Modelo 77

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“Modelo 77” -¡cachis la mar!- no es un biopic sobre la chica Playboy de 1977, sino una movida que sucedió ese mismo año en la cárcel Modelo de Barcelona, donde se hacinaban los presos comunes y los presos políticos a la espera de que la democracia concediera una medida de gracia.

Imposible concebir dos espacios más distintos que la mansión de Hugh Hefner y la cárcel Modelo. En la casa Playboy todo está muy limpio, o lo limpian nada más derramarse, mientras que en la prisión no hay más que mierda, y mugre, y chinches, y fulanos muy desaseados. En la casa de Hugh te dan por el culo con todas las garantías sanitarias -y también, suponemos, con todo el consentimiento dictado por la ley- mientras que en la Modelo te pillan en cualquier lado con la polla esté como esté, y el culo se ponga como se ponga. 

Ese es el primer pensamiento terrible que se nos viene a los hombres cuando pensamos en la cárcel: que no te va a salvar ni Dios de la enculada, aunque ya no sé si es un mito cinematográfico o una tradición que sobrevive en 2023. Porque luego, la cárcel en sí, aunque sea una inmensa putada, y también tengas que cuidarte de los navajazos en el patio, no deja de ser una especie de retiro monacal, con sus horarios marcados, sus comidas, sus talleres y sus ocios. Hay biblioteca, y gimnasio, y tele para ver el fútbol, y una sala para el vis a vis si tienes a alguien esperándote fuera, aunque la habitación que te habilitan y la suite nupcial del señor Hefner no sean exactamente el mismo paraíso de lo sexual.

Por lo demás, “Modelo 77” es una película difícil de seguir porque no tienes ningún personaje al que agarrarte. Va de unos presos comunes -chorizos, navajeros, gente antipática o peligrosa- que pretenden apuntarse a la Ley de Amnistía para regresar al callejeo. Como si pertenecer al Partido Comunista fuera lo mismo que desfalcar los fondos de una empresa o asaltar viandantes con la navaja. A mí, por lo menos, no me parecen delitos comparables. De hecho, lo primero, ni siquiera es un delito. Como estar en la cárcel ahora mismo por ser independentista catalán. Hay cosas que nunca cambian.  


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Frasier. Temporada 6

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“Frasier” mantiene el ritmo tras seis temporadas de enredos y desenredos. No pasan los años por ella y sus seguidores seguimos encantados. Yo tenía miedo de que se me hubiera quedado vieja, colgada en el recuerdo, pero soy sincero cuando digo que aguanta el tipo como una campeona. Es verdad que los teléfonos móviles son mazacotes con antena desplegable, pero nada más chirría en nuestra atención de espectadores posmodernos. Quizá porque la gente es igual en todas partes y en todas las épocas, más allá de los ropajes y los accesorios.

Los guionistas de “Frasier” cambian continuamente en los títulos de crédito, pero los personajes se mantienen igual de brillantes en sus réplicas y agudezas. En realidad son todos unos puñeteros de cuidado, y tras seis años metiéndose unos con otros siguen en plena forma verbal. Pero solo esa, la verbal, porque los hermanos Crane son reacios a practicar cualquier tipo de deporte, y se nota que van perdiendo pelo en cada nueva temporada.  Papá Crane camina en andador y Roz engorda a pasos agigantados. Solo Daphne Moon bebe de la fuente de la edad para mantener su figura exacta de bailarina. Y Eddie, claro, que sigue igual de simpático y cabriolero, aunque le vayan restando protagonismo a mi pesar.

Es verdad que en “Frasier” hay episodios tontorrones, como de vodevil o de opereta, e incluso otros que no están bien rematados, como si en el último minuto hubieran cortado el grifo de las ideas. “Frasier” no es una comedia perfecta, pero es que ninguna lo es en realidad. “Seinfeld”, por ejemplo, que es la reina de nuestros corazones, a veces patinaba con episodios chorras y vocingleros, quizá demasiado neoyorquinos para un europeo del montón.

El secreto de “Frasier” es que sus personajes son como nosotros y nos vemos reconocidos. No hay héroes inimitables ni cabrones retorcidos. Aquí todo el mundo es infantil, neurótico, orgulloso, mentiroso en lo banal pero sincero en lo importante. Más o menos como usted y como yo.





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La solución final

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Los nazis eran unos sociópatas siniestros. Pero eran eficaces de cojones. Eso no se puede discutir. Tampoco que vestían unos abrigos de invierno estilosos y molones. Ahí marcaron tendencia. Puede que la eterna fascinación del cine por los nazis tenga mucho que ver con su estética negra, de cuero reluciente, que hacía el contraste perfecto con la nieve de los campos.

Alguno dirá: pues al final perdieron la guerra, tan eficaces como dices.  Pero la perdieron no por torpes, sino por iluminados. Con el rollo de la supremacía aria pensaron que jamás iban a perder una batalla y abrieron demasiados frentes de combate. Eran ellos contra el mundo, y al final el mundo les aplastó. Mientras sus jerarcas vivían alejados de la realidad, aferrados a la ideología y a los prejuicios, los funcionarios del Estado, los Eichmann y compañía, engrasaban la maquinaria y mantenían el día al día de la guerra sin cuartel. Eran ellos los que tenían los pies en el suelo y tomaban decisiones prácticas, ahogados por la economía propia y por los bombardeos de los aliados, muy lejos de cualquier delirio megalómano.

