El pionero

🌟🌟🌟🌟

Yo le tenía mucha ojeriza a este impresentable. Ahora que está muerto supongo que ya da todo igual, mi repelús y sus fechorías. Bastante tiene don Jesús, sepultado en el panteón familiar, con lo suyo... Pero cuando estaba de cuerpo omnipresente -en las radios, en las televisiones, en las portadas del As cuando guillotinaba a los entrenadores, o en las portadas de El País cuando le descubrían otro trapicheo- a mí se me subía la bilis por el esófago arriba (de cuando yo aún tenía vesícula biliar y podía decirse que estaba completo por dentro).  

    En la prensa seria, a Jesús Gil le atizaban por los cuatro costados de su inmensa barriga: la de izquierdas -que aún quedaba- porque era obvio que este tipo confundía los dineros públicos con los privados, que no entendía ni papa de crecimientos sostenibles, y que con los canutos no sabría hacer la oes de García Lorca, pero sí unos ceros que inflaban cifras en contratos sospechosos. Y luego estaba la prensa de derechas, que le atizaba porque veía en él a un rival político, a uno de los suyos, pero sin el freno en la lengua al que les obliga la Constitución. Un criptofascista que se ciscaba en las leyes que no le interesaban y se agarraba como una lapa a las pocas que ocultaban sus trapisondas. Uno derechas de toda la vida, vamos, pero sin educación de colegio privado, ni corbata comprada en la calle Serrano, porque total, para hacer propaganda política desde el jacuzzi de Tele 5, rodeado de fulanorras, a don Jesús le bastaba con la cadena de oro, el pelamen de recio soriano y la guayabera para cuando salía del agua y seguía diciendo tonterías sobre lo que España necesitaba y lo que él había venido a reformar.




    Pero luego, por las noches, estaban los periodistas deportivos de la radio, a los que sigo escuchando porque su tontuna me hace olvidar los problemas más serios y acuciantes. En la radio de aquellos años daba igual el dial que sintonizaras: Jesús Gil les caía a todos de puta madre, don Jesús, señor Gil, y tal y tal,  porque el Presi llenaba horas y horas de programación con sus salidas de tono, su caballo Imperioso, su cocodrilo, sus paridas racistas, su ego inflamado, su habla medio gangosa… Jesús Gil era un chollo, una garantía para el EGM. Periodistas que con otros dirigentes parecían inteligentes e imparciales, con Jesús Gil se convertían en lameculos lamentables, en reidores de sus chorradas. Ahí sigue, José María Garcia, llorando al exalcalde... A mí me daba vergüenza todo aquello, y también me daba vergüenza ser cómplice, en cierto modo, de aquel blanqueo de capitales, por escuchar el espectáculo.

    He venido a este documental de la HBO, El pionero, esperando que la HBO arrojara luz, distancia, sobre el personaje de Jesús Gil. Pero es como si no hubiera pasado el tiempo. Supongo que lo han hecho para que la familia colabore, y a los autores no les caigan querellas en los tribunales, que son temibles, los Gil, en estos asuntos. Pero aquí, en El Pionero, al patriarca le siguen riendo las gracias de cuando estafaba, de cuando distraía, de cuando desviaba fondos. De cuando se reía de la concejal opositora de Marbella o llamaba imbéciles a los ecologistas... En fin.

    Lo que pasa es que el documental, hay que reconocerlo, está muy bien hecho.




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Rufufú

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Habrá sido la casualidad, o el subconsciente, que trabaja de videotecario en mis cloacas, pero el mismo día que veía los nuevos episodios de La casa de papel -con ese atraco a lo grande, a lo Hollywood de Madrid- horas después, por la noche, en la fresca que decían nuestros mayores, apareció en mi televisor Rufufú, que es como La casa de papel pero en un cómic de Mortadelo y Filemón, Mortadellini y Filemoncello. 

    Rufufú es como un remake de Ocean’s Eleven protagonizado no por George Clooney y Brad Pitt, sino por Pepe Gotera y Otilio, que eran los personajes más merluzos del universo Bruguera, que ya es mucho decir, tanto que se han quedado en el habla popular para referirnos a la chapuza nacional: un concepto eterno, transversal, tan nuestro ya como el chorizo o como el político corrupto.

     En Rufufú hay un Giuseppe Gotera que recibe el soplo de un trabajo sencillo -el robo con butrón de una caja fuerte que no está, por supuesto, en La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre- y un Otiliani que lidera a la banda de incapaces que intentarán perpetrar el robo, nefastos, bobalicones, unos gualdrapas que se prestarían a cualquier chanchullo con tal de no trabajar, porque entre la clase alta de Roma y la clase proletaria todavía quedan ellos, honorables, ni siervos ni amos, con las manos limpias de hollín y de yeso, descendientes de los hidalgos caballeros que se ganaban el pan duro sin encallecerse las manos.

    Rufufú es una película de posguerra italiana casi contemporánea de La dolce vita. Está ambientada en los mismos barrios de Roma que Marcello Rubini jamás pisaba, tan lejos todo de la Via Veneto, y de las mansiones en las colinas, de los putiferios de alto standing donde le hacían las pajas con guante de terciopelo. Hay, sin embargo, un hermano gemelo de Rubini que figura en la banda de maleantes, uno que fue separado al nacer y criado en otro ambiente menos lustroso y edificante. Por ahí anda, en efecto, Marcello Mastroianni, haciendo de mentecato ejemplar, sirviendo de estudio para los genetistas de la conducta, que buscan en los gemelos separados al nacer el Santo Grial que nos explique.






