¡Qué verde era mi valle!

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Ni el valle es verde ni el cabello de Maureen O´Hara es pelirrojo. ¿Una estafa? Pues no: sucede que la película está rodada en blanco y negro y que los colores los tenemos que imaginar. Todos menos el gris de los cielos, y el negro del carbón, que serían los mismos en colorines. ¿Sería correcto colorear la película como proponía el archimalvado de Ted Turner? Mira...: al próximo que vuelva a insinuarlo lo metemos en el ascensor de la mina y lo dejamos a mil metros de profundidad hasta que rectifique su taradez.

Lo de que el valle no sea verde lo puedo perdonar; lo del cabello ceniciento de Maureen O’Hara ya no tanto. Yo también estoy enamorado de Angharad -no te jode- y no me gusta verla con el cabello apagado mientras ese pastor protestante la disfruta en Technicolor. Para él la explosión de la naturaleza y para mí la sombra en la caverna de Platón. No lo veo justo. 

Por lo demás, “¡Qué verde era mi valle!” es una película estimable, cojonuda, aunque no tanto como aseguran los johnfordianos. Hay cosas que conmueven y otras que ya producen un poco de rubor. Pero va, venga, peccata minuta.. Lo más fascinante -aparte de la belleza de Maureen O`Hara, a la que hoy no dudo en proclamar la mujer de mi vida- es esa manera de narrar que tenía John Ford. ¡Es la economía, estúpido!: contar cosas muy complejas en apenas tres planos encadenados, sin necesidad de rodar cosas dislocadas ni de acuchillarlas luego en el montaje.

La sangre de los mineros es roja como la bandera de la revolución, y aunque en la película parezca tinta de calamar, nos indigna del mismo modo al derramarse. El patriarca de los Morgan clama indignado: “¡Socialismo!”, cuando sus hijos le explican que van a montar un sindicato para protestar por el sueldo de mierda y por las condiciones indignas de seguridad. Pero el patriarca de los Morgan es un tipo muy simple que identifica el color rojo con el diablo. El tonto útil de los curas... Te pasas toda la película deseándole lo peor, aunque John Ford trate de vendernos su bonhomía. Pero al final llega el karma, o el mismísimo diablo, a poner un poco de calma en nuestros corazones.







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Barbie

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“Me olía que era una majadería, pero confirmado”. Lo dice Carlos Boyero en la cortinilla de su programa en la SER, y yo lo repito cada vez que me enfrento a una película que no tenía ganas de ver -al menos Boyero las ve porque le pagan, mientras que yo las veo porque soy gilipollas- y a la media hora me doy cuenta de que, en efecto, tenía que haber elegido otra película. Que el bodrio no merecía la pena ni siquiera por curiosidad; ni siquiera por tener un alimento que llevarme a la boca y luego defecarlo con estos dedos, sobre este teclado, para cumplir el castigo que los dioses me impusieron. 

Larga es mi condena, en virtud de mis muchos y graves pecados. Entre ellos, según Greta Gerwig, el de ser hombre.

“Barbie” es una majadería. Y si solo fuera una majadería, pues mira, cada uno con sus gustos. Si sirve para hacer feliz a las mujeres que en su día jugaron con las Barbies y esperan recobrar un pedacito de su niñez... Nada que objetar. Mi hermana tenía una Barbie que le regaló no sé quién -seguro que mis padres no, porque era una muñeca muy cara- y yo la recuerdo siempre desnuda -a la Barbie-, en la caja de los juguetes, levantándome los primeras y confusas turbiedades. Cuando me enteré de que Margot Robbie hacía de Barbie en la película me dije: “A ver si hay suerte...”. 

Pero “Barbie” no es solo una memez diseñada para nostálgicas. “Barbie” es otro ajuste de cuentas con los hombres. La enésima causa general. Me imagino que Pam y sus secuaces -¿secuazas?- aplaudían con las orejas en el cine. Y uno, la verdad, ya empieza a estar cansado. Yo les aseguro que el 95% de los hombres son tipos majos y decentes. Los conozco muy bien porque me muevo entre ellos. Es verdad que llevamos todo el día una película porno en la cabeza, pero casi siempre disimulamos de puta madre y nos comportamos con mucho decoro. Quedan varios cavernícolas entre nosotros, es verdad, pero les juro que afeamos sus conductas y no quedamos con ellos para beber. Todos los bien nacidos estábamos con el feminismo hasta que se convirtió en misandria y revanchismo. Los hombres somos muy simples, pero no merecemos ser tratados como monos. Jolín. 




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El cuerpo en llamas

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Aquí todo el mundo tiene el cuerpo en llamas: primero el policía al que mataron y luego quemaron, claro, pero también la condenada, que siempre va caliente, y el condenado, que es una pura calentura, y hasta el ex de la condenada, que también se gasta una hostia muy guapa. La serie habla de un cuerpo en llamas pero no especifica cuál. Da un poco igual porque todos son policías. Es un solo Cuerpo. 

También podría ser mi cuerpo en llamas, fíjate tú, que se enciende cada vez que Úrsula Corberó aparece en pantalla. Y eso que Úrsula no es mi tipo de mujer, tan retaca y voluptuosa. Tan caribeña. Pero da igual: dile tú a un volcán que erupciona justo a tu lado que no quieres quemarte. Que no es tu tipo de catástrofe. Que prefieres esperar los huracanes monzónicos o las inundaciones en primavera. 

La Rosa Peral que he encontrado en las fotografías verdaderas es otra cosa: más cuqui y menos carnal. Tiene un aire lejano a Inés Arrimadas. Es otro tipo de belleza. Pero a saber cómo era la pantera cuando se desenvolvía en los triángulos amorosos, y también en los cuadriláteros. Los productores han preferido la contundencia física de Úrsula Corberó y no voy a ser yo quien eleve una protesta. No es sólo que sea una mujer perturbadora: es que su trabajo es inquietante y magnético. Le podría costar una carrera, por encasillamiento, de lo bien que lo hace. 

