Tener y no tener

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Es difícil de entender que Lauren Bacall, con 20 años, con esa belleza absoluta que nunca conocerá el paso de las modas, se enamorara de un hombre veinticinco años mayor que ella y casi veinticinco centímetros más bajo. Y lo peor de todo: entregado en sus ratos libres, cuando no rodaba películas, a empinar el codo hasta dejar el hígado para el arrastre. 

Una mente del siglo XXI, ya descreída del amor puro, podría pensar que Lauren Bacall solo iba tras el dinero de nuestro Humphrey. Pero qué dinero, ni que ocho cuartos, en esos ambientes exclusivos de Hollywood, donde cualquiera se gasta un palacete y una piscina en el jardín. Lauren Bacall pudo haber tenido a cualquier hombre con solo chascar los dedos, pero prefirió a Humphrey Bogart y juntos forjaron una leyenda eterna para el romanticismo. Tuvieron dos hijos, se negaron a declarar ante McCarthy y solo la muerte en forma de cáncer pudo separarlos. No pegaban ni con cola -al menos en el físico, insisto- pero a fuerza de verlos en las películas y en las fotografías uno ya está hecho a su intrigante conjunción y les admira complacido. Y yo, por lo menos, también un poco envidioso de ese tunante afortunado. 

La gracia de “Tener y no tener” -aparte de que es un clásico que aguanta sin hundirse los embates de las olas -es que podemos asistir a un enamoramiento real, en vivo y en directo. Bogart y Bacall no fingían que se enamoraban, sino que se estaban enamorando de verdad. Y eso se nota en las miradas: siempre tardan una décima de segundo de más en desviarlas. Se sonríen no como profesionales, sino como auténticos colegiales sorprendidos por las cámaras. Yo creo que no deberían haber cobrado ni un dólar por hacer esta película -ella en su primer papel y él en la cúspide de su fama- porque no estaban trabajando de verdad. Solo se dejaron llevar. No voy a decir que Bogart tiene hasta erecciones involuntarias porque lleva todo el rato unos pantalones muy holgados y es imposible verificarlo. Pero morcillona, vamos, seguro que sí. 




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The last of us

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Lo próximo van a ser los piojos. No sé si en la vida real -como sucedió con el coronavirus- o en la vida de ficción -como pasa con el hongo Cordyceps en “The last of us”. Pero van a ser los piojos, eso sin duda. Lo sé porque tengo información privilegiada. Clasificada por el Gobierno. El lapsus de un sanitario me puso en alerta hace ya varios años. Desde entonces se acabaron las existencias de Filvit champú (Filvit, champú, Filvit mamá, porque más vale Filvit que tenerse que rascar) en las estanterías de los supermercados más cercanos. Porque yo lo compro todo... El loco del Filvit, me llaman todos por La Pedanía, esos hombres y esas mujeres que podrían ser víctimas del próximo bicho que terminase con la humanidad. Ja, ja, lo que me iba a reír yo de ellos, paseando entre sus cadáveres, con todo el pueblo a mi disposición, huertos y frutales, chalets con piscina y bares sin vigilancia.

Todo esto -lo juro- es una true story que daría para el episodio piloto de una serie. Sucedió en mi aula del colegio, ante mis propios ojos incrédulos...

 En una revisión rutinaria, nuestro enfermero M. descubrió piojos en la cabeza de un alumno.

- ¿Le enviaremos a casa, no? -dije yo, conocedor de los protocolos anti-contagio.

- No -me respondió él- Son piojos muy pequeñitos. Apenas se ven. 

- Pero los piojos son pequeños de por sí, ¿no? Si no serían como cuervos, o como los pterodáctilos de “Jurassic Park” -le objeté.

Pero el sanitario no celebró mi gracia. Es más: compuso un gesto preocupado, como si yo hubiera dado en el clavo de una pesadilla zoológica que podría cernirse sobre la humanidad. Imaginé, de pronto, que millones de piojos como el primo de Zumosol, provenientes del mar de China o de las estepas siberianas, surcaban los cielos como Stukas dispuestos a colonizar nuestras cabezas: a picotearlas, a descranearlas, a introducirse en nuestro centro de control y convertirnos en piojos ambulantes de dos patas. La "Metamorfosis" de Kafka al fin... Todos como Gregorio Samsa. Una pesadilla de la hostia. 

Pero yo tengo Filvit de sobra, para sobrevivir largos años entre la desolación y el silencio. Y lo del silencio, la verdad, iba a estar de puta madre. 





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Bullitt

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El trabajo del teniente Frank Bullitt es un no parar que produce mucho desasosiego. Un día le toca batirse a tiros con los maleantes y otro perseguirlos a goma quemada por las cuestas de San Francisco. Los espectadores nos lo pasamos pipa, pero él sufre un estrés laboral que no puede ser bueno para su salud. Cada día puede ser el último cuando se trabaja de inspector de policía en una película americana. 

Otros días, los más llevaderos, el teniente Bullitt no se juega el pellejo en sus frenéticas pesquisas, pero tampoco es agradable entrar en los hoteles para encontrar mujeres degolladas o mafiosos con la jeta tiroteada. Ni tener que aguantar a ese hijoputa del fiscal del distrito, tan repeinado y tan bien trajeado, que solo quiere lanzar su carrera política sin respetar los tiempos ni las éticas del trabajo policial. Frank Bullitt, en algunas escenas, es como el agente Filemón Pi enfrentado al superintendente Vicente, todo tensión a punto de explotar en bocadillos llenos de signos raros y caras de cerditos.

