Vidas pasadas

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En “Vidas pasadas” hemos aprendido que en Corea, al destino, lo llaman In-yun. Enamorarte de Fulan-Ito Park o de Meng-Anita Chang no depende de la voluntad, sino que está escrito en las estrellas. No es casual que en una escena de la película se nos recuerde el argumento de “Olvídate de mí”. 

Como bien sabemos los veteranos del amor, no siempre te enamoras de quien más te conviene, aunque seas muy consciente de la inconveniencia. Puede, incluso, que caigas enamorado de tu peor enemigo, o de una arpía sin escrúpulos. Es como una inercia irresistible; como si una correa canina tirase de ti. Es el In-yun, amigos. Y yo, por mi experiencia, le doy la razón a los amigos coreanos, aunque jamás se me ocurriría visitar sus tierras paganas en los gastronómico. No, desde luego, con mi perrete Eddie paseando por Seúl.

Lo que pasa es que el In-yun también predica que en cada reencarnación siempre nos topamos con las mismas personas, transfiguradas en otros seres humanos, o incluso en pájaros, o en lombrices, y a mí ya me cuesta incluso tragarme lo del ciclo del samsara. Me acordé, viendo “Vidas pasadas”, de aquello que respondió Billy Wilder cuando le preguntaron si creía en el Más Allá:

- Espero que no, porque me he encontrado con mucha mierda en mi vida, y no me gustaría volverlos a ver. Sí, gente despreciable. Y me digo, ¡Dios Todopoderoso, menos mal que no tengo que volver a ver a ese tipo!

Y yo, en esto, como en otras cosas, estoy con el viejo cascarrabias. Al 90% de la gente que he conocido en la vida -alguna amante incluida- no desearía volver a topármela jamás, por mucho que el In-yun sea una ley inexorable. Si es así, pues mira: que paren la noria, que yo me bajo. O que nos separen en reencarnaciones desconectadas entre sí.

Por lo demás, “Vidas pasadas” ha merecido este rato invernal tirado en el sofá. La verdad es que no pensaba verla porque me pueden los prejuicios contra el cine oriental. Pero luego vinieron los premios, las recomendaciones, el boca a boca..., y al final, los amantes, aunque coreanos, viven en Nueva York, y se dicen cosas muy interesantes más allá del misticismo del In-yun. Cosas de andar por casa: miedos, sueños, debilidades... El pan nuestro de cada día en los entornos conyugales.





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Saltburn

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Aunque algunos sigamos votando a la izquierda por respeto a nuestros antepasados, lo cierto es que los pobres ya hemos perdido la lucha de clases. Esto no tiene remedio. Al final no hicieron falta los tanques para reducirnos: nos pusieron un par de tías buenas en los telediarios para desinformar y depusimos las armas con una sonrisa de bobos y una erección en la bragueta. Los pobres, la verdad, es que damos un poco de asco. En eso le doy toda la razón a lady Catton, la señora de Saltburn y sus dominios.

Cautivo y desarmado el ejército proletario, los partisanos podríamos tirarnos al monte para montar unas guerrillas tocacojones. Pero la venganza es un círculo sin fin y hay que recordar que los policías trabajan para esta gentuza y no para nosotros. Estaríamos perdidos igualmente. Así que solo nos queda una solución: convertirnos en ellos. No despojarlos, sino suplantarlos. Olvidarnos de la lucha y diluirnos en su mundo de opulencia. Mandar nuestra educación y nuestra decencia a tomar por el culo. Tirarnos de cabeza al cráter para que el fuego nos despoje de todo lo que fuimos. 

Pero para hacerse rico, ay, hay que nacer rico, o nacer sin escrúpulos, o ambas cosas a la vez. Y la mayoría venimos de la barriada y tenemos conciencia moral. No podríamos jugar al golf sobre los cadáveres financieros de millares de inocentes. No valemos para eso. No tendríamos agallas para transponer la verja de Saltburn y adueñarnos de las almas y de los objetos. 

Digo esto porque la película no contiene ningún mensaje subversivo ni revolucionario. Es entretenida y provocadora, pero nada más. Si Oliver hubiera sido Oliver Twist, pues mira, lo hubiésemos entendido. Leña al mono y al explotador. Y luego, en la fanfarria final, una colectivización soviética de Saltburn y de sus tierras. Pero no hay nada de eso en la película. Oliver ni siquiera es pobre de verdad: sólo es un puto pirado. Un caos en movimiento. Un Joker de Batman. En él no hay odio de clase. Ni siquiera estaba enamorado de su Adonis. Sólo quería follárselo. Por amor también hubiéramos entendido sus intenciones. Nada más incendiario y respetable que el amor despechado. Pero es que ni eso, jolín. 




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Godland

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Hace años la gente siempre decía “Pues muy bonita, la fotografía”, cuando salía de ver una película infumable que se había rodado en el desierto o en la selva, o en las Montañas Rocosas del Canadá. Lo que se quería transmitir es que la trama había sido aburrida, o incomprensible, cosas del cine de autor y de sus pelusas en el ombligo, pero que la mirada, al menos, había encontrado un refugio en el paisaje arrebatador.

Ahora la gente ya no alaba la belleza de los paisajes porque al cine solo va la muchachada, que es indiferente a estas apreciaciones, y en casa, por muy grande que sea la tele, ya nadie valora ese detalle concreto de la producción. Si la película es un muermo se coge directamente el teléfono móvil para curiosear un poco por la red, a ver si me escribió Fulanita, o si me visitó Fulanito, o a contar cuántos likes ha cosechado mi último post, a la espera de que en la pantalla sucedan cosas más divertidas o enjundiosas. Que se pongan a follar, por ejemplo, o que se inicie una persecución de coches con muchas hostias y derrapes.

