Jackie

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La primera vez que vi Jackie fue un día raro de cojones. Recuerdo que vi la película a media tarde, llevado por el nombre de Pablo Larraín, que suele ser una apuesta segura, y que terminé la película demudado, tocado en cierta parte del espíritu. Natalie Portman -tan hermosa como siempre, quizá la mujer de mi vida aunque ella no lo sepa- logró que yo me conmoviera por esta mujer tan aristocrática y tan alejada de mi mundo. Natalie no interpretaba, sino que era, Jacqueline Kennedy, destrozada tras el asesinato de su marido. Tan desorientada, tan perdida de pronto en un mundo que creía fortificado, el Camelot de los cuentos de hadas, que tardó un día entero en quitarse el traje de color rosa, manchado de sangre, y de restos de cerebro. La escena de su ducha en la Casa Blanca, a pura sangre y a pura lágrima, es una de las más terribles del cine contemporáneo. Da mucho más miedo que aquella de Hitchcock en el motel.

Después de ver la película vino a buscarme a casa quien era mi pareja de entonces. Tuvimos un sexo extraño, volcánico, íntimo hasta la médula. Nos quedamos mucho rato en silencio, tratando de asimilar lo que nos había sucedido. Nos daba miedo abrir la boca. Fue, paradójicamente, el principio del fin. Luego nos vestimos para ir a la ópera, como si viviéramos, precisamente, dentro de una película de aristócratas. Por un momento, camino del teatro, pensé que ella era como Jacqueline, y yo como John, y que sólo una desgracia morrocotuda conseguiría separarnos... Cuando todo terminó, yo también me duché  para desprenderme de su presencia. A lágrima viva, y a estropajo puro.

Hoy vuelto a ver Jackie en la soledad del confinamiento. Han llovido mares de gotas y de recuerdos desde entonces. Ahora la vida es muy distinta, pero también es rara de cojones. Está visto que no puedo ver esta película en un contexto normal, con mantita, y compañía, y el mundo de afuera más o menos arreglado. Esto de ahora es la Nueva Normalidad, que es un eufemismo  bastante desafortunado. Jackie, por cierto, ya nunca conoció la normalidad después de todo aquello. 





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30 monedas

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El Bien y el Mal no existen. Sólo, quizá, en los contextos escolares, cuando la seño corrige los exámenes o revisa los deberes. El bien y el mal -como metáfora de su relativismo, y de su cercanía- siempre se han escrito con el mismo bolígrafo de color rojo. O de color verde -como hacía una profesora mía de la  EGB- para que el examen corregido no pareciera una carnicería en la ausencia de saberes. El verde, definitivamente, era un color más ecológico y compasivo.

Lo otro, la pugna de la Luz contra la Oscuridad -que es el tema que anima a los buscadores de las 30 monedas - es un maniqueísmo tonto que ya no se sostiene, aunque sirva para hacer series tan entretenidas como ésta.  No existen ni Dios ni el Demonio. O, como aseguran los cainitas, el Demonio sólo es un funcionario al servicio del primero. Ya lo cantó Joaquín Sabina mucho antes que el padre Vergara: “Cómo decirte, que el cielo está en el suelo, que el bien es el espejo del mal / Cómo decirte, que el cuerpo está en el alma, que Dios le paga un sueldo a Satán.”

El Bien y el Mal se deciden por mayoría parlamentaria, por normalidad estadística, por consenso de la civilización, pero no son valores absolutos. Lo que ahora nos parece un crimen, hace siglos era el mandato de los dioses bondadosos. Puede que ahora nos sintamos orgullosos de algunas conductas que dentro de algún tiempo causen espanto en nuestros descendientes. Quién sabe. Para agarrarnos a una certeza ética que recorra todas las épocas, sólo tenemos una moral natural de andar por casa, que viene a ser más o menos la misma que heredamos de los monos: cuidar la prole, colaborar en comunidad y defender lo que es nuestro. El Bien y el Mal, como mucho -y quizá ya es bastante, todo un logro evolutivo- residen en el milagro empático de nuestras neuronas espejo. En un puñadico de bioquímica que cabe en la yema de un dedo.

30 monedas, la serie, empieza como un huracán divertidísimo. Todo es cachondo y terrorífico a partes iguales. Marca de la casa. Luego la cosa se estanca porque era imposible mantener un ritmo tan delirante. Para compensar, Álex y Jorge nos muestran el cuerpo desnudo y palpitante de Megan Montaner en varias escenas de sexo artístico, exigido por el guion, lo que anima -al menos a este espectador- a no desistir en el empeño. Por fin, en el último episodio, esperábamos asomarnos al Averno verdadero y sólo vimos a un Antipapa saludando desde un balcón de la provincia de Segovia. Bajonazo.





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El hoyo

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El otro día, en el bar, un hostelero simpatizante de VOX me explicaba la teoría neoliberal del precio de los cafés. Decía que si los rojos queríamos a los camareros bien pagados y bien asegurados -porque ésa era la discusión, la explotación horaria y monetaria- tendríamos que pagar el cafelito a 1’70, o a 1’80 euros, para que luego el empresario, con esos céntimos de más, siempre pensando en el bienestar de sus empleados -prohombre, antes que hombre, humanitario, antes que humano, creador de empleo, antes que ávido de beneficios- pudiera subirles el salario y no tenerlos sirviendo copas de sol a sol, o de luna a luna, si ya no hablamos de cafés, sino de gin tonics y de whiskazos, en los locales donde la purria, antes del coronavirus, buscábamos el amor y el consuelo y siempre salíamos igual de solos pero más pobres. De cartera y de espíritu.