En la conferencia de Wansee, estos funcionarios cuadriculados condenaron a muerte a millones de personas. En apenas dos horas, bajo la mirada gélida de Heydrich, que zanjaba cualquier conato de discusión improductiva, se coordinaron varias estructuras del Reich para proceder a la matanza sistemática de judíos: la Cancillería, los ministerios, los protectorados, las SS, el ejército... Al asco infinito que producen estos hijos de puta se superpone la admiración por su método de trabajo: no pierden ni un minuto, ofrecen números claros, aportan soluciones viables, no dejan que nadie desbarre, elevan protestas razonables... Son unos asesinos implacables. 

Y yo, que estoy acostumbrado a las reuniones de mi colegio, donde todo es pérdida de tiempo y verborrea de verdulería, y lo que podría durar quince minutos se alarga una hora y pico sin llegar muchas veces a la solución, pienso que sería recomendable proyectar en la sala de audiovisuales “La solución final” no como “Jornadas de cine histórico”, sino como “Curso de gestión eficaz para la coordinación docente”.




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Girasoles silvestres

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En los tiempos prehistóricos -si son como nos cuentan en National Geographic- a las mujeres les compensaba arrimarse al tipo más macarra de la tribu. Si alguien venía a molestar por la cueva o por el poblacho, el macarra le echaba de allí con un par de yoyas bien dadas del revés. Y si hacía falta traer una ración extra de carne o acceder al mejor acuífero de la comarca, el gachó, muy aficionado a levantar piedras para muscularse, no dudaba en tirar de sirla de sílex para acojonar a los convecinos. Es verdad que el macarra prehistórico -como el macarra de ahora- era un tipo inestable, marchoso en demasía, muy aficionado a ir de flor en flor para esparcir su semilla por los vientres muy diversos. Pero a fin de cuentas -porque si no sus genes no hubieran prosperado, y hoy ya no habría macarras pululando por el mundo -proveía de alimentos y sacaba las camadas adelante. 

Pero eso era mucho antes de que existieran Los Picapiedra. De hecho, en “Los Picapiedra”, se ve esa transición de la mujer atávica que suspira por el chulo-putas a la mujer evolucionada que prefiere a un compañero como Pedro Picapiedra o como Pablo Mármol, dos bobolones que salen escaldados de todas las aventuras pero son fieles y buenazos. Betty y Vilma son dos mujeres inteligentes que han comprendido que en la tecnología reside el nuevo poder y el nuevo estatus, y que el tontolaba de la cachiporra ya no es la mejor apuesta para proveer de cuidados y de alimentos.

En “Girasoles silvestres”, el personaje de Julia demuestra que todavía hay mujeres atrapadas en este instinto básico. Cualquier espectador sabe que estos maromos tatuados que ella frecuenta - chulescos, más bien cortitos, amantes de la gresca o de lo paramilitar- no van a proveer de alimentos ni de cariños a sus rapaces. Que son pan para hoy y hambre para mañana. Y también, seguramente, una torta cuando se les caliente la cabeza. 

Julia se llevará varias hostias simbólicas y alguna muy contundente antes de comprender que ese tontaina de Álex, ese soso medio guapo y sin remedio, es la mejor opción para encontrar el sosiego y no temer cada mañana por el futuro.





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Moonage Daydream

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¿Cómo llamar a los fans incondicionales de David Bowie? ¿Davidbowenses? ¿Davidbowianos? Resulta difícil, casi retorcido, colocar el sufijo cuando el nombre del ídolo, o del dios, o del mito musical, termina en una vocal anglosajona. O en doble vocal, como sucede en este caso. Prueben, si no, a denominar a los imitadores de Elvis Presley...

“Moonage Daydream” está dirigido a ellos y sólo a ellos: los apóstoles de David Bowie, se llamen como se llamen. Ahora que David ascendió a los Cielos - que se dispersó entre las energías del Universo- sobre ellos recae la responsabilidad de extender su palabra por el orbe. Para los demás espectadores, el documental es un arcano, una psicodelia, un misterio lejano de Eleusis. “Moonage Daydream” es un rito privado; un simposio universitario. Una catequesis para catequistas y no para catecúmenos. Una eucaristía para los usuarios registrados, y yo diría casi para los usuarios Premium: los que siguen dejando sus dineros en la discografía, en la vestimenta, en el fetiche ocasional... Los nostálgicos del glam y los que desentrañan esas tan letras esotéricas.

Los demás, que somos los gentiles, los legos que veníamos movidos solo por la curiosidad, no hemos entendido de la misa la media. El documental es un viaje lisérgico sin norte ni sur, sin pasado ni futuro. O lo cuenta todo -y yo no me he enterado- o no cuenta nada -y no se han enterado los que dicen haberse enterado. No sé si me explico... Lo mismo te aparece David Bowie de chavaluco, con sus pintas de chalado -vamos a decirlo todo-, que te aparece de señor mayor con esa presencia magnética que traspasaba. Pero todo está barajado como al tuntún, como hecho adrede para despistar.

Yo, la verdad, me he quedado como estaba. Quería saber algo más de Bowie porque T. es una gran entusiasta, y porque a mí me conmueve hasta el cimborrio esa canción titulada “Héroes”. Y porque Bowie, en el cine, siempre dejaba un extraño poso de saber estar. Pero tendré que buscarme otra fuente de información, o de inspiración. Habrá que leer otro evangelio menos abstruso. Alguno apócrifo rondará por ahí.





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El encargado

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Eliseo, el encargado, es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta. En la lucha de clases él combate a nuestro lado, en el batallón latinoamericano. 

Es verdad que Eliseo es un truhan, un trapacero, un mentiroso compulsivo. Un personaje con un punto repulsivo e inquietante. La gente con ojos claros puede salirte por cualquier lado porque no hay una sola verdad estable en su mirada. Gollum, por ejemplo, al que Eliseo se da un aire en sus soliloquios desquiciados, tenía los ojos tan azules como el Río de la Plata.