“Godland” está rodada en Islandia, que es la Isla Mágica de la Felicidad. Pero está ambientada en sus tiempos duros, cuando la gente no era feliz ni socialdemócrata -hace cosa de cien años o por ahí- y la vida era una pura supervivencia que dependía de las gallinas y del pescado. Islandia es, posiblemente, la tierra más alejada de Dios que existe, y quizá por eso la trama del cura que va soltando sus letanías entre volcanes no se sostiene demasiado. El paisaje de Islandia es más lunar que terrestre, y que sepamos, ningún apóstol de Jesús llegó a la Luna para predicar el evangelio entre los selenitas. No existe ninguna carta de San Pablo dirigida a esa comunidad de los creyentes. 

Islandia -desmintiendo ese título que a lo mejor sólo es una ironía- no es tierra de Dios. En aquellos tiempos porque estaban a otras cosas, y ahora porque han aprendido que las zarandajas de la religión impiden que los pueblos encuentren el camino del bienestar. 





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Charles Chaplin: cortometrajes para la Essanay.

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De no haber sido por el cineasta Mack Sennett -que le descubrió cuando su compañía teatral actuaba en Nueva York- Charles Chaplin habría regresado a Londres con su troupe y la historia del cine se hubiera escrito de otra manera. Una gripe inoportuna o una torcedura de tobillo hubieran asesinado al vagabundo Charlot antes de nacer. Pero Chaplin compareció aquella noche ante su público y Sennett, deslumbrado, le ofreció un contrato para que actuara en las comedias locas que él mismo rodaba en un poblacho entre naranjales llamado Hollywood. 

Es el talento, sí, pero también la suerte.

Chaplin aceptó la oferta de Sennett y se hizo de oro, pero un año después quiso más oro y le entró el prurito de ponerse tras la cámara. En su autobiografía -que es algo así como el Nuevo Testamento escrito por el Hijo de Dios- Chaplin viene a decir que la Keystone era una productora chapucera que infravaloraba su talento y además le regateaba los dineros. Así que terminó su contrato y firmó uno nuevo con la productora Essanay, que manejaban dos tipos llamados Spoor y Anderson. De ahí el nombre de la empresa: S&A= Essanay.

Para que Chaplin rodara sus cortometrajes al principio le mandaron a un pueblo perdido de California, y luego a Chicago, donde residía oficialmente la compañía. Pero Chaplin se puso farruco y terminó imponiendo su criterio de rodar en el valle donde nunca se ponía el sol, al lado de Los Ángeles. Allí, además, florecían muchachas muy hermosas por los campos... Ese fue su gran primer desencuentro con los productores de la Essanay, antes de quejarse otra vez de que no ganaba el dinero suficiente. Así que al igual que hizo con Sennett, cumplió su contrato de catorce películas a toda pastilla -a un ritmo tan frenético como se suceden las hostias en la pantalla- y en un solo año de rodajes (1915) ya estaba listo para fichar por la Mutual. 

Pero ésa -si encuentro tiempo entre tanto deporte y tanta plataforma- ya será otra historia...





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La quimera del oro

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Existe la quimera del oro como existe la quimera del tiempo y la quimera del amor. La Santísima Trinidad. En alcanzarlas se nos va la vida como burros persiguiendo zanahorias. “Salud, dinero y amor”, como decía la canción. Porque qué es el tiempo, si no la salud prolongada. 

El tiempo es la quimera más cicatera de las tres porque se escurre a chorros entre los dedos. Cuanto más los cierras, mayor es el caudal desperdiciado. Encontrar tiempo supone desperdiciar tiempo buscándolo. Siendo una magnitud física, es un concepto absurdo y contraintuitivo. Y muy corto. Casi una broma de los dioses.

El amor también es, en última instancia, una magnitud física. Un calambrazo reproductivo en las neuronas. Un instinto más simple que un pirulí. Lo que pasa es que el “Homo sapiens” lo ha convertido en un barroquismo espiritual, en un leitmotiv para las poesías. El amor es una quimera, sí, pero no porque no exista, sino porque lo hemos divinizado en exceso. El amor es amistad más sexo y poco más. Que ya es muchísimo, por cierto. El amor es un contrato a medias carnal y a medias humanista, y lo otro sólo es el influjo de Hollywood.

La quimera del oro es la quimera más científica de todas. La menos... quimérica. Porque el tiempo, ya digo, es ilógico, y el amor, un constructo cultural. Pero ay, el oro... La pasta gansa: eso es matemático. Tanto tienes, tanto vales. O mejor dicho: tanto tienes, tanto te valoran. La cifra que consta en la cuenta bancaria no admite discusiones bizantinas ni concilios teologales. Es lo que es y punto. Y además, con el oro, puedes comprar más tiempo y amores más exclusivos.

No me extraña, pues. que estos trastornados de la fiebre del oro se jugaran el pellejo en los parajes nevados del Yukón. Hablo de Charlot, claro, pero también del tío Gilito, y de los mineros verdaderos. No es que atrapados en la ventiscas se comieran zapatos cocidos para sobrevivir: es que se hubieran comido a su mismísima madre en pepitoria. En eso, “La quimera del oro” -que es, por cierto, una obra maestra- se parece mucho a “La sociedad de la nieve” que pasaban el otro día.  




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Un rey en Nueva York

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¿Un rey repudiado por su pueblo que toma las de Villadiego con su espuria fortuna intacta? Joder, cómo me suena el argumento... ¿”Un rey en Abu Dabi”, quizá? No: es “Un rey en Nueva York”, pero jo, cómo se parecen al principio el rey Demérito y el rey Shahdov: los dos casados por conveniencia, los dos campechanos que te cagas, los dos enroscados con señoritas que podrían ser sus hijas o sus nietas... Los dos con unos papeles muy sustanciosos en la maleta que les sirven de salvoconducto: el rey Shahdov no sé que planos de la energía atómica, y el mayor de los Borbones, los putos contratos de la Alta Velocidad con Arabia Saudí. 