Yo le dije que de acuerdo, que dónde había firmar, si él me aseguraba que mis 30 céntimos de más irían directamente al bolsillo del estudiante, del inmigrante de la mujer que se desloma  yendo y viniendo entre las mesas. Al bolsillo de mi hijo, sin ir más lejos, que es lo que al pobre le va a tocar hacer en la vida. Lo que pasa es que todos sabemos que esto no funciona así. Se me ocurren cien argumentos. Lo sé yo, que soy un bolchevique trasnochado, pero también lo sabe mi conocido, que de tonto no tiene un pelo, aunque él defienda la utopía neoliberal porque de algún modo extraño la asimila con el franquismo sociológico, y con que los catalanes son todos unos  hijos de puta. Esa extraña mezcolanza...

La teoría de la copa que rebosa champán en la cúspide y alimenta la pirámide de copas que viven debajo es una falacia. Una metáfora fallida. Porque las copas de arriba, cuando hablamos de seres humanos que buscan el beneficio, no tienen bordes, como aseguraba el señor Smith, y por lo tanto tampoco tienen desbordes. Como los extremos del Madrid. Sólo a golpe de huelga, de revolución, de meter un poco el miedo en el cuerpo, los rojos, hemos seguido abrir agujeros en el cristal, por el que mana el precario bienestar que nos mantiene. Pero siempre así: a regañadientes, a brazo partido, perdiendo más batallas de las que ganamos.




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Fragmentos de una mujer

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Sí, lo confieso: he visto Fragmentos de una mujer porque la actriz principal era Vanessa Kirby. Con otra mujer me lo hubiera pensado dos veces, porque las críticas venían tibias, no deprimentes, no lacerantes, pero tampoco entusiastas en plan ¡la película del año!, y no se la pierdan, y cosas así. Pero es que Vanessa es mucha Vanessa, aunque tenga un nombre tan desprestigiado en nuestros arrabales, que no sé por qué, la verdad, porque es un nombre bien bonito, con reminiscencias a helado de vainilla, a tarta contesa, a lencería fina -o tal vez soy yo, que me dejo llevar- con esa doble ss tan sensual que si la pusiéramos en mayúsculas ya sería asunto terrible y para nada divertido.

Vanessa Kirby era la princesa Margarita en The Crown, y del mismo modo que Yahvé perdonó a Sodoma porque halló un hombre justo en la ciudad, el dios de los republicanos nunca incendiará Buckingham Palace porque ella, Margarita, Vanessa, cada vez que salía en pantalla parecía un sueño de hombre hecho mujer, y de sangre azul además, y una actriz de talento descomunal, capaz de mirarte con un ojo y derretirte de deseo mientras con el otro, a lágrima viva, lloraba al coronel Townsend y te rompía el alma justo al lado del corazón.

Fragmentos de una mujer empieza como empezó, qué se yo, Salvad al soldado Ryan, a sangre y fuego. No te acabas de acomodar en el sofá y ya estás inmerso en el fregado, en el drama que nunca quisieras vivir. La primera media hora es absorbente. Te corta el aliento. Tardas -al menos yo- quince minutos en reconocer a Shia LaBeouf tras la barba de hípster bostoniano. En realidad, aunque estoy escribiendo todo esto medio en broma, el asunto del parto en casa es muy serio, muy dramático. Quedas tocado para el resto de la película. El problema es precisamente ése: el resto de la película. La trama de la mujer que recoge los fragmentos. Si no fuera porque Vanessa Kirby lo llena todo, se me escaparían los bostezos y las miradas al reloj. Al final, todos los matrimonios se descomponen de un modo parecido. Nada nuevo bajo el sol, ni bajo las camas.




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Big Mouth. Temporada 1

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El otro día, en la radio, Ignatius Farray recomendaba una serie de animación que estaba viendo con su hijo. Decía que los dos se reían mucho con Big Mouth, que al parecer es la nueva cachondada que lo peta entre los adolescentes abonados a Netflix. Una serie de trazo infantil, pero de contenido adulto, que cuenta el despertar sexual de los muchachos y muchachas del instituto americano.  Y me lancé, claro, al abordaje. sin pensármelo dos veces, porque la palabra de Farray a veces es el oráculo que te guía en la selva de las series.

Farray, aprovechando la ocasión, porque él es un humorista sabio, un cachondo que filosofa, hablaba de que ya vivimos instalados en la época post-caca-culo-pedo-pis. Que ya hemos superado la transgresión escatológica que cantaron “Los Punkitos” en Las aventuras de Enrique y Ana. Ahora, en las ficciones, salvo que sean en la sobremesa de La 1, para no provocar soponcios entre las señoras mayores -que bastante tienen ya con los sustos que luego les sueltan en los magazines de la tarde- todo el mundo ha regresado a la sexualidad monda y lironda de la polla y el coño, el follar y el masturbarse, con toda la naturalidad de las cosas naturales de la vida. Se ha perdido el romanticismo, sí, pero hemos ganado en sonoridad, y en precisión terminológica.