Eliseo asesinaría a su madre con tal de salirse con la suya, que es, en este caso, conservar su puesto de trabajo. Pero nosotros estamos con él a pesar de sus tropelías. Él es nuestro hombre en Buenos Aires. Nos reímos mucho cuando putea a sus vecinos acaudalados; a esa gentuza que todos los días pasa por delante de su portería saludando con desdén, o sin saludar siquiera, camino de engañar a los incautos o de malpagar a sus empleados.

Eliseo es el encargado de mantenimiento del edificio: un parto bien aprovechado que lo mismo te abrillanta el suelo que te cambia una bombilla o te soluciona un problema de cucarachas. Eliseo es un hombre de verdad, no como yo, ni como esos pijos de mierda. Un currante que sabe hacer de todo pero cobra una miseria y vive en el altillo del edificio, como aquel mangante de la 13 Rue del Percebe.

Eliseo es tan inteligente que parece inconcebible que no haya amasado otra fortuna estafando a los bonaerenses.  Que no viva en uno de esos pisazos que él solo visita para hacer la chapuza correspondiente. T., que veía la serie a mi lado porque echa de menos aquellos acentos y porque Guillermo Francella le sulibeya los instintos, dice que seguramente le falta perseverancia en la maldad. Yo, por el contrario, pienso que Eliseo es feliz así, con lo poco que tiene, tan solitario en su azotea que se cree el amo del castillo. Para ser rico hace falta nacer en la estirpe o poner voluntad, y a Eliseo le basta con reírse de ellos a la puta cara, con esa jeta tan simpática como abofeteable. 





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Californication. Temporada 5

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A veces pienso que “Californication” solo es una excusa argumental para sacar tías buenas en la pantalla. La fantasía sexual de Tom Kapinos, quiero decir, que él enmascara escribiendo guiones donde pululan las surferas y las actrices, las putas de lujo y las patinadoras en la playa.

A veces también pienso que mi cinefilia solo es una excusa para conocer la belleza inabarcable de las mujeres. En vez de salir por los bares o de hojear revistas del corazón, me dedico a descubrir mujeres en las películas y en las series, que parece un método más artístico y civilizado.

En mi particular “Californication” de los últimos meses han salido Isabelle Huppert en “La puerta del cielo”; Marisa Tomei en “Mi primo Vinny”; Sarah Jones en “Damnation”; Ana de Armas en “Blonde”; Ana de Armas en “Puñales por la espalda”; Ana de Armas en los sueños de la noche.

Hannah Einbinder en “Hacks”; Charlotte Rampling en “Recuerdos”; Virginie Efira en “Benedetta”; François Fabian en “Mi noche con Maud”; Zouzou en “El amor después del mediodía”;  Caitriona Balfe en “Belfast”; Alessandra Mastronardi en “Master of none”; Carice Van Houten en “El libro negro”; Renate Reinsve en “La peor persona del mundo”; Jessica Chastain en “Secretos de un matrimonio”; Jessica Chastain en "Los perdonados".

Jessica...

Catherine Zeta Jones en “Crueldad intolerable”; Louise Chevillotte en “Amante por un día”; Anna Mouglalis en “Los celos”; Pascale Ogier en “Las noches de la luna llena”; Melissa Benoist en “Whiplash”; Ariadna Gil en “Los peores años de nuestra vida”; Victoria Almeida en “Días de pesca”; Rhea Seehorn en “Better Call Saul”;

Annabelle Wallis en “Peaky Blinders”; la mujer de Figo en “El caso Figo”; Jennifer Taylor en “Dos hombres y medio”, temporada 6; Kathleen Turner en “Fuego en el cuerpo”; Geraldine Chaplin en “Peppermint Frappé”; Reese Witherspoon en “En la cuerda floja”; Leonor Watling en “En la ciudad”; Leonor Watling en otro sueño que tuve por el otoño.

Alexandra Daddario  en “The White Lotus”; Meg Ryan en “Tienes un e-mail”; Anäis Demoustier en “Los amores de Anaïs”; Lucía Caraballo en “No me gusta conducir”.

Natascha McElhone en “Californication”.



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La consagración de la primavera

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Hablando de consagraciones de la primavera, Laura no es tan guapa como la Venus de Botticelli. Pero tiene su punto. Laura es maja, medio rubia, con unos ojazos como de dibujo japonés. En el campus universitario debería de apuntarse muchas conquistas sexuales. Deshacer una cama tras otra para descubrir su cuerpo y el cuerpo de los demás. Ir cogiéndole el tranquillo al asunto del placer. Acumular gozos y experiencias. Perder el miedo y ganar la desvergüenza. Desacomplejarse. Aprobar con nota esta otra asignatura de la vida.

 Laura, de hecho, empieza la película acudiendo a una fiesta de tanteos. La típica del piso de estudiantes, con sus vasos de plástico y su música cañera. Y sus miradas oblicuas, y sus sonrisas de galanteo. Pero está claro, desde el primer fotograma, que Laura no se adapta. Que algo no va bien en su sexualidad de universitaria, que debería desbordarse lejos de la casa de sus padres, que viven en Manacor. Luego descubriremos que Laura vive en una residencia de estudiantes con horarios estrictos y crucifijos por los pasillos, y que quizá ahí, en una infancia regida por unos padres que predicaban la culpa y el infierno, radique gran parte del problema.