(“Un rey que genera inversiones y puestos de trabajo”, nos siguen diciendo los lameculos del Borbón,  conscientes de que ellos mismos le deben el oficio a su regio gobernar. Se trata del Chambelán Blanqueador del Ojete y sus cortesanos ayudantes). 

Pero hasta ahí llegan las similitudes entre la realidad hispánica y la ficción anglosajona. Porque “Un rey en Nueva York” no es una sátira sobre reyes con la cara muy dura y alargada, sino el ajuste de cuentas que Charles Chaplin le debía a Estados Unidos después de que en 1952 le negaran el visado de regreso. Estados Unidos le dio la pasta y la gloria pero nunca le trató como a un hijo verdadero. Chaplin era demasiado rojo, demasiado rijoso, demasiado británico en el pasaporte que nunca nacionalizó. Mientras sus películas daban pasta nadie se quejó en voz alta; en el momento que Chaplin empezó a flaquear en la taquilla, le confundieron con una perdiz en plena temporada de caza.

“Un rey en Nueva York” es la sátira muy personal de Charles Chaplin contra los EEUU de los años 50. Es la época de la Caza de Brujas, del Terror Rojo, del consumo de masas. De la invasión publicitaria que luego sirvió para crear esa maravilla de serie que es “Mad Men”... Fue la locura colectiva. Yo entiendo e incluso aplaudo al bueno de sir Charles, pero la película no funciona. No te ríes en ningún momento. Ni te emocionas. En 1957, "Un rey en Nueva York" ya era viejuna y algo rancia. Nos recuerda un internauta que sólo tres años después se rodó “El apartamento”. Parecen tragicomedias separadas por 50 años-luz. Casi de galaxias diferentes.





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Candilejas

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Dicen las malas lenguas que Chaplin contrató a Buster Keaton en “Candilejas” solo para humillarlo; para darle un papel ya no secundario, sino terciario, y dejar bien a las claras, en 1952, cuál de los dos genios había reinado durante más tiempo y sobre más espectadores.

Y no digo que no: es una teoría plausible dado el ego desmesurado de nuestro amigo. Los títulos de crédito iniciales son, eso, desmostrativos: el nombre de Chaplin aparece bien grande, y mucho rato, como si tuviera que descifrarlo un disléxico o un analfabeto, mientras que el resto del reparto parece la letra pequeña de una estafa financiera de la tele. A Claire Bloom y compañía hay que buscarlos casi con lupa, y pasan tan rápido por la pantalla que casi ni te enteras.

Las buenas lenguas, sin embargo, defienden que Chaplin contrató a Buster Keaton para hacerle un pequeño homenaje, y ya de paso, adecentarle un poco la cuenta bancaria después de tanto extravío monetario y de tantos litros de alcohol que corrieron por sus venas, mujer. Y también me parece plausible esta teoría. Porque es verdad que Chaplin era un ególatra que se creía emparentado directamente con Dios -como poco su cuñado, o su primo del pueblo-, pero también fue un hombre generoso con sus compañeros menos afortunados de Hollywood.

Así que puede que al final ambas teorías sean ciertas y compatibles, y que Chaplin, en "Candilejas", con su acostumbrada genialidad, matara cuatro pájaros de un tiro: ayudar a Keaton, rebajar a Keaton, hablar de su propia decadencia como cómico y jugar a ser seducido por una jovenzuela de 20 años cuando él ya contaba con 63. Otro subidón de ego para el señor. Porque mira que era rijoso y juguetón, nuestro querido sir Charles. Un picaflor. Un pillín. Tan bajito, y tan poquita cosa, pero en verdad un pichabrava y un saltimbanqui, y un camelador sin par del género femenino. Un suertudo, un fucker, un clavador, el tal Calvero. 



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Tiempos modernos

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El otro día, en internet, buscando el socialismo perdido, encontré a Charlot encabezando una manifestación de obreros que pedían trabajo y justicia salarial. Unos obreros de los del cine mudo, claro, de principios del siglo XX, lectores de Marx o de Bakunin que vestían pantalones de pana, camisas ajadas y viseras de estibadores. Los proletarios del mundo, que entonces marchaban unidos tras el fantasma que recorría Europa y las Américas.

Tardé varios segundos en recordar que esa imagen de Charlot pertenecía a “Tiempos modernos”, yo que la tenía por una obra maestra imborrable en el recuerdo. Son cosas de la edad...

La maquinaria capitalista ha reducido la película a un póster que venden en los centros comerciales -ése en el que Charlot se enreda entre las ruedas dentadas de la factoría- y ya hasta los viejos bolcheviques hemos caído en esa simpleza que edulcora las intenciones muy aviesas de la película. A ese fotograma tan descafeinado ha quedado reducida la denuncia de Charles Chaplin, que en realidad es pura dinamita y pura revolución. "Tiempos modernos" es una película subversiva. Comunismo de rock duro. No me extraña que revisando su filmografía terminaran por echarle de Estados Unidos, él que siendo millonario nunca olvidó sus orígenes miserables. Es una película tan moderna -porque la explotación es más o menos la misma- que han querido convertirla en un meme, en un chiste visual. En un póster para las habitaciones como aquella foto del Che Guevara. Menos mal que los cinéfilos zurdos la vemos de vez en cuando para recordar...

A Charlot, en la película, porque el capitalismo es siempre salvaje y no reconoce más autoridad que el beneficio, le dan hostias por todos los lados. Del derecho y del revés. A Charlot le explotan, le malpagan, le encierran en la cárcel cuando protesta. Le confunden con un ladrón, con un vividor, con un parásito social. Los maderos se emplean a fondo con su figura. Todo es como ahora, pero en blanco y negro, y con chistes de por medio.



