Libertad

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En la película de Clara Roquet hay libertad, o más bien Libertad, pero no hay comunismo, lo que seguramente agradará mucho a la señora que manda en la capital. Libertad, la adolescente colombiana, pasa el verano en una familia que cuando escucha la palabra comunismo se parte de risa mientras saca la escopeta o llama al asesor fiscal para preguntar por la estabilidad de los mercados.

En esa familia que huelga en su piscina inabarcable -más grande que la piscina municipal que acoge a los parias de La Pedanía- vive una adolescente llena de complejos llamada Nora que verá en Libertad todo lo que ella no es: una chica libre, contestona, desinhibida con los muchachos, que sale de casa cuando le peta y regresa a ella cuando le sale, por mucho que su madre, Rosana, la criada del hogar, rabie y se desgañite con su vocecita de mucama ejemplar.

Libertad, además, es una chica de desarrollo acelerado, de rostro carnoso y curvas levantiscas, y Nora, acomplejada, se pregunta ante el espejo por qué la vida puede ser tan injusta. Por qué el desarrollo embrionario hace que unas sean así y otras asá. Por qué a unas chicas las premia con la belleza y el hechizo, y a otras las condena a la timidez y a la insustancialidad. En este primer verano lúcido de su adolescencia, Nora comprenderá que la vida no siempre es justa, y que está plagada de desequilibrios y sinrazones.

Nora, en su simpleza de adolescente, se considera una desheredada de la fortuna cuando todos sabemos que a la larga ella lleva todas las de ganar. Nora crecerá, medrará, recibirá apoyos innúmeros y tráficos de influencias, mientras que Libertad, que ahora es la reina provisional de la fiesta, la tormenta perfecta de los encantos, terminará deslomando su cuerpo a cargo de un jornal miserable. Ese es el destino más probable para cualquier siervo de la gleba. Pasados los años, Libertad será carne de crápulas y esclava de empresarios, mientras que Nora, a su ritmo, terminará encontrando su hueco en los privilegios de la burguesía.



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Seinfeld. Temporada 9

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Termino de ver la última temporada de “Seinfeld” y me ratifico en declaraciones anteriores: esta es la mejor sitcom de la historia. No las más perfecta, quizá, porque Larry David y Jerry Seinfeld tampoco aspiraban a la cuadratura de la comedia. Ellos iban un poco a capricho, a golpe de inspiración, y lo mismo sacaban episodios memorables que episodios prescindibles. Pero da igual: nada superará esta tesis doctoral sobre la farsa de ser adultos y responsables. ¿Adultos y responsables? Venga, hombre, hablemos en serio... Aquí no se libra ni el apuntador. Hablo de los personajes de la serie y de los espectadores en el sofá. Cualquiera de nosotros podría ser Jerry, o George, o Elaine. Kramer ya no tanto, eso es verdad.

Pero antes de juzgar a los personajes de “Seinfeld”, yo os desafío, queridos hermanos, a que el primero de vosotros que se considere normal lance la primera piedra. Ellos, como nosotros, también se ganan la vida y son amables con los demás. Tienen padres a los que quieren y policías a los que respetan. Hacen carantoñas a los niños. Pero nosotros sabemos... Nosotros les hemos visto por la mirilla cuando se juntaban en sus salones o en sus dormitorios. O en el Monk’s Café, alrededor de sus platos combinados. Nosotros les hemos sorprendido in fraganti cuando hablaban sin sentido. Cuando se comportaban como niños. Cuando planteaban cosas absurdas. Cuando cotilleaban y enredaban. Cuando juzgaban sin saber y anticipaban sin calcular. Cuando se mostraban maniáticos y bobos, estúpidos y arrogantes. Imperfectos hasta la ternura. Y yo digo que ay, que qué pasaría, si hicieran una sitcom sobre nosotros que les vemos, sorprendidos en los momentos más imbéciles de nuestra existencia. En esos instantes donde se descubre que ser adulto solo es un disfraz que nos ponemos por la calle.

Porque tengo a buen seguro que en la intimidad todos somos así: adolescentes sin escuadrar, temerarios y muy simples. Medio listos como mucho. Inteligentes en momentos puntuales. Más bien estúpidos en general. Maravillosamente imperfectos, y estúpidamente egoístas.




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El amor después del mediodía

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“El amor después del mediodía” no va de la preferencia sexual de hacer el amor a la hora de la siesta, que es una cosa de mucha raigambre en el Mediterráneo. Y a la que yo también tengo cierta querencia cuando se presenta la tentación. No: la película de Éric Rohmer va sobre el adulterio. De un adulterio limítrofe y extraño. ¿Porque qué es, a fin de cuentas, un adulterio? ¿Dónde está la raya que separa la fidelidad del engaño? Rohmer, por supuesto, no iba a rodar un adulterio convencional. Lo suyo -para bien - es enredar, hacer exégesis, poner a franceses y a francesas a filosofar. Y, de paso, hacer que el espectador se cuestione un par de cosas que creía afianzadas y que quizá no lo estaban tanto.

La película empieza con Frédéric -que es un hombre casado - paseando sus ojos azules entre las mujeres de París. Frédéric es un hombre muy atractivo y él lo sabe. Fija su mirada en las parisinas sabiendo que ellas no desviarán sus ojos ni su sonrisa. ¿Es eso adulterio? Según el propio Frédéric -que va deshilvanando su monólogo- no. Él dice que ve en ellas el reflejo de su mujer, y que admirándolas le rinde homenaje de hombre enamorado. Que no pasa nada, en definitiva, por ir valorando cuerpos admirables y futuros alternativos. ¿Es eso adulterio? Yo pienso que sí: de grado 1, quizá, pecado venial y peccata minuta. Quizá un imperativo de la biología. Un algo a veces indisimulable. Pero adulterio. Hay modos de mirar y modos de mirar...

