Panorama para matar

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Le he puesto cinco estrellas, sí, pero la película es horrorosa. Mucho peor de lo que yo imaginaba. Hay películas que no se quedan viejas, sino ridículas, y por eso, si puedo evitarlo, no las rescato del santoral. “Panorama para matar” es cutre y pitopaúsica. Roger Moore seguía teniendo licencia para matar y para follar, pero ya contaba con 58 abriles bastante anquilosados. Un cincuentón de los de ahora, todo gimnasio y alimentos bajos en calorías, podría dar el pego de agente secreto; pero sir Roger, en aquellos tiempos preolímpicos, corre un poco como la gallina Caponata hasta que cambian de plano y ya es el especialista con peluca el que se desliza esquiando por el talud, o se pega de hostias con Grace Jones entre los hierros pudelados de la torre Eiffel. 

(De hecho, he visto la película porque quería recuperar esa escena en particular: llámenme tonto, o infantil, o incluso garrulo, pero les juro que fue lo primero que pensé cuando me vi ante la torre Eiffel el verano pasado: aquí rodaron aquella escena de “Panorama para matar”. Es muy lamentable y lo sé). 

Por supuesto, no es culpa de nadie que los efectos especiales pertenezcan a la era predigital, pero joder: se pasan todo el rato llamando a Silicon Valley “el Valle de la Silicona”, como si el malvado Zorin quisiera hacerse con el monopolio mundial de las tetas operadas y no de los microchips de alta tecnología. Corría el año 1985 y no era tan difícil -bastaba con abrir el diccionario Collins- traducir silicon por silicio, que es el oro abundantísimo que buscaban los nigromantes. 

¿Por qué, entonces, si “Panorama para matar” sólo merece una estrella -porque una es el premio mínimo por participar- le he calcado cinco como cinco luceros del alba? Pues mira: una porque sale Tanya Roberts en el esplendor máximo de su belleza; otra porque la canción de Durán Durán sigue molando cantidad y me la he puesto varias veces en el Spotify; otra porque “Panorama para matar” es un trozo de mi infancia, de mi padre trabajando en el cine Pasaje con su gorra y su librea; y la quinta, porque me apetecía redondear esta tontería con el esfuerzo último de mi subjetividad. 





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París je t'aime

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Las pequeñas historias que componen “Paris, je t’aime” transcurren en París como podían haber transcurrido en Viena o en Barcelona. No tienen nada de particular. Los personajes no necesitaban aparcar en Montmartre o pasear por las orillas del Sena para hacer lo que tienen que hacer o decir lo que tienen que decir. Ninguna “parisinidad” les impele. Ni siquiera se ven croissants en los desayunos, ni apenas brasseries. Las parisinas no van con gorrito y los parisinos no pintan sus acuarelas. París es un fondo muy bonito que decora las escenas pero nada más.

“París je t’aime” no es esa declaración de amor que se promete en el título como si la cantara Jane Birkin acompañada de Serge Gainsbourg. Ni siquiera es una película que trate de parejas que van a París a follar y salen más o menos fortalecidas de la experiencia. Apenas un par de historias abordan ese tema trascendental... Tan parisino.

El otro día, en “Herida”, una chica decía que las parejas solo van a París a hacer una cosa, y yo estuve a punto de gritarle que tenía más razón que una santa, pero que a veces las cosas se tuercen nada más llegar y no hay Ciudad del Amor capaz de enderezarlas. Y ahí está, la torre Eiffel, todo el puto día en el horizonte, como el símbolo fálico que se ríe de tu infortunio...

Para tomarte “París je t’aime” como un homenaje tienes que coger la metáfora un poco por los pelos: París como ciudad kilométrica y universal donde caben todo tipo de personajes: nativos, turistas, inmigrantes, vampiros de la noche... Mujeres tan francesas y tan chics como Natalie Portman, aunque ella naciera en Jerusalén -como aquel otro dios de los evangelios- y luego se criara en las Américas a base maíz y puré de patatas. 