Otros inspectores de policía -como aquellos de “The Wire”- terminarían la jornada poniéndose ciegos a whiskys en el bar de la esquina. Beber para olvidar. Y con el alcohol, claro, el derrumbe de los matrimonios, o de los amores, porque muchos llegan a casa muy tarde, o muy mamados, irascibles o verracos según los índices en sangre. Y quizá, quizá, impregnados con el olor de alguna prostituta, aprovechando que pasaban por delante del club-club-club camino de Ítaca. 

Frank Bullitt, sin embargo, está a salvo de todo eso. En casa, cuando termina la jornada laboral, le espera Jacqueline Bisset para preguntarle qué tal en el trabajo y aderezarle la ensalada para cenar. Y luego, seguramente, porque ella es joven y lozana, y Steve McQueen un macho irresistible de la especie, echar un polvo enamorado que borre toda la mugre acumulada durante el día. En los brazos de una mujer así las jornadas laborales se disipan como niebla bajo el sol. 

La escena más tensa de la película no tiene que ver con los criminales perseguidos, sino con ese “tenemos que hablar” que es el preludio de la tragedia verdadera. 







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La ballena

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En “La ballena” no hay sutilezas, ni elegancias, ni rincones del alma sin alcanzar. Si a las películas para adultos -bueno, eso era antes- las llamamos pornográficas porque en el despliegue se ve toda la chicha y toda la limoná, sin que nada quede a la imaginación del espectador, a este espectáculo del obeso mórbido y lacrimógeno habría que llamarlo, del mismo modo, pornografía sentimental. Cuando finaliza “La ballena” ya no queda nada por contar, por llorar, por echarse a la cara entre los personajes. Si en el porno carnal quedan vacíos los genitales, aquí quedan vacíos los lagrimales. Yo lo llamaría un “tear cum”, por si hace fortuna la expresión. 

A ningún personaje se le llegan a ver los susodichos genitales, pero el espíritu de todos se pasea desnudo por la casa de Brendan Fraser, que es el único escenario donde transcurren las muchas catarsis. Aronofsky ha querido rodar un drama y le ha salido un dramón. Se ha pasado mucho de rosca -como suele ser habitual- y así es difícil empatizar con el personal. Hay un momento, en todo dramón, en el que sientes que la mano del director está hurgándote por dentro, manipulándote con músicas y diálogos, y es ahí, en ese contacto no consentido -porque no es no también en la ficción- cuando te sales de la película y comprendes eso, que estás viendo una película, y que ya apenas te crees lo que ves y lo que escuchas, aunque el esfuerzo de actores y actrices sea descomunal y digno de agradecer.

Había otra película en la que sus protagonistas decidían suicidarse comiendo hasta reventar. Se titulaba “La gran comilona” y recuerdo que salían en ella Mastroianni y Michel Piccoli. Como el guion era de Rafael Azcona la cosa no terminaba en dramón, que menudo era don Rafael para caer en la trampa de las cursilerías. “La gran comilona”, por no ser, no era ni un drama, sino una astracanada cuyo final la verdad ya no recuerdo. Es igual... Son dos formas de entender el cine, y yo me quedo con la de Azcona y Marco Ferreri. 

Posdata: me puse a ver “La ballena” después de la siesta, con el café y dos panes de leche en el regazo, bien untadicos en mantequilla, y tal fue mi impresión al ver a Brendan Fraser que aparté uno para la cena, avergonzado de mí mismo.





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Río Rojo

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De niños les llamábamos vaqueros aunque en las películas del oeste rara vez se vieran vacas por las praderas. Si acaso bisontes, que los rostros pálidos asesinaban por millares solo para joder a los comanches. Pero las películas seguían llamándose “de vaqueros”, y no de bisonteros. Era todo un misterio.

Otro misterio, y no menor,  es que nuestros pantalones de faena, los que nos poníamos para ir al colegio y amortiguar nuestros raspones en el patio, también se llamaran vaqueros, aunque luego, en las películas del sábado por la tarde, jamás viéramos a esos pistoleros vestidos con nada parecido. También puede ser que el blanco y negro de nuestra tele nos hurtara el azul desvaído y confundiera nuestros sentidos. Pero luego, de vacaciones por los pueblos de la montaña, veíamos a los auténticos vaqueros leoneses con su boina y su camisa a cuadros y todos llevaban pantalones de pana para manejarse en los trabajos. Ni siguiera los vaqueros de verdad se vestían con nuestros vaqueros colegiales, en el colmo de los colmos.

De niños jamás hubiéramos pensado que los vaqueros del Far West se dedicaran a criar ganado o a conducirlo por las praderas. Nosotros les veíamos siempre en el salón, medio borrachos, jugándose los dólares al póker o tanteando a las prostitutas del piso superior. O liándose a tiros por cualquier cosa tonta o cualquier venganza razonable. Les sorprendíamos siempre en el ocio de beber o de disparar, pero nunca en sus quehaceres de la jornada laboral. Más allá de los asesinos, del sheriff, del médico borrachín y del camarero que servía la zarzaparrilla, los demás personajes se dedicaban a actividades económicas que en realidad nos importaban un pimiento. Estaba claro que alguien construía las casas o limpiaba la mierda de los caballos, pero esos subalternos nunca salían en las tramas.

Supongo que en el algún momento de nuestra infancia vimos “Río Rojo” o alguna película parecida y caímos en la cuenta etimológica: “¡Claro! Se llaman vaqueros porque trajinan con vacas...”. Luego, de adolescentes, empezamos a sospechar que es posible que también se las trajinaran, en esas largas marchas sin mujeres camino de Abilene. 