Luego Frédéric conocerá a Chloé, que es una mujer bellísima que le desea. Ella no quiere que Frédéric se separe: le basta con ser su amante, con tener un hijo de él, con verse de vez en cuando en su piso de soltera. Frédéric se citará con Chloé muchas veces sin llegar a penetrarla. La abrazará, la besará, la acariciará desnuda cuando salga de la ducha... Pero nunca creerá estar cometiendo un adulterio. Nosotros sabemos que sí, pero él cuenta con el lenguaje para justificarse. Con la poesía que inventa metáforas. La palabrería.

Viendo la película me he acordado mucho de Bill Clinton y Mónica Lewinsky y no sé por qué.



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Pam & Tommy

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Hasta hace un par de semanas yo era uno de los pocos que no conocía el famoso vídeo de Pamela Anderson y Tommy Lee. Un ignorante lamentable. Estoy en el mundo pero es como si lo flotara, como si nunca posara los pies en el suelo. Solo en la hierba de los campos de fútbol... No veo la tele, ni leo las revistas, ni trato con nadie que me ponga al día de estas cosas. Alguien que me baje de  esta vida mía de pájaros virtuales, a demasiados metros de altitud. Vivo muy apegado al barro para unas cosas y muy distante para otras: así soy yo. El ermitaño de la tontería. Llevo años en una cueva de Tora Bora donde solo entra la “prensa seria” y la actualidad del Madrid, y las películas donde el nombre de Pamela Anderson jamás saldría en los títulos de crédito. Llámenlo elitismo, o estrechez de miras.

Pero tampoco vayamos a exagerar: antes de ver la serie sí sabía quién era Pamela Anderson Pero vamos, muy de lejos, apenas una referencia en el folklore americano. Jamás vi un episodio de “Los vigilantes de la playa” porque sus pechos no aguantaban toda la memez que alimentaban. Yo, de Pamela, solo conocía eso, sus pechos descomunales. Una ceguera úbrica, y lúbrica. Ni siquiera hoy podría ponerle una cara que no fuera la de esta actriz que la interpreta.  Magistralmente, creo.

Tampoco sabía, puestos a no saber, que Pamela había estado casada con un rockero llamado Tommy Lee que era el batería de un grupo de nombre indescifrable, y de música inescuchable. Pero es que ni pajolera, vamos. Y visto lo visto, tampoco creo que me haya perdido nada: Pam y Tommy son dos descentrados, dos personajes insufribles a los que íntimamente deseas que todo les vaya mal en la vida, aunque la serie se empeñe en susurrarte lo contrario.

Bueno: todo no, porque lo del vídeo les pasó a ellos como le podría suceder a cualquiera. Cualquiera que se autofilme, claro. Yo sería feliz si a Pam y a Tommy les frieran a impuestos revolucionarios. Eso sí; pero esto no. Esto otro es inadmisible. La serie va de la pérdida de la intimidad que vino con internet. Y todos -ricos y pobres, tontos y listos- tenemos una intimidad.



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Master of none. Temporada 2

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“Master of none” te da una de cal y una de arena. Es una serie irregular pero maravillosa. Es como una amante tronada, o como un amante bipolar, que te concede días perfectos y también días insufribles. La felicidad y la desesperación. La alegría de insistir y el miedo de continuar ¿Compensa? Pues depende. Eso va en el aguante de cada cual.

“Master of none” es por supuesto una amante que compensa. Si te saltas los episodios en los que Ansari reparte juego entre personajes secundarios, o relata la perplejidad de los hindúes, lo otro, que es encontrar a la mujer de sus sueños, es una sucesión de episodios perfectos que se contemplan con media sonrisa en la cara y media congoja en el estómago. Es comedia romántica, sí, pero no es ñoña ni gazmoña. Es muy del siglo XXI. En la búsqueda de Dev hay parejas que encajan y parejas que no; polvos arruinados y amores casi consumados. A veces hay cama en la primera cita y a veces la cama se pospone para siempre. A veces la cama solo llega tras largas conversaciones paseando por Nueva York, que es como se hacía antes, cuando éramos medio bobos, o románticos del todo, y aún nos pesaban los tabúes como piedras.

Tinder echa humo en el teléfono de Dev desde que su relación con Rachel dejó de funcionar. Y dejó de funcionar porque sí, sin razón ni motivo, como suceden las cosas en los tiempos modernos. Simplemente se cansaron, exploraron otras vías, les dio miedo dejar de volar. Y eso que volaban juntos. Pero les dio igual. Ahora todo es muy raro. La oferta y la demanda de corazones ha creado una economía propia e imprevisible. Ya nunca se sabe. Hoy amas, o te aman, y mañana el amor ya es imposible porque viene un bostezo o un viento del sur.

En esta segunda temporada, Dev está enamorado de Francesca, que es una top model italiana que todavía no sabe que es una top model porque su novio la guarda como oro en paño. Modelo y con novio: Dev lo tiene crudo, sí. Pero Dev no se rinde. Él no es Marcello Mastroianni pero tiene otras virtudes. Para empezar que es más más majo que las pesetas. Y con esa primera piedra tratará de construir el edificio de su amor.



