La insoportable levedad del ser

🌟🌟🌟

“Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.

    He recordado esta cita de Michel Houellebecq mientras veía La insoportable levedad del ser en la insoportable tristeza del domingo. Un domingo sin fútbol decente, sin lectura absorbente, sin un amor para salir de paseo… Un domingo que termina enroscándose sobre el pecho como una boa, y que a la hora del crepúsculo decides asesinar del todo con una película que presumes aburrida, pero que lleva varias semanas tentándote desde la estantería. Con su título -tan bonito y tan kunderiano- y con su contenido, que uno recuerda de alto voltaje erótico, y que ahora, la verdad, treinta y tantos años después, más allá de la incuestionable belleza de Lena Olin desnuda, y de Juliette Binoche ofrecida, le deja a uno más maravillado que excitado, por esas cosas de la edad.



    La cita de Houellebecq, por supuesto, habla de Tomás y de Tereza. Del neurocirujano que explora más vaginas que cerebros y de la chica inocente, atolondrada, que se enamora de él pensando que una vez conquistado ya no conocerá más cuerpo que el suyo, más confidencias que las suyas. Tereza llorará, vagará por las calles, intentará suicidarse cuando  descubra que Tomás no va a renunciar a sus amantes. Tereza no entiende que los hombres atractivos, seguros de sí mismos, que convocan la admiración varias veces al día, jamás dejan descansar el instinto. Que las mismas virtudes que los vuelven irresistibles los vuelven traicioneros, y que ese círculo de amor y sospecha puede acabar con cualquiera que caiga bajo su encanto  (o ése es, al menos, el discurso que hemos hilado los hombres menos atractivos para denigrar a estos conquistadores que tanto envidiamos).

    Tereza dará marcha atrás, tratará de olvidarlo, pero una mujer enamorada de verdad nunca se va del todo. Regresará a su lado sabiendo que, como mucho, ella será la primus inter pares. Lo que no había previsto es que ese gesto rendirá el castillo de Tomás, que parecía inexpugnable, y que terminada la guerra de los afectos empezará una época de felicidad insospechada, a su lado, sobre su pecho, sonriendo ya sin temor…



Leer más...

La escafandra y la mariposa

🌟🌟🌟🌟🌟

Un segundo antes del colapso, Dominique Bauby era un hombre envidiable, redactor jefe de la revista Elle, triunfador de la vida y de las mujeres, desenfadado y guapo cuando conducía sus coches deportivos cerca de Montecarlo. Un segundo después del colapso, Dominique Bauby se convirtió en el personaje de cuento de terror: uno que alguien podría haber narrado en aquellas veladas góticas de Mary Shelley, donde nacían monstruos de la imaginación calenturienta.

    Tras sufrir un accidente cerebro-vascular, Dominique quedó cautivo de sí mismo, paralizado, incapaz de hablar, condenado a una existencia casi de coliflor con inteligencia agudísima. Las primeras escenas de La escafandra y la mariposa son perturbadoras, como puñetazos al estómago y a la conciencia. Pero también tienen algo de terapéutico, de cura de humildad, porque quitan las ganas de seguir compadeciéndose de uno mismo. Mis desdichas particulares palidecen ante la desgracia de este hombre que sólo conservaba un ojo para comunicarse con el mundo, un parpadeo para decir sí, dos parpadeos para decir no. Yo, al menos, en mi desventura personal, aún puedo sonreír, hablar, caminar, mantener erecciones interesantes…



    Y aún así, derrumbado, deseando morir en los primeros meses de su parálisis, Dominique, que era uno de los fuckers más solicitados de París, no puede impedir que el instinto aflore cuando sus logopedas se acercan para instruirle en un nuevo sistema de comunicación. Dominique las valora con su ojo intrigante, las sopesa como posibles amantes en el futuro imposible de su recuperación. Las desea con su cuerpo inmóvil, con su pene marchito, con sus manos crispadas para siempre… Dos segundos después, de regreso a la lucidez, siente la náusea renovada, el horror inconsolable de quien se sabe medio muerto en vida. Pero justo antes de sumergirse en la locura, Dominique descubre el refugio de su imaginación, donde puede amar libremente a todas las mujeres que desee, y seguir esquiando en los Alpes, y bersar de nuevo a sus hijos antes de acostarse…



Leer más...