Big Mouth es mayormente eso: caricaturas de adolescentes que se hacen su primera paja, que se dan su primer beso, que tienen su primera regla o su primera polución nocturna. La vida... El despertar a la vida, sobre todo. ¿Quién no ha pasado por esos trances aunque hayan sido en la estepa castellana, o en la costa de Galicia, tan lejos todo de Wyoming o de Kansas City? Pero superado esto, de Big Mouth tiene gracia el primer episodio, menos el segundo, y ya casi nada el tercero. Tres o cuatro pasotes después  todo es lo mismo de siempre: la taquilla, el pasillo, el loser y el winner. El amigo gay, la bruja precoz, el tonto de la clase. La chica que no quiere sentarse con los malotes en el comedor y deambula con la bandeja hasta que encuentra a otra chica solitaria... Territorio manido, bostezante, mil veces repetido. 

Además, los institutos americanos nunca se han parecido en nada a lo que nosotros vivimos. 


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Soul

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Soul ha sido mi feliz reencuentro con Pixar. Hubo un tiempo, en esta misma casa, en que cada estreno de Pixar se celebraba como una fiesta de guardar. Uno doble, en realidad, porque Retoño y yo primero íbamos al cine, a dejarnos apabullar por las imágenes, y también por el sonido Surround, o THX, que nos dejaba medio sordos, y luego, meses después, comprábamos el DVD en las rebajas, o de regalo por Navidad, y en el sofá celebrábamos el sacramento cinéfilo de la confirmación. Pero Retoño creció, y yo “maduré”, y los estrenos de Pixar empezaron a pasar de largo como trenes que no se detienen en la estación sin pasajeros.

    Pero hoy no. Hoy me he puesto en mitad de la vía y el tren no ha tenido más narices que parar. El viaje ha sido cualquier cosa menos plácido. Yo esperaba un suave traqueteo por las estepas rusas y no he parado de dar brincos en una montaña de las ídems. Soul me ha hecho reír y llorar. Un sube y baja de las emociones que me ha descuajaringado un poco la tarde. A tomar por el culo el fútbol inglés, y la música de Caetano, y el ajedrez online, y la escritura de muchas gilipolleces que tenía pendientes en los apuntes. Todo aplazable, en cualquier caso.

    Tengo que reconocer, de todos modos, que al principio me senté desconfiado porque a mí, cuando me hablan del alma, me nace la tentación irrefrenable de cambiar de película o de canal. El alma es metafísica, y la metafísica, tras la cortina, siempre esconde un cura que mercadea la salvación eterna. O a un fumeta del New Age hablando de la transmigración de los espíritus. Entre el concepto de alma y quedarme yo dormido, apenas hay un minuto de transición. Pero Soul también es pirotecnia, espectáculo, guion vertiginoso, y una vez aceptada el alma como animal de compañía, ya te dejas llevar hasta el final como un feligrés que alquila durante hora y media su credulidad. Nueva York bien vale un misa.

    La moraleja de Soul la firmaría cualquier persona razonable: hay que vivir cada minuto como si nos fuera -precisamente- la vida en ello. No sobrevivir, sino vivir, a pleno pulmón, a plena risa, a pleno polvo, si nos dejaran. Lo que pasa es que para tomar conciencia cabal de esa perogrullada, siempre hay que morirse, o estar a punto de hacerlo, como el prota de la película. Como los protas de la vida real.





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Brácula: Condemor II

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Brácula: Condemor II es una película terrorífica, vaya esto por delante. Pero no terrorífica de dar miedo, claro, sino de ser mala. Mala a conciencia, a dolor, a todo lo que da el malímetro cuando los responsables se lanzan por la autopista.  Tengo muchas dudas de que Brácula llegue a ser incluso una película. Es más bien una cachondada, una merluzada, un sketch tonto rodado para la televisión. Reducida en minutos, y ya que participa en ella Bigote Arrocet, podría haber amenizado un interludio del Un, dos, tres de mi infancia, cuando Mayra Gómez Kemp daba a paso a los humoristas casi siempre lamentables que traían la Ruperta o el apartamento en Torrevieja, Alicante, escondido en un obsequio que dejaban sobre la mesa. 


Yo, de toda aquella trupé, sólo me reía con Antonio Ozores -que el Señor tenga en su gloria- porque Ozores hacía un número de trastabille verbal que era como el farfulle de mucha gente que conocíamos en la realidad, en el barrio de León, y al final él lo remataba con un “¡No hija, no!” tan misterioso como descacharrante. Yo aún lo digo por ahí,  “¡No hija, no!”, a mis casi cincuenta palos, para rematar alguna conversación con una gracia que pretende ser la hostia de original y de vintage, pero que luego nadie entiende. Y menos que nadie, las mujeres guapas.