 


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En carne viva

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Antes de rodar “En carne viva”, Meg Ryan fue la reina indiscutible del amor sin sexo. En sus comedias románticas ella ponía ojitos, morritos, te seducía con todos los vestiditos bien abrochados. Meg te enviaba e-mails conmovedores, o se subía a los rascacielos más altos para besarte, que son cosas muy tiernas de mujer enamorada. Pero luego, a la hora de la verdad, jamás te concedía la contemplación de su cuerpo desnudo. Eso solo sucedía tras la cortina de los títulos de crédito, y casi siempre con Tom Hanks de compañero sexual, así que durante años flotó en el inconsciente colectivo el enigma de su cuerpo sin ropa,  tan guapa como era de cara, y tan pizpireta de gestos, con ese punto perverso de sus ojos azules.

Y sin embargo, Meg Ryan había fingido un orgasmo como pocos se habían visto en las salas del cine respetable: un orgasmo de la hostia, a pleno pulmón, a todo lo que da el organismo. La reina del amor sin sexo demostró que también podía ser la reina del sexo sin amor. Pero pasaron muchos años antes de que alguien le concediera una oportunidad. Y la oportunidad, finalmente, se la concedió Jane Campion, en esta película que es tan rara como todas las de Jane Campion. Mira que “El piano” nos parecía rara de cojones y al final resultó ser la más ortodoxa de sus películas. Y también la más bella.

“En carne viva” es una historia tortuosa, reptiliana... rara. Va de un policía con bigote y de una profesora de literatura que follan por puro instinto, por puro morbo, que es a lo que nos referíamos antes con lo del sexo sin amor. Una cosa muy respetable, desde luego, pero que aquí se convierte en enfermiza, y en peligrosa, porque una cosa es zumbarte a un tío que en el fondo te la sopla y otra, muy diferente, zumbarte a un tipo que sabes que podría asesinarte. Ya digo que “En carne viva” es una película muy rara... Pesadota de seguir. Pero sale Meg Ryan en carne viva, eso sí, y según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, una película que da lo que promete merece al menos nuestro respeto.





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Ópera prima

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Se titula “Ópera prima” porque es la primera película que dirigió Fernando Trueba. Y, también, porque cuenta la historia de un hombre llamado Matías que encontró a su prima en la salida de Ópera, en el metro de Madrid. La casualidad.

Corre el año 1979 y las relaciones entre primos todavía no están bien vistas en democracia. Son tiempos oscuros que ya ven la luz del sol, pero todavía quedan zonas en penumbra. Matías y Violeta no son creyentes, pero por si acaso, para no dar lugar a habladurías, deciden encerrarse en la buhardilla donde ella vive para ver pasar la vida desde un edredón. De todos modos, si no lo han entendido mal, lo que es pecado mortal es casarse y procrear, a no ser que le pidas una dispensa al Papa. Pero follar, como ellos follan, con toda la inocencia del mundo, y además con una inocencia enamorada, no es más que un pecado venial por ser una relación extramatrimonial. Y de esas hay muchas por ahí.

Mientras que abajo, en Madrid, van germinando la movida musical y la movida socialista, ellos, en la buhardilla, encerrados bajo siete llaves a no ser que haya que trabajar, o que bajar al supermercado, viven la movida del amor, que es siempre la misma desde que el mundo es mundo. En un momento determinado, Matías le confiesa a su amigo que está viviendo la felicidad absoluta. Se lo dice por teléfono, desde la cama, con Violeta a su lado, desnuda y dormida. “Si la felicidad no es esto, no sé qué es...” Y yo estoy con Matías: la felicidad es poco más que eso: la buhardilla, y la mujer amada, y el deber que no llama, como cantaba Javier Krahe. Lo demás es superfluo, engañifa, mercancía de embaucadores.

“Ópera prima” no estaba prevista en mi programación. No quedaba ni un hueco en mi agenda de chotado. Pero ayer, en el Caralibro, un amigo puso un pasaje descacharrante de Óscar Ladoire arremetiendo contra tirios y troyanos alrededor de una mesa de comedor. Su personaje de Matías es memoria sentimental. Envidia cochina de la palabra. Matías es demoledor, ocurrente, tierno y odioso.  Ahostiable en ocasiones. Un genio. Le adoro. Y tuve que ver la película completa, claro. Otra vez.



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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 4

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La cuarta temporada de “La maravillosa Sra. Maisel” no es redonda. Tiene sus momentos tontos y sus cerros de Úbeda. Pero da igual. La cuarta temporada es como la propia señora Maisel: no es perfecta, pero te da lo mismo, si estás enamorado. Y yo vivo enamorado de la serie y de la señora Maisel. Un poquitín. Uno también puede enamorarse de un personaje de ficción, ¿no? Incluso de un dibujo animado, como les pasaba a los seres humanos con Jessica Rabbit, que bebían los vientos, y pugnaban contra la pulsión.

De hecho, siempre que me preguntan si vivo enamorado, tengo que matizar si me están hablando de una mujer verdadera o de una mujer de la pantalla, que a veces se suceden, pero a veces se solapan, en una trigonometría de fantasía. En un triángulo amoroso que vive sin conflictos ni tensiones. O eso creo yo...

Miriam Maisel, en mi modesta opinión, es un torbellino y un bellezón. Una mujer de armas tomar. Dice tacos, fuma, entra en reyertas con su lengua viperina. Podrías ir con ella a comer entre camioneros y te sentirías como en casa escuchando sus chistes soeces. Sus dobles sentidos de lagarta. Pero luego, tras pasar por casa y ponerse el vestido de noche, y tú el frac alquilado, podrías acompañarla a un concierto en el Carnegie Hall donde ella sería la reina de la noche, la mujer más hermosa y elegante de los contornos. Miriam Maisel es una todoterreno, una embaucadora de las miradas.