Deseando amar


🌟🌟🌟🌟


Deseando amar… Yo pensaba, en la simplicidad de mis filosofías, que todos éramos un poco como estos hongkoneses de la película, incapaces de soportar por mucho tiempo el vacío de una cama. Yo pensaba, hasta hace poco, que quien vivía en soledad, sin pareja, era porque no tenía otro remedio y vivía el paréntesis forzoso entre quien estuvo y quien estará. Que sólo los monjes y las monjas -y ni siquiera ellos, porque el acicate del deseo es universal- vivían voluntariamente en la renuncia y el retiro. Pero ahora, a los 47 años, estoy descubriendo que muchos de mis coetáneos han decidido entregarse a la soledad como quien se retira a la isla desierta del cocotero, a ver los barcos pasar, sin interés ya en subirse a ninguno. Que piensan, como la presidenta de Tourvel en Las amistades peligrosas, que:

    “Cree vmd., o finge creer, que el amor conduce a la felicidad verdadera; y yo estoy tan persuadida de que causaría mi desdicha, que no quisiera oír ni siquiera su nombre”.



    En las páginas donde se busca pareja los hombres triplicamos en número a las mujeres. De adolescentes educamos muy mal a nuestro deseo, dándole rienda suelta cada vez que protestaba, y así, como quien malcría a los hijos, nos ha salido una apetencia que ahora nos tiraniza y nos tiene todo el día al acecho, a la mirada, a la ensoñación… Las mujeres que conozco en estas páginas también buscan el amor, pero con más reservas, o con más exigencias, y son muchas las que comentan, incluso, cuando surge la confianza de una  larga conversación, que en realidad ellas no necesitan a nadie, que están al juego, al Príncipe Azul, a la crónica en rosa, y que viven tan satisfechas y felices como la presidenta de Tourvel, tumbadas en su playa solitaria y dejándose acariciar los pies por las olas que llegan sin fuerza. Yo las entiendo, pero no del todo. Sí con mi razón, pero no con mis tripas. Ahora que sólo pongo un plato en la mesa siento que algo muy primario, muy visceral, no marcha bien en mi vida. Cuando ponía dos sentía... la quietud. Tan parecida a la felicidad.



Leer más...

Rocketman

🌟🌟🌟

En Bohemian Rhapsody, la película, si venías un poco desinformado del asunto, y no estabas muy atento a un par de escenas porque te habías levantado a coger un yogur, o justo te llamaban por teléfono para un asunto de tremenda importancia, salías de la película pensando que Freddy Mercury no era homosexual, ni ambivalente si quiera, a tango llegaba el pudor, la tontería, la cobardía en realidad, de una película que quiso ser legado y homenaje y se quedó en triste caricatura.

    Aquí, en Rocketman, los responsables del biopic no se andan con medias tintas: Elton es homosexual, sí, qué pasa, ya estamos en el siglo XXI, y sólo las abuelas y los sacristanes medievales se escandalizan por estas cosas. Rocketman solventa el asunto en cuatro pinceladas para no hacer de la anécdota un leitmotiv. Del apetito, una personalidad. Los  tormentos de Elton John fueron muchos, y el descubrimiento de su homosexualidad -en una época en la que eso acarreaba ser tildado de maricón, de sarasa, de julandrón, toda aquella panoplia de escarnios que en nuestra estúpida adolescencia manejábamos al dedillo- sólo es uno de los motivos por los que Elton cayó en el gran pozo de su alcoholismo, de su desnortamiento, ese agujero sin luz ni esperanza donde ya no aciertas ni a palparte a ti mismo.



    La película, siendo un musical opulento, desbordado, lleno de excesos y de colorines como las propias actuaciones de Elton, en realidad me deja frío, y aburrido, refugiado continuamente en el martillo pilón de mis propias pesadumbres. Los números musicales no me rescatan, no me elevan en globo para sacarme del lodazal. Sólo en ese puñado escogido de canciones que ya son himno y autobiografía, encuentro no la distracción -porque todas las canciones, en el desamor, hablan de nosotros- peso sí la sintonía, la conexión con una película que quizá, dentro de algún tiempo, en otro estado más feliz del espíritu, merezca una segunda oportunidad.


Leer más...