Y dicho todo esto, para que nadie se confunda, sobre todo los lectores que me leen, porque los lectores que yo sueño ya son harina de otro costal, Brácula es una obra maestra porque en ella sale Chiquito de la Calzada soltando todo su repertorio, y eso es justamente lo que yo esperaba de la película: que Chiquito dijera fistro, y pecador, y comoorl, y torpedo sexuar, y guarrerida apañola, y hasta luego Lucas, y que está la cosa tan mala que hay que freír los huevos con “chaliva”. Todito todo, sin dejarse nada en el tintero de Barbate. De hecho, he visto la película con un cuaderno sobre las rodillas en el que tenía anotadas todas sus averías del lenguaje, y la verdad sea dicha, no le ha faltado ni una. Y además las ha soltado disfrazado de Gary Oldman en el Drácula de Coppola, que es un homenaje que a mí me conmueve y me llega hasta la entraña.





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Falling

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En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera, van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.

Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual,  o bianual como mucho, en el que hay que vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.

El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.

De todos modos, el momento más inquietante de la película es ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario. Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica, y quizá sanguinolenta.





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La boda de Rosa

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No sé qué pensaría Ana Botella de la boda de Rosa si viera la película. Pero no creo que la vea nunca, la verdad, porque Ana ya sólo ve las películas de José Luis Garci, tan relamidas y moralizantes. Garci tuvo su época de rojerío, es cierto, allá por la Transición, pero luego volvió al redil gracias a que José Mari, cuando le invitaba a la Moncloa, le leía la cartilla y le enseñaba de nuevo los Diez Mandamientos que venían en el Parvulito. Ana Botella nunca ve películas de rojos, ni de rojas, como las que rueda Icíar Bollaín, que lo mismo te denuncian un maltrato que una pobreza, una exclusión que un latrocinio.

 A doña Ana, que las manzanas se casaran con las manzanas ya le parecía el fin de la civilización occidental. Un día, muy cabreada, dijo ante un micrófono de 13 TV que lo próximo que aprobarían los comunistas serían las bodas de los dueños con sus perros, o con sus gatos, ni siquiera fruta con fruta, sino fruta con... a saber qué, y ahí se perdió, en la metáfora, la señora Botella, porque ya sabemos que ella, para la poesía, se maneja mucho mejor en el inglés de Walt Whitman. Así que no sé: le daría un soponcio, supongo, si viera a Rosa casarse consigo misma en una cala de Benicassim, rodeada de sus familiares incrédulos, que la toman por enajenada, o por demasiado estresada en su trabajo. ¿Cómo hacer una metáfora de la manzana que se casa... consigo misma? ¿Qué queda, después de esto? ¿Qué será lo próximo que profanen los bolivarianos en el poder?

Y dicho todo esto, la película de Icíar Bollaín es bienintencionada pero fallida. Bordea el ridículo en alguna escena. Sólo la presencia de Candela Peña, que es un animal cinematográfico, salva esta historia del estropicio absoluto. También es verdad que en esta casa siempre se ha querido mucho a Candela Peña. Cuando empezó, porque se parecía mucho a una pariente muy querida, como dos gotas de agua, en el fenotipo y en la gestualidad. Luego, porque se convirtió en una actriz de las que te hacen reír y llorar, estremecerte y enternecerte. Una rellenaplanos descomunal. Y ahora, porque cada dos semanas aparece en La Resistencia para participar en la cuchipanda de David Broncano y sus secuaces, regalándonos diez minutos de telegenia que son lo más bizarro y divertido de la programación actual. Vaya por ella, el esfuerzo de aguantar hasta el final La boda de Rosa.





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Nunca, casi nunca, a veces, siempre

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Había otra gran película sobre una adolescente que quería abortar y su amiga del alma que la acompañaba hasta el corazón de las tinieblas. Se titulaba 4 meses, 3 semanas, 2 días. Era una película rumana que estaba ambientada en los tiempos de Ceaucescu, de cuando el dictador quiso llenar el mundo de ceaucesquines  que extendieran el genotipo y el orgullo nacional. Rumanía era por entonces un país comunista, pero muy opusdeísta para hacer cumplir el mandato bíblico de “creced y multiplicaos”, así que el aborto, en cualquier supuesto médico o criminal, suponía un crimen contra la patria y la bandera. La trama de Nunca, casi nunca, a veces, siempre transcurre muchos años después, y en un continente que está al otro lado del mar. Su contexto legal y sanitario casi parece de otra galaxia, de una película de ciencia-ficción, si aquellas pobres rumanas hubieran podido montarse en un cohete interestelar para abortar sin peligro.

Nunca, casi nunca, a veces, siempre me inquieta, me incomoda, me hace olvidar la tentación continua del teléfono móvil. Que no es poco. Me absorbe. Estas dos actrices clavan el miedo y la angustia. Todo es ambiguo y gris en ese Nueva York tan poco turístico para quien llega con cuatro dólares en el bolsillo. Como estas dos chavalas, llegadas en el Greyhound de Pennsylvania, que sobreviven en el metro y en las estaciones de autobús para gastar lo justito y salir a la superficie sólo para ir a la clínica abortiva.