A mi amigo, sin embargo, que sigue la serie porque su mujer sigue la serie y hay que hacer matrimonio en el sofá, Miriam Maisel le parece una pesada, y una deslenguada. No soporta ese incesante parloteo que para mí es como el canto de los pájaros. Mi amigo dice que si Miriam fuera muda todavía tendría un pase, lo que a mí me indigna un poquitín. Lo llevo con mansedumbre. Pero es que a mi amigo no le gusta ni su físico, del que dice que le recuerda demasiado a Isabel Díaz Ayuso -o sea, al demonio mismo- en lo cual no va desencaminado. Pero es que a mí, que padezco flaquezas de bolchevique, eso todavía refuerza más mi colgadura, y mi chotadura por Midge Maisel, la reina de los escenarios.



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Tres

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El inicio de la película es prometedor: Marta Nieto -que además es una mujer bellísima- sufre una desincronización auditiva con la realidad. Ella, que para más inri trabaja sincronizando bandas sonoras, empieza a escuchar los sonidos con demora, o con delay, como dicen los modernos. Es como cuando oyes el trueno tres segundos después de que caiga el rayo, pero así con todas las cosas: la moto que pasa, la palabra que te dicen, el aplauso que te dan... Es un desquicie para los nervios y quizá, precisamente, un trastorno de los nervios, una cosa neurológica que rápidamente queda descartada en los análisis. En las analíticas, como también se dice ahora.

¿La solución al enigma? Ninguna. O no al menos ninguna racional, porque luego resulta que Marta no escucha las cosas con demora: es que escucha las cosas que quedan flotando en los sitios, aunque ella no haya estado allí. Tú, por ejemplo, hablas mal de ella en una reunión de trabajo, la reunión se disuelve, y Marta entra cinco minutos después para escuchar todas las recriminaciones que salieron por tu boca, y que se quedaron ahí, como volutas de humo, o como miasmas de rencor. Es un superpoder del copón. Uno que nunca sale en las listas de los superpoderes más envidiables, como la invisibilidad o la visión de rayos X. Yo sigo prefiriendo la telequinesia, pero me valdría lo de Marta. Jodó, que si me valdría...

Las posibilidades que se abren a partir de ahí son infinitas: Marta podría convertirse en una superagente del gobierno, o una vengadora de la noche, algo en plan Marvel con cuero ceñido, Supercóclea, o la Oreja Maravilla. Porque además el superpoder muta de vez en cuando, y a veces Marta escucha las cosas antes de que sucedan, lo que implica, ay, la adivinación del futuro, y quizá la capacidad de influir en los destinos. Ya no una superhéroe de cómic, sino una semidiosa de los olímpicos. Pero nada: “Tres” prefiere trillar otros caminos. Aventurarse por terrenos esotéricos. El rollo New Age. Haberlas haylas. Una decepción y una coña. Marinera.



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Recuerdos

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“Recuerdos” empieza con una pesadilla que al parecer es universal y no solo patrimonio de mi inconsciente. Woody Allen viaja en un vagón de tren destartalado, acompañado de gente con cara de sufrimiento: famélicos, o enfermos, o refugiados de alguna guerra. Allen les mira con cara de no entender. “¿Qué hago yo aquí?”, se pregunta. Al otro lado de las vías, detenido en paralelo, hay otro tren con viajeros que se lo están pasando pipa: gente joven, dicharachera, vestida para una fiesta. Hay bailes, besos, carcajadas... La mismísima Sharon Stone se percata de que Woody Allen les espía y le planta un beso en el cristal. Allen protesta al revisor antes de arrancar: “Yo no debería estar aquí y tal”, pero el revisor le ignora, el tren arranca, y Allen, desesperado, intenta tirarse del vagón en marcha, pero la puerta no cede, y la ventanilla no se baja...

La pesadilla es horrible, y yo me siento reconocido en ella porque la he soñado muchas veces. Pero no exactamente así: mis pesadillas cuentan que me subo a un autobús que va en dirección contraria, o que pierdo por un minuto el tren que partía hacia el Paraíso. De todos modos, es la misma sensación de que la felicidad siempre está en otro sitio, en otra vida, inalcanzable por culpa de un equívoco, o de un retraso, o de una mala pata secular. De ser uno como es, y de ser los demás como son.

La moraleja que yo saco es que da igual que seas un chiquilicuatre de provincias que un hombre como Woody Allen en 1980, aclamado por sus seguidores, poseedor de un apartamento de lujo y seductor de las mujeres más bellas del mundo (mujeres como Charlotte Rampling, por ejemplo, que revienta la pantalla con sus dos ojazos asimétricos y gatunos; la belleza absoluta, quizá, por animal e indescifrable). Al final van a tener razón los psicólogos de la felicidad: que se nace feliz o no se nace. Que eso va en unos genes de nombre alfanumérico muy escondidos en el cromosoma. Una puta lotería. Que hay gente feliz con el palo de una escoba y gente infeliz que se asoma cada mañana a Central Park mientras Charlotte te reclama de nuevo desde la cama.



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Benedetta

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Podría soltar muchas excusas para explicar por qué he visto “Benedetta”: una, que sigo con interés la carrera de Paul Verhoeven, y otra, que sigo con más interés todavía la carrera de Charlotte Rampling, También podría decir que estoy haciendo una tesis doctoral sobre el mundo de los conventos en la Contrarreforma italiana... No sé, cosas así, de cinéfilo responsable, o de historiador aficionado. Pero no voy a mentir. El lector ya me conoce, o no me conoce en absoluto, así que qué más da. Yo venía a la película porque la publicidad hablaba de dos monjas que alcanzaban juntas el otro éxtasis del Señor, y el morbo, y la cosa tonta, obraron el milagro de amordazar a mi yo cinéfilo y asexuado, que últimamente está bastante insoportable.