La gran guerra

🌟🌟🌟

“En la guerra yo sólo podría ser prisionero”, dijo una vez Boris Grushenko, riéndose de su propia cobardía. Y lo mismo pensaron, en La gran guerra, Oreste y Giovanni, dos soldados italianos atrapados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, que es la gran olvidada del cine de siempre. Dos parias que como el bravo soldado Schwejk se pasan la película de escaqueo en escaqueo, de holganza en holganza, hasta que Marte, el dios de la guerra, se da cuenta de la burla…



    Nunca he vivido una guerra, afortunadamente, pero me identifico plenamente con estos héroes de la cobardía. Desde niño, en cualquier película bélica que pasara ante mis ojos -y el género bélico fue mi predilecto en la escasa conciencia de la  infancia- yo no sentía que el ardor guerrero calentara mis venas, ni que el aire marcial se apoderase de mis músculos. Los himnos como fanfarrias; las banderas como manteles; las medallas como chapas de Cocacola. Yo veía a esos hombres caer en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, y me decía, como me digo ahora: ¿qué haría yo, en el frente de combate, con las palpitaciones disparadas, con la cagalera asomando por el ano, asustado como un ratoncito dejado a solas ante una serpiente ? ¿Cómo olvidar el pensamiento martilleante de que vas a morir en cualquier momento, posiblemente sin enterarte, fulminado por una bala que atravesará el cerebro o el corazón? O destrozado en mil pedazos por un obus, sin tener tiempo de escuchar la explosión. O al revés, morir desangrado de una balazo en el estómago, o de un agujero en la femoral, derrumbado en el descampado, en la playa, en la trinchera, viendo que la vida se te escapa con una lentitud de película aburrida. Todo lo que sucedía en aquella primera media hora inolvidable de Salvar soldado al Ryan... La gran suerte de mi generación, y esperemos que también de la generación de mi hijo, es no haber conocido esa escabechina de los frentes de combate, como tampoco los bombardeos sobre la población civil, o las matanzas vengativas de los ejércitos ganadores.



Leer más...

Gracias a Dios


🌟🌟🌟

En mi colegio también se oían… cosas. Rumores. Que si a uno le habían metido mano por la espalda mientras le explicaban las matemáticas o que si a otro le habían dicho que sería un alumno guapísimo si se peinase de otra manera. Cosas así, de reírse uno por lo bajo, en la tontuna de aquellos años. Pecados “veniales” que los Hermanos cometían sobre alumnos internos porque estos vivían en la prisión escolar de lunes a viernes sin el amparo inmediato de unos padres que residían muy lejos, en los montes, o en los campos, amasando dinero con el negocio agropecuario. Pero ni siquiera nosotros, los miembros de la Resistencia, los afiliados a la Corriente Anticlerical, nos tomábamos muy en serio aquellas maldades que se difundían en los recreos, o en los partidillos de la salida. Nosotros estábamos convencidos de que los Hermanos no eran, por supuesto, célibes, y que de algún modo se las apañaban para romper su voto de castidad, porque nadie, nadie en este mundo, está libre del aguijón del deseo. Pero no les imaginábamos como les describen ahora en las películas -pedófilos y miserables- sino trajinándose a las señoras de la limpieza en la soledad del colegio ya casi anochecido, o, con más verosimilitud, acostándose entre ellos en el colegio ya anochecido del todo, en sus habitaciones privadas, por parejas o en grupos, en actos que a veces imaginábamos apresurados y sórdidos y otras veces muy festivos y semejantes a una bacanal.



     Yo tenía un amigo que era caricaturista nato, candidato a trabajar algún día en las páginas de El Jueves -que era nuestra revista clandestina-, y a veces, en las horas más aburridas del bachillerato, improvisaba un cómic erótico de Hermanos lujuriosos que era el puro descojone del aula, y también un frasco de nitroglicerina muy poco estable, que pasando de mano en mano podía estallar en cualquier momento y provocar una expulsión fulminante. Ése era el ambiente que se respiraba en mi colegio, en el bachillerato, muchos años antes de que los escándalos de Boston pusieran en marcha la maquinaria de las denuncias y las confesiones, y comprendiéramos, leyendo los periódicos, y viendo las películas, que el asunto no era nada jocoso, sino un drama terrible para quienes guardaron durante años el secreto de su vejación.




Leer más...

