Open Range

🌟🌟🌟

De pequeños nunca tuvimos muy claro lo que era un vaquero. Pensábamos que se les llamaba vaqueros porque llevaban pantalones vaqueros, como nosotros, los tejanos, o los jeans, que en aquellos tiempos nunca se rompían ni se desgarraban, por mucho que los restregaras en el cemento del colegio o en los cardos del descampado.



    Los vaqueros, en las películas de nuestra infancia, eran unos pendencieros que se pasaban el día en el saloon, jodiendo, o jodiendo la marrana, más borrachos que sobrios, más desafeitados que aseados. Los vaqueros venían de la nada, y se dirigían a ningún lugar. Sólo pasaban por allí  a vengarse de alguien, o a cobrar una deuda, pero en nuestra estulticia nunca nos preguntábamos de qué vivían realmente, salvo que vinieran de asaltar un banco, o de encontrar oro en el Yukón, en un golpe de fortuna. Éramos tan cortos -o yo al menos era tan corto- que nunca se nos ocurrió pensar que la palabra vaquero venía de vaca. Pero aunque lo hubiéramos pensado, no nos hubiéramos creído que esos jichos de la pistola, esos prestidigitadores del tiroteo, se dedicaran verdaderamente, pasado el fin de semana, a cuidar vacas en el monte, ataviados con la boina y la cachava.

    Ni cuando aprendimos nuestras primeras faunas en inglés, y leímos aquello tan evidente y tan flagrante de cowboy, caímos en el quid de la cuestión, y yo creo que acabé por enterarme muchos años después gracias a Río Rojo, la película de Howard Hawks, que iba de unos vaqueros que, sorprendentemente, aunque apuestos y machotes, se ganaban la vida guiando ganado por las praderas del Medio Oeste. Quizá, si de aquella hubiéramos visto películas tan ilustrativas como Open Range -que al menos se molesta en explicar el conflicto socio-laboral que desemboca en los tiroteos-, hubiéramos aprendido mucho antes que los vaqueros, cuando llegaban al pueblo a medio hacer, y entraban en el saloon tras atar a sus caballos, venían deslomados de estar trabajando todo el día, oliendo a mierda de vaca y a sangre de las manos desolladas. Una comparecencia muy poco romántica, muy poco glamorosa, que en las películas de antes preferían disimular con el montaje, y con músicas de misterio.



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Trece días

🌟🌟🌟🌟

Desde que Jesús anunció que regresaría cuando llegara el Fin de los Tiempos, cada generación ha vivido con el miedo -o con el cachondeo- de ser la última sobre la faz de la Tierra. Los profetas locos del Jordán engendraron estirpes que no han parado de dar el coñazo en los monasterios medievales, en los páramos americanos y en las páginas idiotas que ahora abundan por internet.

    Mi generación acaba de vivir un simulacro del fin del mundo, pero el coronavirus, a fecha de hoy, no parece ser el motivo que provoque el temido Advenimiento de Jesucristo. Mientras tanto, en las páginas de la purria, alguien nos recordó hace un par de semanas que el calendario de la Mayas tenía correcciones, segundas interpretaciones, y que el mundo iba a pegar un gran petardazo en forma de misil perdido de Uzbekistán, o de asteroide no detectado por los radares. No sé: nos hemos reído mucho con la tontería, aunque menos que la otra vez, que hasta hicimos una película sobre el 2012 que era una mierda pinchada en un palo. A tal bulo, tal honor.




    De milenarismos estúpidos está la historia llena, pero sólo la generación de nuestros padres puede afirmar, a ciencia cierta, que estuvo a punto de ser la última que viera un amanecer. Y es curioso, porque los libros de Historia sobrevuelan ese episodio crucial de 1962 como una anécdota más de los tiempos modernos, a la altura de los devaneos sexuales de Kennedy, o del zapato de Jrushchov en la asamblea de la ONU. Es posible que Trece días, la película, se permita algunas licencias narrativas, pero no miente cuando afirma que los huevos de todos los implicados estuvieron dos semanas sin descender de la garganta, con serias repercusiones para su salud física y mental.

    Al final, los perros rabiosos no llegaron a morder, y las gentes sensatas firmaron tablas en la partida de ajedrez. Después de tanto agobio y tanto miedo, la película termina con una escena jolgoriosa -pero suprimida- del presidente Kennedy pegándose un buen revolcón con alguna de sus amantes, para desestresar. Es mejor no pensar qué hubiera sucedido con la Crisis de los Misiles si los halcones de la Casa Blanca hubieran encontrado a otro presidente más receptivo…



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Joker


🌟🌟🌟🌟

Las librerías, desde que vivimos en el desamparo, dedican muchos metros de pared al tema de la autoayuda. Los libros que allí habitan prometen el cambio, la mejora, la redención de los pecados, si seguimos a rajatabla el recetario prescrito en su interior.

    Ante tal profusión de manos tendidas que salen de las estanterías, convendría recordar que hace más de dos mil años, en la antigua Grecia, Sócrates dijo que el mandato principal de cada ser humano era conocerse a uno mismo. Nada más. No habló de superarse, de transformarse, de introducirse en el libro de algún capullo- o de alguna capulla- para pasar de gusano a mariposa, de bicho arrastrado a pájaro volador. El filósofo encontró la paz del espíritu en la aceptación, en el reconocimiento sereno ante el espejo, que es la autoayuda más jodida, pero también más eficaz, a la que uno puede encomendarse.



    Arthur Fleck, antes de convertirse en el Joker, era un ser infeliz y neurótico. El abuelo Sigmund decía que la represión sexual era la principal causante de las neurosis, pero se le olvidó citar, en su viejoverdismo obcecado, que la distancia entre lo que uno es y lo que uno pretende ser, cuando se vuelve insalvable, también deja majareta al desgraciado más pintado.

    Estando como una puta cabra desde que tenía uso razón, Arthur Fleck soñaba con ser normal, o con llevar una vida normalizada, cuidando de su madre querida, acostándose con alguna vecina simpática, y desarrollando su carrera de cómico en los clubs nocturnos junto a la maravillosa señora Maisel… La chotadura de Arthur Fleck no le desconectaba del todo de la realidad, y aunque sufría episodios que lo elevaban por encima de las nubes, en cada aterrizaje y en cada hostiazo contra la realidad, Arthur podía reconocer que las piezas reales e irreales del puzle no terminaban de encajar.



    Y de pronto, llega el desamarre definitivo. Privado de psiquiatras y de antipsicóticos porque el gobierno ha decidido que es mejor comprarse unos tanques nuevos que prevenir la locura, Arthur Fleck se mirará una mañana ante el espejo de Sócrates, se descubrirá libre de cadenas, y se marcará un bailoteo siniestro que es el regocijo puro de quien se ha aceptado a sí mismo y ya vuela libre  de sacos de arena, como un globo de colores que asciende sin parar. La desgracia supina para los habitantes de Gotham es que Arthur Fleck, socratizado, conocido a sí mismo, es un psicópata de tomo y lomo que ya no le teme ni al remordimiento ni a la moral. Sólo a Batman, en el futuro, cuando Bruce Wayne crezca un poquito y se construya el gimnasio molón en la batcueva de su palacio.
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Parásitos

🌟🌟🌟🌟

Los pobres olemos a sopa de sobre y a ropa del Carrefour. Olemos a marca blanca, a ambientador de garrafón, a desodorante con descuento. Olemos a precariedad, a billetes contados, a salir del paso cuando rulamos por las estanterías. Olemos, casi todos, en este ciclo de la vida tan poco Hakuna y tan poco Matata,  a algo no muy distinto a lo que olíamos en nuestra infancia, porque los olores son persistentes, nos impregnan, y quizá seguimos siendo pobres en un esfuerzo inconsciente que no es pereza, ni derrotismo, sino pura coherencia, porque el olor a ricos nos extrañaría mucho al abrir nuestros armarios, o descubrir comidas raras en el frigorífico.



