Quien a hierro mata


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Nos hemos acostumbrado, desde niños, desde que veíamos las películas americanas los sábados por la tarde,  a que las cosas inverosímiles, altamente improbables, suceden con la mayor naturalidad del mundo en Los Ángeles, o en Nueva York, o a mitad de camino, en el cruce del Misisipi -que de niños había un chiste que decía que el río más corto del mundo, en contraposición, era el Mispispís. Y no sólo las películas de ciencia ficción, o los musicales coloridos, que son monopolio casi exclusivo de la imaginación americana, sino esas películas violentas que van dejando muertos por todas las esquinas: tiroteos, persecuciones, malotes de gatillo fácil y policías que desenfundan sin mucho protocolo, que luego, a la mañana siguiente, uno se imagina a los jueces del condado levantando cadáveres por doquier y comprende que no pueden dar abasto, los pobrecicos.



    Las cosas inconcebibles que suceden en Quien a hierro mata no nos harían sonreír de incredulidad si los narcotraficantes vivieran en Miami y el ángel vengador se pareciera un poco más a George Clooney, o a Al Pacino, en otro registro. No nos harían escribir estas pequeñas maldades si toda esta gente del hampa hablara inglés con acento cubano, o colombiano. O si la película -como reza su título en inglés- se llamara Eye for an eye, que siempre queda muy chulo, de hombre Marlboro, de  sabor a viejo western, a Harry el Sucio, o a Charles Bronson enturbiando la mirada, y no como en el título original, que lleva ese refrán popular que suena a retahíla desdentada de la abuela.

    La película de Paco Plaza deja un montón de muertos por las pacíficas calles de Cambados, que uno se imaginaba repleta de otros cadáveres más sustanciosos, caparazones de nécoras, y cáscaras de mejillón.  En Quien a hierro mata hay ahogados en bateas, acribillados por chinorris, acuchillados en centros penitenciarios, gángsters estampados contra parabrisas, médicos asesinados en el salón de su casa, familiares ajusticiados en terribles actos de venganza… Casi un escaparate de muertes posibles. Y uno, que navega por todo esto muy entretenido, pero también con una sonrisa socarrona, se imagina este mondongo de venganzas explicado en el Telediario de La 1, al día siguiente, como noticia de apertura, y comprende que a los guionistas del asunto se les ha ido un poco la pinza. Ni lo de Puerto Urraco, que es la americanada más reciente de nuestra historia, llegó a tanto…



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Mientras dure la guerra


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Lo primero que pienso cuando veo una película sobre la Guerra Civil -y más si, como la de Amenábar, cuenta los primeros días del alzamiento militar- es que yo no hubiera sobrevivido demasiado tiempo al 18 de Julio, seguramente balaceado en una cuneta, o fusilado en una tapia. En 1936, enardecido por el triunfo electoral del Frente Popular, yo hubiera pronunciado izquierdismos de todo tipo en los bares de la época, en las gradas del fútbol, en las tarimas del colegio donde sería sin duda un maestro al servicio de la República. Un maestro rojillo, o rojeras, de los que sólo pisaría las iglesias por despiste, o por interés artístico, y que hubiera sido denunciado al instante a las autoridades militares que venían haciendo la limpia.



    Es por eso que, como ustedes comprenderán, yo me sublevo contra los fascistas mientras ellos se sublevan en las películas, y todos las retóricas del hermanamiento de las dos Españas, y la reconciliación de los dos bandos, y aquí todos hicieron de las suyas y demás majaderías del centro político, me las paso por el forro de los cojones, que tengo uno pintado de rojo y el otro de morado, para dejar lo del medio bien destacado en amarillo.