Sólo hay dos historias que podríamos calificar de puramente parisinas, y que son, por tanto, las que más me llegan al corazón. Porque yo también estuve en esos dos escenarios y viví emociones muy parecidas: un amor que se esfumaba en el cementerio de Père-Lachaise como un fantasma entre las tumbas, y una reflexión  muy profunda sobre la inmensidad de lo turístico y la inanidad del turista accidental mientras me comía un bocadillo en los jardines de Luxemburgo. 





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La sombra alargada

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Cuando Irene Montero nos recordó que las mujeres tenían el derecho de regresar a casa solas y borrachas, sin que ningún peligro vital les amenazara, desde mi entorno conservador le lanzaron varios misiles tierra-tierra muy cargados de improperios. Yo, sin embargo, que no me distingo precisamente por mi simpatía hacia esa mujer, entendí lo que quería decir e incluso lo aplaudí. Todavía hay gente en el siglo XXI que critica a las mujeres que vuelven solas y achispadas de una fiesta, o de darse un paseo nocturno porque sí -o incluso de prostituirse por propia voluntad- y que dejan entrever que bueno, que si les pasa algo en el trayecto en cierto modo se lo estaban buscando. Hay que ser hijos de puta... E hijas de puta, que también las hay. 

Y stop. Hasta ahí llega mi concordancia política con esta señora tan histriónica y orgullosa. Jamás podré perdonarle que haya convertido a cualquier hombre en un sospechoso y a cualquier mujer en un ser angelical. Que haya conculcado el principio fundamental de igualdad ante la ley. “Yo sí te creo...” Hay que joderse. Con la de mentirosas desquiciadas que pululan por la vida. Tantas como cabronazos indeseables. 

El título de “La sombra alargada” tiene una doble intención metafórica: por un lado está la sombra del asesino, el destripador del Yorkshire, que como asesinaba a prostitutas y a otras paseantes proletarias de la noche no fue perseguido con la saña ni con el método que hubiera merecido un destripador de infantas, por poner un ejemplo, o de hijas de papá. Por otro lado, está la sombra metafórica del olvido, del anonimato de las víctimas ya anónimas de por sí, que fueron mezclando sus nombres y sus apellidos en el batiburrillo policial hasta quedar ya casi irreconocibles.

La sombra alargada también puede referirse a la hora de la siesta primaveral, cuando el sol empieza a declinar sobre el horizonte y el salón de mi casa empieza a refrescarse en la penumbra. Un ambiente muy poco propicio para mantener los ojos abiertos en según qué ratos -muchos, demasiados- de esta serie "old style" pero sujeta a las imposiciones largométricas del mercado. 




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El gran dictador

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Chaplin reconoce en su autobiografía que si hubiera conocido los campos de exterminio nunca hubiera hecho una parodia de Adolf Hitler como ésta que hizo, a medio camino entre la denuncia política y las comedias de Charlot. “El gran dictador” se estrenó en 1940, se empezó a rodar en 1939 y llevaba concebida al menos dos años antes, cuando los judíos que huían de Centroeuropa empezaron a contar quién era aquel personajillo que vociferaba en los noticiarios.

Hitler, en 1939, para la gente desinformada, “sólo” era un tipejo que anexionaba territorios europeos y les daba azotes en el culo a los judíos y a los comunistas. Para muchos era un héroe. Y no hablo solo de los nazis de Alemania: el mismo Chaplin se encontró con muchos problemas cuando propuso satirizar a Hitler en la figura de Astolfo Hinkel. Los empresarios de Estados Unidos adoraban a Hitler porque había metido en vereda a los sindicatos, y, para cargarles de argumentos, la fachosfera mediática de Randolph Hearst jaleaba los progresos económicos que se veían en Alemania. ¿Que la policía arreaba hostias a los judíos que estorbaban y a los comunistas que pedían mejoras laborales? Toma, claro: para eso están las fuerzas del orden. Siempre al servicio de la acumulación de capital, caiga quien caiga, cueste lo que cueste. El que todavía no lo haya entendido es que es más tonto que hecho de encargo. 

