Drácula de Bram Stoker

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En realidad todos hemos cruzado océanos de tiempo para encontrarnos. Desde el tiempo primigenio en que la energía se hizo luz y materia. Desde ese tiempo amorfo -puramente físico, sin rastro de conciencia- venimos dando vueltas en torbellinos estelares, en tormentas terráqueas, en vértigos evolutivos para acabar convertidos en organismos pluricelulares que un buen día se enamoran al sonreírse en una cafetería, o al contactarse por internet. Todos hemos cabalgado desiertos de inconsciencia, a lomos de nuestros ancestros -los unicelulares también- para terminar descubriendo que somos polvo de estrellas que se enamora.



    “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte…” Drácula habla de los cuatros siglos que separan la muerte de Elizabeta de su reencuentro con ella, renacida como Mina en el Londres victoriano. Cuatros siglos de muerte en vida, o de vida en muerte. ¿Cómo será vivir cuatro siglos esperando a la mujer amada? ¿Cómo entretener los días como noches, y las noches como días? ¿Cómo resistirse a la idea del vampírico suicidio: del paseo a la solana, o de la guillotina autoejecutable? Incapaz de resucitar a Elizabeta, Drácula espera que la naturaleza vuelva a conformarla rasgo a rasgo, y poro a poro, y que el destino la coloque otra vez ante su mirada, para reconocerla al instante, y que ella lo reconozca también, entre la bruma de su memoria. Recobrarla en un solo segundo, como sólo se recuperan -o nacen por primera vez - los amores verdaderos, y recorrer juntos el resto de los siglos, al otro lado de la muerte.  

    Yo de niño también pensaba que los rostros eran finitos. Que algún día terminaría su inabarcable variedad y empezarían a repetirse como los números de espera en la carnicería. Un hombre naciendo con el rostro de Adán, y una mujer naciendo con el rostro de Eva, recomenzando una serie que quizá ya cumplió varios retornos a lo largo de la historia. ¿Pero cómo saberlo, viviendo tan poco como vivimos, encadenados al ciclo de la vida? Habría que no-vivir como Drácula, instalados en la no-muerte, en la parálisis de los relojes, para saber que cuatro siglos son suficientes para reencontrase con el amor en la Tierra, y no en el Cielo, donde la visión beatífica de Dios anula cualquier otra pasión, territorio de alienados que ya ni sienten ni padecen.



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Un héroe singular


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Pierre tiene 30 años, ojos azules, rostro agraciado, pero como vive a varios kilómetros de la civilización, en su granja de las vacas, busca el amor romántico por internet, en citas ocasionales que de momento no dan fruto porque él vive entregado al cuidado de su rebaño -día y noche, laboral y festivo, cuerpo y alma-, y las mujeres, aunque atraídas en un principio por su sencillez, sienten una primera incomodidad, extraña y agropecuaria, al comprender que las vacas ocupan praderas muy extensas de su corazón. Así las cosas, Pierre, de momento, no tiene hijos, pero sí terneros, tan queridos y necesitados,  a los que él mismo ayuda a alumbrar con la pericia exacta de quien sabe  aplicar la fuerza o la caricia en los momentos necesarios. Para Pierre, sus vacas no son un medio de ganarse la vida: son su vida misma, su primera preocupación al despertar, y su último pensamiento antes de ir dormir.



    Pero un día, al acariciar el lomo de una de ellas, su mano queda manchada de sangre, y en décimas de segundo -como quien comprende, con una lucidez devastadora, que su vida se está truncando al estar sufriendo un accidente de tráfico o estar viendo morir a un ser querido- Pierre asume que la vaca está condenada al sacrificio, y que esa enfermedad, conocida y temida por los granjeros de la frontera, ya estará seguramente extendida entre todas las demás. Si Pierre fuera un simple vaquero, un simple artesano de su oficio, daría inmediatamente la alarma a los servicios veterinarios, y pasado el mal trago del sacrificio y la indemnización, volvería a reunir un nuevo rebaño que cuidar. Pero Pierre no es un granjero al uso, sino un padre de sus animales, y ningún padre, salvo Abraham en la Biblia, o Guzmán el Bueno en Tarifa, ofrece así como así a sus hijos. De entrada, nadie le va a convencer de que es necesario, legal, beneficioso, sacrificar a sus retoños para recibir un dinero a cambio y comprar unos nuevos en la próxima Feria de Ganado. Un héroe singular es la historia de esta locura transitoria, que sólo lo es en apariencia, contada así, en cuatro brochazos.