    La película de Amenábar no es gran cosa,  la verdad, correcta y rutinaria, carne de olvido dentro de unos pocos meses. Pero tiene un hallazgo monumental que es de mucho aplaudir. Porque yo, aunque a veces me dejo llevar por la retórica bolchevique, y presumo de extremismos que en realidad se me pasan a los diez segundos de pensarlos, he comprendido que la Guerra Civil es una historia muy mal contada por unos y por otros. Porque fueron tres bandos, y no dos, los que se dejaron la piel y la sangre en el enredo. A un lado los fascistas y los curas; al otro, los anarquistas y los revolucionarios a la rusa; y en el medio, atrapada, minoritaria como siempre en este país de mentecatos, la España progresista, republicana de verdad, la de Azaña y la de Negrín, que soñaba con una democracia avanzada que trajera el Estado del Bienestar y amordazara al Estado del Vaticano. Esa España, en la película, está representada por el personaje de Miguel de Unamuno, que duda entre unos y otros, y no entiende las utopías que se consiguen a fuerza de pegar hostias y tiros. Don Miguel, en Mientras dure la guerra, no despierta precisamente mis simpatías, tan céntrico y equidistante que da un poco de grima, pero al menos sirve de ejemplo para hablar de esa España que quedó abrasada en medio del sándwich, o exiliada en todos los Méxicos y Colliures que la rescataron.




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Retrato de una mujer en llamas


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De haber sido una película porno se habría titulado "Retrato de una mujer ardiente", o caliente, o cachonda incluso: la historia de una pintora y su modelo que se desean al instante, se cruzan dobles sentidos con mucha intención y al primer roce de los dedos abandonan la pose y los pinceles para empezar a comerse los morros. Pero "Retrato de una mujer en llamas" está lejos, muy lejos, del género pornográfico. Y eso que sus personajes -Marianne, la retratista, y Héloise, la joven retratada- al final terminan por enredar sus cuerpos desnudos, porque es mucho el deseo que sienten, e insoportable, el amor que se profesan. Pero antes de abrazarse bajo las sábanas, estas dos mujeres del siglo XVIII tendrán que desprenderse de un corsé literal y de otros muchos metafóricos. Un desnudo integral que durará días, semanas, hasta que comprendan que lo correcto es hacer lo que está prohibido por la Santa Madre Iglesia, y la incauta madre de Héloise.



    Héloise es una joven recién salida del convento que va a casarse con un hombre muy rico de Milán, y en esa época ya inconcebible que desconocía el Tinder y el Instagram, los amantes que acordaban relaciones separadas por montañas se hacían un retrato que enviaban por adelantado antes de conocerse, confiando en que la pericia del artista reforzara los puntos fuertes del rostro, disimulara los puntos débiles del cuerpo, y el resultado no fuera tan engañoso como para que el receptor del cuadro, al enfrentarse semanas después con la carne ya indudable, no se sintiera tentado de romper el compromiso. La mamá de Héloise confía mucho en Marianne, que es una artista joven y educada que viene recomendada por algún pariente lejano de París. No quiere hombres que tonteen, que seduzcan, que pongan en riesgo la virginidad y la pureza. Quizá no concibe que dos mujeres también puedan enamorarse y terminar abrasadas por un fuego que las consuma, y tal vez por eso relaja la vigilancia, se desentiende del asunto, y deja que en las mismas alcobas de su casona, Marianne y Héloise se enamoren sin esperanza y sin consuelo, arrebatadas en un amor imposible que sólo durará unos días, en la presencia, pero toda la vida, en la ausencia.



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Dolor y gloria

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Entre que Antonio Banderas se conserva bastante bien -que por algo es Antonio Banderas-, y yo, Alvaro Rodríguez -que por algo soy el ciudadano anónimo- me conservo bastante mal, los doce años que separan nuestros nacimientos casi se quedan diluidos en el dibujo de nuestras caras, y cuando le veo en la primera escena de Dolor y gloria, con la barba ya casi toda blanca, y la expresión de hastío, y la quejumbre vital de su personaje que ahuyenta a los allegados, siento una inmediata y dolorosa identificación con él. Como si en las primeras escenas fueran a contarme el desvarío de mi propia vida: la parálisis del escritor y la tortura de las noches. La incertidumbre y el miedo. La amargura de saber que uno pierde el tiempo y desperdicia los regalos. La espera impaciente de los tiempos mejores... Y, sobre todo, los fogonazos cada vez más frecuentes que rememoran la infancia, esos que asaltan al personaje de Salvador Mallo cuando se adormila o cuando se empastilla, y que también me asaltan a mí desde que empezó el baile, en los paseos y en los ensueños, delatando mi edad no avanzada, pero sí avanzando sin piedad. Las magdalenas de Proust que se hornean ya casi con cualquier excusa: un olor, un nombre, una brisa de la tarde que me retrotrae a otras tardes olvidadas...



