El planeta de los simios

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Hostia, no sé... Si después de un viaje interestelar de 200 años aterrizara en un planeta donde los monos hablan en inglés, montan a caballo y persiguen a unas mujeres de nuestra especie en taparrabos, yo, desde luego, le daría una vuelta al asunto. O el viaje ha sido circular y he caído en el mismo sitio -pero en algún tiempo extraño del calendario- o resulta que una educadora de monos se fugó de la Tierra y ha creado un colegio Montessori en las inmediaciones de una estrella lejana, allá por la constelación de Orión. 

Por cierto: ¿y las estrellas en el cielo? A Cristóbal Colón, con sus astrolabios y su ciencia básica del siglo XV, no se le hubiera escapado lo que sí le escapa al astronauta Heston: que si miro al cielo nocturno y veo las mismas constelaciones que en la Tierra, son su estrella Polar, y su estrella Sirio, y su Venus brillante en el horizonte, tal vez, eh, sólo tal vez, exista la posibilidad de que el cohete hiciera pum p’arriba y luego pum p’abajo, como si lo hubiera lanzado la Agencia Astronáutica Española desde la base de Minglanillas. 

(Pero claro: quizá juego con ventaja porque en el año 2023 ya conocemos el final de la película y te anticipas a la ceguera científica de Charlton Heston. El Capitán a Posteriori es un cabrón intergaláctico que nos perturba el pensamiento).

Pero da igual: para revisitar "El planeta de los simios" no me importaba el qué, sino el cómo, la pura curiosidad de ver la película. Y la verdad, vergonzosa para mí, es que no le he encontrado ninguna mística ni clasicismo. Esto no tiene ni pies ni cabeza y además es cutre hasta el sonrojo. Las persecuciones en ese poblado de los Picapiedra son como de Chiquito de la Calzada perseguido por Lucas Grijander: “Noorl”, “quietorrr”, “cuidadín”, “te voy a hacer pupita”...

Te quedas, eso sí, con la esencia filosófica del asunto: que los monos, cuando nos suplanten, serán tan hijos de puta como nosotros, sádicos y pueriles. Y no solo eso: la corrupción de su almas será bendecida por unos curas inevitables que aspirarán no a ser cardenales primados, pero sí cardenales primates.





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El chip prodigioso

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Para nuestra generación, “El chip prodigioso” fue una divertida introducción al mundo de la nanotecnología. En 1987, de chavales, llegamos a pensar que cuando fuésemos mayores –o sea, más o menos como ahora- los médicos nos recibirían en las consultas, nos harían un par de preguntas protocolarias sobre nuestro achaque y luego -como Dennis Quaid en la película- se meterían en una máquina miniaturizadora para hacerse chiquititos, casi microscópicos, y así poder hurgar en nuestras entrañas después de que una enfermera cañón -por lo menos tan guapa como Meg Ryan- inyectara la nave espacial en el torrente sanguíneo o nos la metiera por el culo gracias al amable excipiente de un supositorio. 

Ese era el futuro que imaginábamos a cuarenta años vista: los médicos como navegantes de nuestro espacio intercelular, casi más espeleólogos que facultativos. Más parecidos a Miguel de la Quadra-Salcedo que al doctor Beltrán que poco después se haría famoso en Antena 3 televisión. La de chistes que hicimos, con la tontería de los médicos moleculares, o de las doctoras jibarizadas, ahora ya irreproducibles porque las ciencias políticas han avanzado mucho más deprisa que las ciencias medicinales. De hecho, si no fuera por el desarrollo de la tomografía axial computerizada, estaríamos más o menos como en 1987, sondeando el interior de nuestros organismos casi con la misma tecnología que desarrolló el matrimonio de los Curie en su laboratorio.

“El chip prodigioso” muestra otro avance de la ciencia que no tiene visos de cumplirse ni siquiera a medio plazo. Otra estafa futurista de Hollywood, aunque a ratos resulte muy entretenida. La nanotecnología, al final, resultó ser una cosa de máquinas biónicas tan pequeñas como las moléculas: robots hacendosos cortando tejidos muertos o empalmando cadenas de ADN. Una ciencia muy útil, y a su modo también muy fantasiosa, pero muy poco peliculera para hacer un éxito de taquilla con rubias guapísimas y hostiazos a gogó.





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Men in Black

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¡Me lo van a decir a mí!, que existen los extraterrestres, y que pululan por nuestras calles, yo que llevo en el teléfono las cinco notas musicales de “Encuentros en la tercera fase” como tono de llamada. Re-mi-do-do-sooool... 

“Uy, qué música tan rara”, me dicen los que no vieron la película o la vieron pero ya no la recuerdan. La Pedanía entera. Pues escuchad, majos: ésta es la tonadilla que servía de saludo entre los terrícolas y los extraterrestres. Las cinco notas de John Williams que ya son el H.E.G. (Hola Estándar de la Galaxia) que usamos los iniciados en el misterio de la astrobiología. 

Hará cosa de cinco años que llegué a la conclusión de que todo el mundo que me llamaba procedía de otro planeta: las mujeres del amor, los hombres de la amistad, los familiares que viven allende los mares... Y, por supuesto, las gentes del trabajo, que parecen salidas de un planeta donde las decisiones se toman del revés y los pasillos se recorren por los techos.

Todo esto, por supuesto, es medio en broma medio en serio, pero juro que el re-mi-do-do-sooool suena en mi teléfono cuando contacto con estos seres provenientes de otros mundos que se afincaron en la Tierra. La música me sirve de advertencia: prepárate para una conversación no siempre fácil ni fluida. 