    Desde las lluvias de la infancia, el olor a pobres forma parte de nuestras aguas subterráneas, y  siempre aflora con el sudor del esfuerzo, y con el calor del verano. Cuando estamos entre pobres, nos disimulamos los unos a los otros, y nuestras pituitarias se reconocen hermanas de la misma clase, proletarias, aunque siempre desunidas. Pero basta con ascender un escalón o dos en la escala social -en la invitación de un amigo, o en la boda de un triunfador- y el olor te delata al instante como un intruso, como un extranjero fuera de lugar. Los que ganan la pasta gansa son animales instintivos, muchas veces despiadados, y esto del olor es un asunto primordial para ellos. Son bestias de morro afilado que huelen al pardillo, al tímido, al estafable. A la víctima. Al pobre. Nos detectan por mucho que disimulemos, por mucho que vayamos vestidos y perfumados para la ocasión. Nosotros mismos, en el alto copete, nos sentimos incómodos, y nuestra nariz no para de ventear, incómoda, como la de un perrete desubicado.

    A mí me han olisqueado dos veces en mi vida, literalmente, con cara de asco, como les sucede a estos coreanos desdichados de la película. Dos humillaciones olfativas, en la adolescencia, de dos madres que recelaban de mi amistad con sus hijos estupendos. Compañeros de colegio privado, exclusivo, donde los hijos de la burguesía aprendían los buenos oficios y las malas artes. Donde también estudiábamos, clandestinos, los cuatro chavales que veníamos de la barriada a demostrar que también podíamos clavar las integrales, y entender las sutilezas de Platón. Fue hace más de treinta años, en otra ciudad, al otro lado de las montañas, pero conservo esa sensación humillante como recién guardada en la nevera.

    Será que soy un bolivariano rencoroso, pero hoy, mientras veía Parásitos, he recordado aquellos versos  que cantaba Serrat: "Entre esos tipos y yo hay algo personal".



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La Unidad

🌟🌟🌟

Aquí, en la Pedanía, hay un musulmán que hace sus recados con una furgoneta blanca decorada con suras del Corán. O eso es, al menos, lo que Yusuf explica con una sonrisa tranquilizadora cuando alguien le pregunta. En la Pedanía no hay nadie más que maneje el árabe a no ser su señora, claro, que es argelina y bastante invisible, así que nos fiamos de lo que él nos diga, a cien kilómetros del traductor más cercano.

    Pero claro: podrían ser suras que cantan al amor universal o suras que claman por iniciar la yihad en el entorno rural. Quién sabe, con esa caligrafía tan ajena a la escritura de los romanos… Pero yo, conociendo al personaje, vivo bastante tranquilo, la verdad. A Yusuf me lo cruzo a veces, cuando saco al perrete cerca de su casa y él sale con la furgoneta para ir el mercado, a vender sus baratijas, y sus cachivaches, y siempre me saluda con una sonrisa franca, cordial, que se adivina entre la espesura de la barba  Lo que el fútbol unió, que no lo separe el hombre. Y de fútbol hubo una época, cuando sus hijos aprendían conmigo los rudimentos, que hablábamos largo y tendido, diseccionando el cruyffism que a mí me amargaba la vida y a él se la endulzaba, con aquellas innovaciones tácticas que eran el no va más de la época .



    Quién sabe: quizá Yusuf nos toma el pelo y el texto que decora su furgoneta no es más que una broma para echarse unas risas en la intimidad, “tonto el que lo lea”, o “me parto el culo, si pensáis que llevo explosivos ahí atrás”, cosas así. Me imagino que algún vecino asustado, o que no le conociera lo suficiente, llamó en su día a la Policía Nacional para que vinieran a echarle una foto a la furgo, y enviar el texto a una traductora como éstas que salen en la serie La Unidad, con hiyab, y ojos muy negros, sentada en alguna oficina muy chula y acristalada de Madrid. Si esa mujer hubiera descubierto una sura incendiaria, binladeniana, a buen seguro que aquí se hubiera presentado hasta el Ministro del Interior, viendo cómo se las gastan estos tipos y tipas de La Unidad, con los geos, los coches patrulla, los helicópteros dando vueltas sobre el cubículo secreto, en un alarde de medios que desmiente -digo yo- lo que debería ser una operación ultrasecreta, de cuatro agentes de la hostia muy selectos y muy silenciosos. Pero doctores tiene la Iglesia…

    Pero nunca se vio a nadie, por estos entornos, montando una escena de película o de serie de Movistar en la casa de Yusuf. Y aquí, las ancianas, no se apean de las ventanas, ni de los huertos, y lo escuchan todo incluso de noche.



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Misterioso asesinato en Manhattan

🌟🌟🌟🌟

En su libro de memorias, Woody Allen -antes de enredarse en el morboso asunto que nos llevó a comprarlo-, cuenta anécdotas muy divertidas sobre cómo era su vida de niño, en Brooklyn, en una familia de currantes y buscavidas que parece sacada de un cómic de la época. Como la familia Trapisonda, la de aquí, la que dibujaba Francisco Ibáñez en el Pulgarcito y cuyas desventuras yo leía sin entender la crítica social que traía loca a la censura.

    Woody Allen cuenta que de niño, en los cines de su barrio, vivía fascinado con las películas que transcurrían en los áticos de la clase alta, de techos altísimos y pianos colocados en un altillo. Apartamentos de ensueño donde Fred Astaire y Ginger Rogers bailaban sorteando criadas, y criados, y mesas con champán, y amigos ociosos de la burguesía que siempre iban vestidos de etiqueta, como si nunca se cambiaran de ropa entre que venían de un teatro y se iban a una fiesta de alto copete. Allen dice que ésa es la vida que le gustaría haber vivido, decadente, golfa, como la que vivía Jep Gambardella en La Gran Belleza, suspendido veinte pisos por encima de la realidad, frente al Circo.



    Y hoy, mientras veía Misterioso asesinato en Manhattan, he descubierto, por primera vez, como un cinéfilo poco avispado que necesita las inteligencias masticadas, que los personajes de sus películas también viven otra vida ideal y envidiable que quizá sea la extensión filmada de aquellos asombros de su infancia.