También es verdad que el mal siempre es más fascinante que el bien. El mal te obliga a hacer preguntas, a cuestionar la naturaleza de la gente. Aunque yo, la verdad, creo que hay que ser un roussoniano muy gilipollas para no entender que hay mucho hijoputa suelto por ahí, y mucha hijaputa camuflada entre nosotros. Gente chunga bajo la apariencia del cachondeo o la normalidad. Psicópatas de paisano y sociópatas de paisana. Mentirosas compulsivas y violentos estresados. Muchas veces son indetectables. Sola la buena suerte impide que nos crucemos. 

Buena parte del mérito de la serie le corresponde a ese lunar que Úrsula Corberó tiene justo encima del labio. Como la serie es un puntín reiterativa -Netflix sigue comprando los guiones al peso- a veces me fijaba en él y me quedaba embobado. Es el lunar en llamas. 





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Stanley Kubrick, una vida en imágenes

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Durante mucho tiempo sostuve que Stanley Kubrick era mi director preferido. Ahora ya no estaría tan seguro. En estos treinta años que han transcurrido desde que descubrí sus películas en los cineclubs de León y en las Rebajas de El Corte Inglés, he visto tanto cine que ya no me cabe todo en la cabeza, y en el maremagnum he descubierto cineastas que compiten con el señor Huraño en su bendita genialidad.

Tengo que reconocer, además, que alguna película de don Stanley ya se resbala por mi atención... Que ha sufrido la corrosión mortífera de los calendarios. No voy a citarlas por respeto al maestro. Pero también digo: Stanley Kubrick jamás abandonará este panteón mío de los hombres ilustres. Repasando el documental he contado varias obras maestras que justifican su lugar en mis altares. Su lugar de preeminencia en las nubes del Olimpo. No así su asiento VIP en mi estantería, porque la tengo ordenada por orden alfabético, del director A al director Z, para no perderme cuando las busco, pero también para que ningún autor se crea mejor o peor que sus colegas. Stanley -ahora que lo conozco mejor gracias al documental -habría aplaudido sin duda esta sabia decisión. Él también era un rígido cartesiano; un maniático cargante de sus cosas. 

¿Sus obras maestras? Cada dos o tres años tengo que ver “Teléfono rojo: volamos hacia Moscú” y “Senderos de gloria” como si fueran alimentos básicos de mi vida. También “Lolita”, y “El resplandor”, y por supuesto “Eyes Wide Shut”, aunque muchos críticos con pipa la defenestren. Me da igual. Que les den por el culo, como en la orgía aquella. La contraseña era “Fidelio”, por cierto, por si quieren apuntarse. 

Estas cinco películas nunca conocerán el paso del tiempo. O sí, pero dentro de varios siglos, cuando por fin descubramos el monolito enterrado bajo la superficie de la Luna y nos enteremos de lo que vale un peine sideral. "El Manolito", como decía Carlos Pumares... “2001”, por cierto, es una de esas películas que ya no pueden verse sin consultar el teléfono móvil de vez en cuando.






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La chaqueta metálica

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Recuerdo, como una puñalada en el alma, que fue José María Aznar -el famoso “Ánsar” que hablaba en americano impostado y ponía los pies sobre la mesa- el tipejo que finalmente nos quitó el servicio militar. Supongo que lo haría por razones económicas, a él que tanto le iban las marchas militares y que lo mismo se apuntaba a matar moros en Asia que a invadir la isla de Perejil para que los generales tuvieran un entretenimiento y le pegaran cuatro tiros a las gaviotas. Manda cojones que la mili -la puta mili que dibujaba Ivá en “El Jueves”- tuviera que retirarla un tipo con la camisa nueva que Ana Botella le bordaba en rojo, y ayer. Él, manda cojones, él, el hombre con la sonrisa de hiena y el bigote de fascista, y no nuestros queridos muchachos del socialismo, siempre más pendientes de pegar pelotazos y de inaugurar fastos modernizantes. 

Aquel gesto de Ánsar fue una victoria, pero también una vergüenza para el sector no beligerante de este país: la España pacifista, ilustrada, que veía aquella instrucción con los sargentos chusqueros como una estupidez propia de los tiempos medievales. Un servicio a la patria -la patria de los curas, claro, de los terratenientes, de los banqueros, de los altos ejecutivos del IBEX 35- que te partía la vida por la mitad y además te rebajaba como persona. Que te hacía descender de la categoría de hombre a simio de la selva “nasío pa’ matá”. 

Yo, por fortuna, me libré de todo aquello. Primero porque pedí prórrogas de estudio y luego porque me hice objetor de conciencia. No tenía otro remedio. Enfrentado al salto de potro, a la escalada de cuerdas, a la limpieza exhaustiva de mi Cetme de combate, yo hubiera sido la versión española del recluta Patoso. Primero por naturaleza, y luego porque si me gritan, si me achuchan, ya no soy persona. Je suis el recluta Patoso y entiendo su turbación.

Al final, cuando ya me tocaba servir de bibliotecario en la Universidad, me llegó una carta diciendo que me daban por liberado. Por inútil total, incluso para desempeñar un servicio a la comunidad. Fue un aguijón en mi autoestima, pero una suerte del copón. Nunca tuve que sufrir a ningún héroe de pacotilla gritándome al oído, ni cagándose en mi madre.



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Upon Entry

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Me puse a ver la película pensando: “Bah, la miro veinte minutos mientras como y luego ya la retomo tras la siesta...” Pero me jodió la siesta, la puñetera película. Ya no pude desengancharme. Cuando quise pegar la cabezadita, a horas ya intempestivas, tenía al perrete encima de las piernas suplicándome el paseo. El perro y las películas...

Al principio parece que han rodado “Upon Entry” para quitarte las ganas de viajar a Estados Unidos. Una campaña quizá subvencionada por el propio gobierno americano para descongestionar los aeropuertos y evitar que se les cuele algún terrorista. Todos conocemos algún famoso de Telecinco o algún primo del pueblo que aterrizó allí tan campante y fue conducido a unas oficinas medio mazmórricas donde le auscultaron hasta el blanco del ojete, simplemente por tener la tez oscura, o por tartamudear en el interrogatorio, o por haber leído las obras completas de Lenin, que ya todo lo canta el ordenador. 