A la película le he puesto cuatro estrellas como cuatro soles que nunca salen en el relato. Pero no se me escapa -y esto ya empieza a ser recurso habitual- que todos los hombres que salen en ella son unos tipos asquerosos. Nadie se salvaría del fuego purificador en la plaza de su pueblo. El padre de la chica embarazada tiene una cara de sospechoso que no se lame. Luego, el jefe del trabajo resulta ser un baboso; el “simpático” del bus, un jeta; y el tipo del metro, un exhibicionista que se saca la chirla para desestresar su jornada en Wall Street. Quizá la directora exagera la nota para darle a todo esto un poco más de dramatismo. O quizá es que, vistos desde el otro lado del espejo, por mucho que disimulemos nuestra naturaleza de bonobos con los chistes y las literaturas, todos los hombres somos así de obvios y de deleznables.





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The Investigation

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En León, cuando yo era niño, también hubo un descuartizamiento muy famoso que acaparó la crónica negra de los periódicos. El crimen de “la descuartizadora del Portillo” fue incluso portada de El Caso, aquel fanzine truculento que se vendía en los kioscos a la vista de cualquier chaval, con fotos en la portada que eran verdadero snuff  de fotonovela. Muchos años después, el mismísimo Iker Jiménez, no sé si en el programa de la radio o en el programa de la tele, se presentó en el bar donde se perpetró el crimen -clausurado, pero todavía en pie- a buscar supongo que una energía negativa, o una psicofonía del asesinado. A saber.

    Las crónicas cuentan que aquella mujer, harta de ser maltratada, se cargó a su pareja con siete hachazos certeros en la trastienda del local, y que luego le desmembró y tiró las partes en dos bolsas de basura: una en las cercanías de León y otra en la montaña de Vegacervera, a cuarenta kilómetros de la ciudad. La primera vez que oí hablar del crimen fue precisamente en Vegacervera, recorriendo  las hoces con mi padre. En un recodo del camino que mi padre seguramente se inventó, me señaló la cuneta con el dedo y me dijo: “Ahí encontraron la cabeza del muerto del Portillo...” y yo, sin saber de qué me hablaba, introducido en la crónica negra como quien es arrojado a la piscina sin saber nadar, ya no dejé de ver cabezas cercenadas en cada montón de hojas de la carretera, o en cada roca que sobresalía de las aguas del río. 

    La imaginación popular había mulitplicado por diez, o por cien, el número de trozos esparcidos por aquella asesina provincial, porque estas cosas, cuando pasan en España, a diferencia de cuando suceden en lugares civilizados como Dinamarca, sacan del marasmo a la población, y la convierten en protagonista aunque sólo sea por vecindad, por estar cerca del meollo, y las habladurías, y las exageraciones, deforman los hechos hasta convertirlos en leyenda irreconocible.

    Dicen que una vez cumplida su condena, la descuartizadora ingresó en un convento y que ahora ejerce de cocinera para las monjas de clausura. Pudiera ser. También dicen que el muerto nunca fue encontrado en dos bolsas de basura, y que eso se lo inventó la autoridad competente para ocultar que el muerto, en realidad, había sido servido en riquísimas tapas que se servían con el chato de vino, o con la cervecita refrescante.







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Watchmen

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Ahora, en los telediarios, y en las series de ficción como “Watchmen”, a esos tipos del cucurucho blanco los llaman “supremacistas blancos”. Pero en realidad son los racistas de toda la vida. Lo que no sé es por qué ahora usamos dos palabras para designar lo que antes quedaba claro con una sola. La inflación del lenguaje siempre es algo sospechoso. De sobrevolar sin atacar. En otro sentido completamente distinto, escribir este blog también es, por supuesto, una inflación del lenguaje. Una cosa gimnástica y superflua. Una obcecación mental. Una escritura muy sospechosa. Otro sobrevolar para no decir gran cosa.

De hecho, cada vez que escribo la palabra supremacismo, el corrector del Word me la subraya en rojo, muy atento siempre a las palabras mal escritas, pero también a las innecesarias, y a las redundantes. Pongo racista, o hijo de puta, o hijo de putero, que ahora es más políticamente correcto, y puedo seguir escribiendo sin contratiempos.  Pero bueno, da igual... No voy a hacer más inflación con las palabras. Y mucho menos, inflación con la filología, que es el tema más aburrido del mundo. Yo quería contar que Watchmen es en esencia una secuela de Raíces, o de Doce años de esclavitud. Y me temo, ay, que será una precuela de las muchas ficciones que están por venir. Porque el racismo es un tema tan viejo como la evolución de las especies. Tanto como la diferenciación de la melanina, y la idiotez de los homínidos.

Los temas se acabaron hace mucho tiempo. Lo que cambia es la manera de contarlos. Los enfoques originales. Y Watchmen, de originalidad, va más que sobrada. Para empezar, es una serie que ni siquiera empieza. Quiero decir que se pasa por el forro la secuencia clásica y pone el nudo antes que el planteamiento, de tal modo que te pasas tres episodios rascándote la cabeza, insistiendo por pura fe, porque el amigo que te la recomendó te ha aconsejado paciencia. Al final -decía él, en tono evangélico- todo se anudará, quedarás maravillado, y serás recompensado setenta veces siete cuando lleguen los episodios finales. Y tenía razón.