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Oppenheimer: el dilema de la bomba atómica

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No iré a los cines a ver “Oppenheimer”, la película de Christopher Nolan. La última vez que pisé una sala fue hace tres años, para despedir la saga de Star Wars en compañía de mi hijo. Los Rodríguez de la Tierra asistían al desenlace final de los Skywalker de las galaxias, con los que están misteriosa y secretamente hermanados. Yo, además, con aquella cita ineludible y ritual, cerraba el círculo que se inició cuando de niño quedé boquiabierto ante la nave consular de la princesa Leia y el destructor imperial que la perseguía. 

A los cines ya no se puede ir porque se han convertido en el foro de Roma con teléfonos móviles: todo son parloteos, voces, alarmas, bips bips de las alertas... Carcajadas, exabruptos, actividad cinética incesante... Ya no existe la oscuridad que antes te abrigaba y embotaba los sentidos, dirigiéndolos al único faro que alumbraba la caverna. Ahora hay cien resplandores encendidos a tu alrededor, tantos como espectadores que ya no distinguen el salón de su casa del salón de su comunidad. No es que antes los cines fueran precisamente del club Diógenes de Mycroft Holmes, pero bueno, se podía sobrevivir en según qué sesiones escogidas. Ahora los infectados ya pululan en todos los horarios programados como en una película de terror que multiplica los zombies sin parar. 

Esperaré, como siempre, a que “Oppenheimer” esté disponible en la red gracias a los buenos samaritanos que la vierten en calidad cojonuda y luego la subtitulan con mucho acierto filológico. La disfrutaré en mi salón, a mis anchas, en el sofá que ya es como mi trono, con la doble ventana que me protege de los motos y bólidos de mis amados vecinos de La Pedanía.

Mientras espero, para ir abriendo boca, un amigo me recomendó este documental que andan echando por Movistar +. Lo presenta, curiosamente, el mismo Christopher Nolan, que ahora será un experto mundial en Robert Oppenheimer con tanto documentarse para rodar la película. Un bicho raro. El señor Oppenheimer, digo. Bueno, Nolan igual... Cuando hagan su biopic también habrá que agarrarse los machos. 





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Los Soprano. Temporada 7

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Traicionado por los patos en el primer episodio de “Los Soprano”, Tony sufría un ataque de pánico y decidía acudir a una psiquiatra para curarse gracias al prozac y varios sondeos psicoanalíticos. Tony, por supuesto, mantuvo su problema en secreto para que sus amigos y sus enemigos no le tomaran por un débil de carácter. 

Ese era el punto de arranque de la serie, tan original y decisivo: Tony Soprano era un mafioso de apariencia más bien agropecuaria que en el fondo tenía dudas y a veces verbalizaba algo parecido a los escrúpulos. Un sociópata, sí, pero un sociópata cariñoso con los animales y con las mujeres desprotegidas. Un putero, sí, y también un ludópata, y un asesino ocasional, pero también un hombre que miraba por el futuro de su familia y por el bienestar de la otra famiglia, la que englobaba al clan y a los sicarios que proveían.

Mientras en el mundo exterior se sucedían los crímenes y las traiciones, en la consulta de la doctora Melfi fue pasando de todo a lo largo de las temporadas: hubo avances, broncas, retrocesos, escarceos sexuales... Hubo insultos, lanzamiento de objetos, muchos portazos que concluían la sesiones de sopetón. La doctora Melfi acabó tan loca que ella misma tuvo que pedir ayuda a otro psiquiatra, tal era la onda expansiva que Tony Soprano provocaba.

Ya por la cuarta temporada se hizo obvio que la terapia no servía para nada. Tony desfogaba sus razones y la doctora Melfi unas veces asentía para calmar a la fiera y otras negaba para que Tony cayera en la cuenta de sus contradicciones. “No volveré más”, gritaba él, pero a las pocas semanas regresaba porque allí, recostado en el sofá y rodeado de silencio, encontraba lo más parecido que había en su vida a la paz y a la comprensión. 

“Los Soprano” es una serie que no cree en la mejora del ser humano. El carácter viene de serie y nadie cambia. Los sociópatas de Nueva Jersey solo son un caso extremo y  peculiar. La cabra tira al monte y hay muy poco que hacer al respecto. La doctora Melfi, en el penúltimo episodio, comprenderá esta amarga verdad y decidirá cancelar las sesiones por su cuenta. En el body count del último episodio ella ya no está ni para recibir una bala de refilón.





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100 años de Warner Bros.

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El cantor de jazz, Al rojo vivo, Casablanca, El halcón maltés, El sueño eterno, Tener y no tener, El tesoro de Sierra Madre.

Cantando bajo la lluvia.

Centauros del desierto, My fair lady, Días de vino y rosas.

JFK.

Bugs Bunny y el Pato Lucas; Elmer y Porky; El Coyote y el Correcaminos; Sylvester y Piolín.

Un tranvía llamado deseo, La leyenda del indomable, Bullit, Bonnie and Clyde.

Firefox, Un mundo perfecto, Million Dollar Baby, Mystic River, Cartas desde Iwo Jima, Gran Torino.

Sin perdón.

La misión, Paseando a Miss Daisy, Las amistades peligrosas, Argo, Elvis. 

Uno de los nuestros, Malas calles, Infiltrados.

El Batman de Tim Burton. Batman Begins y El Caballero Oscuro. Insomnia, Origen, Interstellar, Dunquerque. 

Joker.

Barry Lindon, La chaqueta metálica, El Resplandor, Eyes Wide Shut.