Yo mismo, por ejemplo, creo que no podría entrar nunca en los Estados Unidos. Y mira que me gustaría conocer Nueva York, y California, que son mi segunda patria de las películas. Casi he pasado más tiempo en esos lugares que en mi casa, aunque sea de un modo virtual. Pero viendo “Upon Entry” he descubierto que los policías de aduana, cuando se ponen farrucos, te preguntan por tu nickname en las redes sociales, supongo que para comprobar que no fabricas bombas caseras o no deseas el triunfo global del socialismo. Y yo, en eso último, soy hombre muerto. O mejor dicho: deportado. 

Lo aviso por si alguna bella señorita -de esas tan sospechosas que pululan por internet- cree que podría liarme para entrar en el sorteo anual de la Green Card. Porque la película, superado el parecido inicial a “El Proceso” de Kafka, va de eso: del amor globalizado. De la crisis de la pareja en el siglo XXI. Del límite difuso que a veces separa el amor de la conveniencia. De que en realidad nadie conoce a nadie; ni siquiera los enamorados que cruzan el charco para empezar una nueva vida.






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Sospecha

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“Piensa mal y acertarás”, dice el refrán de los castellanos. Y yo, que soy nacido en León, y por tanto enemigo fronterizo de esos imperialistas, tengo que reconocer que lo he aplicado muchas veces en mis devaneos sociales y amorosos. Lo que pasa es que "piensa mal y acertarás" es un pensamiento muy tentador, muy de misántropo vocacional, y cada vez que acierto en el pronóstico me olvido de que la vez anterior me había equivocado. La memoria es muy selectiva y solo retiene lo que nos interesa, mientras que lo otro lo entierra, o lo deforma, o lo subvierte. 

Dicen los psicólogos, además, que predisponiéndonos a ser engañados o traicionados, atraemos con más facilidad el engaño y a la traición. Como indios bailando en la pradera para que se formen las nubes y descarguen sobre él. 

Pero no, ya basta. Con esta medio madurez recién adquirida –y que no sé cuántos meses escasos habrá de durarme- ha llegado el momento de  afirmar que “piensa mal y acertarás” es una sabiduría coja, imperfecta, con tantas excepciones que ya es difícil sostener que sea realmente una sabiduría. Como eso de que “a quien madruga Dios le ayuda...”. Habría que preguntárselo a los currelas que cogen los trenes de cercanías a las seis de la mañana para ganar esos sueldos de mierda que apenas los mantienen a flote.

En “Sospecha”, Joan Fontaine no sabe nada de refranes castellanos. Ella es una anglosajona muy hermosa con trazas de ascendientes franchutes. Nuestros dichos ancestrales, o no los conoce, o no le interesan para nada.  Le parecerían barbarismos de los ibéricos. Sin embargo, empujada por las circunstancias, ella también piensa muy mal de su marido, ese guaperas interpretado por Cary Grant que es incapaz de ganar un duro honradamente y todo lo fía a las apuestas y a los negocios oscuros para seguir manteniendo su tren de vida en la campiña. 

- Seguro que es un hijoputa, pero es tan guapo que me lo follo -piensa Joan Fontaine todas las noches antes de conciliar el sueño.

Hasta que un día, en una fiesta con los amigos, él se muestra muy interesado en conocer un veneno que no deje huella en los cadáveres... 



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Cites. Temporada 1

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En el año 2015, cuando se estrenó “Cites” en la televisión de Cataluña, todavía no estaba muy bien visto esto de ligar por internet.  No al menos en la España Vaciada. Lo sé porque yo me apunté a finales del año 2016 y me acuerdo de cómo me miraron los amigos cuando les dije que me había suscrito a Tinder, y a Meetic, y a la Virgen de la Encina, patrona de estos lugares, a ver si obraba el milagro de un arrejuntamiento. 

Me llamaron de todo, y me insinuaron de todo, y ya recompuestos del patatús, me dijeron que era mucho mejor probar con el método clásico: comparecer a las tantas de la mañana en los últimos bares del lugar, copa en mano y camisa abierta, a ver si algún resto de la madrugada se avenía a empezar una historia de amor tan corta como la noche o tan larga como la vida. Pero como yo soy muy tímido y además no tengo pecho lobo para presumir, decidí quedarme en las aplicaciones y esperar. El primer amor tardó mucho en llegar porque uno vale lo que vale -más bien poco- y porque además el valle de La Pedanía es tierra de paganos, dura de pelar, y aquí todavía no han llegado los profetas para explicar que no pasa nada si la vecina se entera o si el primo te mira raro. Que no pones en riesgo la honra del apellido endogámico si alguien te descubre buscando el amor fuera de los pubs o de las colas del supermercado.

Entre unas cosas y otras, llevo casi siete años entrando y saliendo de este mundo de las citas. Las tres veces que lo abandoné juré, enamorado, que jamás volvería a entrar. Que ya no volvería a necesitarlo. Como cuando apruebas una oposición y crees que nunca más pisarás la Universidad. Pero juré en vano, claro, porque luego la vida tiene sus propios argumentos y no hay otro remedio que acatarlos. Tuve citas catastróficas, de risa y de miedo; algún beso se perdió por ahí; un polvo, una vez, y dos relaciones que casi acabaron en matrimonio. Con papeles y todo... Quiero decir que yo mismo podría trabajar en “Cites” de guionista o de asesor, aunque el amor en La Pedanía y sus alrededores no tenga mucho que ver con el amor en Barcelona, siempre tan locuaz, tan sonriente, tan falto de prejuicios... 





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El puente sobre el río Kwai

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Antes de encontrar su retiro definitivo en los desiertos de Tatooine, Obi Wan Kenobi pasó por el planeta Tierra para participar en las otras guerras de nuestra galaxia. 