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Regreso a Howards End

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Marx dejó escrito en sus profecías que la primera revolución estallaría en Gran Bretaña o en Alemania, porque sólo allí, en los países industrializados, los obreros constituían una masa crítica que haría explotar la bomba como átomos de uranio bien apretujados. El resto de Europa, España incluida, era un territorio feudal que se dedicaba a la agricultura, a la manufactura chapucera y a la misa del domingo en las iglesias donde los curas ya advertían del peligro de los rojos, y explicaban a sus feligreses que el compromiso de Jesús con los pobres sólo era una metáfora de los evangelistas -los “pobres de espíritu”, o los “pobres de corazón”- nada que ver con las miserias materiales ni con la esclavitud de los trabajos. Que el fantasma que recorría Europa finalmente se hiciera carne y fuego en la Rusia ignota de los zares, vino a decir que Marx era un gran pensador y un gran economista, pero que en cuestiones de futurología quedaba a la altura poco respetable de Michel de Nostradamus. Pero quién iba predecir -eso hay que concedérselo- el empecinamiento estepario del señor Vladimir, el exceso sanguinario de la I Guerra Mundial, el agusanamiento de la carne en las cocinas del acorazado Potemkin…



    Para prevenir el incendio que finalmente prendió tan lejos de sus costas, las élites británicas tuvieron que reprimir algunas manifestaciones y fusilar a unos cuantos recalcitrantes, pero su estilo, tan gentleman, tan poco continental, prefirió establecer un cordón sanitario con los obreros, más pacífico y paternalista. Matarlos a trabajar, reducirlos en sus guetos y entretenerles los domingos con el invento del fútbol y del rugby. Y responderles, si se acercaban a pedir un penique, o a tocar los cojones a la entrada del teatro, con el desprecio sonriente de las sangres azuladas. Ignorarlos desde la distancia aristocrática de sus mansiones en la campiña. Regreso a Howards End cuenta la historia de un pobre que viene a incomodar la pacífica existencia de los Wilcox y los Schlegel, dos familias de toda la vida que hasta entonces sólo se ocupaban de cuidar sus rosales, limpiar su cubertería, y buscar buenos matrimonios que incrementasen sus haciendas. Una de las Schlegel se enamorará del pobre, otra se apiadará de él, y sir Anthony Hopkins, con cara de no entender nada, preguntará al servicio quién coño ha dejado entrar en sus posesiones a semejante mosca cojonera.



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Hermosa juventud



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Del mismo modo que la infancia no siempre es inocente, y la vejez no siempre es venerable -y la edad adulta, que es la que yo ahora transito, no siempre es responsable- la juventud, en contra del mito literario que la recuerda en sus poesías, muchas veces no es hermosa. Hermosa juventud es un título cargado de doble sentido, hiriente, incluso, como suelen ser las películas de Jaime Rosales. Porque Carlos y Natalia son, efectivamente, jóvenes y hermosos, pero la suma de los dos términos, tan prometedores, tan luminosos, no termina de funcionar en su mundo tan lejos del mago de Oz. Ellos tienen todo el futuro por delante, pero los nubarrones, de momento, sobre todo los económicos, llegan hasta el horizonte, y tienen pinta de ir siguiendo la curvatura de la Tierra a medida que ellos avanzan, entre trabajos precarios, sueldos de mierda, abusos de todo tipo…: la vida laboral de quien se crió en el arrabal y no tiene potencia en los motores para escapar de allí y aterrizar en otro planeta más amable y más justo.