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Lenny

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Una polla es una polla, y un pene, un pene. Dos órganos distintos y uno solo verdadero, como en una Santísima Dualidad. Cuando vamos al médico, a la revisión, a la molestia urinaria, tenemos un pene, pero cuando vamos a acostarnos con nuestra señora, o con nuestra respectiva, tenemos una polla. Y no pasa nada por decirlo: polla es una palabra inocua, sonora, para nada despectiva, y sí, en cambio, pícara y festiva. Como de celebración de la vida y del amor, una polla, eso es, y no un órgano de libro de texto, de manual de medicina, que eso es un pene, la cosa aburrida que no tiene erecciones y sólo sirve para mear.

    Eso es, grosso modo, lo que venía a decir Lenny Bruce en sus monólogos: que a las cosas sexuales había que llamarlas por su nombre, el cotidiano, el coloquial, lo mismo en el dormitorio conyugal que en el stand-up del club nocturno, entre humos y música de jazz, donde todos los clientes eran adultos y no había ningún gilipollas en la materia, ningún sorprendido del significado exacto de las palabras.



    Lenny Bruce hacía escarnio de la damisela que dice pompis, o del señor que dice miembro, hasta que cayó sobre él la Ley de Maricastaña, una que también vino flotando en el Mayflower y prohibía -entre otras muchas- usar la palabra chupapollas en público, ante una audiencia congregada, porque la ley presuponía que el humorista no estaba describiendo, no estaba haciendo chanza, sino incitando a la práctica, allí mismo quizá, o en la intimidad de los dormitorios, donde tal vez chupar pollas no fuera ni siquiera legal, y en todo caso siempre una guarrada, una cochinez de gente que en realidad no se ama como Dios manda. Chupapollas… A  Lenny Bruce empezaron a joderle la vida por ahí, y terminaron arruinándole la carrera, y la salud, y el alma misma. El personaje que aparece en La maravillosa Sra. Maisel todavía es un humorista travieso y risueño; el que sale en Lenny, la película de Bob Fosse, ya es el Lenny jodido, drogadicto, enfrascado en una cruzada semántica que finalmente no pudo ganar.




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Compañeros de juerga

🌟🌟🌟

En Compañeros de juerga, Laurel y Hardy, que pertenecen a una sociedad masónica que no se reúne para dominar el mundo, sino para beber y flirtear con las camareras, mienten a sus esposas para poder pasar el fin de semana en Chicago, con los compadres, y no en casa, en el sofá, bajo la mantita, aburridos sin el televisor que por entonces aún no se había inventado, escuchando un serial de la radio, o recortando recetas de cocina. Laurel y Hardy, que son dos tontos de remate, se creen en realidad muy listos, los hombres de la casa, y consiguen, en principio, engañar a sus esposas. Pero los personajes femeninos de 1933 no son como los que vinieron años después, en la época dorada de Doris Day -que pobre Doris Day, qué culpa tuvo la pobre- y en vez de quedarse tan panchas en el hogar, dedicadas a sus menesteres, la partida de bridge, o el club de las esposas lectoras, se quedan con la mosca detrás de la oreja, atentas al desliz, porque saben que sus maridos son dos gilipollas de campeonato, siempre chanchullando sus escapadas, y que cuando Hardy menea el bigote, y Oliver se rasca el cogote, algo huele a podrido en la Dinamarca del respeto conyugal.




    Varios años más tarde, ante el pelotón de fusilamiento de los productores, hubiera estado muy mal visto que un par de mujeres fueran más inteligentes, más responsables, que los mentecatos de sus maridos, reducidos casi a la oligofrenia, a la tontuna infantil. En cierto modo, la relevancia de los papeles femeninos ha vivido una evolución, una involución y una nueva evolución. Una U invertida que es la campana de Gauss dada la vuelta, repicando en el campanario con mucha violencia. Ahora que las actrices reclaman con justicia papeles enjundiosos, centrales, de llevar las riendas y la iniciativa – de llevar los pantalones, que se decía antes- habría que darse un paseo por el cine de hace muchos años, incluso el cine pueril y tontolaba de Oliver y Hardy, para ver que hubo una edad distinta, fructífera, que se fueron cargando entre el código Hays, las monsergas de los curas y los excesos de la testosterona.



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La balada de Narayama

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Cuando ya no podamos pagar las pensiones de los jubilados, lo primero que harán será obligarnos a trabajar hasta los 70 años. Ya están a punto de aprobarlo. Saldremos de nuestro tajo o de nuestra oficina y al día siguiente ingresaremos directamente en el asilo, sin que nos den tiempo a dar de comer a los gorriones, ni a seguir la marcha de las obras en el barrio. Aplicarán la doctrina del shock en cualquier país de mierda controlado por la CIA, o acojonado por los mercados financieros -uno asiático o subtropical que sin embargo tenga los índices de natalidad por los suelos- y luego, por este orden, implantarán la medida los británicos, que son los palmeros del Imperio, más tarde los americanos, dando ejemplo al mundo liberal, y al final, como siempre, last but not least, los estados europeos del bienestar, que aprovecharán un despiste del electorado para meternos la ley por el culo disfrazada de sexo satisfactorio. Supongo que por entonces ya será Íñigo Errejón, como secretario general del PSOE, el que comparezca cariacontecido ante las cámaras del Telediario. Todo esto ha sucedido ya tantas veces…



    Pero no será suficiente. Unas décadas más tarde, cuando en los países civilizados ya no nazcan niños porque la gente se irá de casa a los cincuenta años, los alquileres estarán a precio de Palacio Real, y las guarderías públicas serán un mito del pasado, algún becario de la prensa más conservadora descubrirá -en alguna filmoteca perdida, en un mercadillo de DVDs- una copia subtitulada de La balada de Narayama, y saldrá corriendo hacia la sede del periódico gritando “Eureka, eureka…” En la película, cuando los ancianos del valle miserable alcanzan los 69 años, deben ser llevados por sus hijos al monte Narayama, a cuestas, como fardos simbólicos, para que les acoja en su seno el dios benefactor. Y morir en paz. Esto, por supuesto, no es más que un camelo de los sacerdotes japoneses, y de lo que se trata, en realidad, es de que las raciones del puchero toquen a más, y dejar hueco en la mesa a las nueras, a los yernos, a los nietos que van naciendo casi a cada polvo que se echa.