En el frente asiático de la II Guerra Mundial, Obi Wan adoptó el nombre de coronel Nicholson y se puso al servicio de Su Majestad del rey de Inglaterra. Obi Wan no podía ir con los nazis porque sus uniformes se parecían demasiado a los uniformes del Imperio Galáctico. Ni tampoco con los japoneses, porque los cascos rituales de los samuráis le traían a la memoria el casco respiratorio de Anakyn Skywalker, su más querido y perdido alumno, al que prefería desterrar de su recuerdo. 

Eso que el coronel Nicholson lleva durante toda la película no es un bastón de mando, sino la espada láser camuflada. No puede usarla para pelear porque daría demasiado el cante y alertaría a los seres humanos de su procedencia cuasi mágica y extraterrestre. Pero tenerla entre sus manos le confiere seguridad en sí mimo y le reafirma en sus valores innegociables de caballero Jedi. Es por eso que el coronel Nicholson se muestra tan cabezota durante toda la película, imperturbable ante las amenazas del coronel Saito o ante las sugerencias de sus compañeros en la oficialidad. Ellos, por supuesto, no saben que el reino del coronel Nicholson no pertenece a este mundo, y que él no le teme a las balas no porque sea un valiente, o un inconsciente, sino porque las balas solo atravesarían su carne mundana para pasar a un estado espiritual que lo haría todavía más poderoso.

Esa es la razón de que al coronel Nicholson no le haga ni puta gracia aquel famoso chiste de Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. El coronel Nicholson posee unos principios tallados en mármol, y cuando se pone a la tarea, se pone, y lo mismo le da que el puente sobre el río Kwai obre a favor del esfuerzo de guerra japonés. Para Obi Wan lo primero es la disciplina de la tropa, y el orgullo del trabajo bien hecho. El bien por el bien, como le enseñó su maestro Qui-Gon Jinn. 

(Al final de la película parece que el coronel Nicholson muere, pero no es verdad. Solo es un truco de Jedi).





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Barry Lyndon

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Una voz interior -la más tocacojones y desalmada que poseo- me iba susurrando todo el rato que “Barry Lyndon” se ha quedado un poco vieja y parsimoniosa Me repetía, la muy víbora y analítica, que un 10% del ADN de Martin Scorsese hubiera venido de perlas -las perlas de la condesa de Lyndon, por ejemplo- para aligerar su excesivo minutaje y no ir perdiendo fuelle con el paso de las décadas. Pero yo, a esta voz interior, cuando se pone a rajar sobre según qué películas del santoral, prefiero no hacerle caso y enmudecerla con el soliloquio que habla de la belleza inmortal de los clásicos. Porque mira qué es bonita, “Barry Lyndon”, como una sucesión de cuadros expuestos para el paseante de su museo... Yo, por supuesto, también tengo mis niños mimados, y mis niñas consentidas, y aunque soy consciente de sus muchos defectos no permito que nadie se meta con ellos en mi presencia, aunque sea una voz propia que nace de mis viejos instintos de cinéfilo.

En cualquier caso, las tres horas de “Barry Lyndon” encajaban como un guante de seda en las tres horas largas de esta siesta casi veraniega. Hay poco que hacer en La Pedanía entre las cuatro y las siete de la tarde, cuando más aprieta el sol y no corre un soplo de aire por las callejuelas. Esto, por supuesto, no es la Irlanda civilizada de Redmon Barry, donde el verano es apenas una molestia pasajera. Esto es el trópico trasplantado a un valle perdido del Noroeste Peninsular, rodeado de montañas que impiden la ventilación y multiplican la sensación de encierro en una prisión. 

Cuando Marisa Berenson apareció en mi televisor aletargada en su bañera, semidesnuda, esperando que la vida se pusiera en marcha más allá de los muros, me he sentido como reflejado en un espejo, yo que también yacía lánguido en mi sofá, desnudo de cintura para arriba, esperando que el sol dejara de filtrarse por las lamelas para anunciar que ya iniciaba su descenso a los infiernos, donde repostará el calor necesario para seguir molestando mañana por la mañana. 





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El león en invierno

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Mis películas son el ducado de Aquitania; mis libros, el reino de Escocia. Mis ejemplares de “El Jueves, el país de Gales, y mis cómics de la niñez, el condado de Anjou. Irlanda sería este ordenador portátil, y Normandía, mi televisor de 42 pulgadas sin 4K. Estos serán los bienes reales que dejaré al mundo cuando yo muera. Ni joyas ni tierras, ni coches ni posesiones. Ni siquiera un apartamento en tercera línea de playa en Torrevieja, Alicante. Será todo tan cutre, tan mueble y tan inútil, que no creo que nadie quiera rapiñarlos tras celebrarse mi funeral. 

Ahora que estoy vivo -o al menos coleando- no existen conjuras entre los allegados para asesinarme y luego repartirse los despojos. Yo, el rey de estos dominios, Álvaro I de León, tuve una esposa legítima en la juventud y varias amantes queridas en la madurez, pero de estos retozos en las alcobas solo emergió un descendiente conocido: Alejandro, el Delfín, que será llamado Butra I de La Pedanía cuando reine. Él será mi heredero universal, primogénito y unigénito sin competencia. No me pasará como a Enrique II Plantagenet, que tuvo hijos como el que tiene cuervos para sacarle los ojos. En mi caso, el hijo único fue una decisión filosófica y luego ya irreversible, tras recibir el tijeretazo del urólogo. Así que Butra I reinará sobre mis estanterías del Ikea como heredero universal y también algo fastidiado. Porque nada de lo mío le servirá: el no lee lo que yo leo, ni ve lo que yo veo, y los soportes físicos de las películas ya le serán más un estorbo que una herencia. Nada vale nada, o está desfasado, o es demasiado personal, así que terminará vendiéndose en un rastro, en el mejor de los casos, o pudriéndose en el contenedor de la basura inclasificable, en el peor. 

Cuando yo muera, este humilde reino de mis posesiones desaparecerá como si nunca hubiera existido. El imperio material que he ido acumulando se repartirá entre cien casas ajenas y cien basureros distintos. La República Independiente de Mi Casa no perdurará. No figurará en los libros de historia. No habrá juglares que la canten, ni monjes que anoten su leyenda. 