Antes de ser seducido por el Mal, él me aseguraba que “Benedetta” no iba a ser más que una provocación, una cosa del viejo verde de Paul Verhoeven. Un instinto básico con crucifijos en lugar de picahielos, o un baile de showgirls en el refectorio conventual. Una tontería de dos horas para provocarme un par de erecciones subterráneas y nada más.

Pero no: mi cinéfilo se equivocaba. “Benedetta” tiene sus momentos, desde luego, con esos cuerpos hermosos y esos amores arrebatados, pero a su alrededor crece una trama compleja de personajes oscuros e intereses entrecruzados, los divinos y los carnales. “Benedetta”, además, nos recuerda dos sabidurías fundamentales que no han perdido vigencia: la primera, que el sexo es una fuerza irreprimible, y que si la reprimes, te salen como ronchas en la piel, o como bultos en el espíritu. La segunda, que no hay gente más peligrosa en el mundo que la que se cree elegida por Dios. En el siglo XVII, las Benedettas del mundo podían montar como mucho una campaña militar en Flandes, o quemar un par de brujas en la plaza del pueblo. Asuntos graves, pero no planetarios. Ahora, sin embargo, una Benedetta investida de poder podría apretar el botón nuclear para salvar al mundo de sus pecados, mientras se parte de la risa beatífica.



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Belfast

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Diez diferencias entre la infancia de Kenneth Branagh y la infancia de Álvaro Rodríguez:

1 En León no convivíamos católicos y protestantes, sino católicos y gente que protestaba contra el catolicismo. Parece lo mismo, pero no es igual. Para empezar, los que protestábamos lo hacíamos en voz baja. Corrían los años 80 y no estaba el horno para bollos. Yo estaba en la EGB y el hijo de Dios nos vigilaba desde el crucifijo.

2 Mi abuelo nunca me explicó los secretos básicos de la vida: el escaqueo laboral, y la seducción de las mujeres. Mi abuelo, cuando íbamos a visitarle, hacía un saludo raro con el mentón y se enfrascaba de nuevo en su solitario de la baraja. Eran solitarios, claro.

3 Mi abuela tampoco era como el personaje de Judi Dench en la película. Mi abuela decía que ella ya había criado a sus hijas, y que los nietos no éramos más que una molestia de la biología.

4 Nunca me enamoré de una niña del colegio porque, entre otras cosas, no había niñas en mi colegio. Éramos discípulos del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros. Él nos quería así: atentos a la lección, sin distracciones femeninas. Él nos convirtió en unos monstruos de timidez y desvarío.

5 León no será como Belfast, pero al menos teníamos parques de hierba para jugar a la pelota.

6 Mi madre no era una exmodelo de Victoria’s Secret. Mi padre tampoco era el tío guaperas al que todas la mujeres sonreían.

7 Yo tampoco era un rubiajo encantador como el pequeño Kenny. Yo era más bien remoreno, de pelo castaño y mirada tristona. Así me quedé.

8 Mi hermana tampoco era como este hermano de Kenny en la película..

9 En mi barrio no había Unionistas del Ulster apatrullando la ciudad, pero sí un loco llamado Ramón que a veces te perseguía sin motivo para darte un par de hostias. Era un esquizofrénico perdido, no un luchador de la patria. Ramón era un macarra sin nada de glamour.

10 A mi padre también le ofrecieron un trabajo mejor en otra ciudad. Más dinero, y mejores perspectivas. Pero mi padre no quiso mudarse. Él, como la madre de Kenneth Branagh, vivía aferrado a su barrio y a su gente. Así que nunca salimos de Belfast.



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Maixabel

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Yo no perdonaría, desde luego. Ni olvidaría. Ni mucho menos me reuniría con su asesino. Por muchos años que hubieran pasado. Por mucho que el fulano se presentara arrepentido, y con la llorera desbordada. Por mucho que yo quisiera ser una buena persona, comprensiva y ecuménica. Yo no soy así. Yo soy un tipo muy básico, a medio camino del ideal evolutivo. Maixabel Lasa tiene toda mi simpatía, desde luego. Hay que tener mucho valor. Pero es como si ella perteneciera a una especie que no es la mía. Reconforta ver que no todo está perdido para los seres humanos.

Tampoco trataría de vengarme. Eso no. O no, al menos, pasado un tiempo prudencial, con la sangre ya templada y el ánimo medicado. Porque, además, ¿con qué demonios iba a vengarme yo de tal asesino? ¿A escupitajos? ¿Contratando a otro asesino a sueldo en la Deep Web? Vamos, hombre. Tengo grabado a fuego que la venganza sólo genera más venganza. La famosa espiral. El ciclo macabro de la vida que no se nos contaba en “El rey león” porque era para niños.

Yo lo que haría es... pasar. Cada uno a su vida. Cada mochuelo a su olivo. Uno con su dolor y otro con su remordimiento. Pero cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Mi reconciliación sería anónima, no publicable. Un acto interior. Una mirada al sol del poniente mientras susurro: “Bueno, ya está. Hay que seguir...” Algo así. Puedo reconciliarme con el mundo, con los dioses, con el destino... Con la mala suerte. Pero no con las personas. Ni siquiera creo en la reconciliación cuando me engañan en el amor, así que como para creer en la reconciliación cuando me matan a la amada. Solo faltaría.

La película es cojonuda, pero no lloro en ningún momento. Nada que objetarle a Icíar Bollaín, que maneja una nitroglicerina sentimental muy peligrosa. Pero ella sabe lo que hace. Es una directora que rara vez te defrauda, listísima y eficaz. Pero ya digo que no lloro. El otro día le dije al amigo que ya solo lloro con las historias de desamor. Es lo que he vivido. Mi talón de Aquiles.