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How to with John Wilson. Temporada 3

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Hasta hace un par de meses estaba convencido de ser el único espectador de “How to with John Wilson” en 200 kilómetros a la redonda. Son los que me separan de las primeras ciudades civilizadas del Noroeste. 

Y eso que no estoy abonado a HBO Max. Pero lo pirateo, claro, con subtítulos y todo, que bastante tengo ya con el atraco mensual que me perpetra Movistar +. Es el “Atraco perfecto” de Stanley Kubrick pero sin pistolas ni caretas, todo digital y con muchos saludos de cortesía. 

(Me dicen que ahora se han fusionado las dos plataformas... Pues bueno). 

El otro día, sin embargo, una instagramer a la que sigo por su sapiencia -y no por su físico, pues no lo exhibe- publicó su lista de series preferidas del año e incluyó “How to with John Wilson” en el repertorio de gominolas. Casi me dio un patatús: por un lado, la alegría de saber que no estoy solo en el mundo; por otro, el orgullo herido de quien se creía lobo solitario y espectador de gustos únicos y refinados. 

Le envié un comentario diciendo que me alegraba mucho de coincidir en los gustos y tal, pero ella, que dice vivir en Asturias y quizá no me vio demasiado lejos en el mapa, interpretó que estaba tirándole los tejos y se limitó a poner un corazoncito bajo mi entusiasmo medio fingido y medio cordial. 

Es quizá por eso que la tercera temporada de la serie me ha gustado algo menos que las dos anteriores. Puede que a nuestro reportero más dicharachero de New York City se le hayan acabado de verdad las metáforas y las retóricas, pero también cabe la posibilidad de que yo, al descubrir que ya no soy su único evangelista en los contornos, haya perdido un poco la entrega y el entusiasmo. No sé. 

De todos modos, "How to with John Wilson" sigue siendo una comedia modélica. El producto más original -por inclasificable- de las pantallas modernas. Cada vez salen más frikis y menos neoyorquinos. La América Profunda va ganando peso en las tramas. Después de todo, Nueva York es como Europa y ya no nos impresiona tanto. Los tarados de verdad, los alienígenas verdaderos, los imbéciles del culo y los tipos realmente peligrosos viven más allá de los Apalaches. 



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20.000 especies de abejas

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Mediada la película, y viendo que esto ya no tenía remedio, le envié un whatsapp al amigo que me la recomendó: “20.000 especies de moscas Tsé-Tsé...”. Él, por fortuna, es medio biólogo, así que me iba a pillar la ironía a la primera. 

Era la hora de la siesta y yo sé que él suele quedarse sobado tras las comidas. Yo mismo acababa de salir del sopor causado por Aitor/Coco/Lucía y su mamá desbordada entre las abejas. Pero pensé: “Que se joda si le despierto. Se lo merece, por haberme recomendado -no una, sino tres veces- este docudrama sobre la disforia de género que a mí, la verdad, ya me olía a castaña pilonga”. 

El amigo me respondió con dos emoticonos de carcajada y luego un silencio sepulcral. Pero yo me conozco estas respuestas: no son más que una tregua, la calma que precede a la tempestad. Me lo imaginé, nada más recibir el mensaje, afilando sus lengua para el próximo lance verbal, cuando nos reencontremos en la caminata o en la cervecería. Tiesas nos las tendremos, con esta historia que apenas daba para un cortometraje y al final duró dos horas que me parecieron eso, veinte mil.

Esa misma tarde -porque últimamente todo se entrecruza de un modo misterioso- yo leía en “La Maldición de Adán”: 

“Una de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres está en el hipotálamo, y su descripción es “subdivisión central del núcleo raíz de la estría terminales”, que llamaremos BST para abreviar. Lo único que nos interesa saber de momento es que el BST es dos veces y media más grande en los hombres que en las mujeres. [...] La asociación entre el BST y la identidad y orientación sexuales se encontró cuando un equipo de científicos holandeses realizó exámenes post mortem de los cerebros de seis transexuales de hombre a mujer, hombres que desde la infancia habían tenido la fuerte sensación de que habían nacido con el sexo equivocado”. 

Quiero decir que no hay que darle muchas vueltas al asunto. Hubiera bastado con que la mamá de Aitor/Coco/Lucía hubiera leído este párrafo para plantárselo en los morros a su familia tan católica: “¡Hostia, que no os enteráis!”. Y fin de la película, y del drama rural. 





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La sociedad de la nieve

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Lo jodido no es comerse un cadáver humano si te mueres de hambre. Al fin y al cabo, los católicos -y el avión estrellado en los Andes iba lleno de creyentes- se zampan a Jesucristo cada domingo y cada fiesta de guardar. Porque no es pan, sino carne, lo que entra por sus bocas y alimenta sus espíritus también famélicos y tambaleantes. 

No: lo jodido es tener que enfrentarte al cadáver cuchillo en mano. La partición de la sagrada hostia... Yo mismo soy carnívoro de otras especies porque me niego, conscientemente, a conocer el sistema de producción. Si no, otro gallo cantaría. Una vez tuve una novia que sólo podía comer carne si se la presentaban en forma de hamburguesa. Si la veía fileteada ya le entraban ganas de vomitar. En el accidente de los Andes no se habría comido mi carne, pero sí que me hubiera sacado los ojos.

Quiero decir que en los Andes todos fueron héroes -porque resistir la desesperación ya es un acto heroico de por sí, para el que yo, por ejemplo, no he nacido capacitado- pero los que tomaron el vidrio en la mano y se pusieron a trocear el primer cuerpo son más héroes que los demás. Ellos dieron el verdadero paso hacia la salvación.