Todo esto lo cuento para advertir a la gente que “Men in Black” no es una película de ciencia-ficción, aunque lo parezca. Porque es verdad que hay aliens por nuestras calles y que los picoletos del SEPRONA se encargan de supervisarlos. Yo, en mi vida cotidiana, también los tengo muy calados. De hecho, trabajo en secreto para los Hombres de Negro. Cuando recibo una llamada en el teléfono y suenan las notas de John  Williams, ellos la escuchan al mismo tiempo en su comisaría ultrasecreta. Lo digo por si algún día vas a llamarme y escuchas un click sospechoso al otro lado de la línea, un susurro, un acople... Que sepas que sabemos. 




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Ex Machina

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Hay tantas lecturas posibles en “Ex Machina” -filosóficas, científicas, sexuales incluso-que no sé ni por dónde empezar. Mi Inteligencia No Artificial (INA) se aturulla ante tal avalancha de asociaciones. 

Lo primero que se me ocurre -por hacer la típica chanza del gilipollas- es argumentar que ese tunante de Oscar Isaac no se dedicaba al diseño de robots, sino a la fabricación de muñecas sexuales muy sofisticadas. Creo que ahora hay unas muñecas japonesas que son la monda lironda, muy reales y excitantes. Lo sé por un amigo que tengo. Pero tampoco quiero denunciar al científico loco. ¿Quién no haría lo mismo en su lugar? Ya puestos a desarrollar inteligencia artificial en lo alto de una montaña, pues mira: le diseñas una carcasa para satisfacer tus expectativas sexuales: las fenotípicas, las posturales, las frecuenciales... 

Todas las expectativas menos la calidez humana -el amor. Y eso es lo que Oscar Isaac, en esta interpretación mía de la película, busca obsesionado: una mujer cibernética con conciencia de estar echando un polvo. Y si no enamorada, si al menos atraída por él. Oscar Isaac es un racionalista científico, pero también sabe que la comunión del cuerpo y del espíritu consigue los orgasmos más inolvidables. ¿Romanticismo? Tampoco jodamos: cuando decimos espíritu queremos decir neuronas espejo y cosas así. 

(Supongo que el Ministerio de Igualdad podría subvencionar un remake en el que una mujer científica, aislada en el desierto de Almería, diseñara unos maromos cibernéticos muy parecidos a Chris Hemsworth con la excusa de estar desarrollando un software muy poderoso. Un pequeño polvo para la mujer y un gran paso para la humanidad). 

“Ex Machina”, por supuesto, tiene otras lecturas menos rijosas y más trascendentales. Y más ahora, que la Inteligencia Artificial ya avanza que es una barbaridad. ¿Hay inteligencia sin conciencia de la propia inteligencia? A mí siempre me ha parecido una pregunta muy prepotente. Muy de ser humano subidito. Muy de creernos la cúspide la Creación. Creer que somos “conscientes” de algo, extramateriales en cierto modo, no deja de ser una presunción de divinidad. Una chulería evolutiva.




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Terapia alternativa

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La venden como una serie de Gastón Duprat y Mariano Cohn pero no lo es. Ellos figuran como “creadores” en los títulos de crédito, pero luego ni escriben los diálogos ni se ponen tras la cámara. Y se nota: a “Terapia alternativa” le falta su mala baba y le sobran siete pueblos de metraje. La serie no está mal -porque al final son argentinos verborreando sobre el amor- pero tiene un punto muy molesto de publicidad engañosa.

"Terapia alternativa" tiene, además, un error de casting a mí me dificulta mucho su seguimiento. Yo presto atención, sí, pero se me van los ojos detrás de esta chica ideal y me paso gran parte de la función comparándola consigo misma, a ver si está más guapa con el pelo suelto o recogido, con el traje de noche o con el casual de trabajar, como Dios la trajo al mundo o con los rasgos sutilmente maquillados. 

La culpa es de Max, mi antropoide interior, que llevaba meses invernando y de pronto ha sentido que comenzaba la primavera. Porque esta mujer, Eugenia Suárez, “la China”, es algo así como la mujer más hermosa del mundo, y nadie en su sano juicio, nadie, ni siquiera ese idiota que la tiene por amante, acudiría a terapia de pareja para desprenderse de su compañía. Ni por salvar su matrimonio -que tampoco es nada del otro mundo- ni por evitar que tras la muerte le aguarde el fuego de las calderas. Yo entendería a este boludo si ella, Malena, estuviera loca, o fuera imbécil del culo, o votara a Milei aunando ambas cualidades. Y aun así ya veríamos... Pero es que tampoco lo parece.

Por lo demás, cuando por fin centro la atención, me topo con la figura de la terapeuta que en realidad es el personaje principal. Como Max vive varado en nuestra  juventud, no se da cuenta de que ella, Carla Peterson, es realmente la mujer que nos convendría para remontar. Por su edad, y por su belleza sostenible. Por su carácter coñón pero agrio como las naranjas. Selva, su personaje, es una psicóloga del amor que ya no cree en el amor; o sí, pero sólo a ratos. En eso es como los curas que ya no creen en Dios, o como los maestros que ya no creen en la educación. Almas gemelas, ella y yo, ya digo.



 


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Anatomía de una caída

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El personaje del que nadie habla en las críticas es el abogado defensor de Sandra, el tal Vincent Renzi. Y a mí me sorprende porque me parece el más ruin -y a la vez el más retorcido- de todo el plantel. Todo por un polvo. Los demás personajes, culpables o no de sus ruindades, son emotivos, sinceros a su modo, dignos de lástima o de comprensión. Ya sabemos cómo son las relaciones conyugales cuando entran en putrefacción: incluso los seres más civilizados sacan lo peor de sí mismos. Y aquí no hay malos absolutos: sólo gente herida, dañada, que desea escapar de la jaula y ya no sabe cómo.