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Laberinto de pasiones

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Mi viaje en el tiempo -el primero que haría si Marty McFly me prestara su DeLorean- tendría como destino el Madrid de la Movida. Aterrizaría, o aparcaría, en una calle de 1980, un sábado por la noche, para entrar directamente en el garito y codearme con aquellos rebeldes que abrieron camino, que vivieron a tope, que derrocharon la alegría y el desenfreno. Me quedaría con ellos y ellas hasta que el cuerpo dijera basta, de copas, de cuchipandas, de movidas, hasta las tantas de la mañana. Y luego a empalmar, a reírme, a tentar la suerte sexual, y en un momento de respiro juntar el valor para decirles que vengo del futuro, de La Pedanía, y que los admiro, que los envidio profundamente, desde que era un adolescente provinciano. Ellos me tomarán por un emporrado, claro, y tras darme una palmadita en la espalda me llevarán al chocolate con churros, y luego al Rastro, al disco, al fanzine, a lo que surja, y luego a dormirla, o a gozarla, en la buhardilla con vistas a los tejados en el centro de España, que entonces también era el centro del mundo. 

    Sobre esa predilección histórica no tengo ninguna duda. Cuando preguntan a la gente por el viaje que harían al pasado, a todo el mundo le da por querer a conocer a Jesucristo, a 50 grados a la sombra, en Jerusalén, que seguramente olía a meados y a muertos sin desclavar de las cruces. O eso, o conocer a los Césares, que vaya gilipollez también, por lo mismo de antes, una Roma mugrienta, y maloliente, y salvaje. No sé qué se les ha perdido en esos tiempos tan cutres como mitificados.

    Yo querría estar en Madrid, en los Madriles, hace 40 años, porque siento que el calendario y la geografía me hurtaron esa posibilidad. Nací demasiado tarde y demasiado lejos. Y cuando tuve edad para ir a vivir a Madrid, porque me lo ofrecieron, verdaderamente, unos amigos muy salados, no me atreví. Además hubiera dado lo mismo: hacia 1990 ya sólo quedaban los rescoldos, los locales cerrados, los tirados de la heroína. La Movida ya era historia cuando yo pude haberla vivido. Hay quien dice que no fue para tanto. Bueno... Me hubiera gustado comprobarlo por mí mismo.





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Borat, película film secuela

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Pues no. Después de ver Borat, película film secuela queda claro que no fueron los chinos los que crearon el coronavirus en el laboratorio de Fu-Manchú. Y que tampoco lo dispersaron por el mundo aprovechando las convenciones tecnológicas y los eventos deportivos. Y es sorprendente, porque esto de Fu-Manchú era la teoría más en boga por las barras de los bares, y por los foros de internet. Es lo que pasa cuando no dejan de nevar y llover majaderías: que se acumulan y al final siempre cuajan. Qué bien manejan el aparato de propaganda esos cabronazos del otro lado... Saben que la gente, por lo general, es medio mema y que carece de formación científica. Que es vulnerable y manipulable, y por tanto, carne de reacción, de asalto capitolino.

Y no, tampoco: vistas las andanzas de Borat también queda claro no fue Bill Gates el que diseñó la vacuna para introducir en ella el control de nuestras mentes, el nanorobot de nuestra conciencia, con cuatro microchips que le sobraban por el garaje del último ordenador. También lo cacareaban por ahí gentes que yo presumía con dos dedos de frente, y resulta que sólo tenían el cabello en retirada. 2020 ha sido un año terrible para la vida social, y no sólo por el aislamiento en los hogares. Estamos como para reírnos de los americanos... Entre la América Profunda y el bar peninsular yo no veo ninguna diferencia. Espero que Sacha Baron Cohen ambiente su Borat III aquí, en la Piel de Toro, porque también hay mucho conspiranoico al que trolear, mucho indocumentado al que sacar los colores con una cámara oculta. Una jartá de risas por explotar, ahí mismo, a la vuelta de la esquina.

No. Nada de esto. Ni siquiera era cierto lo del bocata de pangolín, o lo de la sopa de murciélago, que defendíamos con ahínco los cuatro gatos apegados a la ciencia. ¡El paciente cero era Borat! Le inocularon el virus en la prisión de Kazajstán y luego lo enviaron a Estados Unidos tras dar varias vueltas por el mundo, en misión diplomática, para vengarse de todos los espectadores que nos reímos de aquel remoto país en la primera entrega. ¿Inverosímil? Entre Borat y Fumanchú, o Bill Gates, me quedo con el kazajo tontorrón. Puestos a delirar, que sea con una sonrisa.



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Robin y Marian

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El sueño de Robin es el mismo que tenía Sean Thornton en El hombre tranquilo: regresar a su tierra después de haber dado ya todos los tumbos. Renunciar para siempre a las peleas y a los guantazos. No volver a matar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Olvidar la vanidad, aparcar la gloria, quemar la codicia. Levantar la choza, cultivar la huerta y respirar el aire verde de cada mañana. Llegar noblemente cansado al final de la jornada. Compadrear con los amigos en la taberna. Sentirse, por primera vez en muchos años, libres y sonrientes. Y hacer todo esto en compañía de la mujer amada: Robin con su querida Marian, y Thornton con su pastora pelirroja. Follar mucho, y reírse aún más. Sostenerse con fuerza y aguantarse con humor. No tener que explicar ya nada, ni que reprochar gran cosa. Quizá ni hablar: sólo entenderse con las miradas. Ése es el amor en los tiempos del reposo. Quizá el único verdadero.