    En la distopía que nos espera, la Solución Narayama será a los viejos lo que la Solución Final a los judíos. Los que mandan rebuscarán citas en la Biblia, harán campañas publicitarias, apelarán a la población sostenible culpabilizando a la anciana que insiste en seguir viviendo, al hijo irresponsable que no cumple con su obligación eugenésica, y en unos años, dos generaciones a más tardar, convertirán el monte Teleno -que es el que nos toca a los de León- en un cementerio a la intemperie donde yacerán al fresco nuestros mayores. Abajo, mientras tanto, seguiremos en la terracita de verano aspirando el humo de los coches, hablando de los fichajes veraniegos…




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Searching

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Es la forma, y no el fondo, lo que salva la trama detectivesca de Searching. Supongo que no soy muy original al decirlo, pero tengo que empezar por algún lado, ustedes me comprenderán… Es sin duda meritorio que toda la acción -toda- transcurra en pantallas de ordenador, y en pantallas de televisión, metapantalleando nuestro televisor. Y qué bien funciona el Macintosh del señor Kim, con qué agilidad pasa del estado de suspensión al de actividad, con qué celeridad ejecuta las acciones, incluso con tres o cuatro aplicaciones abiertas al mismo tiempo: la red social, la agenda, el vídeo Quick Time en marcha… Nada que ver con esta carraca de la China mandarina en la que yo escribo, en la que navego, en la que compruebo día a día la mengua continua de seguidores. Pero de esto último, claro, el cacharro no tiene la culpa: es lento, pesado, fallón, pero las letras en el Word todavía no se las inventa.



    ¿Que el recurso de Searching es un poco forzado en ocasiones? Sí, claro, pero nos prestamos al juego, juguetones, sorprendidos por la audacia del experimento. Sin eso, la historia de David Kim buscando a su hija adolescente -¿huida, secuestrada, asesinada?- hubiera sido un thriller del montón, de actores desconocidos, de música machacona, ideal para echar la cabezada en la sobremesa de las cadenas privadas, ahora cuando acabe el Tour de Francia, que antes era una carrera donde se competía y se echaba el bofe y ahora es una fraternidad en la que todos los favoritos entran en meta cogidos de la mano, juntos como hermanos, y miembros de una iglesia, alimentando nuestro sueño en la galbana veraniega. Searching, además, es muy de cadena privada porque tiene un mensaje moralizante, culpabilizador, acusando al señor Kim de no estar al loro de su hija, de no estar al tanto de sus amigas, de sus ligoteos, de sus idas y venidas, como si fuera tan fácil seguirle la pista al adolescente, o adolescenta, que vuelve a casa para cenar y responde a todo con monosílabos. Se ve que los guionistas del invento todavía no han pasado por esa fase de la patermaternidad. O que tuvieron mucha suerte.



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Así nos ven (When they see us)

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He estado a punto de no ver When they see us, lo que hubiera sido un crimen de seriéfilo, y una vergüenza de por vida. “Otra vez el Harlem…”, pensé cuando en los caladeros habituales corrió el rumor de que la serie prometía, ahora que el monotema de Juego de Tronos levantó el vuelo y dejó pista libre para que otras ficciones despegaran. “Otra de brothers saludándose en las calles de Harlem, o de Brooklyn, haciendo cosas raras con las manos, hey, motherfucker,  cómo vas de costo y de crack, man…” Sí, lo confieso: da pereza, pero no pereza racial, Dios me libre, sino pereza de telespectador que lleva años asomado a unas barriadas que en realidad ni le van ni le vienen, separadas de mi circunstancia por un océano y por una corriente del Golfo, nada menos. A uno, que es votante comprometido con los derechos de las minorías, le gustaría ver una serie sobre cómo hacen el bro y el motherfucker los jornaleros del mar de plástico, en Almería, o los magrebíes que recogen patatas en el pueblo de mi hermana, allá en la Mallorca interior que no sabe nada del balconing. O incluso una miniserie de Netflix España, o de HBO Península, que narrara las andanzas del congoleño que trata de vendernos su cacharrería en las terrazas de verano. Pero del otro barrio, de Nueva York, a no ser que la propuesta sea muy original, uno ya tiene el deja vu de lo mil veces visto.