    Aquí, en los asesinatos de Manhattan, y en otro montón de películas por el estilo, todo el mundo trabaja en artes creativas que satisfacen el ego y ensalzan el espíritu, y no hay nadie que se gane la vida limpiando retretes o conduciendo taxis mugrientos. Todos estos urbanitas de Woody Allen son escritores, o fotógrafos, o críticos de cine, o profesores de universidad. Pero lo más maravilloso es que nunca se les ve trabajando, como si estuvieran de vacaciones perpetuas, o fingiendo una baja laboral, o como si sus empleos fueran de ocho a diez de la mañana para poder pasar el resto del día yendo al Madison Square Garden, o a la ópera, o a tomarse un cóctel en el último bareto de moda.

    O persiguiendo criminales en excitantes aventuras que ponen un poco de picante en sus vidas, y que estimulan el sexo en las camas matrimoniales que ya van quedándose algo frías.


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Bailando con lobos

🌟🌟🌟🌟

Yo también fui un teniente Dunbar de la vida. Cansado de pelear en las trincheras, solicité un puesto en los Límites de la Pedagogía, donde casi nadie quería aventurarse. Sólo los locos, o los inadaptados, o los rarunos de cojones.

    Hace 21 años llegué a la Pedanía en un coche que ahora parecería un carromato de los colonos. La Pedanía, como el Fort Sedgewick de la película, era la última frontera educativa, con ese colegio que es como un OVNI aterrizado en mitad de un extrarradio. Pero luego descubrí que también era una frontera geográfica, sociológica incluso, el último bastión de las tierras civilizadas, más allá de las cuales sólo se extendían los viñedos y las montañas. Hasta llegar al mar… La última gran ciudad quedaba justo a mis espaldas, pero lo suficientemente lejos como para no oírla, y no sentirla, bulliciosa y fea, agresiva, llena de peligros para los incautos como yo. Descubrí, gozoso, que la Pedanía era el último claxon de los coches y el primer piar de los pájaros. La primera noche que dormí en ella también dancé alrededor de un fuego imaginario, y luego me tumbé a contemplar las estrellas, que hacía años que no contaba con los dedos de los pies, ayudando en la tarea.




    Yo, como el teniente Dunbar, también tuve que entenderme poco a poco con los indígenas, que hablaban mi idioma, sí, pero con un acento particular que siempre me obligaba a preguntarles las cosas dos veces. Los oriundos eran gentes sencillas, laboriosas,  que me miraban con gran curiosidad. Yo traía las bolsas llenas de libros y de películas, que eran artículos extraños y misteriosos, porque allí todo el mundo usaba las bolsas para traer lechugas de la huerta, y conejos de las cacerías. Cuando corrió la voz de que yo me pasaba el día tumbado en el sofá, a mi rollo, con una antena parabólica que me suministraba los regocijos, los lugareños me bautizaron como Disfrutando con Películas, y a mí, lejos de parecerme mal, casi me dio por ponerlo en una placa a la entrada de casa, como un título de abogado, o de dentista.

    No sé… Supongo que cuento todas estas chorradas, todos estos paralelismos idiotas, para no confesar -o confesar casi en la última línea- que ayer volví a llorar viendo Bailando con Lobos. “Esta vez no”, me dije. Pero no hay manera. Jodío Calcetines… Jodía banda sonora… Y jodío Cabello al Viento…

    "Soy Cabello al Viento ¿no ves que soy tu amigo, que siempre seré tu amigo?” Lagrimones, a las doce y media de la noche, como gotas de lluvia que tardarán mucho en volver a caer, porque justo a esa hora entraba el maldito verano en el calendario.



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Thelma y Louise

🌟🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.



    Sólo el personaje de Harvey Keitel, el único hombre justo que Yahvé encontró en aquellos páramos, impidió que el sur de Estados Unidos fuera arrasado por su cólera divina. Salvo este buen policía, no había ni un solo personaje con polla al que poder salvar de la quema. Unos eran directamente imbéciles, otros unos mierdas, y algunos, directamente, unos violadores. La película era como una panoplia de indeseables. Como un recuento de pecados masculinos, unos más veniales y otros mortales de necesidad.

    Thelma y Louise fue la película del año, con el permiso de Hannibal Lecter. Resonó en todas las tertulias de la radio, y en todas las tertulias de los provincianos. Mis compañeras de Magisterio llevaban pegatinas de Thelma y de Louise en sus carpetas para los apuntes… Fue el pistoletazo de rebeldía para muchas mujeres que vivían atadas a la cocina, y a los churumbeles. Thelma y Louise fue la reina del videoclub, el estreno anunciadísimo en las cadenas generalistas, y yo la vi varias veces en Canal + con sus voces originales, y con sus subtitulicos de gafapasta.


    Hacía, no sé, quince años que no veía la película. Y sin embargo la recordaba casi en cada escena, en cada diálogo. Hay películas que se graban a fuego y otras que se esfuman al día siguiente. A veces es lógico, y a veces es un gran misterio… Serán la cosas del #MeToo, o que la película es muy buena, o las dos cosas a la vez, pero estas dos mujeres, Thelma y Louise, aunque todos sabemos que al final se despeñan por el Gran Cañón, todavía rulan por las carreteras, con la melena al viento.



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Dos hombres y medio. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Joan Manuel Serrat tiene una canción que es, más que una canción, un poema. Y más que un poema, un sueño de vida. En Seria fantàstic, Serrat enumera un manojo de sueños e imagina la vida fantástica que le gustaría vivir si el mundo fuera como está mandado: una existencia sencilla, de gentes amables y respetuosas, donde reina el instinto bien entendido, y puedes mearte de la risa. Y al final ganan los mejores, y heredan los desheredados. Y donde puedes ir distraído por cualquier sitio, que es un verso maravilloso de la canción, y que es una cosa que a mí me vendría de puta madre, de lo que bobo que voy siempre por ahí.



    Y ya sé que no tiene mucho que ver, una cosa con la otra, y que quizá, en la búsqueda forzada de este folio, hago una asociación de ideas entre Malibú y Barcelona con la única coincidencia de que ambas tienen un mar tras las ventanas. Pero hoy, mientras veía los episodios de su segunda temporada, me ha dado por pensar que Dos hombres y medio, a su modo cachondo y puñetero, también es la confesión de una vida soñada. La de sus guionistas, quizá, que vuelcan en ella la existencia que les hubiera gustado llevar. Y a quién no, nos ha jodido...

    Hoy me he dado cuenta, después de ver un porrón de episodios, que esa vida del pariente lejano de Serrat, Charlie Harper, también músico, pero afincado a orillas del Pacífico, es una vida como traída del Paraíso. Como si todos los personajes estuvieran muertos en realidad, pero aún no fueran conscientes de vivir en un Cielo con palmeras.  No es sólo que Charlie Harper nunca le de un palo al agua, o que sólo tenga que sonreír para conquistar a las mujeres de bandera. Es que nunca ves a ninguno de sus parientes haciendo algo provechoso: su hermano nunca trabaja, el crío nunca hace los deberes, su cuñada se pasa el día tramando enredos... Sólo la criada que le limpia la casa, y sin mucha prisa además, parece que hace algo productivo en las escenas.