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Monstruos, S.A.

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En el año 2023 “Monstruos, S.A.” ya es otra empresa occidental deslocalizada. Después de que Sully y Wazowski descubrieran que las risas de los niños -les niñes, sí, joder- son más energéticas que los lloros, la empresa aún tuvo sus años buenos arrancando carcajadas. Pero la curva de la natalidad, tan flácida como los penes en decadencia, obligó a desmontar el tinglado para trasladarlo a un país que ahora mismo no logro encontrar en internet, pero que seguramente será Nigeria, o Indonesia, o la India de los hindúes, donde todavía nacen niños como conejos. Países muy cálidos y calenturientos, de 40 grados para arriba, donde el pobre Sully sufrirá de lo lindo con ese pelaje más apropiado para latitudes polares o alturas himaláyicas.

Mientras “Monstruos S.A.” desmantelaba sus instalaciones para buscar la fuente de la edad, “Monstruos S.L.”, que obtiene la electricidad asustando a los ancianos, multiplicaba por diez sus beneficios y abría nuevas fábricas aquí mismo, en los restos del imperio, maquillando las cifras terribles del desempleo. El miedo de los ancianos es solo la mitad de energético que el miedo de los niños, porque los viejales ya vienen curados de espanto y además tardan más tiempo en reaccionar. Pero ya hay tantos que superan el pavor energético de los chavales, y además cada vez viven más, y más lozanos. El Ministerio de Sanidad trabaja en secreto para el Ministerio de la Energía, asegurando que esta fuente de suministro prolongue la duración de sus baterías.

Si nadie ha oído hablar de “Monstruos S.L.” es porque no opera con ese nombre cara al público. Antes, cuando gobernaba el PP, se llamaba “Telediario de La 1”, pero ahora que gobiernan los venezolanos se llama “Informativos de Antena 3”. Porque las teles parecen teles, pero no lo son: son succionadores de miedo. A los viejos de España les tienen acojonados entre la parálisis de las pensiones, la amenaza de los menas, los socialcomunistas de la Moncloa y la escasez de gambas en Andalucía. Uno de cada mil muere automáticamente de un infarto, pero los 999 restantes contribuyen a que yo pueda enchufar este mismo ordenador a la corriente.




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Carlos Pumares

Carlos Pumares era de derechas en lo político y conservador en lo cinéfilo. Nada que se hubiera rodado después de 1980 le complacía. Pero hoy, cuando me he enterado de su muerte, se me ha roto una venita. Porque a Pumares le debo gran parte de esta cinefilia que nunca me abandonó. En los mejores momentos el cine es la celebración de mi vida; en los peores, mi sustento emocional. 

Yo mamé la cinefilia porque mis padres eran muy aficionados. En mi casa las películas eran tan sagradas que no se podían ver mientras se cenaba. Y eso, quieras o no, te marca. Mi padre, además, trabajaba en un cine, y aquella platea gigantesca, gratuita para los familiares, era el huerto a la fresca donde la familia pasaba el verano, y también el cineclub calentito donde se curaban las heladas.

De todos modos, mi cinefilia se pudo haber perdido en la adolescencia si no fuera porque en Antena 3 radio, después de José María García, venía Carlos Pumares con su “Polvo de estrellas”. Y como yo era un estudiante de lento razonar y método horroroso, que se quedaba hasta las tantas despierto con los libros, a partir de la una y media dividía la atención entre las asignaturas estúpidas y las clases de cine que Pumares impartía con su pedagogía tan poco académica y gritona.

Pumares era un tipo imprevisible, muy poco complaciente con el oyente, que hacía el programa que le daba la gana porque los dueños se lo permitían y porque solo tenía un patrocinador -El Corte Inglés- que allí anunciaba los estrenos en VHS. La guerra de Pumares contra sus propios oyentes, pelmazos y descarados, convirtió el programa en un talking-show con el que solías partirte el culo de risa. Ahí empezó la época del descojone, pero también la decadencia del programa.

La magia duró, en todo caso, los años decisivos de mi formación. Pumares sería un bufón y un hombre de derechas, pero te contagiaba su pasión casi eucarística por el cine. En el instituto nunca tuvimos un profesor Keating que nos hiciera amar la literatura, pero tuvimos, al menos, aunque fuera por las ondas hertzianas, uno que nos hizo amar las películas hasta el fin de nuestros días.

Gracias por ello, don Carlos.






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Futurama. Temporada 11

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1 En el año 3023 ya podrán verse todas las series de la tele habidas y por haber. La tecnología del futuro, indistinguible de la magia, nos las chutará directamente en las neuronas aun a riesgo de volvernos locos. O tan tontos como Fry... Pero da igual: las habremos visto, y ya podremos participar en todas las tertulias sin miedo a sentirnos marginados.

2. En el futuro, los bitcoins seguirán siendo una estafa financiera, pero la gente ya estará más prevenida y nadie le hará caso al tatatatataranieto de Matt Damon cuando salga en un anuncio tratando de engatusarnos. Hay que tener mucho morro, Matt, jolín.

3. Amazon ya no se llamará así, sino Mamazon, pero para el caso patatas. En el año 3023, el almacén central se expandirá sin control gracias a la nanotecnología de su propia estructura arquitectónica, y se hará más grande que el propio planeta, y que el Sistema Solar, y ya finalmente que el Universo entero, conteniéndolo bajo su infinita esfera de reparto a domicilio. Mamazon será una empresa tan inmensa, tan inabordable, que se convertirá en el mismísimo Dios Todopoderoso y ya nunca más volveremos a saber de ella.

4. Papa Noel será sustituido por una recreación robótica, regida por la Inteligencia Artificial. El 24 de diciembre del año 3023, Papa Noel 2.0 se chalará como se chaló HAL 9000 a bordo de la Discovery 1, y en vez de repartir regalos hará matanzas entre los niños buenos que dormían en sus camitas, esperando su llegada. Ho, ho, ho!!!