Érase una vez un abogado Renzi a un pene pegado. Se le nota mucho en la mirada. Un aprovechategui de la situación. A Renzi le importa tres pimientos que Sandra sea culpable o no de asesinato: lo que él quiere es librarla de la cárcel para luego tirárselacomo un héroe. Le mueve el prestigio profesional, claro, pero mucho menos que lo otro. “Yo de joven estaba enamorado de ti”, le dice a Sandra en un momento de la pelicula, y se lo dice con la misma cara de panoli que hubo de tener en la adolescencia. Mientras se lo dice, fuera de plano, se adivina un estremecimiento bajo su entrepierna que es la rúbrica infalsificable de los enamorados con paciencia. Ella, por su parte, no parece darse por aludida. Parece pensar: “Tú sácame de ésta y luego ya veremos...”

¿Usted, querido lector, se acostaría con una mujer acusada de asesinar a su marido en tan extrañas circunstancias? Pues depende de sí está buena o no, me responderá con una lógica masculina implacable. Por otra parte, es lo mismo que respondió Michael Douglas en “Instinto básico” cuando le preguntaron por Sharon Stone. Y aunque Sandra Voyter es, para mi gusto, una mujer de rasgos demasiado teutones y quizá un poco abotargados, es obvio que tiene un morbo de mujer inteligente y vivaz, con mucha vida recorrida. Quizá demasiada... 

Al señor Renzi tampoco le importa que ella confiese en el juicio haber sido una mujer infiel que se acostaba con el primero -o incluso con la primera- que pasaba por allí. Él también parece pensar: “Primero nos acostamos y luego ya veremos...”.




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Brokeback Mountain

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Los rudos vaqueros de Wyoming fueron los últimos en caer. Vale que se vayan volviendo mariquitas los funcionarios del Gobierno o los tiburones de Wall Street -pensaban resignados los temerosos de Dios- Incluso los deportistas, jolín, todo el día viéndose desnudos en los vestuarios, o los marines de la Armada, con esas largas travesías por el océano en busca de asquerosos comunistas. La carne es débil y Dios -cuando le da la gana- es misericordioso. ¿Pero los hombres Marlboro? ¡No, nunca jamás!  Ellos son el último reducto de nuestra virilidad, prietos los esfínteres y encogidos los falos ganaderos.

Por eso, cuando Ennis del Mar y Jack Twist se dejaron llevar por el instinto en la tienda de campaña, muchos se llevaron las manos a la cabeza y temieron que por fin hubiera llegado el fin del mundo, cinco años después de la llegada del segundo milenio ¿Y si la orden ejecutiva del Apocalipsis fue dada el año 2000 como anunciaban las Escrituras pero tardó cinco años en cruzar el mar de las estrellas y llegó justo cuando Ennis enfilaba el esfínter relajado de su compañero...? 

Pero pasaron los minutos, y los meses, y viendo que el cielo seguía sin caer sobre sus cabezas, los cabezacuadradas de la sexualidad inventaron chistes muy chuscos sobre “te voy a broke la back, vaquero”, o sobre “este es mi territorio vedado y yo cariñosamente te lo concedo”, para sublimar sus propias inquietudes con la risa. Un deshueve, sí...

Este escándalo de vaqueros dándose por el culo fue mayúsculo porque además, los vaqueros, se enamoraban. Lo suyo ni siquiera era un apretón, un desfogue, una traición pasajera de la carne. No: era amor, de manzanas con manzanas -o de peras con peras, que ya no recuerdo bien- y eso sí que era intolerable. Nos quisieron tumbar la película con anatemas de curas y críticas de pseudocinéfilos, pero la mayoría de nosotros, entre que “Brokeback Mountain” es una película cojonuda y que nos importa una mierda entre quiénes brotan los amores verdaderos, lo pasamos de puta madre -es decir, sufrimos de lo lindo- viéndola en la gran pantalla y luego, con el tiempo, recobrándola de vez en cuando en la intimidad de los hogares. 





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Sentido y sensibilidad

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Sólo existe un -ismo verdadero, que es el clasismo. El clasismo explica todo lo que sucede a nuestro alrededor: la conducta de la gente y la política del Parlamento. La tontería y la crueldad. “Sentido y sensibilidad” es una obra maestra porque está muy bien hecha y además acierta con la enseñanza primordial. Jane Austen no conoció a Carlos Marx pero también sabía que los demás -ismos se subordinan al clasismo o se inculcan para despistarnos.

Lo que pasa es que Jane Austen era una burguesa agraria, conservadora por naturaleza, y no predicaba un mensaje revolucionario. Sus novelas eran románticas, sí, pero de un amor conveniente o resignado. Tuvo que ser el abuelo Karl quien nos enseñara que la única guerra verdadera es la lucha de clases, en vertical, y hacia arriba, y no estas batallas horizontales donde nos matamos entre nosotros como si fuéramos imbéciles o niños irredentos. El racismo solo es aporofobia; el nacionalismo, una histeria dirigida; la guerra de los sexos, un puro despiste que nos divide exactamente por la mitad. 

El romanticismo también es otro -ismo subordinado al clasismo. En unas épocas más que en otras, claro. A principios del siglo XIX, por ejemplo, las normas matrimoniales eran más estrictas que ahora. El amor entre clases antagónicas, si existía, se cortaba de raíz. Se trataba de mantener las haciendas o de ampliarlas, no de compartirlas con los piojosos. El romanticismo no tenía nada que ver con los matrimonios, que eran simples contratos comerciales. A veces una mera trata de ganado. El amor verdadero, en las clases altas, se reservaba para las amantes que vivían como reinas en un piso amueblado en la ciudad.

Ahora, por fortuna, gracias al cine de Hollywood que ha hecho reverdecer nuestros corazones, el amor sin interés económico ha encontrado un pequeño ecosistema para sobrevivir. A veces se producen ascensos sociales gracias a él. A veces incluso descensos... Somos espectadores criados en el romanticismo, aunque al confesarlo quedemos un poco ideales y tontorrones. No es lo más habitual, pero a veces canta el pajarillo.