 Sin embargo, en esa misma fiesta, Laura conocerá a David, que es un chico con parálisis cerebral necesitado de placer. David, que vive postrado en una cama, contrata a prostitutas para que le desfoguen los instintos. Una sesión semanal, los jueves, por 50 euros. No sé qué pensarán las exaltadas de Podemos de esta transacción... A mí me da igual, aunque les siga votando. Cuando Laura descubre estos tejemanejes se ofrece ella misma a acostarse con él. Ella le dará sexo a cambio de dinero, sí, pero también el cariño que no le ofrecían las demás. Con ella habrá sesiones de charleta tras la eyaculación: risas, música, confidencias... Algo, quizá, demasiado parecido a un noviazgo.

 Lo que está claro es que a Laura no le amarga un pene. Que no van por ahí los tiros de su timidez. Que su parálisis no procede del asco, ni de la tirria, ni de la vergüenza judeocristiana. Que quizá, simplemente, para encamarse, necesita sentirse enamorada.





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Los Fabelman

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Yo también viví una tarde mágica como esta que cuenta Steven Spielberg en la pelicula. La viví a este lado del océano, en el cine Pasaje de León, boquiabierto como un niño tonto ante la pantalla. La viví con la misma emoción que muestra su alter ego en “Los Fabelman”. La única diferencia es que Sammy Spielberg -o Steven Fabelman- es un niño americano, y más guapo, con ojos azules y cara de bueno, mientras que yo era un niño español, más bien taciturno, con alelos muy morenos que pintaban mi fenotipo.

Esa tarde de 1977 en la que vi “La guerra de las galaxias” -los pies colgando en la butaca, las luces de pronto apagadas, el murmullo de la gente, la oscuridad del espacio rasgada por las letras y por la fanfarria, y luego la nave consular de la princesa, y el destructor imperial, y Darth Vader paseando por allí como Pedro por su casa-fue, realmente, la tarde de mi bautismo. El único que ha dejado impronta y ha salvado mi alma. Del otro bautismo, del católico, ya no queda ninguna huella. Solo una foto en el álbum de recuerdos de mi madre. Y quizá, quizá, un poso de culpa judeocristiana, de tanta matraca como me dieron los curas en el colegio. Pero nada más. No queda nada religioso en mi interior: ninguna inquietud espiritual; ni una sola creencia en el más allá de las nubes. Solo creo en la carne, y en el césped, y en la comida, y en el antiguo celuloide que luego se transustanció en el milagro digital.  La materia y el presente.

El niño Spielberg, además de ser más guapo, era más inteligente que el niño Álvaro. Nos ha jodido: él tuvo como padre a un genio de la pre-informática, y como madre a una concertista de piano, y eso, quieras o no, pesa mucho en los genes. Mis padres, vamos a llamarles “Los Rodríguez”, eran de estudios primarios, aunque unos voluntariosos de la cultura. Nada que reprochar. Si Sammy Fabelman, en aquella tarde de su deslumbramiento, decidió que él quería hacer películas como ésa, yo, en mi tarde bautismal, más pasivo y apocado, decidí que el cine iba a ser mi droga y mi pasatiempo,  mi refugio y mi consuelo. Mi ventana al mundo. Mi religión. Mi hostia indispensable. Mi fiesta de guardar, que es todos los días de la semana. O casi.





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Aftersun

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Aquí, como ya saben los habituales y las habitualas, no se hacen críticas de cine. Aquí se va escribiendo una autobiografía que se desenreda al hilo de las películas y las series. 

Al principio los turistas me preguntaban: “¿Pero al final  la peli es buena o no?”.  Y yo les remitía a la recomendación que viene implícita en las estrellas: una, infumable; dos, fallida; tres, entretenida; cuatro, cojonuda; y cinco, obra maestra. Solo había que contar con los dedos y establecer la asociación. Pero al final casi todos abandonaban. Gente de letras o decepcionados de mi escritura. Ellos, claro está, esperaban una opinión sobre la complejidad del argumento o sobre el metalenguaje fílmico del director, y yo solo podía ofrecerles otra pelusa peluda de mi ombligo.

Acabo de ver “Aftersun”, por ejemplo, y como la película me parece bonita y tal, pero en absoluto la maravilla que habían vendido en el Foro, me pongo a recordar las vacaciones que yo mismo pasaba de niño con mi padre, para nada en Turquía o en Torremolinos. Nosotros, como éramos los epsilones del Mundo Feliz, no teníamos jayeres para tomar esos aviones. Ni a mi padre, que era el que mandaba, le interesaban tales destinos vacacionales. Puestos a viajar, nosotros no teníamos coche, ni íbamos de hoteles, ni disponíamos de alojamiento en casas familiares. Nuestro “aftersun” particular se reducía a cuatro excursiones en agosto a las playas de Gijón. Esos domingos nos levantábamos a las seis de la mañana, nos subíamos al autobús que fletaba la Peña “El Botijo” o la Peña “Los Barriletes”– las parroquias donde mi padre tomaba el carajillo y jugaba al dominó- y aparecíamos en Gijón a las 10 de la mañana para dar paseos por San Lorenzo, mojarnos el culo en el mar, comer una fabada en algún sitio recomendado y luego, ya con la caída del sol, matar las horas hasta el regreso en el Parque de Isabel la Católica, alimentando a los patos. 

De haber tenido una videocámara podríamos haber inmortalizado aquellos vaivenes para hacer una película como ésta, y ver a mi padre –que era un depresivo de otra calaña- jurando en arameo con el sol a su espalda.





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TÁR

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TÁR es Tár, Lydia Tár, la directora de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Yo pensaba que esto de “TÁR” era un acrónimo de algo -¿Tremenda Artista Reconocida?- pero se ve que no, que lo pusieron así para llamar la atención del espectador. O para ser más grandilocuentes que nadie, o más pedantes. 