    Mi abuela -de la que me acuerdo mucho en los últimos tiempos, y es una cosa que ya empieza a preocuparme- decía que los pobres teníamos la mala costumbre de reproducirnos no se sabía muy bien para qué: para tener hijos igual de pobres, y nietos atados a la misma noria del burro, decía ella. Mi abuela, claro, nació en la época medieval que aquí sólo terminó con la II República, y tenía una mentalidad muy parecida a la de los rusos de los novelones, fatalista, rendida al capricho de las costumbres.  Mis padres, sin embargo, que ya nacieron en un país perteneciente al siglo XX, sí creyeron en la promoción social del pobre, a golpe de estudio, de coderas, de noches en vela, de temas cantados ante un tribunal de oposiciones.  Yo formé parte de sus sueños, y de hecho, gracias a sus esfuerzos económicos, y a mis neuronas exprimidas, logré subir un pequeño escalón en la pirámide de la riqueza. Puedo, al menos, salir a cenar de vez en cuando, cosa que ellos ni soñaban cuando se quedaban en casa los sábados por la noche, viendo la tele.



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El hombre tranquilo

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Todavía no he renunciado a vivir en Innisfree, o en algún sitio parecido, cuando la madeja de mi vida se vaya desenredando. Retirarme de los golpes del destino como Sean Thornton se retiró de los golpes del boxeo, y encontrar la paz en un pueblo apartado, a un solo paso de la civilización necesaria, pero tan lejos que haya más senderos que carreteras, más árboles que semáforos, más huertos que supermercados. Soltar al perrete y que pueda correr libre, persiguiendo gatos reales o imaginados. Y yo, unos pasos por detrás, poder ir distraído sin correr peligro, como cantaba Serrat en su manojo de sueños, alternando el iPod con el ruido del viento, y el silencio de los campos. Vivir en una casa sin vecinos, como las que dibujábamos en el parvulario, con su puerta, sus dos ventanas y su chimenea exhalando humo en el invierno. Y un par de flores en el balcón, y un huerto aledaño donde plantar tomates y lechugas para hacer ensaladas. Saludar cada mañana a los vecinos que nunca verán Movistar +, ni sabrán nada de este blog, pero que un día me regalarán un calabacín, y otro me arreglarán un enchufe, y otro me cogerán el pan del panadero, y rechazarán con una sonrisa lo único que yo puedo ofrecer, que son los libros que nunca leerán, o las películas que jamás pondrán en su televisor. Visitar de vez en cuando la taberna para beber unas cañas de las grandes, o unos vinos de la tierra, y demostrar que yo me crié en un arrabal donde también se decían muchos tacos y se hablaba mucho de fútbol, y de mujeres, y de los políticos que ensucian los telediarios.

    Salir una mañana de sábado a pasear, con el aire húmedo de la última lluvia, y descubrir a Maureen O´Hara conduciendo su rebaño de ovejas, o leyendo un libro a la orilla del río. Quedarme paralizado, boquiabierto, traspasado por el rayo. El perrete a dos pasos, interrogándome con sus orejas enhiestas, y su pata a medio levantar, sin saber que yo ya vivo instalado en otra vida, junto a ella, antes incluso de saludarla, de acercarme con las piernas temblorosas, en el cumplimento exacto de lo que se cuenta en El hombre tranquilo, que es una película que yo vi de adolescente sin saber que un día se convertiría en mi sueño de madurez.



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Divorcio a la italiana


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Nos reímos mucho, de los italianos, cuando los vemos en las viejas comedias de blanco y negro, porque siempre van como acelerados, gesticulando, hablando ese idioma que lo mismo sirve para el desamor de las óperas que para el humor de los vodeviles. Fueron tiempos duros, los del neorrealismo, porque las ciudades estaban en ruinas, y la gente pasaba hambre, y algunos robaban bicicletas para ir a trabajar. Pero pasado el trago, y reconstruido el mapa, los italianos se encontraron de nuevo con el jolgorio de vivir, y retomaron las comedias donde el enemigo común ya era el mismo de siempre, el de toda la vida bélica o no bélica, fascista o no fascista: la Iglesia sempiterna, fundada por San Pedro en el mismo centro de su geografía, vigilando el mundo moral con el ojo triangular que flota justo en la vertical del Vaticano. El mismo ojo que a muchos kilómetros de distancia, nos acojonó de niños, y nos acomplejó en la adolescencia, pero que luego extirpamos de una patada voladora al descubrir que tras sexo no se abrían los infiernos, ni nos pinchaban el culo desnudo con un tridente…