Al terminar la película -que sin ser una obra maestra sí me dejó tocado y pensativo- me fui corriendo a la Wikipedia para conocer los detalles del accidente. Lo que descubrí es que es casi imposible caer lejos de cualquier ser humano que anda por ahí de arriero, o de montañista, o de anacoreta de las soledades. Los supervivientes parecían estrellados en el culo del mundo andino, pero en verdad, en línea recta, apenas le separaban unos kilómetros para encontrar la salvación: al oeste el gaucho chileno, y al este, un refugio de montaña que ellos por supuesto no conocían. Les fue matando la nieve y la ladera, pero no la lejanía. 

(Lo raro es que no anduviera nadie de La Pedanía por allí, en el glaciar, con la moto o con el coche. Mis vecinos se levantan con las gallinas y es a lo que se dedican todo el día: a rular. Sabe Dios hasta dónde llegarán antes de que la parienta les ponga la sopa para cenar).



 

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Toy Story 3

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De todos los juguetes que tuve en la infancia sólo conservo, en una caja de zapatos, aquellos soldaditos de plástico que fabricaba Montaplex. La última vez que los llamé a filas comparecieron unas 1500 unidades, pertenecientes a los países que combatieron en la II Guerra Mundial. Hay incluso soldados de la División Azul ateridos de frío. Uno de ellos es Berlanga y otro Luis Ciges. Pero también hay vikingos, y vaqueros, y guerreros medievales, y romanos con unos escudos que se caían todo el rato, y unos escoceses con sombreros de granaderos que no tengo ni puta idea de a qué guerra pertenecían.

Mis soldaditos fueron una vez enemigos encarnizados. Murieron y fueron heridos decenas de veces en las batallas que yo montaba en el cuarto de juegos, asaltando un Exin Castillos que a veces se desmenuzaba en un entramado de barricadas. Mis soldaditos, en aquellos encuentros sangrientos,se dispararon de todo y se dijeron de todo, pero ahora, ya firmado el armisticio de mi edad adulta, son amigos del alma como los juguetes de "Toy Story 3", y montan cuchipandas cuando yo me quedo sobado en la madrugada. En esa caja de zapatos hay una concordia de al menos treinta países que antes se odiaban. Una ONU en miniatura. Un ejemplo de paz para el resto del mundo. 

Con los demás juguetes ya no recuerdo lo que hice. Y mira que había juguetes queridos: mi único y carísimo Geyperman, y los dos Madelman, y los clics de Famóbil, y los Airgamboys, y el tren a pilas que era el pariente pobre del Ibertren...  Y las decenas de tanques cutrosos que acompañaban a los soldaditos de Montaplex en las batallas decisivas. Algunos se los regalé a no sé quién; otros los destrocé de puro jugar; y otros los perdí cuando los saqué a la calle para jugar con los amigos. También sé que algunos me los robaron en esas expediciones extramuros.

Otros los guardé para que mi futuro hijo jugara con ellos, pero mi hijo, cuando llegó el momento, no les hizo ni puto caso y terminaron otra vez en la caja de la esperanza. Luego hubo un divorcio, dos mudanzas, varios giros del destino, y la caja ya no sé dónde terminó. Espero que no acabara en una guardería de niños maltratadores, como esta Sunnyside de la película .





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Los asesinos de la luna

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Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento. 

En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.

En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe. 





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Blue Lights

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“Blue Lights” es el cóctel resultante de mezclar “Canción triste de Hill Street” con una película de Ken Loach y luego añadirle unas gotas de malotes de suburbio: unos mafiosillos de película de Guy Ritchie, por ejemplo, pero sin gracia ninguna. 

“Blue Lights” es un híbrido extraño, una quimera. A veces funciona y a veces no. Hay ratos que estás muy atento a lo que sucede y otros que puedes seguir los diálogos algo despistado, mientras friegas los cacharros y adecentas un poco el salón-comedor. Porque hay migas por ahí, y pelos de Eddie, y mantas ya hechas un gurruño de tanta cinefilia desatada. 

“Blue Lights” -y no “Blue Nights”, como dice mi amigo, que era otra serie de la BBC sobre masturbadores en la madrugada- también se parece un poco a “Starship Troopers”. Si cambias a los insectos del planeta Klendathu por los macarras del Belfast proletario, te sale más o menos la misma historia: unos pibones de la hostia -o al menos a mí me lo parecen- que hacen méritos para vestir el uniforme y unos machos necesitados de amor que con un ojo apuntan su arma y con otro no pierden ripia de lo ajustado que les queda la vestimenta. Eros y Tánatos... El dios Marte y la diosa Venus. Donde pongo el ojo pongo la bala y además la picha si me dejan. Un argumento tan clásico que siempre funciona en nuestras mentes de macacos.

“Blue Lights” está bien, no digo que no, pero no merece que se tiren tantos cohetes en las fiestas de nuestro pueblo. En la crítica especializada nos aseguraron que era la “serie extranjera del año”, como si no hubiesen pasado por nuestras pantallas los finales de “Succession” o de “The Crown”. O de “La maravillosa Mrs. Maisel”.

Me había dicho el amigo que “Blue Nights” (sic) era como “Happy Valley” pero sin melodramas familiares. Puro magro policial de los británicos. Casi una serie de acción. Pero se ve que él también estaba limpiando su salón cuando las policías y los policíos –“los fuerzos y cuerpas de la seguridad del Estado”, que dijo una vez Irene Montero- se abrían en canal para solventar sus traumas personales y, ya de paso, conmover a sus compañeras de patrulla a ver si por fin caía la breva. 