    When they see us consigue, en el primer episodio, a base de sopapos, que te olvides de toda esta mierda de los prejuicios. Cinco chavales que pasaban por allí, haciendo el tonto, son acusados de la violación de una mujer blanca que hacía footing aprovechando el fresco de la noche. Los chavales estaban en otra dimensión del espacio-tiempo, en la otra punta de Central Park, y a una hora distinta del crimen,  pero eran negros, tenían cara de pardillos, y la fiscalía necesitaba acusarles rápidamente para que el votante blanco no empezara a protestar. Así que hicieron un nudo espacio-temporal con las declaraciones de los chavales, les soltaron cuatro hostias para resolver las ecuaciones, y les condenaron sin pruebas a una vida carcelaria que parece de película sino fuera porque la historia es real, dolorosamente real, los famosos -por aquellos pagos- Cinco de Central Park (que menudo contraste, con los Cuatro del Central Perk)



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Scotty y los secretos de Hollywood

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Recuerdo que la muerte de Rock Hudson dejó patidifusas a varias amigas de mi madre, que habían crecido enamoradas de él en los cines de León. Era imposible, imposible, que el viejo Rock -que en realidad sólo tenia 59 años cuando murió- fuera un homosexual clandestino que llevaba años engañándolas. Un vulgar… mariquita, que se había casado por conveniencia para que no le pillaran los reporteros, y que cuando dibujaba una sonrisa no se la dedicaba a ellas, a las mujeres que lo adoraban, sino a los hombres con los que se acostaba fuera de los focos, y de las revistas. Los maricones, hasta 1985, para los espectadores de a pie, sólo existían en Madrid, y eran diez o doce como mucho, siempre dando po’l culo en las películas de Almodóvar, que era el líder de aquella pandilla. Lo demás era la fábrica de sueños: hombres bellísimos que derretían a las mujeres, y anglosajonas impecables que provocaban erecciones. Había rumores, claro, habladurías, cotilleos que tenían mucha lógica porque en Hollywood vivía mucha gente bellísima, talentosa, en la flor de la vida y del deseo, y seguro que había homosexuales a mansalva, y hasta lesbianas, pero ya se sabe: los decoradores, los del vestuario, los peluqueros, gente así, no las estrellas de la pantalla, esos sí que no…



    Scotty Bowers hizo fortuna explotando la ley del silencio que se cernía sobre esa comunidad homosexual. Scotty fue marine en la II Guerra Mundial, luchó en las batallas más cruentas del Pacífico, y de vuelta a casa, exultante por haber salvado el pellejo, decidió que había llegado el momento de celebrar la vida uniendo los cuerpos, y no destrozándolos. Desde su gasolinera estratégicamente situada en Hollywood, Scotty se llevaba una comisión de 20 de dólares por facilitar chicos a los homosexuales, chicas a las lesbianas, tríos u orquestas superiores a los cineastas más juguetones de la ciudad . Y luego, claro, de vez en cuando, se sumaba a la fiesta… Ahora, con noventa años, y un riñón paralizado, convertido en un anciano con síndrome de Diógenes, Scotty ha escrito un libro para contar quiénes eran sus clientes, y sus clientas, ahora que casi todo el mundo está criando malvas en los camposantos. Pero no lo hace por joder la marrana, ni por señalar a nadie. Al revés: su testimonio es una denuncia de los tiempos oscuros, de los tiempos de silencio. De cuando había que acudir a gente como él para concertar una cita, y quién sabe si un amor, con alguien del mismo sexo prohibido. Los homosexuales de Hollywood follaban mucho, asegura Scotty, y a veces incluso a lo grande, pero en realidad no eran muy felices.




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Joven y bonita

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Cuando allá por la tercera o cuarta cerveza me preguntan por la actriz más hermosa que he visto jamás, yo siempre respondo que Charlize Theron, sin titubear, y comienzo a relatar mi catódico romance con ella, que viene de lejos, más de veinte años de relaciones interrumpidas por sus compromisos y por mis ataduras laborales. Pero en realidad miento, porque la mujer más hermosa de mis virtualidades se llama Marine Vacth, y sólo la he visto en una película, en ésta, Joven y bonita, que lleva un título tan simple como descriptivo. Lo que pasa es que no sé cómo se pronuncia ese apellido centroeuropeo, Vacth, que podría salirme “Bag”, como el de Johann Sebastian, o “Bach”, como el del Butch Cassidy que robaba bancos con Sundance Kid. O incluso decirlo tal cual, “Vacz”, que requeriría un esfuerzo dentolingual de hacer mucho el panoli. Así que prefiero borrar a Marine de la conversación -que no del pensamiento- y tirar por el inglés más pronunciable de Charlize Theron, que yo, modestamente, with my english of provincias, digo Charlís Cerón con mucho énfasis en los agudos, estropeando, seguramente, la más cálida fonética de los sudafricanos.



    Aunque la bellísima Marine contaba con 22 años en el rodaje, su personaje, Isabelle, es una chica de 17 años que decide, por causas que no le competen a nadie, y que ella misma tampoco sabría explicar muy bien, prostituirse para los ejecutivos más exigentes de París, que pagan 300 euros de los de entonces para encontrarse con ella en los hoteles más exclusivos de la ciudad. Uno de estos clientes, George, morirá de un infarto fulminante mientras Marine cabalga sobre él, sobrepasado por la excitación de la Viagra. La primera reacción como espectador es pensar que ya de tener uno que morirse, menuda muerte más afortunada la del tal George -como dicen las malas lenguas que fue la del añorado Ramón Mendoza-, enredado entre los brazos y las piernas de Isabelle, que un poetastro diría que era el ángel que le abría las puertas del Cielo. Y sin embargo, tras una pausada reflexión, me parece justo lo contrario: una muerte horrible, desgarradora, apuñalando en el momento más hermoso del sexo, como si la muerte fuese una envidiosa de mierda, una aguafiestas despreciable.