El mismo Charles Lindberg, el héroe de la aviación, era un nazi de tomo y lomo que intentó dar el salto a la política para convertirse en un líder ario de la nación, tan rubio y tan telegénico -bueno, cinegénico, dada la época. Pero Chaplin no se arredró ante las presiones, que fueron muchas y contumaces. El pequeñajo tenía dinero, influencia y un par de cojones bien puestos. Además, le tocaba mucho los ídems que Hitler -con el que apenas se llevaba cuatro días en la fecha de nacimiento-, le hubiera copiado un bigotillo que había nacido para hacer sonreír y no para subrayar una sonrisa de hiena. Así que se lanzó a la piscina antes que cualquier otro cineasta y el tiempo, desafortunadamente, terminó por darle la razón.





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Kid auto races at Venice

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La Venice del título no es la Venecia de Italia, sino la playa de Los Ángeles donde casi un siglo después paseó Hank Moody en “Californication”, bicheando a las patinadoras. 

A principios del siglo XX, en Venice, se celebraba una carrera de coches infantiles como esas que se ven en los magazines de La 1, cuando mandan al repórter Tribulete o la becaria Jamona a cubrir las fiestas patronales de Villaliebres del Conejo: chavales que tunean cualquier artefacto con cuatro ruedas y se lanzan cuesta abajo para tomar un par de curvas viviendo peligrosamente mientras aplauden los lugareños.

Para la Keystone Studios que dirigía Mack Sennett, los estudios de rodaje eran tan anchos como el propio mundo, así que a veces sus directores plantaban la cámara en plena  calle y soltaban a los actores para improvisar cualquier argumento que alcanzara los diez minutos de duración: una disputa, una persecución, cuatro caídas descacharrantes y hala, para casita, a positivar. El cine de los Keystone Studios no era precisamente una cosa intelectual para que analizara el “Cahiers du Cinéma“ de la época, pero daba pingües beneficios y servía como factoría de futuras estrellas de Hollywood.

En el primer cortometraje que rodó para Keystone Studios -el primero, también, de su carrera- Charles Chaplin interpretó a un falso millonario que trataba de ganarse la vida embaucando al personal. Para el segundo, que es éste que nos ocupa, Chaplin improvisó un vestuario compuesto de bombín, bastón, chaleco demasiado pequeño y bombacho demasiado holgado y se plantó en medio de la carrera infantil a tocar los cojones al persoanl, a molestar, a hacer de turista español, mientras el cameraman de la Keystone no paraba de darle a la manivela. Fue el nacimiento de Charlot. Un acontecimiento planetario, que hubiera dicho la bisabuela de Leire Pajín. Y además es verdad. Para mí, al menos, el nacimiento de Charlot fue más importante que el nacimiento de Jesucristo. Ahora mismo, mientras escribo este homenaje, corre el año 110 d. de Ch.




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Charles Chaplin: cortometrajes para la Keystone

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Están todos muertos: los hombres y las mujeres, los niños y los perros. Más de un siglo después ya sólo quedan algunos árboles en pie: esas mismas secuoyas que Charlot rodeaba a toda velocidad y trastabillándose, perseguido por los maderos o persiguiendo él mismo al malote desaprensivo. Nada más. O bueno, sí, las piedras, y los montes de California, y las casas señoriales. 

Veo los cortometrajes que Chaplin rodó en 1914 para la productora Keystone -su debut en el cine de la mano de Mack Sennett- y al mismo tiempo que me río, y que recobro mi niñez amorrado a la tele en blanco y negro, vuelvo a recordar que no existe la esperanza de eternidad para nadie. Todos los que trabajaron con Charlot en estas charlotadas ya son fantasmas atrapados en el celuloide: muertos que hacen el tontaina y cometen pequeñas gamberradas. Que se arriman a las damas y luego resbalan con pieles de plátano estratégicamente colocadas.

Del cuerpo de Charles Chaplin sólo quedan los rescoldos y los huesos. Incluso sus genes -que él legó al mundo con tanta generosidad- ya están diluyéndose en la sangre de sus descendientes. Así que su inmortalidad consistió, finalmente, en transustanciar su carne en celuloide, que era el material milagroso de su época. Otros se creyeron dioses por transustanciarse en un trozo de pan, ya ves tú. Cuando el celuloide empezó a degradarse, Chaplin redobló su milagro y se preservó en la cinta magnética, y luego, con el correr de los tiempos modernos, en los píxeles y en los bytes. Lo suyo tiene mucho más mérito que lo de Jesús.