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Forajidos

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Las tías buenas solo se acuestan con los futbolistas o con los forajidos. Es la pasta, estúpido. El estatus. Es un rasgo evolutivo que perdura en la "Femina sapiens" de cuando el malote sin escrúpulos aseguraba un trozo mayor de carne y se hacía a hostia limpia con la cueva más confortable. Es una predilección sexual que viene cincelada en los genes.

Forajidos hay de muchos tipos, y el gremio de atracadores de bancos sólo es uno de ellos. Pero uno muy habitual en el cine negro americano. Y en los cómics de Makinavaja... Los banqueros, curiosamente, también son unos forajidos de cuidado, los que más roban con diferencia entre carcajadas y a manos llenas, pero lo hacen sin pañuelos en el rostro ni revólveres en la mano. Así que la clientela no siente miedo ni sufre patatuses. Y además te regalan una tele de vez en cuando. 

Lo que pasa es que en el cine americano te acusaban de comunista si denunciabas las malas prácticas de los banqueros. Y ahora igual. (Las tías buenas como Kity Collins, por cierto, también prefieren a un banquero ladrón antes que a un barrendero poeta). 

Lo de las tías buenas viene de lejos, de sus tiempos en el instituto, cuando preferían al macarra sociopático antes que al buenazo con coderas. Siempre ha sido así, desde que los sumerios inventaron la escuela para que papá y mamá pudieran segar los trigales despreocupados. Las tías buenas intuyen que el malote con moto, el chuloputas con gracejo, el hijoputa que acelera su buga en la carretera comarcal, va a convertirse de mayor enel amo del cotarro. En el forajido de leyenda. Porque para alcanzar el estatus que ellas desean y merecen sólo existen Tres Caminos de la Verdad: estafar al cliente, explotar al empleado o engañar al Estado. El día a día de los forajidos, vamos. Algunos recorren incluso los tres caminos a la vez. 

Decía mi abuela que en todo hombre de éxito anida un ladrón y es verdad. A no ser que te hagas futbolista de élite o te lleves de rebote el premio Planeta, que incluso ahí habría que sacar la lupa a pasear. 






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Ascensor para el cadalso

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“Ascensor para el cadalso” no sería ese clásico que perdura en nuestra memoria si no fuera por la música de Miles Davis. Creo que en eso estamos todos de acuerdo. La pelicula, como thriller, solo tiene un pase, y con la belleza de Jeanne Moreau paseando por París no hubiera bastado para encumbrarla. Y mira que era bella, Jeanne Moreau... La película necesitaba un golpe de suerte para alcanzar la trascendencia, la inmortalidad de las filmotecas. Y el golpe de suerte llegó con Miles Davis, que estaba paseándose por las cercanías del rodaje. París - siempre tan culta, tan chic, tan atrevida- era entonces la avanzadilla del jazz en Europa, así que el golpe de suerte también tuvo algo de destino escrito en el viento.

He leído la historia en internet: terminado el rodaje de la película, un ayudante de Louis Malle averigua que a Miles Davis le han suspendido varias actuaciones y que anda libre por la ciudad. Piensa que a la película le quedarían cojonudas unas improvisaciones de su lánguida trompeta. Cine negro francés con banda sonora de cine negro americano... Al ayudante no le cuesta mucho convencer a Louis Malle porque él también era un gran aficionado al género. Miles Davis accede a un acuerdo monetario y Jeanne Moreau se presta a hacer de simpática anfitriona en las jam sessions. Los astros empiezan a alinearse en el pentagrama. En apenas unos días, Miles Davis y sus muchachos improvisaron unas musiquillas frente a las imágenes ya rodadas, y de algún modo mágico, inspirados por ese pasear tambíen lánguido de Jeanne Moreau bajo la lluvia, dieron con las notas exactas y ya inolvidables.

“Ascensor para el cadalso” forma parte de este ciclo tontísimo que me he autoimpuesto: “Películas que transcurren en París después de haber visitado Paris”. Y es que tiras de la cuerda y no paran de salir chorizos... Pero aquí, la verdad, no sale mucho la ciudad. De hecho, increíblemente, nunca se ve el falo metálico de la Torre Eiffel. Sí, un poco, el Sacré Coeur de Montmartre, tras el ventanal del asesinato. El Sacré Coeur es esa puta iglesia que edificaron para honrar a los caídos en la lucha contra La Comuna... El Valle de los Caídos francés, como si dijéramos. Qué asco, nen. Pero qué película tan bonita.





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Atraco perfecto

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Vivo podrido de películas. O revitalizado por ellas, no sé. En cualquier caso, colonizado. Se lo debo a la soledad, pero también al gusto y a la predilección. Mientras otros escalan montañas o beben vinos en el bar, yo veo películas en la tele. Ellas me entretienen, me forman, me deforman... Me hacen vivir otras vidas mientras desvivo la mía propia, que es tan poquita cosa: el despacho funcionarial, los turnos de alimentarse, los paseos por La Pedanía... 

Poco a poco las películas se van fusionando con la realidad y ya no sé lo que vi en una película y lo que vi fuera de ella. A veces la realidad supera a la ficción, y a veces, viendo una película, me parece estar caminando por el mundo. La frontera se vuelve porosa, se difumina, la van cambiando de lugar. Dormirse cada vez se parece más a apagar la televisión. 

Lo noto. Me noto. Cada vez sucede con más frecuencia: ir por la calle o estar hablando con alguien y de pronto encontrar el parecido, el paralelismo, la referencia casi exacta con una escena que vi, con un personaje que se parecía, con un diálogo que no se me ha olvidado del todo. Me pasa, por ejemplo, que estoy en un aeropuerto esperando la maleta y me acuerdo, impepinablemente, de los billetes que echaban a volar en “Atraco perfecto”. De la mala suerte de ese tipo que ya lo tenia todo hecho: los millones y la novia, y dos billetes de avión para escaparse. Parado ante la cinta transportadora me imagino mi propia maleta abierta sobre la pista de los aviones: algún calcetín con tomate, la camiseta sin planchar, el libro inconfesable abierto de par en par...  Mis vergüenzas al aire. No delictivas, como en la película, pero sí sonrojantes. 