Raíces, Murphy Brown, Friends, El ala oeste de la Casa Blanca, Dos hombres y medio, The Big Bang Theory

Gremlins, Los Goonies.

El exorcista. 

Supermán, Supermán II, Operación Dragón, Arma letal, Bitelchús.

Ocean’s Eleven, Syriana, Michael Clayton, Buenas noches y buena suerte.

La saga de Harry Potter.

Matrix.

El fugitivo, Contact, Gravity, El gigante de hierro, Un domingo cualquiera, Tienes un e-mail.

Mad Max: Fury Road

Todos los hombres del presidente, Klute.

Blade Runner 


Y muchas más que no he anotado, o que no logro recordar... Horas y horas de felicidad. O, al menos, de plácido entretenimiento. En las duras y en las maduras. En la salud y en la enfermedad. Cuando llovía o cuando escampaba. La Warner Bros. -como las demás fábricas de sueños- ha sido un salvavidas milagroso, un paraguas, una muleta, un escondrijo... Una celebración. Una respiración artificial y un oasis en el desierto. 

Poco importa que Jack Warner fuera un pesetero inmundo y que traicionara finalmente a sus hermanos. Las películas de la Warner ya forman parte de mi educación sentimental, de mi patrimonio personal. Son yo, parte de mí. Si lo mido en tiempo, ellas me han dado más felicidad que cualquier ser humano conocido: los amigos y los amores siempre han sido contigentes; solo la Warner Bros. y sus colegas han sido necesarias.



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Muerte de un ciclista

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El matrimonio burgués que conocieron la mayor parte de nuestros antepasados era una forma de prostitución encubierta. Creo que el abuelo Karl y el tío Engels escribieron algo sobre esto... A cambio de un techo y de tres comidas diarias, las mujeres que no podían independizarse limpiaban la casa de lunes a viernes y se abrían de piernas los sábados por la noche con más o menos entusiasmo. Era el famoso sábado-sabadete del que seguramente proceden muchos zigotos de nuestra generación. Si había alegría en el encuentro lo llamaban amor; y si no, pacífica convivencia, o matrimonio veterano. 

¿Quiere esto decir que nuestras madres o nuestras abuelas eran todas unas putas? Por supuesto que no. Ocurre, simplemente, que no tenían más remedio que avenirse a estas condiciones, atrapadas en un convenio sin estudios, sin formación, sin alicientes para emanciparse. Solo un puñado de mujeres estudiaban una carrera o abrían un negocio para no depender jamás de un hombre al que no pudieran amar. Porque acostarse con un hombre al que no amas, solo por miedo a verte en la calle, se llama eso, resignación. El feminismo trajo un viento de renovación en las casas que ya olían a resobado.

En “Muerte de un ciclista”, Lucía Bosé se prostituye sin muchos disimulos casándose con un empresario que hace pingües negocios bajo el franquismo. Su marido es un vencedor de la guerra con bigotito y carnet de Falange, lo que en los años 50 era lo más de lo más: pisazo en Madrid, apartamento en la playa y una muchacha como las que encarnaba Gracita Morales para limpiar el polvo y vestir a los niños por la mañana. Cena en Chicote, comida en el Ritz y de vez en cuando una escapada a París para revestir el contrato de romanticismo. Lucía sabe, y su marido sabe, y aquí, felizmente, aunque casposamente, nadie se lleva a engaño. 

¿Estaban permitidos los amantes para entregarse a una pasión verdadera? En la España de esos años sí, perp para él, no para ella. Porque los curas vigilaban, y los amigos murmuraban, y además te pedían el libro de familia en los hoteles. El sexo en casa era una prostitución, y fuera de ella, una clandestinidad como de comunistas.  




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Su juego favorito

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En la película -que es una comedia muy loca y pintada de colorines- Roger Willoughby se gana la vida vendiendo artículos de pesca y escribiendo manuales para el buen desempeño con la caña. Pero cuando se ve obligado a participar en una competición profesional tendrá que confesar que jamás ha lanzado un anzuelo al agua ni pescado una trucha. 

Roger Willoughby es un impostor, pero al menos ahora reconoce su impostura, aunque la haya mantenido largos años en secreto. La honradez, en su caso, le hubiera supuesto el despido y la cancelación de sus contratos. Y lo primero es comer y dormir bajo techo... Pero también es verdad que sus consejos funcionaban, y que los clientes de la tienda y los compradores de sus libros venían todos los lunes para agradecerle las lecciones. 

El mundo del fútbol -que es el “fauvorite men’s sport” que yo mejor conozco- también está lleno de entrenadores que apenas le dieron una patada al balón o se la dieron siempre del revés. Lo digo por experiencia... Y sin embargo hay gente muy válida que enseña cosas útiles y razonables ¿Se pueden dar consejos sobre una materia que nunca se ha practicado? Sí, se puede. Pero solo en algunas cosas... Porque, por ejemplo, dar consejos sobre follar habiendo follado poco o nada es un dislate que deja muy en ridículo a los curas y a los fanfarrones.

...

En su programa de radio, Carlos Pumares tenía un “Club de señoras” al que solo podían acceder las actrices más hermosas y reconocidas. Los oyentes proponían cada noche a una actriz de méritos incuestionables, pero Pumares, que era presidente y administrador único de aquel club virtual, las rechazaba sistemáticamente por la santa decisión de sus cojones. En realidad, tras muchos años con el rollo, solo hubo una mujer admitida en el club, Kathleen Turner, y eso porque Pumares se la había encontrado una vez en los ensayos de los Oscar y se había quedado patidifuso. 