Otras películas sobre grandes personajes fueron más modestas en su rotulación: Lenny Bruce, por ejemplo, era “Lenny”,  y George Patton, “Patton”, y Truman Capote, “Capote”. Los publicistas escribieron sus nombres de manera normal, como en las clases de EGB, con esa mayúscula primera y única que recomienda la Real Academia de la Lengua.

Pero me da que no es solo un asunto publicitario. Porque Lydia Tár es tan inmensa, tan intensa, tan pagada de sí misma, que de haber existido en verdad nunca hubiera consentido que la trataran como a los demás. Ella, aunque imaginaria, es mayúscula de por sí: en su talento, en su belleza, en sus apetitos sexuales. En su forma de andar por la vida. Genial y desmesurada; insufrible y volcánica. Así que mira, lo dejamos en TÀR, para que luzca mejor en las portadas de los discos y en las cabeceras de los carteles.

“TÁR”, la película, no es música clásica para dummies. Es música clásica para muy cafeteros. Va dirigida a un púbico muy exigente, paciente en extremo, el mismo que aguantaría sin pestañear “La consagración de la primavera” de Stravinsky. Yo no soy un principiante, pero tampoco aguantaría la obra de don Igor sin quejarme de algunos pasajes, o de levantarme alguna vez al cuarto de baño. O de mirar con disimulo el teléfono móvil a ver cómo va el Madrid en La Condomina. Creo que me explico.

A mí amigo no le gusta nada Cate Blanchett. A mí sí. Me parece una mujer guapísima y enigmática. Él dice que si la viera a nuestro lado, tomándose un café en la terraza, ni miraría para ella. Asegura que en La Pedanía hay como 20 mujeres más guapas que ella. Yo creo que mi amigo es un poco gilipollas. También creo que Cate Blanchett borda su papel. Un poco histriónica, quizá, cuando se sube al atril y agita la batuta.





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Un nuevo mundo

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Recuerdo que un álbum de las aventuras del Makinavaja se titulaba: “Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir”. En la portada, el Maki posaba junto al Popeye y al Moromielda, que eran la banda de chorizos habituales. De guardia hacía un picoleto con cara de empanado, y de cura, un obispo con varias fabadas en la barriga. Pero no salía nadie representando a “las gentes de mal vivir”, que quedaban a la imaginación del lector. Como éramos lectores de El Jueves y no miembros de las Nuevas Generaciones del PP, se nos ocurrían sobro todo monarcas, defraudadores de hacienda, idiotas de la tele, vendedores de humo... Un amplísimo abanico de seres abominables. También se nos ocurrían banqueros, corredores de bolsa, diputados del PP, votantes del PP, escritores de libros de autoayuda. Fascistas de todo tipo y futbolistas sobrevalorados. Maestros y maestras que habíamos tenido en nuestra etapa de formación. Ya digo que podríamos haber estado horas tirando del hilo...

Otro colectivo de “gentes de mal vivir” son los ejecutivos de cualquier empresa multinacional. Tipos como este al que interpreta Vincent Lindon en “Un nuevo mundo”, y que básicamente se dedican a usurpar las plusvalías de los trabajadores. Ellos lo llaman “tomar decisiones”. Se deben a sus jefes superiores, y en última instancia, a unos accionistas casi siempre anónimos que solo quieren ver más pasta en sus cuentas corrientes. A los accionistas se la sopla lo que hagan los ejecutivos con tal de forrarse. Como si desayunan niños crudos, o los emplean en condiciones inhumanas. Entre ganar un millón de euros y no despedir a nadie, y ganar un millón y dos euros y cargarse un puesto de trabajo, optarán siempre por lo segundo. Ya dijo Harry Lime en “El tercer hombre” que desde una distancia prudencial todas las personas parecían hormigas, y como tales podían ser pisoteadas.

La mayor parte de estos ejecutivos no saben que forman parte del título de un cómic subversivo. La película, sin embargo, va de un fulano que toma conciencia de su error, aunque lo haga demasiado tarde para salvar su alm. A los revolucionarios nos parece muy bien, pero no vamos a perdonar a Gomorra por un justo que hayamos encontrado.





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Morir para contar

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Geoffrey Miller -que es un psicólogo evolutivo al que yo sigo con mucha devoción- diría que meterse en estos fregados con una cámara al hombro a merced de las balas perdidas o de los tarados con un machete, es, lejos de parecer una locura, o una conducta inexplicable, una estrategia de selección sexual no muy distinta a la del campeón mundial de los 100 metros, o a la del último triunfador en el festival de Benidorm. Un salir a escena como cualquier otro. Otra manera -quizá paroxística, llevada hasta la frontera entre la vida y la muerte- de decir: aquí estoy yo, para que se vea que soy un hombre peculiar, o una mujer amazónica.

Los entrevistados, sin embargo, que han sobrevivido a varios conflictos armados de pura chiripa – unos porque la bala les pasó a escasos cinco centímetros y otros porque el coche no pisó la mina que sí pisó el de detrás- confiesan motivos muy variopintos para explicar lo que a cualquier espectador acomodado en el sofá, a muchos kilómetros de distancia de cualquier bombardero o balacera, le cuesta mucho comprender: ¿Qué pintan ahí? ¿Por qué arriesgan sus vidas? ¿Por qué hacen sufrir tanto a sus seres queridos: a sus esposas, a sus hijos, a sus maridos, que les esperan con los nervios destrozados en el mundo civilizado?