    Pero la identificación con Antonio Banderas apenas dura unos minutos: el personaje de Salvador Mallo es, claramente, un alter ego de Pedro Almodóvar, y eso, de algún modo, rompe la magia que se había creado al principio. Hay cosas que me conmueven y otras que no, en Dolor y gloria, como sucede en cualquier película donde el auteur expone su alma en el escaparate. Almodóvar es un tipo al que yo admiro sinceramente, desde los tiempos de La Movida, porque tuvo un par de huevos, agitó la coctelera, sobrevivió a los excesos, y desde el cutrerío más absoluto y la locura más sarasona fue construyéndose una filmografía que para bien y para mal, para la videoteca y para el olvido, siempre nos dará que hablar en las tertulias. Pero su vida, y mi vida, transcurrieron en dos galaxias que distan años luz, alejadas por una generación completa, por una geografía antipodal, por una rebeldía que en mi caso fue inexistente. Alejadas por la experiencia sexual, por el mundo recorrido, por el talento del artista verdadero que a él le recorre las venas y a mí siempre se me queda en el tintero, coagulado.

(Y sí: es cierto lo que dice el alter ego de Pedro Almodóvar. El amor no basta para salvar a la persona que amas).



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Futurama. Temporada 2

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Futurama es una serie animada que me hace reír, y mucho, incluso en estos tiempos de sombras y apagones. Llevo varias semanas sopesando la posibilidad de cambiar mi foto en internet por una imagen de Bender, que es ese robot puñetero, vitriólico, que habla sin filtro para descojonarse de los humanos y de la hoguera de sus vanidades. Bender es ahora mismo mi inspiración poética y mi referencia filósofica. El autor más citado en mis peroratas de barra de bar y de mesa de cafetería.  Me parto el culo orgánico con sus ocurrencias y sus maldades.

    Pero en realidad, como sucede con todas las grandes comedias del cine y de la tele – y también con las comedias más inspiradas de la vida real- por debajo de Futurama fluye un río muy negro de misantropía y de poca esperanza en el futuro. Matt Groening y David Cohen han imaginado un año 3000 en el que la raza humana sigue más o menos como está ahora, estupidizada por los gadgets, comodona e irresponsable. La Tierra del futuro está llena de novedosos inventos, de sorprendentes hallazgos que garantizan el rendimiento energético y la bonanza de los cultivos, y los humanos ya pueden viajar a planetas lejanos como quien ahora coge el coche y se presenta en la playa, o en Móstoles, a arreglar unos papeles. En el año 3000 todo es más rápido y sencillo para los nietos de nuestros tataranietos, que disfrutan de mucho tiempo libre para holgar, para hacer el tonto, para disfrutar de los neodeportes que siguen dando por la tele en horario de máxima audiencia.


 
    Lo más desesperanzador en el año 3000 de Futurama es que la inteligencia artificial, lejos de superar las capacidades del Homo sapiens, se ha quedado a su misma altura intelectual, y los robots, que necesitan ingerir grandes cantidades de alcohol para no oxidarse, caen en las mismas ruindades y extravagancias que los ingenieros que los crean. Ni siquiera los extraterrestres, que en otras películas vienen a iluminarnos el camino del progreso, pintan gran cosa en la sociedad multibiótica de Futurama. La exobiología imaginada por Groening y Cohen no da para tirar grandes cohetes, la verdad. Todas las especies que visitan la Tierra, o que son visitadas por los terrícolas, viven atrapadas en el conflicto irresoluble entre la satisfacción del instinto y la presión de la cultura. La maldición freudiana que al parecer trasciende los ámbitos de nuestro planeta, y del Sistema Solar.