    Quizá por eso me gusta tanto Robin y Marian. Porque se parece mucho a El hombre tranquilo. También porque contiene la declaración de amor más hermosa de la historia del cine, claro, y porque trabajan en ella Sean Connery y Audrey Hepburn, que iluminan la pantalla. Y porque la Edad Media, en esta película, aparece como falta de medios, como poco lustrosa y sanguinaria, que es lo que uno siempre pensó de aquellos tiempos, y no esa mierda folclórica que nos llevan vendiendo desde que se inventó el cine: la vajilla reluciente, y los castillos impolutos, y la gente recién salida de la ducha...

    Robin y Marian podría ser algo así como “un romance crepuscular”, y yo estoy ahora muy en el ajo de los romances crepusculares. Es lo que toca, cuando uno lleva casi medio siglo dando tumbos por el mundo. Tumbos modestos, de andar por las pedanías, nada de la gloria en las Cruzadas, ni de colegueos con los reyes, pero tumbos. Yo también tengo ese sueño de Sean Thornton y de Robin de los Bosques. Pero tengo que empezar por el principio. Buscar mi patria. Mi último lugar en el mundo. La Pedanía es una buena candidata. Mi Innisfree, o mi bosque de Sherwood.



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Lolita

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En la novela de Nabokov, Lolita tenía 12 años. En la película, para amortiguar el escándalo, le pusieron 14. Y para que todo fuera menos tenebroso y retorcido, eligieron a una actriz de 16 años para el papel. Una actriz que además, cuando miraba por encima de las gafas de sol, parecía tener los mismos años que el mundo desde que es mundo. No sé cuántos, pero desde luego muchos más.

    Hoy en día todo esto es inadmisible. Nadie se atrevería a volver sobre los pasos de la nínfula de Nabokov. No hay manera. Es material explosivo, radioactivo, condenatorio. Lolita es una novela que ya no puede llevarse a los sitios públicos. Siempre habría alguien que te insultaría al pasar, que te llamaría pederasta, o amigo de los pederastas, o banalizador de la pederastia. La camarera, o el camarero, te escupiría en el café antes de servírtelo. Habría conocidos que se harían los suecos al pasar y no te saludarían. La última vez que la leí la novela -y juro que no miento- yo la llevaba en la mochila con las cubiertas cambiadas, de otra novela de la misma colección, como un terrorista que fuera por ahí con las matrículas del coche cambiadas.

    La película, por supuesto, ya sólo puede verse en la intimidad. No creo que nadie tenga el valor de volver a programarla en un cineclub, en una retrospectiva, en una sesión clandestina de la tele. Al responsable le montarían un escrache, le sabotearían la proyección, le llamarían delincuente, criminal, pornógrafo de lo infantil. De todo menos bonito. A él y a todos los espectadores que sólo estaban allí para ver una película de Stanley Kubrick. Lolita sigue siendo una obra maestra, pero ya es una película muerta. De hecho, yo no debería ni hablar de ella. No, al menos, en este foro público. Sólo entre amigos, en bares ruidosos, sin nadie alrededor. Nunca sabes quién puede estar malinterpretando, sobreanalizando, wasapeando a una amiga para decirle que acaba de desarticular una banda de abusadores. Con Lolita ya sólo se puede hacer esto: mencionarla. Constatar que los tiempos han cambiado. Y que las grandes películas permanecen. Ni siquiera me he atrevido a ilustrar la entrada con una foto de Lolita. Sólo salen sus pies. Ya estoy mostrando demasiado. Escribiendo demasiado.



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El viento y el león

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La película está bien. Demasiado espectáculo, quizá, para tan poco guion. Pero es que es cine majestuoso, de pantalla grande, para espectadores de otra época. Justo lo contrario de lo que se hace ahora, cine enrevesado de paisajes muy modestos para que quepan en las pantallas de nuestro salón.

    Ojalá pudiera haber visto El viento y el león de pequeño, en el cine Pasaje, con esos paisajes abrumadores que al final eran todos de aquí -Almería por el Rif, y la Sierra de Madrid por el Parque de Yellowstone- y esas batallas a campo abierto que de niño, mucho antes de la objeción de conciencia, y del antibelicismo de la Internacional Socialista, me dejaban turulato. Pero John Milius, ay, rodó su película demasiado pronto, o yo nací demasiado tarde, y no pudo darse la coincidencia. En El viento y el león sale Sean Connery desatado, y Candice Bergen como una flor, y no me arrepiento de haber asomado el morro por curiosidad cuando recomendaban la película en los panegíricos de hace un mes. La de Connery que me faltaba, realmente.

    Habría estado bien, de todos modos, que John Milius hubiera rodado una segunda parte de las andanzas del sultán Raisuli ya entrado en años. Una en la que tuviera que enfrentarse al nuevo ejército colonial que desembarcaba en sus costas del Rif. Ya no el americano, ni el alemán, como en la primera entrega, tan organizados y tan primorosos, sino el español, el desharrapado, el reclutado a punta de amenaza en las levas de la Península. ¡El desembarco de la bahía de Alhucemas!, que estudiábamos en clase de Historia antes de la LOGSE, comandado por  el general Primo de Rivera, y subcomandado por los generales Franco y Sanjurjo, que se apuntaron a la excursión para probar nuevos métodos de masacrar cabilas antes de emprender la guerra contra el comunismo. Qué película se perdió ahí... El viento y el león 2: Raisuli contra Franco. Sean Connery retando a duelo a Juan Echanove, o a Santi Prego, ese actor que clavaba al asesino en la última de Amenábar. El vozarrón contra la voz aflautada. La nobleza contra la psicopatía. 007, contra Miniyó.