    Yo tuve un amigo en León que vivía justo debajo de la colina donde estaban los repetidores de televisión, y era, de toda nuestra pandilla, el que peor señal tenía: la Primera le entraba según los días, y la Segunda, que entonces era el UHF, según las ventoleras, porque el efecto de las ondas hertzianas empezaba un poco más allá. Algo así les pasaba a los transalpinos con la Iglesia,  en los tiempos de Divorcio a la italiana, que de vivir tan cerca de sus homilías ya ni las escuchaban, o les llegaban distorsionadas, y podían burlarse de ellas como un feligrés haciendo pedorretas justo debajo del púlpito, donde el cura no le ve. Obsesionados con el sexo como cualquier católico reprimido, los Mastroiannis de la vida se lanzaron a la comedia bufa sobre el matrimonio y el adulterio, y como en la vida real todo era más bien triste y carcelario, en la ficción se les volvía la mente calenturienta, y el humor muy negro. Negrísimo...



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El indomable Will Hunting


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Ningún recuerdo es del todo fidedigno. Lo enseñan en las facultades de Psicología, y cualquier ciudadano honesto puede comprobarlo en su cotidiano recordar. Sólo un segundo después de ver y escuchar, nuestro yo, que es el guardián en la puerta, ya está poniendo filtros, subrayando lo interesado, difuminando lo que nos deja en mal lugar… Nuestro cerebro es un censor que recorta los recuerdos con las tijeras; un pintor que los retoca con pinceladas o brochazos; un segurata que revisa la maleta para que nada peligroso traspase la frontera. Esa memoria incuestionable que decimos conservar como si fuera una foto o un vídeo en el teléfono móvil, siempre es una reconstrucción, una obra de arte, una versión inspirada por nuestra subjetividad. Una película montada a nuestro gusto para que la vida nos sea más digerible, y nuestro yo no sufra demasiado con las contradicciones. La memoria nos ayuda, pero nos traiciona. Nos preserva, pero nos convierte en mentirosos. O en mentirosillos, al menos.



    Y si esto ocurre con nuestras vivencias personales, en las que siempre somos el actor principal y omnipresente, qué decir de los recuerdos que guardamos de las historias que nos cuentan, o de los libros que leímos hace tanto, o de las películas que vimos en la otra vida de la juventud. Pensaba en estas cosas mientras veía el final de El indomable Will Hunting, que es una película que no figuraba en mis retrospectivas, pero que una persona muy querida me recomendó con una convicción de esas que no se pueden rechazar. Todos recordamos al personaje entrañable de Robin Williams, el psiquiatra que se pone a la altura barriobajera de Will Hunting para demostrarle que él, en su consulta, es el puto amo, el jefe de la banda, el macho dominante que puede molerte a hostias… Durante veintidós años hemos pensado que era él finalmente quien ayudaba a Will, a salir del pozo, a encauzar su vida de estudiante superdotado. Y es cierto, sí, pero sólo a medias. Porque Will, aunque entra al buen rollo, y se repantinga en el sofá de la consulta, en realidad desconfía de su psicólogo, recela, da vueltas en círculo, y sólo cuando su amigo de toda la vida le canta las cuarenta, y le reprocha estar a su lado desperdiciando su talento y su futuro, en la cabeza de Will se encenderá esa bombilla de lucidez que faltaba en su brillante repertorio.



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Fleabag. Temporada 2

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Las buenas comedias nunca son comedias del todo. Por debajo de los chistes, sus personajes arrastran un drama de fondo, una tara que los hace vulnerables y humanos, no simples payasos que nos sirven de diversión. En las series que yo digo siempre nos reímos “con”, y nunca nos reímos “de”. Frasier era la historia de dos hermanos neuróticos con serios problemas de adaptación; Seinfeld, la amistad de cuatro adultos con una edad mental de catorce años; La maravillosa Sra. Maisel, el desgarro de una mujer abandonada que trata de encontrar su nuevo rumbo; Veep, el relato escalofriante de una pandilla de imbéciles gobernando la Casa Blanca; Dos hombres y medio, la desventura de un mujeriego compulsivo que nunca va a encontrar el amor verdadero; Los Simpson, el diario de una familia disfuncional que en la vida real nadie aguantaría sin volverse loco... Quiero decir que la comedia, por la comedia, se queda en tontería y en gag, y no deja poso en el recuerdo, ni carátulas en nuestra videoteca. Ni espacio favorito, en el disco duro. Las comedias que finalmente nos pertenecen son un puñado, un ramillete escogido y siempre particular, y Fleabag, a este paso, si se redondea en una tercera temporada que seguro que está por venir, va a formar parte de esas conversaciones de bar, o de blog, en las que yo me convierto en paladín de una serie, y en evangelista de su ocurrencia.