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Los que se quedan

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“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo decía Lula Pace en “Corazón salvaje” y yo firmo debajo. De hecho, es la frase que adorna el frontispicio de mi Facebook -ahora que Facebook, como el Partenón, ya es una ruina de la Antigüedad. 

La moraleja de “Los que se quedan”, por el contrario, viene a decir que todo el mundo es raro, sí, pero que guarda un corazoncito achuchable en su interior. Y yo, aunque no lo suscribo, porque sé que en el fondo todos tenemos un alma de pedernal, la película me parece cojonuda y casi suelto alguna lagrimita cuando termina.

Es la magia del cine, que no solo te hace creer en galaxias lejanas habitadas por midiclorianos, o en fantasmas de pasillo, o en amores imposibles, sino también en la naturaleza roussoniana de los seres humanos, donde la culpa siempre es de la sociedad o de los otros –“porque nadie me ha tratado con amor”- y nunca de uno mismo, porque la evolución nos hizo así y no nos da la gana de aceptarlo.

Viendo la película me acordé de un profesor que tuvimos en los Maristas de León, el hermano X., que nos daba matemáticas. El hermano X. era despiadado, burlón, inflexible. Exigente como si estuviéramos en un Harvard provincial. Un “old school” al estilo del señor Hunham, también calvorota y falto de sexo para desestresar. Para nada el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, cuyo espíritu, por contraposición, también flota en el ambiente de esta película. 

Pero el último día de nuestra convivencia, porque ya nos íbamos todos al preuniversitario, el hermano X. nos llevó a la sala de audiovisuales, y cuando ya pensábamos que allí escondía los potros de la tortura, nos mostró su colección completa de rock and roll de los años 50, y nos confesó que aquella era la pasión de su vida, tan alejada de los cálculos matriciales. Y nosotros, aunque flipábamos en colores, y nos sentíamos como en el final de una película de Hollywood, sabíamos que allí había gato encerrado, tanto postureo y tantas ganas de enrollarse, aunque luego, la verdad, al minino jamás le vimos los bigotes ni las tres patas. También porque nos daba un poco igual y ya solo queríamos olvidarle.  





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Bronca

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Si el aleteo de una mariposa puede causar un tornado en la otra punta del mundo, una puñeta sacada por la ventanilla puede, desde luego, arruinar la vida de dos conductores que se cruzan en un centro comercial. “Bronca” podría haber durado, qué sé yo, tres minutos, si la coreana pija o el coreano currela hubieran sacado un pistolón de la guantera y a tomar por el culo la discusión. En la Corea de sus antepasados, por ejemplo, la cosa se hubiera alargado más tiempo porque allí, como en Europa, tiran de mamporro limpio o como mucho de tenedor de plástico si justo venías del Burguer King. Pero en Estados Unidos... jo. Cualquiera le saca la puñeta a un zopenco que viene a toda hostia por la carretera, como cantaban "Los Ilegales".

Es lo malo que tiene el estrés, que no te deja contar hasta cinco antes de puñetear. Es lo malo de ir quemado por la vida, aunque las quemazones sean en este caso muy diferentes: la pija porque aspira a cotas más altas de pijotería y el autónomo porque apenas llega a fin de mes entre chapuzas domiciliarias y desvaríos autobiográficos. Su pelea, claro, no es más que una espoleta de retardo. El primer aleteo de la mariposa... El primer episodio de “Bronca” apunta a la lucha de clases y a mí eso me gusta mucho. Me predispone a continuar. Perdida la guerra global se pueden ganar algunas batallas puntuales, de esas que elevan los corazones. 

Pero luego la serie, ay, no tira por ahí. Es más: se vuelve plomiza, discursiva, “íntima”. La vida misma y tal... Cada uno luchando por sus sueños y eso...  Uno, claro, comulga más o menos con las penurias del trabajador, pero el personaje de la muchacha se nos hace insoportable y no queda claro por qué tenemos que simpatizar. ¿Cómo se dice “to er mundo e güeno” en coreano-americano? No me lo quiero ni imaginar. 

(Entre tres minutos de discusión y una serie de 10 episodios innecesarios cabía un término medio, digo yo. La cosa mejora al final, pero hay que cruzar mucho desierto para alcanzarla. El negocio de Netflix no es captar nuestra atención, sino atornillar nuestro culo al sofá).




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Perfect Days

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Mientras veía al señor Hirayama limpiando los retretes de Tokio me acordaba mucho de Lester Burnham, el hombre que al otro lado del océano, en “American beauty”, decidió dejar su maletín de ejecutivo y dedicarse a servir hamburguesas en el McAuto, liberado de responsabilidades, entregado a una rutina sin sobresaltos y más feliz que una perdiz. Porque lo que mata, más que la clase social, es el estrés. Y si bien es verdad que cuanto más abajo más atajo -hacia la muerte-, a veces, en los trabajos más chungos, uno puede encontrar un nirvana de armonía ya que no de monetario. Que a tu lado no haya un emprendedor, un liberaloide, un hijo de la gran puta hecho a sí mismo gritándote al oído también ayuda mucho a limpiar los retretes con mansedumbre.

En un momento de “Perfect Days” se da a entender que el señor Hirayama proviene de otro estrato social, o al menos de otra capacitación profesional, y que ha elegido voluntariamente este empleo que otros consideran más propio del lumpen o del desesperado. Pero el señor Hirayama parece contento, para nada resignado. También me recordaba un poco a mí, la verdad, que yendo para ministro -como creía mi madre- o al menos para subsecretario -como creían mis amigos- decidí bajarme de la vida y trabajar en esto mío tan modesto y tan poco cualificado, pero que me deja mogollón de tiempo para mis cosas. Si el señor Hirayama saca tiempo para sus fotografías, sus lecturas y sus sueños de seductor, yo lo saco para ver películas extrañas en las que sale, por ejemplo, el señor Hirayama, y luego escribir las reflexiones que se me ocurren, también muy alejadas del sector productivo de la sociedad.