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The Crown. Temporada 4

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Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés, concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa, y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más ricos todavía, también lloran.

    Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury, sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el sofá.

    Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor, retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.





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El corazón del ángel

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El que esté libre de haber vendido su alma al diablo, que tire la primera piedra. Pero que avise, por favor, porque nos íbamos a descalabrar todos, y antes de empezar habría que buscarse un buen escudo, o un buen refugio bajo tierra. Hasta los niños pequeños -que apenas son conscientes del ser y de la nada- ya le han vendido la suya a cambio de un helado de chocolate, o de un juguete incluido en el Happy Meal. En esos berridos, en esos arranques del capricho que son la causa fundamental y nunca diagnosticada de la baja natalidad -porque quien incurre, no repite, y quien no incurre, queda avisado-va escrito el primer contrato con el demonio. Mi vida eterna a cambio de esa golosina, de ese trozo de plástico. My kingdom for a horse.

    Pero el diablo no es tan malo como lo pintan. Sólo nos concede lo que deseamos, y a los niños pequeños no los tiene en cuenta porque sería demasiado fácil esclavizarlos desde el principio. El diablo les toma el alma en cada berrinche, pero luego se la devuelve en cada satisfacción, a la espera de que lleguen deseos más adultos y más divertidos: el sexo, el dinero, el cargo, el coche, la venganza... El diablo no es tan malo como lo pintan, pero es un cabronazo con pintas en el lomo.

    No sé de qué nos asombramos, los espectadores, cuando termina “El corazón del ángel” y descubrimos lo que descubrimos. “¡Pero cómo puede ser que Fulano haya vendido su alma y ni siquiera se haya enterado!”, exclamamos indignados, y no nos damos cuenta de que nosotros mismos ya tenemos la salvación hipotecada. “Lo daría todo por conseguir a esa mujer”, dijimos una vez. “No sé lo qué daría porque el Madrid volviera a ser campeón de Europa”, o porque mi hijo salga de la enfermedad, o porque se muera ese hijoputa, o porque me toque un pellizquito en la lotería. Que cese ya, el dolor de muelas. Y en cada deseo concedido, el diablo interpreta que el alma va incluida en el precio. Y a partir de una determinada edad, ya nunca perdona.





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A la mierda el 2020

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Ahora que ya pasó, tengo que decir que el año 2020 tampoco fue tan horrible como lo pintan. Pero esto lo digo porque las desgracias sanitarias sólo han pasado rozando por mi lado. Soy consciente. El coronavirus soltó sus bombas lejos del núcleo familiar o del círculo de amistades. De momento, me sonríe la fortuna, y puedo hacer algo de cuchipanda con el año que se fue. Pero quien haya perdido un ser querido, o se haya quedado sin ingresos regulares,  tardará mucho tiempo en reconocer que el 2020 también tuvo huecos para la risa, para el orgullo, quizá para el amor verdadero.

El 2020 se me ha ido al limbo como cualquier otro, improductivo y fulgurante. Soy un año más viejo, y un año menos sabio. Si ha sido un año de mierda, lo ha sido como todos los demás. Ha sido una vuelta al sol muy extraña, rocambolesca, en lo personal y en lo universal. Pero al final haces balance y se cumplió lo que siempre digo cuando brindo por Nochevieja: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy...” Lo digo con la boca pequeña, claro, porque todavía aspiro al amor verdadero, a la lujuria ocasional, al sueño inmobiliario, al hijo autónomo y encarrilado. Pero también sé que la vida es una cabrona que negocia muy duramente sus concesiones, y de momento no sé cómo convencerla, o cómo seducirla. Quizá, simplemente, es que no me lo merezco.

Pero 2020, qué narices, tuvo sus momentos de gloria: el Madrid ganó la Liga cuando nadie daba un duro por los muchachos de Zidane. Un mes después, el Barça perdió 8-2 con el Bayern de Múnich y yo esa noche fui feliz como un niño cuando sale de la escuela, como cantaba Serrat. Mi hijo por fin encontró un piso decente donde vivir. He visto películas maravillosas. Donald Trump perdió las elecciones en Estados Unidos. La coalición socio-etarra sobrevive a pesar de todo. Eddie se perdió una vez persiguiendo a los corzos y apareció media hora después, tan campante, cuando yo ya desesperaba. Me compré una bici nueva. La historia ha dejado a nuestro rey emérito donde se merecía. Nos quitaron el fútbol en los estadios pero nos pusieron mucho snooker por la tele. Llevo media novela escrita. “The Crown” ha provocado sarpullidos en los culos británicos de Sus Altezas y Majestades. Todavía lloro de risa alguna vez. Todavía no han cancelado “La Resistencia” ni “La vida moderna”.




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