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Argo

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En las películas donde el personaje tiene que pasar un control aéreo o policial para salvar la vida, y todo depende de poner cara de panoli y saber reprimir el baile de San Vito, siempre hay un momento en el que yo, cowboy de ciudad, aventurero del sofá, intrépido de mi pedanía, me meto en su piel gracias a las neuronas espejo y me descubro cagado de miedo, cagado literalmente, digo, en la cola de los pasaportes, o meado en los pantalones, pillado in fraganti por la mala relación de mis esfínteres con los centros de control. Son los milagros que obran esas jodidas neuronas, que convierten cualquier película en una experiencia personal...




    A lo largo de mi vida me ha parado la Policía Municipal dos o tres veces para asuntos tontos, de calado muy menor, y en esos trances me he vuelto tartaja perdido, tonto de remate, vecino desaliñado que despierta sospechas cuando sólo se trataba de llevar al perro con correa, o de verificar un censo municipal. Yo sería el típico imbécil que por hacer la gracia, destensados los nervios, en una situación de riesgo peliculera, se despediría diciendo arriverdeci al soldado que acaba de apartar la barricada, cuando se trataba, justamente, de disimular que uno no era italiano... En fin, gilipolleces por el estilo que me condenarían a durar nada y menos en cualquier conflicto bélico y diplomático, como éste que cuentan en Argo.

    Me pone muy nervioso, muy acomplejado de mí mismo, esa escena en la que los seis rehenes han de memorizar sus nuevas identidades en el plazo de una noche. Una biografía completa, inventada, que incluye nombre de los padres, amigos de la infancia, lugares de estudio, notas obtenidas, primeros amores, currículum laboral, pasta de dientes preferida… Yo sería incapaz de memorizar todo eso bajo presión, temeroso de perder la vida en una confusión tonta ante el miembro barbudo de la Guardia Revolucionaria. Uno no está hecho para la vida aventurera, jamesbondiana, como la que llevaban estos tipos en la embajada de Teherán, cuando el ayatolá empezó a tocar la pirola de los americanos, que cantaban los de Siniestro Total.


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State of the Union

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Supongo que no soy el primero en deducir que esta pareja disfuncional no necesitaba, a fin de cuentas, una terapia. Que la terapia sólo era el mcguffin para que los diálogos íntimos se fueran desplegando, y que ellos mismos, sin necesidad de ningún profesional, fueran descubriendo la causa última de su distanciamiento.

    En cada uno de los diez episodios de State of the Union, Tom y Louise se encuentran en el bar minutos antes de entrar en consulta, y allí, mientras toman su pinta de cerveza o su vino blanco, plantean lo que van a decirle a su mediadora para mantener una imagen de pareja unida. Pero lo que se dicen en el bar es tan lúcido, tan sincero  -y, a fin de cuentas, tan enamorado- que la figura de su terapeuta, nunca vista en pantalla, se irá diluyendo en el transcurso de la trama. O quizá ése sea, después de todo, el truco oculto de las terapias de pareja, las ficticias y las reales: convertir la cita presencial en una ceremonia simbólica que concrete el esfuerzo de muchas más horas, íntimas, que produjeron largas conversaciones sobre el reparto de la culpa. El terapeuta, quizá, como el mago de Oz, que obra con su mera presencia.



    La conclusión a la que llegan Tom y Louise en el episodio final es que se aman “sin sentimientos”. O lo que es lo mismo: que se aman sin saber muy bien por qué, sin razones, con las vísceras, con el sistema límbico a secas, y que su matrimonio -que exigiría un apego más racional, un compromiso nacido en el lóbulo frontal de la cordura- va a seguir estando en crisis permanente hasta que la muerte los separe, o hasta que otro amor se cruce definitivamente en su proyecto. El giro de guion es verosímil, porque uno, en la vida real, sospecha que muchas parejas siguen el mismo esquema de amor interrogado o interrogante. Sin embargo, en el transcurso de la serie, uno no deja de pensar que aquí hay un fallo de casting muy gordo, y que la razón verdadera por la que Tom y Louise no terminan de encajar es que ella se parece demasiado a Rosamund Pike, la mujer que volvió loco a Barney Panofsky y a muchos espectadores con él, solidarios en la taquicardia enamorada,  y que mientras ella flota en pantalla, y es tan bella que no sé qué narices hace atrapada en estas discusiones pedestres, él, Tom, que sí, es simpaticote y tal, y tiene un par de ojillos azules y vivarachos que le dan cierto atractivo, podría ser el compadre de cervezas de cualquier bar de mi pedanía, un mortal cualquiera que sólo aspira a las Rosamund Pike de la vida en sueños o en melopeas de las muy gordas.



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La anguila

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El proceso es el siguiente: en la revista de cine lees que ha fallecido Fulaneshi Menganata, el maestro del cine japonés, o que se cumplen cien años de su nacimiento, y ponen un reportaje con sus grandes películas: la que ganó en Cannes, la que fue nominada a los Oscar, la que dejó patidifusa a la crítica allá por 1976... Fulaneshi es un tipo del que llevas oyendo hablar toda la vida en los foros de la cultura, pero jamás has visto sus películas porque sabes, por experiencia propia -porque de joven te asomabas a filmografías exóticas a ver si el rollo intelectual colaba entre las mujeres- que el cine japonés no te va, no te emociona, que nunca entiendes las reacciones de sus personajes, tan ajenos en la cultura, y tan lejanos en los mares. Todos hablan como gritando, como pasados de rosca, achumodoTÁ, unguriDÉ, incluso cuando se aman, o se quedan paralizados en silencios que casi meten más miedo, budistas, o laotsetianos. Además, los personajes se mueven de un modo raro, alternando la pasividad corporal con la hiperactividad de una guindilla en el culo. 