Es una pena que ya no exista el programa, y que Pumares fuera un dictador orondo de las ondas, porque yo hubiera llamado esta misma noche para proponer a Paula Prentiss: una actriz guapísima y simpática a más no poder. Ya, sin duda, una de las mujeres de mi vida virtual. 







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Poquita fe

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En ninguno de los 12 episodios de “Poquita fe” aparece la clásica advertencia de que “Ningún animal fue lastimado en el rodaje de esta serie”. Y no porque los hayan maltratado, sino porque no sale ninguno en estas tramas costumbristas del siglo XXI. Los protagonistas de “Poquita fe” viven en Madrid y no tienen tiempo para nada: entre el trabajo y los desplazamientos ya se les van doce horas al día. Y luego hay que preparar la comida, fregar los cacharros, bajar la basura, ver Netflix, tomarse un carajillo, recibir la visita de los padres, echar un polvo o cascarse una paja (más lo último que lo primero, como sucede en provincias)...  No hay tiempo ni espacio para pasear a un perro o acariciar a un gato. Los únicos animales que pululan por “Poquita fe” -aparte de varios merluzos y de algunas cacatúas- son unas palomas que cagan sobre los seguratas a la puerta de un Ministerio. 

Sí sale, sin embargo -o puede que yo lo haya soñado-  un rótulo que indica que “Ningún cura, monarca, obispo, picoleto, militar, policía nacional o político de derechas ha sido ofendido en el rodaje de esta serie”. Son los nuevos tiempos de Movistar +. Desde que pusieron a una ultraderechista al mando de los contenidos ya solo se toleran chistes sobre sexo, drogas y rock and roll. El neoliberalismo no tiene ningún problema con esto porque forma parte del negocio. Hace dos años entrevistaron a Bertín Osborne en “La Resistencia” -y no solo eso: hubo piropos, confraternidad, lameteo cruzado de los ojetes- y comprendí que se cerraba una época de rebeldía ilustrada que venía de los tiempos del viejo Canal +.

En “Poquita fe” nunca sabrías a qué partido vota cada personaje. Ni remota idea. Es una serie sobre... nada. Como “Seinfeld”, pero de categoría regional. Los tertulianos de La Cultureta -entusiasmados, claro, con una serie tan poco dañina para las encuestas- dicen que es una serie sobre el aburrimiento. Y tienen razón: cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta a las moscas. Así que sale mucho Raúl Cimas espantando moscas al estilo peculiar de Raúl Cimas. Ya sólo con eso te entretienes y te ríes de vez en cuando. 






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Calle Mayor

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Leo en internet que para darle un lustre internacional a la película, Juan Antonio Bardem entró en coproducción con los franceses y contrató a una estrella americana para darle pedigrí a un reparto plagado de desconocidos. La elegida fue Betsy Blair, que quizá no era precisamente las estrella más rutilante de Hollywood -tampoco creo que Bardem hubiera tenido dinero para más- pero que por entonces era la mujer de Gene Kelly y era una actriz notable y entregada. 

El problema es que Betsy Blair es demasiado guapa para representar el papel de Isabel. Es lo que pasa cuando contratas a una actriz anglosajona y la pones a vestir santos en una película ambientada en la España franquista, haciendo de solterona a la que ningún hombre toma en consideración. Es inconcebible, un error de casting morrocotudo, aunque entendible por el parné. Y aunque “Calle Mayor” es una película estimable y sigue estremeciendo en su desenlace sin concesiones, uno no puede creérsela del todo y a ratos se sale de la película para ver cómo van los ciclistas del Tour de Francia por los Pirineos. 

Incluso en blanco y negro se nota que Betsy Blair es medio pelirroja y que no pega ni con cola paseando por la calle Mayor de Palencia o de Logroño, pues en ambas se rodaron los esfuerzos peripatéticos de la película. En la España nacional y católica de 1956, una mujer como Isabel, con el único objetivo vital de casarse y de tener hijos, jamás hubiera llegado a los treinta y cinco años declarados sin haber encontrado un hombre decente y enamorado. Abogados, médicos, ingenieros, traficantes de esclavos... Constructores y terratenientes. Toreros y ministros. Torturadores  y otros militares. Comisarios de la policía y prebostes de la Falange. No le hubieran faltado candidatos para elegir un espermatozoide adecuado entre las clases dirigentes del franquismo. 

(Por cierto: a mí también me han gastado esa broma tan divertida: la de te amo-me quiero casar contigo-ja, ja, te lo has creído... No exactamente así, pero casi. Lo cuanto en mi autobiografía: “Voy mejorando con la edad, a ver si me da tiempo”. Todo un best-seller. De venta en kioscos y librerías. En internet no, que se piratea muy fácil). 





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El cazador de recompensas

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No hace ni tres semanas que me despedí de la maravillosa señora Maisel con lágrimas en los ojos, y mira tú: gracias a Manitú acabo de reencontrarla en mitad de los desiertos que unen Estados Unidos con México, reencarnada en una mujer de armas tomar -literalmente- en la época del Far West. 

Manitú y sus acólitos recogieron mis lágrimas para transustanciarlas en Rachel Brosnahan resucitada, lo que es sin duda un milagro más portentoso -y por supuesto más práctico- que aquel de convertir agua en vino en mitad del desierto palestino, donde el vino peleón solo te deja la lengua más raspada y sedienta.

Sucede, sin embargo, que a finales del siglo XIX ya casi no quedan indios en los territorios de Nuevo México colindantes con el México de toda la vida. El hombre blanco los ha diezmado -noventamado, sería un término más preciso- entre disparos y epidemias, así que ningún piel roja cabalga por los fotogramas de la película. Lo de Manitú y Rachel Brosnahan fue el último servicio del gran dios antes de retirarse a las praderas celestiales imposibles de colonizar. O ese piensa él, pobrecito... 