    Todos los personajes de Dos hombres y medio están durmiendo, o follando, o viendo la tele, o relajando el body en la terraza, frente al mar. No existe la comida sana en casa de Charlie Harper. Todos beben café, o coca-colas, o refrescos energéticos a cualquier hora, y nadie engorda, ni se pone de los putos nervios con la cafeína. Y todos tienen, además, la envidiable capacidad de soltar siempre la frase exacta, la más divertida, la que venía justamente a cuento y no otra, para dejar al imbécil, o la impertinente, con la cara congelada. Esa gracia caía del Cielo que a otros siempre se nos ocurre media hora después, o jamás, y que nos reduce a la miseria cotidiana de los don nadies que vemos la serie.

    Seria fantàstic…



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La mentira de Lance Armstrong

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La mentira de Lance Armstrong es un documental que contiene varias películas en su metraje: la del enfermo de cáncer, la del superciclista de Marvel, la del mentiroso compulsivo... Y por último, la del arrepentido que se entrega en la comisaría de Oprah Winfrey. Las andanzas de Lance Armstrong -que además siempre ha tenido la chulería retadora de un vaquero de Texas- recorren varios géneros cinematográficos, y por eso me permito la licencia de incluirlas en estas cinefilias, que además son mías, y libérrimas, porque casi nadie las lee, y los polos opuestos del muy leído y del nada leído se juntan en estas autonomías.



    Recuerdo, como aficionado al ciclismo, las primeras andanzas de Lance Armstrong en el pelotón. Era un americano bragado, con dos cojones, implacable en las carreras de un día, pero incapaz, en las grandes vueltas, de subir los puertos con los mejores. Un buen corredor, excelente incluso, campeón del mundo de fondo en carretera, pero de ningún modo el sucesor de Greg Lemond, su compatriota que conquistaba los Tours. Un ciclista más, Lance Armstrong, en la memoria de los aficionados, sino fuera por el cáncer inesperado que casi lo mató, y del que regresó convertido en un ciclista completamente diferente: un cocodrilo de las alturas, un Fitipaldi de las contrarrelojs, el conejo Duracell en los llanos interminables… Un cambio radical. Un héroe de cómic. Un moribundo que tras someterse a una dosis excesiva de radiación se había convertido en una máquina perfecta de pedalear, Pedalmán, o Megapulmón, el 5º Fantástico del grupo.

    Un periodista de la época dijo. “O es la mayor hazaña de la historia del deporte, o es el mayor engaño de la historia del deporte”. Y al final, como muchos sospechaban, fue lo segundo. Unos tenían pruebas de su trapicheos, pero no cantaban, y sólo confesaron cuando llegaron los federales con sus placas, como en las películas. Otros, los enfermos que tomaron a Lance Armstrong por un mesías, rezaban todas las noches para que los rumores sólo fueran eso, rumores. Y otros, sin pruebas, y siempre desconfiados de los predicadores, y de los resurrectos, teníamos muchas ganas de que sus trapicheos con la EPO se demostraran de una vez. Porque a algunos, en el fondo, para qué engañarnos, nos jodía mucho que el Tour de Francia se llenara de banderas americanas en las curvas de los puertos míticos.

    Casi todo el pelotón iba hasta las cejas en aquella época, eso es verdad. Pero el americano las llevaba siempre a la moda. El alumno aventajado, y el más mentiroso.



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Rebeca

🌟🌟🌟

Lo que no se dice en Rebeca, porque estamos en 1940 y bastante se insinúa ya sobre la lascivia de esta mujer, es que la primera señora de Winter, cuando su marido y sus amantes se iban a jugar al golf, aprovechaba para calzarse también al ama de llaves, a la famosa señorita Danvers, que ahora, al inicio de la película, vaga por Manderlay como alma en pena, y como cuerpo sin éxtasis.

    Lo primero que uno piensa de Rebeca de Winter, aparte de ser una bisexual intolerable para la época, es que iba tan burra que lo mismo se acostaba con hombres apuestos de la jet-set que con mujeres feuchas de la servidumbre. Cualquier cosa, con tal de apagar el fuego que la abrasaba. Pero quién sabe: tal vez, en la precuela de Rebeca que nunca se rodará, pero que a mí me apetecería mucho ver, la señorita Danvers era una mujer jovial, cantarina, enamorada del mundo, incluso guapa, y seductora, que al entrar en tratos con su divina señora transfiguraba su rostro, y sonreía a los pájaros en el alféizar de su alcoba, tras las marejadas del amor.



    Quizá el odio que destila la señorita Danvers hacia su nueva señora sólo es eso,  desinterés sexual. Nada personal. La certeza de que con esa poquita cosa de Joan Fontaine -aunque un día improbable se pusieran al asunto- nada iba a ser como antes, en el tálamo clandestino. O quizá está pirada de verdad, la señorita Danvers, como se insinúa en la película para tranquilidad de las beatas, y respiro de los pacatos, y ella se encuentra con fantasmas imaginarios por los pasillos de la mansión: el de Rebeca, y el de sus besos, y a toda la reata de señoras de Winter que allí vivieron en los siglos anteriores, vestidas con sus cosas estupendas.

    No sé: son teorías sexuales que yo me monto para aplacar el aburrimiento. Y el sentimiento de culpabilidad, porque de nuevo, ante el clásico incuestionable y venerado, me he sentido un cinéfilo de Tercera División. El farsante provincial de toda la vida… Sólo el tramo final de Rebeca ha despertado mi sensibilidad de garrulo. El resto ha envejecido mal, muy mal. Música entrometida, transparencias lamentables, diálogos de merluzos, comportamientos caprichosos… Menos mal que esto no es un blog de cine, sino un diario camuflado, y que para pastorear almas sensibles ya existen otros foros por ahí.



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El misterio von Büllow

🌟🌟🌟

Cuentan por internet que Jeremy Irons, para encarnar a Claus von Bülow y mantener el misterio de su culpabilidad, interpretaba algunas escenas con cara de asesino y otras con cara de inocente. Ayer, que volví a ver la película, me fijé en el truco, y el efecto es realmente escalofriante. Nadie en estos últimos treinta años de cinematografía ha vuelto a fumar los cigarrillos como Jeremy Irons en El misterio von Büllow. A veces parece un nazi de las películas bélicas; otras, un aristócrata decadente de Visconti; y otras, en los momentos de mayor fragilidad, solo un pobre hombre azotado por el reverso de la fortuna. Esa manera de sostener el cigarro entre los dedos y de sopesar entre el humo a su interlocutor, merecía el Oscar de sobra. Aristocráticamente de sobra…



    ¿Claus von Büllow intentó realmente asesinar a su esposa? En el primer juicio, un tribunal le declaró culpable: poco después, refutadas ciertas pruebas, otro tribunal le declaró inocente. O, al menos, dictaminó que existían muchas dudas. Supongo que todos los que hemos visto la película nos moriremos con el interrogante. Sunny von Büllow nunca despertó del coma, y murió hace años en la habitación privadísima de un hospital. Claus, su marido infiel, dejó este mundo justo el año pasado, antes de estas movidas coronavíricas. Las únicas dos personas que saben lo que ocurrió de verdad en aquella madrugada ya no pueden hablar.