    Fleabag es una comedia ácida y transgresora. Te ríes, o te descojonas, con las peripecias de su protagonista, la propia Fleabag, que trata de entenderse con su hermana, de aceptar a su madrastra, de salvar su negocio sin clientes. Pero que, por encima de todo, trata de encontrar el amor verdadero acostándose con uno y luego con otro, en una serie de catastróficas desdichas como aquellas que decían en el otro título. Fleabag sonríe al espectador cada cierto tiempo para romper la cuarta pared y establecer con él un vínculo especial. Lanza guiños, sonrisas, gestos de asombro… Pero en esta segunda temporada sus sonrisas son a medias, a medio descongelar, ensombrecidas de tristeza, porque Fleabag empieza a sospechar que el sexo no es el camino hacia el amor, sino su sustituto, un producto dietético que produce aún más vacío en el estómago. Más inseguridad y más miedo. El amor, que nunca llega; la estabilidad, que siempre se escapa; el sueño, que siempre se difumina.


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De óxido y hueso

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Siempre hay un roto para un descosido, decía mi abuela cuando se hablaba de que fulano de tal había conocido a mengana de cual, dentro de la familia, o en el vecindario, o en alguna película que pasaban por la tele los sábados por la tarde, que era el día que ella venía a visitarnos para darnos su propina misérrima -que apenas daba para comprar un sobre de cromos- y para enseñarnos las cosas de la vida a golpe de refrán y de dicho popular, que lo mismo servían para afirmar una cosa que la contraria, según el talante del momento, y el destinatario de la sabiduría.



    Si mi abuela hubiera visto De óxido y hueso -o al menos el inicio, hasta la primera escena de desnudo- habría repetido sin duda lo del roto y el descosido, para hacer una metáfora de este amor desgarrado y necesitado. Pero es que además, en este caso, la metáfora hubiera sido descripción de los protagonistas, porque Alain está literalmente descosido, a hostias, por dentro y por fuera, en su trabajo de boxeador clandestino, y Stéphanie literalmente rota, por las rodillas, después de que una orca le seccionara las piernas en el acuario donde trabajaba. Aquí nadie va a bailar a orillas del Sena, ni a subirse a las farolas mientras llueve. No hay colores en los paisajes, ni sonrisas en las caras. Todo eso vendrá después, a su debido tiempo… Cuando se conocen, Alain y Stéphanie, el descosido y la rota, ya no sueñan con encontrar el amor verdadero, y se encaran, y se encaman, y se confían, con el temor terrible de ser rechazados en cualquier instante. ¿Quién les va a querer, tal como están, tal como viven? La publicidad vende que el amor nace entre personas risueñas y construidas, y ellos no están ahora mismo para esas alegrías y arquitecturas. Y sin embargo, sienten la necesidad de amar, y de ser amados. Quieren sanar. Pero no quieren hacerlo en la soledad de sus apartamentos, mirando por la ventana.  Ellos ahora están cubiertos de óxido -erosionados y jodidos-, pero también son de hueso, fuertes a su manera, y el hueso sustenta la carne, y la carne el deseo, y el deseo el amor…



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Diario de un escándalo


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“Con el paso de los años la percepción de la propia edad se desconecta de la edad verdadera. La edad verdadera sigue avanzando pero la percepción se detiene, no en la plena juventud, sino más tarde, en torno a los cuarenta años”.

