemos bailar -ni siquiera poner un pie delante del otro sin trastabillarnos - nos vale con un bailar metafórico, vicario incluso, porque ver bailar también es una forma de bailar, y el espíritu clava los pasos y los movimientos cuando se pone a su aire, sin necesitar el concurso de los músculos. La de veces que habré bailado yo en mi sofá, viendo a Fred Astaire, a Gene Kelly, a Zorba el griego en su playa de Grecia, tan grácil como ellos, tan alegre, tan reconciliado con la vida, sin mover el culo un solo centímetro. Los torpes, para sentir el vértigo y el  regocijo, no necesitamos lanzarnos al baile físico de estos georgianos en la película, por ejemplo, que se antoja una aspiración imposible con esas cabriolas, y esos brincos, y ese apoyar los pies sobre los juanetes, habida cuenta de que uno, el día de su boda, ni siquiera se atrevió con el vals de los simples, que consiste en tomar la mano y el talle de la persona amada y ponerse a girar.



    Luego, en realidad, el baile, en Sólo nos queda bailar, sólo es el telón de fondo de la homosexualidad perseguida de sus protagonistas. No prohibida por la ley -porque Georgia presume de ser un país moderno- pero sí censurada por las gentes, apedreada por los colegas, condenada por los curas ortodoxos que desde que cayó la Unión Soviética todavía no han conocido sociedad civil que los haga callar. No como aquí, que ya braman en sordina, y en iglesias particulares, cada vez más acostumbrados a que incluso su propia grey haga oídos sordos a semejantes prejuicios medievales. En Georgia, los besos entre dos hombres -o entre dos mujeres- siguen vigilados por la estupidez de la gente, y por el triángulo divino que todo lo observa, que se mudó hace años de la Península Ibérica a las estribaciones del Cáucaso.  
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La gran estafa americana

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Tengo un amigo con el que coincido en todo lo importante y en casi todo lo accesorio. Quizá por eso es mi amigo, claro. Pero hay un tema en el que no coincidimos jamás, y que a veces abre brechas que amenazan con la ruptura. Visto desde fuera, que al le gusten las mujeres así y a mí me gusten las mujeres asá puede parecer un asunto baladí, una tontería para discutir alrededor de unas cervezas. Pero los dos sabemos que hay disparidades que no se pueden tolerar, porque está en juego el honor de nuestras amadas, su reputación de mujeres sin par, y a veces, enardecidos, y hasta coléricos, heridos en nuestro orgullo, es como si combatiéramos montados a caballo, lanzas en ristre, sin levantar el culo de la terracita donde se está tan ricamente a la sombra.



    Es por eso que cuando mi amigo y yo encontramos una mujer que es Dulcinea compartida, lejos de disputarnos su amor en exclusiva, sonreímos satisfechos, porque ahí comprendemos que la amistad se remacha, y se fortalece, dos hombres anudados al mismo deseo, y casi dan ganas de pedir otra cerveza automáticamente para celebrarlo, aunque la primera todavía esté casi sin probar. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy no es del Toboso, sino de Vicenza, en Italia, porque su padre estaba destinado en la base militar, y ya hubiera sido el colmo que el señor Adams hubiese trabajado en una base americana no situada en Morón, sino en El Toboso, en los adentros de La Mancha, para que Amy, nuestra Amy, ya fuera un deseo inmortal y literario
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     Hoy he vuelto a ver La gran estafa americana sólo por ella. La peli no está mal, y Amy es una actriz de la hostia, capaz de hacer de ángel o de demonio sólo con frotarse mágicamente la nariz respingona. Pero sobre todo -tengo que confesarlo- he vuelto a ver la película porque su belleza pelirroja me hiela la sangre, y el entendimiento, y siempre recuerdo aquello que decía Fernando Trueba en su Diccionario de cine, que uno iba al cine a enamorarse, y que lo demás -la cinefilia, y la cultura, y todo eso- era secundario.



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Medianoche en Paris

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Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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La maldición del escorpión de jade

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Los hipnotistas famosos salen con mujeres guapas porque son famosos, o porque ganan mucho dinero, pero no porque sean hipnotistas. La hipnosis es una ciencia falsa y pasada de moda. Un truco de tipos con turbante, o de psicólogos con leontina, que deja asombrados a los niños en el circo, a los crédulos en las consultas, y a los yayos en los programas de la tele, que antes, cuando yo era niño, eran muy frecuentes los números de hipnosis en el prime time, y ahora ya nadie se atreve a programar esos asombros ridículos del siglo XIX.

    Si el hipnotismo funcionara, habría hostias, por estudiarlo en la universidad, con una nota de corte que me río yo de los ingenieros de telecomunicaciones, y todos los hipnotistas, televisivos o de feria de pueblo, saldrían con pibones de mareo como Charlize Theron en La maldición del escorpión de jade, sin ir más lejos. O como Helen Hunt, que no es tan explosiva, pero que jolín, ya quisiéramos todos, mujeres así, de mucho tronío, y de mucho merecimiento.



    Alguno dirá que el hipnotismo sí que funciona, pero que los hipnotistas son tipos honrados que no aplican su ciencia fuera de los escenarios. Porque entonces, arrastrados por la tentación, ya no es sólo que pudieran seducir a mujeres inalcanzables, con un sortilegio, o con una palabra mágica -Constantinopla, o Madagascar-, violando sus voluntades, sino que, además, nunca pagarían en los comercios, conseguirían los mejores empleos, y vencerían en todas las discusiones de los bares. Los hipnotistas serían los putos amos, los reyes del mambo, los depredadores sin depredador, si no tuvieran un fuerte sentido de la ética. Pero quién nos garantiza, ay, que todos los hipnotistas, de ser cierta su ciencia, iban a regirse por el mismo código deontológico. Nada más humano ni más tentador que una facción oscura, que una secta del mal, que fuera por ahí moviendo las manos como Obi Wan Kenobi en La guerra de las galaxias.

    Digo yo que si la hipnosis funcionara de verdad, un grupo de hipnotistas sin moral ya gobernaría el mundo desde sus azoteas, o desde sus palacios, ordeñándonos como a vacas que encima dan las gracias por su servidumbre.




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