    De todos modos, El misterio von Büllow tiene una trama más interesante que la meramente detectivesca: la historia del abogado defensor de Claus, el archifamoso Alan Dershowitz. Un abogado progresista, liberal, al que los ricachones de yate y mansión le caen básicamente como el culo. Claus es rico, es un jeta, tiene aires de superioridad, y además es muy probable que se merezca los treinta años de cárcel que le impuso el primer tribunal. No es, ni de lejos, un “caso Dershowitz”, de esos que sientan jurisprudencia para defender al ciudadano humilde. Y sin embargo,  Dershowitz lo acepta.

    Su personaje, en la película, dice que un abogado fetén tiene que aceptar desafíos que vayan contra su naturaleza. Seguramente, la verdad sea mucho más pedestre: Dershowitz, a von Büllow, le cobró lo que no estaba en los escritos para redistribuir un poco mejor la riqueza de los americanos.



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Deadpool

🌟🌟

Wade Wilson es un exmilitar que trabaja como soldado de fortuna para una empresa de mercenarios. Como el Equipo A, vamos, solo que en plan llanero solitario, y además en régimen de empleado, y no de autónomo, sin poder elegir libremente sus objetivos.

    Wade Wilson, además, no es humano del todo, como sí lo eran aquellos extolais del Vietnam que estaban tan mal de la cabeza. Wilson es mitad hombre y mitad mutante, y el profesor Xavier, el general manager de los X- Men, le tiene echado el ojo desde hace tiempo. Lo que sucede es que las células todopoderosas de Wilson no terminan de dar el salto, de apoderarse del organismo, y sólo cuando sufra un cáncer, y decida someterse a una terapia radioactiva experimental, los genes que hasta entonces permanecían mudos en los cromosomas empezarán a expresarse, a traducirse en proteínas, y convertirán su cuerpo en una verdadera máquina de matar, y de soltar gilipolleces por la boca. Algunas graciosas y otras no, como los pimientos de Padrón.



    El superpoder de Deadpool reside en la capacidad vertiginosa de sus células para reponer cualquier tejido dañado. Lo que impide, en la práctica, que caiga muerto en las trifulcas con los malos. Habría que partirle en mil trozos, o enviar su cabeza al Polo Norte y el resto del cuerpo a Sebastopol. El superpoder está chulo y tal, yo no digo que no, y permite que el CGI de la película nos deje con la boca abierta reconstruyendo miembros y cerrando heridas como boquetes. Pero ya está muy visto. El otro día, sin ir más lejos, en El ascenso de Skywalker, Rey y Kylo Ren e imponían sus manos sobre las heridas y se dejaban como nuevos con la ayuda de la Fuerza.


    Me aburro con estos superpoderes tan trillados. A mí, lo que me molaría de verdad, es tener el don de la telequinesia. Como los chavales  de aquella película que sí era interesante de verdad, Chronicle. A mí me gustaría, con un solo golpe de ceja, ups, tirar de la silla al pesado que da voces en la terraza del bar y no me deja concentrarme en la lectura; descabalgar de la moto al cabronazo que pasa a mi lado con el tubo de escape recortado; levantar la mierda de un perro en el aire y estampársela en la cara del dueño que no ha hecho nada por recogerla.  Maldades así, de andar por casa, la mar de prácticas. Que no dan, ay, para una película del mainstream.



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Manson, los archivos perdidos

🌟🌟

Charles Manson, ante su rebaño, en el delirio sobre el delirio, afirmaba ser Jesucristo redivivo. O redimuerto, porque a veces uno se pierde en este puente aéreo de los evangelios. Yo me pregunto: si mueres, resucitas, te apareces ante los apóstoles, y luego, sin morir, te elevas de nuevo hacia el Cielo… ¿en qué estado de la vida o de la muerte regresas a la Tierra para señalar el fin definitivo de los Tiempos? Sí, queridos amigos, y queridas amigas: comprender el misterio de la Parusía es como comprender el misterio de Schrödinger y de su gato, aquel minino imaginario cuya función de onda aún no colapsada afirmaba que estaba vivo y muerto al mismo tiempo, para quebradero de nuestras cabezas.

    Pero da igual, todo esto, para el caso que nos ocupa. Porque Charles Manson, obviamente, estaba como una puta regadera, tomaba drogas, tenía visiones, y a veces, en la paz que prosigue al orgasmo, cuando se calzaba a una de sus adeptas de ojos trastornados, también decía -como nuestro exministro del Interior- que el diablo había venido a destruir su país. Dios los cría y el Demonio, tan juguetón, les junta en extraños diagramas de Venn…



    Si juntáramos a todos los locos que, como Charles Manson, se han creído Jesucristo en estos últimos dos mil años de espera, tendríamos para llenar varios cientos de manicomios, y ahora mismo, en la era 2.0 de internet, varios foros de iluminados. Y habrá muchos más, supongo, hasta el final de los Tiempos, cuando Jesús venga de verdad a enfrentarse al Anticristo, o cuando un virus más letal que el coronavirus arrase con todos sin darnos tiempo ni a criticar al presidente del Gobierno.

    Yo, por mi parte, en los 48 años que llevo sobre el planeta, puedo afirmar que he visto a un tipo haciendo milagros. Y no de tapadillo, para cuatro adeptos tarados, sino ante las cámaras de televisión que retransmitían su labor para medio mundo. No sé si el tipo es Jesús redivivo o Jesús redimuerto, pero desde luego forma parte de la sagrada familia. Nació en Móstoles, en 1981, en una familia tan humilde como la de Belén. Yo, de hecho, cuando mi hijo era pequeño, decía que en mi casa no poníamos belenes, sino móstoles, y nadie me entendía. El hombre-dios, por supuesto, es Íker Casillas. Yo le vi volar -no estirarse, no agigantarse, digo volar- de un palo a otro en el Sánchez Pizjuán, para pasmo de Diego Perotti, que cayó fulminado en el césped, de rodillas, lamentando el gol fallado y al mismo tiempo rezando, devoto, al nuevo Mesías.




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El tesoro de Sierra Madre

🌟🌟🌟🌟

En los primeros minutos del making off nos cuentan que el autor de El tesoro de Sierra Madre, la novela, es un tal B. Traven, cuya identidad aún es una incógnita para los historiadores del cine. Una gilipollez, obviamente, un recurso dramático a lo Iker Jiménez para montar una película de suspense tras la película de aventuras.

    Basta con venirse a la Wikipedia para encontrar al asesino que asestaba los teclazos contra el folio. B. Traven era el pseudónimo del escritor alemán Otto Feige, un hombre cuya vida, desnovelada y cruda, también daría para hacer una película cojonuda. Otto Feige soñaba con la instauración del Soviet de Baviera en los tiempos de Rosa Luxemburgo, pero fusilada la intentona -en lo metafórico y en lo sanguinario-, puso un océano de por medio y encontró refugio en México, donde había otra revolución socialista en marcha. Pero la revolución de México era mucho más confusa y polvorienta, con bandoleros que jamás habían leído a Marx ni a Engels porque muchos, entre otras cosas, no sabían ni leer.



    El tesoro de Sierra Madre es una historia ejemplar sobre los peligros de la avaricia. Porque la avaricia rompe el saco, y también los saquitos de oro donde los protagonistas de la película llevan su fortuna a lomo de los mulos. La película es socialismo pedagógico, la antítesis moral de lo que enseñaba Gordon Gekko en Wall Street, y sorprende que en 1948 los censores inflamados de anticomunismo dejaran pasar la película por el radar, quizá más pendientes de detectar una teta, o de que no se viera caer a los muertos en las balaceras.