En este Nuevo México donde un siglo después venderán su droga de diseño Walter White y los Pollos Hermanos, ya solo quedan gringos de gatillo fácil y mexicanos aturdidos por el solazo de la tarde. El tópico de los tópicos... Ni western crepuscular ni frijoles en vinagre: “El cazador de recompensas” es una del Oeste como Dios manda (el mismo Dios de las bodas de Caná, quiero decir). Una peli que dentro de un par de años pasarán en bucle por las sobremesas de 13 TV, para solaz de los fachosos que se imaginan duelos al sol contra los comunistas. 

La última de Walter Hill va de pistoleros que sacan la pistola a una velocidad de vértigo cuando enfrentan al taimado truhán sin afeitar. Whisky y zarzaparrilla; Winchesters y Colts; fugitivos y bigotudos. “No nos gusta ver forasteros por aquí” y tal... Un bostezo de clichés. La película, de todos modos, es entretenida porque el reparto es descomunal, y porque sale la señora Maisel contando monólogos sobre su matrimonio desgraciado, aunque estos dan menos risa que los originales. 




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Un domingo cualquiera

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Los jugadores de fútbol americano parecen muy hombres porque se visten como si libraran una guerra medieval -la de los Cien Años, o las Cruzadas en Jerusalén- siempre pertrechados con su casco y con su armadura. Además dicen mucho “fuck”, y "bullshit", y "motherfucker", acompañando los tacos con una mano en los cojones, y en esos corrillos que hacen antes de cada jugada se mientan a las madres y proponen tratos ilícitos con las mujeres de los rivales. 

Sin embargo, los aficionados al deporte sabemos que los hombres de verdad -como aquellos que deseaba Alaska en su canción- son los que juegan el rugby que se estila en Europa y en el hemisferio Sur: el que se practica a cara descubierta y a pecho descubierto. El que se pelea con el único amortiguador de una camiseta y de un protector bucal para no dejarse los sueldos en el dentista. Las hostias son las mismas, pero la entereza y el estoicismo están del lado de nuestros muchachos, que se enfrentan a la suerte de un placaje con el cuerpo tenso y el rostro sin enmascarar.

La película de Oliver Stone mola mucho porque sale Al Pacino desatado y Cameron Díaz tan guapa que te mueres. Y al final, la épica del deporte es la misma en el fútbol que en la petanca: solo es cuestión de darle ritmo a la película y de encontrar diálogos jugosos; y en eso, Oliver Stone es un maestro del engatuse. Puede que “Un domingo cualquiera” sea una película tan excesiva como hueca, pero joder: dura dos horas y media y nunca te aburres.  

Lo que no consigue el bueno de Oliver -y ya nadie conseguirá jamás- es que a los europeos nos interese este juego. Gracias a las películas y a las bases militares, los yanquis han gozado de cien años de influencia cultural para intentar seducirnos con el "football" y solo han conseguido que lo repudiemos cada vez más. Por tostón, y por americano. Hace años, en España, se puso un poco de moda porque en Canal + quisieron darle mucho bombo a la Superbowl. Había patrocinios y tal. Yo piqué un par de veces y a la media hora me fui a dormir bostezando. No sé: no juegan, están todo el rato parados y debatiendo. Se mueven menos que los tertulianos de José Luis Garci.



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Luna nueva

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El personaje de Cary Grant en "Luna nueva" podría ser el bisabuelo americano de Pedro J. Ramírez. Lo digo porque la ética periodística brilla por su ausencia en el "Morning Post" como brilló siempre en todos los folletines que dirigió -y sigue dirigiendo- el Señor de los Tirantes.

Hubo una vez que Pedro J. se creyó el Woodward/Bernstein de la prensa peninsular porque destapó no sé cuántas miserias del gobierno de Felipe González. Pero luego, con los años, a fuerza de retorcer la realidad y de prestar sus páginas a todo tipo de golpistas y sociópatas, Pedro J. se convirtió en un periodista muy risible y caricaturizable. En su modo periodístico de proceder -interesado, volátil, siempre al sol que más calienta y al que mejor paga las opiniones- hay material suficiente para hacer otro remake de la obra teatral de Ben Hecht y Charles MacArthur. Tras “Luna nueva”, “Primera plana” e “Interferencias”, ¿por qué no rodar una versión carpetovetónica en la que saliera Pedro J. cometiendo tropelías a troche y moche solo para que “El Español” -su panfleto de ahora- se llevara la exclusiva de una noticia?   

(Después de todo, su affair con Exuperancia fue el menor de sus pecados, porque la carne es débil, y en eso -y sólo en eso- somos todos hijos de Dios y se anulan las diferencias de clase).

Por otro lado, el personaje de Rosalind Russell podría ser la bisabuela americana de todas las mujeres independientes que ya no se pliegan ante los mandatos masculinos. Rara avis, en 1940, esta mujer periodista y contestona, cuando lo normal en las películas era la pata quebrada y la tarta de manzana puesta en el horno. Sin embargo, el personaje de Rosalind se va diluyendo a lo largo de la película por culpa del amor. Amar es un acto libre e incluso necesario, pero amar a este delincuente que interpreta Cary Grant dice muy poco de ella misma. Porque Grant -eso lo entendemos- es un hombre apuesto, elegante, y tiene una sonrisa que derrite y una verborrea que seduce. Irresistible para cualquier tonta del bote que quiera medrar, pero no para esta mujer que presumíamos -ay- tan inteligente.