En el documental hay muchos que no aciertan a explicarse. Confiesan una especie de pulsión, de afán aventurero, que les sale de lo más profundo del genoma. Comparecer en mitad de una guerra para contarla es un impulso contra el que no pueden resistirse... Otros explican que así entienden mejor el mundo y que necesitan esa inmersión salvaje para constatar que aquí, en el pacífico occidente, somos unos quejicas privilegiados. 

Nadie llega a decir: es un trabajo como cualquier otro y además está muy bien pagado. Porque mentiría como un bellaco: ni es un trabajo normal, ni ofrecerse como diana se puede pagar con todo el oro del mundo.Está claro que es otra cosa; nada que ver con lo crematístico o con los premios internacionales de periodismo, que en el fondo, a la mayoría, se la soplan. Es algo más profundo, más salvaje... Digno de admiración, pero también con un punto de misterio inquietante.





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Todo a la vez en todas partes

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Según la teoría de los multiversos, todo está a la vez en todas partes. Quiere decir que hay un universo en el que yo no escribo estos ejercicios cada mañana. Otro en el que esta película infumable jamás fue ideada ni producida. Otro en el que fue ideada y producida pero yo jamás llegué a verla. En ese universo -uno de los más tristes que vagan por el espacio- a mí no me gusta el cine y prefiero ver la Fórmula 1 y “La isla de los famosos”. Es casi tan triste como esos universos en los que yo ni siquiera existo.

Existe un universo en el que Carlo Ancelotti da oportunidades a los canteranos del Madrid para que descansen los titulares. Otro en el que Santiago Abascal se descubre finalmente como un reptiliano y se tiene que retirar de la política. Otro -más idílico aún- en el que yo me mudo a la isla de Faro después de haber ganado el premio Nobel de Literatura. Otro, un poco más miserable, en el que me he dado a la bebida y cada mañana hago cola en el comedor social para tomar mi sopa de sobre y mi pollo sin sustancia.

Hay un universo justiciero en el que Xavi Hernández es entrenador del Vitigudino C. F. y comprende que el fútbol es mucho más amplio que su Verdad Revelada. Hay, incluso, un universo en el que yo tengo una mesa de snooker propia, cojonuda, de 12 pies, en una casa coqueta del campo.

Existe un universo maravilloso en el que los perretes no se mueren a los catorce años, sino a los setenta, o a los ochenta, como nosotros, y así nos acompañan toda la vida. En ese universo solo lloramos una vez por su despedida. Por el contrario, existe otro universo tristón en el que los perretes no evolucionaron y no nos alegran cada mañana con sus lametones.

Existe un universo en el que es mi hijo quien abre restaurantes y se casa con Cristina Pedroche, y Daviz Muñoz quien le contempla a él desde un sofá de Moratalaz, aburrido y contando las monedas.

En un universo yo soy tan guapo como George Clooney; en otro, más feo que Picio. En uno de ellos -devastador- T. no existe. En otro, algo menos triste, T. existe pero no está conmigo. Quiero decir este universo en el que vivo podría ser mucho mejor, pero también mucho peor. 






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Cuento de verano

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Léna, que es la chica rubia de la película, se pasa la vida espantando a los moscones. Ella asegura que es un fastidio ser tan guapa y tan maja. Ella querría viajar, expandirse, encontrarse a sí misma frente al sol, pero cuando no le proponen una fiesta en Dinard le invitan a una quedada en Saint-Malo o a una excursión por Saint-Lunaire. Así que al final se queda sin vida propia y no puede disfrutar a su antojo del verano. Un auténtico sinvivir. 

Ella se lo cuenta a Gaspard como un drama de la hostia, y hasta se pone a llorar a orillas del mar buscando su comprensión, pero es obvio que está encantada de ser la mujer deseada por todos y no alcanzada por nadie. La Gunilla von Bismarck imprescindible en cualquier sarao que se precie entre  la Normandía y la Bretaña.

Gaspard, por su parte, que vive enamorado de ella, está un poco hasta los cojones de sus rollos. Él sospecha que Léna le quiere, pero no mucho. El verano se agota y apenas se han visto un par de días intercalados. Es probable, incluso, por lo que se adivina en los diálogos, que todavía no se hayan acostado. Así que aprovechando una de sus ausencias, Gaspard le tira los tejos a Solène, que es otra chica muy acostumbrada a que turistas y nativos se pirren por sus huesos. El problema es que Solène es una chica decente que necesita un noviazgo como Dios manda para ceder al deseo de los hombres. Mal negocio cuando se trata de turistas como Gaspard, que van a pijo sacado, con el tiempo justo antes de volver a sus hogar.

Atrapado entre la indiferencia amorosa de Léna y la indiferencia sexual de Solène, Gaspard encontrará refugio en Margot, la camarera del restaurante, que es -ella sí- una chica más maja que las pesetas, o que los francos. El problema es que Margot ya tiene novio, y que espera virtuosamente su regreso de un viaje a la Polinesia. Así que solo puede ofrecerle su consuelo y su sexto sentido para destapar a las tontainas. La historia de Gaspard, en resumen, es la historia del cazador que apuntó a tres conejos a la vez y se quedó sin ninguno. Un drama inusual en el mundillo de la gente guapa, a la que Rohmer diseccionaba como nadie, tan fascinado por ellos como sus espectadores. 



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Almas en pena de Inisherin

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Cuando se pueda, y cuando haya pelas, habrá que visitar Irlanda. Yo ya lo tenía más o menos claro, pero ahora lo tengo más claro todavía. No me quiero perder esos paisajes. Irlanda debe de ser el Paraíso Terrenal, que lo reubicaron más al Norte. Y que le den por el culo al a Mediterráneo. A ese cocedero de langostas. 