    El tesoro de Sierra Madre es un canto  a la felicidad por encima de los bienes materiales, porque éstos, cuando garantizan el techo y el sustento, se vuelven superfluos y corrompen el alma. La película sólo yerra cuando afirma que el dinero cambia a las personas,  porque el dinero, en realidad, sólo las descubre. Les quita la pose, el disfraz, la vaciedad de las palabras que no cuesta nada pronunciar, y nos las muestra como Dios las trajo al mundo: desnudas de sencillez, o ávidas de oro.


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Los gritos del silencio

🌟🌟🌟

Hasta hace dos telediarios, en el mundo civilizado -porque el incivilizado sigue más o menos igual- la historia la escribían los psicópatas sanguinarios. Los que asesinan sin piedad, ordenan exterminios o envían soldados a la muerte segura. Los que ni sienten ni padecen cuando empuñan la espada o firman el documento. Los que se cargaban, ya impacientes, al gobernante que gestionaba los escasos períodos de paz y reconstrucción. Napoleón decía que los soldados perdidos en una batalla se repoblaban con una sola noche de amor en París. Y se quedaba tan ancho, y tan bajito como siempre. En su mente sólo cabían fábricas de carne, y matanzas en los campos.



    Pol Pot era un psicópata latente, marginal, que se hubiera quedado en un bandolero de la selva si no fuera porque a Richard Nixon le sobraban unas cuantas bombas en los almacenes y decidió bombardear Camboya en plena guerra de Vietnam, sin venir mucho a cuento. Los americanos soltaron lastre sin fijarse mucho en lo que había debajo, y lo mismo destruyeron arrozales estratégicos que poblados enteros donde dormían sus cultivadores. Daba igual. Quizá Richard Nixon y su premio Nobel de la Paz, Henry Kissinger -que hay que joderse, con el premiado- también pensaron, como Napoleón, que una noche de amor en Nom Pen bastaría para restituir a esos camboyanos indistinguibles desde el aire, todos tan iguales, y tan pequeñitos, y con el mismo sombrero de paja para protegerse de los monzones.

    Pol Pot salió del corazón de la tinieblas, movilizó a una banda de asesinos que se hicieron con el poder, y una vez erizados los escaños con machetes y metralletas, decidió que había que asesinar a los que sabían idiomas, leían libros y llevaban gafas para corregir la miopía. O el astigmatismo. De esa locura, y de la locura previa que la causó, escribía el corresponsal del New York Times en Camboya, Sydney Schanberg. De eso, y de su amistad inquebrantable con Dith Pran, un periodista nativo que a pesar de serlo, tampoco entendía nada de lo que le sucedía a su país.





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Bron (El puente)

🌟🌟🌟🌟

En las buenas novelas policíacas, el asunto del crimen viene a ser un asunto irrelevante. O, como mucho, una excusa argumental. Lo importante, lo que a uno le seduce, es el viaje personal del detective, que profundiza en el conocimiento de sí mismo y de los hombres. Lo otro, el afán inteligente del malvado, o el poder deductivo de su perseguidor, puede ser brillante, sorprendente, pero hay que recordar que incluso las aventuras de Sherlock Holmes no las narraba el propio Sherlock -que era un asperger redicho y de prosa ingenieril- sino su adlátere, el señor Watson, que proyectaba en sus diarios la perplejidad y la emoción de vivir al lado del hombre más inteligente de Londres y posiblemente del Imperio Británico.



    Bron, a los efectos, es una gran novela policíaca. Las fechorías de ese nórdico trastornado que pretende vengarse de la sociedad son eso, muy nórdicas, milimétricas y eficientes. Jamás comete un error, siempre llega a la hora y nunca dice una mentira ni siquiera por teléfono, cuando el rubor ya no puede traicionarle el blanco de la piel. Los nórdicos, puestos a buenas, te fabrican un Volvo perfecto o te levantan una sociedad envidiable, pero a malas, cuando les dé por ahí, será mejor que nos echemos todos a temblar…

    El juego del gato y el ratón que propone Bron resulta la mar de entretenido. Pero no es eso lo que te lleva a zampar los episodios como albóndigas grasientas del Ikea. Es la deriva de sus protagonistas lo que intriga más que el desenlace de los asesinatos. Saga, la agente sueca, es la Sherlock Holmes del reparto, la mujer con TEA a la que se le escapa lo emocional pero clava el dato frío y el pensamiento lógico. Martin, por el contrario, es el policía bronco, falto de método, que lleva la emoción a flor de piel y la polla siempre en alerta. Podríamos decir, haciendo un símil neurológico, que Saga el córtex prefrontal y Martin la amígdala que no para de dar por el culo, a veces literalmente.

    Con el discurrir de los episodios, Saga tendrá que imitar a Martin, y Martin a Saga, porque "Bron" también es una "buddy movie" clásica de los americanos. Pero en ese aprendizaje de ser unas personas distintas y mejores, ambos se acabarán estrellando contra el granito de sus personalidades. Nadie cambia. O cambia tan poco que no lo detectan los aparatos de medida. A veces, para asumir esa certeza, hay que emprender un viaje larguísimo de diez episodios que termina en el punto de partida. "Bron" es un puente, pero también un círculo.



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Futurama: Hacia la verde inmensidad

🌟🌟🌟🌟

La última aventura de Futurama es la más triste de todas. Y no porque la serie se termine después de tantas guasas enriquecedoras, porque ahí están, los DVD, y las plataformas como setas, y hasta las descargas ilegales, para volver a disfrutarla cuando queramos. La nave de Planet Express, además, termina adentrándose en un agujero de gusano, y un agujero de gusano no es la muerte, ni la desintegración, sino un túnel que conduce a otro lugar del espacio y del tiempo, como cuando cruzas de un país civilizado a otro que no lo es, atravesando las montañas.




    No. La última aventura de Futurama es la más triste porque es la menos complaciente con el futuro que nos espera. Y mira que la serie es pesimista, y cínica, con el destino de la humanidad, que a uno se le han quitado las ganas de pedirle a Doc que me lleve en el DeLorean a conocer el año 3000, por donde no hacen falta carreteras.... Total, para ver más o menos lo mismo que ahora vemos cuando encendemos la tele, o pisamos las aceras, es casi más interesante viajar al año 3000 de antes de Cristo, a conocer el tiempo de las pirámides, y quizá, con un poco de suerte, encontrarse con Rodríguez el íbero, que labraba los pedregales de León con un quejido en los riñones muy parecido al mío, su retataranieto, cuando me levanto del sofá después de un maratón de ficciones.

    La humanidad del año 2020 se consuela pensando que cuando la Tierra se convierta en un vertedero insoportable, daremos el salto a Marte, o a Titán, con unas naves espaciales superchulas, que nos llevaran a todos, o a casi todos, cantando que buenos son los hermanos Agustinos, que nos llevan de excursión. Pero eso, tal como se cuenta en Futurama, sólo es ponerle parches a nuestra condena. Retrasar el tiempo de nuestra extinción. Marte, y Titán, y cualquier planeta que pisen los retataranietos de Neil Armstrong, sólo será el próximo basurero, el próximo desierto de nuestra avaricia. Dejaremos de ser una plaga planetaria para convertirnos en una plaga galáctica. Y algún día nos encontraremos con la horma de nuestro zapato colonizador.