Ahora mismo, en la posmodernidad, cuando ya casi nadie sabe lo que es un sombrero bombín, Chaplin viaja por el espacio a caballo de las ondas electromagnéticas. Se podría decir, con toda propiedad, que el espíritu de Charles Chaplin sigue vivo entre nosotros, flotando en el aire, y que de vez en cuando nos susurra la conveniencia de volver a ver sus payasadas de gilipollas, sus enamoramientos de inocentón, sus aventuras de perdedor incorregible.



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Chaplin

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Los cuatro gatos del callejón ya saben que me fascina la figura de Charles Chaplin. Y eso que el personaje no me cae especialmente bien. Leer su autobiografía es como contemplar una larga masturbación ante el espejo. Es el amor a uno mismo más famoso del siglo XX. En el libro apenas pueden leerse un par de dudas y un par de confesiones muy confesables. Un ego casi divino, a la altura del que se atribuían los césares de Roma. Salve, Charles, spectatores te salutan. 

Lo que pasa es que sir Charles era un puto genio, uno que todavía vive en nuestras lámparas maravillosas, y por eso le perdonamos todos sus pecados como curas en el confesionario: “Vete, hijo mío, y peca mucho más si eso te ayuda con tu trabajo”. Porque la soberbia, además como mucho, es un pecado capital, y la lujuria tres cuartos de lo mismo. Unos cachetes en el culo -muy sacerdotales- y ya quedas limpio de polvo y paja ante el Señor.

La película de Attenborough está basada directamente en aquella autobiografía, y tiene, por tanto, sus mismas virtudes y sus mismos defectos. Lo más interesante y detallado es lo del principio: la pobreza en Londres, la madre loca, la compañía de Karno, el salto a la fama... Robert Downey Jr. sin maquillar es Charles Chaplin redivivo. Pero a partir de ahí la película se queda sin tiempo para contar el intríngulis de las grandes películas. Apenas unas pinceladas y un desfile de pibones. Y un maquillaje de vejestorio que chirría como una antigualla de los tiempos pre-digitales.

El único defecto que aflora en la personalidad de Chaplin es el de no saber cuidar a sus mujeres. Haberlas dejado de lado cuando se metía en la harina de sus películas. “Follar está sobrevalorado. Cuando estoy preparando una película casi ni me acuerdo del asunto”. Algo así llega a decirle a ese personaje ficticio que le ayuda con sus memorias. Y aunque está feo, yo lo entiendo: hacer caso omiso de la parienta es un lujo que él podía permitirse. Si no es una, pues mira, la otra... A los demás, sin embargo, por poner un ejemplo, nos llega a caer en suerte Paulette Goddard y ya no hubiéramos conocido otra dedicación. Cuando se es muy rico, un décimo del Gordo no te aporta nada sustancial.



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El encargado. Temporada 2

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Ahora ya no, porque ya ves, pero antes la gente decía que yo era muy inteligente. Un poco como Eliseo, el encargado. Y yo siempre les respondía lo mismo: si fuera inteligente no estaría aquí escuchándote. Sin ánimo de ofender. Estaría, qué sé yo, en Miami Beach, con una pelirroja despampanante y traduciendo en dólares mi supuesta inteligencia. Porque la inteligencia, si no se traduce en nada práctico, en hacer la viva más confortable o más exitosa, ni es inteligencia ni es nada. Como mucho, destellos de una bombilla mal ajustada, que solo conecta de vez en cuando con la corriente. La gente confunde la inteligencia con la cultura, o con la cultureta, o con andar medianamente informado de la actualidad. Saber explicar lo del gato de Schrödinger no deja de ser una excentricidad; algo muy poco inteligente según el contexto donde lo sueltes.

Si fuera inteligente iba a estar yo aquí, escribiendo estas cosas que nadie lee.

Pensaba en esto mientras veía la segunda temporada de “El encargado”, que es mucho mejor que la primera. Y mira que la primera ya era cojonuda... Pero tenía, quizá, demasiados episodios, y además reconozoco que la vi medio empalmado, más pendiente de acariciar el cuerpo que se reía a mi lado que de entender cabalmente las peripecias de don Eliseo. El hombre y el mono se hicieron cada uno con un ojo y lo miraban todo de reojo: la serie y la gachí, lo que suele ser fatal para el balance de resultados. Ay, si yo hubiera sido más inteligente, pero inteligente de verdad. A esas cosas me refiero.