También me da por pensar, recordando al pobre Sterling Hayden, en la mala suerte secular de los pobres. En el estigma que los persigue. Que nos persigue. Porque para robar sin que se note, sin montar un circo con máscaras y escopetas, ya hay que nacer rico, dentro del sistema. Quien menos lo necesita es quien nace más preparado para despojarnos. Que se lo digan a los miembros de la realeza... Dios tiene mucho sentido del humor. O es un mal nacido despreciable. 





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La sombra de una duda

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Don Alfredo es posiblemente el director más sobrevalorado de la historia del cine. Los críticos con pipa se han confabulado para perdonarle todos los defectos y todas las incoherencias. 

Hace unos meses, en homenaje a Carlos Pumares, escuché varios programas suyos de los tiempos de Antena 3 radio y en uno de ellos -¡ah la casualidad!- el sostenía que en las películas de don Alfredo daba igual que el argumento no se sostuviera o que las reacciones de los personajes se volvieran ilógicas. Que el inglés orondo era un puto genio y que mucho ojito si alguien llamaba al programa para discutirle lo contrario. 

“Vértigo” sí es una obra maestra incontestable: una película enfermiza, muy personal y universal a la vez, en la que incluso yo me hago el tonto en sus varias cagadas argumentales. “Psicosis” tuvo que ser una película muy rompedora y difícil de asumir en su época. Y luego ya vienen un puñado de películas muy entretenidas con tipos perseguidos por los malos y crímenes a medio cocer o cocidos del todo: “La ventana indiscreta”, o “Con la muerte en los talones”. El resto, pues bueno, ahí están, peleando contra el paso del tiempo, y contra el gusto de las nuevas generaciones. Y contra los cinéfilos talluditos que pensamos que don Alfredo es un beato respetable pero no un santo de los altares.

Sobre “La sombra de una duda” yo tenía, precisamente, la sombra de una duda. Era una película que vivía diluida en mi memoria. Sólo recordaba que salía Joseph Cotten haciendo de tío -el actor más infravalorado de la historia del cine?- y Teresa Wright haciendo de sobrina -esa actriz de muy corto relumbrón pero de tan alta fotogenia. Pero la película, ay, no va, no furrula. Se acaba más o menos por la mitad. Al mago del suspense se le quedó la tensión destensionada. ¿Incoherencias?: muchas y variadas. La primera -y no baladí- que la sobrina de Joseph Cotten sea una veinteañera tan bella y en edad de merecer, provocando situaciones que yo no dudaría en calificar de incestuosas. Un error de cásting morrocotudo, aunque nos solace la mirada.





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The Crown. Temporada 6

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“The Crown” era una serie cojonuda hasta que apareció la Princesa del Pueblo y se convirtió en un culebrón venezobritánico. No había manera de evitarlo, supongo, pero de pronto ya no había Casa Real -aunque solo fuera para reírnos de ella o denostarla-, ni primeros ministros, ni relato histórico de trasfondo: sólo el cuento de hadas de Lady Di estrellado contra una pilastra. Si París está lleno de indigentes que duermen bajo los puentes del Sena, Lady Di encontró el sueño eterno bajo uno que está muy cerca de la torre Eiffel. Creo que hay una metáfora escondida en su destino pero prefiero ahorrármela de momento.

La Princesa del Pueblo... Hay que joderse. A Lady Di -y toda esa caterva de la realeza- no les hubiera parecido mal que los británicos pobres combatieran en Carajistán o en Atomarporelculistán solo para mantener intactos sus privilegios. Una vida de palacios y de yates, de clubs de golf en Escocia y de hoteles Ritz en París, bien merece el sacrificio de la purrela criada en las ciudades industriales o en los barrios bajos de la capital. Y si vuelven lisiados, pues mira: que se jodan, y que Dios salve a la Reina. 

Quiero decir que ver a Lady Di “preocuparse hondamente” por el asunto de las minas antipersona producía ganas de vomitar, lo mismo en la realidad ya lejana que en la serie de rabiosa actualidad.

Pero no hay mal que cien años dure, así que en el capítulo 4 se produce el fatal desenlace y el resto, hasta el final, ya vuelve a ser nuestra serie favorita de los últimos tiempos. Para que a un bolchevique antimonárquico le guste tanto es que tiene que ser una serie cojonuda. No hay otra. Mira que estos envarados anacrónicos me producen asco, repelús, inquina, incluso odio, pero hay escenas en las que no puedo dejar de emocionarme. La reina Isabel II eligiendo la música de su propio funeral ha sido el momento seriéfilo del año. ¿Por qué en España no se rueda “La Corona” de los Borbones?. Porque estas escenas sólo saben hacerlas los británicos. Imagínense al Emérito, por ejemplo, en tal tesitura musical.  






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No me llame Ternera

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A lo que más se parece “No me llame Ternera” no es a una entrevista de “Salvados”, sino a cualquier episodio de la serie “Mindhunter”, aquella en la que un par de agentes del FBI entrevistaban a asesinos en serie para saciar su curiosidad y comprender, en aras del interés científico, qué les pasaba por la cabeza en el momento de matar. “No me llame Ternera” lo dirige el propio Jordi Évole, pero podría haberlo dirigido David Fincher de vacaciones en París.