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El vengador tóxico

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Hollywood nos ha enseñado que para ser un superhéroe hay que ser, en primer lugar, guapo. Guapo es Clark Kent con su rizo sobre la frente, y también Peter Parker con su exultante juventud. Bruce Wayne triunfa entre las modelos de Gotham mientras Tony Stark triunfa entre todas las surfistas de Malibú. Thor es un dios del deseo y el Capitán América un apolíneo sin tacha. Hulk no es guapo, pero el doctor Bruce Banner que vive en su interior sí. Y todos así... Quizá el único superhéroe feo de cojones -que además ya nunca podrá regresar a su humana identidad- es La Cosa de Los 4 Fantásticos, que asiste envidioso al sex appeal de sus compañeros.

Para ir a contracorriente de esta dictadura de la belleza, los tarados de la productora TROMA imaginaron un superhéroe ya no feo, sino horrendo, primo hermano del hombre elefante de David Lynch.  El pobre Melvin ya era muy feo ante de la transformación, y por eso se reían de él los chuloputas y las buenorras, que son los afortunados del fenotipo. Pero Melvin, tras caerse en el barríl de los residuos, ya es directamente un monstruo, un amasijo de músculos inflamados y piel supurante que vaga por los alrededores de Nueva York impartiendo justicia como haría Bud Spencer si fuera más allá de los bofetones. Es decir: arrancando brazos, y aplastando cráneos, y clavando hierros en los ojos. Quien ríe el último ríe mejor, sí.

Es imposible no sentir una simpatía vergonzante por el vengador tóxico, a pesar de sus cafradas. Pero es que su ojeriza es nuestra ojeriza también, aunque la nuestra sea civilizada y esté bajo control.  Melvin se venga de los imbéciles que le ofendieron, y de los políticos que le humillaron. Gente tan odiosa como universal. Pero con los demás, con los fofisanos del mundo y con los perdedores de la riqueza, Melvin es un osito de peluche que siempre está dispuesto a echar una mano. Existe la solidaridad obrera, y existe, también, la solidaridad entre los feos.





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Kiki, el amor se hace

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El amor se hace cuando se puede. Y si no se puede, pues se piensa, o se escribe, o se expresa verbalmente. O se echa de menos. También se puede reprimir, claro, pero esa actitud crea neurosis en el alma, como explicaba el abuelo de Viena.

La Iglesia condena el sexo en sus cuatro vertientes: pensamiento, palabra, obra y omisión. Omisión, sí, porque denegar el sexo a quien quiere concebir otro cristiano sin afanes recreativos también comete pecado. Y uno morrocotudo, además. O sea, que el sexo es pecado lo mires por donde lo mires. Lo cojas por donde lo cojas.

En la carrera de Magisterio -lo de carrera es un decir- teníamos un cura que nos daba la asignatura de religión. No había ni un solo católico practicante entre nosotros, pero necesitábamos los créditos para ganarnos la vida en un colegio privado si fuera menester. De todos modos, nos llevábamos bien. Él sabía a lo que venía y nosotros también. Un día nos dijo que no entendía la expresión “hacer el amor”: que le parecía fría y mal construida. Que el amor no se hacía, sino que florecía, o algo así. Y que, por supuesto, florecía fuera de la cama, y no dentro, donde solo era concupiscencia y trampa mortal.  Una compañera mía que estaba más buena que el pan, y que salía con los tipos más cachas de la Universidad, le dijo que para ella “hacer el amor” era una expresión perfecta. Que el amor se trabajaba realmente entre sudores de fragua. Que la cama era una forja donde se templaba el metal y se hacía más resistente. Y para nada, como afirmaba él, un lugar donde el amor se desvirtuaba o languidecía. Lo dejó patidifuso, claro. Y a nosotros más enamorados todavía. Platónicamente, claro, como al cura le gustaba.

No sé qué hubiera dicho nuestro cura si hubiera visto “Kiki, el amor se hace”. Supongo que le habría dado un infarto nada más empezar. Si ya no entendía lo que era hacer el amor en una pareja convencional, imagínate en estas, que se excitan con los tejidos, o con los peligros, o que se juntan de tres en tres, o contra natura, o que se van de orgías el sábado sabadete.  “Una cosa es la libertad y otra el libertinaje”, hubiera gritado al televisor antes de palmar.



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El poder del perro

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Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo. Lo decía mucho mi abuela cuando yo era pequeñín. Pero como era pequeñín, no terminaba de entenderla. A mí me parecía más bien al revés: que Dios, o Jesusito de mi Vida, que era niño como yo, estaban en la Torre de Vigilancia para defendernos del agua brava: de las olas gigantes, y de los ríos desbocados. Y que para el agua mansa -que era el agua de los charcos, o de los arroyos sin profundidad- bastaba con pegar un saltito o coger la mano de mamá. Hablamos de las personas, claro. Y de Benedict Cumberbatch en particular, que parece el río desbravado de esta película.

Mi abuela hablaba de los bocazas como él, de los faltones pendencieros, que a veces no son tan peligrosos como los pintan. O sí, según... Pero que aun siendo peligrosos, se les ve venir a la legua y puedes levantar las barricadas. Están ahí, enfrente, posicionados. En cambio, de los falsos que sonríen, de los sicarios que disimulan, es mucho más difícil guarecerse. Los quintacolumnistas son la gente más peligrosa que puedas imaginar. Pueden pasar por perfectos desconocidos que te cruzas al pasar, pero también pueden ser tus amigos, tus parientes, cualquiera que te siga el rollo. Tus amantes incluso. El peor enemigo puede ser quien te besa cada mañana jurándote fidelidad mientras rumia su venganza, o planea su deserción. El agua mansa...