5. Las pandemias serán una noticia habitual en el telediario, sin tanta trascendencia como ahora. Entre que viviremos en un basurero global y que ya habremos entrado en contacto con seres de otros planetas, aviados estamos. Los extraterrestres serán seres macroscópicos que traerán sus propios virus o generarán zoonosis sin cuento. Nosotros mismos inundaremos los planetas cercanos con nuestras enfermedades, como hizo Cristóbal Colón en América. 

6. En el año 3023, gracias la nanotecnología y a la mecánica cuántica, recrearemos universos en miniatura idénticos al nuestro. Habrá un miniyó viviendo dentro de una cabeza de alfiler. Nos sentiremos dioses creadores, pero poco después descubriremos que somos el miniyó de otro superyó que nos observa.





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París, distrito 13

🌟🌟🌟🌟


Ser joven, ser guapo y vivir en París es ganar el Premio Gordo en la lotería de la sexualidad. La fórmula perfecta para vivir de cama en cama y de flor en flor. Cuando en la Ciudad del Amor se juntan la belleza del cuerpo y el esplendor en la hierba, pasan cosas tan epicúreas como las que suceden en “París, distrito 13”, que en el vernáculo francés se titula “Les Olympiades”. 

Les Olympiades es un barrio modesto, alejado del centro de la ciudad, pero el influjo erótico de París llega hasta el último confín de su ayuntamiento. De sus ayuntamientos... A veces, cuando sopla el viento del Norte, el perfume de París trasciende los límites administrativos y se expande por el resto de la nación, llegando incluso a traspasar los Pirineos en días muy festivos y señalados. Es la ola del amor, que a veces coincide con la ola del calor. Cuando ambas se juntan todo es sudor y dificultad para dormir. No son los niños los que vienen de París, sino el influjo de procrearlos. O de fingir que se procrean.

En el prólogo de “Justine”, Lawrence Durrell rescataba una famosa frase del abuelo Sigmund: “Todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas”. Y aquí, en la película de Jacques Audiard, se entremezclan tantos cuerpos sucesivos o paralelos a la hora de follar, digitales o carnales, que la cifra se nos queda muy corta para explicar la cacofonía de órganos y sentimientos.

Michel Houellebecq afirmaba en una novela -también ambientada en París- que en todas la relaciones serias hay que acostarse la primera noche. Y yo lo suscribo. Pero eso no quiere decir que acostarse la primera noche signifique tener ya una relación seria. El tiempo dirá... Y de eso va, por ir resumiendo, “París, distrito 13”: de una pareja de jovenzuelos que la primera noche descubren algo diferente a todo lo anterior, pero no aciertan a definirlo porque están acostumbrados a que el sexo es como las fiestas de los amigos: hoy en tu casa, mañana en la mía y pasado a saber dónde.




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Al filo del mañana

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Quién tuviera, ay, el poder de volver atrás en el tiempo, una y otra vez, hasta deshacer el error que nos condenó. Dormirse tras la jornada aciaga y despertar de nuevo en el mismo día, sin avanzar ni un minuto en el calendario. Como hace Tom Cruise en la película cada vez que muere en la batalla. 

Quién pudiera replantearse la decisión, la conversación, el itinerario. La llamada indebida. El exabrupto idiota. Decidir, quizá, no levantarse. Pero ya de levantarse, tomar aire veinte segundos antes de tropezar con la misma piedra. No volver a decir lo que se dijo, ni hacer lo que se hizo. Rectificar diciendo la verdad o contando una mentira. O no decir nada. O no hacer nada. Seguir siendo uno mismo o traicionarse: da igual. Lo que sea necesario para llegar a un arreglo. Cualquier cosa para llegar al final del día con la conciencia apaciguada, y el destino reencaminado. Recuperar una batalla que ya dábamos por perdida en mitad de la guerra.

Pero para eso, ay, habría que ser un superhéroe de la Marvel, o un semidiós con el talón de Aquiles vulnerable. O como en la película: bañarse en la sangre de un extraterrestre asesino capaz de hacer semejantes proezas. O sea, que nada, a seguir tirando, como humildes mortales, esclavizados por nuestro carácter y por nuestro infortunio. Dar por perdido lo que se perdió y seguir remando. Qué poco heroico, la verdad, y qué poco peliculero. Insuficiente para una producción de Tom Cruise salvando al mundo de nuevo. 

Al mundo civilizado, claro, porque España, en los mapas del alto mando -que me he fijado en una de las escenas- aparece ninguneada: ni invadida por los extraterrestres ni recuperada por los humanos. Nada: un baldío, un terreno sin valor estratégico. Un desierto político y demográfico. O un desierto, directamente. Dentro de nada aquí ya solo quedarán las lagartijas y las víboras. Hará tanto calor que ni siquiera los extraterrestres posarán sus naves para extraer minerales del subsuelo. Por eso la batalla final se desarrolla en el Louvre y no en el Museo del Prado. ¿Prado? ¿Qué prado? Dentro de poco ya no habrá ni hierba. 





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El guerrero nº 13

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En la tradición católica, cualquier empresa que reúna a 13 personas alrededor de una mesa nace con el estigma de la mala suerte. La culpa es de Judas Iscariote, que chafó la Última Cena de Jesús con su evangélica traición; o que le otorgó pleno sentido, según se mire, porque sin su intervención no hubiera realmente sido la última cena. 

Para los vikingos, sin embargo, que vivieron muchos siglos sin ser bautizados, el número 13 era el que recomendaban los augures más prestigiosos para acometer cualquier empresa de las suyas: saquear costas, o descubrir Norteamérica, o enfrentarse a unos subhumanos drogadictos con la ayuda de Ahmad ibn Fadlan ibn al-‘Abbasibn Rashid ibn Hammad, también conocido por Antonio Banderas el Malacitano.