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Truman

🌟🌟🌟🌟

Mientras veo Truman, en el penúltimo frescor de la primavera, lanzo miradas de interrogación a Eddie, mi perrete, que dormita y se estira de vez en cuando en su sofá. ¿A quién se lo encasquetaría yo, si me dijeran que voy a morir dentro de un mes, o de dos, como le dicen a Ricardo Darín en la película? La gran preocupación de su personaje -aparte de la de morirse, claro, y de hacerlo dignamente, y no como yo, que sería un premuerto esperpéntico e insoportable - es a quién dejar a ese perro suyo tan enorme y tan mayor, en el entorno urbano de los pisos angostos, y de las aceras como tallarines de ancho de Madrid.



    Creo, o quiero creer, que mi perrete encontraría rápidamente quien le acogiera, porque es pequeño y afable. Come más bien nada, y saluda con el rabo a todo el que entra por la puerta. Aunque luego, cuando sale a la calle, le hierve no sé qué instinto por las venas y se convierte en el Mad Max de los senderos, y es como un demonio canijo que no deja una viña sin inspeccionar, un camino sin recorrer, un viandante sin olisquear.

    Cuando Ricardo Darín se despide de su perro a uno se le parte el corazón, y se le salta la lágrima traidora, porque recuerda sus propias despedidas de otros perros nada ficticios. Entonces eran ellos los que tenían todas las papeletas para irse, por ley de vida, pero ahora, con Eddie, la lotería se va igualando. A Eddie, con un poco de suerte, le quedan ocho o diez años de vida, y yo, en ese tránsito, ya habré pasado por la inspección de próstata, por la espeleología del culo, por el primer bulto sospechoso en algún lugar de mi geografía. Por el primer dolor en el pecho, al forzar un día el pedaleo… Quién sabe: los cincuenta son una edad muy traicionera, y quizá, ayer, mientras yo atendía al drama de la película, Eddie también me escudriñaba haciéndose el dormido. Quizá, de un modo instintivo, él siempre está pendiente de mi tos, de mi gruñido, de mi quejido postural. y piensa: madre mía, como éste se me vaya, a ver quién me va a dar esta vidorra de perro asilvestrado de la pedanía.

    Por las mañanas, pocos minutos antes de que suene el despertador, Eddie siempre viene a darme un par de lametazos en la mano descolgada. Pero tal vez no es un gesto de cariño, sino una comprobación de que no estoy muerto. O no del todo...



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Gordos

🌟🌟🌟🌟

Gordos es una película muy incómoda de ver. A mí, al menos, me obliga a retorcerme varias veces en el sofá. Por momentos reniego de haberla vuelto a ver. Quién me mandaba, idiota de mí, en la tarde reposada, plácida, que por fin escondió el sol justiciero tras las nubes…  

    Gordos me toca las pelotas, pero viene bien, de vez en cuando, que te torturen los huevos con cariño. Para eso están los amigos. Y alguna mujeres… Y Daniel Sánchez Arévalo, en esta ocasión, es el amigo del alma que te enreda con un par de birras, te da un par de confianzas, y luego te afea aquello que dijiste, o que pensaste, sobre tu exgordura, o sobre la gordura de los demás.



    Gordos te pone -me pone- frente al espejo de la pantalla. A veces, en las escenas más oscuras, me veo allí, entre los personajes, como un fantasma que se hubiera colado en el fotograma. Yo fui gordo, una vez, hasta que la salud dio el toque de alarma, y me obligó a  ocupar las manos en el teclado, o en los huevos mismos, para dejar de abrir y cerrar el frigorífico. Soy un exgordo, y entiendo la tortura de esos personajes que están gordos sin serlo de constitución, ni de vocación. Pero lo más triste es que siendo un exgordo, sigo prejuzgando mucho a los gordos. Por eso Gordos me cuestiona, me chincha, me arrodilla ante el cura confesor para exponerle las vergüenzas de mi espíritu.

    En Gordos, como en la vida real de los gordos y los flacos, nadie es bueno ni malo. Todos somos humanos y relativos. Puñeteros y egoístas. Defectuosos e incompletos. Y estamos muy solos además. Y nos matan las debilidades. Gordos no sólo habla de estar gordo o dejar de serlo, o de entregarse alegremente a la gordura,si así uno está más feliz. Gordos cuestiona nuestra posición ante la fealdad en general. Nos hace examen de la conciencia, más que de la tripa. Nos obliga a sincerarnos con las cuestiones de la belleza interior y la belleza exterior, en estos tiempos posteriores a Walt Disney, mientras esperamos que lo descongelen.



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El juego de Bender

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El año 3000 de la humanidad es casi idéntico al año 2020. La única diferencia es que dentro de mil años, gracias a la tecnología, todo llegará más rápido y más lejos. Las buenas noticias, los paquetes de Amazon, y las decisiones absurdas de los gobernantes. Habrá extraterrestres caminando por nuestras calles, pacíficos y variopintos, pero será como cuando llegaron los chinos a León hace cuarenta años, a abrir el primer restaurante, o el primer bazar de Todo a 100, que girábamos el cuello al cruzarlos y luego ya los integramos en el ecosistema como vecinos de toda la vida. Y un chino, en León,  hace cuarenta años, era como un venusiano de Futurama, o como un bicho verde procedente de Alfa Centauri.



    Pero Futurama, sin Bender, sería menos Futurama. La serie, por sí sola, es cojonuda, traviesa, desborda imaginación y mala leche. Pero con Bender es una serie superior. Bender es su salto cualitativo, su icono pop. Su banderín de enganche para el público más adulto, que se reconoce en su cinismo. Donde asoma el fantasma del to er mundo e güeno, Bender pone la cordura y la reflexión oportuna. Este robot uniantenal, unicórnico, es el digno sucesor de Diógenes de Sinope, que vivía en un tonel y caminaba desnudo por la calle, del mismo modo que Bender vive en el cuarto de las escobas, y camina con lo puesto en la fábrica de Tijuana.

    Pero hasta ahí, llegan las similitudes. Porque Diógenes creía realmente en la frugalidad, en el desprecio de lo material, y vivía acorde a sus enseñanzas, mientras que Bender es pobre porque no tiene otro remedio. Cada vez que su ansia desmedida le colma de riquezas- en alguna aventura loca por los sistemas extrasolares-, se le rompe el saco de la avaricia. Bender en el fondo es un patán, un bobolón, y tampoco le ayuda mucho que su líquido conservante, imprescindible para seguir funcionando, sea el alcohol de las cervezas.

    La humanidad del siglo XXX, para prevenir las guerras anunciadas en Terminator, hizo que todos los robots se dieran a la bebida. Eso los vuelve impredecibles, pero también egoístas y descoordinados, incapaces de sostener una rebelión contra sus creadores. Un recurso de manual, en los viejos libros de los capitalistas, y de los esclavistas.