Por otro lado, tengo que decir que me toca mucho los cojones que la Biblia se meta tanto con los perretes, yo que tengo uno, y que además estoy convencido de que ellos son los ángeles del Señor, inocentes y tontunos. Aquellos barbudos del desierto que tanta turra nos dieron con sus guerras por el agua -qué otra cosa, sino, es el relato de la Biblia- tenían a los perretes por seres sucios, inmundos, poseídos casi siempre por diablos. Yo pensaba, siguiendo a mi abuela, que lo del poder del perro hacía referencia al perro ladrador y poco mordedor. O al poco ladrador pero peligroso de cojones. Pero no: no era eso. Mecachis lo profetas. Eddie, a mi lado, asiente con su cabecita.




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24 hour party people

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Alrededor de Tony Wilson fueron muchos los que se elevaron hasta el sol y luego se estrellaron contra el suelo en un hostiazo memorable. Están, que yo enumere, los músicos drogados, los productores alcohólicos, los representantes codiciosos... Los traficantes de éxtasis y las grupis alucinadas. Los excéntricos y los imbéciles. Los tarugos que nacieron con talento y los esforzados que nacieron sin el duende. Mozarts y Salieris. Punks que molaban y suicidas que cantaban. Aprovechados e iluminados. La fauna completa del Manchester musical, a la que Tony Wilson encerró en un zoo con música a todo trapo por megafonía.

De la vida privada de Tony Wilson apenas se nos cuentan tres amoríos porque él -recuerden- es un personaje secundario dentro de su propia historia. Pero se nos cuenta todo, o casi todo, de su labor musical y evangelizadora. Su programa en Granada TV fue como “La edad de oro” de Paloma Chamorro en el UHF. Él vio tocar un día a los Sex Pistols en Manchester, en 1976, y a partir de entonces  ya todo fue predicar la buena nueva, y las bienaventuranzas del pentagrama.

    Hasta entonces, Tony se ganaba la vida entrevistando al friki de turno, o al tonto del lugar, como hacen los reporteros dicharacheros de España Directo. Pero luego, tras el sermón de la montaña, Tony se convirtió en el factótum de la vanguardia musical que creció a los pechos rebeldes del punk, aunque él siempre luciera gabardinas molonas y los cabellos engominado. Un pincel, que se dice.

    Si nos atenemos al guion, Tony no ganó ni un duro con estas aventuras de cazatalentos. Su lema era todo por la música, y no todo por la pasta. Él fue, ciertamente, el apóstol desinteresado de la Palabra. Es por eso que, en agradecimiento, el mismísimo Dios le visita al final de la película para ponerse al día de lo que se cuece en el pop-rock. Y justo entonces Tony Wilson hizo a Dios a su imagen y semejanza.



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El ministerio del miedo

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“Pero esta gente... ¿qué ha visto en la película que yo no he visto”?, me pregunto sorprendido, cuando repaso las críticas del personal y leo que “El ministerio del miedo” se lleva notables y sobresalientes entre el aplauso general. “¡Una obra maestra de Fritz Lang!” y tal y cual...

Y en mi entraña, de nuevo, el síndrome del impostor. El miedo a no ser un ciudadano culto y refinado, distinto a estos paisanos de La Pedanía que jamás han escuchado el nombre de Fritz Lang ni falta que les hace. De nuevo el temor a ser un simple provinciano entregado al postureo y a la tontería intelectual. Un besugo con aspiraciones de tiburón que se planta ante “El ministerio del miedo” y a la media hora se pregunta qué narices está haciendo en el sofá, asumiendo como “historia imprescindible del cine” este argumento sin pies ni cabeza, estas actuaciones acartonadas, estas situaciones casi risibles de los londinenses bajo las bombas de la Luftwaffe.

¿El emperador va vestido y solo yo imagino las vergüenzas? ¿O en verdad va desnudo y solo yo me atrevo a señalarlo? Pues no, espera, porque en medio de los aplausos hay otro internauta con cara de palo, un medio hermano con gesto de indiferencia, que apenas le ha puesto un 6 a la película y que explica que el propio Fritz Lang renegaba de su criatura porque la Paramount se la había cercenado y censurado. Que el viejo Fritz nunca quiso volver a verla y que siempre cambiaba de tema cuando le insistían en preguntar. Ya me quedo más tranquilo, la verdad, aunque no del todo...

Por lo demás, tengo que confesar que vine a “El ministerio del miedo” buscando documentación para los próximos ministerios del miedo que están por venir, cuando el PP gane las elecciones y VOX reclame carteras estratégicas como condición para su apoyo. Ministerios del miedo serán el del Interior, con un matón de responsable; el de Educación, con un patriota en el despacho; el de Exteriores, con un paramilitar en el desfile; el de Hacienda, con un corrupto en los caudales; el de Sanidad, con un hijoputa que nos robe hasta las vendas.



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Retrato de una dama

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Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos de futbolistas.

El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.

El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”, y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la posguerra, que deslucen toda su belleza.

Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece, y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés errante.



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Más allá de la duda

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Para demostrar que la pena de muerte es un castigo medieval, y que a veces en la silla eléctrica se achicharra a personas inocentes, el escritor Tom Garret no tiene mejor ocurrencia que presentarse como culpable de un asesinato que no cometió, y dejarse llevar hasta el cadalso confiando en que su amigo aparecerá detrás el cura para demostrar su inocencia. 

Qué podía salir mal...

El amigo es el director de un periódico que busca la ruina del fiscal del distrito, y Tom Garret un novelista que busca una vivencia con la que luego construir un best seller titulado “A las puertas de la muerte”, o “Inocencia falsificable”. Parecen muy listos,  estos dos, pero el plan es tan descabellado que no cabe en cabeza humana, ni a ese lado de la pantalla ni a este otro del espectador.