De todos modos, aquellos tipejos de “Mindhunter” eran mucho más abiertos y lenguaraces que Josu Urrutikoetxea, que si no es un asesino en serie, sí participó, al menos, en una serie de asesinatos. Al ex etarra también se le nota que no se maneja bien en castellano, y que está traduciendo todo el rato de su euskera maternal. Pero eso sólo es el 10 por ciento de su circunloquio: el resto es un ejercicio de neolengua que dejaría maravillado al mismísimo George Orwell. No sé si Josu Urrutikoetxea ha leído “1984”, pero desde luego se sabe el fundamento. El lenguaje sirve para comunicar, pero también para mentir, y a medio camino entre la verdad y la mentira está el eufemismo, que convierte los atentados en “acciones”, y los asesinados en “víctimas con resultados irreversibles”. Sería la monda si no fuera para llorar.

Lo escribía Rafael Reig en “Amor intempestivo”:

“... pero no me sentía culpable, lo que prueba, una vez más, que la inteligencia no sirve para tomar mejores decisiones, pero sí para encontrar justificaciones más convincentes para la decisión que más te convenga tomar”.

Por lo demás, y por mucho que ladren los fascistas, la entrevista de Jordi Évole no supone ningún blanqueamiento del personaje. Jordi le acorrala, le incomoda, le hace caer en contradicciones como a un niño sociópata pillado en falta. Y yo, fíjate, en alguna mirada perdida, en algún gesto nervioso de las manos, noto que al tal Urrutikoetxea le falla un poco ese Yo que intenta justificar toda una vida perdida entre la cárcel y la clandestinidad. Porque reconocer que tu vida ha sido un desperdicio es casi tanto como empezar a suicidarse. Y a eso, de momento, Josu Ternera responde que los cojonoak.









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Missing

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Este hombre con sombrero que aterriza en Santiago de Chile es un republicano como Dios manda al que Henry Kissinger y su colega acaban de dejar sin hijo, torturado y tiroteado por ahí. Pero él, claro, todavía no lo sabe... Jack Lemmon es un yanqui proverbial que solo en la desgracia personal descubrirá -oh, sorpresa- que en su gobierno también caben las manzanas podridas y los sepulcros blanqueados. Los pecadores de la pampa, y también los pecadores de la pradera. 

Uno se pasa toda la película llamándole gilipollas por no darse cuenta de que le están engañando como a un chino de Taiwán. En la embajada de Estados Unidos saben de sobra que su hijo ha sido asesinado por el ejército amigo, pero prefieren dejarlo correr a ver si el padre se cansa de preguntar, regresa a Nueva York y deja de dar tanto por el culo. Tampoco van a decirle, claro, que su hijo era un periodista demasiado curioso y preguntón que se merecía de sobra el escarmiento. Un grano en el culo que había que extirpar aunque fuese un grano compatriota.

Pero es que ni siquiera al final de la película, cuando Jack Lemmon conoce la verdad y rompe a llorar, este hombre empecinado aprende la lección. Es un caso perdido, la verdad. No es cierto eso que ponen por ahí en algunas reseñas: que el personaje se cae el caballo camino de Damasco y asume que el gobierno americano es un imperio colonial y militarista; un grupo de cowboys trajeados que defienden el "american way of life" deponiendo gobiernos, ensalzando a psicópatas y asesinando a sus propios compatriotas si estos huelen a socialistas. 

Antes de tomar el avión de regreso a Estados Unidos, Jack Lemmon amenazará con recurrir a los tribunales sin entender que los tribunales sirven a la ley, y que la ley la quitan y la ponen esos mismos hijos de puta que le despiden en el aeropuerto con una sonrisa en la cara y una bala en el bolsillo.





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Cerrar los ojos

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Cosas que hice en los 162 minutos que duró “Cerrar los ojos”:

- Parar la película al cuarto de hora para ver los minutos finales del Real Madrid en la cancha  del ASVEL Villeurbanne. Al final, victoria blanca muy apretada. 

- Buscar mentalmente sinónimos de pedantería: cursilería, epatamiento, estomagamiento, pretenciosidad... (¿En qué cueva ha vivido Víctor Erice todos estos años para no saber cómo es el habla coloquial de la gente?)

- Responder a mis contrincantes del Apalabrados, que se me estaban subiendo a las barbas.

- Levantarme para ponerme una copita de vino blanco, a ver si así la película me entraba mejor por el gaznate.

- Parar otra vez la proyección para ver los minutos finales del Arsenal-West Ham de la Premier League. 0-2. Sorpresa mayúscula. Mi Liverpool vuelve a ser líder.

- Hacer memoria de la filmografía de Víctor Erice. “El espíritu de la colmena” era muy bonita; “El Sur”, una obra maestra; “El sol del membrillo”, una pose para culturetas. Creo que no había más, no sé.

- Cerrar los ojos durante diez segundos, no más.

- Quitarme un resto de roña interdigital en el pie derecho. 

- Comprobar en el Instagram que no ha bajado el número de mis seguidores. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.

- Imaginar, con envidia cochina, la vida sexual que ha llevado José Coronado a lo largo de su videa: un tipo que vive en mis antípodas mujeriles y que se ha quilado a todo lo quilable del panorama nacional y gran parte del internacional.

- Entrar, precisamente, nada, unos segundos, en Tinder, a ver si algún pez de río o de mar había picado el anzuelo. No ha habido suerte.

- Levantarme a por un yogur.

- Entrar, ya que andábamos, en el Facebook, a curiosear un par de giipolleces.

- Cerrar los ojos otra vez, pero solo veinte segundos, no más.

- Levantarme para ir a mear, pero no como un acto miccionante, sino más bien como una distracción del espíritu. Llevaba los cascos puestos para no perderme ripia de la trama.

-Atender los mensajes de Whatsapp de un amigo, que quería concertar una caminata para mañana.

- Cerrar los ojos, contar hasta sesenta, y comprobar que he clavado el minuto en mi reloj de pulsera.

- Cerrar los ojos.




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