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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 5

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Mi amigo dice que Midge Maisel es una mujer insoportable. Que de haberse casado con ella se pasaría más tiempo fuera que dentro del hogar por no tener que escuchar sus peroratas. O sea, lo mismo que hace ahora entre bares y huertas, viajes y compromisos, pero con un justificante médico para enseñarlo a las amistades. 

Mi amigo dice que Midge Maisel es muy guapa, que eso me lo reconoce, pero que cuando abre la boca se le va toda la seducción  por el ojete. Mi amigo dice que en ese universo de cómic en el que ambos son marido y mujer, las razones de su pito iban a colisionar estruendosamente con las razones de sus tímpanos, provocando muchas broncas y malestares. Mi amigo dice que ni el orgullo de pasear con ella por la ciudad iba a compensar las jaquecas que tal mujer iba a provocarle, todo acción en ella, torbellino, verborrea, energía cinética...

Él dice, además -y en eso le doy la razón- que Midge Maisel es una pija impresentable, la mujer con el guardarropa más extenso de todo Manhattan y de parte del extranjero, lo que dice mucho de su gusto estilístico pero muy poco de su orden de prioridades y de su solidaridad con las crisis económicas. Y yo, que soy un bolchevique del siglo XXI, y que además ya voy por la segunda cerveza en esta discusión -porque las Estrellas Galicia las carga el diablo, tan suaves como parecen al paladar y tan contundentes como actúan en la barriga- le digo que sí, que es verdad, que Midge Maisel es una pija de campeonato, pero que a mí me da igual, que peccata minuta, y que mejor para mí, mira tú por dónde, porque así ella sería mía y solo mía si algún día se sentara en esta terraza de La Pedanía y tuviera que elegir a uno de los dos, ahora que ya terminó su participación en la serie y quizá busca un remanso de paz en el anonimato.

Es una suerte, la verdad, que a mi amigo no le llene el ojo la maravillosa señora Maisel, porque yo sé que él vale más que yo: él es un caballero de los modales, un opinador mesurado, un hombre acaudalado con juiciosas inversiones... Pero no está enamorado de ella, y yo sí. Y Midge Maisel, al final, como todas las mujeres hermosas que parecen inalcanzables, solo quiere que la quieran, pajarito de mi corazón. 




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Licorice Pizza

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“Licorice Pizza” es la metáfora visual de un disco de vinilo. Los discos parecen pizzas y son de color negro como el regaliz. Y los discos, como el regaliz, nos traen nostalgias del pasado... Ahí residía el misterio del título que en la película nunca se desvela. O que se desvela, pero que nosotros, en el sofá, Eddie y yo, no fuimos capaces de colegir. Y eso que lo mirábamos todo boquiabiertos, con cara de cinéfilos deslumbrados. Porque “Licorice Pizza” es una película rara, rara de cojones, pero no puedes dejar de perseguirla. En un momento dado nos miramos y nos dijimos al unísono: “Esto es muy... extraño. Pero adictivo.” Así es también la relación entre un perro y su amo: extraña, pero adictiva.  Así es la vida en general, diría yo.

El otro misterio -el principal y nunca revelado- sería saber qué le pasa a Paul Thomas Anderson por la cabeza cuando rueda sus películas. Ahora que tanto se abusa de la palabra genio, resulta que él es un genio verdadero. Uno fetén. Él nunca mira las cosas como las miramos los demás. Los demás vivimos en el mainstream de las narraciones sentimentales. Pero él no. Y no lo hace por epatar, o por dárselas de listo: es que es así, dislocado y original. Un genio, ya digo. Un puto genio. Tú le das una historia de amor entre un chaval de 15 años y una mujercita de 25 y no te hace una película convencional, de rollo melodramático, ni tampoco de comedia disparatada. No: él hace sus mezclas, sus diseños, su anomalía neuronal, y le sale una película como “Licorice Pizza” que no se puede clasificar, ni resumir a los amigos, ni explicar con oraciones que tengan una coherente ligazón. La suya es una película imposible e inabordable.

“Licorice Pizza” viene a decir eso tan trillado, pero tan verdadero, de que dos personas condenadas a entenderse al final se acaban entendiendo. También dice que la madurez no se adquiere con la edad, sino que viene otorgada de nacimiento. Unos la llevan y otros no, como los pimientos de Padrón. Y da igual las experiencias que vivas, ocho mil o ciento una. La madurez es un regalo de los genes; la inmadurez, otra putada de las suyas. Yo pienso lo mismo que Paul Thomas.




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Vicky Cristina Barcelona

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Mi primera foto en los portales del amor -con pantalón corto, camiseta Adidas, barbita descuidada y gafotas de cinéfilo- fue una que me hicieron junto a la estatua de Woody Allen, en el centro de Oviedo. De aquellos polvos que echaron Vicky y Cristina en Barcelona -y también en Oviedo-  vinieron los lodos de la escultura y luego los barrizales románticos en los que yo me metí como un tontaina. 

Recuerdo que el tipo que me inmortalizó pertenecía a un corro de argentinos que alrededor de la estatua parloteaban sobre el psicoanálisis en las películas de Woody Allen.  Al principio me dijo que no, que no me la hacía, y luego, riéndose con acento del Mar del Plata, cuando yo ya murmuraba un “gilipollas” y me daba la vuelta para encontrar un fotógrafo de Samaria, me dijo que che, que bueno, que qué sentido del humor más retorcido teníamos los gallegos y tal...