Ya vivía enamorado de Irlanda -o de la idea de Irlanda- desde que vi “El hombre tranquilo”. Tenía una cita pendiente en Innisfree para hacer el recorrido de los cinéfilos. No sé lo que allí será verdad o será mentira, porque de los turistas se ríen en cualquier lado, pero me va a dar un poco igual. Será como en el cine, que te engañan, pero todo te parece maravilloso. Ahora, después de ver “Almas en pena de Inisherin”, tengo otra cita pendiente con estos acantilados que no sé muy bien si pertenecen a Inishmore o a la isa de Achill. IMDB no aclara muy bien este asunto. Pero no será difícil encontrarlos. Como todo queda en las islas del oeste, allá donde rompe el océano Atlántico con sus bramidos, será cuestión de desempolvar otra vez el inglés del bachillerato. Lo malo va a ser si me responden con este acentorro que se gastan en la película, a medio camino del gaélico.

Luego llegas allí y nada es como lo pintan. Eso es verdad. Con eso ya contamos. Habrá manadas de turistas, y de moteros, y de gente dando por el culo en general. Y no podremos quejarnos porque nosotros seremos parte del rebaño. Habrá, eso seguro, españoles dando voces en los acantilados, y en los recodos del camino. No faltan en ningún lado por mucha crisis que tengamos. Pero no estoy dispuesto a que me jodan la experiencia. Yo quiero ver el verde, y el mar, y el cielo encapotado. Hay quien dice que Irlanda es como Asturias. Que lo mismo te da Llanes que estos parajes y además te ahorras unas pelas. Pero es la cosa cinéfila, leñe, el homenaje, el irte lejos para presumir un poco de viajado. La cosa pequeñoburguesa.

La peli en sí no tiene ni pies ni cabeza, pero me entretiene de un modo peculiar. Farrell y Gleeson sostienen un argumento insostenible. Supongo que esa amistad rota es una metáfora de las dos Irlandas enfrentadas. Mucha simbología me parece.





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The thick of it. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

De la lista de todos los hombres que nunca seré pero me gustaría haber sido, hay uno cuya pérdida me jode especialmente. Es el personaje de Peter Capaldi en “The thick of it”: Malcolm Tucker, el perro guardián del Primer Ministro británico. 

Y eso que el pobre tiene que acabar desquiciado cuando termina la jornada laboral. Lo suyo es un continuo ladrar, dar órdenes, deshacer entuertos... Un puro sinvivir. Cada vez que un ministro inepto o un funcionario estúpido -y “The thick of it”, como en la vida real, está lleno de ellos- comete un error y hace tambalear los cimientos del gobierno, Malcolm comparece en su despacho cagando hostias para corregir el desaguisado. Lo de “cagando hostias” no lo digo yo, sino el mismo Malcolm, que es así de peculiar y malhablado.

Pero yo no le envidio por su eficacia, ni por su delgadez cincuentona. Ni siquiera por el uso espléndido que hace del lenguaje más soez y ofensivo. Yo envidio a Malcolm Tucker porque siempre tiene en ls labios la respuesta exacta, el argumento preciso. Su inteligencia es brillante y abrumadora. Recuerdo que una vez, en una de esas conversaciones frívolas en las que eliges un superpoder por encima de los demás, yo elegí precisamente ése: la facultad de soltar en cada momento la frase exacta, el argumento irrebatible, el chiste definitivo. No para quedar como un campeón -que también- sino para no sufrir ese malestar que tanto incomodaba a George Costanza en “Seinfeld”: pasarte todo el día dando vueltas a la réplica para encontrarla siete u ocho horas después, ya en mitad de la nada improductiva.

Por lo demás, “The thick of it” sigue siendo esa serie indispensable que al parecer solo hemos visto dos fulanos en 500 kilómetros a la redonda: el buen samaritano que la ha vertido -incompleta- a la red y yo mismo, que recojo sus despojos con mi caña de pescar. Me gustaría pensar que este fulano y yo somos dos personas tan especiales que solo a nosotros se nos ha concedido el privilegio de encontrar esta perla y disfrutarla. Se trata de una serie perdida por las plataformas, inencontrable en DVD, desconocida en cualquier tertulia de los bares... Pero supongo que esta fantasía solo es un engreimiento de cultureta. Habrá más seguidores por ahí, me imagino. Así que si alguien la ha visto, y comparece por aquí, me encantaría diseccionarla un poquitín y no sentirme tan solo ante la pantalla.





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Voy a pasármelo bien

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En el recuerdo yo tenía a los Hombres G por unos pijos insufribles, ¿En qué se parece un Volkswagen Golf a un preservativo?: en que los dos llevan el pijo dentro. Era un chiste de la época... 

En la película, sin embargo, nos recuerdan que David Summers quería asesinar al niño pijo que le había robado a su novia. Aquel mamón del “Ford Fiesta blanco y un jersey amarillo”. Así que no sé. Puede que yo esté equivocado. Han pasado tantos años desde aquella movida... Casi tantos como media vida. 

En los títulos de crédito aparecen los Hombres G cantando “Voy a pasármelo bien” -rodeados de la chavalería que actúa en la película- y se nota mucho que David Summers está usando la guitarra, amen de para tocar las notas necesarias, para ocultar una barriga impropia de quien fue el ídolo de las nenas y la envidia de los mancebos.