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Las huellas borradas

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Yo estuve una vez, de niño, en el viejo Riaño, que en Las huellas borradas llaman La Higuera porque quizá lo de “Riaño” queda muy montañés para un título, con las consonantes tan marcadas, que suenan a peñasco y a río que resuena. Riaño -y su demolición, y su desalojo, y su desaparición bajo las aguas- fue el “momento Andy Warhol” de  la provincia de León en los años 80, cuando aparecíamos un día sí y otro también en las portadas de los periódicos, y en las aperturas de los telediarios. “En Riaño, León, han vuelto a producirse enfrentamientos entre los vecinos que no quieren abandonar sus casas y la Guardia Civil, que ha tenido que hacer uso de pelotas de goma para proceder a los desahucios…”

    Cuando ya todo el mundo pensaba que el embalse no iba perpetrarse, y que la presa, construida y olvidada veinte años antes, iba a quedar como el símbolo hormigonero de otra España superada, se juntaron varios intereses agrícolas y unos cuantos territoriales y los riañeses, y las riañesas, tuvieron que cambiar sus casas de piedra, hidalgas y altaneras en el fondo del valle, por un piso con paredes de mierda y vistas a la carretera general unos pocos kilómetros más allá, por encima del nivel de las aguas que dejaron de fluir libremente y se hicieron lago y sepultura del pasado.



    Yo estuve una vez, digo, en Riaño, con mi padre, y con mi tío, que nos llevaba de excursión en su Seat 131 por los pueblos de la provincia. Mi tío era viajante de farmacia, y recorría los consultorios médicos promocionando los productos de su laboratorio. En agosto, cuando mi padre tenía vacaciones, nos recogía por la mañana temprano y nos llevaba a conocer los rincones de la montaña, o del páramo, según le tocara apechugar. Mientras él hacía sus negocios, y vendía sus aspirinas, y sus jarabes, mi padre y yo echábamos a caminar por las carreteras, o por los caminos, maravillados del paisaje, siempre atentos a encontrar un sitio donde pararnos a comer el bocadillo de chorizo, ante alguna montaña, o a la fresca, en alguna chopera. Nosotros nunca tuvimos coche en casa. Nunca fuimos de vacaciones, ni de excursión, ni de fin de semana. Por no tener, no teníamos ni pueblo. Durante algunos veranos, el coche de mi tío fue nuestro coche, y sus pueblos a visitar, como Riaño, nuestro pueblo.



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Pactar con el diablo

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Más allá de que la trama da para escribir un verdadero tratado sobre la vanidad y la avaricia, y de que Charlize Theron es una actriz que cuando aparece en pantalla te sulibeya con sus perjúmenes y ya casi no te deja ni respirar, Pactar con el Diablo es una película que siempre me ha gustado mucho porque yo, al Diablo, de existir, siempre me lo he imaginado muy parecido a Al Pacino: pequeño, listo, histriónico, visceral, sumamente persuasivo cuando saca el repertorio de sabidurías. Con esos ojos chispeantes y malignos que a veces subrayan el discurso y a veces lo contradicen, dejándote pasmado... Mira que es feo, y canijo, y contrahecho, mi admirado Al, que lo ves un día caminando por la calle y a lo mejor ni te fijas en él, pero cuando pisa las tablas o los sets de rodaje se transforma en un torbellino que es puro fuego y pura intensidad nacida de algún volcán italiano en erupción.



    El Diablo, de existir, tiene que ser así, como Al Pacino, un tipo normal pero con superpoderes, inmortal a lo sumo, pero no un ángel caído, no una deidad deforme salida de la imaginación de los pintores medievales. El Diablo es un cabroncete, un liante, un pandillero juvenil. Un maleante simpático. No, desde luego, el contrapeso exacto a la bondad de Dios. No su némesis cornamentada al otro lado del tablero. La Creación ya es de por sí bastante chapucera, bastante maligna en sí misma, desequilibrada y hostil, y no hace falta un Dios Malvado que se ponga a torcer renglones o a desatar los huracanes. Al Diablo, de existir, me lo imagino más bien como un supervillano de la Marvel Comics, viviendo en una mansión como la de Al Pacino en la película, o quizá en una nave espacial, geoestacionaria, de la que sube y baja cada cierto tiempo para ir sembrando las tentaciones. Porque el Diablo sólo es eso: un tentador, un tocacojones, un mero intermediario entre nosotros y nuestros instintos. Un provocador, y un facilitador. Nada más. Todos los pecados posibles ya existen en potencia, y él sólo quiere que los convirtamos en acto, y en rebeldía.