    Esto lo escribió una vez Antonio Muñoz Molina -no Marujita Díaz, que en paz descanse, ni Sara Montiel, que lo mismo digo- y cuando lo leí, pasados con creces mis cuarenta años, me reconocí al instante en sus palabras. Y aún más: porque yo, en mi fuero interno, vivo instalado en una hoja muy anterior del calendario, en un martes o miércoles de Copa de Europa de hace quince o dieciséis años. El Real Madrid las pasaba canutas en el Westfalenstadion de Dortmund, a punto de ser eliminado con deshonra en la fase de grupos, y yo, que por entonces ya era padre, y marido y funcionario sin tacha, comprendí, mientras me mordía las uñas y me revolvía nervioso en el sofá, en un momento de lucidez único que sólo volveré a tener en las cercanías de la muerte, que nunca saldría de esa tontuna, de ese apego a la nadería. Que la vida pasaría, pero que yo sería más o menos el mismo de siempre hasta el cese de las constantes vitales: Álvaro Rodríguez, nacido en León, exiliado en el Bierzo, con sus gracias y sus desgracias, sus bondades y sus defectos, y que la madurez era una aspiración imposible que no iban a prestarme ni las canas ni las arrugas, espejismos en el espejo.



    Al personaje de Judi Dench, en Diario de un escándalo, le pasa algo parecido con la percepción de su propia edad. Pero ella, a diferencia de Antonio Muñoz Molina, y de yo mismo, y de otros muchos y muchas que padecemos el mismo fenómeno disociativo, parece vivir en la inopia de tal incongruencia. Ella no va por la vida consciente de su desfase horario, de su impostura con la edad. No se reconoce en el espejo, no le echa ironía al asunto, y una mañana tontorrona, a principios de curso, viene a enamorarse de la compañera más joven y más guapa del claustro de profesores. De la mujer más improbable e inalcanzable. Nada grave, en realidad: un secreto, un amor imposible, un alivio solitario entre las sábanas si no fuera porque la mujer amada comete un error inverosímil, un desatino de manual, y queda a merced de quien la ama desde el rencor y el deseo, la admiración y la maldad…



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La noche de 12 años

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De entre todos los tipos que nunca seré -como cantaba Joaquín Sabina en La del Pirata Cojo- me hubiera gustado ser guerrillero en Sudamérica, en la época de las revoluciones fallidas, para seguir el camino marcado por el Che Guevara. Hacer de Cuba no la excepción, sino el primer hito. Ser un héroe para los pobres, para los parias, para los esclavos del capital. Dejarme barba, vestir con boina, planear golpes de mano con los camaradas. Imprimir octavillas, moverme en secreto, viajar con pasaportes falsificados. Ser cortejado por mujeres hermosas que vieran en mí al hombre ideal, homérico, generoso. Que ellas me enredaran los rizos del pecho mientras yo les hablaba de mis batallas por los montes. Una aventura peligrosa y excitante: a un lado, la posibilidad de la victoria, de la gloria, del cambio histórico; al otro lado la muerte, la detención, la tortura en la cárcel. La mierda y las ratas. La locura y la soledad. La vida peor que la muerte…




     Pero ya digo que nunca seré ese tipo llamado Álvaro Guevara, o Álvaro el Tupamaro, porque ahora no toca, y porque, aunque tocase, en un cataclismo improbable que nos devolviera a las barricadas, el Álvaro real, el Rodríguez de toda la vida, vive convencido de que si los proletarios nos liamos a hostias vamos a salir perdiendo. No es una cuestión de ética, sino de estrategia. Sólo en los bares, ante los conocidos, con alguna cerveza en el coleto, me pongo bravucón y un poco idiota, añorando a Lenin subido en el tanque...

    El Álvaro real, además, el que se mira al espejo y deja de soñar con guerrillas quiméricas mientras ve La noche de 12 años, opina, como Boris Grushenko, que en una guerra sólo podría ser prisionero. O me conozco muy mal, o ante la primera llamada de reclutamiento me haría más el sueco que el uruguayo. Me ofrecería, como mucho, a colaborar con los pasquines, con la intendencia, a llevar y traer el pan a los compañeros, gilipolleces muy poco comprometedoras para mi pellejo. No tendría los cojones de estos tres tipos de la película, que permanecieron vivos donde otros hubiéramos claudicado al tercer día. Los admiro, los envidio, me hubiera gustado ser como ellos en el universo paralelo de la valentía y del compromiso ciego.