Y es que ellos, los vikingos, son tan distintos a nosotros, las gentes del Mediterráneo... Ni en el número 13 nos ponemos de acuerdo. Sontan superiores en lo fenotípico y tan avanzados en lo social... Da gusto verlos, o visitarlos. Ellos nos ponen verdes de envidia y ellas nos sonrojan con su presencia. Nos ponen verdes y rojos como a tomates. Y sin embargo, hasta comienzos del siglo XX, las sociedades nórdicas eran las más pobres de Europa: rústicas, beodas, congeladas. Lo aprendimos viendo “Pelle el conquistador”. Luego descendió sobre ellos el monolito de Kubrick y alumbraron el Estado del Bienestar y el regalo de la socialdemocracia. Y así siguen, yendo treinta años por delante de nosotros en casi todo. Dice el gilipollas de turno: “Sí, pero hay muchos suicidios en Estocolmo...”. Bueno: aquí directamente nos matan por falta de asistencia. 

Yo estaba convencido, no sé por qué, de que en “El guerrero nº13” salía Sean Connery como jefe del comando vikingo. Una idea absurda, como luego se demostró. Una “inception” de origen desconocido. Nuestro Antonio no es secundario de nadie en esta aventura que podría haberse titulado sin rubor “Los trece samuráis”. Hay mucho del clásico de Kurosawa en esta historia del pueblo aterrado y los guerreros venidos para protegerlo. “El guerrero nº13” es una película más corta, más bestia, más mala también. Dicen los que saben que lleva cortes de metraje como tajos de cimitarra, o como mandobles de espadón.





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La mujer del año

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Katharine Hepburn fue capitana general en la segunda oleada del feminismo. Ella era hija de una sufragista que combatió en la I Guerra Mundial de las Mujeres, así que lo llevaba en los genes y luego se lo inculcaron en el hogar. Parece una bobada, pero en los años 40, Katharine Hepburn puso de moda los pantalones entre el sexo femenino, tal era su fama y su ascendiente. Se apuntaba a marchas, a discursos, a todo tipo de protestas que sirvieran para alcanzar derechos y justicias. Dicen que era bisexual y que la prensa no soltó prenda porque estaba muy bien pagada por los estudios de Hollywood. 

Katharine era guapa, inteligente, angulosa, con un carácter volcánico que casi le cuesta la carrera. Una pelirroja fueguina... De joven se pasó dos años sin salir de la cama de Howard Hugues, el aviador millonario con el que aprendió a volar sobre las sábanas y a pilotar aviones sobre las llanuras. Cuando Hugues se volvió majareta, nadie hubiese apostado un dólar a que Katharine Hepburn le abandonaría por un católico machista y borrachín, casado para siempre con su señora. El colmo de los colmos para una feminista... Pero así fue. Spencer Tracy era un hombre temeroso de Dios que prefería traicionar su matrimonio antes que disolverlo. Y como no soy muy ducho en cuestiones teológicas, no sé cuál de los dos pecados es el más tremebundo a ojos de Yahvé. Quiero creer que don Spencer sabía lo que se hacía,y que doña Katharine, que ya interpretó para siempre ese papel de amante subalterna, contradiciendo sus mensajes públicos de empoderamiento, también.

Igual que Humphrey Bogart y Lauren Bacall se enamoraron en vivo y en directo mientras rodaban “Tener y no tener”, Spencer Tracy y Katharine Hepburn se enamoraron ante las cámaras mientras compartian sus escenas de “La mujer del año”, que fue la primera de las nueve películas que rodaron juntos. En las escenas se nota que se sonríen de un modo especial y que los ojos -infantiles los de él, felinos los de ella- se dicen más cosas de las que vienen en el guion. Guarrindongadas, incluso.




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Citas Barcelona

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Salvo en la historia de los sexagenarios y la otra de los aspergers -porque todo el mundo quiere follar y está en su perfecto derecho- en “Citas Barcelona” todos los protagonistas son guays, enrollados, de muy follables para arriba. Aquí el que no es guapo es la mar de simpático o de sensible, y la que no está buena está superbuena y también es la reina de la sonrisa. Nos movemos en la clase alta de las citas por Tinder. Porque sí, queridos amigos, y queridas amigas: en esto, como en todo, también hay clases sociales. Están los que follan cada fin de semana y los que nunca se jalan una rosca. Es el liberalismo económico llevado al terreno de lo sexual, como decía Michel Houellebecq. 

Sea como sea, en Barcelona está claro que Tinder funciona. No es como en la España Vacía, o Vaciada, donde vivimos los envidiosos de las dinámicas urbanitas. En Barcelona hay una masa crítica de casi dos millones de habitantes, así que no es complicado encontrar un alma gemela dispuesta a follar por una noche o por una vida. La competencia también es mucha, eso es verdad, proporcional a las oportunidades, pero allí la gente no tiene miedo de conectar y eso crea un flujo muy positivo en el que incluso los gammas y los épsilons encuentran su nicho en el amor. Esa serie no la van a rodar nunca, pero estaría cojonudo que la rodaran: “Citas Barcelona: 3ª División”. Saldrían actores más feos, y actrices más gordas, pero nos identificaríamos mucho más.

“Citas Barcelona” es la tercera temporada de “Cites”, pero la han llamado así porque transcurre en Barcelona y es como un reboot tras siete años de parón. Yo, por desconocimiento, he empezado la serie por aquí mientras veía, en el canal local, “Citas Ponferrada”, que es la versión comarcal del asunto. De momento sólo hay dos episodios, y los dos los protagoniza la única mujer que ha puesto su foto verdadera en el perfil, y no un tiesto, o una gaviota, o un bonito atardecer. Es la única mujer con la que se atreven a quedar los ponferradinos por miedo a encontrarse con un callo malayo. ("¿Citas Malasia...?"). Ya están rodando el tercer episodio y creo que la actriz repite en el papel. 




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Gattaca

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El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo. 

La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias. 

Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.

“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.



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El señor de la guerra

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Leyendo “1984” aprendimos que la guerra es el medio, y el armamento la finalidad. Y no al revés, como nos enseñaron en la escuela. 

Esto pasa mucho en la vida cognitiva: traslocar medios y fines, causas y consecuencias. De hecho, en “El señor de la guerra”, Andrew Niccol ofrece la misma versión que venía en nuestros libros de texto: primero se enciende el conflicto y luego se buscan las armas para dirimirlo. En esa versión equivocada de la realidad, el traficante de armas que interpreta Nicholas Cage es un hijoputa sin escrúpulos, pero también es verdad que si él no llevara los kalashnikov al campo de batalla otros lo harían en su lugar.