Al principio me pregunto cómo Fritz Lang no cayó en la cuenta de tamaño desvarío. Pero luego voy comprendiendo -ay Fritz, viejo zorro- que todo esto de la pena capital no es más que un señuelo para el espectador.  “Más allá de la duda” habla en realidad de las dudas que surgen en la cabeza de Susan Spencer, la prometida de Garret, que a medida que avanza la película va teniendo que tragar con un sable cada vez más grueso. Pero como es Joan Fontaine, y tiene cara de mema a pesar de su belleza, pues va tragando, y tragando, enamorada de su hombre.

Pobre mujer... Primero, que su prometido pospone la boda para encerrarse a escribir una novela. Segundo, que esa foto en la que él sale achuchando a una corista no es más que trabajo de investigación. Y tercero, cariño, que mira, que estoy en la cárcel, acusado de asesinato, pero que yo no la maté, y que ya te explicaré cuando salga de aquí, que tu padre está en el ajo del asunto y al final te vas a partir la caja mientras brindamos con champán.  Y aún así, la Fontaine traga, y traga, yendo más allá de la duda hasta casi tocar la imbecilidad. O el enamoramiento ciego, que a veces viene a ser lo mismo.





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Slumdog Millionaire

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Llevo 14 años perorando contra “Slumdog Millionaire” en los foros de internet, o en los bares de La Pedanía, cuando quedo con el amigo. Reconozco que lo mío contra esta película es odio, rencor, manía persecutoria. Me parece imperdonable, ridículo, que este bollycao le robara el Oscar a “El curioso caso de Benjamin Button”. Que dejara compuesto y sin novio a mi Brad, y a mi Cate, a mi David queridísimo... Yo solo vivo para reparar tamaña felonía.

Mira que hay que cosas que denunciar en el mundo, e incluso en mi vida personal, donde abunda la traición y la cochambre, pero si yo viviera en Londres y me dejaran desbarrar en el Speaker’s Corner, me pasaría los domingos denunciando los hechos acaecidos aquella noche de homicidio cinéfilo. Una noche bochornosa en la historia de la humanidad. Quizá la que más, al menos en el terreno simbólico, porque allí triunfó el oportunismo sobre el arte, y el choteo sobre la seriedad, y la manipulación sentimental por el respeto al espectador. Triunfaron las bajas pasiones y los lloros facilones. Quien llorara, claro, porque yo no derramé ni media lágrima por esta muchachada de Bombay.

Catorce años, ya digo, he pasado predicando entre los gentiles, que ni puto caso me han hecho jamás. “Slumdog mola, tío”; “El baile del final es pistonudo”; “Qué buena está la india que baila con Delpitadel...” Y todo así. Tanto que hoy, pillado con la moral baja, y con el aburrimiento supino, he decidido darle una segunda oportunidad a la película. Catorce años de furia se podrían haber esfumado en apenas dos horas de súbita revelación. Si Saulo de Tarso, azote de los cristianos, se cayó del caballo camino de Damasco y se convirtió, yo, Álvaro Rodríguez, azote de Danny Boyle, también podría caerme del sofá camino de Bombay. Era un riesgo que merecía la pena correr. Dos horas insufribles o la liberación definitiva. Al final han sido dos horas insufribles. Bueno, hora y media, que he avanzado muchos tramos con el mando a distancia.




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Why is Ukraine the West's Fault?

 

“Why is Ukraine the West's Fault?” no es una película. Ni tampoco un documental. Es una charla sobre geopolítica que un buen amigo me recomendó. “Oro puro”, me dijo, para entender los pepinazos que hoy mismo están cayendo sobre Kiev. Y pardiez que es oro puro. El oro de Moscú, quizá.

Esta masterclass sobre Ucrania quizá no debería figurar aquí, en el manojo de escrituras sobre cine. Pero mira: al fin y al cabo hay una cámara y un fulano que se pone frente a ella. E incluso dos, si contamos al tipo que hace las introducciones. Así hacían las películas los hermanos Lumière y no veo que nadie ponga objeciones. Plantaban la cámara y la gente hacía cosas ante el objetivo: paseaba, o jugaba, o salía de una fábrica de los hermanos Lumière, precisamente. Este hombre de la charla  habla sobre la situación en Ucrania allá por el año 2015; y como un pitoniso de verdad, y no como un estafador de la madrugada, hace un anticipo geoestratégico de lo que ahora estamos viendo por la tele. Tampoco había que ser muy listo, al parecer. Era cuestión de tiempo, de desbordar el vaso de la paciencia. Y Vladimir tiene un temperamento sanguíneo, y sanguinario.

Lo que viene a decir John Mearsheimer es que quizá sería buena idea dejar a Ucrania en paz. No tirar de ella hacia Occidente para que los rusos no tiren de ella hacia Oriente. No partirla en dos, que bastante partida está ya desde su creación, con ucranianos por un lado y rusos por el otro. Mearsheimer es un erudito de la cuestión, un tipo que sabe de lo que opina, pero habla como le hablaba yo a mi madre el otro día, cuando me preguntó que qué demonios pasaba en Ucrania, hijo, y yo le expliqué que imagínate si los chinos quisieran poner unos misiles en Tijuana, lo que iban a tardar los marines en invadir a los mexicanos. “Ahora ya lo comprendo mejor”, me dijo.

Mearsheimer explica que si los americanos tienen la doctrina Monroe, los rusos tienen la doctrina del zar. Y que zares han sido todos los dictadores que vinieron tras Nicolás II, aunque ellos lo vayan llamando de otra manera.






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