Los puentes de Madison


🌟🌟🌟🌟

Aún quedan muchos años para que se invente Tinder cuando Francesca se queda sola el fin de semana. Su marido y sus hijos parten en la camioneta hacia una feria de ganado, y ella, aunque los quiere mucho, y ha sacrificado varios sueños por ellos, no puede esconder su satisfacción cuando los ve alejarse entre la polvareda del camino. En las escenas introductorias no es difícil adivinar que el matrimonio Johnson ya no enciende, precisamente, fogatas de pasión. Pero Francesca aún es joven, luce un cuerpo espléndido, y tiene algo en la mirada que delata la turbiedad y la ensoñación del deseo insatisfecho. Quizá, en sus ratos de secreta lujuria, ella sueña con el marido de alguna amiga, o con algún reciente divorciado que pasea su soledad por Madison County. Pero cualquier aventura extramatrimonial sería un escándalo en un vecindario tan reducido, donde todo el mundo conoce a todo el mundo y acabas siempre en la misma cafetería y en la misma tienda de aparejos para la pesca.



    Así que Francesca, sin Tinder, sin Meetic -que explicadas a alguien de su tiempo sería como hablar de la magia potagia o de tecnologías extraterrestres- confía su reverdecer sexual a la aparición de un extraño en la puerta de su casa. Y una mañana de sol radiante, como si los dioses hubieran bendecido su deseo, aparece Clint Eastwood preguntando por los famosos puentes cubiertos. Clint es fotógrafo de National Geographic, tiene arrugas en la cara que hablan de mil aventuras, y se hace el tonto como nadie fingiendo que se ha perdido entre los caminos. Francesca sabe, desde el primer segundo -porque estas cosas siempre se saben en las tripas, y el conocimiento que allí nace es instantáneo y demoledor- que Clint es un mujeriego que se sabe todos los trucos, todas las debilidades de las mujeres solitarias, y que va a terminar enredándola en un amor que marcará su vida para siempre: si lo acepta, porque vivirá un capítulo completamente distinto de su biografía, y si lo rechaza, porque ya nada volverá a ser igual en su corazón de ama de casa resignada.



Leer más...

Entre copas

🌟🌟🌟🌟

Hace 100.000 años, en la sabana africana, un antepasado incapaz de reproducirse inventó una técnica diferente para que las hembras se fijaran en él. En vez de pegarse golpes en el pecho, y de jugarse el pellejo en la caza del antílope, probó fortuna con dos versos primigenios, casi guturales, que hablaban de la belleza de un atardecer coloreando el horizonte. Contra todo pronóstico, aquella poesía encendió el corazón de una homo erectus arrobada, y ahí, tras la cópula exitosa que se produjo en unas rocas apartadas, empezó el linaje de los hombres de Cromañón que luego inventaron la literatura, pintaron bisontes en las cuevas y salieron de África para conquistar el mundo y predicar la buena nueva entre los neandertales. Ya no hacía falta ser un bestiajo sin seso para poder reproducirse. Los feos, los bajitos, los raquíticos, los que no tenían ni media hostia para enfrentarse a la presión selectiva de los darwinistas, podían propagar sus genes convirtiéndose en artistas.



    Y así, en una elipsis temporal muy parecida a la que unía el fémur de la charca con la nave espacial en 2001, nos encontramos en los viñedos de California con Miles Giamatti, que es un profesor de literatura que lleva dos años deambulando porque no termina de asumir su divorcio, y vaga por el mundo sin fijarse en otras mujeres, concentrado en dos asuntos que él cree ajenos a los quehaceres del fornicio: la escritura de una novela -esa obsesión tan peliculera por la gran novela americana-y el perfeccionamiento de su paladar enológico, que al parecer es capaz de percibir reminiscencias de queso Cheddar en un Pinot Noir macerado en barrica de alcornoque. Pero los cínicos, los materialistas, los que hemos leídos a los grandes maestros de la sospecha bioquímica, sabemos que todo arte, toda habilidad, toda demostración de sensibilidad, es, en verdad, un postureo que también cotiza en el mercado sexual, tanto como un mentón prominente o como una tableta  de abdominales. Maya, la hermosa mujer que también se da pisto presumiendo de enologías y de literaturas, no va a dejarse engañar por este aparente desinterés del tunante de Miles…



Leer más...