Corría el año del Señor de 2016 y parecía que el asunto de Mia Farrow estaba archivado y olvidado, así que yo, posando junto al maestro, no corría peligro de ser ninguneado o execrado. De hecho, la primera mujer que se interesó por mí -tan parecida a la María Elena de la película que ahora casi da miedo recordarlo- era una feminista que entonces no vio problema en aceptarme primero en su cama y luego en su vida cotidiana. Justo un año después, en 2017, estalló el movimiento MeToo y ya nada volvió a ser como antes. Ni en el mundo ni entre nosotros. A ojos de mi neurótica María Elena. yo pasé de ser un inocente seguidor de Woody Allen -divertido, intelectual, buena persona en el fondo- a ser un hijo de puta integral que al tener muchas de sus películas en la estantería me delataba como un violador en potencia y un asesino más o menos inmediato. 

Obvia decir que ninguna mujer parecida a Cristina -y mucho menos a Vicky, que a mí siempre me ha gustado más- le dio jamás al corazón  que figuraba debajo de aquella fotografía. Hubo una mujer de rompe y rasga que una vez se atrevió, sí, pero eso ya fue en otro asalto a los cielos, y con otras fotografías menos comprometidas con mis cinefilias. En esas fotos posteriores yo ya tenía alguna cana y una sonrisa triste de cinismo. 





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Cegados por el sol

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Marianne y Paul son dos artistas norteamericanos que pasan sus vacaciones en la isla Pantelaria, a medio camino entre Sicilia y el continente africano. Mientras a su alrededor se desarrolla el drama de las pateras que naufragan o llegan con subsaharianos ateridos, ellos, aislados del mundanal ruido, disfrutan de su casa solariega con vistas al volcán. No es la procedencia, estúpido, ni la raza, sino la pasta que llevas en el bolsillo.

Alrededor de la piscina, que es el epicentro de su retozar, Marianne y Paul fornican al aire libre, toman el sol del Mediterráneo y reponen fuerzas con la saludable gastronomía del lugar, bajo la sombra de una parra. Marianne, que es vocalista en un grupo de rock, ha sufrido una operación en la garganta que le impide hablar, lo que hace que las discusiones terminen rápidamente con cuatro gestos y un abrazo de reconciliación. Cualquier cosa antes que forzar la voz y joder su carrera musical. Dentro de la desgracia, su mudez facultativa contribuye a mantener la paz achicharrada de las vacaciones.

Si los veraneantes de “Cegados por el sol” fueran una pareja de españoles, al segundo día aparecería un cuñado para joderles tamaña felicidad. Pero como son anglosajones y además muy liberales, el que aterriza en Pantelaria es el ex amante de Marianne, un cincuentón desatado al que da vida un desaforado e impagable Ralph Fiennes. Harry llega a la isla ávido de fiestas y cachondeos, pero trae, escondidas en la maleta, aviesas intenciones de reconquista. Él nunca ha olvidado a Marianne porque ella es una fiera del rock en los escenarios y una tigresa del sexo en los colchones. 

Por si fuera poco, con Harry -y con su hija, que es una lolita dispuesta a meter más leña en el fuego-  llega también el siroco del Sáhara, un viento seco que desatará tormentas dentro y fuera de los cuerpos. En la isla volcánica de Pantelaria estallará de pronto el volcán de las pasiones; y uno, que al principio de la película andaba medio dormido en el sofá, retomará el hilo de esta película muy malsana y viciosa, perjudicial para la moral, de personajes que se desean y se acechan como animales africanos.




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Ser o no ser

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Carole Lombard fue una de las actrices más guapas que iluminaron una pantalla de cine. A mi padre le gustaba tanto que siempre la citaba cuando recordaba sus tiempos de cinéfilo juvenil, en las salas de León. A ella y a Hedy Lamarr, el muy tunante. 

Sin embargo, para el público más joven y provinciano, Carole Lombard sólo protagonizó dos películas dignas del recuerdo: “Al servicio de las damas” y “Ser o no ser”. Tampoco le dio tiempo a rodar mucho más: con 34 años, al poco de empezar la II Guerra Mundial, sobrevolando de acá para allá los Estados Unidos para recaudar bonos de guerra, su avión se estrelló cerca de Las Vegas con otras veintitantas personas, entre ellas su madre. Cuentan que Clark Gable, que entonces era su marido, quedó roto para siempre. La gente guapa puede tener a quien quiera y no necesita enamorarse. Si Fulano no me desea, pues mira, tengo a Mengano. Pero las estrellas, ay, a veces se enamoran, y puede que ese vínculo, por innecesario, y por estar rodeado de tanta belleza, sea más inquebrantable que el amor de los mortales, 

Carole Lombard ni siquiera llegó a ver el estreno de “Ser o no ser”. Si todos los que participan en la película ya son fantasmas del celuloide, ella, pobrecita, ya es casi un fantasma dentro de la película, casi una transparencia o un ser angelical.

Aunque lo parezca por el título, la película de Lubitsch no es la enésima versión de Hamlet para el cine. En 1941, lo que olía a podrido no estaba en Dinamarca, sino en la Alemania renacida de Adolf Hitler, que ya se había hecho con  casi todo el continente. Lubitsch, como Charles Chaplin en “El gran dictador”, prefirió hacer comedia con el drama y le salió una película inolvidable  que resiste el paso del tiempo como una esfinge de Varsovia. En 1941 Hitler “sólo” era un hijoputa y un megalómano con bigote. Hubo que esperar a 1944 para que el Ejército Rojo descubriera los primeros campos de exterminio y Hollywood comprendiera que ya no se podían hacer más comedias con el tema. Se tardaron décadas en retomar los chistes y las cuchipandas.





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