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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 3

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Y aquí sigo, seis meses después, predicando en el desierto como Simeón el Estilita, subido en mi columna solitaria. O como un orate  del Speaker’s Corner, subido a la silla mientras grito y gesticulo y los transeúntes pasan educadamente delante mí. Seis meses de sermón, de evangelio, de bienaventuranzas prometidas para los que vean La maravillosa Sra. Maisel, pues de ellos será el Reino de los Ocios. Medio año de misión apostólica sin fruto que me ha dejado la lengua pastosa, y la garganta reseca, y la neurona que ya no acierta a encontrar eslóganes más convincentes, ni razones más contumaces.



    A todo el que se acerca a pedirme que le recomiende una serie de televisión -porque conmigo sólo hay tres temas posibles para conversar: las series de la tele, la conveniencia del 4-4-2 en el esquema del Real Madrid, y la beatificación y posterior santificación de Charlize Theron como un milagro angélico de la carne- llevo medio año de mi vida, de mi pasión, de mi conversión espiritual, diciéndole con entusiasmo de telepredicador americano que una de dos: o que pague la cuota correspondiente de Amazon Prime -si lo suyo es el vicio de recibir paquetes a domicilio-, o que se ponga el parche en el ojo y pesque en aguas internacionales todos los episodios de La maravillosa Sra. Maisel, los veintiocho disponibles, porque no va a encontrar una serie mejor escrita, ni mejor rematada, ni mejor interpretada por esos fulanos y esas menganas que no actúan sobre sus marcas en el suelo, sino que flotan, irradian, transmiten un buen rollo que jamás te desdibuja la sonrisa, ni la admiración. Yo ya vengo a los episodios de Mrs. Maisel con la sonrisa puesta mientras enciendo el ordenador, o preparo el pifostio en la tele, y ni siquiera la lentitud desesperante de los sistemas que arrancan es capaz de desdibujármela. No hay un solo personaje que no pronuncie el pensamiento exacto, la réplica inteligente, la coña marinera, la frase maravillosa que en la vida real -tan aburrida, tan poco chisposa- sólo se nos ocurriría decir una hora más tarde, cuando ya nadie nos atiende.



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Sauvage

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La próxima vez que alguien diga -en el bar o en el trabajo, medio en broma medio en serio- que algún día habrá que “poner el culo” para llenar el frigorífico o pagar el alquiler, recordaré, en mis adentros cinéfilos, que hay gente como Leo, el protagonista de Sauvage, que pone literalmente el culo, y la boca, y lo que haga falta, para ganarse unos euros con los que ir tirando por la vida. Prostitutos, sí, que también los hay, por los márgenes de las carreteras y los baños de las discotecas. Prostitutos cutres, desesperados, con alguna dependencia mortal y una vida que esconder, atrapados en la misma miseria que sus compañeras de humillación, más conocidas, pero no más afortunadas. Putos de la farola, del árbol marcado, del banco asignado en el parque, que también se pelean a hostias con quien viene a rebajar el precio de la chingada, o de la mamada, de las que se hacen o de las que se dejan hacer, porque también aquí -o quizá sobre todo aquí- hay gente que siempre está  más jodida que uno, y no le importa arrodillarse con descuento, o con ofertas de primavera.




    No sabemos cuántos son, qué porcentaje ocupan en el gran problema, pero lo cierto es que no se oye hablar de los putos -y mucho menos de los putos que se ofrecen a hombres- cuando el debate de la prostitución se caldea, y las soluciones se esgrimen, y unos dicen que hay que seguir el ejemplo sueco y otros que los holandeses siguen llevando la bandera de la modernidad. En realidad, si lo piensas bien, sabemos más de los putos por las películas que por las noticias de la tele, o por los artículos de la prensa. O quizá soy yo, que siempre he vivido en provincias, en villorrios, muy alejado de las grandes ciudades donde existe la gente para todo, y los esclavos para cualquier cosa. Sauvage es una película urbana, urbanísima -desde luego no para todas las sensibilidades- que habla de sexo por dinero, y de sexo por compañía, con esa frialdad que tiene el sexo cuando no tiene nada que ver con el amor, sino con la pura gimnasia que ordeña los placeres.


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