Eliseo es para el común de los espectadores un tipo inteligente: es maquiavélico, concienzudo, implacable. Le saltan chispas en la mirada. Cuando no es capaz de engatusar a los demás, los extorsiona o los desmantela. Siempre se sale con la suya. Pero yo niego la mayor: Eliseo no pasa de ser el encargado de un edificio en Buenos Aires. El tipo vive bien, desahogado, con plata en el banco, pero no es más que un solitario psicotizado. Un pobre hombre. Sus vecinos, a los que tanto subestima y zarandea, viven mucho mejor que él. Si esto es inteligencia, que bajen los dioses de la Pampa y lo vean.



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El amor de Andrea

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Como me aburría un huevo viendo “El amor de Andrea”, me dio por buscar Cádiz en el Google Maps y descubrí, sorprendido, porque nunca he estado allí, su geografía urbana tan peculiar. Iba a escribir que Cádiz se levanta sobre un istmo para hacer gala de mi ignorancia supina, pero antes de meter la pata, salvado por la campana de su catedral, Wikipedia me aclaró que Cádiz es en realidad una isla unida a la Isla del León por un tómbolo, que es un accidente geográfico ya olvidado -pero ahora recobrado- que estudiábamos en EGB. 

De hecho, hace dos veranos, ahora lo recuerdo, tuve que atravesar un tómbolo para acceder a la ciudad holandesa de Marken, que nada en un mar interior ya no sé si natural o artificial. Pero el guía, que iba más preocupado de señalarnos que en Marken vivía retirado Frank de Boer, el exjugador del Negreira C. F., no lo llamó así, sino otra cosa que ahora no logro recordar (quizá porque aquello, después de todo, no era un tómbolo, sino un dique artificial construido por esos hacendosos tan altos y tan rubios).

(Da igual: cuando algún día visite Cádiz y me quede maravillado por su singularidad geográfica, por la belleza de sus recodos, por la gracia y el salero de sus gentes, no creo que recuerde que por allí caminaba Andrea en busca de su padre, a ver si el gachó cumplía de una vez el régimen de visitas). 


- Las películas son más armoniosas que la vida, Alphonse. No hay atascos en los films, no hay tiempos muertos. Las películas avanzan como los trenes, ¿comprendes?, como los trenes en la noche. 

Lo decía François Truffaut en “La noche americana” y tenía más razón que un santo. O así debería ser, al menos, porque “El amor de Andrea” es un tren diurno que se pasa tres cuartos del metraje detenido en las estaciones. Es una película sobre gente que espera en salas de espera. A veces aguardan en despachos de abogados o en dependencias judiciales, pero también en playas, y en paseos marítimos, y en terrazas donde pega el solecito de la bahía, que hacen las veces de salas de espera naturales. Lo mejor de “El amor de Andrea” es que te convalida un recorrido virtual por Cádiz y te insufla unas ganas muy pre-veraniegas de conocer algún día la ciudad. 




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Un nuevo Dreyfus

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El facherío español aplaudió con las orejas este documental estrenado en el año 2015. Y eso que el tal Cyrille, según cuentan en internet, es un anarquista de izquierdas muy próximo a la línea de Noam Chomsky. Pero como el documental, para derribar la teoría oficial y proponer su propia paranoia, utiliza artículos de El Inmundo, vomitonas de EsFalange y vídeos colgados por TeleFranco, esta gentuza se vio de algún modo respaldada y sacó más banderas rojigualdas a los balcones. 

Como yo no frecuento la fachosfera -sólo los deportes de la COPE y la tertulia de La Cultureta- no me enteré de su existencia hasta que el otro día, después de ver “Nos vemos en otra vida”, me dio por refrescar los recuerdos de aquel atentado y de las pesquisas posteriores. Y, oh mi sorpresa, “El nuevo Dreyfus” salía en todos los gugleos que tantearas: daba lo mismo que buscaras “Trashorras” que “suicidas de Leganés” o “Pedro Jota mentiroso”. O incluso “ministros del PP con la cara más dura que el cemento armado”.