Debe de ser eso, ahora que lo pienso: que yo les tenía mucha envidia por lo mucho que follaban, siendo como eran unos músicos más bien básicos, y unas megaestrellas más bien del tipo tolai. Que los de Radio Futura se pusieran de follar hasta las botas pues mira, se lo ganaban con su talento. Un guitarreo de Enrique Sierra y una letra de Santiago Auserón se merecían cualquier jolgorio que las muchachas les propusieran. O los muchachos, da igual. Pero los Hombres G...

La casualidad ha querido que esta mañana yo descubriera por azar a los Smushing Pumpkies en un programa de la radio (sí, lo sé, es lamentable). Ellos son, en la traducción, los “machacadores de calabazas”, esas que yo cultivaba en mi jardín mientras los Hombres G no daban abasto.

(Por cierto: ver a esa chavalada de la pelicula coreando algunos versos de “Voy a pasármelo bien” puede herir la sensibilidad de las maestras de Primaria y etapas aledañas. Yo aviso por si acaso)

“Porque voy a convertirme en hombre-lobo,

me he jurado a mí mismo que no dormiré solo.

Porque hoy, de hoy no pasas,

y voy a pasármelo bien.

Voy a cogerme un pedo de los que hacen afición,

me iré arrastrando a casa con la sonrisa puesta.”




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Californication. Temporada 4

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Yo no sabía que Californication, antes de ser una serie de la tele, fue una canción de los Red Hot Chili Peppers. Me lo dijo el otro día T., que tiene una cultura musical abrumadora. 

Mientras ella me cita varias canciones de este grupo de descamisados, yo apenas consigo situarlos en la línea del tiempo. Esto es porque en la juventud, mientras yo me dejaba la miopía en los libros y los dineros en el  Canal +, ella escuchaba los discos molones, y acudía a los conciertos, e incluso tocaba la batería en un grupo cañero de su tierra. Ella vivía la vida de ahí fuera mientras yo vivía la vida de aquí dentro, hasta que un día nos conocimos en el dintel de la puerta, ella buscando una vida más doméstica y yo buscando una vida más salvaje.

Un día, en el coche, T. me preguntó por mi músico preferido, y yo, ajustándome el puente de las gafotas, no mentiroso, pero sí un poco pedante, porque le podría haber respondido cualquier cosa menos camerística, le respondí que Schubert. Y ya digo que era verdad, porque con el tío Franz y sus colegas del clasicismo yo me he pasado media vida leyendo los libros y paseando por los montes. Ella sonrió incrédula, frunció los labios como imitando el gesto finolis de un lord, y luego, calcando mi voz de cardenal pontificio, repitió varias veces. “¡Me mola Schubert, me mola Schubert...!” Ahora, cuando me pregunta por estas cosas, siempre le respondo que Santiago Auserón para salir del paso y no quedar como un gilipollas.

De todos modos, la Californication de los Red No Sé Qué tiene una letra muy críptica que no sé cómo relacionar con las andanzas de Hank Moody por la otra Californication. Es lo que tienen las canciones compuestas entre un tirito de coca, un porro de maría y un chute de heroína: que te sale un mejunje mental que lo mismo quiere decir una cosa que la contraria. Digamos que ambas Californias hablan de pornografías blandas, sueños defectuosos y paraísos perdidos. También hablan -y quizá vayan por ahí los tiros- de amores verdaderos, que son tan raros como los unicornios, aunque a veces la naturaleza, tan generosa, ponga un cuerno postizo en los caballos.




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Top Gun: Maverick

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No pasan los años por Pete Mitchel, el Maverick. Ahí sigue flipando con sus Rayban, con su chupa, con su pelo inmaculado. Con sus andares de chulopiscinas. Es verdad que en el plano corto se le adivina alguna arruga, alguna tirantez en la piel, pero Maverick va demasiado rápido por la vida para que te fijes en esas cosas. Sigue siendo el más intrépido con la moto y el más escurridizo con el caza de combate. Y el que más liga, de lejos, en la cantina militar. Cuando era un niñato se tiraba a todas las niñatas de California, pero ahora, con la edad, ha ampliado su espectro a las divorciadas de buen ver. Hasta Jennifer Connelly, que ya es decir, se pirra por sus huesos de australopiteco. Lo digo sin ofender: ya en la primera película, cuando combatía al comunismo internacional, Maverick era un retaco como nuestros antepasados de la sabana; así que ahora, para su suerte, no se le nota tanto el encorvamiento de la edad. 

Desde 1986 han pasado varios Mavericks por mi vida y ninguno ha dejado gran huella que se diga. Había un tolai en nuestro instituto al que apodábamos “Maverick” porque se parecía mucho a Tom Cruise Tenía la misma sonrisa ahostiable y la misma prepotencia innata. Ya no recuerdo su nombre verdadero, que sería Javier, o Manolo, como todo hijo de vecino. Cada día aparecía por las inmediaciones con una novia diferente y le envidiábamos a dolor, casi sanguinariamente. Luego vino el Maverick de Mel Gibson, que era el truhan de las cartas, y Maverick Viñales, que hacía room-room con la moto, y los Dallas Mavericks, que entonces tenían a Dirk Nowitzki y ahora tienen a "Locura" Doncic. Ellos son los únicos Mavericks que me han conmovido en el sofá...

“Top Gun: Maverick” no me ha conmovido ni la punta del pijo. Ni siquiera cuando sale Val Kilmer arrancándose las palabras. La película es otra oda a estos sicarios de los neocons. El espectáculo aéreo es la hostia, no digo que no, pero jamás pierdo de vista el trasfondo del asunto. Estos aviadores molones llevan varias décadas bombardeando dictaduras espeluznantes, pero también democracias que molestan, sueños de emancipación y proyectos de bienestar. 


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