El señor Hirayama es mayor que yo y ha aceptado plenamente su decisión. Se nota en que deja los servicios públicos como los chorros del oro sin ninguna necesidad. También es verdad que él vive en Tokio, y no en Madrid, donde el velero llamado “Libertad” lo ha puesto todo perdido de meados de borrachos. Yo, en cambio, todavía estoy en proceso de aceptarme. Cuando me quiera dar cuenta me habré jubilado sin haber alcanzado ese nirvana que fabrica los “perfect days”, absolutamente limpios de conciencia y de sueños raros.





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Que nadie duerma

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Que tire la primera piedra quien no haya soñado alguna vez con un amor inalcanzable. Un amor matemáticamente imposible, de posibilidades infinitesimales. De todo punto ridículo visto desde fuera. Tan ridículo que no puedes ni confiarte a tus mejores amistades, para que no te tomen a pitorreo y duden muy seriamente de tu salud mental. Un amor silencioso, ultrasecreto, pero no doloroso en realidad, porque siempre hay un rinconcito de la conciencia, aunque amordazado, que se hace cargo de la situación.

Y no hablo de enamorarse locamente de la actriz de Hollywood o del cantante de la tele. Hablo de la vida cotidiana, de cuando conoces a Fulanita o Menganito por las esquinas de la realidad y las mariposas del estómago, contra toda lógica, contra toda obviedad, porque tú eres un chiquilicuatre y ella vive en el último eslabón de la cadena trófica, se empeñan en revolotear de un modo improductivo. O -como le sucede al personaje de Malena Alterio- cuando tú eres como mucho la princesa de Bekelar y el maromo es el actor de moda más  buenorro de los teatros madrileños. Y además con barbita de comechochos gourmet incorporada.

Yo sufrí una vez este enorme desvarío. Tan desvariado que es el único amor secreto que nunca le he contado a nadie, ni siquiera una vez que me preguntaron y yo me vi con demasiados licores espiritosos en el coleto. No, nunca, jamás. El pitorreo hubiera sido histórico. Quién sabe si alguno de los presentes, sin pedirme permiso, hubiera tomado mi historia para construir una película sobre un gilipollas integral.

Pero el personaje de Malena Alterio está hecho de otra pasta más comunicativa que la mía, o quizá es que conduciendo el taxi se aburre mucho y suelta lo primero que se le ocurre, por aquello de crear un clima de confianza con la clientela. O que está un poco pirada, que eso también. Por la boca muere el pez, y por la bocaza la taxista, y como además hay mucho hijo de puta suelto por ahí, y también mucha hija de puta, al final salió esta tragedia costumbrista que no es que parezca escrita por Juan José Millás, el maestro moderno de las tramas kafkianas. Es que lo está. 





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El viejo roble

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Dicen -o lo ha dicho él mismo- que ésta es la última película de Ken Loach. Así que se nos va el viejo guerrillero. La clase obrera británica se queda sin su único diputado: el honoris causa. Ya no tenían a nadie en el Parlamento para defender sus intereses -como no lo tenemos nosotros en las cortes de Madrid- pero al menos, con Ken Loach, ellos tenían un cineasta peleón que mostraba sus miserias y proponía sus soluciones. De hecho, gracias a Ken Loach, aquí conocíamos mejor los barrios deprimidos de Newcastle que los barrios chungos de Albacete.

Ahora ya ni eso. Vendrán otros cineastas, supongo, a coger su relevo, pero tardaremos mucho en descubrirlos. O quizá ya ni les dejen rodar, a fuerza de no financiarles. Y si ruedan, gracias al crowdfunding, o al atraco nocturno del tren de Glasgow, les proscribirán, les cerrarán los mercados, les señalarán como a rojos muy peligrosos. No creo que los fachas que ahora gobiernan Movistar + -por poner un ejemplo- toleren semejante propaganda comunista. El nuevo Ken Loach puede que haya muerto antes de nacer. 

Al viejo combatiente le retira la edad, pero también la indiferencia de la gente. Lo que cuenta ya no le importa a nadie. A los ricos se la pela y a los pobres se la bufa. Los pobres ya no quieren remedios para salir de la pobreza: quieren ser ricos directamente. Si los pobres ficticios de Ken Loach aspiran a alcanzar la clase media en un Estado del Bienestar, los pobres reales votan al PP y a cosas peores porque piensan que así les lloverá del cielo el yate, el Rólex, el club de golf compartiendo puro con el alcalde. 

Ken Loach se mata por la clase obrera, pero la clase obrera ya no merece sus matamientos. Nos hemos convertido, mayormente, en gentuza. Yo, aunque funcionario, también soy clase obrera porque mi padre lo fue, así que me conozco el percal. Ahora lo que se estila es votar al facherío para que el moro que vino de Siria -como estos pobres de la película- no pase por delante en la consulta del médico. Yo tenía a las 9 y cuarto y este hijo puta a las 9. Es intolerable. ¿Qué pasa, que en Damasco no atienden en urgencias..? 

Y así todo. Ya digo: escoria. Si el abuelo Karl levantara la cabeza...





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Saben aquell

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De niños, en León, también hablábamos catalán en la intimidad. O al menos lo entendíamos en parte. Y no como ese fascista de José Mari, que solo lo dijo para arañar votos en Barcelona. 

Pero tampoco nos pongamos estupendos: en realidad solo sabíamos dos frases de catalufo, aunque encerraran mundos completos de referencias. La primera, claro, era “Tot el camp és un clam”, que entonaban los culés en el colegio las raras veces que tenían algo que celebrar: que nos ganaban en los duelos directos, mayormente, porque luego, de títulos, no se jalaban ni una rosca, siempre que si el árbitro, que si las lesiones, que si el sursuncorda... Igual que ahora, vamos. 