¿Pero qué coño es esto, me dije? Así que pinché, y reconozco que lo primero que leí me sedujo porque yo en su día también propuse una tercera vía para explicar las causas de la masacre. Lo que pasa es que como no soy cineasta ni tertuliano de los medios, mis explicaciones encontraron el escaso de eco de dos amigos incrédulos y tres parroquianos borrachos que ni siquiera me escuchaban en el bar. 

Cyrille Martin propone que fueron agentes de la CIA los que planearon la matanza y luego le echaron la culpa a cuatro desgraciados marroquíes que pasaban por allí (sic). Lo que pasa es que luego no nos explica la razón geoestratégica de tal atrocidad. Cyrille se enreda con la dichosa mochila que no explotó y ya pierde el rumbo y el oremus. Como en todas las paranoias, el argumento está forzado y cogido por los pelos. Empiezo a pensar que a este tipo le han contratado la Conferencia Episcopal y el IBEX 35 para seguir tocando los cojones, mantener viva la cruzada y esperar un nuevo turno de gobernanza para bajar todavía más los impuestos, que los yates y los putos de lujo se están poniendo por las nubes con la inflación que nos han traído los rojos. 




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Fallen leaves

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Las antípodas de España no están en Nueva Zelanda, sino en los países escandinavos, tan fríos ellos, tan limpios, tan civilizados. Si caváramos un túnel metafórico en vertical no terminaríamos en Wellington, sino en Helsinki, donde vive Kaurismäki. Nunca he estado en Escandinavia, pero en las películas aquello parece el reino de Jauja de los cuentos infantiles. Allí, aunque podrían, no atan a los perros con longaniza porque los perros escandinavos no necesitan ir atados y se valen por ellos mismos para salir a pasear y recoger sus cagarrutas.

En Finlandia el Estado invierte, las cosas funcionan, la gente es socialdemócrata de corazón. Allí, votar a la derecha es como aquí votar a Sumar, no te digo más. Incluso el diputado más díscolo entiende que las sociedades más felices son aquellas que mejor distribuyen la riqueza. Mientras que allí discuten por unos porcentajes del PIB o por unas décimas en los tramos impositivos, aquí todavía estamos valorando si robar al ciudadano sale gratis o si el señor obispo puede encular a los chavales con total impunidad. Es como el siglo XXII conviviendo con la Edad Media en el mismo espacio Schengen. 

(En Finlandia -que ya es el cagarse, el no va más del progreso científico- hay incluso tranvías que llegan puntuales a la hora, mientras que aquí, en La Pedanía, los autobuses son cada vez más escasos y más impuntuales y dentro de nada los suprimirán en aras de la libertad individual. “Me va usted a decir a mí a qué hora tengo que coger yo un transporte...”)..

Es por eso que sospecho que las películas de Aki Kaurismäki están financiadas por la Comunidad de Madrid para hacer contrapropaganda del Estado del Bienestar. En eso se van los impuestos de los madrileños, en lugar de a construir hospitales o guarderías. El ejemplo escandinavo no puede cundir en nuestros corazones, así que Kaurismäki recibe la paga y se empeña una y otra vez en convencernos de que allí los alcohólicos campan a sus anchas, los empresarios explotan a sus trabajadores y las rubias finlandesas, a poco que las vistas un poco desastradas, ya no brillan tanto bajo los rayos del sol mezquino de esas latitudes. Pura propaganda, ya digo. 





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Trenque Lauquen

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Trenque Lauquen es una ciudad de la Pampa argentina, y también la película de cuatro horas y pico que transcurre entre sus calles y sus inmediaciones muy llanas y despojadas de árboles. El paisaje podría ser perfectamente Tierra de Campos, la patria de mis ancestros con boina y de mis ancestras con moño. Quizá por eso me quedé enganchado a la película: porque algo dentro de mí -un gen de la planicie, un ADN del páramo improductivo- me hacía partícipe de esta locura transitoria que viven los personajes. Sobre todo la locura principal, la de Paula, la bióloga que es como una veleta clavada en mitad de la pradera, a merced de los vientos. Una mujer tan atrayente como inestable; tan adorable como fugaz; deliciosamente inquieta y fastidiosamente desnortada. Poesía en movimiento, cuando habla, y retortijón de tripas, cuando tratas de entenderla. Hay mujeres “ansí”, como dicen en el agro.