Laurel y Hardy en el Oeste

🌟🌟🌟

Tengo la manía de atusarme los pelos del cogote cuando se me desmorona el huevo frito, o se me esfuma la conexión del wifi, frustraciones tontorronas y cotidianas. Yo sabía que este gesto venía de lejos, de la infancia, de algo que vi en la vieja Philips en blanco y negro, pero yo lo situaba en el universo del Un dos tres, que era donde salían los cómicos más afamados de la época, aunque ahora nos parezca no vintage, sino directamente paleolítico. Los hermanos Calatrava haciendo el gili, el dúo Sacapuntas palmeando “Veintidó, veintidó…”, o Bigote Arrocet, ahora renacido como semental en la programación rosa, haciendo aquello de “Piticlín, piticlín…” cuando cogía su teléfono imaginario, que yo, todavía, alguna vez, hago la misma gilipollada cuando voy a coger el móvil para llamar a alguien, “Piticlín, piticlín…”, y seguro que algún ligue se cayó de la burra justo en el mismo instante del homenaje.



    Yo tenía la idea, confusa, que eso de rascarme los pelos del cogote lo había copiado de Antonio Ozores cuando soltaba aquellos discursos chorras ante Mayra Gómez Kemp, y que él de algún modo, al terminar el parlamento, se echaba la mano a la cabeza. Mi pista más fiable, sin embargo, era Pepe Viyuela, que en el Un dos tres hacía el numerito de la silla que nunca terminaba de desplegarse. Viyuela ponía cara de panoli magistral en cada contratiempo, y se rascaba la cabeza con aire de fastidio, pero a decir verdad, ya de aquella Pepe Viyuela casi no tenía pelos en la cabeza, y mucho menos en el cogote.

    Hoy he descubierto que no, que estaba yo muy errado en mis recuerdos. Era de mi niñez, sí, lo de rascarme el pelo, pero de la otra vertiente, la de las películas, porque era Stan Laurel el que hacía esa tontaca del cogote, después de quitarse el sombrero bombín para mostrar su desconcierto, que el tío clavaba sus caras de tonto como si fuera panoli de verdad, que muchos llegaron a pensarlo, como que Harpo era mudo, o que Buster Keaton jamás sonreía.


Leer más...

Parchís. El documental

🌟🌟🌟

Yo, la verdad, nunca fui mucho de Parchís -aunque me pasara media infancia cantando la tonadilla del Comando G por las esquinas- porque su niño bandera, la ficha roja del grupo, el tal Tino que llevaba la voz cantante y bailaba siempre en el centro de la formación, me caía como una patada en los cojones, o en los huevillos sin vello de aquel entonces. Lo veo ahora, a Tino, en el documental, media vida después, con su pelo blanco, su buen rollete, el único brazo que sobrevivió al accidente de tráfico, y siento vergüenza por haberle tenido tanta tiña, tanta inquina, a un fulano que ahora de mayor, cincuentón ya del buen vivir, parece sincerote, llanote, muy poco afectado por la fama. Tino, el pobre, cuando cantaba en la tele, no era responsable de parecerse mucho a un primo mío que yo odiaba especialmente, un gilipollas que llevaba su mismo corte de pelo y que sonreía de modo parecido, como si él mismo fuera famoso de algo y firmara muchos autógrafos en el León provinciano. Un merluzo que siempre me trataba con desdén porque su familia era la que ponía el chalet en el verano, y porque allí, en su habitación con vistas al campo, tenía los discos de Parchís en LP y no en cinta de casete, como los pobres, y lo ponía en un tocadiscos que para mí era como el último grito tecnológico de los ricos.




    Mi primo no se llamaba Tino, que ya hubiera sido la monda lironda, Florentino, o Constantino, pero sí se llamaba Tino, Tino Suputamadre, el matón de mi barrio que se metía con los más pequeños para curar algún complejo de inferioridad o dar rienda suelta a una psicopatía barriobajera. Y así, entre el primo que se le parecía, y el hijoputa que se llamaba igual, yo veía al Tino de la tele y sentía que la sangre se me revolvía, Tino, Tino…, y todas las canciones, salvo la del Comando G de marras, se me iban por el sumidero de la indiferencia y de la tirria. Porque el Tino de los collons, además, era un chico guapete, chulapo, que se llevaba a las nenas de calle, y yo, aunque tenía cinco años menos que él, y todavía confundía las erecciones con las témporas, o con el tocino, ya barruntaba de algún modo primario, intuitivo, de macho Beta o incluso inferior, que los fulanos como Tino, el de Parchís,  o como mi primo, el gilipollas, estaban llamados a quedarse con lo mejor del repertorio, las chicas más guapas, y las mujeres más interesantes, en una batalla evolutiva que yo ya había perdido de antemano.


Leer más...