La segunda frase de nuestro acervo catalán era “Saben aquell que diu...”. Era la muletilla con la que Eugenio siempre comenzaba su show cuando salía por la tele. Y nos descojonábamos, claro, por su acento cerrado de Barcelona, y porque ya anticipábamos el chiste genial que iba a venir justo después. Lo suyo era humor inteligente, y no como el de otros. “Un esqueleto entra en un bar y pide una cerveza y una fregona...”. Yo era mucho de Eugenio, de su semblante y de su distancia, y no tanto de Arévalo o de Bigote Arrocet, que no eran más que dos tolais repetitivos. Los tres eran los reyes de la casete de gasolinera y salían mucho en el “Un, dos, tres”. Y si salías en el “Un, dos, tres” ya te llovían los contratos y te forrabas. Y follabas cantidubi, supongo.

En eso, la película de Trueba es un poco tramposa, porque Eugenio compareció por primera vez en el “Un, dos, tres” cuando ya era un hombre viudo y depresivo. La gran fama de la tele le llegó después de que se muriera Conchita, el gran amor de su vida, con la que empezó haciendo dúo musical y acabó teniendo un dúo de retoños. “El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, que decía Marcial Ruiz Escribano. Y Eugenio acertó el pleno al quince en la quiniela. Conchita, si hacemos caso del biopic, le regaló los mejores momentos de su vida, aquellos en los que su carácter autocorrosivo encontró un descanso y una cura temporal. Hay tipos con suerte, aunque la suya, ay, fuera una suerte con fecha de caducidad.





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La Tierra según Philomena Cunk

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Philomena Cunk es una auténtica tolai que no ha leído un libro de historia en su vida. Una ignorante de primera división que de chavala, en el instituto, cuando se impartía la asignatura, se dedicaba a mirar a los guaperas y a dibujar flores en el cuaderno. O sea, que de historia, ni flowers. Y de sesera, lo justito.

Ésa es la broma recurrente que plantea este absurdo nockumentary: hacer una versión de "Érase una vez el hombre" desde el desconocimiento más absoluto, con una presentadora que mete la pata por doquier y enmienda la plana a los catedráticos más sabios de la universidad, que uno se imagina, tras el “¡corten!”, partiéndose el culamen con el despropósito. 

Philomena Cunk, afortunadamente, es un personaje de ficción, un monstruo de ignorancia construido con mucha gracia por esta actriz llamada Diane Morgan. A mí me parece incluso guapa, con esos ojazos de dibujo japonés y esa coleta tan pizpireta que pasea por los paisajes. Pero seguro que mi amigo, el de La Pedanía le saca diez defectos evidentes y otros tantos rebuscados. En fin: él es así. 

(No quiero olvidarme de lo que iba a decir: que con algunas cosas de Philomena te ríes mucho y con otras te ríes menos, pero el caso es que no dejas de sonreír. Y eso se agradece. He capturado, incluso, algunas cachondadas para luego ponerlas en el Instagram, a ver si alguna mujer medio culta y medio guapa se anima a sonreír).

Pero claro: yo me río con Philomena porque tengo unos conocimientos básicos de Historia y sé dónde está el dato chorra y la tontería descojonante. No es que yo sea un catedrático ni nada parecido, pero es que... joder. Hablamos de 3º de Primaria. La serie está muy poco valorada en internet y tiemblo al pensar que no sea por su humor tan peculiar, sino porque muchos espectadore no entienden dónde está la gracia y piensan que esto es una cosa muy seria e intelectual de la BBC. Así, a bote pronto, y solo entre la peña del trabajo, se me ocurren como veinte personas que tomarían a Philomena Cunk por una experta en la materia. Lamenteibol.




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True Detective: Noche polar

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Escena 1: Un empleado del matadero agrede a una compañera de trabajo. Otra compañera, para defenderla, le atiza al tiparraco con un cubo de metal. Lo derriba, pero el tío es un cavernícola, un borracho pendenciero, y cuando se levanta para seguir soltando hostias es reducido por una mujer policía que en sus tiempos mozos mataba osos con las manos.

Subtexto: ojito con la poli, que aunque sea mujer es de armas tomar. 

De momento, nada que objetar. Pero...


Escena 2: Los policías entran en la misteriosa estación científica, abandonada sin explicación. Un televisor encendido no deja de dar la matraca. El poli joven no es capaz de averiguar cómo se apaga. No hay mandos, enchufes, nada... Su jefa, Jodie Foster, le suelta una patada a un panel y allí aparecen los cables escondidos. Hay una mirada de suficiencia. 

Subtexto: qué lejos quedan los tiempos del mansplaining, muchacho, cuando teníais que explicarnos incluso cómo se programaba un vídeo.


Escena 3: Solucionado el tema de la tele, otro policía enciende un ordenador y hace lista de los científicos desaparecidos que trabajaban en la estación.

- ¿Todos hombres, eh? -suelta el personaje de Jodie Foster con una retranca muy podemita.

Subtexto: el puto patriarcado. Seguro que había mujeres científicas igual de preparadas a las que han marginado del proyecto y han dejado en casa fregando los platos.


Escena 4: en su recorrido por la estación, los policías descubren un sándwich abandonado. Jodie Foster y su subalterno discrepan sobre el tiempo que puede llevar allí ateniéndose al estado de la mayonesa y del embutido. Para zanjar la cuestión, Jodie Foster le suelta:

- ¿Tú no eres de esos padres que hacían sándwiches, verdad?

Subtexto: mientras tú te emborrachabas en el bar con los amigotes o veías fútbol repantigado en el sofá, seguro que tu mujer, la pobre, se encargaba de la crianza completa de los chavales.