        Lo sabes, estás convencido, que Fulaneshi no te va a gustar, que ya te aburriste mucho de joven con el cine japonés -salvo con las películas de Kurosawa, claro, que era un occidental que se estiraba los párpados. Pero ahora tienes cuarenta y siete años, se supone que has madurado, que has adquirido un criterio, unas canas, una visión más vasta y a la vez más profunda de la vida, y que ya estás preparado para enfrentarte, treinta años después, cien peripecias más tarde, a la filmografía de Fulaneshi Menganata. Y porque además ya huele un poco a desidia tu renuencia, tu pereza, tu vaguería de cinéfilo impostor.




    Así que terminas descargándote películas como La anguila, “una joya”, “una virguería”, “una obra maestra”, pero nada más obtenerla te arrepientes, te entra el canguelo, y la guardas durante meses en el disco duro, hasta que te enfrentas a la etapa más aburrida del Tour de Francia, que ya es mucho decir, y entre el marasmo y el sudor pegas un respingo de orgullo y te conjuras: “ A tomar por el culo. Hoy voy a ver La anguila…”

    Takuro Yamashita descubre a su mujer acostándose con otro tipo y la mata. Después de ocho años en prisión, sale a la calle en libertad condicional, se retira al lugar más apartado de la isla y abre una vieja barbería para intentar reinsertarse en la sociedad. Pero allí, como una extraterrestre caída del cielo, improbable, inverosímil, aparece una mujer llamada Keiko que es más bella que el nenúfar, y que el cerezo en flor -y pardiez que lo es- y Takuro se desgarra por dentro al descubrirse enamorado, y al recordarse asesino. Contada así, La anguila parece un drama casi shakesperiano, de prospecciones muy profundas en el alma contrariada.  Pero luego te pones a la faena y la trama se interrumpe con mil tontacas que no vienen a cuento. Con reiteraciones que parecen puestas para que el espectador más tonto no se pierda. No sé… Son japoneses, y son así de raros. Lo que he sacado en claro de La anguila es que, efectivamente, en algunos diálogos a veces se dice arigató, y konichiwá, como los japoneses de carne y hueso que a veces pasan por delante de mi casa, camino de Santiago, y me preguntan amablemente por la próxima posada sin saber que seguramente soy el único en treinta kilómetros de trayecto que está viendo las películas de Shohei Imamura, pero que prefiero de momento, por respeto al sol naciente, reservarme la opinión.




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Triple frontera

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La mezcla de testosterona y adrenalina en sangre debe de ser irresistible para los soldados que una vez sirvieron en el ejército americano. O eso es, al menos, lo que se empeñan en contarnos en las películas, porque en ellas los licenciados que no han sucumbido al estrés postraumático, o que no han perdido una pierna en las largas Guerras Americanas, se apuntan a cualquier plan que les proponga un excompañero si la cosa va de retomar el subfusil y cargarse a unos malotes que acumulan fajos de billetes en la mansión o en la jaima.  El Equipo A, por muy deleznable e insostenible que nos parezca ahora, creó todo un subgénero en la ficción americana.



    Tras dejar el ejército, o ser dejados por él, estos ex marines vagan por la vida civil alcohólicos o fumados, divorciados y mal follados, pendencieros y desaseados, ganando cuatro dólares en trabajos infectos que deberían hacer los pinches de los mexicanos, maldiciendo entre dientes al gobierno, a los liberales, a los mariconazos de Washington que una vez los enviaron al desierto de Atomarporelculistán, y que ahora no les pagan una pensión digna para seguir trasegando la cerveza y cumplir con la manutención de los hijos. Es un personaje arquetípico, de manual de cinéfilo, que en Triple Frontera se reproduce hasta cuatro veces, pues cuatro son, como los evangelistas del M-16, los ex combatientes que siguen al tal Santiago García, alías “Pope”, en su misión suicida de asaltar la fortaleza narcotraficante en un país sudamericano que nunca se nombra. A Pope, la verdad sea dicha, le tiran más las dos tetas de Yvonne, que es una hermosa infiltrada en la casa del narco, que las cien carretas de dinero que les ha prometido a sus compinches, de tal modo que él todo lo ve factible, realizable, cuestión de echarle un par de huevos y de poner un poco de disciplina, excitado por el sexo presentido, y sólo al llegar allí, al fregado del combate, estos samuráis sin coleta se darán cuenta de que la cosa es mucho más peliaguda de lo que parecía, la madre que lo parió, al Pope de los cojones…


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Silvio (y los otros)

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El problema de la izquierda -de cualquier izquierda que se presente a las elecciones en Italia o en el resto del mundo- es que en realidad no entiende al votante de a pie. Yo soy de izquierdas, y voto a la izquierda, inquebrantable y contumaz, cada domingo electoral por la mañana, a primera hora, haciendo cola con las monjas del asilo y con los católicos de la misa tempranera, que me ganan por goleada con sus papeletas. Si un candidato de la derecha me prometiera un chalet con piscina a cambio de votar a su partido, apenas tardaría dos décimas de segundo en rechazar la propuesta. Yo soy así: un jacobino del modelo escandinavo, un comunista rebajado con muy pocas gotas de agua. Pero no me engaño sobre la gente, sobre el cuerpo electoral.