Mi teoría, a falta del refrendo de las autoridades académicas, pero muy adecuada para explicar lo que sucede en "Trenque Lauquen", es que las montañas producen imbéciles y los páramos enajenados. Mayormente, quiero decir, porque también hay locos por los riscos y mermadas por las llanuras. Las montañas, hasta hace nada, aislaban valles donde la endogamia hizo muchos estragos en el cociente intelectual. Yo vivo en la confluencia de varios valles que desembocan en la civilización y sé muy bien de lo que hablo... Los paisajes abiertos, en cambio, son más propicios para criar orates y desquiciadas. No sé que tiene el horizonte despejado, la canícula sin protección, el viento sin parapeto, que también provoca estragos en las meninges, en este caso en las regiones de la lucidez. También sé de lo que hablo porque ya digo que casi todos mis ancestros proceden de la anchura de Castilla, o de las anchuras de León, que están separadas por apenas un sembrado de cereal.

“Trenque Lauquen” no hay cristiano que la soporte vista de corrido. Ya digo que son cuatro horas y pico de metraje. Apenas quedan culos y vejigas que soporten tamaño desafío. Hay que trocearla a gusto del espectador. Es como uno de esos libros que te absorbe lo abras por donde lo abras. Hoy puedes leer diez páginas, mañana una, pasado cien...





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Bellas Artes

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¿Qué es arte? Pues todo y nada. Andy Warhol explicaba a quien quisiera oírle que sus cuadros de la sopa Campbell eran arte, pero que la misma lata en el supermercado también lo era. La diferencia es que sus cuadros valían millones de dólares y las latas de sopa solo un puñado de centavos. En un diálogo de “Bellas artes” se recuerda que el precio de las cosas depende de lo que uno esté dispuesto a pagar. Algunos pagamos un abono carísimo a Movistar + solo para ver los pases cruzados de Toni Kroos desde el círculo central. Eso, por ejemplo, también es arte. Y reto en duelo a quien venga a decirme lo contrario.

Arte es lo que pintaba Picasso, pero también lo que dibuja un niño en su clase de preescolar. Arte, al final, es lo que unos tipos llamados críticos dicen que es arte. ¿Y quiénes son estos tipos y estas tipas (me niego a decir tipes)?: pues la gente que escribe en las revistas de arte, que monta galerías, que comparece en tertulias de conceptos muy elevados. Es un misterio. Es una pura tautología. Suponemos que el arte es un rollo de tendencias burguesas, de egos que entran en lucha, de negocios que trafican con el valor de las cosas... En otra película de Cohn y los hermanos Duprat que se titulaba “El artista”, la aristocracia del arte bonaerense confundía los dibujos de un enfermo de Alzheimer con las obras provocativas y geniales de un joven con mucho talento. Es un poco así.

“Bellas artes” no es solo una reflexión sobre la impostura de los artistas y de quienes los clasifican como tales. También es -y quien haya visto el último episodio lo entenderá- un monumento a la estupidez humana. A la bajeza y a la estulticia. La Segunda Ley de la Estupidez enunciada por Carlo Cipolla decía que “la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona”. Estúpido puede ser alguien que trabaja en el Museo Iberoamericano de Arte Moderno y también, -con muchas más papeletas, eso sí- en mi centro de trabajo habitual. Puede ser un subalterno o la misma ministra del Gobierno; un sexagenario heterosexual o una podemita con un piercing en la nariz. Aquí no se libra ni Dios.





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Feud: Capote vs. The Swans

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Me fascina la vida de los ricos. Y de las ricas. Para ver la vida de los pobres ya tengo la realidad tras las ventanas. Y la mía propia. Durante veintidós horas al día -porque mis sueños también son de pobretón- vivo rodeado de asalariados como yo, de pensionistas, de gente que busca trabajo bajo las piedras. Somos la mierda cantante y danzante del mundo. Cuando enciendo la tele para olvidarme de que existo -y de que existimos- prefiero ver a esa gentuza en sus restaurantes de lujo, en sus mansiones de ensueño. 