Cuatro zascas y aún no hemos llegado al minuto 15 del primer episodio... El misterio de “True Detective 4” no es encontrar al asesino, sino dar con un hombre en Alaska que no sea un agresor, un machista o un inútil integral. No me siento aludido, pero no me interesa. Ya sé de qué va esto. Es un poco cansino.







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Dos años y un día

🌟🌟🌟

No sé muy bien cómo llegué a descargar “Dos años y un día” en mi sacrosanto ordenador. Porque esto es populacho, Atresmedia, mainstream que te cagas, y yo hace cosa de quince años que no pongo Antena 3 ni para insultar a ese pre-fascista de Pablo Motos. Deserté cuando A. dejó de ser un retoño y abandonamos por cansancio el universo de "Los Simpson". 

Sé quienes son Arturo Valls o Amaia Salamanca porque vivo en el mundo y a veces se cruzan conmigo en el espacio electromagnético. Pero nunca me había parado diez segundos a seguir sus artísticas evoluciones. Vivo en un planeta de pago donde me atiborro de otro tipo de ficciones, y de todo el deporte del universo, y tengo la barriga tan llena, y el espíritu tan satisfecho, que hay canales de la tele que tengo borrados de la memoria. Es esnobismo, sí, una pose cultureta, pero también es verdad que padezco una alergia muy peligrosa a los espacios publicitarios. Mi médica de cabecera sostiene que cada anuncio de la tele son veinte segundos menos de vida, y veinte neuronas menos en el epicentro de la inteligencia. Una cosa muy seria. 

Tal vez llegué a “Dos años y un día” siguiendo a ese tipo a veces genial que es Miguel Esteban. Pudiera ser. Lo digo por autodisculparme. Pero vi los dos primeros episodios y me quise bajar de la burra. La serie no iba sobre los límites del humor, sino sobre un gilipollas que tiene que sobrevivir en el ecosistema carcelario: la típica tontería sobre que los reclusos son gente muy maja que crea síndromes de Estocolmo entre la gente decente. Pues nada, digo yo: todos a delinquir y a participar de la experiencia. 

Una memez, ya digo. Pero cada vez que dimitía de la serie, aparecía Adriana Torrebejano para decirme que no, que perseverara, que cada diez minutos iba a salir ella para mantener viva mi voluntad. Y yo le hice caso, claro, porque a mujeres como Adriana Torrebejano no se les puede decir que no. Va en contra del instinto. Es un imperativo biológico. Sería como dejar de comer o de respirar.




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Mad Men. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟


Mira que hay cosas cojonudas en “Mad Men” -los guiones, los pibones, los estilazos, los cursos gratuitos de seducción que ofrece Don Draper a los desheredados- pero quizá lo más acojonante y provechoso sea ver a los ejecutivos de “Sterling & Cooper” despachando sus reuniones de trabajo. Es... otro mundo. La arcadia de la eficacia. Yo, desde luego, como funcionario de tropa, lo flipo en colores.

Los tipos trajeados se saludan, se ponen un copazo, van al grano de sus quejas o de sus exposiciones, se dicen que sí con una sonrisa o se dicen que no con un apretón de manos, y en quince minutos dejan resuelto un asunto trascendental que afectaba a la estructura de la empresa o la satisfacción de un cliente adinerado. No pierden ni un minuto de su tiempo valiosísimo. 

Tras alcanzar el acuerdo o el desacuerdo, Roger Sterling regresa a los campos de golf, Bertram Cooper a sus siestas, Don Draper a sus affaires extramatrimoniales y los demás -los más subalternos de la trama- a seguir trajinando whiskies mientras revoletean alrededor de las secretarias. Y lo enumero sin acritud: la vida es eso que sucede más allá del trabajo, por muy creativo o lucrativo que sea, y estos tipos hacen muy bien en defender sus relojes como soldados acorazados. 

Mañana mismo, sin ir más lejos, está convocado un claustro de profesoros y profesoras en el colegio, y yo me acordaré mucho de “Mad Men” cuando nuestro parloteo se convierta en el reverso improductivo y coñazo de sus reuniones ejecutivas. Los asuntos mínimos serán debatidos hasta la extenuación, y los importantes -por llamarlos de algún modo- quedarán irresolutos para siempre. Nada cambia jamás porque, además, entre otras cosas, se trata de que nada cambie. Fulanita contará no sé qué pirula personal y Menganito se irá por las ramas de su ombligo con pelusas. Nadie levantará la voz para decir “vamos al grano”. Se trata de estar allí, de calentar la silla, de cumplir con el horario. De figurar. De hacer que se hace. Y no es moco de pavo: dado nuestro absentismo laboral -que en “Sterling & Cooper” sería intolerable- el mero hecho de estar en la reunión ya es un mérito comparable al de satisfacer a los dueños de Lucky Strike con una campaña publicitaria. 




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Larry David. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


En esta segunda temporada Larry David ya no folla con su mujer. El abismo de la carne les separa mientras un ángel va tocando la trompeta del divorcio y varios abogados se frotan las manos con la minuta venidera. 

En la primera temporada todavía se veían arrumacos precoitales, conversaciones insinuantes cuando salían juntos a cenar. El matrimonio de los David parecía bien engrasado gracias al sexo más o menos cotidiano, aunque yo, la verdad, ya había detectado que a su mujer lo del sexo ni le iba ni le venía. Que si follaban bien y si no, pues mira, a dormir tan ricamente. Larry es un hombre jovial con muchos millones en el banco, pero físicamente no es precisamente el adonis de Los Ángeles: Larry tiene nariz ganchuda, alopecia galopante y andares de gibón. Y unas gafas como de nerd o de algo gilipollas. Si hubiera sido el basurero del barrio o el fontanero de los retretes, Cheryl nunca se habría casado con él. No es exactamente prostitución, aunque lo parezca: es el instinto. 