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Lunas de hiel

🌟🌟🌟

Roman Polanski está muy enamorado de su mujer, Emmanuelle Seigner, y esta película parece una excusa para mostrarla en las muchas variantes del amor: desnuda, o desnudándose, o ciñéndose vestidos que provocan mucho mareo en el espectador. Porque Emmanuelle Seigner es una mujer muy hermosa, sin duda, y uno piensa, de pronto, que todas las Emmanuelles que ha conocido son mujeres igualmente bellas: Emmanuelle Béart, para quedarse lelo, y Sylvia Kristel, que hacía de Emmanuelle en Emmanuelle, y Emmanuelle Riva, por supuesto,  que en los tiempos de Alain Resnais era la actriz más chic del panorama… Aunque claro, si lo pienso bien, todas las Emmanuelles que he conocido son actrices de cine, y francesas, y en esos ecosistemas la belleza se da por descontada, y es condición a priori para encabezar los repartos y atrapar nuestra mirada.



    Lunas de hiel quiere ser la disección de una relación podrida, en fase terminal: la decadencia, y el daño mutuo,  y el sexo enfermizo. Pero cuanto más ahínco pone Polanski en el drama, más le sale un serial parecido a los cuentos de “Teo va al supermercado…”, o “Teo va a la feria”. Aquí es Emmanuelle acostándose con hombres, besándose con mujeres, contoneándose en un baile, dejándose amar en la postura del misionero, o echándose leche por las tetas mientras desayuna, para volver loco de deseo a Peter Coyote. En “Lunas de hiel”, Emmanuelle Seigner hace de virgen, de principiante, de femme fatal, de dominatrix, de esposa amantísima, e incluso de rain maker, muy aplicada, cuando la cosa de la excitación ya se les va por completo de las manos.

    Y luego, cuando Polanski rebaja el morbazo, la temperatura sexual que a un chaval de nuestra LOGSE ya directamente se la pelaría -curtidos en mil batallas pornográficas en el Porrnhub- y se pone romántico, parisino, con los amantes achuchándose con la torre Eiffel a las espaldas, le sale una vena muy cursi que Vangelis, además, en vez de disimulársela con el maquillaje de la música, se la remarca todavía más, azulada, y gordota, casi como una variz.



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Fargo. Temporada 3

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La realidad supera la ficción. Siempre. Incluso las ficciones de Fargo palidecen en la comparación, aunque a veces, descolocados con sus ocurrencias, pensemos que el telediario posterior nos va a devolver a una realidad predecible, de andar por casa. Y luego, de pronto, aparece un platillo volante en las breakings news, o algo parecido…

    Hay capítulos de mi vida -y ya ves tú, qué vida la mía, de anonimato absoluto en el Noroeste- que los trasladas a la pantalla y parecen sacados de una mente calenturienta y retorcida, de guionista malo, o de guionista genial, que son los que suelen salirse de las carreteras generales. Qué decir, entonces, de la gente interesante que uno conoce, con vidas pintorescas, y aventureras, que te las cuentan frente a una cerveza en la terraza y te quedas alelado, muerto de envidia, o reconfortado de ser tú, mientras piensas que Noah Hawley encontraría materia para añadirle unos matones, y unos paisajes nevados, y montar un Fargo a la ibérica en los parajes de Soria o de Teruel, que serían casi como los de Minnesota, con la Guardia Civil saliendo a patrullar con gorros con orejeras.



    Fargo no está en Minnesota, pero Minneapolis sí, y allí, hace unos días, en la ciudad de los hermanos Coen, el pobre George Floyd salió a comprar con un billete falso de 20 dólares y encontró la muerte por asfixia -a rodillas, no a manos- de un australopitecus con placa que había salido a cazar. Alguien lo grabó, el vídeo se hizo viral, y comenzaron los disturbios que a veces provocan afroamericanos encolerizados y a veces supremacistas blancos que le echan más leña al fuego, porque así, con tanto incendio y tanto escaparate roto, la clase media se acojona, se pertrecha, y el próximo noviembre votará a quien más tanques saque a la calle para defender los negocios. Los discursos de V. M. Varga todavía resuenan en mis oídos…

    Ayer terminé de ver la tercera temporada de Fargo, y justo después de ese final demoledor que nada dilucida -porque la vida es exactamente así, una tensa espera para ver quién es el siguiente que abre la puerta para traer el regalo o la desgracia-  apareció en los telediarios de la realidad un presidente de Estados Unidos con el pelo naranja que se enfrentaba a una multitud armado con una Biblia.



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Gladiator

🌟🌟🌟🌟

Hay películas que valen por un solo instante, como Gladiator, que siendo espectacular y memorable, siempre me ha parecido de un maniqueísmo tontorrón, tan simplona como una función de guiñoles armados con cachiporra. O con espada, en este caso.

    Pero llega ese momento inolvidable, el de Russell Crowe dándose la vuelta, y a uno se le siguen encogiendo los huevos, aunque lo haya visto mil veces en YouTube, y lo haya imitado mil veces ante el espejo, recitando el texto y forzando esa voz grave y barriobajera del gladiador, y al mismo tiempo altanera, de orgullo muy medido para no levantar las iras del Emperador. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…”, y por un momento ya no estoy viendo una película de romanos, sino que estoy en la misma Roma, en la arena del Coliseo, escuchando con la boca abierta a este hombre regresado de la tumba para vengarse. “Me llamo Máximo Décimo Meridio, comandante de los Ejércitos del Norte…” y ya puede uno quedarse tranquilo en el sofá, porque ha vuelto a ver el cogollo de la película, su nudo gordiano, lo que nunca caerá en el olvido.



    Lo que hubiera ligado yo, con ese nombre, con esa retahíla, en los tiempos de la juventud. Entrar en la discoteca, acercarme a la chica más guapa y decirle: “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Ninguna mujer se hubiera resistido a esa sucesión de nombres guerreros, y también algo filosóficos, en extraña mezcolanza que resuena en los oídos como un encantamiento. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Joder: es que es impresionante.  Aunque el jeto de Russell Crowe también ayuda lo suyo, claro,  tan macho, tan sudoroso, quitándose el casco y enfrentando su rostro ante el de Cómodo, el emperador. Russell desprende hombría, seguridad en sí mismo, y lo mismo en su voz original que en la de quien le dobla al castellano, sus palabras retumban en el Coliseo acojonando a los hombres y seduciendo a las mujeres. Y sacando de sus casillas a ese emperador tan inútil como rastrero.

    “Hola, me llamo Máximo Décimo Meridio, y me estaba fijando en ti…” Hubiera sido la hostia, ay,  en lugar de este Alvaro Rodríguez Martínez que empezaba tan bien, en aquella época en la que apenas había Álvaros por el mundo, pero que luego, a golpe de apellidos, se iba diluyendo en la vulgaridad y en el anonimato. Cómo no se me ocurrió antes, idiota de mí, la romana tontería, aunque sólo hubiera sido para sortear las primeras vallas de la seducción. Pero antes del año 2000, claro, cuando vimos Gladiator por primera vez y nos quedamos con la copla. Porque ahora ya parece un cachondeo lo del Máximo y el etc., y ya son muchos los que han probado la gilipollez, rezando para que ella no haya visto la película con sus novios anteriores.



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