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La fábrica de nada

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Los tanques del Pacto de Varsovia aplastaron las revoluciones de los checos y las protestas de los húngaros, que eran pueblos desarrollados que aspiraban a llevar el tren de vida occidental. Incluso los comunistas de aquí bramaban contra aquella violencia cuando la noticia salía a cuatro columnas en el ABC, y a ocho, en El Alcázar,  y tenían que reconocer, por lo bajini, en el conciliábulo del Partido, que los rusos hacían muy poco por vendernos un socialismo de rostro humano.

    Sin embargo, con el paso del tiempo, al final hemos comprendido que los tanques de la estrella roja estaban más bien para protegernos a nosotros, a los currelas de la OTAN, que durante varias décadas inolvidables gozamos de sueldos decentes y atenciones preferentes. Mientras existieron, engrasados y armados hasta los dientes, listos para recorrer las estepas de Europa y plantarse al pie de los Pirineos, los tanques soviéticos mantenían acojonados a nuestros empresarios y a nuestros tecnócratas. Y a los militares, también, que por si acaso se callaban las ganas de vociferar guerras santas contra los eslavos. El Terror Rojo que cada día anunciaba la prensa era exagerado, propagandístico, casi caricaturesco, pero obraba su magia. Cuando un empresario occidental tenía la tentación de saltarse una negociación o un convenio colectivo, luego, por la noche, sufría la pesadilla de un soldado soviético clavando la bandera roja en su terraza con vistas a la ciudad.



    Pero las pesadillas de los ricos desaparecieron hace treinta años, con la caída del Muro de Berlín. Cautivos y desarmados los ejércitos del comunismo, los empresarios de este lado del Telón empezaron a jugar con nosotros como niños con sus muñecos de Playmobil. Y con el cuento de la deslocalización, y el despertar de los tigres asiáticos, nos dieron la puntilla y nos sacaron a empujones de las fábricas y de los astilleros para servir mesas y vender thermomixes por teléfono. Los obreros portugueses de La fábrica de nada son los últimos de Filipinas. O de las Azores, mejor dicho.



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Un profeta

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Lo importante, en la vida, ahora que casi todo el mundo viaja por negocios, o hace turismo, o cruza las fronteras para buscar alimento, es saber idiomas. Manejarse con soltura en la lengua del Imperio, como en los tiempos de Roma, y luego conocer los tres parlamentos básicos de los pueblos que perdieron la guerra mundial. El inglés se ha convertido en el esperanto que un día soñara L. L. Zamenhof, aquel tipo que nosotros admirábamos en la EGB porque le cabía un idioma completo en su cabezón de las fotografías. Una neolengua sacada de la manga que tenía su gramática, su vocabulario, su extraña fonética que le emparentaba con todos los idiomas y al mismo tiempo con ninguno. Nuestros hijos ya no tienen ni puta de idea del sueño del esperanto, pero quizá lleguen a ver la expansión imparable del chino, que tarde o temprano adornará nuestros escritos y embellecerá nuestros poemas. Algún día, no muy lejano, los occidentales olvidaremos que una vez existieron las letras y los fonemas, y las faltas de ortografía parecerán cosas de un pasado medieval.



    Pensaba todo esto mientras veía Un profeta, la película de Jacques Audiard que nadie cita cuando se habla de enaltecer el género carcelario. Nos hemos quedado en Cadena perpetua, en El hombre de Alcatraz, en La leyenda del indomable, que están muy bien, que son clásicos indiscutibles, pero que quizá habría que ir mencionando junto a otros títulos igual de meritorios. En Un profeta, Malik, el protagonista, que  no sabe ni papa de inglés ni de chino porque lleva toda la vida encerrado en los reformatorios,  maneja, sin embargo, los dos idiomas imprescindibles para salvar el pellejo en el trullo. El árabe, por parte de padre, y el corso, por parte de madre, que son, para su fortuna, los dos salvoconductos con que se trafican las influencias y las corruptelas. Los que sólo hablan francés en la cárcel se limitan a poner el culo en las duchas, y a ejercer de puching-balles en las peleas.  Los que sólo hablan árabe, o corso, tarde o temprano caerán en la reyerta navajera o en la sobredosis sospechosa. El único bilingüe de la función será el animal que mejor se adapte al ecosistema de los mil reclusos en la cárcel de Babel.



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