    La gente quiere que funcione la sanidad pública, la escuela pública, que el autobús llegue a su hora y que las carreteras para ir al pueblo no estén llenas de baches. Pero les gustaría que todo eso lo sufragara el Espíritu Santo, o un fondo mágico de Bruselas, y que el dinero no tuviera que salir de los impuestos. Por eso, cuando estos hijos de puta les prometen que el país va a funcionar igual, o incluso mejor, pagando menos a Hacienda, los votantes se vuelven locos de contentos, y se hacen de derechas de toda la vida, y a este lado de la barricada nos quedamos los cuatro soplagaitas de siempre, los cuatro intelectuales dando la matraca. 

    Y para sostener el engaño, y que la gente no piense, la derecha les vuelve aún más gilipollas poniendo basura en la televisión. La gente no quiere programas didácticos, ni culturales, ni informativos que cuenten la verdad. A la gente se la sopla, directamente, todo ese rollo, porque además no es necesario para medrar en el tejido social.  La gente enciende la tele para ver concursos, colorines, tetas, o atisbos de tetas. O promesas de tetas. Y fútbol, claro, que yo a eso sí que me apunto, comunista y todo. El cuerpo electoral tiene el nivel de un chaval de instituto que no se entera de gran cosa, allá por la quinta fila de los pupitres. Lo dicen en Silvio (y los otros), y es una verdad muy terca que la izquierda no termina de asumir. Quedan varios eones para que el homo sapiens evolucione en votante responsable, y mientras tanto, para atraer el voto sólo van a funcionar la codicia y el erotismo. El dinero y el sexo. Silvio Berlusconi lo entendió perfectamente, y partiendo de la nada alcanzó las más altas cimas de la miseria, que dijo una vez Groucho Marx.



 


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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 1

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Único Lector -que así se llama, por casualidad, el único lector que sigue estos escritos- me recomendó hace meses La maravillosa Sra. Maisel en un mensaje que yo, lo reconozco, olvidé casi al instante, enfangado en el serial de mi vida, que ya tiene miga de por sí, y en las mil series de la tele, que se reproducen como moscas en primavera, o como opusdeístas recién salidos de una visita al Santo Padre. Pero supongo que aquel mensaje quedó escrito en el subconsciente, en ese bloc de notas que guarda los buenos consejos con tinta invisible. Porque yo, de Único Lector, y del compadre de la pedanía, suelo fiarme casi siempre, y donde me traiciona el despiste del momento, o la estupidez de una desconfianza, luego me rescata el viejo hábito de repasar las revistas, las webs, las fuentes de la bulimia, para darme una palmada en la frente y exclamar: “¡Hostia, qué gilipollas, la serie aquella…!”



    El asunto de la señora Maisel me olía, la verdad sea dicha, a rollo feminista. El contrapunto -todo sea dicho también- al rollo machista de Mad Men, cuya trama transcurría más o menos por la misma época, y por las mismas calles de Nueva York, quizá solapándose los personajes, y quién sabe si hasta rescatando al personaje de Don Draper en los garitos nocturnos del stand-up, donde acudiría con sus bellas señoritas para ir preparando el terreno infiel del tálamo. Yo pensaba que la tal Maisel -que a veces, en el desconocimiento, llamaba Masiel como a la cantante de Eurovisión- era una señora que por circunstancias del guion se subía al escenario y cargaba contra los hombres acusándolos de no limpiar la taza del retrete, de volverse gilipollas con el fútbol, de correrse antes de tiempo y luego roncar con cara de mendrugos satisfechos. Lo que suelen contar, más o menos, las monologuistas que salen en el Comedy Central de estos pagos, tan tópicas y previsibles en su mayoría… Y pardiez que no me equivoqué. De eso iba, exactamente, La maravillosa Sra. Maisel: de una mujer que abandonada por su marido se sube borracha al escenario, pone los puntos sobre los íes, y las banderillas sobre el lomo, y descubre que se puede ganar la vida, o al menos el orgullo, improvisando monólogos para las buenas gentes que buscan una cerveza y una carcajada tras la dura jornada laboral. Lo que pasa es que la serie tiene un guion prodigioso, una actriz espléndida, unos secundarios de lujo, y el milagro de sostener 50 minutos con réplicas brillantes y contrarréplicas maestras se convierte en un milagro todavía mayor al multiplicar los panes y los paces durante ocho episodios milagrosos.

    (Y además, ¡qué coño!: la señora Maisel, cuando desguaza al gilipollas de su marido con el micrófono, tiene más razón que una santa de Nueva York.)


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Stan & Ollie (El Gordo y el Flaco)

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El amor provoca erecciones, y las erecciones generan hijos, y sobre ese poderío mecánico y fecundo del amor se han hecho grandes películas que a veces me conmueven y me hacen llorar. Pasiones de leyenda, y padres sacrificados, y madres que se dejan la piel para sacar a sus retoños del atolladero. Da igual, en verdad, que el amor sea un sentimiento nacido del alma o caído del cielo. Una farsa bioquímica que sólo persigue la replicación de nuestro genoma. Sólo cuando me preguntan, o cuando vengo a este blog a desbarrar, me pongo a citar a Richard Dawkins y me sale el asqueroso materialista que llevo dentro. En la vida civil yo también soy un tipo que  se enamora y que se conmueve con el amor de los demás. Pero sí: sospecho que hay algo involuntario, como de marioneta manipulada por el ventrílocuo. Algo nos empuja que no procede de nuestra voluntad serena, ¡del libre albedrío!, si tal cosa pudiera existir. Los genes son unos umpalumpas muy listos, veteranos de mil procreaciones, de mil noches de bodas con sus mil proles consiguientes, y saben cómo convencernos de que el amor por la pareja o por los hijos brota directamente de nuestro corazón…