Una vez, en Mallorca, nos dejaron entrar en un campo de golf a tomar unas cañas. Hasta las ocho de la tarde la entrada era libre, pero yo no lo sabía. A partir de esa hora, el club se transforma en un castillo señorial y unas señoritas muy educadas -y muy guapas- vienen a recordarte que eres Cenicienta bajo el hechizo. En aquella terraza con vistas al mar, rodeado de alemanes con dinero, de mallorquines de otra raza, de escandinavas que nunca caminan por las calles, yo me sentía parte de los elegidos, transformado de pronto en un enemigo de clase más encarnizado todavía: uno que jamás consentiría que gente como nosotros, con ropas del Carrefour y alpargatas desgastadas, se sentara a nuestro lado a birrear. Aquellos fue la tentación del demonio, mis dos segundos de duda en el desierto. Lo superé, pero me dejó huella. A veces pienso que mi fascinación por los ricos es el deseo subliminal de convertirme en uno de ellos: el cuento del patito feo que en realidad era un cisne alegre y desafiante.

Me pregunto si no era eso lo que buscaba Truman Capote cortejando a los cisnes de la jet set. A esas arpías racistas y clasistas. A esa gentuza. No vivir entre ellas, sino ser como ellas. Pasta no le faltaba, a don Truman, pero hablamos de otra cosa: de la elegancia que da el no trabajar. Ese mínimo desgaste de los nervios y de los órganos vitales que constituye la verdadera aristocracia, y que en los cisnes de Capote no era heredada, sino trabajada en la cama de sus maridos.

La serie no aclara gran cosa sobre el asunto. Respecto a sus cisnes, Capote parece una pura contradicción: ¿las amaba, las odiaba, simplemente las espiaba como un topo de John le Carré?





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La pareja basura. Temporada 1

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El primer episodio de “La pareja basura” es una obra maestra. Media hora de risas mongoloides y chabacanas. La pura memez. Un charco de barro para mentes muy simples y poco refinadas. El puro regocijo de mis bajos instintos. El reencuentro con los chistes del colegio, con las viñetas de “El Jueves”, con mi Ello olvidado y reprimido. De hecho, Max, mi antropoide interior, daba palmadas como loco. A mis carcajadas de humano se sumaban sus chillidos de mono, procedentes de la gruta intestinal. Dos seres muy próximos en la escala evolutiva se descojonaban al unísono con las sandeces de la tele. De nuevo hermanos de leche y primos de sangre. 

Eddie y Richie son compañeros de piso y dos merluzos de campeonato. Podrían ser la versión británica de Mortadelo y Filemón. De hecho, Eddie tiene un aire muy mortadélico con esa calvorota y esas gafas de miope. Y esos razonamientos del tebeo. Si su amigo Richie tuviera dos pelos en la cocorota en lugar de ese pelazo a lo José Luis Rodríguez, el Puma, tendríamos el cómic perfecto de Bruguera. Es una pena que además sean dos vagos y no tengan oficio conocido, porque me habría encantado conocer al profesor Bacterio y al superintendente Vicente, los dos besugos más grandes en el mar de los tebeos.

En ese primer episodio, Eddie y Richie salen el sábado por la noche con la intención de poner su primera muesca en el revólver de sus penes. Para ello se rocían hasta el escroto con un desodorante rico en feromonas que huele a pedos de elefante. Ellos, por supuesto, viven tan engañados por la publicidad que no se dan cuenta del efecto que producen en las mujeres .Marcel Pagnol -que no sé quién es, pero lo menciona mucho Fernando Trueba en el “Diccionario de cine”- dejó escrito que en el cine no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan, es una comedia, y si no, una tragedia. Pero no es cierto del todo: el fracaso sexual también puede ser el sostén de las comedias más puras y descacharrantes. De las reales y las ficticias.

(Luego, ay, el resto de la serie carece de interés: sin la presión en la bragueta, Eddie y Richie pierden toda su complejidad y se convierten en Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio).




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