Andrew Niccol -por lo demás un cineasta sobradamente inteligente, como demostró al escribir el guion de “El show de Truman”- no parece haber entendido bien a George Orwell. Porque cuando leees "1984" es como si te cayeras del tanque blindado camino de Damasco. Como si te dieran un bofetón revelador que te pone la cara del revés. ¡Es la acumulación de armas, idiota! Cuando los almacenes ya no dan abasto con ellas y la producción industrial se ralentiza, los dueños del negocio usan al sociópata de turno para que refresque algún viejo conflicto fronterizo. Unas veces le pagan, otras le provocan, y a menudo le jalean desde algún foro internacional. ¿Alguien se cree que Vladimir Putin tiene verdaderos intereses en Ucrania..? Lo que pasa es que se le estaban oxidando los tanques en los hangares, nada más. El viejo nacionalismo panruso no es más que una excusa para explicarse enel telediario. 

La industria del armamento da de comer a millones de personas de un modo directo o indirecto. Si se demostrara que los teléfonos móviles matan por radiación de positrones, los mercaderes los seguirían fabricando porque la industria ya no puede detenerse. Y tratarían de convencernos de la bondad de los tumores cerebrales. Los mismos obreros cancerosos saldrían en manifestación para impedir el cierre de sus fábricas. Por el pan de sus hijos, y por las letras del apartamento.




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Historias de Filadelfia

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Por lo que he ido leyendo estas semanas, Katharine Hepburn prescindió de su oficio de actriz y se interpretó a sí misma en “Historias de Filadelfia”. Tracy Lord, su personaje, también es una pelirroja de la clase alta norteamericana, lista y huesuda, irresistible y caprichosa. La lengua afilada de día y la lengua menesterosa de noche. El volcán que por el día te abrasa y por la noche te calienta. Una pelirroja, vamos. 

Katharine Hepburn y Rita Hayworth fueron las pelirrojas fetén de los años 40, aunque en el blanco y negro de la época todas las mujeres que no fuesen rubias pasaran por morenas o por cenicientas. Menos mal que el personaje de Cary Grant -el ya inmortal C. K. Dexter Haven cuyo nombre yo adoptaré cuando sea millonario, porque mola mazo- se dirige a ella llamándola “pelirroja” para que no olvidemos la comunión indisoluble de su fenotipo con su carácter. En realidad la llama “red” en la versión original -“red, I love you”, o “red, I hate you”, como suele suceder cuando uno se enreda con una pelirroja- pero entiendo que en el doblaje franquista optaran por la traducción menos comunista de las posibles. 

Es por eso, porque Katharine es ella misma, de nuevo instalada en la mansión de papa y mamá en Nueva Inglaterra, que la Hepburn queda tan natural en la película que parece como si flotara en las escenas, en este clásico de los clásicos que en verdad es una obra de teatro. Y lo digo sin acritud, como decía el traidor al socialismo, porque “Historias de Filadelfia” sigue aguantando con buena cara el desafío de los años. Sus líneas argumentales son la lucha de clases y los amores equivocados, y esos son los temas universales que a todos nos siguen zarandeando ochenta años después.

Esto por lo que respecta a Tracy Lord. Porque luego está Traci Lords, la actriz porno, que tomó su nombre en homenaje al personaje, y que protagonizó aquel escándalo mayúsculo de su explotada juventud. Es posible que alguna vez, en el videoclub del barrio, porque éramos así de raros y de eclécticos, mis amigos y yo alquiláramos la historia de Tracy en Filadelfia junto a alguna travesura de Traci en vete tú a saber dónde.




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Ratatouille

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El pasado verano, en París, en uno de los kioscos de antigüedades que flanquean las orillas del Sena, le compré a mi hijo un póster de Remy, la rata cocinera de “Ratatouille”, que le deseaba bon appétit a los transeúntes con su sonrisa bigotuda. 

Como je ne parle pas français y además me da mucha vergüenza airear mi inglés macarrónico -no soy, para nada, un hombre de mundo-, me ahorré la otra vergüenza de explicarle a la vendedora que el póster -que me costó 6 euros franceses con vistas a Notre Dame- no era para un niño pequeño amorrado al Disney +, sino para un chavalote de 24 años que sigue soñando con ser cocinero cuando complete la formación, y entre en el negocio, y le sonría la fortuna en forma del reconocimiento de sus comensales.

En el viejo hogar de los Rodríguez, “Ratatouille” llegó  a ser una película sacramental. El retoño y yo la vimos en el cine cuando él tenía ocho o nueve años, y todavía recuerdo su cara de pasmo al caminar por las calles, de vuelta a casa. Ni hablaba, de lo emocionado que se sentía. Luego la vimos tres o cuatro veces en el sofá de casa, reproduciéndola en un DVD comprado en las rebajas; y cuando yo me bajé de la burra, el retoño debió de verla él solo no sé, diez, veinte veces más, hasta saberse los diálogos de memoria. Algo en las andanzas de Remy le tocó la fibra, pulsó la neurona correcta, y puede que fuera justo en aquella tarde mágica del cine cuando tomó la decisión -aún inconsciente- de dedicarse a la cocina. 

A mí me pasó lo mismo de crío, cuando después de ver “Tootsie” hice juramento de que algún día habría de casarme con una enfermera rubia, lo que una vez casi medio me sucedió...

Quería ver “Ratatouille” porque ando en este ciclo tonto dedicado a las películas que transcurren en París. Pero también porque el otro día vino el chavalote a cenar y nos pusimos -dado el juego lamentable del Real Madrid- a elaborar nuestro top 3 particular de las películas de Píxar. Y ésta era la única en la que coincidíamos los dos, todavía unidos por la nostalgia a aquella tarde en la que fuimos a ver una película y nos encontramos con una vocación. Y con un disfrute de la hostia.





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