    La amistad -que es a lo que yo venía- es un sentimiento superior y más puro que el amor. Lo dijo una vez Friedrich Nietzsche en las alturas de Sils Maria, y si no lo dijo da igual: le queda como anillo al filósofo. Porque los genes pueden fingir el amor, pero no pueden fingir la amistad. O sí, quién sabe, por caminos más tortuosos todavía: al fin y al cabo, el amigo nos ayuda, nos sostiene, nos permite seguir vivos o cuerdos, y eso también favorece la supervivencia de nuestros genes. Pero tal teoría ya es, quizá, demasiado rebuscada, y de tener que creérmela prefiero no hacerlo. Prefiero pensar que la amistad ente Stan Laurel y Oliver Hardy no procedía de oscuros cálculos que los genes hacen en las hojas de Excel del núcleo celular. Prefiero pensar que lo suyo es una historia conmovedora que sobrevivió al tiempo, a las avaricias, a los desencuentros contractuales. Y que muerto el uno, el otro se quedó como muerto en vida.
(Qué grandes son estos dos tipos, Steve Coogan y John C. Reilly)




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Hierro

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Yo también vivo en una isla, pero no rodeada de agua, sino de montañas. Un circo geológico que a veces también es un circo político, según quien gobierne, o un circo al que le crecen los enanos, cuando hablamos de economía popular. Es por eso, quizá, que viendo la serie Hierro he creído entender la idiosincrasia de la isla canaria-su estrechez geográfica, su aislamiento orgulloso- y también su madeja social, porque allí, como en mi isla peninsular, todo el mundo es pariente de alguien o amigo de alguien, o las dos cosas a la vez, y es imposible hablar mal de una persona a sus espaldas sin que se entere a la media hora por un cotilleo. Me pasó a mí, en los primeros tiempos en esta depresión paisajística, que alguien te ofendía, y se lo contabas en confianza a las amistades recién hechas, y no sabías que tu oyente era precisamente un agente secreto, un topo del aludido, que tomaba buena nota del asunto mientras sonreía y te daba la razón como a los tontos, qué barbaridad, ay que ver, cómo es la gente por aquí, ya te irás acostumbrando y tal…. Uno, como la jueza Candela de la serie, siempre era el último en enterarse de que habías quedado como un gilipollas.


     Sucede, además, que este valle donde yo vivo también es un lugar muy hermoso, de altas montañas y paisajes de vértigo, y tiene decenas de rincones que cuando yo llegué decoraban las postales de los estancos, para los turistas que todavía no tenían cuenta abierta en Instragram. Aquí también se podría rodar una serie de Movistar + donde se diera un contraste muy dramático entre la belleza del paisaje y la negrura del alma humana, porque siempre habrá alguien deseando a la mujer del prójimo, o los bienes ajenos, o ganar mucha pasta por caminos poco legales. Una tradición seriéfila que empezó seguramente con Twin Peaks, que transcurría en un bosque casi encantado, como de los elfos americanos, y que bien podría continuar aquí, en este Noroeste que no es ni Galicia ni León, en la isla del Carbón, más que del Hierro, donde no hay plataneros sino castaños, pero donde todo el mundo tiene las mismas debilidades que los herreños, y los madrileños, y los indígenas del Paraná…





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El hombre que nunca estuvo allí

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Estaría bien, cuando escriba mi autobiografía, llamar a este largo período vivido en La Pedanía “El hombre que nunca estuvo allí”. Como Billy Bob Thornton en el pueblo de California, que tambièn fue vecino del pueblo sin estar nunca en realidad, fumando sus cigarrillos mientras veía la vida pasar, y a las gentes parlotear. 

    Yo no fumo, ni llevo sombrero de los años 50 -aunque me gustaría. Pero cuando me miro al espejo soy un poco como Billy Bob, como el barbero Crane, y me sale una jeta entre aburrida y resignada, la mitad debida a la genética y la otra mitad debida a la desadaptación, a la extrañeza nunca superada de vivir aquí, veinte años de exilio y otros tantos que me esperan, siempre provisional, siempre de paso, siempre decidido a irme en “cualquier momento” y al final siempre echando raíces, por esto o por aquello, enredado yo mismo en una excusa permanente que no me deja abandonar el valle. El maestro que nunca estuvo allí, o el vecino que nunca estuvo allí…

    Al barbero Ed Crane, como a mí,  le molesta mucho que la gente hable sin parar, porque la gente que habla mucho interrumpe los propios pensamientos, y no deja escuchar el canto de los pájaros. Qué tienen que conta que es tan interesante, tan inaplazable… Seguramente nada. Pero es así en todos los sitios, en La Pedanía, y en California, y en mi tierra natal allende las montañas. Ningún ecosistema humano se libra tampoco de los emprendedores de pacotilla, ni de los amigotes fanfarrones, ni de los matrimonios fracasados. Una fealdad casi insoportable de personas sin gracia, sin talento, sin duende, lo anega todo, fotocopias de nosotros mismos que se limitan a sobrevivir, a ensuciar, a dejar prole, a irse al centro comercial los sábados por la mañana. Qué difícil es encontrar a alguien diferente, en La Pedanía, o en California, alguien con quien uno pueda relajarse, sonreír, dejarse llevar por la belleza. Por la gran belleza que buscaba Ed Crane en California, y Jep Gambardella, en Roma:

   “Todo está sedimentado bajo la cháchara y el ruido. El silencio y el sentimiento. La emoción y el miedo. Los escuálidos, inconstantes, destellos de belleza. Todo sepultado bajo el manto de la molestia de estar en el mundo, bla, bla, bla.”




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