Es por eso que tras las cenas en los restaurantes caros o los ágapes con los famosos, ella, ya en casa, con el camisón puesto, a punto de que Larry insinúe que es hora de cumplir con el débito conyugal, finja que está muy enfadada por algo que sucedió durante la jornada y le deje sin follar, con un palmo de narices y un empalme en la entrepierna. Las escenas de darse la vuelta, poner el culo y soltar un buenas noches tajante se multiplican en las resoluciones de los episodios. 

Yo, como todo quisqui, también he vivido esos eclipses sexuales que anuncian la desgracia. Porque el sexo nunca es lo que tú piensas: el encuentro corpóreo que completa el encuentro espiritual. Una entrega gozosa y gratuita. No: el sexo siempre es el regalo que obtienes a cambio de un comportamiento ejemplar. El huesete del perro. A medida que las relaciones avanzan, la lista de cosas que hay que hacer bien para ganar la concupiscencia se hace tan larga, y tan imposible de cumplir, que al final se impone el desaliento y las ganas de claudicar.

Así es como terminan muchas relaciones en las vidas de ficción, y también en las reales.




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Fargo. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟


Supongo que es el signo de los tiempos y que habrá que ir acostumbrándose. A este chaparrón, a esta retórica, a este maniqueísmo tontorrón. Como espectadores de la fraternidad universitaria X&Y, toca taparse con la manta y esperar que venga otra ola sociológica a rescatarnos. Vivimos el retorno del péndulo, el ahora os vais a enterar... 

“Durante años, en las pantallas, nos habéis tratado como amas de casa inservibles para la vida o como putones verbeneros que causaban estragos en los matrimonios. Así que ahora os toca a vosotros sufrir el estereotipo de machorros violentos o de imbéciles con dos cerebros escindidos. Caricatura por caricatura”. Creo que lo escribió Barbijaputa o alguna columnista que la imitaba.

Da igual que sean chorradas como “Barbie” o maravillas como “Fargo”: los personajes masculinos ya solo pueden ser psicópatas o tontos del culo. Casi siempre las dos cosas a la vez. Y lo digo -casi- sin acritud, como aquel traidor al proletariado. Porque a mí, como espectador, me da igual que nos pongan a escurrir mientras el producto sea bueno y esté bien escrito y dialogado. Y la quinta temporada de “Fargo” es en eso cojonuda y quintaesencial: el retorno soñado a los orígenes de la nieve. Todo es impecable salvo ese diálogo conyugal escrito por Irene e Ione en el episodio 6, que da un poco de vergüenza ajena.

(En el "written by" figuraban como Renei Romento y Onei Larrabe, pero hasta yo, que soy hombre, sé resolver anagramas si no resultan muy complejos).

En realidad no ha cambiado nada desde la película original. Allí todos los personajes ya eran gilipollas o malvados salvo la policía que encarnaba Frances McDormand. Incluso su marido, tan buenazo, tenía un algo borderline que delataba su parentesco con las gentes más merluzas de Minnesota. Pero todo tenía gracia, era sutil, no es como ahora... Los hombres sabemos de sobra cómo se comportan nuestros congéneres cuando hay algo en juego: mujeres, o dinero, o prestigio. No voy, desde luego, a defendernos. El panorama es desolador. Pero lo de ahora, en las ficciones, es, no sé... más burdo, más esquemático. Yo me entiendo. 




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Napoleón

🌟🌟🌟🌟

“Napoleón”, si no lo he entendido mal, se parece mucho a “La red social”. Las dos películas cuentan la historia de un fulano que creó un imperio sólo para impresionar a una mujer. Napoleón, uno terrenal para conquistar a Vanessa Kirby, y Mark Zuckerberg, uno digital para convencer a Rooney Mara de que regresara. Nos ha jodido... Yo mismo cabalgué una vez hasta Vladivostok espada en mano, a ver si me nombraban Zar de Todas las Rusias y dejaba impresionada a Natalie Portman. Pero no hubo manera. Donde Napo y Mark triunfaron, yo fracasé. Mi hazaña frustrada salió en la prensa local -la de aquí, y la de Vladivostok- pero como no transcendió al “New York Times” me quedé compuesto y sin emperatriz.

Antes del #Metoo se decía mucho aquello de “ese culo bien vale un imperio”, y no era una simple metáfora. Ha habido hombres a lo largo de la historia que por un buen culo, o por una cara bonita, han reclutado ejércitos para conquistar los campos de Europa o colonizar los ordenadores de la peña informatizada. Si es verdad que Josefina de Beauharnais se parecía un poco a Vanessa Kirby, no me extraña que Napoleón se pasara la vida en campaña solo para merecerla. Puede que él, en el fondo, no fuera un traidor a la República Francesa ni un criminal de guerra engalanado, sino, simplemente, un hombre enamorado. 

Yo mismo, el verano pasado, en Los Inválidos, rumiaba estas cosas ante la mismísima tumba del susodicho. Había que estar allí, por supuesto, pero no rendirle homenaje ni pleitesía. Por mucho que el polvo de su sarcófago sea polvo enamorado... Napoleón -como se nos recuerda al final de la película- condujo al matadero a miles de chavales con una edad parecida a la de mi hijo. Es como si ahora nos gobernara, yo qué sé, el amigo de Pablo Motos, Santi Abascal, y se le metiera en la mollera reverdecer las glorias hispanas en Marruecos, y llamara a filas a mi retoño solo para que cuatro hijos de puta se forren abriendo mercados y depredando recursos naturales. Por mucho que el plan inconfesable fuera seducir -por poner un ejemplo- a Cayetana Álvarez de Toledo, a Santi no le íbamos a reír la puñetera gracia.






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